El poema del hachís - Charles Baudelaire - E-Book

El poema del hachís E-Book

Charles Baudelaire.

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Escrito en prosa hace más de ciento cincuenta años, este Poema del hachís es un desborde a la noción de género, una mezcla entre ensayo científico, poesía y testimonio. Baudelaire investiga de forma erudita y lucida sobre los orígenes del hachís, su uso espiritual y recreativo, y sobre todo las alteraciones que genera en la conciencia. Se trata de una invitación a pensar el consumo como una forma de conocimiento, una excitación de la imaginación, que cuestiona tanto el acercamiento ingenuo a las drogas como la moralina que objeta su uso cotidiano. "Baudelaire fue el primero en experimentar poéticamente". Walter Benjamin. "Baudelaire, a la vez moderno y romántico, abarcaba todo. Su naturaleza excitable y elevada estética estaban perfectamente representadas en su escritura y apariencia". Patti Smith.

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Charles Baudelaire

El poema del hachís

ISBN: 978-956-9131-92-9
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El poema del hachís

Charles Baudelaire

E l poema del hachís

Charles Baudelaire.

Traducción: María Negroni
Título original: Le poème du haschisch
ISBN: 978-956-9131-54-7
DE ESTA EDICIÓN
Alquimia Ediciones, 2016
Colección: Estados de Excepción
Edición y notas: Guido Arroyo
Diseño editorial: Nicolás Sagredo

La afición al infinito.

I. La afición al infinito.

Los que saben observarse a sí mismos y tienen memoria de sus impresiones; los que, como Hoffmann, se han construido su barómetro espiritual a veces han podido ver, en el observatorio de su pensamiento, bellas estaciones, días felices, deliciosos instantes. Hay días en que el hombre se despierta con un gesto juvenil y robusto. Apenas abre sus párpados, siente que el mundo se le presenta con enérgico relieve, con una claridad de contornos y una riqueza de colorido admirables. El mundo moral abre sus vastas perspectivas llenas de esplendor nuevo. El hombre favorecido por esa dicha, desgraciadamente rara y pasajera, se siente a la vez más artista y más justo o, para decirlo con una palabra, más noble. Pero lo más extraño de ese excepcional estado del espíritu y de los sentidos (estado que, sin exageración, puedo llamar «paradisíaco», si lo comparo con las densas tinieblas de la existencia cotidiana) es que no ha sido creado por ninguna causa visible y fácil de definir. ¿Resulta de una buena higiene y de un régimen sensato? Tal es la primera explicación que se presenta a nuestro espíritu, aunque nos vemos obligados a reconocer que a menudo se produce esa maravilla, esa especie de prodigio, como si fuese el efecto de un poder superior e invisible, exterior al hombre, después de que este ha abusado de sus facultades físicas. ¿Diremos que es la recompensa de la oración asidua y de los fervores espirituales? Cierto es que una constante elevación de los deseos y una tensión continua de las fuerzas espirituales hacia el cielo sería el régimen más propicio para crear esta salud moral tan espléndida y gloriosa, pero ¿en virtud de qué ley absurda se manifiesta a veces después de culpables orgías de la imaginación, tras un sofístico abuso de la mente, que es con respecto a su uso honrado y razonable algo parecido a los juegos de dislocación respecto de los saludables ejercicios gimnásticos? Por eso prefiero considerar aquella condición anormal del espíritu como una verdadera gracia, como un espejo mágico que invita al hombre a verse más hermoso, es decir, tal como se debiera y podría ser: un espejo de excitación angélica, una llamada al orden bajo una forma dulce. De igual modo, cierta escuela espiritualista, que tiene sus representantes en Inglaterra y América, considera los fenómenos sobrenaturales (apariciones de fantasmas, ánimas en pena, etcétera) como manifestaciones de la voluntad divina, cuyo fin sería despertar en el espíritu del hombre el recuerdo de las realidades invisibles.
No tiene síntomas que anuncien ese estado encantado y particular en el cual se equilibran todas las fuerzas, en el que la imaginación, aun cuando es pasmosamente enérgica, arrastra en pos de sí el sentido moral a peligrosas aventuras y donde una sensibilidad exquisita ya no se ve atormentada por nervios enfermos, frecuentes consejeros del crimen o de la desesperación. Ese estado maravilloso, digo, no tiene síntomas premonitorios. Es tan imprevisto como un fantasma. Es una especie de comercio familiar con los espíritus, aunque también un trato intermitente del cual, si fuéramos cuerdos, deberíamos deducir la certidumbre de una vida mejor y la esperanza de lograrla por medio del cotidiano ejercicio de nuestra voluntad. Esa agudeza del pensamiento, ese entusiasmo de los sentidos y del espíritu han debido aparecerse en todo tiempo al hombre como el primero de los bienes. Por eso, no atendiendo más que a la voluptuosidad inmediata, sin preocuparse por violar las leyes de su constitución, ha buscado en las ciencias físicas, en la farmacia, en los más groseros licores, en los perfumes más sutiles, bajo todos los climas y en todos los tiempos, los medios de huir, aunque solo fuese por breves horas, de su residencia en el fango y, como dice el autor de Lázaro, «de llegar de un salto al Paraíso».
Los vicios del hombre, por llenos de horror que se supongan, son prueba (si no lo fuesen ya por su inmensa expansión) de su ansia de infinito, a pesar de que es un ansia que, a menudo, equivoca el camino. Pudiera tomarse en sentido metafórico el proverbio vulgar «todos los caminos conducen a Roma» y aplicarlo al mundo moral: todo conduce a la recompensa o al castigo, dos formas de la eternidad. El espíritu humano hierve en pasiones: tiene suficientes para dar y recibir, y que se me perdone la vulgaridad de la frase.
Pero este desventurado espíritu, cuya depravación natural es tan grande como su aptitud repentina y absurda para la caridad y las más arduas virtudes, es fecundo en paradojas que le permiten emplear, en aras del mal, el exceso de esa pasión descontrolada. Nunca cree venderse del todo. En su vanidad, olvida que tiene que habérselas con alguien más agudo y más fuerte que él, y que el Espíritu del Mal, aun cuando solo se le entregue un cabello, no tarda en llevarse consigo la cabeza entera. Por tanto, este señor visible, de naturaleza visible (me refiero al hombre), ha querido crear el Paraíso con ayuda de la farmacia, de las bebidas fermentadas, semejante a un maniático que cambia muebles sólidos y jardines verdaderos por decoraciones pintadas en telas y puestas en bastidores. A mi parecer, en esa perversión del sentido del infinito está la razón de todos los excesos culpables: desde la embriaguez solitaria y reconcentrada del literato que, obligado a buscar en el opio un paliativo a su dolor físico y habiendo descubierto así un manantial de goces morbosos, ha hecho de él poco a poco su única higiene y el sol de su vida espiritual, hasta el borracho más repugnante que, con el cerebro lleno de luces y de gloria, se revuelca ridículamente en el barro de la calle.
Entre las drogas más aptas para crear lo que he llamado el ideal artificial (dejando de lado tanto los licores, que impelen pronto al furor material y destruyen la fuerza anímica, como los perfumes, uso excesivo de los cuales, a pesar de hacer más sutil la imaginación del hombre, enerva gradualmente sus fuerzas físicas), las dos sustancias más enérgicas, cuyo empleo es más cómodo, son el hachís y el opio. El tema de este estudio lo constituye el análisis de los efectos misteriosos y goces patológicos que estas drogas pueden causar, el de los inevitables castigos que resultan de su uso prolongado y, por último, el de la inmoralidad que revela en sí misma esa persecución de un falso ideal.
Dado que el trabajo acerca del opio se ha hecho ya de una manera brillante, médica y poética a la vez, no me atrevo a añadirle nada. Me limitaré a analizar, en otro estudio, ese libro incomparable que aún no ha sido traducido en Francia. Su autor, hombre ilustre, de una imaginación potente y exquisita, retirado y silencioso, lleno de candor trágico, se ha atrevido a narrar los goces y tormentos que antaño encontró en el opio, y la parte más dramática de su obra es aquella en la que describe los esfuerzos sobrehumanos de voluntad que tuvo que emplear para librarse de la condena a la que él mismo se había entregado con imprudencia. Hoy solo hablaré del hachís, siguiendo para ello informes múltiples y minuciosos tomados de notas y las confidencias de hombres inteligentes que lo usaron mucho tiempo. Refundiré, eso sí, esos variados documentos en una especie de monografía, eligiendo un alma fácil de explicar y definir, como tipo adecuado para las experiencias de esta clase.

[1] E. T. A Hoffmann (Prusia, 1776). Abogado de profesión y artista múltiple, ejerció la escritura la composición musical y la pintura. Su obra incorpora elementos sobrenaturales y realistas y fue de vital influencia para el romanticismo alemán.

[2] Se refiere al texto de Thomas de Quincey «Confessions of an English Opium-Eater», publicado en 1821 en la revista London. El conocimiento de este texto fue de vital inspiración para la escritura de Los paraísos artificiales.

¿Qué es el hachís?

II. ¿Qué es el hachís?

Los relatos de Marco Polo y de otros antiguos viajeros, que algunos tomaron con ligereza, han sido comprobados por los sabios y nos merecen entero crédito. No contaré, siguiéndole, cómo el Viejo de la Montaña, luego de haberlos embriagado con hachís (de donde procede la palabra hachichinos o asesinos), encerraba a sus discípulos más jóvenes en un jardín lleno de delicias a fin de darles una idea del Paraíso, recompensa que se les prometía, por decirlo así, a cambio de una obediencia pasiva e irreflexiva. Respecto de la sociedad secreta de los hachichinos, el lector puede consultar el libro de Hammer y la memoria de Silvestre de Sacy , inserta en el tomo XVI de las Memorias de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras y, acerca de la etimología de la palabra «asesino», su carta al redactor de El Monitor, que aparece en el número 359 del año 1809.