Un acorde en sol, y otros cuentos - Eduardo Horacio Carrozza - E-Book

Un acorde en sol, y otros cuentos E-Book

Eduardo Horacio Carrozza

0,0
9,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un padre y un hijo unidos por la misma emoción. La quietud de un lugar paradisíaco, solo rota por un extraño suceso. Un pedido de perdón. La investigación periodística de un acontecimiento poco frecuente. El primer amor descubierto en una sola y única noche. Un hombre solo frente a toda su vida. El agradecimiento eterno de un consagrado. Las ilusiones de los pibes del barrio.Todas estas y otras muchas vivencias mas, se aglutinan para darle cuerpo a este libro de ficciones.Cuentos cortos, que tienen por único objetivo, el de acrisolar nombres, lugares y anécdotas que fueron tejiéndose en la imaginación del autor y que se descubren en este libro.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 264

Veröffentlichungsjahr: 2015

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Eduardo H. Carrozza

Un acorde en SolY OTROS CUENTOS

Editorial Autores de Argentina

Carrozza, Eduardo Horacio

    Un acorde en sol, y otros cuentos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.    

    E-Book.

    ISBN 978-987-711-292-4          

    1. Narrativa Argentina. 2.  Novela. I. Título

    CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:info@autoresdeargentina.com

Diseño de tapa: Justo Echeverría

Maquetado: Maximiliano Nuttini

© 2015 Eduardo Horacio Carrozza

A mi esposa Victoria.

A mis hijos, quienes recibieron a Susanita, y le brindaron un lugar en nuestra mesa chica.

Indice

Agradecimientos

Un acorde en sol

Amanecer

Belaúnde era así

Confesión

El día de suerte

La extraña desaparición del “bebe” quinteros

La pelota del gaita

Ley de vida

Otra oportunidad

Boceto

Sin respuestas, sin preguntas

Una visión particular

Zapatero, tus zapatos

El concertista

Al fin

Agradecimientos

A Milagros” Mili” Schroder que supo poner en orden mis ideas y le dio forma para ser leídas.

A mis amigos, que son hacedores de anécdotas permanentes.

Al tiempo transcurrido que me permitió cosechar las vivencias las que ,con otras formas , otros nombres y en lugares distintos entrego aquí.

Un acorde en sol

La vieja puerta cancel permaneció inmutable, mientras el centro de la escena era ocupado por el oxidado candado que sujetando una herrumbrada cadena, vedaba la apertura de la reja.

A escasos metros podía verse la despareja unión de un señor mayor con una señorita, quien pugnaba por abrir el cerrojo.

La cadena dio sobradas muestras de haberse entumecido con el paso de los años, pero finalmente celebró con estrépito metálico que alguien se acordase de liberarla. Los eslabones chillaron cada uno a su turno, mientras desde la calle, las manos de Ernesto García la tironeaban a través de los hierros de la puerta.

Cedido el candado, arrastrada hacia la nada la cadena, solo quedaba como último bastión, la puerta de rejas que se supo ofrecer como protección al mundo, cuando la casa fue cerrada hasta hoy. Treinta y cinco años después.

—¿Nunca más volviste? –preguntó ella.

—¡No! –Respondió Ernesto, -¡Jamás vine! Si, hubo gente que se ocupó del mantenimiento hasta que pude pagarle. La última noticia que tuve fue que estaba todo en perfecto estado y eso sucedió hace cinco años. Antes de regresar de Montevideo. ¡Hoy no sé cómo estará!

Eligió cuidadosamente la llave de un manojo encerrado por un pequeño llavero de plástico amarillo que contenía un papel que, escrito con tinta ya descolorida rezaba, “Fernández 369”. Cuando logró identificarla, la tomó con sus dedos temblorosos por la ansiedad y la nostalgia. Una vez en la cerradura intentó hacerla girar. Un, dos, tres intentos fallidos, hasta que ella dijo:

—¡A ver!, déjame a mí, porque están viejas las llaves y la cerradura. Por ahí se rompe.

El no rehusó el pedido. Lo tomó, casi con alivio, pues todavía no tenía muy en claro si quería volver a entrar en la casa. A su casa, la que fue su hogar hasta los diecinueve años. No iba a ser fácil atravesar ese vestíbulo donde en más de una ocasión esperaba que papá volviese del trabajo, sentadito en uno de los tres escalones de mármol blanco, que había antes de la puerta de ingreso. En ese mismo vestíbulo donde le robó el primer beso a su prima Elvira, en los albores de la adolescencia. Donde dejaba las zapatillas embarradas cuando volvía de jugar en la canchita del parque.

Sus ojos firmes en la cerradura y su mente a cuarenta y cinco años de distancia se reencontraron cuando el ruido de metal destrabado indicó que el tambor del cerrojo había comulgado con la llave que hurgaba en sus entrañas.

—¡Viste, ya está! ¡Nadie, ni nada, se resiste a una mujer! –dijo mientras empujaba la puerta oxidada que aún se resistía a que la doblegasen en su afán de impedir el paso a cualquiera. Pero ni él ni ella eran cualquiera.

El era el dueño de la vieja casa. La heredó de sus padres y recién en este tiempo había logrado su posesión. Ella era una joven artista egresada de bellas artes. Muralista de incipiente fama.

Se habían conocido como se conocen mayoría de las personas. De casualidad. Él trajinaba los pasillos de tribunales, en búsqueda de la orden que le diese lo que le pertenecía por derecho propio. La posesión de su casa.

Ella era contraventora de la Reglamentación Urbana de la Propiedad Privada.

Dos juzgados yuxtapuestos, dos sillas únicas en el pasillo y una conversación entablada ante la falta de atención por parte de los empleados.

La puerta finalmente cedió a la presión ejercida por el brazo y su cuerpo todo. Ella ingresó sin importarle la falta de decisión de él, que se quedó en la vereda, parado, tieso.

El piso del vestíbulo estaba tapizado con sobres de propaganda, papeles y polvo. Ese bodoque, formado por los impresos, la tierra y el agua de la lluvia se confabularon para que la apertura de la puerta de ingreso se hiciese más compleja aún, en una ceremonia de la que él no quería participar. Pero debía hacerlo.

—¡Vamos! –dijo ella, al tiempo que agregaba con tomo revulsivo: —¡Que olor a encierro!

El hedor de la humedad le alcanzó también a Ernesto, quien continuaba estático en la puerta, sin atravesarla.

Inmediatamente pensó si no sería una locura intentar hacer lo que querían hacer. Tal vez el paso del tiempo lo hubiese deteriorado, aunque las últimas noticias eran que estaba intacto.

—¿Asi que estás acá porque le pintaste la pared al vecino?

—Bueno, dicho así parecería que fuese una insurrecta, pero, en realidad lo que pasó fue que el paredón estaba todo despintado. Quedaba mal a la vista del barrio, por eso yo lo pinté.

—¿Y por pintar un paredón, estás acá?

—¡Claro! No es que lo pinté y listo. Le dibujé un tanque de guerra que disparaba flores y justo el tipo, que yo no conocía, era el secretario de un ministro y llamó a la policía.

—¿Y cómo supieron que eras vos?

—Primero porque me vieron. Tardé casi cuatro días en hacerlo, y después porque lo firmé.

-¿lo firmaste?

—¿y como no lo iba a firmar? , si lo había hecho yo. Era mi obra. Pero mejor dejemos lo mío ahí. ¿Y vos porque estás acá?

—Vengo a buscar que me den la posesión definitiva de la casa de mis padres.

—¿La heredaste?

—Si.

—Entonces es tuya.

—¡Sí, claro! Pero no es tan fácil.

—No, nunca nada es fácil.

En el vestíbulo se filtraba la luz del día a través del vitreaux que tenía la puerta cancel, en su parte superior. No obstante el ambiente era oscuro y pesado. No había luz eléctrica, hacía tiempo que había sido cortada. Por ello fue que el primer intento de abrir la puerta cancel resultó fallido a resulta de una mala elección de la llave.

—¡A ver , correte un poco que me haces sombra- le dijo ella a quien todavía no había ingresado a la casa y agregó -¡entrá de una vez por todas!

En ese momento un acorde de guitarra en tono de sol seguido por la voz de un cantante diciendo:

“It´s been a hard day´s night

And I´ve been working like a dog…

Retumbó en el vestíbulo.

Mientras ella buscaba su teléfono, el cantante continuaba:

It´s been a hard day´s night

Y should be sleeping...”

—Hola.

—……

—¡Hola mi amor!

—…

—¡Sí! Pero todavía no entramos. En cuanto tenga un panorama, te aviso

—…

—Dale, yo también te quiero mucho, besito, chau.

Dando una explicación que él no había pedido, dijo:

—Mi novio, quería saber en que andábamos. ¡Dale pasá de una vez por todas y dejate de boludeces!

No eran boludeces. Era toda una vida que se le caía encima. Eran treinta y cinco años después de la última vez que los había visto y todos los recuerdos habían quedado encerrados en esa casa. La que ahora, como en una gran ofrenda, los iba a liberar tan pronto como se abriese la cancela.

De memoria sabía que a la izquierda estaba el comedor familiar, donde se hacían las reuniones de cumpleaños, cenas de Nochebuena y fin de año y demás ágapes que meritasen el uso del lugar. Allí jugaba con sus abuelos y con sus amigos, en escasas ocasiones. En ese lugar también recibía a su maestro de guitarra.

Derecho por el pasillo se iba a una gran cocina, que antes de llegar tenía, en un costado un pequeño baño. El baño de las visitas, lo llamaba su mamá.

A la derecha de la cancela, la escalera que iba hacia los dos dormitorios y abajo estaba el garaje. Su papá tenía un pequeño escritorio donde trabajaba cuando volvía temprano y en ese lugar estaba el tocadiscos.

Aún recuerda aquella tarde en que su papá volvió alegre y ansioso. Saludó a su mamá con un beso, que le pareció espléndido a los ojos de un niño que observaba la escena. Ella lo miraba embelesada.

—Mirá lo que compré. No vas a poder creer como suenan estos tipos.

Todo esto mientras desempaquetaba un disco, lo sacaba de su funda de cartón y lo colocaba en el tocadiscos.

La cubierta quedó su merced, por eso fue que pudo ver que eran cuatro caras mirando desde una escalera hacia abajo.

En eso estaba cuando comenzó a sonar una especie de armónica suave, rítmica y una voz muy dulce cantaba:

“Love, love me do

You know I love you”

—¡Mirá como se peinan!- le decía eufórico su papá a su mamá y ella se sonreía con la mirada dulce que una mujer enamorada puede tener y que nunca más, en toda su vida, volvió a ver.

El apenas tenía siete años.La contrapuerta finalmente se abrió. Ella con la actitud de quien ingresa ignorante al paraíso, entró y no pudo retener su asombro.

—¡Guau, que casa!, es hermosa- mientras se daba vuelta y estirando su mano lo invitaba a entrar.

—¿Y porque siendo tuya no la podes usar?

—Porque el juez de menores nombró un curador. ¿Sabés qué es eso?

—Sí, un médico –respondió ella.

—No, un curador es la persona que administra los bienes de un menor cuando no hay adultos que se puedan hacer cargo de él.

—¿Pero vos no tenías papá y mamá?

—Si, vos lo dijiste. Cuando cumplí los diecinueve años mis viejos murieron en un accidente de tránsito, fue en 1976 y…

No continuó la frase, y ella se dio cuenta que no quería hablar de eso, por lo que cambiándole el ritmo a la conversación:

—Entonces el juez nombró a un tipo….

—Sí, y ese tipo dispuso de las cosas como quiso y solo le rendía cuentas al juez. Lo único que se salvó de la dilapidación fue esta casa. Solo dos años después, cuando cumplí los veintiuno y fui mayor de edad hice todos los trámites para recuperarla y aunque te parezca mentira tardé casi cuarenta años en llegar aquí. Primero porque el juez se jubiló. Después mudaron el tribunal y se perdió el expediente, después un incendio. Bueno, ¡qué sé yo!

—Y vos ¿con quién vivías?

—Solo

—No, digo cuando fue lo de tus viejos.

—No tenía familiares entonces fui a la casa de un amigo y sus padres me trataron como a otro hijo. Después me fui a Europa, a Madrid más precisamente, luego viajé a Oslo y siempre que podía mandaba plata para el mantenimiento. Cuando regresé, empecé a hacer los trámites para que quedase registrada a mi nombre. Bueno ahora estoy acá. Estos Tribunales me los conozco de memoria.

—¿Dónde era tu habitación?- preguntó ella tan pronto llegó hasta la cocina la que se había resignado a la intemperie, favorecida por unos cuantos vidrios rotos y la suciedad había invadido todo.

—Arriba -dijo él

—¡Vamos! –invitó ella, mientras subía las escaleras de a dos peldaños por vez.

El desafío era importante. Si bien ella era muralista, nunca había tomado un trabajo como el que él le había propuesto. En el lugar existía solo una cosa que a él le interesaba y que era lo que para ella le representaba un verdadero desafío.

El arreglo fue muy sencillo. El estaba dispuesto a cederle la casa por un pequeño pago mensual a cambio ella trasladaría la reliquia que aún existía en la que era su habitación, adonde él dispusiese.

Para tamaña tarea, ella debía primero ver el estado de las cosas y tener en cuenta los pormenores de lo que resultaría una verdadera epopeya que solo podía contrarrestarse con el uso de ese caserón, que luego de unas pequeñas adecuaciones serviría para su taller escuela.

La escalera de blancos peldaños, ahora ennegrecidos, los condujo al piso superior.

Una de las habitaciones, la que daba a la frente, ubicada sobre el garaje, tenía un pequeño balcón con postigones de hierro y ventanales con vidrio repartido hasta el techo. Esa era la habitación de los padres.

Todos los recuerdos se corporizaron, cuando el entró al cuarto y sintió ese silbido, con una cadencia imborrable con la que su padre lo invitaba a compartir y jugar en la cama mayor, sobre todo los domingos. Jugar y retozar, en la cama de sus padres hasta bien entrada la mañana era un placer.

Allí también dormía la siesta cuando volvía del colegio, después de comer. Se quedaba dormido en la cama grande con la radio portátil debajo de la almohada. Esa costumbre aún la mantiene.

Solo, como un náufrago de sentimientos, fue a sentarse en el ángulo de la habitación que ocupaba la mesa de luz de su mamá y lloró.

Ella, advirtiendo su necesidad de soledad, salió de la pieza y caminó por un pequeño pasillo hasta la otra habitación. La que había sido de él.

—Entre el rojo y el celeste del saco, tenemos que pintar una línea negra.

—Pero, papá, todas las separaciones de colores son con una línea negra. ¡Nos vamos a volver locos!

—No, ¿porqué? ¡Es un trabajo! , no te lo voy a discutir, pero con tranquilidad lo vamos a ir haciendo, si nadie nos apura.

—La camisa de Ringo es roja, y la corbata naranja.

Con la alegría de quien emprende un trabajo y con la ansiedad de querer verlo terminado, padre e hijo se volcaron a la tarea de pintar sobre la pared de la pieza de él, un gran mural. Corría el año 1969 y la tapa de un disco de reciente salida había servido de inspiración.

La buena voluntad y las finas artes de su padre obraron de catalizador. Por eso es que luego de haber emparejado todas las imperfecciones de la pared, estaban pintando un submarino amarillo con la figura de los cuatro Beatles en caricaturas. Diez o doce frascos de pinturas servirían para darle finiquito a esta realización, que no contaba con el beneplácito de su mamá pero si con el compromiso de su padre en convencerla. El esmalte sintético fue la pintura elegida.

Le demandó más de cinco semanas el trabajo, pero una vez terminado quedó plasmado allí el amor compartido entre un padre, su hijo y un conjunto musical.

—Espera, no entrés –gritó él desde la pieza.

Se levantó, enjugó sus lágrimas en la seguridad de que otras aparecerían y se encaminó hacia lo que había sido su cuarto.

Obedeciendo la orden, ella se detuvo de inmediato ante la puerta cerrada. No quería importunar, pero tampoco quería perderse el reencuentro entre Ernesto y el mural.

Él quería ser quien abriese esa puerta luego de tantos años.

—¿Dónde está? –preguntó ella.

—Entrando a la derecha, ocupa toda la pared.

—¿Toda la pared, y como vamos a hacer?-dijo ella, seguramente sin pensarlo.

—No lo sé, de eso te encargás vos. Vos y tu novio. ¿La casa te interesa?

—¡Si, claro!

—Bueno entonces encargate. Lo quiero intacto. ¿Estás lista?

—¿y vos?- preguntó ella

—No lo sé- respondió mientras abría la puerta.

Una enorme oscuridad los aguardaba. El intento de mirar la pared de la derecha fue a chocar contra la lobreguez del sitio.

—Esperá a que abra la ventana.

De pronto, como si mágicamente los años no hubiesen pasado, y la luz le rindiese honores al arte, fue apareciendo. Primero la melena de George, luego la cara de Paul, los periscopios del submarino, luego John y finalmente Ringo. Allí estaban, majestuosos, sempiternos, iconizando una adolescencia lejana.

Ella lo miró y no pudo esconder una exclamación.

—¡Maravilloso, genial! Y ¿vos y tu viejo lo hicieron?

—Si, fue nuestro único y último trabajo juntos.

-Sabés que yo haría lo mismo que vos querés hacer. No se puede perder esta maravilla.

Nuevamente un acorde de guitarra y la voz de John que hablaba de un día agitado llenaron el ambiente.

Ella respondió con monosílabos, adjetivando su admiración como quien se hallare en la Capilla Sixtina.

—No va a ser fácil, pero podemos hacerlo- fue la única frase completa que hilvanó antes de cortar.

A los pocos días un grupo de albañiles invadieron la casa. Andamios, escaleras, encofrados, aparejos, todo puesto a disposición de la faraónica obra de recortar una pared completa y trasladarla de lugar. Era una tarea ciclópea que debía llevarse a cabo con la mayor perfección y paciencia. Por ello los trabajos fueron supervisados por la mujer que tuvo el honor de volver a la luz esa reliquia que hoy ocupa su lugar, de privilegio, en una casona de Belgrano, cerca de las vías y que representa un solaz para quien de niño fue invitado a soñar y soñó.

En la ciudad de Buenos Aires hay una casa con una pared menos y otra casa con una habitación de cinco paredes.

Amanecer

El sonido lejano de un corno inunda la mañana que recién comienza a insinuarse en la aldea de pescadores. Tímidamente. Tratando de no interrumpir el silencio del lugar cumple con su objetivo de saludar la salida del sol anunciándoles a los pobladores que es hora de comenzar a trabajar.

Los techos de las chozas, de madera, cañas y hojas de palmera, comienzan a rezumar el humo de sus cocinas que hasta el momento solo han servido de calefacción para enfrentar la dura noche invernal en la costa.

Una bandada de cormoranes sobrevuela la laguna interna del sitio y el aletear brioso de las aves irrumpe en el ambiente invitando a un grupo de loros sedientos de placer a sumarse al cortejo estrepitoso de una hembra que, lejos de aceptar la propuesta, vuela y se posa en forma permanente entre los árboles que de modo anticipado han comenzado a retoñar.

Somormujos gregarios comienzan a llegar a la laguna, para el mágico misterio de la reproducción. Está terminando el invierno y ya las frías playas que le han servido de hábitat, los han visto partir en bandadas que arriban al lugar.

El sol aún no inunda la escena, pero se adivina, por el arrebol que decora el horizonte, que ese día va a ser extrañamente caluroso para la época.

Ninguna ventana se abre al exterior, trata de perpetuar las horas de descanso evitando las filtraciones lumínicas del amanecer. Todo es quietud en la aldea. Todo es lento y cansino, con la excepción que hacen las garzas, elevándose al cielo desde sus nidos en la copa de los árboles. Alborotan con sus largas alas e interrumpen el silencio del lugar. Pelícanos, grullas y gaviotas complementan la escena, brindándole el movimiento necesario para no caer en la fantasía de estar viendo una imagen quieta.

Los patos de la laguna graznan al adivinar la presencia de una bandada de flamencos que intenta apoderarse del lugar. Finalmente, terminan cediendo posiciones y agrupándose en un costado de la aguada.

La aldea comienza a tomar movimiento, tan lentamente como el tiempo mismo. Se pueden ver algunos postigones de ventanas, que se abren, permitiendo el ingreso de la luz del día.

Se adivina por el aroma, que dentro de ellas, en las modestas cocinas de fríen unas lonjas de jamón conjuntamente con unos huevos revueltos. Sus aromas luchan por imponerse al del café que, listo y reposando, aguarda al marino para el banquete del día. Único alimento ingerido durante el imperio del sol.

En tanto, en la costa el ir y venir de las olas mecen lentamente, como acunándolas, a las embarcaciones que esperan salir mar adentro.

Se comienzan a acortar las sombras caídas sobre el oeste. Es el momento oportuno para que un zorrillo, que se había acercado a los botes en búsqueda de restos de comida, se aleje del lugar ante la presencia de la luz de sol. Los caracoles y cangrejos son presas ideales para los mapaches que, abusándose de su buena estrella, no se inmutan ante la luminosidad del día.

Con la lentitud misma de la escena, los habitantes del lugar dejan sus viviendas y a sus hembras para adentrarse en ese mar verde profundo, respetable y poderoso, que vieron toda la vida, que los acunó de niños, que los hizo soñar de adolescentes y que los mantiene vivos en esta adultez temprana, curtida y solitaria.

Un humo nuevo se apropia del lugar. El cigarro en sus bocas, o entre sus dedos, dan, desde la altura, la sensación de estar presenciando una suerte de procesión de raras maquinarias, a diestra y siniestra, concluyentes a un solo sitio. La playa. Allí están las naves, allí está el puerto, allí, también, está el espigón.

Nuevamente, el sonido del corno inunda el lugar. Lejano, disfónico, abarcante. Todos lo escuchan y no pueden evitar mirar hacia las colinas y agachar la cabeza. Recios hombres de mar dominados por un sonido extraño y lejano.

Las olas mecen cada vez más bruscamente las naves que, dispuestas en fila, aguardan la llegada de los marinos.

Ellos saben que deben comenzar con la pesca. Gritan y llaman por sus nombres a los más rezagados. Algunos aviesos, otros grumetes pretenciosos, pero todos están ya completando las tripulaciones de los pequeños barcos pesqueros.

En nombre de todos, alguien, por riguroso turno, deposita una pequeña ofrenda en la imagen de la Virgen del Carmen que, orgullosa y vigilante, domina la playa y el mar. Sobre un humilde altar, hecho de maderas viejas y piedras del lugar, la Señora mira hacia el inmenso mar, esperando ver llegar de regreso a todos los que se animan a esa inmensidad.

Las rudimentarias velas son desplegadas al suave viento que las obliga a sacudirse y chasquear. Desde lo alto de la colina se ven los puntos de colores que se adentran en los condados de Poseidón en una perfecta formación y cada una con un destino propio. Cuando ya no quedan naves en la costa, el lejano corno vuelve a sonar. El trabajo ha comenzado. Tanto para los habitantes de Laguna del Mar, como para él.

Laguna del Mar era, en su época de esplendor, una villa turística en la costa del Océano Atlántico, al sur de Bahía Blanca.

Era frecuentada por mucha cantidad de gente que desde fines de diciembre hasta entrado el mes de marzo buscaban la tranquilidad que brindaban sus playas casi inexploradas. De arenas blancas y casi sin oleaje, era un paraíso perdido en la magnitud del litoral costero de la República. La presencia de una laguna a un kilómetro de la costa le brindaba a este sitio una plusvalía que colocaba al lugar en un centro de atracción para quien quisiese visitar el mismísimo paraíso.

También solían venir artesanos de otras latitudes, músicos errabundos y artistas callejeros que por las noches, en la calle principal del lugar, de no más de tres cuadras, ofrecían su mercadería o sus espectáculos al precio de la buena voluntad de la gente. Los negocios eran escasos. Salvo por uno que otro restaurante y algunos comercios de ropa, el resto de las necesidades habituales eran satisfechas en el poblado más cercano, distante unos cuarenta kilómetros.

En cierta ocasión llegó al lugar una suerte de escapista. Su espectáculo, que era muy simple, a la vez lograba cautivar al público. Consistía en que provisto de una gruesa soga de esparto y con su torso desnudo y descalzo, invitaba al público a que lo atasen de la forma que quisiesen. Para hacer más patético el número callejero, él firmaba una suerte de liberación hacia la persona que lo atase, por cualquier imprevisto grave que pudiese sobrevenir y, además, le indicaba que debía hacer oídos sordos a cualquier pedido de liberación. Con esto lograba que su partenaire se sintiese tranquilo y los que miraban el número se inquietaran ante la propuesta del escapista. Se jactaba de dominar cada parte de su cuerpo, transformándolo en un ser especial. Con el espectáculo, que brindaba todas las noches, se había transformado en el centro de atracción del lugar. Era conocido por todos y no faltaban las mujeres que admiraban al héroe semidesnudo que escapaba de cualquier forma de su atadura.

Por las mañanas los habitantes del lugar marchaban a trabajar, los turistas a gozar de las playas y los artistas dormían hasta bien entrada la tarde. Por la noche el show y así se sucedían los días. Todo era paz y armonía para este lugar al que se le adivinaba un futuro promisorio como centro turístico.

En cierta ocasión, un habitante del lugar vio una escena que vino a trastocar todos los planes de prominencia que podría tener Laguna del Mar. Mientras caminaba por una calle lateral del pueblo vio que, el escapista, salía del hotel donde se alojaba y se dirigía con rumbo a la laguna. Le llamó la atención por el horario, ya que era un momento en que los artistas descansaban. Por eso se decidió a seguirlo a una distancia prudencial. Fue así que vio que entraba en la casa de un pescador. La esposa, aprovechando que su marido se adentraba en el mar y sabiendo que hasta el mediodía no volvería, se entregaba mansamente a los brazos del artista callejero. Por supuesto, no tardó mucho la noticia en llegar a oídos del desafortunado marido que, lejos de hacer una tremenda escena de celos y un escándalo que se generalizara en el pueblo, resolvió preguntarle a su esposa sobre la veracidad del hecho y, al recibir una respuesta afirmativa de su parte, tomó dos o tres cosas de su pertenencia y se alejó del lugar.

Terminó el verano, los artistas se volvieron a sus lugares, los comercios estivales cerraron y solo los habitantes del lugar continuaron con sus rutinarias vidas, a la espera de la próxima temporada.

Todo un año debió transcurrir antes de que regresasen al pueblo los artistas callejeros y, entre ellos, el escapista con su misma rutina. Cierta noche, al hacer su número se le acercó un señor que propuso atarlo, como era costumbre. El artista accedió y le dio firmada, como siempre, su conformidad con lo que se habría de desarrollar.

El señor tomó la soga y comenzó a atarlo. Primero un pie, con un nudo fuerte y seguro; luego, dejó un corto trecho de soga y ató de la misma manera el otro pie; pasó la soga por la espalda del artista y se la enroscó en el cuello, dejando amplio espacio para su respiración. Acto seguido, bajó la soga por el pecho y de la misma forma que había sujetado los pies lo hizo con los brazos. El rostro de preocupación en el escapista iba creciendo a medida que el partenaire hacía su trabajo. Al terminar su tarea, dio dos o tres pasos hacia atrás y dejó al callejero en el centro de la acción.

Pasaron largas horas y el escapista no lograba desatar ninguno de los nudos. La gente comenzó a aburrirse y se empezó a ir. La madrugada lo encontró con la sola compañía del atador, quien también se aburrió y le propuso llevarlo así como estaba a algún sitio.

— Quiero que me desates. —Fue la respuesta.

— No puedo, el papel que firmaste me lo impide. —Le replicó.

A la noche siguiente, el lugar de la calle en el que se hacía el número de escapismo estaba desierto. Algunos pobladores del lugar aseguran que el marinero engañado tiene, en su casa en los cerros, al escapista y que el sonido del corno es la señal de que ha comenzado con la tarea de desatarse, y hasta ahora no lo ha logrado.

Han pasado más de cuatro años. La esposa infiel se ve poco por las calles del poblado, todos saben ya el porqué de su separación, y los artistas callejeros dejaron de ir al lugar, por precaución de que les pudiese ocurrir lo mismo.

Por todo lo demás, el pueblo es un paraíso, un lugar ideal para vivir, que te atrapa y del que es difícil salir.

Belaúnde era así

Al correr las cortinas que separaban la realidad externa y febril con este interior plácido de la habitación, pudo ver el cielo azul celeste de un otoño que ya iba recorriendo su camino de salida, propulsado por un invierno que desde temprano se había hecho sentir. Las heladas matinales sobre los jardines anunciaban lo que cronológicamente resultaba inevitable y así lo marcaba el calendario. Este invierno se asomaba como muy frío.

Miró ese cielo azul, cristalino y límpido como solo se manifestaba en ese lugar, pero bien claro tenía que ese no era su lugar, no lo había elegido y que seguramente saldría de allí algún día. Mientras elevaba la vista al firmamento sintió el frío, propagado por una brisa juguetona que coqueteaba con los densos cortinados de brocato, causando su lento y silencioso movimiento.

Por su espalda corrió un escalofrío que lo hizo recordar el día de otoño cuando se colocó la camiseta mojada por una transpiración que no era de él.

Ese día ni bien Polo cayó al piso, Belaúnde (así se llamaba el técnico) giró su cabeza y lo buscó en el banco de suplentes. Bueno, la realidad dice que no era un banco para los suplentes, sino que se trataba de una pared de ladrillos baja de no mas de cinco o seis hileras, que había quedado como proyecto de lo que iba a ser una medianera entre la canchita de fútbol, la vereda y la calle que se había habilitado después de la creación del “solar deportivo”.

Decía, pues, que Belaúnde giró la cabeza y lo llamó a él. No lo podía creer. El eterno suplente. Al que llamaban por si las dudas, porque en esa época jugaban los que jugaban bien, como siempre decía Belaúnde, y, además, nunca nadie se lesionaba. Hasta hoy, hasta este preciso momento. Porque el equipo se nombraba de memoria y los suplentes eran eso, solo suplentes. Algún resfrío o una que otra enfermedad eruptiva, tan frecuentes a esa edad, hacían que los suplentes jugaran, pero eran las menos reiteradas de las veces.

Es por eso que se acercó a Belaúnde, y éste lo tomó por el hombro y le dijo:

— ¡Mirá, el partido está chivo, por lo que se puede ver, Polo tiene que salir! Se jodió el tobillo. Parate de cinco en su puesto y sacá todo lo que puedas. Si te cansás me avisas. Ante la duda, tirala afuera. No te voy a pedir eficiencia, solo te pido eficacia y compañerismo. ¿Me entendés?, sino querés jugar avisame.

¡Qué hijo de puta! Qué instrucciones eran esas para dárselas a un pibe. Fue lo mismo que decirle” hacé lo que puedas y no te mandes ninguna cagada”

“¡Cómo no voy a querer jugar!”, pensó. “Si para esto me como todos los partidos sentadito en la paresita. ¿Este en boludo?”



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.