I. La afición al
infinito.
Los que saben observarse a sí mismos y tienen
memoria de sus impresiones; los que, como Hoffmann, se han
construido su barómetro espiritual a veces han podido ver, en el
observatorio de su pensamiento, bellas estaciones, días felices,
deliciosos instantes. Hay días en que el hombre se despierta con un
gesto juvenil y robusto. Apenas abre sus párpados, siente que el
mundo se le presenta con enérgico relieve, con una claridad de
contornos y una riqueza de colorido admirables. El mundo moral abre
sus vastas perspectivas llenas de esplendor nuevo. El hombre
favorecido por esa dicha, desgraciadamente rara y pasajera, se
siente a la vez más artista y más justo o, para decirlo con una
palabra, más noble. Pero lo más extraño de ese excepcional estado
del espíritu y de los sentidos (estado que, sin exageración, puedo
llamar «paradisíaco», si lo comparo con las densas tinieblas de la
existencia cotidiana) es que no ha sido creado por ninguna causa
visible y fácil de definir. ¿Resulta de una buena higiene y de un
régimen sensato? Tal es la primera explicación que se presenta a
nuestro espíritu, aunque nos vemos obligados a reconocer que a
menudo se produce esa maravilla, esa especie de prodigio, como si
fuese el efecto de un poder superior e invisible, exterior al
hombre, después de que este ha abusado de sus facultades físicas.
¿Diremos que es la recompensa de la oración asidua y de los
fervores espirituales? Cierto es que una constante elevación de los
deseos y una tensión continua de las fuerzas espirituales hacia el
cielo sería el régimen más propicio para crear esta salud moral tan
espléndida y gloriosa, pero ¿en virtud de qué ley absurda se
manifiesta a veces después de culpables orgías de la imaginación,
tras un sofístico abuso de la mente, que es con respecto a su uso
honrado y razonable algo parecido a los juegos de dislocación
respecto de los saludables ejercicios gimnásticos? Por eso prefiero
considerar aquella condición anormal del espíritu como una
verdadera gracia, como un espejo mágico que invita al hombre a
verse más hermoso, es decir, tal como se debiera y podría ser: un
espejo de excitación angélica, una llamada al orden bajo una forma
dulce. De igual modo, cierta escuela espiritualista, que tiene sus
representantes en Inglaterra y América, considera los fenómenos
sobrenaturales (apariciones de fantasmas, ánimas en pena, etcétera)
como manifestaciones de la voluntad divina, cuyo fin sería
despertar en el espíritu del hombre el recuerdo de las realidades
invisibles.
No tiene síntomas que anuncien ese estado
encantado y particular en el cual se equilibran todas las fuerzas,
en el que la imaginación, aun cuando es pasmosamente enérgica,
arrastra en pos de sí el sentido moral a peligrosas aventuras y
donde una sensibilidad exquisita ya no se ve atormentada por
nervios enfermos, frecuentes consejeros del crimen o de la
desesperación. Ese estado maravilloso, digo, no tiene síntomas
premonitorios. Es tan imprevisto como un fantasma. Es una especie
de comercio familiar con los espíritus, aunque también un trato
intermitente del cual, si fuéramos cuerdos, deberíamos deducir la
certidumbre de una vida mejor y la esperanza de lograrla por medio
del cotidiano ejercicio de nuestra voluntad. Esa agudeza del
pensamiento, ese entusiasmo de los sentidos y del espíritu han
debido aparecerse en todo tiempo al hombre como el primero de los
bienes. Por eso, no atendiendo más que a la voluptuosidad
inmediata, sin preocuparse por violar las leyes de su constitución,
ha buscado en las ciencias físicas, en la farmacia, en los más
groseros licores, en los perfumes más sutiles, bajo todos los
climas y en todos los tiempos, los medios de huir, aunque solo
fuese por breves horas, de su residencia en el fango y, como dice
el autor de Lázaro, «de llegar de un salto al Paraíso».
Los vicios del hombre, por llenos de
horror que se supongan, son prueba (si no lo fuesen ya por su
inmensa expansión) de su ansia de infinito, a pesar de que es un
ansia que, a menudo, equivoca el camino. Pudiera tomarse en sentido
metafórico el proverbio vulgar «todos los caminos conducen a Roma»
y aplicarlo al mundo moral: todo conduce a la recompensa o al
castigo, dos formas de la eternidad. El espíritu humano hierve en
pasiones: tiene suficientes para dar y recibir, y que se me perdone
la vulgaridad de la frase.
Pero este desventurado espíritu, cuya
depravación natural es tan grande como su aptitud repentina y
absurda para la caridad y las más arduas virtudes, es fecundo en
paradojas que le permiten emplear, en aras del mal, el exceso de
esa pasión descontrolada. Nunca cree venderse del todo. En su
vanidad, olvida que tiene que habérselas con alguien más agudo y
más fuerte que él, y que el Espíritu del Mal, aun cuando solo se le
entregue un cabello, no tarda en llevarse consigo la cabeza entera.
Por tanto, este señor visible, de naturaleza visible (me refiero al
hombre), ha querido crear el Paraíso con ayuda de la farmacia, de
las bebidas fermentadas, semejante a un maniático que cambia
muebles sólidos y jardines verdaderos por decoraciones pintadas en
telas y puestas en bastidores. A mi parecer, en esa perversión del
sentido del infinito está la razón de todos los excesos culpables:
desde la embriaguez solitaria y reconcentrada del literato que,
obligado a buscar en el opio un paliativo a su dolor físico y
habiendo descubierto así un manantial de goces morbosos, ha hecho
de él poco a poco su única higiene y el sol de su vida espiritual,
hasta el borracho más repugnante que, con el cerebro lleno de luces
y de gloria, se revuelca ridículamente en el barro de la
calle.
Entre las drogas más aptas para crear lo
que he llamado el ideal artificial (dejando de lado tanto los
licores, que impelen pronto al furor material y destruyen la fuerza
anímica, como los perfumes, uso excesivo de los cuales, a pesar de
hacer más sutil la imaginación del hombre, enerva gradualmente sus
fuerzas físicas), las dos sustancias más enérgicas, cuyo empleo es
más cómodo, son el hachís y el opio. El tema de este estudio lo
constituye el análisis de los efectos misteriosos y goces
patológicos que estas drogas pueden causar, el de los inevitables
castigos que resultan de su uso prolongado y, por último, el de la
inmoralidad que revela en sí misma esa persecución de un falso
ideal.
Dado que el trabajo acerca del opio se ha
hecho ya de una manera brillante, médica y poética a la vez, no me
atrevo a añadirle nada. Me limitaré a analizar, en otro estudio,
ese libro incomparable que aún no ha sido traducido en Francia. Su
autor, hombre ilustre, de una imaginación potente y exquisita,
retirado y silencioso, lleno de candor trágico, se ha atrevido a
narrar los goces y tormentos que antaño encontró en el opio, y la
parte más dramática de su obra es aquella en la que describe los
esfuerzos sobrehumanos de voluntad que tuvo que emplear para
librarse de la condena a la que él mismo se había entregado con
imprudencia. Hoy solo hablaré del hachís, siguiendo para ello
informes múltiples y minuciosos tomados de notas y las confidencias
de hombres inteligentes que lo usaron mucho tiempo. Refundiré, eso
sí, esos variados documentos en una especie de monografía,
eligiendo un alma fácil de explicar y definir, como tipo adecuado
para las experiencias de esta clase.
[1] E. T. A Hoffmann (Prusia,
1776). Abogado de profesión y artista múltiple, ejerció la
escritura la composición musical y la pintura. Su obra incorpora
elementos sobrenaturales y realistas y fue de vital influencia
para el romanticismo alemán.
[2] Se refiere al texto de Thomas de
Quincey «Confessions of an English Opium-Eater», publicado en 1821
en la revista
London. El conocimiento de este texto fue de vital
inspiración para la escritura de
Los paraísos artificiales.