El playboy italiano - Kim Lawrence - E-Book
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El playboy italiano E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Le hicieron una proposición matrimonial a la italiana. Luca Di Rossi era el sueño de cualquier mujer: rico, guapo e increíblemente sexy. Jude no podía creer lo que veía cuando se encontró frente a frente con el hombre al que los periódicos tildaban de playboy. Y aún más sorprendida se quedó cuando Luca le dijo que debían casarse por el bien de ambos. Jude era consciente de que, en otras circunstancias, Luca ni siquiera la habría mirado. Ahora estaba locamente enamorada de un hombre que quería casarse con ella solo para no perder la custodia de su hija. ¿Debería aceptar?

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Kim Lawrence

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El playboy italiano, n.º 1471 - mayo 2018

Título original: The Italian Playboy’s Proposition

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-208-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Tom Trent habló largo y tendido volviendo la vista hacia sus notas de vez en cuando. Sabía que el hombre que lo había obligado a tomar un Concorde desde su lugar de vacaciones no deseaba que expresara abiertamente sus críticas, así que no lo hizo. Él lo escuchaba en silencio apoyando los codos sobre la mesa. Tom solo podía figurarse qué pensaba, porque sus nobles rasgos no revelaban nada. Y para Tom, que no era ningún intelectual, era el hombre más inteligente que había conocido jamás.

–Eso es todo –concluyó Tom apoyándose en el respaldo.

Luca no respondió de inmediato. Se puso en pie. Con su metro noventa de estatura y sus músculos su figura resultaba imponente. Sus ojos oscuros de mirada contemplativa se posaron sobre él durante unos instantes antes de suspirar y comenzar a caminar de un lado a otro. Tom, que nunca había tenido demasiada imaginación, pensó en una pantera mientras lo observaba.

Tras dar dos vueltas Luca se detuvo delante de la mesa y se inclinó hacia Tom. Sus espesas y onduladas pestañas negras, que la mujer de Tom había calificado de sexys, se alzaron destacando sus altos pómulos. Tom era el objeto de la famosa y penetrante mirada de Di Rossi. Y no era precisamente una posición cómoda.

–Así que dices que la única forma de evitar una batalla por la custodia sería casarme. Preferiblemente con una mujer que tenga hijos, ¿no?

Tom sacudió la cabeza. Era típico de Luca resumir treinta minutos de complicada verborrea legal en una sola frase. Gianluca Di Rossi no era de los que utilizaban dos palabras si bastaba con una. Siempre iba al grano. Se ponía en marcha sin perder un instante mientras otros redactaban innumerables informes y convocaban interminables reuniones. Jamás le había costado trabajo tomar decisiones. Ni sentía la necesidad de ver sus decisiones validadas por otros. Por eso no le importaba que unos lo llamaran imprudente y otros dijeran que estaba inspirado. Y hasta el momento su infinita confianza en sí mismo estaba más que justificada, teniendo en cuenta su espectacular éxito fundando un imperio financiero de la nada.

–Bueno, no lo había pensado así, pero es cierto que si tuvieras una familia sería un desastre para ellos. Se cerraría el caso. Si vas a entrevistar a alguien para el puesto, lo mejor sería una mujer con dos hijos. Niño y niña.

Aquella broma no produjo la menor sombra de sonrisa en el rostro impasible de Luca, que seguía mirándolo fijamente sin relajar un músculo. Tampoco Tom se habría sentido inclinado a reír si alguien tratara de quitarle a su hija.

–Una familia… –repitió Luca.

–Ya sé que no tiene gracia, pero no te estoy diciendo nada que tú no sepas.

–A veces es necesario que alguien te diga las cosas para darte cuenta de lo que tienes delante de las narices –observó Luca enigmáticamente, tomando asiento.

Parecía relajado, pero con Luca las apariencias engañaban. Di Rossi es peligroso sobre todo cuando se siente acorralado, había escrito un analista financiero en una ocasión. Y si el consejo era válido en los negocios, lo era más aún en su vida personal, que Luca guardaba con celo.

–Siempre puedes poner un anuncio personal. Sí, ya sé que eso tampoco tiene gracia –concedió Tom–. Pero anímate, no te estoy sugiriendo que te cases. De todos modos tienen pocas posibilidades de ganar el caso.

–Pero pueden arrastrar mi nombre por el lodo.

–Los efectos del escándalo sobre la empresa serían solo temporales, Luca –se apresuró Tom a puntualizar–. Di Rossi International es una empresa demasiado sólida como para sufrir un daño irreparable.

–Tu preocupación por mis intereses es admirable –observó Luca con su acento italiano–, pero el daño ocasionado a Valentina podría no ser tan pasajero.

–¡Ah, claro! –exclamó Tom–, ¿pero en qué estaría pensando? Lo siento, Luca.

–¿Por qué?

–¿Por qué? –repitió Tom confuso.

–¿Por qué no debería casarme?

–¡No hablas en serio! Bueno, aparte de otras muchas razones, sería…

–Necesario, según tú –lo interrumpió Luca–. Si quiero cerrar el caso antes incluso de que llegue a los tribunales, claro. Y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para proteger a Valentina.

–El hecho de que trajeras a tu hija a Inglaterra debió de parecerles una decisión deliberada para dificultarles el acceso.

–Y así fue –confesó Luca con una sonrisa de lobo.

–Entonces, cuando les negaste el acceso a solas… –Tom se encogió de hombros– debiste imaginar cómo reaccionarían. Natalia Corradi te odia, Luca, y Valentina es su nieta.

–Y mi hija –afirmó Luca con ojos de fuego.

–Yo solo soy el mensajero –se defendió Tom.

Luca tragó saliva, se calmó y dijo:

–¿Te he contado lo que la oí decirle a Valentina?

–No.

–Su querida abuela le dijo que era una vergüenza que no fuera tan guapa e inteligente como su madre, y que de no haber nacido ella su madre no estaría muerta –explicó Luca respirando hondo–. ¡Dios, Tom!, ¿qué podía hacer?

Tom, estupefacto, se encogió de hombros.

–¡Sabe Dios cuánto tiempo llevará soltándole ese veneno! ¡No voy a permitirlo! Esa mujer no tiene sentimientos –afirmó Luca rotundo–. Utiliza a Valentina como arma contra mí.

Se puso en pie una vez más y añadió:

–He soportado su maldad durante años, me da igual, pero con Valentina se ha pasado de la raya. El bienestar de la niña está por encima de todo.

–Dirán que es por su propio interés por lo que debe crecer en el seno de una familia –puntualizó Tom–. Y te presentarán como a…

–Un mujeriego obsesionado por el trabajo, lo sé –lo interrumpió Luca con una sonrisa burlona–. Y supongo que sacarán a relucir el asunto de Erica, ¿no?

Tom asintió serio.

–¿Y si la hubiera llevado a los tribunales como me aconsejaste?

–Teniendo en cuenta la cinta que grabaste en la que Erica confiesa que la herida no era más que maquillaje… Debiste hacer público el engaño, Luca. Claro que yo no comparto tu código de honor… –admitió Tom–. No te tortures, Luca, es muy fácil saber qué debiste hacer cuando todo ha pasado. Aunque sí, tu negativa a defenderte contra esa acusación puede perjudicarte.

–¡Olvidas que al final no hubo acusación! La bella víctima negó que le hubiera puesto una mano encima, por si no lo recuerdas.

–Concentrémonos en lo que sí podemos arreglar –afirmó Tom–. El problema es que vives solo. El hecho de que Valentina no tenga un modelo femenino que imitar, excepto por tus…

–¿Mis amantes? –sugirió Luca con una sonrisa satírica y sin avergonzarse.

–Ya puedes ir olvidándote de tu vida privada si hay juicio, Luca –suspiró Tom–. Prepárate, analizarán tu vida amorosa de arriba abajo.

–No soy ningún monje, pero mi vida amorosa no es tan interesante como piensas, ni mucho menos.

–Y si hasta yo lo creo, Luca –rio Tom–, ¿cómo vas a convencer al tribunal? Además, ¿se te ha ocurrido pensar qué pensará el juez de Carlo? Es un buen hombre, pero no nos engañemos: no es la típica niñera. Y luego está la cuestión de sus antecedentes.

–Carlo se queda conmigo –afirmó Luca.

El asunto no era negociable. Tom, que conocía la lealtad de Luca hacia los demás, no discutió. El intercomunicador de la oficina sonó en ese momento. Luca contestó impaciente.

–Creí haber dicho que no quiero… –se interrumpió, escuchó y suspiró–. Está bien, dile que lo llamaré en cinco minutos. Lo siento, Tom, es Marco. Tiene un problema –añadió en dirección al abogado.

Y cuando Marco tenía un problema, Luca siempre le echaba una mano. Tom no pudo evitar esbozar una expresión de desaprobación. Le resultaba incomprensible que Luca, que jamás toleraba a la gente estúpida, mantuviera esa lealtad hacia su encantador y desvergonzado hermanastro. Luca observó el gesto de su abogado.

–No te gusta Marco, ¿verdad?

–Cualquiera en su sano juicio desaprobaría la conducta de un hermanastro tan injustamente favorecido por sus padres, Luca.

–¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez lo difícil que debe de resultar cumplir las expectativas de tus padres cuando te consideran perfecto?

–¡Sobre todo para una persona con tantos defectos! –rio Tom–. Sinceramente, Luca, me parece una carga mucho más pesada que tu familia no solo no reconozca tus méritos, sino que te los reproche –puntualizó con indignación, refiriéndose al caso de Luca.

–Yo no necesito la aprobación de nadie –declaró Luca.

–¡Dios, qué arrogante!

Una inesperada sonrisa de inmensa satisfacción transformó por un momento los rasgos del desafiante millonario.

–Sí, eso dice la gente –convino Luca–. Te llamaré.

–¿Vuelves a tu casa esta noche?, ¿han terminado ya la reforma? –preguntó Tom saliendo del despacho.

–Sí, ya han terminado, pero nos quedaremos en casa de Marco unas cuantas noches más. Y lamento haberte hecho venir desde Cape Code.

–No importa –sonrió Tom–. ¿Quieres que haga algo mientras tanto?

–Hazme una lista de candidatas a esposa.

Aquel comentario detuvo bruscamente a Tom ante la puerta.

–Te conozco hace diez años, Luca, pero aún no sé cuándo hablas en serio y cuándo en broma.

–Jamás había hablado tan en serio, Thomas.

 

 

–¡Mamá, tienes que ayudarme!

–¿Acaso esperas que lo deje todo, Jude? –preguntó incrédula Lyn Lucas, al otro lado de la línea–, ¿así, sin más?

Con Lyn Lucas, apelar al instinto materno había sido siempre un error. Jude respiró hondo y se tragó el orgullo. Si era preciso rogar, lo haría. La situación era desesperada.

–Escucha, mamá, no te lo pediría si no fuera una emergencia.

–Y si fuera una emergencia yo acudiría, naturalmente –contestó Lyn–. Pero en serio, Jude, ¿no crees que estás dramatizando? Solo son tres niños, ¿tantos problemas te causan?

–¿Tantos? –repitió Jude de pie, en medio del apartamento de estilo minimalista–. ¿Por dónde quieres que empiece? ¡Por Dios, mamá, no son ellos, soy yo!

Sabía que estaba perdiendo el tiempo. ¿Cómo explicarle su situación a una persona para la cual ser madre consistía en soltar reprimendas y proporcionarles un coche a sus hijos adolescentes? Cuando eran pequeños, David y ella solo veían a su madre cuando había inspección, después de que una colección de niñeras se hubiera asegurado de que ambos estuvieran bien aseados y su comportamiento fuera correcto. Y en cuanto fue posible, su madre los mandó a un internado. Esa, probablemente, era la causa de que David y ella hubieran estado siempre tan unidos.

–Los niños necesitan que alguien controle lo que hacen –comenzó a explicar Jude–. Espera un minuto, mamá –añadió gruñendo y apresurándose a quitarle un frasco de espuma de cabello a la pequeña de cinco años antes de que se lo echara a su hermanita, que dormía plácidamente–. No, Sophia, esto es de la tía Jude.

Jude resopló llena de frustración. Sus argumentos no tenían efecto alguno sobre la pequeña. Quizá lo importante no fuera lo que dijera, sino cómo lo dijera, reflexionó.

–¡No!

–No grites, Sophia, vas a despertar a Amy –rogó Jude.

La pequeña finalmente le tendió el frasco a cambio de una galleta rellena de chocolate. No hacía falta ser una psicóloga como Jude para saber que, en general, las reprimendas eran poco recomendables. No obstante Jude estaba demasiado agobiada como para esas finuras.

Su hermano David, que era dentista, se habría horrorizado al verla romper su regla de oro de «nada de dulces». Una inmensa tristeza embargó a Jude al recordarlo. David no estaba allí para proteger a sus hijos. Ni Sam, su mujer. Ambos habían muerto el mes anterior al cruzar la mediana de una autopista y chocar de frente con una furgoneta.

Jude lo sabía todo acerca de las fases de la pérdida de un ser querido. ¿Pero le servía eso de ayuda? No tenía tiempo de lamentarse. Su prioridad eran los tres pequeños, que necesitaban mucho amor y compresión. No podía mirar al futuro. Porque si lo hacía, el simple hecho de saber que no era apta para la tarea la paralizaba.

Había disfrutado mucho haciendo el papel de tía, malcriando a los tres niños. Pero tener la responsabilidad era algo muy diferente. Quería que los niños se sintieran seguros después de que sus vidas hubieran dado un vuelco tan profundo, pero era duro cuando ella misma estaba asustada. Asustada porque por primera vez en la vida las cosas no le resultaban fáciles. Estaba fallando, y no se trataba de un simple examen o una entrevista de trabajo. Las vidas de sus sobrinos estaban en juego.

Jude se preguntaba si sería posible que los niños olieran el miedo. Fuera esa o no la razón, lo cierto era que diez segundos después de llegar a su casa los tres habían decidido desobedecerla. Tenía que reconocerlo, era un desastre como madre. Resultaba irónico, teniendo en cuenta que era la autora de un libro de éxito titulado Padres principiantes.

–No hagas eso, cariño –regañó Jude delicadamente a Sophia, que restregaba los dedos de chocolate en el sofá nuevo.

Jude alzó el auricular justo a tiempo de oír a su madre preguntar:

–¿Y qué pueden haber hecho tan terrible? Los gemelos solo tienen tres años…

–Cinco, mamá. Y Amy dieciocho meses –le recordó Jude–. No han hecho nada.

¿Cómo explicarle a su madre que lo que la preocupaba no era la pintura de la pared o los vasos rotos?, ¿cómo explicarle que antes apenas pensaba en el tiempo, que volvía a casa del trabajo y disfrutaba de su maravilloso piso, se quitaba los zapatos y se aislaba del resto del mundo?

–Amy llora por su mamá, Sophia tiene pesadillas y Joseph… Joseph no llora.

–Bueno, acaban de perder a sus padres, ¿qué esperabas?

–Lo sé, no es eso… es… este apartamento. Es duro tenerlos aquí encerrados, entretenerlos. Mamá, necesito una casa con jardín.

Su madre vivía en la vieja casa con jardín de los abuelos a la que había vuelto tras su divorcio, una casa de estilo Edwardino con dos acres de terreno.

–Cinco años es una edad ideal, Jude, y me encantaría que todos vosotros vinierais a pasar…

–No sabes lo feliz que me haces…

–Pero por desgracia tengo una reunión en Nueva York este viernes –terminó la frase Lyn–. David era encantador a los cinco años, tan listo y tan inocente… –añadió echándose a llorar–. ¡No comprendo cómo me pides ayuda a mí, con lo que estoy sufriendo! El trabajo es mi único solaz, tú lo sabes. ¡Eran una pareja tan maravillosa! Tenían toda la vida por delante.

Jude sacudió la cabeza. Tenía el pecho oprimido, pensando en su hermano y su mujer.

–No puedo seguir así, mamá –susurró Jude–. Estoy desesperada.

–Pero David te consideraba capaz, de otro modo no te habría cedido la custodia de sus hijos –afirmó Lyn.

–Dudo que esperara realmente ponerme a prueba –replicó Jude con tristeza.

–Pero así es, así que tendrás que superarlo. Deberías vender ese piso y comprarte una casa como Dios manda –continuó su madre–. Una casita pequeña, en el campo.

–Lamento contradecirte, pero necesito vivir cerca de mi trabajo, mamá.

Por suerte en la universidad se estaban portando muy bien con ella, permitiéndole faltar a sus clases y sustituyéndola por otra profesora. Era otra cosa menos de la que preocuparse.

–¿Entonces es por tu trabajo, Jude? Me decepcionas, aunque no me sorprende –suspiró Lyn–. Siempre fuiste muy egoísta. No hay nada de malo en el hecho de que las mujeres tengan una profesión, pero dadas las circunstancias esperaba que estuvieras dispuesta a hacer un pequeño sacrificio.

Aquella tremenda hipocresía dejó a Jude sin habla. Su madre jamás se había molestado en pasar una velada con sus hijos o salir un día al campo.

–No se trata del trabajo, mamá. Aunque necesito trabajar, económicamente hablando –contestó Jude–. El trabajo se me da bien, lo que no se me da bien es…

–Ninguna madre es perfecta, Jude –la interrumpió su madre–. Tu problema es que eres una perfeccionista, siempre lo has sido. No soportas la idea de no controlarlo todo. Acuérdate de tus novios.

–¿Es imprescindible?

–Ninguno tenía carácter –continuó Lyn rotunda.

–Eso es una exageración, mamá –replicó Jude indignada–. Sencillamente no me gustan los hombres que deciden por mí.

Para ser una mujer liberada su madre tenía un punto de vista muy anticuado acerca de los hombres. Tras divorciarse y marcharse el padre de Jude a vivir al extranjero, David y ella encontraban a un nuevo «tío» en casa cada vez que volvían a pasar las vacaciones de verano. Y lo único que todos esos «tíos» tenían en común, aparte de su corta estancia en aquella casa, era su personalidad arrolladora.

–Me he perdido, mamá –continuó Jude–. ¿Qué relación tiene mi gusto en cuanto a los hombres con el hecho de que te niegues a ayudarme?

–Los niños son impredecibles, Jude.

–Ya me he dado cuenta.

–Tienes que ser flexible, llegar a un compromiso.

–Bien, lo intentaré –prometió Jude rindiéndose al fin.

–Buena chica. Es una lástima que no te hayas casado porque, no nos engañemos, ningún hombre mira dos veces a una mujer con hijos. Bueno, si necesitas algo más…

–Gracias, mamá.

Capítulo 2

 

Jude colgó el teléfono y se derrumbó en el sofá entre migas de galleta y bloques de construcción infantil. Rogar no había servido de nada, pero el estilo corrosivo de su madre la había ayudado a ver las cosas desde otra perspectiva. Se encogió de hombros y se lo tomó con filosofía. Estaba agotada, había perdido a su hermano y se había convertido en madre de tres niños de la noche a la mañana. Quizá no debiera ser tan dura consigo misma. Su madre tenía razón, tenía que superarlo. Después de todo había muchas madres solteras que lo pasaban aún peor que ella.

El optimismo natural y la fuerza de carácter de Jude volvieron a armarla de coraje, a hacerla capaz de disfrutar de unos instantes de paz. Duraría poco, tenía que aprovecharlo. Su afectuosa mirada se dirigió entonces hacia Amy, que dormía. Sophia estaba pintando con ceras, y Joseph estaba…

¿Dónde estaba Joseph? ¿Cuándo lo había visto por última vez? De pronto el silencio se le hizo agobiante. Una fuerte dosis de adrenalina comenzó a correr repentinamente por sus venas acabando con el agotamiento. Aterrada, Jude corrió a su dormitorio, que había transformado en el cuarto de los niños por una temporada. Joseph no estaba. Y no había muchos más sitios en el apartamento donde esconderse. Con el corazón latiendo acelerado y un sentimiento de culpa enfermiza, Jude corrió de vuelta al salón.

–¿Sabes dónde está Joseph, Sophia?

No debía asustarla, se repetía una y otra vez tratando de reprimir el pánico.

–Sí –contestó la niña sin alzar siquiera la cabeza.

–¿Dónde, Sophia?, ¿dónde está Joseph?

–Se ha ido a ver al hombre simpático del juego de ordenador.

–¿A Marco? –continuó preguntando Jude hincándose de rodillas en el suelo junto a la niña.

–Sí, Marco es amigo nuestro –asintió la niña.

Por ilógico que pareciera, Jude estaba convencida de que su sobrino estaría a salvo con Marco. A pesar de que el atractivo ocupante del apartamento de lujo del último piso le pareciera a veces poco de fiar. Con tal de que Joseph hubiera llegado sano y salvo al último piso…

No podía soportar la idea de que Joseph estuviera solo y perdido en el edificio. Se oían tantas historias… No volvería a permitir que desapareciera de su vista ni un segundo. Si era preciso lo ataría a una silla. Jude sacó al bebé de su sillita y dijo:

–Vamos, Sophia, vamos a buscar a Joseph. Ven, Amy, vamos de paseo.

–Yo no voy –afirmó Sophia mientras el bebé rompía a llorar.

–¡Vamos! –ordenó Jude.

Jude se sorprendió al ver que la niña respondía por fin a una orden sin más explicaciones. Casi había llegado a la puerta cuando alguien llamó.

–¡Tía Jude!

–¡Joseph! –exclamó Jude abriendo la puerta de par en par.

Para su alivio, Joseph no parecía en absoluto traumatizado por la aventura. De hecho parecía muy contento. Cuanto más miraba Jude al enorme hombre sobre cuyos hombros estaba subido Joseph, más gratitud sentía y más sonreía. Gracias a Dios, y gracias a Marco.

Aquel hombre debía medir uno noventa como mínimo, y su cuerpo era atlético y esbelto. Iba vestido con un traje que le sentaba a la perfección. La chaqueta colgaba abierta de los hombros mostrando un pecho y vientre planos y unas caderas estrechas. Las piernas parecían inacabables, a tono con los anchos hombros. Cuando finalmente Jude observó el rostro, terminando así con el examen, su sonrisa se desvaneció. No podía dejar de mirar aquellos espectaculares ojos azules del color de la medianoche.