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Puesto que esperaba que su matrimonio fracasara, ¿podía apoderarse del precioso regalo de su virginidad? Lo último que deseaba Gaetano Leonetti era encadenarse a alguien mediante el matrimonio, pero, para convertirse en consejero delegado del banco de su familia, su abuelo le exigía que buscara a una chica "corriente" para casarse. Decidió demostrarle lo equivocado que estaba eligiendo a Poppy Arnold, el ama de llaves. Sin pelos en la lengua y con una forma de vestirse poco habitual, era evidente que no sería una esposa adecuada para él. Pero Poppy enseguida se metió al abuelo en el bolsillo, por lo que Gaetano se vio atrapado en una unión que no quería con una prometida a la que deseaba apasionadamente.
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Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Lynne Graham
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El regalo de su inocencia, n.º 2459 - abril 2016
Título original: Leonetti’s Housekeeper Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8106-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
Gaetano Leonetti tenía un mal día. La cosa había comenzado al amanecer, cuando le sonó el móvil y empezaron a aparecer en la pantalla una serie de fotografías que lo enfurecieron, pero que sabía que enfurecerían aún más a su abuelo y al muy conservador consejo de administración del banco. Por desgracia, despedir a la responsable del artículo, publicado en un popular periódico sensacionalista, era la única satisfacción que le cabía esperar.
–No es culpa tuya –le dijo Tom Sandyford, asesor legal y amigo íntimo de Gaetano.
–Claro que es culpa mía –gruñó él–. Era mi casa y mi fiesta, y la mujer que había en mi cama la que había organizado la maldita fiesta.
–Celia es una estrella de telenovela con una adicción a la cocaína que desconocías –le recordó Tom–. ¿No la despidieron de la serie cuando la dejaste?
Gaetano asintió al tiempo que apretaba los dientes.
–Ha sido mala suerte, eso es todo –opinó Tom–. No puedes pedir a tus invitados que te manden sus credenciales por anticipado, por lo que no tenías forma de saber que algunos no eran de fiar.
–¿De fiar? –repitió Gaetano con sus bellos rasgos fruncidos.
Aunque había nacido y se había criado en Inglaterra, en su casa se hablaba italiano, y algunas palabras y giros ingleses todavía le resultaban desconocidos.
–Personas decentes e íntegras. En el mundo privilegiado en que te mueves, ¿cómo ibas a saber que algunas eran prostitutas?
–La prensa lo sabía –contraatacó Gaetano.
–El público lo olvidará enseguida, aunque la rubia bailando desnuda en la fuente es memorable –apuntó Tom mientras volvía a mirar el periódico.
–No recuerdo haberla visto. Me fui pronto de la fiesta para volar a Nueva York. Todos estaban vestidos cuando salí. Lo único que me faltaba era otro escándalo como este.
–Parece que los escándalos te persiguen. Supongo que el viejo y el consejo de administración estarán en pie de guerra, como siempre.
Gaetano asintió en silencio. En nombre de la lealtad y el respeto familiares, había pagado por el último escándalo con su fiero orgullo y ambición. Dejar que su abuelo Rodolfo, de setenta y cuatro años, le echara una bronca como a un escolar travieso había sido una terrible experiencia para un multimillonario cuyo consejo a la hora de invertir solicitaban tanto el gobierno inglés como otros gobiernos extranjeros.
Y cuando Rodolfo le había reprochado que fuera un mujeriego, Gaetano tuvo que respirar hondo varias veces para no decirle al anciano que las expectativas y los valores habían cambiado desde mil novecientos cuarenta tanto para los hombres como para las mujeres.
Rodolfo Leonetti se había casado con la hija de un humilde pescador y, durante sus cincuenta años de matrimonio, nunca había mirado a otra mujer. Rocco, su único hijo y padre de Gaetano, no había seguido el consejo paterno sobre los beneficios de casarse pronto. Rocco había sido un famoso playboy y un jugador empedernido. A los cincuenta y tantos años se casó con una mujer que podía ser su hija, que le dio un hijo. Rocco murió diez años después, tras haber realizado grandes esfuerzos en el lecho de otra mujer.
Gaetano creía que llevaba pagando por los pecados de su padre desde su nacimiento. A los veintinueve años de edad, era uno de los banqueros más importantes del mundo, pero estaba cansado de tener que demostrar continuamente su valía y de tener que limitar sus proyectos a las estrechas expectativas del consejo de administración. Había hecho ganar millones al Leonetti Bank, por lo que se merecía que le nombraran consejero delegado.
El ultimátum que Rodolfo le había planteado esa mañana lo había indignado.
«¡Nunca serás consejero delegado del banco si no cambias de forma de vida y te conviertes en un respetable hombre de familia!», le había dicho su abuelo, muy enfadado. «No te apoyaré ante el consejo y, por muy brillante que seas, Gaetano, el consejo siempre me hace caso. No se ha olvidado de que tu padre estuvo a punto de llevar el banco a la quiebra con sus arriesgadas operaciones.
Sin embargo, ¿qué tenía que ver la vida sexual de Gaetano con su habilidad y conocimientos como banquero? ¿Desde cuándo una esposa y unos hijos eran la única medida del juicio y la madurez de un hombre?
Gaetano no tenía el menor interés en casarse. De hecho, le repelía la idea de atarse a una mujer de por vida y temía que un divorcio lo despojara de la mitad de su fortuna.
Trabajaba mucho. Había sacado matrícula de honor en las universidades internacionales más prestigiosas y, desde entonces, sus logros habían sido inmensos. ¿Por qué no era suficiente? En comparación, su padre había sido un niño mimado que, como Peter Pan, se había negado a crecer.
Tom lo miró compungido.
–No me digas que el viejo te ha vuelto a soltar el rollo de que busques a una chica normal.
–«Una chica corriente a la que le gusten las cosas sencillas de la vida» –citó literalmente Gaetano, ya que los discursos de su abuelo siempre acababan igual: casarse, sentar la cabeza, tener hijos con una mujer hogareña… y la vida sería un paraíso para Gaetano. Pero él ya había visto en qué se había convertido esa fantasía para amigos que se habían casado y, después, divorciado.
–Tal vez pudieras viajar en el tiempo a los años cincuenta del siglo pasado para buscar a esa chica corriente –bromeó Tom al tiempo que pensaba cómo era posible que la era de la liberación de la mujer y de la mujer trabajadora hubiera pasado inadvertida para Rodolfo Leonetti, que creía que seguía existiendo esa clase de chicas.
–Lo bueno es que, si conociera a una chica «corriente» y anunciara que nos íbamos a casar, Rodolfo se quedaría anonadado. Es un esnob. Por desgracia, está tan obsesionado con que me case que bloquea mi ascenso en el banco.
Su secretaria entró y le tendió dos sobres.
–La cancelación del contrato debido al incumplimiento de la cláusula de confidencialidad y el aviso de abandonar la vivienda que acompaña al puesto laboral –explicó ella–. El helicóptero lo espera en la azotea.
–¿Qué pasa? –preguntó Tom.
–Voy a Woodfield Hall a despedir al ama de llaves, que ha entregado las fotos a la prensa.
–¿Ha sido el ama de llaves? –preguntó Tom, sorprendido.
–Se la mencionaba en el artículo. No es una mujer muy inteligente que digamos –apuntó Gaetano en tono seco.
Poppy se bajó de un salto de la bicicleta y corrió a la tienda del pueblo a comprar leche. Como siempre, llegaba tarde, pero no podía tomar café sin leche y no se despertaba del todo hasta haberse bebido dos tazas. Su melena de rizos pelirrojos le saltaba sobre los hombros al tiempo que sus verdes ojos brillaban.
–Buenos días, Frances –saludó alegremente a la mujer que estaba tras el mostrador.
–Me sorprende verte tan contenta esta mañana.
–¿Por qué no iba a estarlo?
La mujer dio una palmada a un periódico muy sobado que había sobre el mostrador y lo giró para que Poppy leyera el titular. Ella palideció, agarró el diario y pasó la página con impaciencia. Gimió al ver la foto de la rubia bailando en la fuente. Damien, su hermano, se la había hecho en aquella noche de infausta memoria. Poppy lo sabía porque lo había visto presumir de ella ante sus amigos.
–Parece que tu madre ha dicho lo que no debe –señaló Frances–. Creo que al señor Leonetti no le va a gustar.
Poppy pagó el periódico y la leche y salió de la tienda. ¿Cómo había conseguido el periódico la foto? ¿Y las otras?, ¿las de los cuerpos, por suerte no identificables, de los dormitorios? Cuando un invitado borracho había animado a Damien a unirse a la fiesta, ¿había hecho él fotos aún más comprometedoras? Y su madre… ¿Qué se había apoderado de ella para arriesgar su puesto de trabajo al lanzar a su jefe a los pies de la prensa sensacionalista?
Volvió a montarse en la bici. Por desgracia, sabía por qué su madre se había comportado de esa manera: Jasmine Arnold era una alcohólica.
Poppy la había llevado una vez a una reunión de Alcohólicos Anónimos y le había sentado muy bien, pero no consiguió llevarla a una segunda. Jasmine bebía todo el día mientras Poppy se esforzaba en hacer el trabajo de su madre y el suyo propio. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando el techo que tenían dependía del trabajo de Jasmine?
Y, a fin de cuentas, ¿no era culpa de Poppy que su madre se hubiera hundido de aquella manera, ya que ella no se había dado cuenta a tiempo, por lo que había tenido que volver a vivir con su familia?
Era una suerte que Gaetano solo las visitara una o dos veces al año. Claro que una hermosa casa de campo a bastante distancia de Londres tenía escaso interés para él. Si hubiera ido con más frecuencia, Poppy no habría podido ocultarle durante tanto tiempo el estado de su madre.
Pedaleó con fuerza para subir la colina y entró a toda velocidad en el jardín de Woodfield Hall.
La hermosa casa había sido el hogar inglés de los Leonetti desde el siglo XVIII, cuando la familia había llegado de Venecia para instalarse en ella como prestamistas. Y, si había algo que a la familia se le daba bien, era ganar dinero, reflexionó Poppy con tristeza al tiempo que se negaba a pensar en Gaetano de forma más personal.
Gaetano y ella se habían criado en la misma casa, pero sería mentira afirmar que alguna vez habían sido amigos.
Él era seis años mayor y se había pasado la mayor parte del tiempo en caros internados.
Pero Poppy sabía que se enfurecería por la publicación de las fotos. Era un fanático de su intimidad, y su idea de la diversión era una fiesta de sexo.
Se le cayó el alma a los pies ante el problema que se le avecinaba. Por mucho que trabajara, la vida no le resultaba más fácil, y siempre había otra crisis a la vuelta de la esquina dispuesta a estallar. ¿Cómo iba a cuidar de su madre y su hermano cuando su instinto de supervivencia era tan deficiente?
La familia Arnold vivía en un piso, producto de la reforma de las antiguas cuadras de la casa. Jasmine Arnold, una mujer alta, muy delgada, pelirroja y de cuarenta y tantos años, se hallaba sentada a la mesa de la cocina cuando su hija entró.
Poppy lanzó el periódico a la mesa.
–¿Has perdido el juicio para hablar con los periodistas de la fiesta, mamá? –le preguntó antes de abrir la puerta trasera y llamar a gritos a su hermano.
Damien salió de uno de los garajes limpiándose las manos de grasa con un trapo.
–¿Qué pasa? –preguntó, irritado, mientras su hermana avanzaba hacia él.
–¿Has dado las fotos que sacaste a un periodista?
–No. Mamá sabía que las tenía en el teléfono y se las entregó. Las ha vendido por un montón de dinero y le han hecho una entrevista.
Poppy se quedó anonadada ante el hecho de que su madre hubiera aceptado dinero por ser desleal a su jefe.
Damien gimió ante la expresión del rostro de su hermana.
–Poppy, ya debieras saber que mamá haría lo que fuera por conseguir dinero para bebida. Le dije que no entregara las fotos ni hablara con ese tipo, pero no me hizo caso.
–¿Por qué no me dijiste lo que había hecho?
–¿Qué podías hacer? Tenía la esperanza de que no usaran las fotos o de que, si lo hacían, no apareciera en ellas nadie importante. Dudo que Gaetano lea todas las estupideces que se publican sobre él. ¡Siempre sale en los periódicos!
–Pero, si estás equivocado, a mamá la despedirán y nos echarán del piso.
Damien no era de los que se preocupaban por algo que tal vez no llegara a ocurrir.
–Esperemos que no me haya equivocado.
Poppy se parecía a su difunto padre: se preocupaba por todo. Parecía mentira que solo unos años antes la familia Arnold estuviera compuesta de cuatro felices miembros. El padre era el jardinero de Woodfield Hall; la madre, el ama de llaves. A los veinte años, Poppy llevaba dos estudiando para enfermera mientras que Damien acababa de completar su formación como mecánico. Y de pronto, sin previo aviso, su querido padre había muerto y sus vidas habían quedado destrozadas.
Poppy había dejado los estudios durante un tiempo para ayudar a su madre a pasar el duelo y los había retomado más tarde. Por desgracia, y sin que ella lo supiera, las cosas habían empeorado. Su madre había enloquecido y Damien había sido incapaz de enfrentarse a lo que estaba sucediendo en el hogar. Después, se había juntado con malas compañías y había acabado en la cárcel.
Fue entonces cuando Poppy volvió a casa y halló a su madre sumida en una depresión y bebiendo mucho. Poppy dejó los estudios con la esperanza de que su madre se recuperara pronto, lo cual no ocurrió. Su único consuelo fue que, tras salir de la prisión por buena conducta, su hermano siguió por el buen camino, aunque no pudo encontrar trabajo debido a sus antecedentes penales.
Poppy seguía sintiéndose culpable de haber dejado que fuera su hermano pequeño quien tuviera que ocuparse de su madre. Al desear proseguir con sus estudios para ser la primera mujer de los Arnold que no se ganara la vida sirviendo a los Leonetti, había sido egoísta y, desde entonces, había intentado subsanar su error.
Cuando Poppy volvió a entrar en su casa, su madre se había encerrado en su habitación. Poppy reprimió un suspiro y se puso unos guantes de goma para empezar a limpiar. Cada semana lo hacía en varias habitaciones de la gran casa. Era paradójico que se hubiera opuesto tajantemente a trabajar para los Leonetti durante su adolescencia para acabar, de todos modos, haciéndolo, aunque de forma extraoficial. Por las noches trabajaba de camarera en el pub local.
A pesar de lo ocupada que estaba, no conseguía dejar de pensar en Gaetano. Era el único niño al que había odiado, pero también el único al que había querido. A los dieciséis años había sido tan estúpida como para imaginarse que podía tener una relación con el elegante y privilegiado hijo de la familia Leonetti. Las hirientes palabras que él le había dirigido aún la dolían.
«No me relaciono con los empleados», le había dicho, haciendo hincapié en que no eran iguales y en que él siempre pertenecería a un estrato social diferente. «Deja de insinuárteme, Poppy».
¡Qué vergüenza había sentido al darse cuenta de cómo había interpretado él su conducta, cuando, en realidad, simplemente era demasiado joven e inexperta para saber que debía ser más sutil a la hora de demostrar que estaba interesada en él y disponible!
«Eres baja, con demasiadas curvas y pelirroja. No eres mi tipo».
Habían pasado siete años desde aquel humillante incidente y no había vuelto a ver a Gaetano desde entonces, ya que siempre lo evitaba cuando se le esperaba en la casa. Así que él no sabía que había adelgazado y había crecido unos centímetros, aunque tampoco fuera a importarle, pensó ella. Al fin y al cabo, le gustaban las mujeres hermosas y elegantes, vestidas con ropa de diseño.
Después de haber dedicado unas horas a la limpieza para asegurarse de que la mansión estaba preparada para recibir una visita que se avisara con poca antelación, Poppy volvió a su casa para cambiarse e ir al pub. Jasmine yacía sin sentido en la cama, con una botella de vino barato vacía a su lado.
Poppy reprimió un suspiro al recordar lo activa, trabajadora y cariñosa que había sido su madre. El alcohol le había robado esas cualidades. Jasmine necesitaba cuidados especializados y rehabilitación, pero no los había en el pueblo, y Poppy no creía que pudiera reunir el dinero suficiente para pagarle una clínica privada.
Se vistió con prendas de estilo gótico, que llevaba desde que era adolescente. Había perdido mucho peso desde que tenía dos trabajos y estaba convencida de que la ropa que usaba disimulaba muy bien su delgadez.
Cuando hubo acabado su turno en el bar, se puso el abrigo y salió a esperar a que Damien pasara a recogerla en la moto.
–Gaetano Leonetti ha llegado en helicóptero esta tarde –le dijo su hermano–. Pidió ver a mamá, pero estaba inconsciente, por lo que tuve que fingir que estaba enferma. Me dio unos sobres para ella, que abrí cuando se hubo ido. Ha despedido a mamá y nos da un mes para dejar el piso.
Poppy gimió, angustiada.
–Supongo que esta vez ha visto el periódico –observó Damien–. Le ha faltado tiempo para venir a echarnos.
A Poppy se le cayó el alma a los pies, pero, a pesar de ello, preguntó a su hermano:
–¿Acaso tiene la culpa?
¿Adónde irían? ¿Cómo vivirían? No tenían dinero ahorrado para una emergencia. Su madre se bebía su sueldo y Damien vivía de las ayudas sociales.
Pero Poppy era una luchadora. Se parecía más a su padre que a su madre. No se hundía cuando las cosas iban mal. Su madre, sin embargo, no se había repuesto del aborto que había sufrido un año antes de la muerte de su esposo. Esas dos terribles calamidades tan seguidas habían acabado con ella.
Poppy tragó saliva al montarse en la moto y agarrarse a la cintura de su hermano. Recordó la alegría de su madre ante aquel inesperado y tardío embarazo, que, al final, solo le había causado dolor.
Mientras pasaban frente a la mansión, Poppy vio luz en la biblioteca y se puso tensa. ¿Gaetano se había quedado a pasar la noche?
–Sí, sigue ahí –le confirmó Damien mientras guardaba la moto–. ¿Y qué?
–Voy a hablar con él.
–¿Para qué? ¡Como si le importáramos lo más mínimo!
Pero Gaetano tenía corazón, pensó ella. Al menos, lo tenía a los trece años, cuando su padre había atropellado a su perro, Dino, y lo había matado. Poppy había visto lágrimas en los ojos de Gaetano, y ella también había llorado.
Dino no fue sustituido por otro perro y, cuando ella le preguntó por qué, él se limitó a responder: «Los perros se mueren».
Ella era demasiado joven para entender esa forma de pensar, ese modo de levantar barreras contra la amenaza de volver a sufrir. No lo había visto llorar en el entierro de su padre, pero lo había visto casi tan destrozado como su abuelo cuando su abuela había muerto.
La pareja de ancianos habían sido más padres para él que sus verdaderos progenitores. Al cabo de un año de estar viuda, su madre había vuelto a casarse y se había marchado a Florida sin su hijo.
Poppy respiró hondo mientras rodeaba la casa con Damien pisándole los talones.
–¡Casi es medianoche! –susurró él–. No puedes ir a verlo ahora.
–Si espero a mañana, perderé el valor.
Damien se refugió en las sombras y la observó llamar al timbre. Se oyó una voz cerca de ella y Poppy se estremeció, sorprendida, al tiempo que giraba la cabeza y veía acercarse a un hombre trajeado hablando por el móvil.
–Soy de seguridad, señorita Arnold –dijo el hombre en voz baja–. Le estaba diciendo al señor Leonetti quién llamaba.
Poppy se contuvo para no soltar una palabrota. Había olvidado las medidas de seguridad que rodeaban a los Leonetti.
–Quiero ver a su jefe.
El hombre hablaba en italiano por el móvil, por lo que ella no entendió nada. Cuando el hombre frunció el ceño, ella insistió.
–Tengo que ver a Gaetano. Es muy importante.
Unos segundos después, oyó descorrer los pesados pestillos para que la puerta se abriera. Otro hombre se echó a un lado para que entrara en el vestíbulo de suelo de mármol y lleno de valiosos cuadros.
Poppy se irguió y sacó pecho, a pesar de que estaba acobardada por lo que tenía que decir a Gaetano. Pero, en aquella coyuntura, decirle la verdad era la única opción.
¿Poppy Arnold? Gaetano revivió varias imágenes borrosas: Poppy de pequeña chapoteando en la orilla del lago a pesar de sus advertencias; llorando por la muerte de Dino con todo el sentimiento que los de su clase no sabían reprimir; mirándolo fijamente cuando él tenía quince años, un escrutinio que, un año después, se había vuelto menos inocente; y, por último, Poppy con una sonrisa sensual al salir de unos arbustos seguida de un trabajador de la finca, ambos estirándose la ropa arrugada y manchada de hierba.
Pensó que, dado el número de años que los Arnold llevaban al servicio de su familia, era justo escuchar lo que Poppy tenía que decir en defensa de su madre. De todos modos, llevaba años sin pensar en ella. ¿Seguía viviendo con su familia? Le sorprendió, ya que creía que habría huido del campo y de un tipo de trabajo que consideraba rayano en la servidumbre.
¿Cuánto habría cambiado?, se preguntó mientras se apoyaba en el borde del escritorio de la biblioteca y esperaba a que entrara.
Oyó un ruido de tacones en el pasillo y la puerta se abrió revelando unas piernas que podían rivalizar con las de cualquier corista de Las Vegas. Desconcertado por aquel pensamiento inesperado, desvió su atención de aquellas piernas tan largas y bien formadas y la centró en el rostro femenino, lo cual volvió a sobresaltarlo.