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"No era un puente común. Ese era nuestro puente de piedra...Un puente que fue testigo de los días vividos a la vera de la angosta avenida general Paz. Esas jornadas interminables se ven de pronto alteradas por la aparición de un personaje extraño."De haber sabido de sabido de que forma iba a terminar la noche de ese día, de seguro que hubiese hecho lo mismo que hizo...Un hombre se propone cumplir un deseo y algo sucede que tuerce su propósito."Si tengo que morir, querré que estés allí...La letra de una canción genera una promesa y el tiempo luego se encarga de acomodar todo Estas y otras veintisiete frases dan comienzo a los cuentos contenidos en este libro, el tercero en la zaga del autor.Algunos de ellos son muy cortos.Otros merecieron premios y menciones en diversos concursos literarios.Lo invitamos a descubrir los unos y los otros, pero fundamentalmente a conocer el universo íntimo del autor.
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Seitenzahl: 224
Veröffentlichungsjahr: 2018
Carrozza, Eduardo Horacio
El puente y otros cuentos : algunos muy cortos / Eduardo Horacio Carrozza. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.
150 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-761-375-9
1. Cuentos. I. Título.
CDD A863
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Quiero agradecer:
A Milagros Schroeder, quien se encargó de poner orden
Y muy especialmente a Francisco Pablo Sorrentino (Panchito)
quien eternizó “nuestro puente” antes que la picota del modernismo
lo hiciese desaparecer. Este es mi homenaje al “Profe”
Dedico este libro:
A mis hijos Pablo, Vanina y Agustín,
porque son mi continuidad.
A Susanita, porque algo de ella hay en sus páginas.
A Vicky, porque es el amor (¿o tengo que explicar más?)
No era un puente común. Ese era nuestro puente de piedra. Estaba tan pronto como la cerca hecha con palos de palmera pintados de negro, indicaba que se había terminado el territorio de los juegos —hamacas, sube y baja, toboganes, calesita— y comenzaba el bosque.
Servía los días de lluvia porque un zanjón, que corría paralelo a la avenida General Paz, armaba un codo y, pasando por debajo de él, llevaba el agua caída para hacerla entrar en unos caños gigantes y misteriosos, por sobre los cuales corría la avenida.
Era de piedra verdadera, no muy alto y, sí, muy abovedado. Con paredes grandes, más grandes que nuestra estatura, por aquellas épocas. Por debajo de él había más tierra que agua, lo que lo ponía en ocasiones en ridículo ante la mirada de los expertos paisajistas que no llegaban a entender el porqué de su construcción. Demasiado puente para el caudal de agua que corría debajo , pero era para nosotros el propio Río Colorado, pues allí terminaban nuestros dominios y comenzaban los de los habitantes del otro distrito. Éramos muy celosos protegiendo nuestro territorio. En el edificio contiguo, al cual pertenecía el condado por tácito acuerdo limítrofe, no había muchos pibes, era por ello que hacíamos predominar nuestra mayoría y nos adentrábamos en forma ocasional en el bosque.
La floresta era plantación de pinos, alineados en tres largas filas de unos cincuenta metros por unos quince de ancho. La tupida vegetación lo hacía bastante oscuro, aun en horas del mediodía, y nadie se atrevía a cruzarlo luego del atardecer porque… bien no se sabe el porqué, pero no era muy seguro. Además, como nadie se había aventurado, no existían vivencias de terceras personas que abonasen los contenidos fantasmagóricos adjudicados.
Este bosque tenía como particularidad que, en el medio, recostado sobre la calle interna del barrio, que era de tierra, se encontraba el “árbol casita”. Toda una institución. Un capricho de la naturaleza le dio una forma de carpa india. Era, entonces, habitable y de atalaya servía para atender la presencia de extraños no recomendables que pudiesen llegar. La hipótesis de conflicto era una circunstancia permanente entre nosotros y los de la Capital.
Debajo del puente de piedra, habíamos armado un fogón y, cuando a alguien se le ocurría hacer un picnic, era el lugar donde cocinar nuestros alimentos que no iban más allá de unas papas, batatas y, si se lograba convencer a alguna madre, también un churrasco iba a parar al fuego.
Así estaban las cosas. El puente se asimilaba a una triple frontera: al este, los de la Capital, que estaban del otro lado de la avenida, y al sur, aunque nosotros abusábamos del número, eran territorios no propios, tampoco hostiles; norte y oeste eran nuestros. Pero los de la Capital eran nuestros enemigos naturales. Para colmo, en época de barriletes, las cañas crecían y nos tentaban desde sus dominios, con lo cual había que ir a robarlas, armando operativos sorpresa en los que nos jugábamos un corte en la cabeza o un piedrazo en la espalda. Ellos no se quedaban atrás, pues en la época de San Pedro y San Pablo, había que montar una guardia especial para evitar que se llevasen las ramas con las que construíamos la pira que más tarde se transformaría en una gigantesca fogata.
Cierto día, por la mañana, advertimos que salía humo por debajo del puente. Ante la presunción de que se trataba de la intervención de alguna fuerza extraña de ocupación, enseguida se corrió la voz y no había llegado el mediodía cuando estaba dispuesto todo un operativo de recuperación, apelando a todas las fuerzas disponibles.
Nos acercamos cuidando de no ser vistos y con un movimiento de pinzas, cerramos las dos únicas posibilidades de escape. El principal objetivo era recuperar nuestro puente. En forma secundaria, queríamos atrapar a quienes habían osado apropiarse de nuestro bastión.
Así fue que mientras un grupo de tres pibes se adentraron en el bosque y retrocedieron por el borde de la avenida para tomar el puente por el costado este, el otro, de cuatro rescatistas, llegó por el lado oeste, y a la voz de “¡ahora!”, comenzaron ambas patrullas a descargar una andanada de piedras al grito de “¡Afuera! ¡Afuera, rajen del puente!”.
Luego de la primera descarga, no hubo movimientos de desocupación, lo que nos obligó a mandar un explorador para estudiar el resultado de nuestra refriega pétrea.
Cuando José Ignacio (así el nombre del adelantado) llegó debajo del puente, se oyó una puteada gigantesca y el grito del emisario se escuchó varios metros a la redonda.
—¡Hay un tipo!, ¡hay un tipo! —gritaba José Ignacio, mientras huía del lugar con suma celeridad.
Atrás de él y cubierto de harapos salió el tipo. Un gigante, sucio, pelos muy largos y descuidados, barba crecida.
—¿Qué mierda quieren? –vociferó mirándonos a nosotros que, en un segundo, nos habíamos alejado de la escena refugiándonos detrás de un alambrado que dividía los juegos con la calle de tierra. No queríamos nada, pensamos que eran nuestros enemigos citadinos los que habían tomado el puente. Con esta novedad no sabíamos qué hacer. Así fue que, alguien dio la orden:
—¡Vamos, vamos que acá no tenemos nada que hacer! —y eso hicimos.
Todos reunidos en las hamacas, a unos cien metros del puente, pensábamos qué podríamos hacer, cuando de pronto vimos que el gigante salía de su refugio y se alejaba del lugar rumbo al sur. Lo dejamos que se alejara lo suficiente para enviar a un espía al árbol casita, para que desde lo alto siguiese los movimientos del extraño.
“¡Está muy lejos! Casi llegando al Barrio Sarmiento”1, gritaba mientras nosotros debajo del puente revisábamos los restos de lo que el intruso había dejado. Una lata de sardinas, una botella de cerveza y envoltorios de galletitas, alguna de ellas aun diseminadas sobre el piso alfombrado sin esmero por una manta raída y sucia. Cada tanto le gritábamos al vigía para que nos diese el parte de novedades y en todo momento la respuesta era que no se veía nada. Cuando más confiados estábamos revisando las escasas pertenencias del ogro, una voz fuerte y ronca, dijo:
—¿Revisaron todo ya?
Cuando quisimos darnos cuenta, el visitante estaba parado delante de la salida del bajo puente y nos miraba con calma y tranquilidad. Nosotros asustadísimos fuimos saliendo de a uno mientras que le gritábamos al vigía que ya podía volverse, que lo habían cagado, que se le había escapado el objetivo. El otro bajó del árbol y a las puteadas llegó hasta nosotros.
¡Boludo! fue la palabra de recibimiento al que el visitante se sumó sonriente, en la seguridad de que el más avergonzado de todos era el vigía.
Cuando estuvimos todos juntos, el linyera dijo:
— ¡No se asusten! ¡No me importa si me quieren revisar las cosas! Total, no tengo nada. Estoy acá porque tampoco tengo donde ir, no se asusten. Si llegan a tener algo para comer, se los voy a agradecer.
Con esas palabras nos convenció de que no tenía ninguna mala intención y, a partir de ese momento, las heladeras de nuestras casas comenzaron a registrar faltantes de productos que eran todos destinados a Basilio.
Así se llamaba, Basilio. Era de Misiones. Tenía, según él, unos treinta y ocho a cuarenta años. No sabía bien. Tenía un viejo pantalón vaquero (nombre que por aquellos tiempos recibía el actual jean), una camisa, que costaba mucho validar su color, se sospechaba en origen blanca, un pulóver raído con rombos de muchos colores ya opacados y, lo que nos llamó más la atención, enormes pies. Eran muy grandes y apenas se contenían en unas alpargatas abigotadas ya por el uso, como chancletas, le habían casi desaparecido los talones. Los pies sin medias dejaban ver una suciedad casi tatuada en su piel, y cruzándole el pecho una cuerda que sostenía una especie de alforja, que caía a sus espaldas.
Nos contaba historias que fue viviendo en los últimos años y nosotros le llevábamos comida, bebida y conseguimos que el gallego Vicuña, dueño de la estación de servicio, lo dejase bañar cada tanto en el bañito de los empleados. Lo difícil resultó conseguirle ropa para cambiarse. Las medidas de Basilio no eran parecidas a ninguna persona conocida. Era un gigante. Así y todo alguna camisa en desuso, pero limpia, se consiguió al igual que pantalones. Lo cierto es que ya casi tenía un placard de mudas de ropa. No estábamos muy seguros si usaba o no usaba calzoncillos, en eso no nos queríamos meter. Olor a sucio no despedía.
Las recomendaciones familiares eran que no nos acercásemos a ese errabundo que había tomado como vivienda el puente de piedra. Sin embargo ciertas desobediencias no entran en la categoría de punibles y nosotros, siempre en grupo, nos acercábamos con el objetivo de saber cada día algo más de este misionero que un buen día apareció en nuestro territorio.
Los mayores no veían con buenos ojos al extraño que cierta preocupación sembraba. Su ignoto origen, su forma de vida, lo transformaron en no mucho tiempo en un peligro latente para nosotros, a su mirada.
—¡Es un riesgo dejar que este tipo se acerque a los chicos! —rezongaba Don Goyo, ante una limitada concurrencia de vecinos en improvisada reunión.
—Tendríamos que hacer la denuncia a la Policía —decía la Chona Contartese, con un brillo en los ojos similar al del perro mirando el asado.
Un reducido y destacado grupo de vecinos, entre los que estaban algunos de nuestros padres, llegó a la comisaría de Villa Recondo y le plantearon al comisario sobre esta inoportuna presencia. El funcionario policial les hizo entender que nada podía hacer con un tipo que no estaba cometiendo ningún delito y que la vagancia ya no era penalizada como en otras épocas. Que, si estaban convencidos de que representaba un peligro, les iba a mandar cada tanto una patrulla, como para que el personaje sintiese que estaba controlado, y que no podía hacer nada más. Lo cierto es que la patrulla la mandó, pero de a caballo. Era un policía que vigilaba, y en lugar de andar en patrullero, andaba a caballo. Para nosotros era como si llegase el Sheriff del condado. El policía vino una vez, dos veces y a la tercera vez, cuando vio que el hombre estaba con nosotros charlando, no volvió más y los mayores del barrio se fueron tranquilizando.
Cierta tarde, estábamos jugando cuando el Topo Mellado se trepó al árbol casita para ver qué estaban haciendo los vecinos de la Capital, nuestros más acérrimos enemigos. Se subió por joder, porque desde abajo se podía ver perfectamente, pero él le quiso dar un toque épico a su inquietud. Lo cierto es que una rama cedió y el Topo se vino abajo desde unos cuatro metros, golpeando en todas las ramas del árbol. Los gritos del Topo se escuchaban por todo el barrio. Nosotros no sabíamos qué hacer. Lo mirábamos como se revolvía en el piso, gritaba y se agarraba el hombro y nos quedamos petrificados.
En eso, apareció Basilio, que vio todo desde los juegos. Lo miró y le puso una mano sobre el hombro dolorido y la otra por debajo. Yo lo vi mirar hacia arriba, tomar aire y de pronto el Topo no gritó más.
—¡Llévenlo a su casa, que lo vea un médico! —dijo mientras le guiñaba un ojo al Topo y continuó—. ¡No te preocupes, no es nada!
Eso hicimos y le contamos a Doña Clarita, la mamá del Topo, lo que había dicho Basilio. Al otro día apareció el Topo con un yeso, que le agarraba parte del pecho y parte del hombro.
—¡No pasa nada! —decía mientras se daba dique con las pibas del barrio que le preguntaban si le había dolido, si había llorado y todas esas boludeces que preguntan las mujeres.
El yeso le duró dos semanas, después se lo sacaron y lo enfundaron en una extraña venda que le pasaba por la espalda, le subía por los hombros y pasaba por detrás de la nuca. Rarísima. Pasado un mes nadie se acordaba de ese incidente. Lo que sí se tejió en nuestro pensamiento colectivo fue que Basilio tenía poderes porque sólo le había puesto la mano y se le había calmado el dolor.
—¡Ese tipo tiene poderes, te lo digo yo, que lo vi elevar los ojos al cielo! —les dije en más de una ocasión.
Fue entonces que decidimos ponerlo a prueba, para ver si era cierto que hacía milagros. Lo primero que se nos ocurrió fue llevarle un sapo y dejárselo debajo del puente, a ver qué hacía, porque los magos transformaban los sapos en príncipes. Una boludez importante que por aquellos tiempos era una verdad irrefutable, al menos para nosotros.
—Hubieses conseguido una rana —había exclamado el cabezón Girardi.
—¡Me lo comí! —fue la respuesta cuando le preguntamos si había visto por ahí un sapo. Un sapo, como si no hubiera miles de sapos por las noches y encima nos mostró la piel del sapo muerto y más seca que lengua de loro.
Otro día, el negro Orlando vino con la precisa.
—Los gatos negros se ponen como locos cuando los enfrentás con un mago —dijo con toda ceremonia.
—¡Con los magos no, con los brujos! —le dijo Horacio Rivas.
—¡Es lo mismo: magos, brujos, hechiceros son todo lo mismo! —Y cerró la discusión.
Lo cierto es que nos costó más de un arañazo conseguir ponerle el collar al gato de la del tercero, que siempre andaba por la calle y a la noche trepaba a un árbol y de ahí saltaba al balcón de su ama. Con el gato negro, y una correa atada al collar, fuimos al puente para someter a Basilio a la prueba de brujo. El gato no quería caminar, lo arrastrábamos y cuando llegamos al puente lo soltamos para ver cuál era su reacción frente al supuesto mago. Claro, el gato estaba tan asustado que cuando se vio liberado, salió corriendo rumbo a la casa de su ama. Eso fue, para nosotros una señal inequívoca de que Basilio era distinto.
Y a partir de allí, cuando lo veíamos era lo mismo que estar viendo a un mago, brujo, hechicero, qué se yo. Era un tipo raro, pero bueno. Jamás nos había asustado, no nos había hecho sentir miedo de estar cerca y de a poco el barrio fue aceptándolo. Él seguía debajo del puente y no quería saber nada con cambiar. Su presencia era siempre reservada. Nunca hablaba de él, nada nos decía sobre su pasado. Respondía sólo lo que le preguntaban y nada más.
Fue para el primero de enero, a la hora de la siesta. Nos habíamos encontrado en los juegos y de pronto aparecieron los de la Capital. Nos miramos con recelo y les preguntamos qué querían. “Venimos a conocer a Basilio”, nos contestaron, porque ya todo el barrio y adyacencias sabían de la existencia de este personaje, que era nuestro. Ya nos conocía a todos nosotros por los nombres y en una ocasión había ayudado al padre del Toni Santillán a empujar el Siam Di Tella, por la callecita de tierra, porque el hermanito de Toni le había dejado encendida la radio y se había quedado sin nada de electricidad en la batería.
Como en ese momento no estaba Basilio, les dijimos que se había ido y que volviesen otro día. Pero uno de ellos no se la creyó y se hizo el guapito, a lo que nosotros respondimos y se armó una trifulca: piña va y piña viene, los hicimos retroceder hasta el borde de la avenida y una vez allí salieron corriendo.
El último de los invasores cruzó sin advertir que venía un coche por la vía que va rumbo al norte. Salió de repente de atrás de los arbustos que separaban las dos manos de la avenida y el choque fue inevitable.
Fue horrible, vimos cómo el cuerpo del pibe salía despedido y caía en la plazoleta del medio. De inmediato el auto se detuvo y el tipo que manejaba se bajó a los gritos diciendo que no lo había visto, que cruzó la calle de golpe, que no pudo hacer nada y otras cosas.
El pibe estaba tirado sobre el pasto y no se movía. Los pocos autos que pasaban se pararon y todos miraban y nadie se atrevía a hacer algo. En eso se escuchó la voz de Basilio que gritó:
—¡Nadie lo toque!
Todos elevaron la vista y lo vieron llegar corriendo de, no sabemos dónde.
Se acercó al accidentado, puso su oreja en el pecho del pibe y dijo:
—Respira, rápido pidan una ambulancia, llamen a la policía —mientras acomodaba muy suavemente las piernas. Luego le inspeccionó los ojos y con la mano le rodeó la cabeza, se miró las manos buscando sangre en ellas. Nada. Tomó con suavidad su brazo en tanto que con sus dedos en la muñeca, pudo comprobar que tenía pulso. La policía llegó junto con la ambulancia, venían del destacamento de tránsito que estaba a unas cinco o seis cuadras. El médico bajó de la ambulancia, Basilio lo encaró directamente y le dio cuenta de que el pulso era normal y de que ya le había hecho una revisión superficial y que no había encontrado nada externo visible, que no había permitido su movimiento y que probable era que estuviese en shock.
El médico miró a Basilio y con un dejo de incredulidad continuó su camino hacia el accidentado. Lo primero que hizo al llegar fue tratar de acomodar el cuerpo que había quedado como un muñeco desarticulado.
—No lo toque —gritó Basilio—, póngale la camilla por debajo y llévelo a un hospital, pero no lo toque —volvió a gritar ante la mirada atónita de los allí presentes y la soberbia del médico que hacía oídos sordos a lo que Basilio decía.
—Yo soy el médico acá —gritó el recién llegado.
—¡Yo también! —respondió Basilio y allí se dio cuenta de que todos habían girado la vista hacia él—, ¡yo también, la puta madre, y no debe moverlo y debe llevarlo pronto al hospital! —volvió a gritar.
El policía, que había bajado del patrullero, se acercó al médico y le dijo:
—Vamos, Doctor, ¡llevemos a este pibe al hospital!
El paramédico bajó la camilla de la ambulancia y con la ayuda de Basilio y el médico colocaron al pibe en ella con sumo cuidado.
Con la sirena ululante partió hacia el hospital. Bastó eso para que todos los presentes se volviesen hacia Basilio. Debía una explicación si es que debía explicar algo. Ese instante fue sobrellenado con los gritos de los padres del pibe accidentado que avisados por algún vecino llegaron en su búsqueda.
—Mi hijo, mi hijo —gritaba la mujer, mientras su marido trataba inútilmente de calmarla.
Basilio fue quien encaró la situación.
—Señora —dijo—, su hijo va a estar bien. Tuvo una fuerte contusión producto del choque del vehículo y se le deben practicar estudios más profundos ya que a simple vista no encontré ninguna herida punzocortante ni tenía en su cabeza signo traumático alguno. Los chicos a esta edad tienen un cuerpo maleable y eso jugó a su favor. Si nos llegase a pasar a algunos de nosotros, nuestro cuerpo sería una bolsa de huesos. Le ruego que se calme y vaya al hospital.
La mujer envuelta en un llanto acongojado, lo miró a los ojos y él tomándole las manos le dijo:
—Sé que es muy difícil para usted creerme, mamá, pero debe tener fe, debajo de esta apariencia hay un médico pediatra. Ahora debe irse.
Abriendo la mano la dejó ir. La mujer llevada de los hombros por su marido subió al auto policial sin dejar de mirar a Basilio.
Las personas comenzaron a retirarse del lugar entre cuchicheos y miradas soslayadas. Pronto quedó el lugar vacío y nosotros nos quedamos con Basilio, quien, asumiendo un papel protector, dijo:
—Cuidado al cruzar, ¡vamos!
Todo había sucedido en cinco o diez minutos como mucho, al punto que algunos de nuestros padres no se habían enterado pues dormían aún la siesta del primer día del año.
Éramos muy chicos como para pedirle una explicación y eso fue lo que no hicimos. Nos puso contentos saber algo de la vida de este urso misionero, pero los amigos no deben tener secretos. Esa es una premisa básica de la amistad. Todavía nos faltaba saber por qué había llegado hasta aquí, por qué dejó Misiones, qué lo hizo abandonar su profesión de médico.
Eran muchas las dudas y estábamos dispuestos a disiparlas todas y cada una de ellas, pero para eso debíamos tener tiempo, siendo que eso fue lo que de improviso se nos acabó, cuando vimos que Basilio había abandonado el puente y se había marchado. No había dejado rastro alguno que nos permitiese saber dónde podía encontrarse.
Con el tiempo supimos que estaba en la casilla que había quedado como residuo de un emprendimiento inmobiliario en un barrio cercano y que se había hecho amigos también allí. Esos datos los aportó Juan, el hijo del kiosquero del colegio, que vivía en la capital y, a esa altura, luego de lo sucedido, nos pareció que lo mejor era hacer las paces definitivas. Ya no había pica con los de enfrente.
Pensamos mucho el hecho de ir a verlo hasta que nos decidimos hacerlo. Íbamos a necesitar toda una tarde entre ir y venir del lugar así que armamos la excursión en secreto absoluto.
A la entrada del barrio, sentimos un poco de miedo, por lo desconocido del lugar. No lo frecuentábamos asiduamente y mucho menos sin la compañía de un mayor.
Caminamos por lo que sería la calle principal y a las pocas cuadras nos topamos con un alambrado que impedía seguir, por lo que, sin alternativas, debíamos girar en una de las dos direcciones posible. En eso estábamos cuando vimos que un grupo de pibes del barrio se habían juntado a nuestras espaldas. Intentamos salir hacia la derecha y allí otra patota nos cortaba el paso. Igual sucedía si íbamos para la izquierda.
—¡Estamos rodeados! —dijo el Topo Mellado.
Juan Ignacio dijo que teníamos que rajarnos.
—¡Ya sé, boludo!, pero ¿por dónde?
Los pibes se acercaron a nosotros y nos preguntaban cosas mientras nos empujaban contra el alambrado, allí pensé que habíamos cometido un error en venir a buscar a Basilio, porque estos pibes eran como diez y nosotros solo tres.
El primer golpe lo recibió Juan Ignacio en el estómago que lo hizo doblarse. No pudimos menos que reaccionar y entonces no habíamos llegado a dar dos piñas seguidas cuando ya estábamos los tres tirados en el piso recibiendo decenas de patadas. Intentaba yo cubrirme la cabeza, pero los golpes me entraban por todas partes.
En eso sentimos una voz, fuerte, que les gritaba y los pibes dejaron de pegarnos. Claro, era Basilio que había visto todo y venía a separarnos sin saber que éramos nosotros los agredidos.
Cuando pudimos levantarnos, cada uno de nosotros éramos una piltrafa. Llenos de polvo, desarropados, con algunos magullones en el cuerpo que daban cuenta de la derrota que debíamos llevarnos de regreso.
—No deberían haber venido —dijo Basilio.
Lo miramos en silencio y fue entonces que nos dijo:
—Vengan, vengan conmigo.
Lo seguimos hasta llegar a la pequeña casilla, que había arreglado de manera más habitable que el puente de piedra. Se sentó en un cajón de madera y nosotros tres en el piso y comenzó a hablar:
—A ustedes ya les conté que era de Misiones, lo que no les dije fue que allá yo era el encargado de la unidad de Pediatría del poblado. Todos los chicos de mi pueblo se atendían allí. Yo los cuidaba a todos. Cierta tarde me trajeron un pibe con una picadura de Yaracacusú, unas de las serpientes más venenosas que se conocen. Lo había picado en uno de los tobillos y el pie era una gran morcilla deforme. Se notaba que había pasado mucho tiempo desde la mordedura y el pibe tenía mucha fiebre. No había mucho para hacer, pero lo poco que se podía hacer debía hacerlo. Limpié la herida, le puse un suero y me dediqué a abrir la herida para que saliese el veneno en lo posible.
Juan Ignacio me miró y me preguntó, cuando vio que estaba pálido:
—¿Te sentís bien?
—Sí, estoy bien —le respondí.
Fue entonces que Basilio continuó:
—El pibe estaba mal, pero mucho más no se podía hacer. El padre no lo entendía así y me increpó diciéndome que yo no hacía nada por salvarlo. No pude hacer nada y el pibe se murió. El padre me hizo una denuncia por mala atención y tuve que someterme a un juicio que todavía no se termina, pero no puedo ejercer la Medicina. Eso es mi vida, para eso estudié y me preparé. Yo no tuve la culpa —dijo excusándose y buscando una respuesta. Se hizo un silencio que fue sólo interrumpido por Basilio que dijo—. Desde entonces que estoy vagando y no quiero saber nada con la Medicina.
Cuando volvíamos al barrio, el Topo Mellado dijo:
—Pobre tipo, pensar que se rompió el alma para recibirse y ahora no lo dejan ser médico.
Los demás lo escuchamos, coincidimos y callamos.
A Basilio no lo volvimos a ver, porque después fuimos con el coche de Don Goyo a buscarlo y ya se había marchado.
De aquella historia sólo queda el recuerdo y el puente de piedra como testigo de lo que debió ser y no fue.
Nuestro puente, ese que había llegado a unirnos con los de la capital, que nos había enseñado lo estúpido de las divisiones, rótulos o enfrentamientos, aún estaba.
Un puente que uniese el pasado de Basilio con su futuro y que lo ayude a superar ese mal momento aún falta construirse.
1 El barrio Sarmiento, quedaba a unas cinco o seis cuadras rumbo al sur. Enfrente del Autódromo.