El placer más dulce - Maureen Child - E-Book

El placer más dulce E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Deseo 2181 Estaba enamorada de su jefe y, por su propio bien, tenía que dejar el trabajo. Sin embargo, la vida tenía otros planes, porque, justo cuando Sadie Matthews estaba presentándole la renuncia a Ethan Hart, el consejero delegado de la empresa en la que trabajaba, él recibió por sorpresa la tutela de una niña de seis meses. Sadie no podía dejar a Ethan solo en aquel trance, pero compartir aquella situación tan cercana con él significaba que podía saltar una chispa escondida entre ellos…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2018 Maureen Child

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El placer más dulce, n.º 2181 - marzo 2024

Título original: Bombshell for the Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411806473

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Ya hemos hablado de esto.

Ethan Hart se recostó en el respaldo de la silla y miró a su hermano menor, que estaba al otro lado del escritorio, con los ojos entrecerrados. Sentía exasperación. ¿Cuántas veces tenían que pasar por aquello? Una vez más, Ethan se preguntó si tener a su hermano pequeño en la junta era buena idea.

Gabriel Hart se levantó de la butaca y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.

–No, Ethan. No hemos hablado de nada. Tú has dado órdenes, que no es lo mismo.

Ethan miró a su hermano con una ceja enarcada.

–Pues, si recuerdas tan bien nuestra última conversación, me pregunto por qué has venido a intentar repetirla.

–Porque, por muy obcecado que seas, no pierdo la esperanza de poder comunicarme contigo.

–¿Que yo soy obcecado? Eso tiene gracia, viniendo de ti –dijo Ethan, agitando la cabeza.

–Estoy intentando hacer algo importante, no solo para mí, sino para toda la empresa.

Ethan sabía que su hermano estaba convencido de ello. Gabriel siempre había sido el que intentaba poner en práctica ideas nuevas y arriesgadas. Eso no era ningún problema para él, pero ¿para la empresa? No valía la pena hacer peligrar la reputación que se habían labrado durante generaciones por el mero hecho de probar algo nuevo.

Aquella era una antigua discusión. Desde que Gabe había ocupado su puesto en la fábrica de chocolates de la familia Hart, los dos estaban enfrentados. Y a Ethan le dolía, porque siempre habían estado unidos. Sin embargo, él era quien estaba a cargo de la empresa, y él era quien tenía la última palabra. Gabriel tendría que acostumbrarse y aceptarlo.

Se puso de pie y se volvió hacia su hermano.

–Gabe, lo cierto es que hemos vendido quince millones de kilos de chocolate el año pasado. La empresa va bien y no es necesario correr ningún riesgo.

–Demonios, Ethan, nuestro bisabuelo fundó esta empresa y la llevó a lo más alto corriendo riesgos.

–Es cierto. Joshua Hart fue quien fundó la empresa –respondió Ethan con tirantez–. Y, después, cada generación ha sabido mantener una reputación impecable. Somos una de las cinco chocolateras más importantes del mundo. ¿Por qué iba a querer arriesgarme en este momento?

–Para ser el número uno –replicó Gabe. Con una evidente frustración, se pasó la mano por el pelo negro–. Los tiempos cambian, Ethan. Los gustos cambian. Podemos seguir haciendo el mismo chocolate de gran calidad y, al mismo tiempo, aumentar la oferta de sabores y texturas. Así atraeríamos a clientes más jóvenes que permanecerán con nosotros durante décadas.

Ethan miró a su hermano y sintió afecto e irritación. Las cosas siempre habían sido así entre ellos. Él siempre había cuidado de su hermano pequeño, que era el salvaje, el que quería probar cosas nuevas, ver lugares nuevos. Siempre estaba dispuesto a correr riesgos y él había tenido que rescatarlo en más de una ocasión. Y eso estaba bien, hasta que llegaba el momento de ocuparse de la empresa. En ese ámbito, él no iba a cuestionar tradiciones que habían convertido una fábrica de chocolates familiar en un gigante mundial.

–Si quieres fundar tu propia empresa –le dijo Ethan, suavemente– y vender chocolate con orégano, o lo que sea, hazlo. Heart Chocolates va a seguir en la cima dándoles a nuestros clientes exactamente lo que quieren y esperan de nosotros.

–Muy seguro –replicó Gabe, agitando la cabeza–. Y aburrido.

Ethan dio un resoplido.

–¿El éxito es aburrido? Sabemos lo que funciona, Gabe. Siempre lo hemos sabido.

Gabe se apoyó con ambas manos en el escritorio de Ethan.

–Soy parte de esta empresa, Ethan. Somos hermanos. Este es el negocio familiar. Papá nos lo dejó a los dos. Y quiero participar en las decisiones que se tomen.

–Tú tienes voz y voto –respondió Ethan, cada vez más irritado.

–Pero tú tienes la última palabra.

–Claro que sí. Los dos heredamos la empresa, pero yo la dirijo.

Ethan miró a su hermano a los ojos. La ira le había formado un nudo en el estómago, pero trató de calmarse. Entendía lo que sentía Gabriel: su hermano quería dejar huella en la empresa familiar. Pero eso no significaba que él fuera a arriesgar todo lo que habían construido por las ideas de su hermano. Ciertamente, podían ofrecer nuevos sabores, bombones nuevos con rellenos extraños que serían lo opuesto a todos sus valores tradicionales. Sin embargo, eso no iba a interesar a sus clientes actuales, porque ellos sabían lo que querían y contaban con que Heart Chocolates se lo proporcionara.

–No vas a permitir que lo olvide nunca, ¿verdad?

Gabriel se apartó del escritorio y se metió las manos en los bolsillos.

–Mira, Gabe, entiendo qué es lo que quieres hacer, pero mi responsabilidad es proteger la reputación de la empresa que forjaron las anteriores generaciones.

–¿Y crees que yo quiero destruirla? –preguntó su hermano con asombro.

–No. Simplemente, me parece que no estás sopesando bien todas las consecuencias que tendría desarrollar esta idea.

Ethan había perdido la paciencia. Trató de enfocarlo desde un ángulo distinto.

–Si ofreciéramos un surtido nuevo de bombones con la esperanza de conseguir más clientes, estaríamos obligados a lanzar una gran campaña publicitaria, aparte de la que ya tenemos en marcha.

–Pam dice que la campaña podría incluirse en la que estamos usando ahora.

Ethan enarcó una ceja.

–Pam, ¿eh? ¿Y quién es Pam?

Gabriel respiró profundamente y suspiró, como si se arrepintiera de haberla mencionado.

–Pam Cassini –dijo–. Es muy inteligente. Está montando su propia agencia de relaciones públicas y tiene muy buenas ideas.

–Y te estás acostando con ella –dijo Ethan. ¿Acaso era aquella la explicación del nuevo intento de Gabe por cambiar las cosas? ¿Estaba su última novia detrás de todo aquello?

–¿Y qué tiene que ver?

Antes de que pudiera responder, alguien llamó a la puerta. Sadie Matthews, su secretaria, se asomó al despacho. Los miró a los dos con sus enormes ojos azules y preguntó:

–¿Ha terminado la guerra?

–Ni de lejos –respondió Gabe.

Ethan frunció el ceño.

–¿De qué se trata, Sadie?

–Los gritos se oyen por toda la planta –dijo la secretaria. Entró en el despacho y cerró la puerta.

Ethan la miró fijamente, con dureza.

Sadie llevaba cinco años en el puesto de secretaria de dirección. Era alta, tenía el pelo rubio, rizado y corto, y los ojos azul oscuro. Parecía que siempre estaba a punto de sonreír. Era eficiente, guapa, inteligente y sexy, pero estaba fuera de los límites. Durante aquellos años, había tenido que aprender a no reaccionar como lo hubiese hecho si no trabajara para él. No era fácil. Cualquier hombre caería de rodillas con solo ver sus curvas. Su boca era toda una tentación, y tenía un brillo de rebeldía en los ojos que siempre le había interesado. Alguna vez se había planteado despedirla para poder insinuarse, pero era demasiado buena en su trabajo.

Ella caminó hacia su escritorio mientras decía:

–De hecho, he oído a un par de personas hacer una apuesta sobre cuál de los dos iba a ganar este asalto.

–¿Quién? –preguntó Ethan, mirando a su hermano.

–No voy a decirlo –respondió ella.

–Qué demonios, Sadie…

Ella lo ignoró y miró a Gabriel.

–El nuevo distribuidor está esperando en tu despacho. Si lo prefieres, le digo que no puedes acudir a la reunión porque estás en plena batalla con tu hermano…

Gabriel apretó los dientes, pero asintió.

–De acuerdo. Voy ahora mismo –dijo. Después, miró a su hermano–. Pero esto no ha terminado, Ethan.

–Ya me lo imaginaba –respondió él con un suspiro.

Cuando Gabriel se marchó, Ethan preguntó:

–¿Has apostado por mí?

Ella sonrió.

–¿Cómo sabes que apostado?

–Eres demasiado lista como para no apostar por mí.

–Vaya, un cumplido para mí y unas palmaditas en la espalda para ti, y todo al mismo tiempo. Impresionante.

–¿Está el distribuidor en el despacho de Gabe o lo has hecho solo para interrumpir la discusión?

–Está en el despacho de verdad –respondió ella, mientras se acercaba al ventanal–. Pero yo quería que la discusión acabara, así que me habría inventado algo.

–Me está volviendo loco –dijo Ethan.

Se giró y fue hacia el ventanal, que tenía vistas al océano Pacífico. Se detuvo al lado de Sadie y observó el mar. El mes de enero podía ser frío y gris en el sur de California, pero, en invierno, el mar tenía su propia magia. El agua estaba tan oscura como el cielo y las olas rompían sin cesar en la orilla. Los surfistas nadaban sobre las tablas a la espera de la ola perfecta, y había algunos barcos con velas de colores navegando. Una escena como aquella, normalmente, le habría proporcionado calma. Sin embargo, la situación con Gabe era cada vez más irritante para él.

–Sigue empeñado en hacer cambios en la gama de bombones –le dijo a Sadie–. Y ahora está con una mujer que le ayuda a llevar a cabo su campaña.

–No es una idea completamente descabellada –dijo ella encogiéndose de hombros.

Él la miró fijamente.

–Tú también, no, por favor.

Sadie se encogió de hombros otra vez.

–Los cambios no siempre son malos, Ethan.

–Según mi experiencia, sí –dijo él. La tomó por los hombros e, ignorando el salto que le dio el corazón en el pecho, la giró para que lo mirara de frente. Entonces, la soltó y, antes de retroceder un paso, añadió–: La gente siempre está hablando de cambiar su vida. Coche nuevo, casa nueva, color de pelo nuevo, creencias nuevas… Pues yo creo que lo estático también tiene su valor. Vale para encontrar lo que funciona y mantenerlo.

–Es cierto, pero, algunas veces, el cambio es el único camino.

–Esta vez, no –murmuró él.

Fue a su escritorio, se sentó y tomó el último informe de marketing. Lo miró por encima y dijo:

–Sadie, si vas a ponerte del lado de Gabe en esto, no quiero saberlo. No estoy de humor para tener otra discusión.

–Bueno, todos tenemos que hacer cosas que no queremos hacer.

–¿Cómo? –preguntó él, y la miró.

Ella exhaló un suspiro y le entregó una hoja de papel.

–Voy a dejar el trabajo.

–No, no puedes dejar el trabajo. Tenemos una reunión dentro de veinte minutos.

–De todos modos…

Ethan se quedó mirándola. No estaba seguro de si la había entendido bien. Aquello salía de la nada, de repente, y no tenía sentido.

–No, no lo vas a dejar.

Ella agitó el papel.

–Lee la carta, Ethan.

Él se la quitó y pasó la mirada por las líneas mecanografiadas.

–Esto es absurdo. No lo acepto –dijo.

 

 

Sadie se agarró las manos por detrás de la espalda para resistir la tentación de recuperar la carta y fingir que no había ocurrido nada. Sabía perfectamente que iba a ser difícil dejar el puesto y que Ethan iba a oponerse, y le preocupaba que él pudiera convencerla de que se quedara.

Porque, en realidad, no quería marcharse de Heart Chocolates.

Pero tampoco quería pasar los siguientes cinco años como había pasado los cinco anteriores: perdidamente enamorada de un jefe que solo la veía como un mueble de oficina de lo más eficiente.

–No puedes marcharte –dijo él y, al ver que ella se negaba a tomar de nuevo la carta, la dejó boca abajo sobre el escritorio, como si no pudiera soportar ver el escrito–. Tenemos que acabar la campaña de primavera, la reforma de la fábrica…

–Y todo se hará sin mí –dijo Sadie.

–¿Por qué? –preguntó él–. ¿Es porque quieres un aumento? Muy bien, pues ya lo tienes.

–No se trata del dinero, Ethan –respondió ella con tirantez.

Ya había ganado más dinero que en cualquier otro trabajo. Ethan era generoso con sus empleados.

Él se puso en pie.

–De acuerdo, dos semanas extra de vacaciones por año, aparte del aumento.

Ella se echó a reír. De veras, para ser tan buen jefe, algunas veces no tenía ni idea de nada.

–Ethan, ahora no tomo días de vacaciones. ¿De qué me sirven dos semanas más?

–No estás siendo razonable.

–Estoy siendo pragmática.

–No estoy de acuerdo.

–Pues lo siento –respondió ella.

Era cierto. No quería irse. No quería dejar de verlo para siempre. De hecho, al pensarlo, se le formaba un nudo en el estómago. Y era eso, precisamente, lo que dejaba claro que no tenía otra opción.

–Entonces, ¿de qué se trata?

–Quiero tener una vida –respondió ella.

Estaba desesperada y detestaba que aquel sentimiento pudiera reflejarse en su tono de voz, pero llevaba ocho años trabajando en Heart Chocolates y, durante los últimos cinco años, había sido la secretaria de Ethan. Había dedicado muchísimas horas al trabajo. Casi no veía a su familia y nunca estaba en casa. Quería romanticismo. Sexo. Quería formar una familia antes de ser demasiado vieja para conseguirlo.

–Ya tienes una vida –le dijo él–. Eres una parte esencial de este negocio. Y eres imprescindible para mí.

Ojalá. El verdadero problema era que llevaba varios años enamorada de Ethan, pero no era un sentimiento mutuo y, de seguir así, algún día se convertiría en una anciana amargada. Tenía que dejar aquel puesto por su propio bien.

–Esto es trabajo, Ethan, y en la vida hay más cosas.

–No, que yo haya notado –respondió él.

–Es una parte del problema –dijo ella–. ¿No lo entiendes? Trabajamos con un horario horriblemente largo, venimos incluso los fines de semana y, el año pasado, me llamaste cuando estaba en la boda de mi prima para que viniera a ayudarte a solucionar aquella confusión en el envío del Día de la Madre.

–Era importante.

–Y la boda de Megan, también –dijo ella–. No insistas, tengo que hacerlo. Es hora de cambiar.

–Cambios, otra vez –murmuró él. Se puso de pie, rodeó el escritorio y se acercó a ella–. Me estoy hartando de esa palabra, de verdad.

–Los cambios no son siempre malos.

–Ni buenos. Cuando las cosas funcionan bien, ¿por qué hay que estropearlas?

–Sabía que esto no te iba a gustar, y tal vez haya venido a decírtelo en un momento inoportuno, justo después de tu última batalla con Gabe, pero, sí. Yo necesito un cambio.

Lo miró fijamente a los ojos, que eran verdes como la hierba, y sintió una punzada de arrepentimiento por haber presentado su dimisión. Ethan tenía el pelo castaño. Estaba despeinado, seguramente porque se habría pasado los dedos muchas veces por la cabeza mientras discutía con su hermano. Llevaba la corbata aflojada y estaba tan sexy que a ella se le cortó la respiración.

¿Qué tenía aquel hombre, por qué la afectaba tanto? No se trataba solo de que fuera tan guapo, ni de todos los anhelos que despertaba en ella solo con mirarla. Ethan era fuerte, inteligente y duro, y aquella combinación era una tentación constante para ella. Así pues, lo único que podía hacer era dejar aquel trabajo. ¿Cómo iba a quedarse, si sabía que nunca iba a poder mantener una relación con él?

–Demonios, Sadie, ¿qué es lo que quieres cambiar, exactamente?

–Mi vida. ¿Sabes que mi hermano, Mike, y su mujer, Gina, acaban de tener su tercer hijo?

–¿Y qué? –preguntó él en un tono confundido–. ¿Qué tiene eso que ver contigo?

–La mujer de Mike tiene dos años menos que yo –dijo ella, moviendo las manos con un gesto de disgusto–. Tiene tres hijos. Yo solo tengo tres plantas moribundas en mi apartamento.

–¿Qué significa eso?

–Pues… que quiero tener una familia, Ethan. Quiero estar con un hombre que me quiera…

«Contigo», le susurró su cerebro, pero rápidamente, ella reprimió aquella voz interior.

–Quiero tener hijos, Ethan. Voy a cumplir treinta años.

–¿En serio? ¿Se trata de un momento de reloj biológico?

–No es solo un momento –dijo ella–. Llevo bastante tiempo pensando en esto. Ethan, trabajamos quince horas al día; algunas veces, más. Hace siglos que no salgo con nadie, y llevo tres años sin mantener relaciones sexuales.

Él pestañeó.

Y ella se estremeció. Bueno, eso quizá no quería decírselo. Era muy embarazoso que lo supiera.

–Lo que quiero decir es que no quiero mirar atrás cuando sea vieja y lo único que pueda decir sea: «Vaya, sí que fui una buena secretaria. Esa oficina iba como la seda, ¿verdad?».

–A mí no me parece tan mal.

Ella lo señaló con el dedo, exasperada.

–Eso es porque tú tampoco tienes vida. Te encierras en tu trabajo. Nunca hablas con nadie, salvo con Gabe o conmigo. Tienes una mansión en Dana Point, pero nunca estás allí. Comes comida rápida en tu escritorio y dedicas todos tus esfuerzos a los libros de contabilidad y las estadísticas, y eso no es sano.

Él enarcó una ceja.

–Muchas gracias. Pero esto no va sobre mi vida, ni sobre mí.

–En cierto modo, sí. A lo mejor, si contratas a una secretaria que se empeñe en cumplir su horario de nueve a cinco, tú también tendrás que salir de este despacho de vez en cuando.

–Muy bien –dijo él–. Si quieres un horario de nueve a cinco, podemos hacerlo.

Sadie se echó a reír.

–No, no podemos. ¿Te acuerdas de la boda de mi prima Megan? Lo siento mucho, Ethan, pero tengo que dejarlo. Me quedo dos semanas más para enseñar a mi sustituta.

–¿Quién? –preguntó él, y se cruzó de brazos, como si estuviera retándola a encontrar una candidata adecuada.

–Vicky, de Marketing.

–No lo dices en serio.

–¿Qué tiene de malo?

–Canturrea constantemente.

Era cierto. Además, tenía un oído terrible.

–De acuerdo. Beth, la de Nóminas.

–No –dijo él–. Usa un perfume insoportable.

–¿Y Rick? Lleva dos años trabajando aquí. Conoce la empresa.

–Rick siempre está de acuerdo con Gabe. No voy a pasarme el santo día discutiendo con mi secretario.

Cierto. Entonces, solo quedaba que él mismo sugiriera a la persona que iba a sustituirla.

–¿A quién sugieres tú, entonces?

–A ti. Somos un equipo muy bueno, Sadie. ¿Por qué quieres disolverlo?

–No puede ser. Yo encontraré a alguien –dijo ella con firmeza.

Ethan no parecía muy contento, pero, al final, asintió con tirantez.

–Y aceptas no marcharte hasta que tu sustituto esté preparado.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados.

–Y tú estás de acuerdo en que aceptarás al sustituto.

Él se encogió de hombros.

–Si la persona en cuestión puede hacer el trabajo, por supuesto.

–Qué razonable –dijo ella. Ladeó la cabeza y lo observó atentamente–. ¿Por qué será que no te creo?

–¿Por tu forma de ser desconfiada?

–Tengo motivos para ser desconfiada –replicó ella.

–Pero ¿por qué iba a mentir yo?

–Para conseguir lo que quieres.

–Me conoces bien –dijo él, cabeceando–. Otro motivo por el que hacemos tan buen equipo.

Era cierto, demonios. Ella no quería marcharse, pero tampoco podía soportar quedarse.

–Ethan, lo digo en serio. Dejo el trabajo.

Él la observó durante un largo instante, en silencio.

–De acuerdo.

Y, en un segundo, se erigieron todas sus defensas y sus ojos dejaron de transmitir la más mínima emoción.

–Vaya, sí que se te da bien eso.

–¿El qué?

–Pasar del calor al frío en un abrir y cerrar de ojos.

–No sé de qué estás hablando.

–Claro que sí. Es tu sello. En cuanto una conversación o una negociación se encamina en una dirección que tú desapruebas, arriba las defensas. Y, ahora que he dejado mi puesto oficialmente, te puedo decir que no me gusta que lo hagas.

Él frunció el ceño.

–¿De veras?

–Sí –dijo ella, y se puso las manos en las caderas–. ¿Sabes? Es estupendo poder decir lo que pienso.

–Nunca me ha parecido que no lo hicieras –replicó él.

–Ya –respondió ella, riéndose–. Pero no tienes ni idea de la moderación que he ejercido durante estos años. Bueno, hasta ahora.

Él entrecerró los ojos.

–Vaya, así que ahora te sientes muy segura de ti misma, ¿eh?

–Siempre estoy segura de mí misma, pero no solía contarte lo que pensaba. Tengo que admitir que es muy liberador. Ah, y otra cosa: odio tu café.

Eso debió de ser insultante para él.