El príncipe indio - Lynne Graham - E-Book

El príncipe indio E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

El príncipe Jai sabía que tener una relación con la cautivadora y apasionada Willow era imposible. Pero, obsesionado por el poderoso vínculo que los unía, no pudo resistirse a buscarla. Y, cuando la localizó, ¡descubrió que había tenido a su hijo y heredero! El honor de Jai solo concebía una solución… ¡De la noche a la mañana, Willow pasó de ser madre soltera y pobre a esposa de conveniencia de un marajá! Catapultada a la opulencia del palacio de Jai, no fue capaz de negarle la posibilidad de conocer a su hijo. Pero a Jai no le interesaba el amor y, al tiempo que la pasión entre ambos se avivaba, Willow tuvo que esforzarse por ocultar un nuevo secreto: sus sentimientos por Jai…

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Seitenzahl: 184

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Lynne Graham

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El príncipe indio, n.º 2774 - abril 2020

Título original: Indian Prince’s Hidden Son

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-056-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HACÍA un desapacible día de invierno, con el cielo cubierto de nubes grises. Un día apropiado para un entierro, siempre que no llegara a llover, se dijo Jai.

En su opinión, la lluvia inglesa y la india eran distintas. La temporada de los monzones en Chandrapur representaba un alivio para el insoportable calor del verano; asentaba el polvo y regeneraba la tierra para que brotara la vegetación. Era un periodo refrescante, de renovación y vitalidad.

Sus guardaespaldas se aseguraron de que la zona estaba despejada antes de indicarle que podía subir a la limusina. Ese leve retraso, por más que fuera necesario para su seguridad, le irritó, porque significaba llegar tarde al entierro. Desafortunadamente, había recibido la noticia el fallecimiento de Brian Allerton aquella misma mañana, a su llegada a Nueva York. Su personal no había sido consciente de que el mensaje de la hija de este debía de haber recibido tratamiento de «urgente».

Brian Allerton había sido el profesor de latín y griego y decano del exclusivo colegio interno al que Jai había ido en Inglaterra. Todos sus antepasados habían sido educados allí, pero Jai había sentido una enorme nostalgia de su hogar desde el momento de su llegada. Brian Allerton había sido amable y atento con él, y le había animado a hacer deporte y a concentrarse en sus estudios. Su relación había trascendido la diferencia de edad y las fronteras, y había durado aun después de que Jai acabara la carrera y se convirtiera en un exitoso hombre de negocios.

Las ingeniosas cartas de Brian habían entretenido tanto a Jai como a su padre, Rehan. El rostro de Jai, cuya piel cetrina contrastaba dramáticamente con sus claros ojos azules, se ensombreció al recordar a su padre, cuyo fallecimiento, un año atrás, había transformado su vida radicalmente.

Al morir su padre, se había convertido en el marajá de Chandrapur, y su empresa tecnológica millonaria había tenido que pasar a un segundo plano mientras él se hacía con el control de la gigantesca fundación de beneficencia para preservar el trabajo de su padre. Ni siquiera trabajando día y noche conseguía abarcar todo lo que exigían sus responsabilidades. Jai apartó de su mente aquellos pensamientos. En aquel momento, lo importante era llegar a tiempo al entierro de Brian a pesar del denso tráfico.

La única hija de Brian, Willow, estaría muy afectada. Como él, Willow había crecido en una familia monoparental. En su caso, porque su madre había muerto cuando ella era una niña. Él, en cambio, porque su madre había abandonado a su padre cuando él era un bebé, porque había decidido que su matrimonio interracial y tener un hijo mestizo perjudicaba su vida social. Desde entonces, Jai solo la había visto en una ocasión, y había percibido que no lo consideraba más que un incómodo secreto en su vida, una mancha que prefería ignorar tras haberse casado de nuevo y formado otra familia.

Había sido irónico que él mismo hubiera estado a punto de repetir el error de su padre. A los veintidós años se había comprometido con una celebridad inglesa. Se había enamorado profundamente de Cecilia, pero se había arrepentido de su debilidad cuando ella lo había dejado plantado prácticamente ante el altar. Eso había sucedido hacía ocho años, y en ese tiempo, no solo se había endurecido, sino que había renunciado al amor. Las relaciones que le satisfacían eran casuales, libres y, sobre todo, intrascendentes.

Cuando ya se aproximaban al cementerio, Jai se preguntó qué aspecto tendría Willow. La última vez que había visto a su padre, tres años atrás, cuando una enfermedad terminal lo había convertido en un recluso, Willow estaba en la universidad. No le había importado que no estuviera porque de adolescente había estado fascinada con él e insistía en reclamar su atención, lo que a menudo le había incomodado. Por entonces era una chica menuda, con un cabello claro de un tono indefinido y unos lánguidos ojos verdes que contrastaban contra su pálida piel.

 

 

Willow estaba frente a la tumba junto a su amiga Shelley, escuchando la voz grave del pastor que se dirigía al reducido grupo de asistentes. Brian Allerton no tenía familiares y para cuando falleció, aún menos amigos, porque durante su enfermedad había rechazado toda visita. Solo un par de sus compañeros de bebida, uno de ellos un vecino, habían seguido acudiendo a verlo con su whisky favorito para hablar de fútbol.

Un pequeño revuelo al otro lado de la entrada del cementerio llamó la atención de Willow, y esta contuvo el aliento al ver que llegaba una limusina. Varios hombres con pinganillos dieron paso a la alta y poderosa figura de Jai, vestido con un traje oscuro. El corazón de Willow se encogió porque había pensado que el mensaje que le había dejado en su casa de Londres le llegaría demasiado tarde, y no contaba con su presencia.

–¿Quién es ese? –susurró Shelley con admiración.

En contra de las expectativas de Willow, Jai, el multimillonario de la industria tecnológica y niño mimado de la prensa rosa, había hecho el esfuerzo de ir al entierro, a pesar de que su padre, a lo largo de su enfermedad, había dejado de responder sus cartas y se había negado a recibirlo.

–Es espectacular –añadió Shelley.

–Luego te cuento –masculló Willow.

Shelley era maravillosa, pero la discreción no era una de sus virtudes.

–¡Qué guapo! –insistió Shelley–. ¡Y qué alto y fornido!

Jai había sido inmensamente popular en el colegio mientras Willow crecía en la casa que su padre tenía dentro del campus gracias a su puesto de decano. El último miembro de una larga dinastía de guerreros y gobernantes de Rajput, el príncipe Jai Singh era un destacado deportista y brillante estudiante, y Willow había sospechado a menudo que también era el hijo que su padre habría querido tener en lugar de la decepcionante hija que nunca había alcanzado el nivel académico que él hubiera esperado.

Y, a pesar de que hacía tres años que no lo veía, Willow solo se permitió mirarlo de reojo y reprimió el inmediato estremecimiento que la recorrió. Porque bastaba una ojeada para confirmar que nada había cambiado. Jai, hijo de un marajá indio y de la hija de un duque inglés, era espectacularmente guapo, desde su cabello azabache hasta los pies, que probablemente llevaba calzados con unos zapatos hechos a mano. Incluso a distancia, pudo percibir el brillo de sus extraordinarios ojos en contraste con su piel dorada. Eran unos ojos casi traslúcidos, y el perfecto remate a un rostro de estructura ósea perfecta, una nariz clásica y unos labios voluptuosos.

Jai, su primer y único amor de adolescencia, pensó Willow, ruborizándose al tiempo que recibía el pésame de los asistentes y los invitaba a su casa para una copa, tal y como había dejado establecido su padre, que se había negado a que diera un tradicional té con sándwiches. Aun así, tendría que hacer una excepción por el pastor y por Jai.

 

 

Mientras Jai avanzaba hacia el reducido grupo, sus ojos se agrandaron imperceptiblemente y le falló el paso al reconocer a Willow y descubrir que la tímida y delgada adolescente se había convertido en una hermosa mujer, con una melena rubia que le caía hasta los hombros, unos espectaculares ojos verdes y unos preciosos labios en forma de corazón. Apretó los dientes y continuó avanzando al tiempo que se reprobaba por tener unos pensamientos tan inapropiados, dadas las circunstancias.

Una mano de dedos largos cubrió la de Willow.

–Siento llegar tarde. Lamento mucho tu pérdida –musitó Jai.

–Hola, soy Shelley –dijo la amiga de Willow con una espléndida sonrisa.

–Jai, esta es Shelley –los presentó Willow precipitadamente.

Jai estrechó la mano de Shelley y murmuró unas palabras corteses.

–Ven a casa –lo invitó Willow–. A papá le habría gustado.

–No quiero resultar un intruso –dijo Jai.

–Papá no quiso ver a nadie durante su enfermedad. No era nada personal contra ti –dijo Willow con la garganta atenazada–. Valoraba mucho su privacidad.

–Era un excéntrico –comentó Shelley.

–Su empeño en estar solo debe de haber hecho que su enfermedad fuera aún más dura para ti –dijo Jai comprensivo–. Debes de haberte sentido muy sola

–Pero tiene amigas como yo –apuntó Shelley.

–Y no dudo que te está muy agradecida –replicó Jai.

Aquella mención a su soledad golpeó a Willow con fuerza. Perder a su padre, que era su única familia desde que su madre había muerto, cuando ella tenía seis años, le estaba resultando incluso más doloroso de lo que había imaginado. A ello se había sumado, además, el hecho de descubrir que estaba arruinado. Con la fantasía de dejar a su hija en mejores condiciones, se había dedicado a invertir su fondo de pensiones, sin darse cuenta de los riesgos que asumía.

Convencido de que solo podía ganar, Brian Allerton se había quedado devastado al descubrir que perdía todos sus ahorros, y había pasado los últimos meses lamentándose de su error y de dejar a su hija arruinada. Habían tenido suerte de haber firmado un seguro con la funeraria en cuanto supo que su enfermedad era incurable. Pero solo la paciencia de su casero había mantenido un tejado sobre sus cabezas mientras retrasaban los pagos del alquiler y acumulaban una deuda que Willow estaba decidida a pagar fuera como fuera.

–Me sobrepondré –dijo, sonriendo con tristeza–. Papá y yo siempre estuvimos solos.

–Permite que te lleve en mi coche –ofreció Jai.

–No, gracias, nuestro vecino, Charlie, está esperando en la puerta –respondió Willow.

Shelley la siguió, protestando por que no le hubiera dado la oportunidad de ir en una limusina. Willow ni siquiera había sido consciente de la desilusión de su amiga porque estaba furiosa consigo misma porque, como la niña pequeña del pasado, hablar con Jai le había dejado el corazón acelerado y mariposas en el estómago. Cualquier mujer habría superado un comportamiento tan inmaduro, se dijo, mortificada. Pero una vida dedicada a su padre le había negado la oportunidad de adquirir experiencia con el sexo opuesto.

Aparte de un par de veranos haciendo prácticas, siempre había vivido con su padre mientras estudiaba diseño de jardines, tanto online como en la universidad más cercana. La combinación de las prácticas en un estudio de jardinearía local, la necesidad de trabajar para ganar dinero mientras iban retrasándose en los pagos del alquiler, las necesidades causadas por la enfermedad de su padre y sus numerosas citas médicas, habían impedido que Willow mantuviera ningún tipo de vida social. Poco a poco sus amigos habían ido desapareciendo, excepto Shelley que era su amiga desde primaria y que no se dejaba intimidar por la actitud fría y distante de Brian Allerton.

Willow puso a calentar agua mientras Shelley organizaba las copas y una bandeja con galletas. Justo cuando Jai llegó, el pastor acababa de preguntar a Willow adónde pensaba mudarse.

–A mi sofá –dijo Shelley, riendo.

–Sí, iré a casa de Shelley hasta que encuentre algo más permanente. Tengo que dejar la casa mañana. El casero ha sido muy comprensivo, pero sería egoísta por mi parte quedarme más tiempo –explicó Willow, al tiempo que se decía que, a pesar de lo duras que habían sido las semanas anteriores, también había recibido mucha amabilidad y compasión.

 

 

¿Willow no tenía casa? ¿Tenía que mudarse la misma semana que enterraba a su padre? A Jai le espantó la idea y quiso intervenir al instante, pero sabía que Willow había sido educada por su padre para ser orgullosa e independiente, y que tendría que hacerle una oferta sutil. Estaba seguro de que Willow rechazaría cualquier ayuda económica.

–¿Quieres un café, Jai? –preguntó Willow al tiempo que le daba un té al pastor.

–Gracias –dijo él, siguiéndola a la cocina–. ¿Estuvo tu padre en casa hasta el final o fue al hospital de cuidados paliativos?

–Iba a ir la semana que viene, pero el corazón le falló antes –dijo ella, percibiendo que se ruborizaba.

–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó él, al tiempo que se obligaba a dejar de mirarle los labios y a borrar las inoportunas imágenes sexuales que lo asaltaban.

Era innegable que Willow era preciosa, pero él no era un adolescente cargado de hormonas, y no conseguía explicarse su incontrolable reacción, aunque no podía negar que había algo especial en ella: una sensualidad que despertaba cada uno de sus sentidos. Podía intuirla en el brillo de sus ojos esmeralda, en la curva de sus labios, en el gesto altivo de su barbilla, en el cabello que caía sobre sus hombros como una cortina de seda.

–Todo irá bien en cuanto tenga un trabajo a jornada complete. Últimamente solo he podido hacer medias jornadas. Cuando ahorre algo de dinero, dejaré a Shelley en paz –Willow abrió la nevera para sacar una botella de leche y Jai vio que estaba vacía.

–No tienes nada que comer –comentó preocupado.

–No tengo demasiado apetito –admitió Willow–. Y, como papá apenas comía, llevo tiempo sin cocinar.

Se había quitado el abrigo y el sencillo vestido gris que llevaba colgaba holgadamente sobre su delgado cuerpo. Tenía los pómulos pronunciados y los ojos hundidos, y la preocupación de Jai se incrementó al ver lo frágil y cansada que parecía. El sentido común indicaba que era lógico después de haber estado cuidando a su padre, que era una joven saludable y que pronto se recuperaría. Pero eso no lo satisfizo, y se dijo que estaría pendiente de cómo evolucionaba y que la ayudaría en la medida de lo posible para proporcionarle un futuro más seguro.

 

 

Willow observó a Jai alejarse con el corazón encogido, consciente de que probablemente era la última vez que lo veía y al mismo tiempo enfadándose consigo misma por lamentarlo. Después de todo, Jai no era un amigo, era solo un conocido.

Shelley se marchó solo después de que Willow insistiera.

–¿Estás segura de que vas a estar bien sola? –preguntó su amiga–. Preferiría quedarme.

–Voy a darme un baño y a acostarme. Estoy agotada –dijo Willow–. Pero gracias de todas formas.

Se despidieron con un abrazo y Shelley se marchó. Entonces Willow recogió y fue a darse un baño. A primera hora de la mañana el dueño de una tienda de segunda mano iba a llevarse el contenido de la casa para venderlo. Apenas quedaba nada porque Willow ya había vendido casi todo. Aun así, la biblioteca de su padre podía tener algún valor y confiaba en poder pagar la renta acumulada con su venta, y recompensar así la amabilidad de su casero.

Cuando se estaba poniendo el pijama, sonó el timbre de la puerta, Con un gemido de frustración, Willow se puso una bata y bajó descalza las escaleras.

Al abrir y ver que se trataba de Jai se quedó desconcertada.

–He traído la cena –anunció él mientras Willow titubeaba, y al dejar caer la mano con la que se cerraba la bata, quedó a la vista la camiseta y los shorts que llevaba debajo, así como sus largas y torneadas piernas.

Tomó aire y, al abrirse un poco más la bata, sus pezones, apretados contra la camiseta, se hicieron perceptibles. En una fracción de segundo, Jai tuvo una erección a pesar de que a su cuerpo le gustaban habitualmente las mujeres con más curvas.

–¿La ce-cena? –balbuceó Willow, al tiempo que Jai se echaba a un lado y dos hombres entraban con un carrito y cruzaban el pequeño hall hacia el abarrotado salón.

–Nos han preparado algo en el hotel –explicó Jai.

Willow pensó que era de esperar que Jai no se conformara con una sencilla pizza, y se preguntó cuánto le habría costado aquel capricho, al tiempo que se decía que probablemente ni siquiera era consciente de lo extraordinario que resultaba hacer algo así, porque estaba acostumbrado a tener todo al alcance de la mano.

–No estoy vestida –dijo, ajustándose el cinturón de la bata.

–No tiene importancia. Será mejor que cenemos antes de que se enfríe –dijo Jai a la vez que los camareros ponían los platos en la mesa y abrían una botella de vino.

Willow se sentó frente a él en tensión.

–Creía que no bebías alcohol –comentó cuando los camareros salieron. Y Willow supuso que esperarían en la puerta a que acabaran.

–Solo con las comidas –explicó Jai.

Willow apreció un anillo gris alrededor de sus ojos azules, y se le atenazó la garganta al fijar la mirada en sus labios y preguntarse, por primera vez en su vida, cómo sería Jai en la cama. ¿Delicado o brusco? ¿Impulsivo o calculador?

–¿Qué te ha hecho pensar que necesitaba que me alimentaras? –preguntó para distraer la atención de sus enrojecidas mejillas.

–No tenías comida en la nevera. Acabas de perder a tu padre –dijo Jai, dando el primer bocado–. No me gustaba la idea de que estuvieras aquí sola.

Había sentido lástima de ella. Willow se entretuvo comiendo la deliciosa cena para superar la mortificación de saber que Jai la consideraba motivo de lástima. Después de todo, el padre de Jai lo había criado con consideración hacia aquellos menos afortunados que ellos, y en el presente, dirigía una organización benéfica internacional dedicada a todo tipo de buenas causas. Para él, atender a las necesidades de los vulnerables debía resultar tan natural como respirar.

–¿Por qué te mudas mañana? –preguntó él.

Willow respiró profundamente y se dijo que no tenía sentido mentir, dado que su padre ya no podía sentirse humillado por la verdad. Explicó las fracasadas inversiones de Brian Allerton y el empobrecimiento al que habían conducido.

–Lo cierto es que mi padre era irresponsable con el dinero –dijo con tristeza–. Nunca ahorró y durante toda su vida contó con el alojamiento que le proporcionaba su trabajo, que también cubría los gastos domésticos, así que, cuando se jubiló, no estaba preparado para vivir en el mundo real.

–No lo había pensado, pero es verdad que era un hombre de otro mundo –comentó Jai.

–Estaba muy avergonzado de sus pérdidas financieras –musitó Willow–. Se sentía un fracasado y por eso no quería ver a nadie.

–Cuánto lamento que no me pidiera ayuda –dijo Jai apenado–. Por eso tienes que vender todas sus posesiones… Me gustaría comprar su biblioteca.

Willow lo miró estupefacta.

–¿En serio?

–Los coleccionó a lo largo de su vida, como pretendo hacer yo. Me encantaría tenerlos. Lo que te pague por ellos bastará para cubrir tus deudas.

–¿Estás seguro de quererlos?

–Claro que sí. Tengo una biblioteca en todas mis casas.

–¿Cuántas tienes?

–Más de las que me gustaría, pero es mi deber, como lo fue el de mis padres, preservar la herencia familiar para futuras generaciones –contestó Jai–. Ahora hablemos de otros asuntos. Aunque tu padre fuera demasiado orgulloso para pedirme ayuda, espero que tú no lo seas.

Willow se puso en pie para contrarrestar la humillación de que le ofreciera dinero.

–Primero voy arriba a cambiarme –dijo.

Jai bebió vino e indicó a los camareros que retiraran los platos y se fueran. Imaginó a Willow dejando caer la bata sinuosamente a sus pies antes de quitarse la camiseta y los shorts. Su cuerpo se activó al instante y tuvo que apretar los dientes para recuperar el control de sus pensamientos.

En el piso de arriba, Willow estaba paralizada, consciente de que el dinero de los libros de su padre resolvería la deuda del alquiler. No estaba segura de que Jai fuera sincero al decir que los quería, o si solo era una manera de proporcionarle dinero, pero no estaba en condiciones de plantearse los verdaderos motivos de su generosidad.

Fijó la mirada en una sortija con un zafiro que estaba en la mesilla de noche. Era el anillo de compromiso de su abuela, y también tendría que venderlo aunque no tuviera demasiado valor. Su padre le había prohibido venderlo en el pasado, pero ya no tenía más remedio que hacerlo. No podía instalarse a vivir con Shelley indefinidamente.

Miró alrededor, recorriendo con la mirada los queridos objetos de su infancia, de los que también tendría que deshacerse: el osito de peluche deshilachado, el marco de planta con una foto de su madre, a la que apenas recordaba. No podía arrastrar consigo cajas con cosas inútiles. «Sé práctica, Willow», se dijo, al tiempo que un sollozo le subía a la garganta.

Tenía la sensación de que toda su vida había estallado en añicos. Su padre había fallecido, todo aquello que le resultaba familiar, desaparecía. Y en el fondo de aquella enorme tristeza se escondía una verdad innegable: el hecho de que siempre hubiera sido una desilusión para el padre que ella tanto amaba. Por más que se hubiera esforzado y a pesar de los numerosos profesores particulares que le había puesto su padre, nunca había conseguido los resultados académicos que él esperaba de su única hija. No era tonta, pero sí mediocre; y para un hombre tan inteligente como él, un hombre con una sucesión de matrículas de honor de Oxford, eso había representado una cruel desilusión…

 

 

En el piso de abajo, mientras disfrutaba de una segunda copa de vino, Jai la oyó sollozar. Se cuadró de hombros y respiró profundamente, diciéndose que era natural que en algún momento de un día como aquel, Willow se desmoronara. No le había visto llorar ni quebrarse durante el entierro. De hecho, había actuado con cortesía y delicadeza, más preocupada de los sentimientos de los demás que de sí misma. Había mantenido una actitud animada, como si hubiera asimilado los cambios que conllevaba la pérdida de su padre.