El regreso - Lynne Graham - E-Book
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El regreso E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

¡Damiano Braganzi había vuelto! Edén, su esposa, lo creía muerto. Edén y Damiano llevaban poco tiempo casados cuando él desapareció y, en aquel tiempo, las cosas no les iban muy bien. Edén lo seguía queriendo con locura, pero temia que él quisiera el divorcio… a menos que ella superara sus complejos de alcoba.

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Seitenzahl: 150

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2000 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

EL REGRESO, Nº 1247 - julio 2012

Título original: Damiano’s Return

Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Enterprises II BV y Novelas con corazón es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

I.S.B.N.: 978-84-687-0688-7

Editor responsable: Luis Pugni

Capítulo 1

Edén estaba en el probador subiéndole el dobladillo de la falda a una clienta, cuando oyó la puerta de la tienda.

–Siempre tienes mucho trabajo –comentó la mujer–. Supongo que, hoy en día, ya no tenemos tiempo para hacer los arreglos en casa.

–Yo no me quejo –contestó Edén con una sonrisa. Puso el último alfiler en su sitio y se levantó. Medía un metro sesenta y cinco, era delgada y llevaba el pelo, rubio, retorcido hacia arriba y agarrado con un pasador. Los ojos, color verde claro, eran los protagonistas de su cara en forma de corazón.

Salió del probador y se encontró con que había dos hombres vestidos de traje con una mujer joven. Estaban hablando con Pam, su empleada, que era una mujer de mediana edad.

–Edén, te buscan –dijo Pam sin poder disimular su curiosidad.

–¿En qué los puedo ayudar? –preguntó Edén.

–¿Es usted Edén James? –confirmó el mayor de los dos hombres.

Consciente de la amabilidad con la que se estaban aproximando los tres y de la indefinible tensión que exudaban, Edén asintió despacio.

–¿Podríamos hablar en privado, señorita James?

Edén los miró con los ojos como platos.

–¿Quizás arriba, en su piso? –sugirió la mujer bruscamente.

Aquella mujer hablaba y tenía la apariencia de ser agente de policía. Edén se angustió. Normalmente, la policía se identificaba primero. Al darse cuenta de que sus dos empleadas y la clienta estaban pendientes de lo que ocurría, se puso roja y se apresuró a abrirles la puerta que comunicaba con la calle de atrás.

–¿Les importaría decirme qué está pasando? –les espetó una vez allí.

–Estamos intentando ser discretos –contestó uno de los hombres tendiéndole una placa–. Soy el superintendente Marshall y ella es la agente Leslie. Le presento también al señor Rodney Russell, consejero especial del Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Le importaría que habláramos arriba?

Sin saber muy bien por qué, Edén reaccionó como un corderito ante aquella orden. ¿Qué querrían? ¿La policía? Y, además, un superintendente. ¿El Ministerio de Asuntos Exteriores? ¡El Ministerio de Asuntos Exteriores! Sintió un inmenso horror y, al intentar abrir la puerta, le temblaban las manos. ¡Damiano! Llevaba mucho tiempo esperando aquella visita, pero la había pillado completamente por sorpresa. ¿Cuándo había dejado de temer cada vez que sonaba el teléfono o que llamaban a la puerta? ¿Cuándo? La invadió un gran sentimiento de culpa.

–No pasa nada –apuntó la agente haciendo que Edén saliera del trance en el que se había sumido–. No hemos venido a darle malas noticias, señora Braganzi.

¿Señora Braganzi? Había dejado de utilizar aquel apellido cuando el acoso de la prensa había sido insoportable. Todos aquellos periodistas que querían saber qué se sentía al ser la mujer de un hombre importante que había desaparecido sin dejar rastro. Al negarse a hablar con ellos, los periódicos sensacionalistas se habían cebado con su persona.

¿No eran malas noticias? Edén parpadeó e intentó concentrarse en lo que tenía entre manos. ¿Cómo no iban a ser malas noticias después de cinco años? ¡Era imposible que fueran buenas! El sentido común se abrió paso en su mente e hizo que se tranquilizara un poco. Seguro que se trataba de otra visita de cortesía de las autoridades. Tenía que ser eso. Para asegurarle que el caso seguía abierto, aunque sin solución. Había pasado algún tiempo sin que fueran a hablar con ella cara a cara. Ella misma había dejado de llamarlos continuamente, de meterles prisa, de agobiarlos, de rogar histérica que hicieran algo. Con el tiempo, se había dado cuenta de que no estaba en su mano. Entonces, había dejado de tener esperanzas...

Después de todo, el hermano de Damiano, Nuncio, y su hermana, Cosetta, lo habían dado por muerto al mes de haber desaparecido. Damiano estaba en Montavia, una república suramericana, cuando se produjo un golpe de Estado. Damiano desapareció en la violencia callejera que había arrasado aquel día las calles de la capital. Había dejado el hotel y se había montado en una limusina que lo tenía que haber llevado al aeropuerto, donde iba a tomar un vuelo a casa. Eso era lo último que sabían de él. El coche en el que iban los guardaespaldas se salió de la carretera como consecuencia de una explosión. Resultaron ilesos, pero habían perdido el vehículo y a Damiano. Él, la limusina y su chófer se habían evaporado.

La dictadura que se hizo con el poder no los ayudó especialmente en las pesquisas para encontrarlo. Para empeorar las cosas, se había desatado una guerra civil entre partidarios y contrarios de las fuerzas golpistas. Las autoridades, que tenían otras cosas en la cabeza y a las que poco importaba la desaparición de un extranjero, les habían dicho que durante la primera semana habían muerto y desaparecido muchas personas. No tenían pistas que seguir ni testigos. Tampoco había pruebas de que lo hubieran matado. Edén había vivido años atormentada por aquella falta de pruebas en uno u otro sentido.

–Por favor, señora Braganzi, siéntese –le indicó uno de ellos.

La policía siempre le decía a una persona que se sentara cuando le iban a dar una mala noticia, ¿no? ¿O solo ocurría en la televisión? Le resultaba imposible concentrarse y se sentía un poco molesta porque le dieran órdenes en su propia casa. Edén se sentó en una butaca y observó a los dos hombres que se habían sentado enfrente de ella, en el sofá. Edén frunció el ceño. Aquellos hombres parecían tensos, casi enfadados.

–La agente Leslie le ha dicho la verdad, señora Braganzi. No hemos venido a darle malas noticias sino todo lo contrario. Su marido está vivo –le dijo el superintendente con énfasis.

–Eso no es posible... –contestó Edén petrificada.

El otro hombre, Russell, el del Ministerio de Exteriores comenzó a hablar. Le recordó que, al principio, barajaron la posibilidad de un secuestro. Edén lo recordaba, pero había sido solo una posibilidad entre un millón.

–Su marido era... es –se apresuró a corregirse– un hombre rico e influyente de la banca internacional...

–Ha dicho usted que está vivo... –lo interrumpió Edén temblando. Los miró con ojo crítico. ¿Cómo se atrevían a darle falsas esperanzas?–. ¿Cómo es posible que esté vivo después de tantos años? Si está vivo, ¿dónde ha estado todo este tiempo? Se han equivocado. Han cometido ustedes un error. ¡Un terrible error!

–Su marido está vivo, señora Braganzi –le repitió el superintendente–. Entiendo que enterarse, de repente, le produzca una gran conmoción, pero debe creernos. Su marido, Damiano Braganzi, está vivo y está bien.

Edén tembló, los miró y cerró los ojos. Quería creerlos, rezó con desesperación para que fuera cierto. «Por favor, que sea verdad, que sea verdad. Si es un sueño, no quiero despertarme...». Durante todos aquellos años, aquel sueño la había atormentado tantas veces...

–Su marido apareció en Brasil hace dos días –le dijo el consejero de Exteriores.

–Brasil... –repitió Edén.

–Estuvo más de cuatro años en la cárcel en Montavia y, cuando lo soltaron, tuvo el sentido común de irse del país silenciosamente.

–¿En la cárcel? –preguntó al joven sin poder creérselo–. ¿Damiano en la cárcel? ¿Por qué?

–El día en el que desapareció, lo secuestraron y lo llevaron a un campamento militar en el campo.

«¿A un campamento militar?», Edén frunció el ceño. Aquello no se lo esperaba.

–Por lo visto, unos días después, mientras la guerra civil azotaba la diminuta república, las fuerzas rebeldes atacaron el campamento y, en la batalla, Damiano recibió heridas graves en la cabeza. Los rebeldes lo encontraron y, al verlo herido, asumieron que era uno de los suyos. Su marido habla español. Gracias a eso y a su agilidad mental, se salvó. Lo curaron en un hospital de campaña en mitad de la selva. Se estaba empezando a recuperar cuando lo capturaron los soldados del gobierno y lo encarcelaron acusado de ser miembro de la guerrilla.

Damiano estaba vivo... ¡Damiano estaba vivo! Edén empezó a creer lo que le estaban contando, comenzó a albergar esperanzas, a pesar de que su sentido común le advertía que fuera con cautela. Intentó concentrarse, pero le resultaba muy difícil. Se sentía estúpida, boba, desconfiada.

–Supongo que se estará preguntando por qué no se identificó inmediatamente después de ser detenido –continuó Russell–. Se dio cuenta de que revelar su identidad sería como firmar su sentencia de muerte. Sabía que los que lo secuestraron al principio fueron soldados leales a la dictadura de Montavia. Sabía que el secuestro había salido mal, pero tenía la certeza de que no lo querían con vida... –Edén parpadeó intentando enterarse de lo que le estaba contando el consejero de Exteriores. Se le había helado la sangre en las venas y se le estaba revolviendo el estómago. Habían secuestrado a Damiano, lo habían herido... sus peores pesadillas habían sido ciertas–. Al darse cuenta de que, si se enteraban de su verdadero nombre, estaría en gran peligro, su marido prefirió hacerse pasar por miembro de la guerrilla y cumplir la sentencia. Cuando lo dejaron libre, se dirigió a la frontera con Brasil y, desde allí, fue a casa de un empresario llamado Ramón Alcoverro...

–Ramón... –susurró Edén poniéndose los dedos en las sienes como para recordar–. Damiano fue a la universidad con alguien que se llamaba así.

–Dentro de aproximadamente una hora, su marido estará aterrizando en suelo inglés y quiere que los medios de comunicación no se enteren por el momento. Por eso, hemos querido hablar con usted de forma tan discreta.

Damiano vivo. Damiano volvía a casa. ¿A casa? Con su familia, claro, pero no con ella. Edén se quedó sentada, sintiendo una gran alegría y una inmensa angustia a la vez. Aquellos policías habían ido a darle la noticia porque, legalmente, seguían estando casados, pero Edén sabía que su matrimonio apenas existía cuando su marido desapareció. Damiano nunca la había querido. Se había casado con ella por despecho y se había arrepentido de ello.

¿Cuándo se había olvidado de eso? ¿Cuándo había empezado a vivir en un mundo irreal? Damiano no iba a volver con ella. Si las circunstancias no lo hubieran evitado, seguramente habría vuelto aquel día de hacía cinco años para pedirle el divorcio. ¿No era eso lo que había sugerido su hermano? Supuso que, después de la odisea que había vivido, Damiano estaría ansioso por recuperar su vida. Además, cuando se enterara de lo que había ocurrido en su ausencia, seguro que no intentaba siquiera contactar con ella personalmente, seguramente lo haría el abogado que llevara el divorcio.

–Señora Braganzi... Edén, ¿puedo llamarla Edén? –preguntó el superintendente.

–Su familia... los Braganzi, su hermano y su mujer, su hermana –dijo Edén como atontada–. Debemos decírselo.

–Según tengo entendido, Ramón Alcoverro llamó a la familia de su marido y ellos se fueron inmediatamente para Brasil en su avión privado.

Edén se quedó helada ante aquella noticia. El poco color que le quedaba en la cara desapareció y se quedó completamente pálida. ¿La familia de Damiano se había ido sin decirle a ella nada, sin decirle que estaba vivo? Dejó caer la cabeza y sintió ganas de vomitar ante tanta crueldad.

–En ocasiones como esta, en las que las familias se han convertido en extrañas, uno puede reaccionar de forma muy rara, sin pensar –comentó el hombre mayor–. Nosotros nos enteramos cuando nuestra embajada en Brasil se puso en contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores. Nos pidieron cierta información antes de hacerle el pasaporte a su marido para que pudiera volver a Inglaterra.

Edén seguía sin decir nada. Miraba la alfombra fijamente. Probablemente, Nuncio ya le habría contado a Damiano por qué no la habían llevado con ellos a buscarlo. ¡Aquellas terribles mentiras que los periódicos habían publicado tan solo tres meses después de su desaparición! Los groseros cotilleos y la deshonra que pudieron con ella e hicieron que se fuera de casa de los Braganzi para no volverse loca.

Rodney Russell siguió con la explicación.

–Su marido quiso saber por qué usted no había sido informada, él no sabe que su propia familia no nos ha facilitado la menor información.

–¿De verdad? –preguntó Edén perpleja.

–Damiano dejó muy claro que se moría por ver a su mujer –dijo el superintendente con una sonrisa.

–¿Damiano se muere por verme? –repitió con la certeza de que había oído mal.

–Va a aterrizar en Heathrow esta noche y, luego, un helicóptero lo traerá hasta aquí. Usted estará esperándolo. Obviamente, el objetivo es que no estén los medios de comunicación.

–¿Quiere verme? –dijo Edén con una risa casi histérica. Sacudió la cabeza y sintió las lágrimas que le quemaban los ojos.

Le hubiera gustado estar sola, pero tenía ante sí a unos extraños que la miraban. Seguro que aquellos extraños sabían la farsa en la que se había convertido su matrimonio cuando Damiano desapareció. Debía tener presente que esa era la realidad. Nada era lo suficientemente sagrado como para no estar en algún informe. El comportamiento de la familia de Damiano hablaba a gritos.

Tras la desaparición de Damiano, tanto las autoridades británicas como las italianas habían realizado investigaciones. Los expertos financieros estuvieron mirando en el banco Braganzi en busca de pruebas de fraude, chantaje o cuentas secretas. Incluso habían investigado por si había vínculos entre Damiano y el crimen organizado. Por último, se habían centrado en la familia para ver si alguno de sus miembros había podido contratar a alguien para deshacerse de Damiano.

No habían dejado piedra sin remover. Tomaron testimonio a todo el mundo. No habían dudado en preguntar todo, hasta lo más personal y doloroso. Damiano era demasiado rico y poderoso como para desaparecer sin que la sospecha se cerniera sobre todos los que lo conocían. Nadie lo pasó tan mal como Edén, la esposa a la que sus parientes odiaban, a la que habían hecho centro de sus iras. Nuncio y Cosetta se habían cebado en ella como ratas hambrientas. Incluso la acusaron de que Damiano hubiera ido a Montavia.

–En este tipo de situaciones, solemos proporcionar ayuda psicológica y un tiempo de aislamiento para la víctima, pero su marido se ha negado en redondo –retomó Rodney Russell.

–Creo que Damiano dijo que prefería la cárcel al psicólogo –apuntó el superintendente con una sonrisa amarga.

Alguien dejó una taza de té ante ella.

–Está usted conmocionada –dijo la agente amablemente–, pero se va a reunir con su marido hoy mismo.

Al recordarlo, Edén se levantó de un brinco y se fue a su habitación. Cerró los ojos intentando mantener la compostura. Damiano estaba vivo; Damiano volvía a casa. ¿Con ella? Se recriminó por volver a pensar en algo que no podía ser. No debía engañarse. Si Damiano quería volver con ella, ella estaría de acuerdo. Naturalmente, obviamente. ¡De hecho, si Damiano había pedido verla nada iba a apartarla de su lado!

¿Tal vez Nuncio no le había dicho nada del supuesto romance que había tenido Edén? ¿Qué excusa le habría puesto para no haberla llevado a Brasil? ¿Qué le diría Damiano cuando se vieran? ¿Cómo le iba a explicar por qué se había ido de casa de los Braganzi? ¿Cómo le iba a explicar que se había cambiado el apellido? ¿Cómo le iba a decir que tenía otra vida lejos de lo que, tan brevemente, había sido suyo?

Luchando para que el miedo no pudiera con ella, Edén miró la foto que tenía sobre la mesilla. Damiano sonriendo. Con todo su carisma italiano, guapo y moreno. Se la había hecho durante su viaje de novios, en Sicilia. Solo habían pasado juntos, en total, siete meses. Tiempo suficiente, sin embargo, para que se diera cuenta de que él se alejaba de ella, para que dejara de intentar que la puerta que comunicaba sus habitaciones se abriera de nuevo, para que él comenzara a pasar cada vez más tiempo en el extranjero por negocios, suficiente para romperle el corazón. Un amor así no se olvidaba, un amor así dolía.

Llamaron a la puerta del dormitorio.

–¿Está usted bien?

Controlando todas aquellas preocupaciones que la estaban llevando al pánico, Edén giró la cabeza.

–¿Qué pasa ahora? –le dijo pálida y con la cara llena de lágrimas a la agente.

–Nos vamos al aeropuerto en media hora. Yo, en su lugar, cerraría la tienda, y me preocuparía solo por lo que me iba a poner.

Edén se rio. Damiano... Damiano. ¿Qué le habrían hecho? Secuestrado, en peligro, gravemente herido, encarcelado en alguna prisión inhumana. Damiano, cuya vida no lo había preparado en absoluto para una odisea semejante. Damiano, nacido para ser rico, para mandar y para vivir bien. Recordó que una vez, la había pedido que se vistiera de verde. Se le ocurrió de repente. El verde era su color favorito.

Edén se apresuró a buscar frenéticamente algo verde entre sus ropas. Tal vez solo quisiera verla para decirle «Hola, he vuelto, pero...». Y Annabel, su primer amor, su amor de verdad. ¿Cómo se había olvidado de ella? Annabel Stavely, la ex novia de Damiano. En los años que habían transcurrido, había tenido un hijo soltera y se negaba a decir quién era el padre. Edén se tapó la cara con las manos. Le temblaban y le sudaban. Se encontraba como una olla a presión. Solo quería gritar y llorar. Todo a la vez...

El teléfono sonó un minuto antes de que Edén y su escolta salieran del piso.

–¿Edén? –era Nuncio, el hermano pequeño de Damiano.

Emocionada por que su cuñado la llamara después de todos aquellos años, Edén se quedó, literalmente, sin respiración. Temió que llamara en nombre de su hermano para decirle que, al final, Damiano se había arrepentido y no iba a ir a verla.

–¿Sí? –dijo en un hilo de voz.

–No le he dicho nada a Damiano. ¿Cómo iba a darle la bienvenida a casa con semejantes noticias? –la recriminó–. Me he visto obligado a mentirle, a decirle que habíamos perdido el contacto contigo porque te habías mudado. ¡Será mejor que le digas la verdad porque no aguantaré mucho tiempo callado viendo como mi hermano hace el ridículo!