El regalo del sultán - Sandra Marton - E-Book

El regalo del sultán E-Book

SANDRA MARTON

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Beschreibung

Al llegar a aquel oasis, le resultó imposible no entregarse al placer de disfrutar del regalo del sultán… Cameron Knight era un hombre implacable que debía desempeñar una misión secreta y peligrosa en el lejano reino de Baslaam. Leanna DeMarco era una bailarina clásica a la que habían secuestrado para que bailara en el harén del sultán de Baslaam. Cam estaba entre la espada y la pared y, cuando el sultán le ofreció el cuerpo de Leanna, creyó ver una salida. Pero escapar por el desierto con la sexy Leanna iba a ser una tentación a la que le resultaría muy difícil resistirse…

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2006 Sandra Marton

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El regalo del sultán, n.º 1748 - abril 2022

Título original: The Desert Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-638-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A LOS treinta y dos años Cameron Knight medía un metro noventa. Tenía los ojos verdes y un cuerpo enjuto y musculoso gracias a su padre anglo, y el pelo negro y las mejillas de huesos afilados gracias a su madre medio comanche. Adoraba a las mujeres hermosas, los coches rápidos y el riesgo.

Seguía siendo el chico malo, guapo y peligroso por el que habían suspirado la mitad de las muchachas de Dallas, Texas, desde que había cumplido los diecisiete años.

Lo único que había cambiado era que Cam había convertido su pasión por el riesgo en una profesión, primero en las Fuerzas Especiales, después en la Agencia y, últimamente, en la empresa que había puesto en marcha con sus hermanos.

Knight, Knight y Knight, le había hecho inmensamente rico. Personas de tres continentes les pedían ayuda cuando las cosas escapaban a su control.

Esa vez, para sorpresa de Cam, quien así lo había hecho había sido su propio padre.

Y, aún más sorprendente, Cam había aceptado.

Por eso era por lo que estaba cruzando el Atlántico en un avión privado con rumbo a un punto en el mapa llamado Baslaam.

Miró el reloj. Faltaba media hora para aterrizar. Bien. Las cosas habían sucedido tan deprisa que había tenido que dedicar las mayor parte del vuelo a leer los informes de su padre sobre Baslaam. Por fin tenía un momento para relajarse.

Un hombre a punto de lanzarse a una situación desconocida tenía que estar preparado para todo. Una serie de ejercicios de respiración, a los que uno de sus instructores en la Agencia llamaba taichí mental, le ayudaron a lograr su objetivo.

Cam inclinó el respaldo del asiento de cuero, cerró los ojos y puso la mente en blanco. A lo mejor porque era una misión para su padre, pensó en su vida. Lo que había hecho, lo que había dejado de hacer. Lo cerca que había estado de cumplir las peores predicciones de su padre.

–Eres un inútil –solía decirle Avery cuando era un muchacho–. Nunca llegarás a nada.

Cam tenía que reconocer que había parecido decidido a demostrar que su padre tenía razón.

Había abandonado los estudios. Se había emborrachado y fumado marihuana, aunque no durante mucho tiempo. No le gustaba la sensación de pérdida de control asociada con aquel modo de vida. A los diecisiete años era un chaval en busca de problemas.

Enfadado con su madre por haber muerto y con su viejo por preocuparse más de ganar dinero que de ocuparse de su mujer y sus hijos, se había convertido en una bomba de relojería.

Una noche, conduciendo por una sinuosa carretera secundaria, viendo cómo el velocímetro de su coche se acercaba a los ciento cuarenta, se dio cuenta de que estaba a punto de pasar por delante de la casa a oscuras de un policía que le había maltratado un año antes. No había sido mucho, pero lo que importaba era que lo había hecho por encargo de su padre.

–Su viejo quiere que le dé al chico algo en qué pensar –había oído Cam que le decía a su compañero.

Con aquellas palabras resonando en su cabeza, Cam había aparcado la camioneta a un lado de la carretera. Se había subido a un árbol, había forzado una ventana y se había quedado de pie mirando cómo roncaba el malnacido, después se había marchado por el mismo camino.

Había sido una experiencia estimulante. Tanto, que la había repetido una y otra vez, entrando en las casas de hombres que danzaban al son que marcaba su viejo, sin llevarse nada excepto la satisfacción.

Una noche estuvieron a punto de descubrirlo. Por entonces estaba en la universidad. Jugar a juegos peligrosos era una cosa; ser estúpido, otra muy distinta. Cam dejó los estudios y se alistó en la armada. Se incorporó a las Fuerzas Especiales. Cuando la Agencia mostró interés por él, dijo sí. Riesgo era lo que comía y respiraba en las operaciones encubiertas.

Había creído encontrar su hogar, pero no había sido cierto. Resultó que la Agencia le exigía cosas que hacían que se sintiera extraño consigo mismo.

Sus hermanos habían seguido caminos similares. Coches rápidos, mujeres hermosas y jugar a la ruleta rusa con los problemas parecía el destino de los Knight.

Con un año de diferencia, habían asistido a la misma universidad con la misma beca de fútbol. Los dos habían dejado los estudios un par de años después y se habían alistado en las Fuerzas Especiales y, finalmente, habían acabado inevitablemente en el laberinto clandestino de la Agencia. Del mismo modo, se habían ido desilusionando con lo que habían encontrado.

Los hermanos volvieron a Dallas y se metieron juntos en los negocios. Knight, Knight y Knight: Especialistas en Situaciones de Riesgo. Cam había propuesto el nombre después de horas de solemne planificación y beber de modo no tan solemne.

–¿Pero qué demonios significa? –había preguntado Matt.

–Significa que vamos a hacer una fortuna –había respondido Alex, sonriendo.

Y así había sido. Clientes poderosos pagaban exorbitantes cantidades de dinero porque hicieran cosas que hubieran hecho temblar de miedo a la mayor parte de los hombres.

Cosas que la ley no podía manejar.

La única persona que no parecía enterarse de su éxito era su padre… y entonces, la noche anterior, Avery se había presentado en la casa de Cam en Turtle Creek.

Avery no se había andado con rodeos. Le había explicado que su negociador de contratos petrolíferos en el sultanato de Baslaam no se había puesto en contacto con él en una semana, y no estaba localizable ni por móvil ni por satélite.

Cam había escuchado, inexpresivo. Avery se había callado. Cam había seguido sin decir nada, a pesar de que ya sabía lo que había llevado a su padre hasta él. Avery empezó a ponerse rojo.

–Maldita sea, Cameron, entiendes de sobra lo que te estoy pidiendo.

–Lo siento, padre –dijo Cam sin ninguna entonación–. Tendrás que decírmelo.

Durante un segundo, Cam pensó que Avery se marcharía, pero, en lugar de eso, respiró hondo.

–Quiero que vayas a Baslaam y averigües qué demonios pasa. Sea cual sea tu tarifa, la doblo.

Cam se había metido las manos en los bolsillos, se había apoyado en la barandilla de la terraza y había mirado en dirección a la ciudad.

–No quiero tu dinero –había dicho con tranquilidad.

–¿Qué quieres entonces?

«Quiero que me lo ruegues», había pensado, pero el maldito código de honor que le habían metido dentro en la armada, en las Fuerzas Especiales, en la Agencia, incluso pudiera ser que sus propias convicciones, le habían impedido pronunciar aquellas palabras. Era su padre. Su sangre.

Todo aquello había hecho que menos de dieciocho horas después aterrizara en medio de un desierto cuyo calor le golpeó como un puño. Un hombrecillo con un traje blanco corrió hacia él.

–Bienvenido a Baslaam, señor Knight. Soy Salah Adair, el asistente personal del sultán.

–Señor Adair. Encantado de conocerlo –Cam esperó un par de segundos, después miró alrededor–. ¿No está el representante de industrias Knight con usted?

–Ah –sonrió Adair–. Está en visita de inspección a las Montañas Azules. ¿No le comunicó sus planes?

Cam devolvió la sonrisa. El negociador era abogado, no hubiera sido capaz de diferenciar restos de petróleo de los restos de una gasolinera.

–Seguro que se lo comunicó a mi padre. Habrá olvidado decírmelo.

Adair lo condujo hasta una limusina blanca que formaba parte de un convoy de antiguos Jeeps y Hammers nuevos. En todos lo vehículos había soldados con fusiles.

–El sultán ha enviado una escolta en su honor –dijo Adair con suavidad.

Al diablo si lo era. Ninguna escolta llevaría tantos hombres armados. ¿Y dónde estaban los ciudadanos normales de Baslaam? La carretera adoquinada que los llevaba a la ciudad, estaba vacía. Si era el único camino en un país que quería entrar en el siglo veintiuno, debería haber estado atestada de coches.

–El sultán ha organizado un banquete –dijo Adair con una sonrisa empalagosa–. Podrá degustar infinidad de delicias, señor Knight. Del paladar… y de la carne.

–Estupendo –dijo Cam, reprimiendo un estremecimiento.

Las delicias del paladar de esa parte del mundo podían dar la vuelta al estómago de un hombre. Y sobre las delicias de la carne… prefería elegir él mismo sus compañeras de cama, no que se las eligieran.

Había algo raro en Baslaam. Muy raro, y peligroso. Tenía que mantenerse atento. Eso suponía que nada de comidas extrañas, nada de juergas y nada de mujeres.

 

 

Leanna no estaba segura de cuánto tiempo había estado encerrada en aquella inmunda celda. Dos días, a lo mejor dos y medio… y en todo ese tiempo no había visto la cara de una mujer.

Mantenía la esperanza de que fuera porque si una mujer pudiera oírla, le ayudaría a escapar de ese agujero. Tenía que ser por eso.

Leanna vio la poca agua que quedaba en el cubo que le habían dado esa mañana. Si se la bebía, ¿le darían más? Tenía la garganta seca a causa del calor, aunque lo peor ya había pasado. No tenía reloj, los hombres que la habían secuestrado se lo habían quitado de la muñeca, pero el sol abrasador había empezado a ocultarse tras las montañas. Lo sabía porque las sombras dentro de su reducida prisión empezaban a crecer.

Ésas eran las buenas noticias. Las malas eran que la oscuridad traía los ciempiés y las arañas. Más que animales, platos con patas, eso era lo que eran.

Leanna cerró los ojos, respiró hondo, trató de no seguir pensando. Había cosas peores que los ciempiés y las arañas esperándola esa noche. Uno de sus guardianes hablaba su idioma lo suficiente como para habérselo dicho. Recordar la forma en que se había reído aún le producía escalofríos. Esa noche la llevarían con el hombre que la había comprado. El rey o el jefe de como quiera que se llamase ese horrible lugar. Los insectos, el calor, las burlas de sus captores parecerían recuerdos agradables.

–El Gran Asaad te tendrá esta noche –había dicho el guardia.

Y su sonrisa y el obsceno gesto de su mano habían garantizado que entendiera exactamente qué significaba aquello.

Leanna empezó a temblar. Rápidamente se pasó los brazos alrededor, intentando detener el temblor. Mostrar su miedo sería un error. Resultaba muy difícil creer que todo aquello hubiera pasado de verdad. Estaba ensayando el Lago de los Cisnes con el resto de la compañía en el escenario de un antiguo pero hermoso teatro de Ankara, había salido a descansar y, un segundo después, la habían agarrado, atado y metido en la parte trasera de una furgoneta…

La puerta se abrió. Dos hombres enormes con grandes manos entraron en la celda. Uno hizo un gesto con el pulgar y dijo algo entre dientes que interpretó como que tenía que ir con ellos.

Quería desmayarse, quería gritar, pero en lugar de eso, se levantó y miró a sus captores. Fuera lo que fuera lo que pasara a continuación lo afrontaría con el mayor coraje que pudiera.

–¿Adónde me llevan?

Se dio cuenta de que los había sorprendido. ¿Por qué no? Se había sorprendido ella misma.

–Vamos.

El inglés del gigante era gutural pero claro. Leanna apoyó las manos en las caderas.

–¡No pienso ir!

Los dos hombres fueron pesadamente hacia ella. Cuando la agarraron de los brazos con sus zarpas, se dejó caer de rodillas en el suelo lleno de bichos, pero no funcionó. La levantaron hasta ponerla de puntillas y la arrastraron detrás de ellos. Aun así, se resistió. Eran fuertes, pero ella también. Años de ponerse de puntillas y hacer barra habían fortalecido sus músculos. También era terrible dando patadas. Había aprendido en un coro de Las Vegas, y decidió usarlo en ese momento. Dio al gigante parlante en donde más le dolía. El hombre se dobló de dolor. Su compañero lo encontró muy divertido, pero antes de que Leanna pudiera aplicarle el mismo tratamiento, le retorció el brazo y se lo puso en la espalda, acercó su repugnante rostro a la cara de Leanna y le dijo algo que no pudo entender. Daba lo mismo. Con el hedor de su aliento y la saliva que le había salpicado lo había entendido perfectamente.

Entonces, ¿por qué aquello no la detuvo? Sabía lo que iba después. El gigante parlante se lo había dicho esa mañana, aunque ella ya lo sospechaba. Otras dos chicas de la compañía habían sido secuestradas con ella. Una, como Leanna, rápidamente había asumido que las habían secuestrado para pedir un rescate, pero la otra había descartado rápidamente esa posibilidad.

–Son cazadores de esclavas –había susurrado, horrorizada–. Van a vendernos.

¿Vendedores de esclavas? ¿En esta época? Leanna se hubiera reído, pero la chica había contado que había visto en televisión un reportaje sobre la trata de blancas.

–¿Pero a quién nos venderán? –había preguntado la primera chica.

–A cualquier bastardo que pueda permitírselo –había respondido la tercera chica con voz temblorosa.

Después había añadido detalles suficientes como para que la primera chica se pusiera a temblar.

Leanna nunca había sido de la clase de persona que se desmaya o se viene abajo. Las bailarinas parecerán hadas de cuento en un escenario, pero su vida es dura, sobre todo si llegas a ella a través de un programa financiado por la publicidad en lugar de haber estudiado en una cara academia de Manhattan.

Mientras una de las chicas vomitaba y la otra temblaba, ella había luchado contra las cuerdas que la ataban, pero aparecieron sus captores y les inyectaron algo en los brazos. Se había despertado en aquella horrible celda sola, sabiendo que la habían vendido… Era sólo cuestión de tiempo que su propietario la reclamara.

Ese momento había llegado. Los gigantes la arrastraron por un corredor que apestaba a sudor y miseria humana. La metieron en una pequeña habitación con paredes de hormigón y un sumidero en el centro del suelo y cerraron de un portazo tras ella. Escuchó el sonido de un pestillo, pero a pesar de ello se lanzó contra la puerta, la golpeó con los puños hasta que le dolieron los nudillos.

Se desplomó en el frío suelo, miró las paredes, el sumidero. Las manchas de humedad por todas partes. Se cubrió la cara con las manos.

Tiempo después, oyó cómo se descorría el cerrojo. Leanna se puso a temblar.

–No –se dijo en un susurro–, no dejes que vean lo asustada que estás.

De algún modo sabía que eso sólo contribuiría a empeorar las cosas. Lentamente se puso de pie y levantó la barbilla. Entró una mujer. Dos hombres de ojos fríos permanecían de pie tras ella, dejando claro con su gesto que la mujer era quien mandaba.

–¿Habla inglés? –preguntó Leanna. No obtuvo respuesta, pero eso no probaba nada–. Espero que sí –dijo, intentando parecer razonable y no aterrorizada–, porque ha habido un terrible error…

–Desnúdate.

–¡Sí habla inglés! Oh, estoy tan…

–Deja la ropa en el suelo.

–¡Escuche, por favor! Soy bailarina. No sé qué cree usted que…

–Deprisa o lo harán estos hombres.

–¿Me ha escuchado? ¡Soy bailarina! Ciudadana de los Estados Unidos. Mi embajada…

–No hay embajada en Baslaam. Mi señor no reconoce a su país.

–Pues haría mejor en… –la mujer hizo un gesto con la cabeza a uno de los hombres. Leanna dio un grito cuando uno de ellos, que se movió más rápido de lo que había pensado, la agarró por el cuello de la camiseta–. ¡Quieto! Saca tus manos de…

La camiseta se rasgó hasta abajo. Leanna intentó golpearlo, pero el hombre se rió y la agarró de la muñeca, levantándola de modo que su compañero pudiera quitarle las zapatillas de deporte y los pantalones de algodón.

Cuando estaba sólo con el sujetador y las bragas, la dejaron caer al suelo. Leanna se arrastró hasta la pared y se frotó los ojos. A lo mejor estaba soñando. Tenía que estar soñando. Aquello no podía ser real, no podía…

Volvió a gritar al sentir una oleada de agua tibia en el rostro. Abrió los ojos. Un corro de sirvientas la rodeaba. Algunas con palanganas humeantes, otras con toallas o jabón. Los dos hombres habían arrastrado dentro de la habitación una enorme tina de madera. ¿Una bañera?

–Quítate la ropa interior –dijo secamente la mujer al mando–. Báñate tú misma, si no estás lo bastante limpia, serás castigada. Mi señor, el sultán Asaad no tolera la mugre.

Leanna parpadeó. Estaba en un baño improvisado. Ésa era la razón por la que había un sumidero en el suelo. Una burbuja de risa histérica le creció en la garganta.

El señor de aquel lugar apartado la había comprado, la había tenido en un agujero repugnante, iba a convertirla en su juguete sexual, pero primero tenía que frotarse bien detrás de las orejas.

De pronto todo lo que había sucedido, que estaba sucediendo, pareció increíble. Leanna dejó escapar la risa. Una enorme carcajada. Las sirvientas la miraron, incrédulas. A una de ellas se le escapó una risita que intentó sofocar con la mano, pero no fue lo bastante rápida. La mujer al mando le dio una bofetada y gritó una orden. Las mujeres rodearon a Leanna al momento.

–A lo mejor prefiere presentarse ante mi señor morada por los golpes.

Leanna miró a su torturadora a los ojos. Estaba harta de pasar miedo, cansada de comportarse como un perro apaleado. Además, tal y como estaban las cosas, ¿qué podía perder?

–A lo mejor prefieres tú presentarte ante él y explicarle cómo hiciste para estropear la mercancía.

La mujer palideció. El corazón de Leanna latía desbocado, pero sonrió con frialdad.

–Dile a esos imbéciles que desaparezcan, y me meteré en la bañera.

Empate, pero sólo de momento. Entonces la mujer dio una orden a los hombres y salieron de la habitación. Leanna se quitó el sujetador y las bragas, se metió en la bañera y dejó que el agua caliente acariciara su piel mientras su mente se ponía a trabajar a toda velocidad para elaborar un plan de fuga.

Desgraciadamente cuando estuvo bastante limpia para el sultán de Baslaam, todavía no se le había ocurrido nada. Improvisar era cosa de actrices, no de bailarinas clásicas.

Pero ella nunca había sido cobarde. Y si era necesario, moriría para demostrarlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CAM había visto muchos lugares inestables políticamente, pero Baslaam no era un lugar inestable; estaba al borde del caos. No hacía falta ser un espía para darse cuenta. Ni gente, ni vehículos. Un cielo gris lleno de nubes de humo y buitres, multitud de buitres sobrevolándolo todo.

Las cosas no debían de ir bien en el sultanato, pensó, preocupado.

Adair no daba ninguna explicación. Cam tampoco pedía ninguna. Todo lo que pensaba era que la pistola que había ocultado en la maleta podría ser útil al final.

El sultán lo esperaba en una enorme sala de mármol con techos de más de seis metros de alto. Estaba sentado en un trono dorado elevado sobre una plataforma de plata. Cam estuvo completamente seguro de que aquél no era el hombre que Avery le había descrito.

El sultán, según le había dicho su padre, tendría unos ochenta años. Era pequeño, enjuto, de ojos duros que expresaban determinación. El hombre del trono tendría unos cuarenta años, era grande. Enorme, en realidad. Una masa de músculo a punto de empezar a engordar. El único parecido entre la imagen que Avery le había descrito y aquella mole, eran los ojos, pero la dureza de éstos hablaba más de crueldad que de determinación.

¿Había habido un golpe? Eso explicaría muchas cosas, incluyendo la desaparición del representante de su padre. Podía ser que el pobre desgraciado fuera uno de los que atraía la atención de los buitres.

Cam se hacía una sola pregunta. ¿Por qué no se habían deshecho también de él? El hombre del trono debía de querer algo de él. ¿Qué? Tenía que descubrirlo y hacerlo sin desvelar su juego.

Adir hizo las presentaciones.

–Excelencia, éste es el señor Cameron Knight. Señor Knight, este es nuestro amado sultán, Abdul Asaad.

–Buenas tardes, señor Knight.

–Excelencia –sonrió Cam, amable–. Lo esperaba mayor.

–Ah, sí. Creyó que iba a conocer a mi tío. Desafortunadamente mi tío murió de forma inesperada la semana pasada.

–Le acompaño en el sentimiento.

–Gracias. Lo echamos de menos. Yo tenía las mismas expectativas con usted, señor Knight. Creía que el dueño de Knight Oil sería mucho mayor.

–Mi padre es el propietario de la compañía, yo soy su emisario.

–¿Y qué le trae a nuestro humilde país?

–Mi padre creyó que el sultán, bueno, debería decir que usted –dijo Cam con la misma sonrisa educada– preferiría discutir los últimos detalles del contrato conmigo en lugar de con su negociador habitual.

–¿Y por qué iba yo a preferir eso?

–Porque yo tengo completa capacidad de decisión. Yo puedo llegar a cualquier acuerdo en su nombre. Nada de intermediarios, así se acelera el proceso.

El sultán asintió con la cabeza.

–Una excelente idea. Su predecesor y yo hemos tenido algunos desacuerdos, quería hacer algunos cambios en los términos que su padre y yo ya habíamos acordado.

Demonios, pensó Cam, pero volvió a sonreír.

–En ese caso es bueno que haya venido, excelencia.

–Estoy seguro de que Adair ya le ha dicho que su hombre se ha marchado a las llanuras más allá de las Montañas Azules a visitar los terrenos.

–Lo ha mencionado.

–Fue una sugerencia mía. Pensé que sería mejor apartarlo de la ciudad una temporada. Tomar un respiro. Las llanuras son muy hermosas en esta época del año.

La mentira no se parecía en nada a lo que le había contado Adair, y acabó con cualquier esperanza que tuviera de volver a verlo con vida. Sintió un fuerte deseo de saltar a la plataforma y agarrar al sultán por el cuello, pero volvió a forzar una sonrisa de cortesía.

–Una gran idea. Estoy seguro de que estará disfrutando.

–Oh, puedo asegurarle que está descansando.

El malnacido sonrió de oreja a oreja por el doble sentido. Una vez más, Cam luchó contra el deseo de saltar sobre él, pero estaría muerto antes de acercarse a medio metro.

–Mientras tanto –dijo Asaad–, usted y yo podremos terminar las cosas –el sultán dio una palmada. Adair se apresuró a acercarle un bolígrafo y una hoja de papel que Cam reconoció inmediatamente–. Sólo falta su firma, señor Knight. Si fuera tan amable…

Bingo. Por eso era por lo que el negociador estaba muerto y por lo que él seguía vivo. Asaad necesitaba una firma en la línea de puntos para poder seguir adelante con el negocio.

–Por supuesto –dijo–, pero primero creo que descansaré un poco, el viaje ha sido largo.

–Firmar un documento no es muy complicado.

–En eso tiene razón, por eso seguramente podrá esperar hasta mañana.