El reloj del sol - Emilio Meyer - E-Book

El reloj del sol E-Book

Emilio Meyer

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Beschreibung

El Reloj de Sol es un relato de ficción que narra los sucesos vividos por una familia inglesa fuertemente condicionada por una abrumadora tradición militar. Contextualizada durante los sucesos más importantes del siglo XX, la historia se centra en la vida de Kristen Daniels, nacida de manera casual en el pequeño pueblo de Cooktown (Australia) en 1942. Los designios de la vida la trasladarían posteriormente a Santiago de Chile, donde vivirá hasta los veinte años. Por entonces, Kristen decide cumplir su anhelado deseo de viajar a Londres para alistarse en el Ejército británico, cumpliendo así el mandato familiar. Su educación en Chile será decisiva para su destino, ya que veinte años más tarde, durante la Guerra de las Malvinas, regresará como agente encubierto de los servicios de inteligencia británicos, infiltrándose en territorio argentino, donde conocerá a un joven porteño que cambiará radicalmente su destino y el sentido de su vida. Las ataduras familiares se materializan en un antiguo reloj de sol que había pertenecido a su abuelo, fallecido en combate durante la Primera Guerra Mundial. El cautivante instrumento, ritualmente entregado de generación en generación, es ahora un vivaz testimonio de las hazañas de sus antepasados y, al parecer, encierra en sus intrincados mecanismos un aura misteriosa capaz de torcer el destino familiar.

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Seitenzahl: 513

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Meyer Saenz Valiente, Emilio José

El reloj del sol : una historia de destierros / Emilio José Meyer Saenz Valiente. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-752-8

1. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

© Emilio Meyer, 2019

Imagen de portada: “Sundial in the sand” - Dreamstime ID 4157933

Arte de portada: “Agencia Tricota” - www.tricota.com.ar

Corrección de estilo: Julián Chappa - www.julianchappaeditor.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado a mis tres hijas:

Delfina Meyer

Camila Meyer

Mia Meyer

Capítulo I

Punta del Este, Uruguay

22 de julio de 2016

—Sé valiente, hijo, sé fiel a tus convicciones… siempre —dijo Pink en voz baja con la mirada perdida en el mar. Sus manos asían con firmeza la carta que acababa de leer.

Su perra Rose jugaba mordisqueando la bufanda celeste y blanca que flameaba desde su cuello. El fuerte viento oceánico vaticinaba mal tiempo y la temperatura había descendido de manera perceptible en los últimos minutos.

La frase que acababa de leer era muy conocida para ella. Su padre se la había repetido innumerables veces desde la adolescencia, pero en realidad no le pertenecía, sino que la había tomado de esta carta escrita muchos años atrás.

La apurada esquela estaba fechada el 29 de junio de 1916 y la firmaba Douglas Daniels. Había sido escrita en el frente de batalla en el valle del Somme, Francia, durante la Primera Guerra Mundial. Debajo de la firma, a modo de posdata, decía: «Sé valiente, hijo, sé fiel a tus convicciones… siempre».

Esas últimas palabras, ajadas por cien ventosos años, habían sido dificultosamente escritas por las manos congeladas, temerosas quizás, de aquel soldado inglés, momentos antes de entrar en batalla y apenas dos días antes de su muerte.

—Que huevos habrá tenido el viejo —pensó Pink, mientras releía la esquela. De inmediato advirtió que hacía menos de un mes se habían cumplido cien años de aquel épico momento vivido por su bisabuelo.

Ese instante histórico había marcado el rumbo de toda su familia.

Pink imaginó que, en aquellas circunstancias, su bisabuelo había necesitado aferrarse de manera casi desesperada a la imagen de su pequeño hijo, aunque más no fuera a través de unas pocas palabras, para transmitirle el amor que sentía por él.

Así fue como, en medio de aquel trágico tormento, bajo el cielo plomizo de Francia, dedicó un minúsculo momento para escribirle unas líneas, las que, con el tiempo, se transformarían en un postulado de honor, grabado en bronce, para todos sus descendientes; un código fundacional que perduraría por siempre en la familia Daniels.

El estoico miedo no ocultado en las palabras, sellado por su inapelable destino de muerte ocurrida pocas horas más tarde, sería una inspiración y un motivo de fuerte unión familiar.

Pero al mismo tiempo, sería una obligación de vida inquebrantable para los miembros de la familia, ya que debían honrarlo viviendo de manera comprometida y esforzada.

El abuelo Doug —como lo llamaba su madre— había obligado a sus descendientes a no llevar vidas licenciosas. Había elevado las vallas de la vida para todos aquellos que fueran a sucederlo en la historia familiar.

A partir de su heroica muerte, los Daniels habían asumido la genética obligación de dejar de lado las holguras y comodidades burguesas. Debían construir destinos espinosos, ser personas heroicas y lograr vidas trascendentes.

De algún modo, sentían la necesidad de vivir peligrosamente. Esa era la convicción de todos y así lo estaba entendiendo Pink esa tarde en la playa.

Ella estaba conmocionada. Leía y releía la frase final de la carta sin poder evitar el recuerdo de la tranquila voz de su padre diciéndole esas mismas palabras. Era sorprendente que él las hubiera adoptado en la vida como un ideal de conducta, como un código de convicciones para guiar sus acciones casi de manera dogmática.

Dentro del mismo sobre había una foto de su padre sonriente. Estaba solo, parado delante de la basílica de Luján, en Argentina, y al pie se leía: «Máximo y Martín Guerra. Luján, enero de 1982».

Pink sonrió contagiada por la mirada alegre de su padre y la leyenda incoherente al pie de la foto, ya que su abuelo Máximo no aparecía en ninguna parte de la foto. «Quizás estaba rezando dentro de la basílica», pensó confundida mientras tomaba nuevamente la vieja esquela.

Esa carta sagrada había sido escrita cien años atrás por un hombre al que su padre no había conocido, era su bisabuelo por parte de la familia materna. Ambos eran completamente distintos, uno fue militar, héroe de la Primera Guerra Mundial, y su padre era profesor de matemáticas en una pequeña escuela de Uruguay. Si hubieran sido contemporáneos, no hubieran tenido nada en común. Sus vidas jamás se habrían cruzado. Sin embargo, muchos años después de la muerte del coronel Daniels, el padre de Pink había atesorado cuidadosamente sus últimas palabras, y llegado el momento se las había entregado a ella.

Pink reflexionó unos instantes, y de inmediato advirtió que el punto en común entre su padre y su bisabuelo materno era ella misma.

Evidentemente, la enorme fuerza emotiva de esas palabras y el momento en que fueron escritas, las transformaron en un precepto sagrado, en un mandamiento familiar llamado a transmitirse de generación en generación, hasta el punto que su padre las había hecho propias y se había encargado de reiterárselas en cada ocasión que considerara oportuna.

Aquel pequeño momento de enorme valor vivido por Douglas Daniels, en la soledad de su trinchera, serviría finalmente para petrificar una inspiración sagrada para todos sus descendientes.

En medio de su abstracción, Pink se sobresaltó por un grito de su madre, quien, desde el balcón de la pintoresca casa, intentaba decirle algo.

—¡Pink!

—¿Qué pasa mamá?

—¡Son las seis hija, no te olvides de tomar la pastilla!

—Ya lo sé mamá —le respondió sin siquiera darse vuelta.

Pink permaneció un rato mirando el mar, disfrutando del tenue sol que, de a poco, se escondía detrás de la lomada de Punta Ballena.

En los auriculares de su iPod sonaba Virus:

Encontrarte en algún lugar

aunque sea muy tarde

tantos odios para curar

tanto amor descartable.

Las sombras se alargaban sobre la arena de la desolada playa y los ojos de su labradora resplandecían dorados por la luz crepuscular.

La lancha Wind Wolves de su padre permanecía amarrada en el muelle. El bote cabeceaba levemente, como en un incesante intento de desprenderse de su amarra.

Junto a su padre había disfrutado tardes enteras pescando en las cercanías de la Isla Gorriti. Así habían transcurrido los últimos quince años de su vida, navegando, nadando y pescando en el mar, con la piel salada y los ojos rojos.

Pink dio una última pitada a su cigarrillo, luego puso cuidadosamente la carta de su bisabuelo en el sobre y guardó todas las cosas que había sacado del vetusto relicario de madera, en donde guardaba sus objetos más preciados.

Antes de cerrar la pequeña caja, tomó el antiguo reloj de sol portátil y lustró la tapa de plata frotándola con su bufanda, tras lo cual apareció nítida, en elegante cursiva, la inscripción «DGD».

Al abrirlo, leyó en la parte interior de la tapa desplegada: Royal Observatory Greenwich, 1880. Observó unos instantes el cautivante instrumento, desplegó su pequeño estilo ubicado en el centro de la esfera, y su fina sombra se proyectó estirada hacia el número VII. Así lo sostuvo inmóvil durante unos instantes, exponiéndolo al sol.

—Haz tu magia —le ordenó Pink al extraño aparato.

Finalmente, guardó todo en el viejo cofre, acomodó apresuradamente su notebook en la mochila y se incorporó para volver a la casa. La vieja labradora caminaba detrás de ella, como indiferente, pero sin quitarle la vista a sus pasos.

Su madre —Kristen— aún permanecía de pie en el balcón, en actitud de alerta. Con unos viejos prismáticos observaba una plataforma petrolífera inglesa que desde hacía varios días realizaba trabajos de exploración en aguas territoriales uruguayas, a unas tres millas de la costa.

—¡Deben contar con información satelital sobre algún yacimiento! —exclamó sin sacar la vista de los prismáticos—. ¡Van a contaminar toda la zona!

—Mamá, el mar está contaminado desde hace veinte años. El año pasado no se vieron ballenas, deberían prohibir el ingreso de cruceros.

—¿Acaso no entiendes, hija? La plataforma es de bandera inglesa.

—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó Pink mientras tragaba la píldora antigripal, sin ocultar su molestia ante las actitudes obsesivas de su madre.

—Esperemos que nada malo suceda, pero presiento que estaremos en problemas. Los ingleses ya han demostrado su impericia en el Golfo de México.

—Bueno mamá, tranquilízate, ¿por qué no vives más relajada?

—Me preocupa ver un buque inglés tan cerca de la costa.

—Solo se trata de una puta plataforma petrolera. Imagina si logran encontrar petróleo en el mar uruguayo, eso sería muy beneficioso para el país.

—Tienes razón hija, eso es verdad. Siempre y cuando no lo derramen y generen un desastre ecológico en toda la zona.

—Bueno mamá relájate, eso no pasará, piensa en positivo… tienes que ver el lado bueno de las cosas. ¿No crees que hay cosas más importantes?

—Sí claro, la medicina es una de ellas. Pasas todo el día estudiando, Pink. Deberías buscar un hombre que te haga feliz.

—La medicina está curando tu cáncer, mamá. Estoy bien así, deja de molestarme con ese tema.

—Toda mujer necesita un hombre a su lado, Pink. Además, me gustaría tener un nieto. Ya estoy vieja y enferma. No sé qué estás esperando. ¿Acaso eres lesbiana?

—No espero a nadie, y me reservo de no hablar sobre mi condición sexual contigo, no seas desubicada mamá, respeta mi intimidad. Deberías saber que no necesito un hombre a mi lado para tener un hijo, podría arreglarme sola.

—Bueno Pink, era solo un comentario… Discúlpame.

—Si no me equivoco, tú tenías cuarenta años cuando yo nací.

—Cuarenta y uno —la corrigió Kristen.

—Para el caso da igual mamá, yo aún tengo treinta y tres —le reprochó Pink.

La guerra verbal entre madre e hija era constante desde hacía varios años. La cariñosa relación de antaño —cuando ella era niña—, se había transformado en permanentes rencillas cotidianas, y cualquier tema de conversación terminaba en acaloradas discusiones.

Capítulo II

Túnel del «Cristo Redentor», Argentina

8 de febrero de 1982

Martín arrastraba el cansancio acumulado durante nueve horas de conducción ininterrumpida, cuando repentinamente se encontró con una imagen semejante a la de la puerta de la cárcel en la que había estado preso durante siete años.

La entrada del túnel socavado en la montaña le recordó a aquel terrible encierro físico que había padecido, y no pudo evitar sobresaltarse.

Con la mente paralizada, bajó el volumen de la radio y redujo la velocidad. A medida que se acercaba, más se intimidaba frente a esa minúscula entrada que no parecía corresponder a la escala humana, sino más bien a la cueva de un roedor excavada en el zócalo de una gigante muralla de piedra.

Finalmente, detuvo la marcha y bajó del auto sin dejar de observar la inmensidad de la cordillera de los Andes que se imponía, soberbia, como un escollo insalvable en su camino.

Su precipitado instinto le estaba pidiendo a gritos que diera la vuelta y terminara allí mismo su anhelado viaje.

—No voy una mierda a Chile —sentenció, inhibido por semejante obstáculo. Pero sabía que eso significaría otro fracaso en su vida y no estaba dispuesto a aceptarlo. No se rendiría una vez más frente a los designios de su claustrofobia.

—¡Mierda! —exclamó—. ¿Cómo carajo hago para meterme en ese hueco?

La idea de encierro lo invadió completamente, trasladándolo en cuerpo y alma a la prisión del estado de La Florida, en los Estados Unidos.

—¿Por qué no habrán hecho la puta ruta por el mismo camino de San Martín? —pensó perturbado—. Que yo sepa, San Martín no usó un puto túnel.

Rápidamente, buscó distraerse y despojarse del encierro mental. Apuró una nerviosa caminata al costado de la ruta, volvió sobre sus pasos y casi sin darse cuenta aceptó el límpido viento cordillerano en la cara.

Al rato encendió un Philip Morris y volvió a subir al auto. Pensó, sin convicción, que sería mejor pasar la noche ahí y postergar la decisión hasta ver la luz del sol. Luego se insultó a sí mismo, dudó unos instantes, encendió el motor, volvió a apagarlo y fumó otro cigarrillo. La situación lo estaba superando y sabía que debía tomar una decisión sin más demoras.

Finalmente, fijó la mirada en el cartel de la entrada y leyó: «Túnel Internacional Cristo Redentor – Dirección Nacional de Vialidad», y se acercó despacio a la cabina del peaje donde no parecía haber nadie.

—Hola —dijo tímidamente, tras lo cual la ventanilla corrediza se abrió de repente.

—Buenas noches, son setenta y seis pesos —dijo la mujer.

—Disculpe, ¿no hay otro camino para llegar a Chile?

—No señor, es el único.

—De acuerdo, ¿el túnel es muy largo?

—No, tiene unos tres kilómetros.

—Tres kilómetros, de acuerdo, solo tres kilómetros —Martín trataba de disimular su preocupación.

—Setenta y seis pesos —reiteró la mujer amagando con cerrar la ventanilla.

—Sí, disculpe, aquí tiene.

—Gracias, buenas noches.

Martín tomó coraje con la ayuda de dos generosos sorbos de whisky, y sin lugar para los pensamientos aceleró su Renault 12 introduciéndose velozmente en la profundidad de la montaña. Gritó desaforadamente durante los interminables tres mil metros de túnel, hasta llegar al otro extremo.

Una vez en territorio chileno se sintió desahogado. Estaba contento de haber superado la difícil prueba que se le había presentado. Ya nada le impediría llegar hasta el océano Pacífico y comenzar una nueva vida, en otro país en el que nadie lo conocía.

La euforia y el cansancio mezclados fueron la excusa perfecta para detenerse a fumar y tomar whisky al costado de la ruta. Muy poco rato después había logrado su nivel de abstracción ideal con el tabaco, el alcohol y la exuberante Cordillera.

Ensimismado en sus pensamientos, le pareció ver a una mujer. Extrañamente, no se había percatado de su presencia desde que se había sacado el túnel de encima.

—¿Cómo puede ser? —se preguntaba aturdido.

La imagen era surrealista. Ahí estaba ella, en medio de la soledad de la cordillera de los Andes, a tres mil quinientos metros de altura. En la oscuridad de la noche solo se alcanzaba a ver su cara, tenuemente iluminada por la luz ámbar del tablero de su auto detenido del otro lado de la ruta. La mujer lo miraba inmutable.

—¡Hola! —Martín habló cautelosamente, alzando un poco la voz, pero tratando de no alterar el apabullante silencio del lugar. Su natural instinto de supervivencia le hizo desplegar en forma inmediata todos sus mecanismos de alerta y precaución. Debía mantenerse atento. Los años de cárcel le habían enseñado a desconfiar de cualquier situación.

—Hola… Eh… No me animo a cruzar el túnel —le contestó ella dubitativa. dubitativa—. ¿Me podrás ayudar?

La pregunta de la mujer desvaneció la actitud vigilante de Martín, quien no pudo evitar un sentimiento de empatía hacia ella. La fragilidad femenina encerrada en el pedido de ayuda lo sensibilizó al instante, y sin darse cuenta quedó despojado de toda cautela.

—Sí, claro, ¿cómo podría ayudarte? —respondió mientras se acercaba al auto de la mujer.

—Voy para Argentina y me da miedo atravesar este túnel tan estrecho, no sé cómo hacer, estoy acá desde hace un rato y no me decido a avanzar.

—Te entiendo, a mí me sucedió lo mismo del otro lado, pero finalmente me animé. No fue fácil… soy claustrofóbico, lo hice con un poco de ayuda —dijo él levantando la mano con la que sujetaba la botella de Criadores.

—¿Tienes whisky? —lo interrumpió la mujer.

—Sí, claro, no es de muy buena calidad, pero…

—No hay problema —lo interrumpió ella—, funciona como una poción mágica cuando tengo que subir a un avión, así que supongo que funcionará aquí también. Me ayuda a relajarme. Supongo que también debo ser algo claustrofóbica.

El alcohol se encargó de cerrar el encuentro casual entre Martín y su nueva amiga y el majestuoso lugar los invitó a prolongar la conversación.

—¿Hacia dónde vas? —le preguntó ella.

—Quiero conocer el Pacífico, mi idea es buscar un trabajo y quedarme en Chile. Todavía me falta bastante, ¿verdad?

—No mucho, estamos en el centro de la Cordillera, y hay unos ciento cincuenta kilómetros hasta Viña del Mar.

—No pareces chilena…

—Sí, muchos me lo dicen, pero soy chilena —mintió ella apresuradamente.

—Me llamo Cristina, soy fotógrafa, busco imágenes de paisajes y animales.

—El paisaje aquí es imponente —dijo él, señalando la inmensidad de las montañas.

—En realidad no me gustan las montañas, busco la planicie y el mar abierto, por eso voy para el sur argentino, a Río Grande y Ushuaia. ¿Conoces?

—Sí, estuve allí con mi familia cuando era niño.

—Me gustaría tomar fotos a las orcas que se acercan a las costas.

Repentinamente, sin anunciarse, un enorme camión salió raudamente del túnel y ambos no pudieron evitar perturbarse por el estruendo que invadió el lugar, casi como una explosión.

—Ven, no te quedes ahí, es muy peligroso —Cristina aprovechó la situación para invitarlo a subir a su Datsun 200 ZX, donde continuaron bebiendo y conversando entretenidos.

—No parece haber muchos animales para fotografiar por esta zona, ¿verdad? —preguntó Martín.

—En realidad no muchos. Hay un mamífero que vive del otro lado de la Cordillera, algo extravagante y jactancioso, el argentum claustrofobicus.

El sorprendido Martín miró a la mujer tratando de entender lo que decía, e instantáneamente advirtió su sarcasmo. Ella lo miraba con su enorme sonrisa mientras sostenía la botella. Ambos estallaron en sendas carcajadas.

—¿Son jactanciosos los argentinos? —preguntó lentamente Martín, esforzándose en modular correctamente sus palabras. El alcohol había comenzado a mellar su habla.

—Sí, se muestran cancheros, como superados y además son claustrofóbicos —contestó ella.

—Sí, ya había oído acerca de esa fama de los argentinos, creo que la tienen bien ganada.

—Hablas como si tú no fueras argentino.

—Eh… ¿lo dices por mi tonada? —Martín no pudo ocultar su nerviosismo, se preguntaba si los siete años en la cárcel de Florida le habrían modificado su tonada típicamente argentina.

—No, lo digo porque te refieres a los argentinos en tercera persona.

—Ah okey, soy un idiota, debe ser por el whisky… claro que soy argentino, con mucho orgullo.

—Lo hubiera jurado desde el mismo momento en que te vi.

—Aunque personalmente no siento que ese tema de la jactancia sea mi caso, en realidad no tengo mucho de qué andar jactándome.

—Bueno, me imagino que tendrás algo de lo que puedas sentirte orgulloso, no sé, todos lo tenemos, sin que por eso seamos unos idiotas jactanciosos —Cristina trató de suavizar la conversación.

—Sí, seguramente tenga muchas razones para estar orgulloso de mí mismo, tienes razón. Lo que sucede es que en este momento no recuerdo ninguna.

—¡Ja ja ja! Eso fue muy gracioso, discúlpame.

—No te preocupes, puedes reírte tranquila —Martín ya no podía disimular su borrachera, su zigzagueante voz lo delataba inequívocamente.

—Quizá sea conveniente que no sigas bebiendo.

—Sí claro, es verdad, ahora soy un borracho claustrofóbico.

—¡Ja ja ja! Por favor, discúlpame Martín, pero eres muy gracioso —Cristina no podía mantenerse seria a pesar de su desesperado intento.

—La claustrofobia me acompaña desde que era muy joven. No sé cuál ha sido la causa —mintió, sabiendo perfectamente que la cárcel había sido el disparador de su fobia.

—Bueno, sea como fuere, no importa si eres claustrofóbico, lo importante es que ya he encontrado una virtud en ti, y es que eres una persona muy simpática. Ahí tienes una razón para sentirte orgulloso.

—Bueno, muchas gracias. Tú eres muy linda.

—¡Ja ja ja! Gracias, tú eres muy buen mozo. Dime Martín, ¿siempre subes a los autos de mujeres desconocidas? —preguntó Cristina tratando de cambiar el rumbo de la conversación. Para entonces ella se mostraba notoriamente desinhibida y comenzaba a sentirse atraída por Martín.

—Bueno, en realidad no siempre —contestó él con el cigarrillo entre sus labios—, pero si me invitan... ¿Tú me invitaste, verdad?

—¡Claro que te invité! —se apuró a exclamar Cristina—. Solo estaba bromeando. Bienvenido a Chile, brindemos por eso —su brillante sonrisa femenina resplandecía en la oscuridad.

El cielo desde las alturas de la Cordillera brillaba en un espectáculo surrealista de astros.

Martín asomó su cabeza por la ventanilla para exhalar el humo y el nutrido manto de estrellas que colmaba la esfera del cielo le recordó la noche que su padre lo había llevado al Circo de Moscú. En aquel momento, en medio del espectáculo, Martín se había detenido a observar hacia arriba. La oscura y gigante carpa del circo había sido decorada con miles de lucecitas azules semejando un cielo estrellado. Ahora se encontraba a tres mil quinientos metros de altura bajo un cielo estrellado y la mente lo transportó sin escalas a la enorme carpa circense. Martín se abstrajo un instante sorprendido por el lejano déjà vu del circo, y pensó que los recuerdos lo estaban llevando de un lado al otro.

—¿Tú a qué te dedicas? —lo abordó Cristina sin que él supiera qué contestar. Había comenzado a sentirse muy atraído no solo por su belleza, sino también por su agudeza mental y por la rapidez de razonamiento que se hacía patente en su fluida conversación. Era una mujer con algunos años más que él, pero no por eso menos atractiva, sino que, muy por el contrario, le resultaba irresistible.

—Soy asistente de fotógrafas perdidas en la Cordillera —se despachó socarronamente.

—¡Ah, mira! —dijo ella parpadeando lentamente sus brillantes ojos verdes.

La masculinidad latina de Martín le resultaba provocativa. Sentía una fuerte atracción física por esa emulsión de rusticidad y sensibilidad que blandía con inocencia su inesperado compañero. Pero había algo más que la seducía, y era la actitud atenta y delicada de Martín hacia ella. El cuidado que él le proporcionaba en cada detalle y en cada gesto le recordaba en cierto punto a un viejo amor que había tenido en Londres veinte años atrás. Hacía mucho que no se sentía tan cómoda en compañía de un hombre.

—Es increíble la cantidad de estrellas que se pueden ver desde acá.

—Sí, se alcanzan a ver aún más que en una noche cerrada en altamar —contestó Cristina mientras reclinaba el asiento buscando una posición más cómoda.

—Debe ser por la pureza del aire.

—Exacto, a estas alturas es muy diáfano. Esa es la constelación del Centauro —señaló ella.

—Que interesante, ¿sabes leer el cosmos?

—Bueno, solo un poco, estudié algo de astronomía.

—¿Y esa cómo se llama? —preguntó Martín señalando un nutrido grupo de estrellas en forma de espiral.

—Eso no es una constelación, es solo un grupo de estrellas. Mi padre decía que las estrellas son propiedad de todos y que cada persona puede llamarlas como quiera, así que puedes darle el nombre que tú quieras.

—Bueno… —aceptó Martín, mientras pensaba un nombre—. Entonces, yo me apropio de aquella que brilla titilante y la bautizo con el nombre de Cristina.

La rubia mujer intentaba disimular su excitación, mostrándose naturalmente inconmovible, pero Martín no dejaba de seducirla con su encantador aunque algo chabacano estilo.

La noche fue avanzando y el frío, la borrachera y la necesidad de amor dieron lugar a las caricias y los besos. Hicieron el amor y cayeron dormidos incómodamente.

Al día siguiente, los primeros rayos del sol despertaron a Martín, quien de inmediato se incorporó en alerta. Cristina dormía a su lado. Detrás del auto se veía un gran cartel que no había advertido la noche anterior: «Bienvenidos a la República de Chile».

—Son buenos los chilenos para dar la bienvenida —susurró.

Se bajó del auto y sintió que el frío le calaba hasta los huesos, entonces corrió hasta su auto del otro lado de la ruta y buscó en el baúl unas frazadas con las que cubrió a Cristina, quien continuaba durmiendo. El olor a naftalina invadió el ambiente.

Martín sonrió al ver la figura de Bugs Bunny tatuada en su hombro izquierdo. Apagó el motor del Datsun, que había quedado encendido mientras dormían, y luego descargó al costado de la ruta el pis acumulado durante la noche.

En la cárcel había aprendido a mantener las manos siempre libres, y aún conservaba la costumbre de hacer pis sin sujetarse el pene y a fumar sin sacarse el cigarrillo de los labios.

La vista panorámica, de singular belleza, lo invitó a asomarse a un profundo cañadón contorneado de monumentales montañas con sus cumbres enrojecidas por el sol. Las empinadas laderas impregnadas de ocres, cafés y azufres caían abruptamente, enterrándose en un frondoso valle donde tributaban las aguas del deshielo.

Martín se quedó pasmado ante semejante hermosura, pero ahora necesitaba tomar un café caliente y un analgésico para calmar la insoportable jaqueca. Miró a su alrededor, y a un par de kilómetros ruta abajo, alcanzó a ver lo que parecía ser un almacén.

Dudó unos instantes y finalmente se decidió a conducir el auto de Cristina. Temía asustarla. No sabía cómo reaccionaría ella al despertar. Podía ir a tomar el café con su propio auto, pero por nada del mundo quería perder de vista a esta hermosa mujer. Deseaba seguir con ella, conocerla, saber más sobre su vida. Si se despertaba y se encontraba sola seguramente se internaría en el túnel hacia Argentina y la perdería para siempre.

Ya en el parador compró cigarrillos, café, pan, agua y aspirinas. Tomó dos con abundante agua y volvió al auto.

—Cristina —le dijo casi murmurando, pero no recibió respuesta—. Ey, Cristina —insistió más enérgicamente—, pero también fue en vano. Ella estaba profundamente dormida.

Encendió un cigarrillo para acompañar el café y ahora sí dedicó unos segundos a disfrutar del paisaje. El lugar era imponente. La naturaleza se erguía orgullosa, soberbia, exponiendo su belleza.

La mirada fija de un carabinero chileno le hizo crispar los pelos de la espalda. Seguramente su imagen y aspecto personal no serían los más adecuados a los ojos del militar. Tenía una barba de tres días, y el pelo completamente despeinado. Además, el tipo parecía obsesionado con el pequeño aro metálico en forma de signo de interrogación que colgaba de su oreja izquierda. Evidentemente, el amuleto parecía no ser del agrado del oficial chileno.

Terminó el cigarrillo y, simulando indiferencia, subió al auto. El frío continuaba siendo muy intenso, pero el tenue sol a través de los cristales le resultó reconfortante.

Se quedó dentro del auto mirando la hermosa cara de Cristina. Había pasado ocho años de su vida sin tener sexo con una mujer. Se sentía extasiado de placer, y la situación le resultaba en cierto modo milagrosa, completamente inesperada, como si el cruce del túnel lo hubiera transportado directamente a un mundo irreal.

De repente sus pensamientos fueron interrumpidos por la mujer dormida, quien entre sueños balbuceó algunas palabras ininteligibles, luego hizo una pausa y comenzó a buscar una posición cómoda acurrucándose en posición fetal debajo de la frazada. Finalmente, después de un breve lapso, dijo claramente:

—Argentina va a invadir las Falklands.

—¿Cómo dijiste? —preguntó Martín asombrado, pero la mujer no respondió.

Capítulo III

Cooktown, Australia

agosto de 1941

Kristen Daniels había nacido en un pequeño pueblo de Australia el 10 de marzo de 1942.

Ella no guardaba recuerdos de su país natal ya que sus padres habían dejado la gran isla el mismo año de su nacimiento, apenas unos pocos meses después que su madre diese a luz.

En aquel tiempo, sus padres —Herbert y Anne— habían tomado la difícil decisión de escapar cuando ella tenía tan solo dos meses, asustados por la guerra que, para ese entonces, se avecinaba peligrosamente a las costas australianas.

Y así fue. Durante su último día en esas tierras comenzó a librarse la Batalla del Mar del Coral entre las flotas estadounidense, australiana y nipona.

Por entonces, el objetivo principal de los japoneses en el Mar del Coral había sido conquistar Port Moresby y Papúa Nueva Guinea, donde harían base para luego invadir Australia.

En aquel momento los Daniels no se imaginaron que los japoneses sufrirían una derrota estratégica en dicha batalla, y que a partir de esa circunstancia comenzarían a desvanecerse sus posibilidades de invadir Australia. De haberlo sabido, seguramente no hubieran emprendido el temerario escape a Sudamérica.

Durante esos difíciles días existía un pánico generalizado en toda la población, provocado por las noticias que daban cuenta de los arremetedores avances de las tropas japonesas y alemanas en los distintos frentes de combate.

Incluso existía un temor muy vivo de que los nazis invadieran los Estados Unidos mediante la llamada Quinta Columna, que según las versiones periodísticas entraría por Nueva Orleans.

Desde diciembre de 1941, cuando Japón llevó a cabo el sorpresivo ataque a Pearl Harbor, solo le había insumido un par de meses ocupar Filipinas, Malasia, Hong Kong y las Indias Orientales Holandesas.

El Imperio nipón avanzaba sin resistencia, invadiendo a todos los países vecinos, y Australia no era la excepción en las intenciones del almirante japonés Takasumi Oka, quien para entonces ya había logrado cortar la línea de suministros estadounidenses hacia Australia.

Los Daniels eran ingleses de nacimiento, y se encontraban en Australia casi accidentalmente desde hacía algo más de un año.

El comando en jefe de la Real Fuerza Aérea Británica había designado a Herbert para dirigir los trabajos de instalación de radares antiaéreos en las costas australianas.

Así fue como en enero de 1941 —inmediatamente después de haber contraído matrimonio en Londres— el flamante matrimonio se trasladó a Cooktown, Australia, donde concibieron a su primera y única hija.

Para Anne, abandonar Londres fue muy doloroso y traumático. Amy y Suzanne, sus dos hermanas menores, no encontraban consuelo en el momento de la despedida. Una agobiante tristeza había invadido la antesala de la casa de Old Queen St., donde habían vivido juntas toda su infancia.

—En un par de meses volveremos a estar juntas —les decía Anne—, todos estaremos bien. Manténganse unidas siempre, no se separen por nada, yo volveré en poco tiempo.

—Cuídate mucho, Anne —habían sido las últimas palabras de su padre, quien no pudo disimular su angustia, mimetizada con el dolor estampado en su rostro desde la muerte de su esposa, ocurrida siete meses atrás.

Anne tenía el alma partida en dos. Sabía que debía acompañar a su amado esposo, pero el hecho de tener que abandonar a su familia de sangre le rasgaba el corazón.

Tratando de abreviar el doloroso momento, apuró la despedida con hidalguía, mostrando una mentirosa sonrisa que dibujó trabajosamente en su cara. Secó las lágrimas de las mejillas de Amy, la menor de sus hermanas, y finalmente salió de la casa sin mirar atrás. Sabía que sus hermanas lloraban desconsoladas en la ventana.

Con la mente obnubilada, agobiada por la tristeza y el sentimiento de abandono a su familia, caminó varias calles en un estado de inconsciencia. Las imágenes pasaban en cámara lenta. Todo a su alrededor estaba destruido por los bombardeos alemanes.

Repentinamente, se sorprendió a sí misma mirando el milagrosamente intacto Big Ben. Le extrañó que las bombas nazis no hubieran hecho mella alguna sobre el emblemático reloj.

Con un halo de esperanza en su alma, continuó caminando hasta el apartamento en Murphy St., del otro lado del Támesis. «Nada puede ser peor que esto» —pensó mirando al cielo. Y luego sentenció: «Todo mejorará muy pronto».

Entró en su flamante departamento, donde su esposo la recibió sonriente de felicidad por el viaje que tenían por delante. Se miraron a los ojos y ambos se comprendieron mutuamente. La sonrisa de él no se condecía con la angustia de ella.

Anne sabía perfectamente que, para él, el trabajo en Australia significaba una oportunidad profesional muy importante, por lo tanto debía apoyarlo. A su vez, Herbert comprendía el gran dolor que ella sentía por tener que abandonar a su padre y sus hermanas en Londres mientras la ciudad era bombardeada por la Luftwaffe.

Se abrazaron sin decirse una sola palabra, permaneciendo así por un largo rato. Anne no quiso controlar sus lágrimas, y Herbert —intentando consolarla— le prometió que apenas llegaran a Australia y pudieran organizarse, mandaría buscar a su familia.

Anne sentía que ya no era posible dar marcha atrás, de alguna manera debía ser valiente y obligarse a seguir adelante. Debía acompañar a su esposo y hacer frente a los designios del destino.

En ese momento, no sabía que jamás en su vida regresaría a Inglaterra y que no volvería a ver a su familia.

Desde muy joven su esposo —Herbert Daniels— había estado interesado en las investigaciones llevadas a cabo en la Universidad de Karlsruhe, Alemania, por Heinrich Hertz, sobre la tecnología que años más tarde se denominaría radar.

Por aquel entonces, el ingeniero alemán Christian Hülsmeyer estudiaba la reflexión de impulsos de radio de alta frecuencia, y en 1904 había registrado una patente en Alemania e Inglaterra para un aparato llamado telemobiloscopio, el cual, por no tener utilidad alguna, fue rechazado por la empresa Telefunken.

Casualmente, ese mismo año nacía Herbert Daniels en Londres. A los catorce años, aún antes de iniciar sus estudios en la Universidad de Westminster, Herbert estaba muy familiarizado con aquellas investigaciones y avances tecnológicos de la época y no perdía oportunidad para leer todas las publicaciones sobre los temas vinculados a las nuevas tecnologías e invenciones, especialmente las provenientes de Alemania.

Una vez graduado en Westminster, Herbert desarrolló aquellos precarios conceptos adquiridos casi de niño, y con el transcurso del tiempo se transformó en un destacado científico.

A los veintiún años ya había adquirido los méritos académicos necesarios para ser convocado a formar parte de un grupo de científicos en el Laboratorio de Investigación de Radio, en donde se realizaban experimentos de detección de aviones en Daventry, Leicestershire.

En realidad, el laboratorio estaba enfocado en el desarrollo del «rayo de la muerte», para utilizarlo contra los pilotos de aeronaves enemigas. La idea original era elevar la temperatura corporal del piloto de la aeronave con el «rayo de la muerte» hasta lograr que se desvaneciera.

Herbert sabía que el «rayo de la muerte» era una completa estupidez, según sus propias palabras, pero por otra parte era plenamente consciente que debía ser prudente y controlar sus opiniones descalificadoras sobre dicho proyecto mientras tuviera la intención de permanecer en aquel selecto grupo de científicos.

Él sabía que no pasaría mucho tiempo hasta que descartaran la alocada idea y llegaran a la conclusión de que necesitarían generar una monumental cantidad de potencia en cualquier frecuencia de radio para elevar la temperatura corporal de una persona a 50 grados centígrados.

De hecho, eso fue lo que sucedió, y el proyecto fue abandonado en poco tiempo, de manera tal que Herbert logró sobrevivir al «rayo de la muerte» sin necesidad de enfrentarse con sus colegas, y fue así como pudo continuar participando de las investigaciones realizadas sobre las ondas de radio.

A las pocas semanas de pruebas y estudios, pudieron observar que el vuelo cercano de una aeronave provocaba perturbaciones en la recepción de las frecuencias.

—¡Es sorprendente! —exclamaron los investigadores—. Cada vez que sobrevuela una aeronave cerca se producen interferencias en la señal de radio.

—Es muy sencillo, señores —contestó Herbert con arrogante seguridad—, la interferencia se produce por el rebote de las ondas de frecuencia sobre el metal de los aviones, la señal se refleja como un eco.

A partir de esa observación, decidieron apuntar todas sus investigaciones para lograr la detección de aviones en vuelo por medio de señales de radio.

Al cabo de un par de meses, en 1935, lograron detectar una aeronave a una distancia de veintisiete kilómetros utilizando el transmisor de onda corta de la British Broadcasting Corporation.

Conociendo entonces la velocidad de propagación de la onda, pudieron medir no solo el tiempo que demoraba la onda en regresar, sino también la distancia a la que se encontraba el avión detectado. Además, al utilizar ondas electromagnéticas que se propagan a la velocidad de la luz, la detección de las aeronaves resultaba ser instantánea. En definitiva, todo era maravilloso y los resultados obtenidos parecían casi milagrosos, ya que instantáneamente lograban detectar aviones que se encontraban volando a kilómetros de distancia de su laboratorio.

Luego, debieron encontrar la forma de procesar la información recibida y otros aspectos técnicos fundamentales, pero con el paso del tiempo todo fue solucionado y, además, perfeccionaron la invención haciéndola más sofisticada.

Para 1939 habían logrado medir no solo la distancia de los aviones, sino también su altura de vuelo; incluso pudieron identificar si se trataba de aviones propios o enemigos, para lo cual debieron instalar ciertos dispositivos en los aviones de la RAF.

A fin de cuentas, Herbert Daniels se había transformado en uno de los tantos científicos que anónimamente colaboraban con los avances ingleses en materia de tecnologías de radares.

El invento había adquirido un fuerte impulso desde la Gran Guerra, aun cuando la Marina Imperial Alemana lo había descartado en ese entonces por no encontrarle aplicación práctica alguna.

Nadie se imaginaba en aquel momento que veinticinco años más tarde el radar se convertiría en una tecnología indispensable para la guerra.

En 1935 se fabricó el primer radar que tuvo aplicaciones operativas, y en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, este desarrollo le permitiría a Inglaterra proteger sus costas con una cadena de torres de radar en las inmediaciones del puerto de Dover, que fue determinante para generar una alerta temprana y desplegar a tiempo las escuadrillas de cazas que repelían los ataques alemanes.

El mando aéreo alemán —a cargo de Hermann Göring— se preguntaba por qué siempre los estaban esperando.

Herbert Daniels sentía mucha satisfacción con solo imaginarse a Göring insultando al cielo, al ver que cada ataque alemán era repelido por cientos de aviones ingleses que terminaban diezmando sus escuadrillas de cazas.

Así fue como, a partir de la eficiencia demostrada por la tecnología de radares, el Almirantazgo británico decidió colocar una cadena de radares en las costas de Australia, para defenderla de los eventuales ataques japoneses, y fue el mismísimo Herbert Daniels el encargado de dirigir las operaciones de instalación del sistema.

—¿Cómo haremos con mi familia, Herbert? No podemos dejarlos solos, tú sabes cómo son ellos, mi padre aún no pudo superar la muerte de mamá y mis hermanas son muy jóvenes.

—Tranquilízate Anne, les giraremos el dinero suficiente para que ellos estén bien. El tiempo nos irá dando las respuestas, es una oportunidad única que no puedo desperdiciar. Ya verás cómo todo se soluciona, y en poco tiempo, cuando regresemos, ya habremos ganado la guerra.

—Me entristece mucho separarme de ellos, debes comprenderme.

—Claro que te comprendo amor, y me angustia tu dolor, pero tienes que entender que todo este horror terminará pronto. Cuando lleguemos a Australia buscaremos una linda casa para poder vivir todos juntos, te prometo que mandaré a buscar a tu familia para que vengan a Australia con nosotros.

Herbert secó delicadamente las lágrimas de Anne y la besó varias veces en los labios mientras le sonreía intentando levantarle el ánimo.

Finalmente, a los cuatro meses de iniciados los bombardeos de la Luft-waffe sobre Londres, Anne y su esposo iniciaron su largo viaje a Australia.

—¡Vamos, amor! Vinieron a buscarnos para llevarnos al aeropuerto —exclamó Herbert desde la antesala del apartamento.

A las 16:10 del 14 de enero de 1941 subieron al taxi que los llevaría hasta la Base Aérea Militar de Stansted, en Essex.

Permanecieron en espera alojados en la base aérea durante varios días, hasta que finalmente una noche fueron embarcados a las apuradas en un Douglas DC-3 de la Real Fuerza Aérea, con destino a los Estados Unidos.

Sentada incómodamente en los precarios asientos de lona de la aeronave militar, Anne esperaba aterrada su bautismo de vuelo. El aparato permanecía inmóvil en la pista auxiliar mientras decenas de hombres realizaban tareas a su alrededor. Desde el interior del aeroplano se podía escuchar el golpeteo de la lluvia contra el delgado fuselaje. La resignada Anne trataba de controlar todos sus temores manteniendo la mirada perdida en las espesas nubes del cielo londinense.

En el moderno avión viajaba un verborrágico coronel estadounidense llamado John Sheppard. El hombre no dejó de hablar un instante durante todo el viaje, y su arrogante estilo resultaba insoportable para Anne. El militar se expresaba casi a los gritos, tratando de ser escuchado por sobre el ruido de los motores del DC-3. Gesticulaba exageradamente y se reía de manera caricaturesca.

—Este idiota va a gritar durante todo el viaje —susurró Anne al oído de su esposo.

—Anne, por favor —la reprendió Herbert.

—Si todos los militares estadounidenses son tan patéticos como este, será más conveniente que los Estados Unidos no entren a la guerra. Hitler se hará un festín con ellos —insistió Anne.

—Mi esposa pregunta hace cuánto tiempo que no ve a su familia —mintió Herbert.

—¿Mi familia? No tengo familia. Mi familia son los Estados Unidos de América.

—Que estúpido y decadente yankee —volvió a susurrar Anne.

El vuelo hizo una escala en Dublín, donde embarcaron dos médicos y una enfermera. A los pocos minutos, después de reabastecer combustible, el DC-3 cruzó el Atlántico Norte en nueve horas, para aterrizar finalmente en New Hampshire.

Los Daniels permanecieron varios días en Nueva York, y a fines de enero de 1941 despegaron en un vuelo hacia San Diego siguiendo un interminable derrotero. Volaron en cuatro aviones militares diferentes que hicieron agotadoras escalas técnicas durante tres días.

—¿Te arrepientes de haberte casado conmigo?

—¡Herbert! —reaccionó su esposa—, ¿cómo se te ocurre pensar eso?

—Es que tu carita no se ve muy alegre, amor.

Anne no contestó la interpelación de su esposo, y trató de distraerse mirando por la pequeña ventana rectangular del avión. Abajo se podía apreciar un largo río ondulante en una pradera verde. Anne reparó en lo encantador del paisaje. Lo cierto era que no cesaba de pensar en sus hermanas, y se había propuesto superar la angustiante situación en silencio.

—Perdón amor, prometo que ya estaré mejor, es solo un pequeño mareo.

Finalmente, en la primera semana de julio zarparon a bordo del crucero USS Phoenix con destino a Brisbane, Australia, formando parte de una fuerza de tareas junto con los cruceros USS St. Louis y USS Detroit, además de un considerable grupo de destructores. La misión de la flota era detectar portaaviones japoneses en el océano Pacífico.

El viaje no fue muy placentero para el flamante matrimonio, ya que por razones de seguridad se les había prohibido salir a la cubierta principal del buque, de forma tal que no vieron el sol por más de un mes.

Recién el 20 de agosto de 1941, en una mañana fría y ventosa, Herbert Daniels, liderando un equipo de técnicos e ingenieros australianos, comenzó los primeros trabajos para el montaje del sistema de radares antiaéreos a lo largo de la costa noreste de Australia. Intentarían replicar la red que habían instalado en Inglaterra.

—¿Es habitual el viento? —preguntó Daniels elevando la voz por sobre las ruidosas ráfagas.

—Hoy no hay viento señor, por unos días estará calmo —le contestó tajantemente un trabajador australiano.

Herbert estaba parado sobre un pequeño montículo rocoso ubicado en la playa de Little Turtle Bay. Miraba con dificultad hacia Fitzroy Island. Sus ojos lagrimeaban sin cesar a causa del viento. El islote era un tupido bosque de eucaliptos rojos y casuarinas rodeado por la Gran Barrera de Coral. En sus márgenes se podían divisar brillantes playas de arena blanca. Herbert se quedó un largo rato mirando la paradisíaca isla cuyo contorno alteraba la uniforme línea del horizonte en la inmensidad del océano.

—¿Será posible llegar a aquella isla? —preguntó sin quitar la vista del hermoso peñón.

—Sí señor. Solo es cuestión de remar unos cuarenta minutos.

—¿Remar? ¿No hay otra forma de cruzar?

—Bueno, hay un hombre aquí cerca que pesca todos los días en su bote. Muchas veces lleva turistas a la isla y al atardecer los trae de regreso.

—De acuerdo —contestó Herbert sin ocultar su disconformidad con la respuesta del lugareño.

—Pero si usted prefiere hay lanchas que zarpan desde el pueblo. El trayecto es un poco más largo, pero usted podrá disfrutar más cómodamente de la travesía.

—Eso suena mejor, ¿son lanchas grandes?

—Claro que sí señor, son grandes. Unas más que otras, pero usted podrá elegir la que le resulte más adecuada.

—¡Excelente! —exclamó Herbert.

—Eso es lo que estaba buscando. Necesitaremos una lancha para transportar algunos equipos a esa isla. Por cierto, ¿está habitada?

—No señor, solo hay tortugas y algunos pocos dragones.

—Eso no será un problema —dijo Herbert mientras encendía un cigarrillo.

Los trabajos habían comenzado y eso le daba cierta tranquilidad, ya que las cosas parecían haberse encaminado correctamente y ahora todo dependía de él mismo. Ya no habría demoras inesperadas, salvo los imprevistos climáticos.

Cuando salió de Londres, ocho meses atrás, había recibido expresas instrucciones del Almirantazgo para que el sistema estuviera operativo en septiembre de 1941, lo que evidentemente no iba a ser posible dadas las demoras que habían experimentado durante el traslado de los equipos y suministros.

Junto a su esposa, se había instalado en una pequeña casa de campo en Cooktown, a unos cuantos kilómetros del sitio en donde se instalaría la primera estación de radar.

Anne lo esperaba todas las tardes con la cena. Para ella, los días en Australia eran eternamente aburridos. En la soledad de la casa, ante la inmensidad del océano Pacífico al este, pasaba largas horas esperando el regreso de su esposo. Su única comunicación con el mundo exterior era la débil señal de la BBC dando noticias sobre la evolución de la guerra en los distintos frentes de batalla.

Solo se dedicaba a «conversar» con una vieja perra de color rojizo. Después supo que se trataba de una pastora ganadera australiana, tal era la raza del animal que la visitaba todas las tardes. Al cabo de unos días decidió llamarla Rose, no solo por la tonalidad de su pelaje, sino también en memoria de su madre.

La soledad le resultaba tan agobiante que en un momento dado comenzó a sentir la necesidad de la visita de la perra, a punto tal que todas las tardes la esperaba ansiosa en la galería de la pequeña casa.

La noble perra parecía entender su necesidad de compañía y, religiosamente, aparecía puntual con su cansino andar y se echaba a sus pies para descansar. Era una situación casi mágica para Anne.

Su padre siempre decía que cuando un animal se acerca a una persona, en realidad se trata de un ser humano reencarnado que necesita comunicarse.

Ella pensaba que se trataba de una historia propia de un padre poeta y escritor de cuentos fantásticos, y se resistía a dar crédito a semejante locura.

Pero lo cierto era que la perra se presentaba todas las tardes a la misma hora buscando su compañía, como si fuera una persona.

De alguna manera, necesitaba creer en la fantasía creada por su padre y le agradaba pensar que ahora su madre estaba con ella, aunque más no fuera representada por esta solitaria pastora australiana.

Súbitamente, todo cambió para ella cuando supo que estaba embarazada.

La confirmación de su gestación hecha por el médico de Cooktown la llenó de alegría, y desde el mismo instante en que salió del consultorio médico la invadió un arrebato de ansiedad y de necesidad impostergable de compartir la buena noticia con sus hermanas y su padre.

No le bastaba con compartir la noticia solamente con su esposo, para ella era muy importante la familia de sangre, pero la lejanía y el aislamiento de la enorme isla en medio del océano le impedían ser completamente feliz.

Todos los días dedicaba un rato a mirar el mar tocándose la panza, mientras pensaba en lo feliz que hubiera estado su madre por el nieto que vendría.

Siempre le había dicho lo contenta que la pondría una nieta, y no olvidaba aquel momento, cuando instantes antes de morir le recordó que en caso de tener una hija debía ponerle el nombre de su abuela, tal como lo establecía la tradición familiar.

—La llamaremos Kristen —le dijo Anne a su esposo.

—¿Kristen? —Herbert se vio sorprendido con la sentencia de su esposa.

—Kristen Daniels. Sí, me gusta Kristen, pero debemos esperar hasta que nazca para saber si es mujer, ¿no crees que deberíamos pensar también en un nombre de varón?

—No amor, será mujer. Se llamará Kristen.

—Bueno, si tú lo dices… Confiaré en tu intuición de madre.

—El Doctor Markis estima que nacerá para los primeros días de marzo del año entrante.

—Esperemos que la guerra haya terminado para entonces —dijo Herbert, mientras enrollaba unos planos.

—Al parecer eso no será posible, amor. Las noticias de la BBC no son muy alentadoras al respecto.

—¿A qué te refieres Anne?

—Churchill no logra convencer a los Estados Unidos de ingresar a la guerra y, mientras tanto, los alemanes y los japoneses siguen ganando terreno, no sé cómo terminará todo esto.

—Igualmente, creo que aquí en Australia estamos a salvo, debe ser el país más seguro para pasar estos turbulentos momentos.

—Ojalá fuera como tú dices Herbert, pero lamentablemente no lo creo. Dios te escuche, pero por lo que he oído en la radio, los japoneses preparan una invasión a Australia.

—¿Qué dices cariño?

—Tengo mucho miedo y te pediría que lo antes posible tratemos de largarnos a un país neutral, donde no corramos riesgos con nuestra hija.

—Anne… Por favor, todavía no sabemos el sexo de nuestro hijo —Herbert trataba de eludir el planteo de su mujer.

—¡Herbert, mírame! —lo increpó Anne con inusual rudeza, y luego de mirarlo fijo a los ojos le advirtió de manera intimidante:

—Escúchame bien Herbert. No voy a dudar un instante en abandonar esta maldita isla, ¿lo entiendes? No me interesan tus radares, ni tu reputación, ni tus compromisos con el Almirantazgo ni con nadie. ¿Lo entiendes? ¡Me iré de aquí cuanto antes! ¡No voy a poner en riesgo la vida de mi hija! ¡Si estás de acuerdo nos iremos juntos, y si no me iré sola!

—Cariño…

—¡No me llames así! ¡Mi nombre es Anne y estoy hablando muy en serio! ¿Entiendes?

—De acuerdo Anne. Solo quiero que me permitas explicarte...

—No hay nada que debas explicarme Herbert. No lo entiendes. Estoy mejor informada que tú. Te pasas todo el día en el medio de la nada, en cambio yo escucho las noticias y estoy enterada de todos los sucesos. No quieras explicarme nada. Soy yo quien debe explicarte que pronto tendremos una hija y que no podemos arriesgarnos a quedarnos aquí. Tienes que despojarte de tu necedad.

—Solo intentaba explicarte que los trabajos en la línea de radares están muy avanzados, y quizás en pocas semanas podría estar todo terminado y funcionando.

—¡Muy bien Herbert Daniels! ¿Y cuánto tiempo crees tú que falta para que nazca nuestra hija? Debes entender que no hay tiempo que perder.

Anne estaba completamente exaltada porque días atrás había escuchado en la BBC que los jefes del Estado Mayor General británico no podían garantizar la defensa de Singapur, Australia y Nueva Zelanda sino por el lapso de sesenta días en caso de ser atacados por los japoneses, y ese cálculo se basaba en el tiempo que le tomaría a la flota británica acudir con refuerzos.

—Esta mañana informaron que la guerra en Europa les imposibilitará brindar cualquier tipo de ayuda —dijo la angustiada Anne.

La situación era desesperante y Anne estaba muy al tanto de todo, ya que los partes de la BBC daban cuenta que la Royal Navy apenas podía defender las rutas de abastecimiento a las islas británicas a través del Atlántico, y que el Alto Mando había admitido su incapacidad operativa para defender el Lejano Oriente.

—¡Eso es imposible Anne! —exclamó su marido—. ¿Cómo crees que pueden abandonar a Australia? Este país está enviando tropas al África para ayudar a las fuerzas británicas contra italianos y alemanes.

—¡Es así como lo escuchas, Herbert! ¡Aunque te cueste aceptarlo, es así! ¡Churchill no puede hacer nada para proteger a Australia! Y lo peor de todo es que los propios australianos están dejando desprotegido a su país y a sus familias confiando en las promesas del gobierno británico.

—Anne, por favor cariño… No debes dar crédito a esos cuentos, son solo versiones periodísticas.

—La BBC mencionó que Australia y los demás territorios orientales son indefendibles ante un ataque japonés.

Estupefacto, Herbert inquirió:

—¿Cómo puede saber la BBC si la Royal Navy es capaz o incapaz de esto o de aquello? Evidentemente se trata de un ardid para desinformar al enemigo. Amor, te puedo asegurar que todas las emisiones de la BBC son previamente examinadas y autorizadas por el Alto Mando británico.

—Claro, todo es un ardid para engañar al enemigo. Mientras tanto el enemigo sigue avanzando en todos los frentes. ¿No puedes entrar en razón Herbert?

—Me cuesta creer esas noticias. No será la primera vez que la BBC desinforma para despistar al enemigo.

—Entonces, ¿qué me dices de esto? —preguntó Anne indignada mientras señalaba unas anotaciones que ella misma había hecho—. Dicen que un submarino alemán atacó al buque Automedon que llevaba documentación secreta dirigida al comandante en jefe del Lejano Oriente, Sir Robert Brooke-Popham.

—¿Automedon? —preguntó Herbert.

—Sí, lo anoté para no olvidarlo, el SS Automedon, al mando del capitán McEwen, que había zarpado rumbo a Singapur.

—¿Lo hundieron?

—Sí, y la tripulación fue previamente capturada, se encargaron de apresar vivos a todos.

—No lo tengo registrado —Herbert buscaba en un libro de tapas duras—, debe tratarse de una nave de menor porte, ¿dijeron cuándo sucedió todo esto?

—El 11 de noviembre, hace tres semanas.

—Entonces, si realmente es así, los japoneses ya deben contar con esa información.

Cuando Herbert terminó de decir eso, su mujer no pudo resistir y cayó abatida por un ataque de pánico, rompiendo en un angustioso llanto.

La situación era impensada para Herbert, sin embargo, estaba empezando a admitir que los datos que había escuchado su mujer en la radio resultaban muy consistentes. La gravedad de la situación era verosímil. No obstante, quería asegurarse que la versión fuera cierta, y para ello intentaría comunicarse con su contacto en el Comando en Jefe del Lejano Oriente en Singapur.

—Anne, déjame acompañarte a la habitación. Necesitas relajarte y dormir un rato. Yo me ocuparé de todo.

—Solo intento que entiendas el peligro que corremos aquí —dijo ella entre sollozos.

—Sí amor, lo entiendo perfectamente. Te prometo que haré todo lo necesario para que los tres estemos a salvo. Pierde cuidado.

Herbert se quedó a los pies de la cama, mirando tiernamente a su esposa. Una agradable brisa refrescaba la habitación y a lo lejos se escuchaban las olas rompiendo contra las piedras en incansable ritmo. Poco a poco el sol se fue ocultando y las paredes se tiñeron de ocre hasta que finalmente se hizo de noche. Para entonces la profunda respiración de Anne dominaba la habitación.

Herbert aprovechó el momento para comunicarse con Singapur. Fue a la habitación superior, donde había instalado su escritorio, y luego de varios intentos con el telégrafo recibió una respuesta:

—SOS.

Reiteró su identificación y esperó. Nada. A los pocos minutos, el mensaje se repitió:

—SOS.

Insistió nuevamente y recibió el siguiente mensaje:

—The steel whales won’t come to the Far East —y nuevamente transmitieron otro SOS.

—Save Our Souls —murmuró visiblemente alterado.

Si bien su primera reacción había sido de incredulidad frente a lo que le decía su mujer, y en su opinión se trataba de una estratagema británica para engañar a alemanes y japoneses, ahora su contacto en Singapur le confirmaba que debía aceptar la versión difundida por la señal de radio de la BBC.

Era cierto que los ingleses no vendrían a protegerlos de los japoneses, lo que evidenciaba la debilidad en que se encontraban las fuerzas británicas en todo el Lejano Oriente.

Herbert había quedado anonadado con la confirmación de la noticia. No cabían dudas que debía apurar la salida de Australia y poner a salvo a su mujer. Faltaba muy poco para el nacimiento de su hija y, por otra parte, los radares ya estaban casi terminados y listos para empezar a operar, solo restaba hacer algunas pruebas con aviones reales.

Necesitaba organizar la retirada de manera urgente, pero trataría de aparentar tranquilidad y aplomo frente a su mujer y entretanto ganaría tiempo para hacer los arreglos necesarios y partir hacia un lugar seguro.

Por un momento, no pudo evitar recordar la muerte de su padre en el frente durante la Primera Guerra Mundial, y sus pensamientos lo llevaron a concluir que ahora, en esta nueva guerra que se estaba librando, el campo de batalla era global, ya que la contienda se estaba desarrollando en casi todos los rincones del mundo.

De alguna manera la historia se repetía, porque si bien él no era un soldado, nadie podía negar que estaba operando en el campo de batalla. Pensar las cosas de esa manera le daba cierta satisfacción, aunque en el fondo sabía que su padre no estaría muy orgulloso de eso.

Él habría querido que su hijo se alistara en el Ejército, que combatiera en el frente y que muriera con honores. No había medias tintas en su familia, y lo único importante para un verdadero Daniels era servir a su patria como soldado y morir en combate.

—Lamento que eso no vaya a suceder así, padre —dijo en voz baja mientras se servía un escocés. Luego abrió el ventanal que daba hacia el balcón y se sentó en un desvencijado sillón mecedor mientras escuchaba Acis and Galatea de Händel. Desde allí, apuntó su mirada hacia el sur con la ilusión de poder divisar la isla Fitzroy, aun sabiendo que no sería posible verla desde ahí ya que el islote estaba a unas cien millas de Cooktown. Resignado, se acomodó en el sillón a disfrutar de su whisky.

—Mientras los japoneses sigan hablando por radio estaremos seguros aquí —pensó esbozando una sonrisa.

Nadie sabía, ni siquiera su propia mujer, que en aquella hermosa isla habían montado un sistema de radiocomunicación para interferir los mensajes radiales de los buques nipones. Era un secreto militar del cual se sentía orgulloso de participar. En términos familiares, esa isla era el equivalente a la trinchera en que había perdido la vida su padre. Sin proponérselo, él había logrado participar en la guerra, y de esa manera honró la tradición familiar. Aun cuando no era militar de profesión estaba sirviendo a su patria de manera activa, casi como cualquier otro soldado en el frente de combate.

Las ciencias lo habían llevado finalmente a la guerra, al mundo al cual siempre había anhelado pertenecer. Su abuelo había participado en las batallas de Bronkhorstspruit y de Laing’s Nek (Sudáfrica) en 1880 y 1881, durante la guerra anglo-bóer, donde había perdido su ojo izquierdo. Luego, su padre había resultado muerto en la sangrienta batalla en el valle del Somme (Francia) en 1916. Ahora él estaba participando activamente en la Segunda Guerra Mundial. Sabía que, de esa manera, estaba honrando sobradamente el inmaculado mandamiento generacional, y eso le provocaba un rebosante orgullo.

Sus pensamientos se trasladaron ahora a su hijo, quien en pocos meses llegaría al mundo. Contrariamente a la intuición de su mujer, él estaba completamente seguro de que sería un varón, a quien le daría el mismo nombre de su padre y de su abuelo.

—Se llamará Douglas George Daniels —dijo enfrascado en sus pensamientos.

Se aseguraría que el niño fuera adquiriendo una inclinación por las armas, ya que deseaba fervientemente que su descendencia fuera militar. Claro que estos deseos no eran compartidos con su amada Anne, consciente de que ella no lo aceptaría fácilmente, así que por el momento todo sería cuestión de esperar. «No vale la pena anticiparse», pensó.

Primero debía cumplirse su anhelo que el día del parto el médico le diera la noticia que se trataba de un varón, y luego las cosas se irían haciendo más fáciles con el niño, ya que no tenía dudas que, con los años, sería el pequeño por iniciativa propia quien les haría saber su deseo de enrolarse en Her Majesty’s Armed Forces.

Transportado por sus pensamientos e ilusiones, imaginándose en el futuro como el padre de un militar, Herbert sintió una fuerte inspiración para continuar aferrado a sus tareas de colaboración con el Alto Mando británico. Tenía que ser no solo un digno hijo de militares, sino ahora el digno padre de un futuro militar.

Inmerso en sus introvertidas reflexiones, apaciblemente, terminó de disfrutar un Montecristo con la mirada perdida en el estuario del río Endeavour.

Al voltearse, pudo ver a Anne plácidamente dormida, y de a poco él mismo fue cayendo vencido por el sueño.

Al amanecer Anne lo despertó sorprendida:

—Herbert… ¿Has pasado toda la noche aquí? ¿Cómo puedes dormir en ese sillón tan incómodo? Mírate… Tienes el cuello doblado, tendrás una contractura muscular.

—Eh… Estoy bien… —aún no lograba despertarse completamente.

—En un rato vendrán a buscarte Herbert. Ya son las siete. Debes levantarte. Prepararé el desayuno.

Mientras se duchaba, pudo escuchar por la ventana del baño el motor del camión del contratista que pasaba a buscarlo.

—¡Mierda! Se me hizo tarde —se recriminó mientras se vestía rápidamente.

—¡Anne, mañana estaré ocupado! —gritó.

—Siempre lo estás Herbert —contestó ella, parada en la puerta de la habitación.