El poder de Heka - María Espejo - E-Book

El poder de Heka E-Book

María Espejo

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Beschreibung

Un libro imprescindible para cualquier lector interesado en la grandeza de la mitología egipcia y su rica simbología, y en todo lo que rodea a esta enigmática civilización. El Antiguo Egipto ha llegado hasta nosotros rodeado de magia y misterio; desde que desapareciera, hace más de veinte siglos, sus pirámides, templos, tumbas y fascinantes criaturas, siguen encendiendo nuestra imaginación. Como si de cuentos se tratara, la autora nos relata los mitos egipcios más importantes, ilustrándolos con maestría y riguroso detalle. A partir de diversas fuentes históricas, como los Textos de las Pirámides o el Libro de los Muertos, construye una narración fluida y personal que nos revela cómo los dioses crearon el mundo, cómo Seth traiciona a su hermano Osiris y lo asesina para arrebatarle el trono, la arriesgada búsqueda que emprende Isis para revivir el cuerpo de su amado o el peligroso viaje de Ra a través reino de los muertos. El poder de Heka también nos da claves para situar esos mitos en el contexto histórico en el que surgieron y nos muestra cómo influían en la vida diaria. ¡Sumérgete en la apasionante mitología de una de las civilizaciones más antiguas de la historia de la humanidad!

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Seitenzahl: 256

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Índice

Cubierta

Portadilla

El poder de Heka

Introducción. El poder de Heka

I. El principio de los tiempos

Mitos de la creación al gusto de cada pueblo

Los nueve de Heliópolis

Los ocho de Hermópolis

Ptah de Menfis

Protagonistas de los mitos

Nun

Atum

Shu Y Tefnut

Nut Y Geb

Thot

La Ogdóada

Ptah

Reflejos de los mitos de la creación en la realidad egipcia

La concepción egipcia del universo

La pirámide y la colina primigenia

El templo y las aguas de la creación

La reliquia del huevo cósmico

La flor de loto y la vida

II. Cuando los dioses gobernaron Egipto

El poder de un dios

El exterminio de la raza humana

Traición en el Valle del Nilo. 1. Celos

2. En tierra extranjera

3. El cuerpo profanado

4. Sin hogar

5. La batalla entre Horus y Seth

Protagonistas de los mitos

Ra

Hathor

Osiris

Isis

Seth

Neftis

Horus

Wadjet

Anubis

Cuando los reyes y las reinas se convierten en dioses

Los cimientos de la civilización egipcia

Horus, rey eterno

El poder de las reinas

Bajo el gobierno de un dios

III. Los viajes de Ra

Las múltiples formas del dios del sol

Los secretos del sol

Llevar la luz al reino de la muerte

Protagonistas del mito

Jepri

Apofis

Maat

Heka

La promesa de la vida eterna

La muerte en el Antiguo Egipto

IV. Apéndices

Cronología

Índice de divinidades

Glosario

Bibliografía

Agradecimientos

Notas

Créditos

El poder de Heka

A mi tía Luisa Carlota, cuyas narraciones mágicas de cuentos y mitos llenaron mi infancia de ensoñaciones.

A mi primo Darío, junto a quien viví una niñez encantada disfrutando de aquellos cuentos y convirtiéndolos en la atmósfera de nuestros juegos.

A Miguel Navia, primer lector de todas mis historias, con el que comparto mi día a día y que ha visto germinar este libro.

Introducción

El poder de Heka

El Antiguo Egipto ha llegado hasta nosotros rodeado por un velo de magia y misterio. Desde que su pueblo se extinguiera hace más de veinte siglos, sus pirámides, sus templos, sus esfinges, sus dioses de cuerpo humano y cabeza de bestia, no han dejado de encender nuestra imaginación hasta adueñarse de ella y suscitarnos todo tipo de fantasías. Tal vez tuvieron razón al afirmar que si plasmabas la realidad en un soporte duradero la hacías inmortal, pues todo el arte que dejaron para la posteridad ha arraigado en nuestra conciencia, consiguiendo que seamos incapaces de olvidarlos.También creían que la palabra era poderosa, capaz de convocar la magia, y que, cuando leías un texto, sus líneas cobraban vida y se volvían tan reales como aquello que se podía acariciar con las manos. Ellos llamaban heka a esa magia que hacía cobrar vida a las palabras cuando eran pronunciadas. Esa magia fue anterior a los propios dioses, que se valieron de ella para crear el mundo, introduciéndola en todos los seres vivientes. Así cada árbol, cada animal, cada criatura humana o divina estarían conectados por el mismo poder.

Cada vez que leo una historia y esta se apodera de mi imaginación, cuando me hace vivir en ella, cuando consigue que comparta con sus protagonistas la alegría, la tristeza, el amor o el desamor, no puedo dejar de reflexionar sobre ese poder que los egipcios atribuían a la palabra. En esos momentos, he de rendirme a la evidencia y reconocer que tenían algo de razón: las palabras son poderosas, capaces de arrancar en nosotros a través de quimeras las mismas emociones que provocaría un suceso vivido. Solo deseo haber podido atrapar un poco de heka entre las páginas de este libro para que su lectura os lleve a las tierras doradas del Valle del Nilo. Quisiera haber cautivado la esencia de los dioses, haber prendido entre estas páginas lo maravilloso de sus mitos y que os rodeéis de su presencia siempre que viajéis a través de sus ilustraciones y sus palabras.

I

El principio de los tiempos

Mitos de la creación

al gusto de cada pueblo

En el Valle del Nilo los sacerdotes eran considerados sabios. Gran parte de su tiempo lo dedicaban al estudio de la naturaleza y a la observación de los astros.

Sin embargo, los sacerdotes no llegaron a las mismas conclusiones en todos los templos y por eso los egipcios tienen pasajes que incluso se contradicen entre sí. No es que fueran incapaces de ponerse de acuerdo; tampoco sus diferencias les hacían enfrentarse unos con otros, como ha ocurrido en muchas culturas. Realmente, llegar a una verdad única no les preocupaba en absoluto.

La forma de pensar que tenía esta civilización dotaba a los religiosos de una amplia libertad. Podían plantear las variantes que quisieran de los mitos, como si fuesen científicos que buscaran resolver un mismo misterio desde diferentes hipótesis. Los egiptólogos llaman a esta forma de acercarse a las historias «ley de aproximaciones múltiples». Cada mito era coherente en sí mismo, pero podían coexistir numerosas versiones de una misma historia, ya fuera porque los hechos transcurrían de manera distinta o porque unas versiones contradecían a otras. Semejante visión de la realidad, que a nosotros nos puede resultar inconcebible, era para ellos de lo más natural, hasta el punto de que consideraban verdaderos cada uno de sus mitos con sus múltiples versiones.

Quizá el carácter cíclico que le atribuían a la existencia tuviese algo que ver en esta manera de pensar. Para ellos, al igual que las estaciones, todo se repetía una y otra vez, pero los hechos no tenían por qué transcurrir de la misma manera en cada repetición. ¿Acaso nos suceden las mismas cosas cada primavera? ¿Llueve los mismos días y con igual intensidad? ¿Crecen las flores en el mismo lugar, con idéntico orden, tamaño o colocación?

Los mismos dioses habitaban una realidad cíclica, diferente a la humana, que llamaban «Tiempo Primero», en la que los mitos se repetían una y otra vez. Cada noche, el sol se ocultaba para luchar en el reino de los muertos contra las fuerzas del caos, pero la batalla ¿era siempre igual, como si los combatientes estuviesen atrapados en un bucle temporal? Ellos pensaban que no, que cada vez que sucedía una historia, aunque el resultado fuera el mismo, los hechos podían transcurrir de forma diferente.

Estas líneas son para prepararos, porque en las próximas páginas vais a toparos con los mitos de la creación de tres ciudades distintas: Heliópolis, Hermópolis Magna y Menfis. En sus templos, los sacerdotes se esforzaron al máximo para acercarse a la verdad; también (dicho sea de paso) para otorgar a su dios local el vibrante título de demiurgo, es decir, creador del universo. Para envolvernos del ambiente de la tierra del Nilo, hemos de mantener la mente abierta y no perder la cabeza al comprobar que ni siquiera intentaron ponerse de acuerdo en algo tan importante como la identidad del creador, y que, no solo no se mataron entre ellos para solventar sus diferencias, sino que no tuvieron ningún problema en abrazar a todos los dioses como demiurgos universales.

Los nueve de Heliópolis

LAS AGUAS DEL NUN

Al principio de los tiempos solo existía un océano oscuro. Sin vida, sin una forma definida ni un límite acotado. Su nombre era Nun.

Contenía en sus aguas todo lo que existiría en el universo en un estado durmiente, como si fuesen semillas sin germinar o espíritus de lo que aún no existe. Nun permanecía mezclado con aquella esencia espiritual, que dormitaba en su interior sin diferenciarse de sí mismo, en un sueño infinito del que parecía imposible despertar. Pues la fuerza caótica de Nun mantenía a cada espíritu dividido, disperso, sin manera de unir sus fragmentos para formar una criatura completa. Este poder que poseía Nun de generar caos, de fraccionar y fundirlo todo en un desequilibrio sin fin, era encarnado por un ser primitivo de grandes proporciones: Apofis, una serpiente, también diluida en las aguas.

ATUM O EL DESEO DE EXISTIR

Entre todo aquel caos informe un espíritu empezó a despertar. Quizá el deseo de existir se filtró en su sueño profundo y, todavía medio sonámbulo, aquel espíritu reunió poco a poco su sustancia, diseminada entre las aguas. Mientras su cuerpo se formaba, atrajo hacia su interior todas las semillas durmientes que albergaba Nun, haciendo que abandonaran el caos. De ese modo se diferenció de las aguas y se extrajo a sí mismo de los anillos de la serpiente. Cuando hubo formado su propio cuerpo, la esencia de la vida se acercó a su nariz, como un soplo de aire, como un aliento exhalado, y el espíritu la respiró, y toda su materia se llenó de ella. Cuando sus pulmones expulsaron en Nun el aire respirado, se produjo una fuerte explosión de energía y una colina emergió de las aguas. Entonces, aquel espíritu que había decidido existir se volvió visible y se puso el nombre de Atum.

Así nació el primero de los dioses egipcios que encarnó al sol. Unos dicen que, cuando surgió el montículo, a su vez brotó una flor de loto azul cuyos pétalos al abrirse descubrieron al dios con aspecto de niño. Otros que simplemente se elevó sobre la colina un Atum adulto en todo su esplendor, originando el primer amanecer. Los sacerdotes de Heliópolis contaron esta historia de muchas maneras, pero todas compartían la idea de que Atum fue el dios que se creó a sí mismo en mitad de las Aguas del Nun.

LA SOLEDAD DEL DEMIURGO

Imaginaos una vida solitaria en la cima de una colina rodeada de un mar interminable. Con tan pocas distracciones y conteniendo dentro de sí todo el potencial de vida, Atum no debió de esperar mucho para comenzar a interpretar su papel de demiurgo. Pero debía hacerlo bien. Las Aguas del Nun habían formado un mundo durmiente, desordenado, caótico, un lugar que solo podía ser habitado por lo que no existe. En contraposición a este, él debía crear un universo ordenado, equilibrado, armónico, donde todos los espíritus que ahora dormían dentro de su cuerpo pudieran existir. En su interior disponía de la esencia de la vida, que él mismo había respirado para autocrearse, y también del poder de Heka, la magia que le ayudaría a construir el universo con el que soñaba.Tras una profunda reflexión, supo que lo primero que iba a necesitar su universo era que extrajese de su interior a la misma vida y al orden, para traerlos a la existencia. La vida la encarnaría su hijo Shu; el orden, su hija Tefnut. Ambos serían gemelos, dos existencias que se complementarían la una con la otra, porque el nuevo mundo sería dual y cada elemento tendría a su contrario. Él poseía en su interior tanto lo masculino como lo femenino, pero, para que existiera el equilibrio, separaría aquellos dos elementos en sus hijos, de manera que solo uniéndose como hombre y mujer pudieran generar una nueva vida. En su pensamiento, se dibujó la imagen de una balanza en la que medir la perfección del universo que soñaba, con sus dos platillos equilibrados: en uno de ellos estaría la mujer, y en el otro, el hombre. Ambos tendrían el mismo peso, la misma importancia, porque no podrían existir el uno sin el otro. Poco a poco encontró la manera de ordenar las cosas de dos en dos: la vida tendría a la muerte, el cielo a la tierra, el día a la noche, la luz a la oscuridad, el calor al frío, el amor al odio, la belleza a la fealdad, la felicidad a la tristeza. De este modo, podría vencer al poder del caos, que lo diluía y lo mezclaba todo en un amasijo informe. El dios esbozó una sonrisa: ya podía poner en práctica su plan.

Y DE SER UNO PASARON A SER TRES

Atum escupió sobre la colina. De su saliva nacieron primero Shu y después Tefnut, haciendo posible la vida y el orden que el dios anhelaba. La verdad es que no es la forma más elegante de crear a tus hijos, pero hay que tener en cuenta que Atum, hasta ese momento, había estado completamente solo en mitad del Nun y no había tenido oportunidad de pulir sus modales en sociedad.

En la colina primigenia, Atum se había dividido en tres, porque, mientras él era el sol, Shu encarnaba la luz que emitía, yTefnut, el calor desprendido de sus rayos. Así juntos formaban la conjunción del sol, su luz y su calor. Shu además era el aire que se respira y el viento; por tanto, también el soplo vital que los dioses entregaban a los seres cuando nacían para infundirles vida. Algunos creen que, como Shu era el aire seco,Tefnut se convertía a su vez en la humedad y cabalgaba sobre su hermano, dejando a su paso un camino de gotas de rocío.

UNA BURBUJA RESPLANDECIENTE

Los tres dioses permanecieron un tiempo dormidos y abrazados sobre la colina hasta que un día los gemelos cayeron por accidente en las profundas Aguas del Nun. Sus cuerpos se sumergieron en el caos, pero Shu abrazó a su hermana y, como era aire, creó un espacio dentro de las aguas, una burbuja que los envolvió mientras descendían sin rumbo hacia el infinito.Atum miraba las aguas lleno de angustia, sin dejar de llorar de pura desesperación. No podía permitir que sus hijos se disolvieran de nuevo en Nun, debía rescatarlos. Se arrancó uno de los ojos y, con la ayuda del poder de Heka, que llenaba su interior, lo transformó en una diosa guerrera. «Rápido, hija mía, no pierdas tiempo, sumérgete en las aguas y tráeme de vuelta a tus hermanos». La diosa-ojo obedeció a su padre y de un salto se hundió en las Aguas del Nun para buscar a Shu y Tefnut. Cuando llevaba un rato buceando, distinguió un pequeño resplandor y se aproximó a él. Era la burbuja, que brillaba gracias a la luz que el pequeño Shu emitía para que su padre pudiese encontrarlos.

CUANDO LA POTENCIA DE LA VIDA TE DESBORDA SIN AVISAR

Atum se hallaba enfermo de desesperación en el momento en el que la diosa-ojo surgió de las aguas y dejó a los gemelos en la colina. Entonces, fue tan grande la emoción que embargó al dios que sus lágrimas de angustia se convirtieron en lágrimas de alegría. Pero Atum contenía en su interior toda la potencia de la vida y debió ser más cauteloso con sus fluidos corporales, porque las lágrimas alegres que no logró contener se transformaron en la raza humana, y el pequeño montículo estuvo de pronto superpoblado entre los gemelos, Atum y los seres humanos. Esto debió de suponer un gran imprevisto para el pobre Atum, porque la humanidad llegó antes de que pudiese completar el universo que pensaba poblar.

Sin embargo, los problemas nunca llegan solos y, mientras Atum reflexionaba sobre cómo arreglar aquel imprevisto, la diosa-ojo decidió que era el momento de volver al lugar del que procedía. Cumplida su misión, intentó acomodarse en la cuenca que había dejado vacía en el rostro del dios, pero descubrió espeluznada que otro globo ocular, con gran desvergüenza, había ocupado su sitio.

Del mismo modo que creó a la humanidad sin pretenderlo, el pobre Atum tampoco fue consciente de que su ojo se había regenerado solo y se quedó estupefacto ante la cólera de la diosa-ojo, que le dedicaba todo tipo de improperios (las divinidades provenientes de los ojos de Atum eran temidas por su mal carácter). Atum, que en el fondo sabía que la ira de su hija era justificada, decidió no enfadarse y buscar una solución que les complaciera a ambos. Tras alabar el carácter guerrero de la diosa, la nombró su protectora, la transformó en una cobra con la habilidad de escupir fuego y se la colocó en la frente, de manera que, en caso de necesidad, fulminase con su llamarada a todos sus enemigos.

Atum estaba exhausto, hasta ese momento jamás había experimentado tanta actividad. Cierto era que ya no podía quejarse de tedio y eso le hacía profundamente feliz. Mientras su padre descansaba, Shu y Tefnut crecieron deprisa y se enamoraron el uno del otro, pues Atum los había creado como si fueran las mitades de una fruta partida en dos, con el fin de que se uniesen y formaran la primera pareja divina. Así,Tefnut no tardó en quedar embarazada de su hijo Geb y de su hija Nut.

UN AMOR ASFIXIANTE

Nut y Geb nacieron unidos en un abrazo amoroso que se negaban a deshacer, tan intenso era el amor que se profesaban. Ella era el cielo, él la tierra, y sus cuerpos se fundían de manera que casi costaba distinguir donde comenzaba el de uno y terminaba el del otro. El dios Atum no estaba en absoluto contento con todo aquello. Había proyectado que los habitantes del nuevo mundo pudiesen vivir cómodamente sobre la tierra, con un hermoso cielo elevado muy por encima de sus cabezas, pero tanto amor estaba frustrando sus planes: dioses y humanos se veían obligados a permanecer comprimidos entre los cuerpos de los dos titanes, sin poder realizar acciones tan básicas como moverse o respirar.

Por más que Atum regañaba a sus nietos para que se separasen, ellos hacían caso omiso de sus órdenes y no tuvo más remedio que adoptar medidas severas, por el bien de todas las criaturas creadas y las que estaban aún por crear.Ya no era únicamente por una cuestión de espacio: los contrarios (el cielo y la tierra) debían separarse para que el equilibrio del universo no se rompiera, pues la ruptura les devolvería irremediablemente al caos de Nun. Con el fin de evitar un desastre de semejante magnitud, llamó a Shu y le ordenó que mantuviera separados a sus hijos. Shu no se hizo de rogar, se metió entre los cuerpos de ambos, pisó con fuerza el torso de Geb y, sosteniendo a su hija por el vientre, se incorporó para alzarla sobre su cabeza. Pero Nut se resistió a que la separación fuese completa y arqueó su cuerpo cuanto le fue posible para, al menos, poder rozar a Geb con la punta de los dedos de sus manos y de sus pies. Mientras tanto, su amado no podía hacer más que permanecer tumbado, lleno de impotencia, profiriendo amargos lamentos que hacían que toda la tierra, que era su cuerpo, temblara y se estremeciese. El sacrificio de este gran amor restauró el equilibrio. Los cuerpos titánicos de Nut y Geb resolvieron de golpe los problemas de espacio. Geb, tumbado sobre las Aguas del Nun, formó la tierra firme. De su torso brotaban la hierba, los árboles y las cosechas; de sus costillas surgían los granos de trigo. El cuerpo arqueado de Nut constituyó la bóveda celeste y Ra arrojó sobre su vientre un puñado de estrellas para que el resplandor llenase de consuelo las noches oscuras. Shu, que era el aire, llenó con su sustancia el espacio que había creado entre ellos, y los seres vivientes pudieron, por fin, abandonar por completo la oscuridad de Nun y habitar un universo visible y luminoso.

LOS HIJOS DEL CIELO Y DE LA TIERRA

De los efusivos amores de Nut y Geb nacieron sus dos hijos, Osiris y Seth, y sus dos hijas, Isis y Neftis. Con ellos quedaba completo el grupo conocido como la enéada1 de Heliópolis, un conjunto de nueve dioses que podía actuar como una poderosa entidad. Sus miembros eran: Atum, Shu, Tefnut, Geb, Nut, Osiris, Isis, Seth y Neftis.

Aquí dio comienzo el primer periodo próspero en el que convivirían en Heliópolis los dioses y los seres humanos. Sin embargo, esta época no duró para siempre por diversos motivos que iréis descubriendo a lo largo de este libro.

Los ocho de Hermópolis

EL CONTADOR DE ESTRELLAS

Al principio, el dios Thot era el único habitante del Tiempo Primero. En aquella época, la oscuridad era la reina absoluta y las semillas, de las que brotaría el universo, dormitaban imperturbables.

Sin un sol que marcase el paso de los días, incluso el propio Thot debió de perder la noción del tiempo, así que nunca sabremos cuántas horas pasó inmerso en las sombras, imaginando un mundo completamente opuesto al que conocía. Con un poder innato para el cálculo, quizá fue capaz de prever la medida exacta que debía tener cada elemento, el número de especies que poblarían el mundo o incluso la proporción conveniente que debía haber entre las fuerzas del caos y del orden. No en vano, uno de los largos títulos que le dieron los egipcios fue El que Calcula el Cielo, el Contador de Estrellas, el Enumerador de la Tierra y de lo que Está en Ella, y el Medidor de la Tierra. Así, acompañado únicamente por sus operaciones numéricas, debió de trazar en su corazón la arquitectura de un universo equilibrado.

LA MATERIA

DE LA NO EXISTENCIA

Cuando Thot decidió pasar a la acción, lo primero que hizo fue organizar una nada perfecta. Analizó la sustancia que habitaba y vio que estaba compuesta de tinieblas, de un líquido informe y caótico, de lo infinito e incalculable y de lo que se oculta. Encarnó estas mismas características en cuatro dioses y cuatro diosas y los agrupó en parejas.

De este modo, el dios Thot dispuso todo: Nun y Nunet eran las aguas caóticas; Heh y Hehet, el espacio infinito que no se puede medir; Kek y Keket, las tinieblas, y Amón y Amonet, lo que está oculto. Los dioses tenían cabeza de rana, y las diosas, cabeza de serpiente, y juntos encarnaron la sustancia acuosa, sin medida ni límite, oscura, y que contenía en su interior el germen de todo lo que existiría. Estas ocho divinidades fueron conocidas como la ogdóada2 hermopolitana.

Pero Thot no daba puntada sin hilo: había organizado la nada de esta manera porque tenía un plan. De las tinieblas haría nacer la luz, el caos informe sería modelado para crear un mundo ordenado y con límites, lo infinito se volvería medible, y lo que estaba oculto saldría a la luz. De este modo, el dios pretendía darle la vuelta a la no existencia para crear el universo.

EL HUEVO CÓSMICO

Las ocho criaturas divinas nadaban juntas en la sustancia primordial, rebosantes de energía creadora, cuando su propio poder estalló, haciendo emerger un montículo de las aguas pantanosas. En esta primera tierra la ogdóada creó y fecundó un huevo3. El dios Thot se transformó en pájaro y puso el huevo en la parte más elevada de la isla después de romper el silencio con un fuerte graznido.

EL NACIMIENTO DEL SOL

El pájaro en el que se transformó Thot era un ibis y, manteniendo esa forma, incubó el huevo con su calor. Pronto la cáscara comenzó a resquebrajarse, dejando escapar una potente luz entre sus grietas, y entonces la ogdóada lo elevó al cielo. Del huevo nació un resplandeciente dios Atum con la forma de un pájaro de luz. Desde ese momento, el montículo se llamó «la Isla de las Llamas», por el resplandor rojo emanado por el dios sol, que inundó las tinieblas con la luz del primer amanecer. En aquella isla sagrada, los egipcios construirían la ciudad de Hermópolis.

EL CORAZÓN

Y LA LENGUA DEL DIOS SOL

Pero aquí no termina la historia, ni mucho menos el papel del dios Thot, que, como sabemos, tenía sus planes para crear el mundo ordenado con el que soñaba. El sol ya había sido creado; sin embargo, un pequeño problema técnico se interponía para continuar con sus proyectos: necesitaba acceder a las semillas que antes dormían en las aguas caóticas y que ahora descansaban dentro del dios Atum. En fin, minucias para un dios hecho y derecho como Thot, que no tuvo ningún reparo en alojarse en el corazón y en la lengua de Atum, una cuestión de suma importancia para los egipcios, que creían que el corazón era la sede del pensamiento (y que el cerebro no servía para mucho), así que estaríamos hablando de algo muy parecido a una posesión espectral.

EL PODER DE LA PALABRA

Los magos como Thot eran capaces de conseguir que lo que pensaban en el corazón y expresaban con palabras a través de la lengua se materializase. De esta forma, el dios Atum, guiado por el pensamiento de Thot y dotado de su magia, creó el mundo. Dijo: «Aire», y el sonido que produjo su lengua llenó el espacio de oxígeno. Dijo: «Tierra», y las vibraciones producidas por su boca se transformaron en granos de arena que cayeron sobre las aguas formando los continentes. Dijo: «Cielo», y sus labios dejaron escapar ondas azules que se elevaron por encima de su cabeza y crearon la cúpula celeste. Entonces llegó uno de sus momentos más deseados: por fin pudo pronunciar la palabra «estrellas» y contempló emocionado cómo millares de luces diminutas escapaban entre los dientes de Atum y ascendían al firmamento.Y así, poco a poco, lo que Thot había pensado en su corazón se hizo realidad.

DESDE LAS REGIONES OSCURAS

Una vez fue creado el nuevo mundo, los dioses rana y las diosas serpiente decidieron morir para poder vivir eternamente en el reino de los muertos. Quizá, como dioses primitivos, no compartían el deseo de Thot y no se sintieron cómodos en un universo tan complejo o, tal vez, alguien debía controlar desde la oscuridad que el mecanismo de la vida siguiese funcionando y asumieron esa responsabilidad. Fueran cuales fuesen sus motivos, sabemos por los sacerdotes de Hermópolis que la ogdóada se retiró a las regiones oscuras y desde allí se responsabilizó de que el río Nilo fluyera y de que el sol saliese cada mañana para que la vida fuera posible en la tierra, o al menos, en Egipto.

Ptah de Menfis

EL AUTÉNTICO ARTÍFICE DE LA CREACIÓN

Antes de que la colina primigenia emergiera entre las aguas, antes de que Atum se despertara en medio del caos y se creara a sí mismo, antes de que Thot organizase la no existencia en cuatro parejas de dioses rana y diosas serpiente, e incluso antes de que las Aguas del Nun expandieran su oscuridad hacia el infinito formando el caos primordial, hubo otro dios, aún más antiguo, aún más solitario, que anheló en su corazón una realidad muy distinta a la que tenía. Se llamaba Ptah y los sacerdotes de Menfis aseguraban que era el auténtico demiurgo y que tanto Atum como Thot actuaron como su extensión para ayudarle a crear el universo.

EL DIOS QUE DESEÓ

FUNDIRSE CON SU OBRA

Sin embargo, Ptah era diferente a los otros dioses considerados demiurgos y no se conformaría con crear el universo desde la distancia. En el fondo de su corazón, latía con fuerza el deseo de fundirse con su creación y ser indivisible de ella hasta el fin de los tiempos. Deseaba ser a la vez la tierra y el árbol que brota en ella. Anhelaba estar mezclado con la sustancia de cada ser vivo, ya caminara, nadara, volara o reptase. Quería experimentar la existencia divina sin renunciar por ello a la mundana. Ansiaba ser rey, reina, campesino, campesina, bailarina, escriba, sacerdote, sacerdotisa, médico, soldado, escultor y artesano. Ser a la vez padre, madre, hijo, hija, hermano, hermana, abuelo y abuela.Vivir una infinidad de vidas de manera simultánea, llenas de amor y desamor, de felicidad y tristeza, de aventuras y desventuras.

EL MODELADOR DEL UNIVERSO

El deseo de Ptah arraigaba con fuerza en su corazón, volviéndose tan profundo que decidió usar su cuerpo y su esencia para modelar el universo que proyectaba. Al principio, se agolpaban en su pensamiento un centenar de ideas inconclusas que se mezclaban unas con otras, todavía oscuras, intangibles, sin forma, ocultas a su propia razón como en un océano confuso. Entonces sus labios se movieron y pronunciaron la palabra «Nun»; ese caos que habitaba su corazón afloró de sus labios y el cuerpo de Ptah se deformó para que las aguas se modelasen de su propio ser. Luego dijo «Thot», y de su lengua nació el dios que le ayudaría a organizar el universo; dijo «colina», y de su vientre brotó la tierra y formó la isla de la creación; dijo «Atum», y el dios surgió de su corazón y de su lengua y se erigió en la colina para prestarle su ayuda. Entonces, uno a uno, nombró a los otros dioses de la enéada, que brotaron de sus dientes y de sus labios, en esa gran boca que pronunciaría el nombre de todas las cosas.

Una vez completa la enéada, con Geb encarnando la tierra, su esposa Nut desplegada sobre él como el cielo y Shu siendo el aire que los separaba, el escenario del nuevo mundo estuvo creado. Ya conocemos los detalles de esta parte de la creación por el mito heliopolitano, que también nos cuenta cómo los seres humanos nacieron de las lágrimas de alegría de Atum.

De Ptah se decía que los vientos procedían de su nariz; el agua celestial, de su boca, y el alimento cultivado, de su espalda. Él hacía que la tierra produjese fruto y que tanto las divinidades como las personas pudieran disfrutar de la abundancia.

Pero Ptah no se detuvo ahí, pues era amante de los detalles y todavía estaba lejos de cumplir sus objetivos. Se alojó en el corazón y en la lengua de todas las criaturas vivientes, y les concedió el don de la inteligencia y de la magia, y despertó sus sentidos para que, a través de ellos, el corazón pudiese estar informado (recordemos que los egipcios estaban convencidos de que el corazón era la sede del pensamiento y que no tenían mucha confianza en la utilidad del cerebro).

Ptah creó todas las profesiones y todas las artes y capacitó al ser humano para que pudiese desarrollarlas. Para ello, hizo que el corazón de cada individuo mandase sobre su cuerpo, de modo que lograra coordinar sus miembros y obtener la mayor precisión con las manos.

UN CUERPO LLENO DE DIOSES

Con la materia que había creado de su propio cuerpo, ya fuera piedra, arcilla, madera o metal, diseñó las ciudades y los templos; también modeló las estatuas de los dioses, sin perder de vista sus gustos para que desearan habitarlas. Y los dioses entraron en sus cuerpos, construidos sobre el propio Ptah y realizados con la materia que crecía en él. Por esta habilidad de convertir sus pensamientos en ciudades, templos y estatuas, el gremio de artistas y artesanos eligieron a Ptah como su patrón.

UN ESPÍA ALOJADO EN EL CORAZÓN