La constelación imaginada - Emilio Meyer - E-Book

La constelación imaginada E-Book

Emilio Meyer

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Beschreibung

"La constelación imaginada" es una cautivadora novela que narra la vida de Mónica Segura, nacida en Buenos Aires en 1988. Desde pequeña, Mónica quedó marcada por la trágica muerte de su madre, quien fue encontrada asesinada cuando ella tenía apenas tres años. A partir de su adolescencia, aquel penoso suceso despertó en ella la necesidad de encontrar respuestas, y un anhelo por descifrar las circunstancias detrás del misterioso homicidio. Motivada por un ávido deseo de justicia y por las ansias de cerrar las heridas del pasado, Mónica se embarca en la osada aventura de disipar los brumosos laberintos en los que está sumergida su familia paterna. En su búsqueda de respuestas descubre que la mentira y el engaño han sido una constante en el seno familiar, provocando en ella profundas cicatrices psicológicas que desencadenan una desconfianza hacia todos aquellos que la rodean. Su vida se convierte en una montaña rusa emocional, socavando sus relaciones personales y su capacidad para formar vínculos afectivos, lo que la conduce a buscar refugio en sí misma. "La constelación imaginada" es una novela apasionante que indaga en la profundidad de la psicología humana, interpela los intrincados lazos familiares y explora la vital necesidad de conocer la propia identidad. A través del escarpado derrotero de Mónica hacia el encuentro con la verdad, el lector será transportado a un mundo de intrigas, suspenso y redención.

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Emilio Meyer

La constelación imaginada

Meyer, EmilioLa constelación imaginada / Emilio Meyer. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4480-3

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Éxtasis social - 21 de diciembre del 2010

Buscando entre las estrellas - 3 de diciembre de 1994

El cartonero postizo - 9 de marzo del 2016

La maldición de Magalí - 2 de abril del 2016

La bruja - 23 de junio del 2016

El obelisco - 7 de octubre del 2017

La crisis familiar - 8 de octubre del 2017

Las confesiones de Isidro - 8 de octubre del 2017

Las verdades de Eugenia - 7 de enero del 2018

El crucifijo - 16 de febrero del 2018

La muerte - 6 de marzo del 2018

La abuela pistolera - 21 de junio del 2018

El Tugurio - 21 de junio del 2018

El hospital - 23 de junio del 2018

El juramento - 24 de junio del 2018

Las confesiones de Carmen - 26 de junio del 2018

La verdad revelada - 30 de junio del 2018

El médico justiciero - 23 de diciembre del 2021

Esta novela está dedicada a Eugenia,

con todo mi amor y gratitud.

Éxtasis social

21 de diciembre del 2010

—Bienvenida, señora, permítame que la ayude —el encargado del valet parking se mostraba excesivamente servicial.

—Puedo sola, muchas gracias. —Mónica Segura bajó del auto, luciendo un elegante vestido gris plata y, de inmediato, su figura resplandeció imponente en la puerta del Grand Hotel en el pituco barrio de la Recoleta. Su brillante estampa relucía seductora y atractiva mientras avanzaba con aristocrático paso por el pasillo central, que llevaba hacia el «Silver Lounge» donde se celebraba la fiesta.

—¡Moni! ¡Estás exquisita! —Su amiga, Magalí Mendoza, estaba por ingresar al distinguido salón y, al voltearse, la vio llegar con su elegante andar. Ella se había alojado en el primer piso del lujoso hotel y habían coordinado con milimétrica perfección el momento exacto del «casual» encuentro a los pies de la escalera. Así fue como en el preciso instante en que Magalí bajaba de su habitación, Moniquita ya había bajado del remís y caminaba hacia la puerta de entrada a la fiesta.

—Exquisita me decís, hija de puta. ¿Y vos quién sos? ¿Una chocotorta? Estos zapatos me están matando, boluda.

—Estás bárbara, nena. ¿Trajiste pochoclo? Mirá que la peli es larga.

—A veces me hacés reír, Magalita. Quedate siempre cerca de mí, ¿okey?

—Obvio, boluda, olvidate.

—Y no hagas cagadas, mirá que acá están todos los garcas llenos de plata y necesitamos solo uno que la ponga. No sé por qué, pero tengo la intuición de que esto va a ser más fácil que pescar en la pecera de tu abuelo.

—Esperemos que así sea, alguno tiene que morder el anzuelo, no podemos ser dos fracasadas.

—Mirá lo que somos, boluda, dos reinas, olvidate, acá ganamos seguro.

Las dos mujeres simulaban conversar de cuestiones muy importantes mientras caminaban hacia el tumulto de invitados concentrados en el centro del fastuoso salón.

Estaban acostumbradas a que la gente pensara que fueran hermanas. Sus fisonomías generaban esa falsa apariencia, ya que ambas eran morochas, de piel muy blanca y de similar estatura, aunque la belleza deslumbrante de Mónica hacía la diferencia. Su distinguido semblante, de refinados rasgos, contrastaba con el rostro no tan delicado de Magalí. Juntas se hacían más llamativas aún, sobre todo para el público masculino, y sin proponérselo, las amigas competían por acaparar la mayor cantidad de miradas.

—¿Champagne, señoras?

—Gracias.

—¿Boluda, te das cuenta dónde estamos? No lo puedo creer... tomando Pommery y no tenemos ni para pagar el alquiler.

—Somos lindas, nena —Mónica le guiñó un ojo— Eso garpa. La belleza abre puertas.

—La belleza también mata. Disimulá, Moni —le advirtió Magalí entre dientes— hay dos chetitos acercándose atrás tuyo.

—Hola, señoritas, me presento: soy Isidro de Montecasino y él es Benicio Bengolea, encantados de conocerlas.

—Hola, Mónica Segura.

—Hola, Magalí Mendoza.

—¿De los Mendoza de Pergamino?

—No, de Floresta. —Moniquita codeó imperceptiblemente a su amiga.

—«La Floresta» es el nombre del campo de tu familia, ¿no Magalí?

—Sí, «La Floresta» —reaccionó Magalí dubitativa— queda en Las Flores. Cultivamos rosas.

—Ja, ja, ja, qué interesante, ¿y vos de dónde sos? —Isidro se enfocó en Moniquita.

—De Pehuajó —respondió Mónica con su mejor sonrisa. El tipo hablaba en un tono amanerado que la exasperaba, abusaba de modismos propios de la clase adinerada y apelaba a anglicismos innecesarios, pero, no obstante, a ella le resultaba físicamente atractivo, por lo que decidió ser paciente.

—¿Tenés campos allá?

—No, no tengo campos, ni allá ni acá.

—Ah, pensé que eras terrateniente.

—No, no tengo esa dicha —Mónica no podía evitar su sarcasmo— mis abuelos y mis padres eran trabajadores, y yo continué con esa tradición familiar. Todo lo que tengo lo llevo puesto. Bueno, en realidad los zapatos son de mi amiga —dijo señalando a Magalí, quien conversaba muy entretenida con el otro terrateniente.

—Y decime, Mónica, ¿qué hacés en esta fiesta de productores agropecuarios?

—Estamos buscando un accionista —dijo ella sin esconder la verdadera razón de su presencia.

—¿Cómo es eso?

—Es muy fácil, estamos empezando un emprendimiento comercial. Mi amiga es diseñadora de indumentaria y queremos lanzar una línea de carteras para mujer.

—Qué interesante, ¿y cuál es tu rol en el emprendimiento?

—Soy la directora de RRPP.

—Ah, excelente. Lo hacés muy bien.

—Gracias. Estamos lanzando una línea de alta gama, y queremos empezar con la producción. ¿Qué se necesita para eso?

—Bueno, dejame pensar, creo que se necesitan muchas cosas, pero lo más importante...

—El cuero —lo ayudó Mónica.

—¿Cuero?, ah, claro, cuero...

—Eso mismo, cuero. Legítimo cuero argentino. ¿Estoy en el lugar equivocado? Decime y me voy.

—No, para nada, ¿cómo te vas a ir? De hecho, creo que estás en el lugar indicado. —Nocaut, pensó Mónica mientras aceptaba otra copa de Pommery.

—Entonces, quizás me podés ayudar. Seguramente conocés a muchos productores de cuero.

—Bueno, no creo que haya productores de cueros en esta fiesta, pero yo soy productor de ganado.

—¡Perfecto! Si tenés vacas entonces tendrás cueros.

—Ja, ja, ja, sos muy simpática, Mónica, ¿cómo era tu apellido?

—Segura, de los Segura de Florencio Varela, y de La Matanza, y de Morón. Somos una familia numerosa.

—Ja, ja, ja, no puedo parar de reírme, Mónica. Tenés una percepción de la realidad extraordinaria.

—¿Percepción de la realidad? —Qué terrible pelotudo, pensaba Mónica mientras decidía si seguir conversando con Isidro o echarle Flit.

—Sí, me refiero a que me sacaste la ficha, de una.

—Sí, claro, de una. —La ficha de tremendo pelotudo te saqué, pensó ella.

La conversación empezaba a entrar en un callejón sin salida y a Mónica se le ocurrió cambiar de tema.

—¿Sos casado?

—No, bueno... por el momento no. Pero mi idea es casarme y tener hijos, quiero tener una familia grande.

—¿Así como la mía, desparramada en todo el Conurbano?

—Ja, ja, ja, no precisamente. Prefiero tenerlos a todos en casa o en el campo.

—Arrastrás mucho la «ese», ¿te diste cuenta? Vos decís: «prefiero tenerlos a todos en casssa» suena como «casha», y en realidad lo correcto es decir casa, a ver probá, decí casa, con «ese».

—Ja, ja, ja, sos terrible, Mónica.

—Ves: «shos» terrible, Mónica. Debe ser un modismo de tu zona, ¿de dónde dijiste que eras?

—De Areco, San Antonio de Areco.

—Ah, claro, «Shan» Antonio de Areco... Y decime, Isidro, ¿qué edad tenés?

—Tengo treinta y ocho... ya estoy grande. Sí, no me digas nada, ya lo sé, me lo dice mamá, ya es hora de ir formando una familia.

—Mamita, qué fuerza hace para ser tan pelotudo —Mónica murmuraba por debajo de la música.

—¿Vos qué edad tenés?

—Veintidós. Soy del 88.

—Dejame adivinar... ¿Sagitario?

—No tengo ni idea, no sé nada de eso. Soy de octubre, del veinticuatro.

—Ah, Escorpio entonces.

—¿Y eso qué significa?

—Bueno... en realidad, yo tampoco sé mucho de los signos del zodíaco, pero como yo soy de Sagitario te tiré eso...

—Ah... Vos creés que somos parecidos —Mónica no ocultaba cierto sarcasmo en la afirmación.

—Ja, ja, ja, puede ser, ¿quién te dice? Deberíamos conocernos un poco más.

A esta altura de la conversación, Mónica comenzó a sentir la necesidad de ir en busca de otra víctima. Este ya estaba entre sus redes y debía lograr llenar la canasta de nuevos contactos.

—Bueno, Isidro, te dejo, te agradezco la compañía, voy a buscar a mi amiga. Buscame en Facebook como «Moniquita_88».

—Dale, buenísimo, nos vemos, Moniquita.

—Dale.

Isidro se había quedado maravillado con Mónica. Todo se movía en cámara lenta a su alrededor. Como en un embrujo, la mujer lo había seducido completamente desde el mismo instante en que la vio. Se quedó inmóvil un largo rato, grogui, como si le hubieran pegado mil trompadas.

—Tengo un tincho completamente nocaut.

—¿Isidoro Cañones?

—Sí, ese mismo. Un tincho medio boludo, pero capaz sirve para algo. Tampoco vas a pensar que de acá vamos a llevarnos a un premio Nobel, no seas boluda, lo único que necesitamos es un tipo que ponga la plata.

—No, Moni, ya sé, pero era tremendo pelotudo. Hablaba como si tuviera un broche para colgar la ropa en la lengua. Yo le mandé Floresta a propósito, porque me dio bronca que sea tan tincho, boluda. ¡No podés ser tan pelotudo, loco!

—Bueno, no te enojes, tonta. Ja, ja, ja. ¿Y en casa cómo andamos? ¿Tenés algo?

—Sí, estuve con dos o tres forros, pero todos querían coger y nada más.

—¡Olvidate! Prefiero darle a este —Mónica blandió su pequeño sobre de mano.

—¿Qué tenés ahí, loquita?

—Mi consuelo portátil.

—Con eso no hacemos nada, Moni.

—Ya sé, pero lo prefiero antes de acostarme con un pelotudo de estos a cambio de nada.

***

Desde que se habían conocido en el primer grado de la Escuela «Presidente Sarmiento», en el barrio de Floresta, Mónica y Magalí se habían hecho muy compinches.

Ambas tenían orígenes familiares similares y no tardaron mucho tiempo en encontrar puntos en común para afianzar su amistad. Tanto una como la otra se habían criado con sus abuelos.

Magalí era huérfana de madre y padre, y vivía con su abuela; y Mónica, si bien tenía a su padre, él había desaparecido cuando ella era niña.

Mónica lo recordaba a menudo, aunque no le interesaba saber de él, al punto que sentía cierta indiferencia con el hecho de que haya desaparecido. Sí, en cambio, extrañaba mucho a su madre fallecida.

Por su parte, Magalí no tenía recuerdo de sus papás.

—Nuestras vidas son parecidas —le había dicho Magalí cuando tenían apenas catorce años. Esa noche se había quedado a dormir en la casa de Mónica y la ocasión se prestó para el diálogo.

—¿En qué? —le había preguntado Mónica en esa ocasión.

—Somos huérfanas, boluda.

—No, mi papá está vivo. Aunque se haya ido a la mierda, tengo como la sensación de que anda por ahí, pero igual no quiero que vuelva.

—A mí me encantaría saber de mis viejos. Me intriga cómo eran. Es algo que tengo acá adentro, ¿viste?

—Sí, te reentiendo, a mí me gustaría tener a mi vieja.

—¿Cómo murió tu mamá?

—Yo creo que la mató mi papá.

—¡Eh! ¿Qué decís, boluda?

—En realidad, no lo puedo saber porque no tengo la certeza absoluta, pero lo vengo sospechando hace mucho.

—¿Por qué pensás eso? —En ese momento Magalí se había levantado de un salto para sentarse en la cama de Mónica. No podía dar crédito a lo que ella le estaba contando.

—No me gusta hablar de esto... te lo cuento a vos porque sos mi amiga, ¿okey?

—Sí, Moni, yo no se lo voy a decir a nadie.

—Cuando mi mamá murió, yo tenía tres años y mi papá me dijo que la había atropellado un auto. Pero después, escuchando una conversación de mis abuelos, me enteré de que eso era mentira.

—¿Qué decían ellos?

—Que mamá había muerto envenenada. Creo que mi papá le dio café con veneno y la mató.

—¡Qué locura! No lo puedo creer. ¿Y ellos cómo lo sabían?

—Porque lo sabía todo el mundo, y a mí no me quisieron decir la verdad.

—¿Y por qué tu papá querría hacer eso?

—Porque mi mamá no lo quería.

—¡Qué hijo de puta! No lo puedo creer. Ahora entiendo por qué no querés que vuelva.

—Él tampoco quiere volver. Pero no tiene a dónde ir. Por eso estoy segura de que siempre anda por el barrio. A veces, siento que da vueltas por ahí afuera.

—¿Y por qué no lo metieron preso?

—Porque no hay pruebas de que haya sido él. Mi papá siempre estaba poniendo veneno en las plantas. Era un enfermo el tipo, un obsesivo del veneno para hormigas, para ratas, qué sé yo... Un loquito. Yo sé que fue él. Él siempre me decía que yo no crea nada de lo que me dicen los demás.

—Es tremendo, Moni... Yo no sé qué haría en tu lugar.

—Es muy raro mi papá. Por suerte la última vez que lo vi fue hace muchos años. Ojalá no aparezca nunca más.

—¿Viste, Moni? Es como yo te digo. En algún punto tenemos muchas cosas en común.

—Sí, Maga, pero no somos iguales. Yo creo que la familia es algo que uno no elige, pero sí elegimos quiénes queremos ser, y en ese sentido somos distintas.

—¿Vos qué querés ser?

—No lo sé, tengo muchas cosas en la cabeza. Lo único que sé es que no quiero vivir en este barrio. Me quiero ir a la mierda.

Habían pasado más de diez años desde aquella conversación, y siempre se habían mantenido unidas como hermanas. Quizás sus historias familiares, y la necesidad de contención recíproca habían forjado esa amistad.

Ahora, ya adultas, las dos amigas estaban vestidas de gala en una suntuosa fiesta de fin de año, organizada por la alta sociedad de terratenientes y productores agropecuarios de Buenos Aires. Habían decidido abrirse paso en la vida mediante métodos poco convencionales, infiltrándose en eventos de empresarios.

***

—¿No podríamos haber empezado por el Centro de almaceneros de Floresta? —Magalí no perdía oportunidad para lanzar una humorada.

—Dijimos que las carteras serían de cuero legítimo argentino, ¿no?

—Sí, pero esta gente me cae mal. No tengo dudas de que en Floresta estaríamos pasándola mejor. Esto es un embole.

—Banquemos un rato más, boluda, quizás tengamos suerte y pesquemos un tincho que quiera poner la guita. Ni siquiera tenemos para pagar la habitación. ¿Acaso no dijimos que esta joda tenía que cubrir los costos?

—Estamos doscientos dólares abajo.

—Más la cochera y el alquiler de los vestidos. Dale, boluda, pongámonos las pilas. Tenemos que irnos con algo.

En ese momento la fiesta había caído en un bache, la música ya no se escuchaba tan fuerte y en el escenario comenzaban los preparativos para los discursos.

—Bueno, tras que esto era un embole, ahora van a hablar estos viejos garcas.

—Pedimos, por favor, al señor Isidro de Montecasino, presidente de la Asociación, que suba al escenario. Muchas gracias —la estridente voz del locutor sacudió a los invitados.

El hombre convocado al escenario se destacaba por su elegancia. Estaba vestido con un impecable traje inglés color gris oscuro, una camisa blanca y corbata azul Neptuno. En la solapa llevaba un pin de plata con un logotipo de la Asociación Argentina de Criadores de Aberdeen Angus. Caminó con mucha prestancia hasta pararse frente al micrófono, mostrando seguridad. Su soltura hacía suponer que estaba acostumbrado a hablar en público. No obstante, Mónica lo observaba sabiendo que la defraudaría apenas comenzara su disertación, y así fue. El hombre saludó con un: «Buenas noches a todos, gracias por venir», evidenciando que lo había ensayado mil veces.

—Qué pelotudo... este tipo habla como si tuviera un pancho en la boca —Magalí ya no soportaba permanecer en la fiesta un instante más.

La concurrencia pudo advertir que el refinado empresario puso lo mejor de sí para decir unas pocas palabras, tratando de superar la evidente timidez que lo invadía.

Claramente su fuerte no era la oratoria, aunque había logrado estar a la altura de las circunstancias y más allá de los titubeos cometidos mientras leía su discurso, al fin de cuentas, se percibió que lo había hecho con cierta dignidad.

—Después de todo no es algo tan difícil —dijo Mónica para sí, sin dejar de admitir que el tipo le había transmitido una sensación de agrado. No estaba muy segura de qué se trataba, pero había logrado encontrar en el apuesto terrateniente cierta virtud que, de alguna manera, enmascaraba su insoportable esnobismo al hablar.

—Los invito a levantar las copas para brindar por el año que estamos despidiendo, y por muchos deseos de felicidad para esta gran familia en los tiempos venideros. Por todos ustedes, muchas gracias.

—Chin, chin, Moni, te quiero mucho, amiga.

—Felicidades, Maga. Ojalá tengamos un buen año —Las dos amigas se abrazaron, cada una con su copa en la espalda de la otra.

—Por favor, solicitamos a la señora Mónica Segura que suba al escenario —dijo el locutor para sorpresa de todos y, especialmente, de la propia Mónica, quien no salía de su aturdimiento.

—¡Moni! Andá, boluda... te llaman a vos.

—¿Pero... yo qué tengo que ver?

—Señora Mónica Segura, por favor, si es tan amable de acercarse al escenario —insistió al rato el locutor mientras intentaba buscar a Mónica entre la nutrida concurrencia.

Mónica dejó la copa en la mesa y se encaminó decidida hacia el escenario, caminando elegantemente por el pasillo central formado por las mesas del salón. Una vez que estuvo parada al lado de Isidro, él la miró con una amplia sonrisa y tras tomar el micrófono la presentó como una entrañable amiga de la juventud.

—Mónica es de Pehuajó, pero sus amigos le decimos Moniquita de Buenos Aires, ja, ja, ja. Pido un fuerte aplauso para ella y para toda la gente de Pehuajó. Muchas gracias a todos. Ahora Moniquita va a hacer entrega del premio que vamos a sortear.

Mónica estaba completamente superada por la situación. Habían entrado a la fiesta como dos polisones y ahora ella entregaba el premio principal arriba del escenario. Aun así, se mostraba calmada y sonriente, con la naturalidad propia de quien hubiera ensayado todo el acto. Finalmente, luego de entregar el voucher por un viaje a New York al agraciado ganador, el locutor despidió a Mónica.

—Le damos las gracias a la señora Mónica Segura, e invitamos a todas las damas presentes a que conozcan su nueva colección de carteras de legítimo cuero argentino que su distinguida marca estará lanzando próximamente.

Esto es mentira, pensaba Mónica mientras bajaba la escalinata. El tipo a quién había subestimado por su forma de hablar le había dado una lección, y ahora todas las miradas apuntaban a su gentil figura plateada.

—¿Qué dice este tipo, Moni? ¿Vos le contaste del proyecto? No tenemos una puta cartera. ¿Qué vamos a hacer?

—Las vamos a empezar a fabricar, Maga. No lo puedo creer, me sorprendió. Empiezo a darme cuenta de que este tincho no es tan idiota como lo habíamos juzgado.

—No, es verdad. No creo que lo sea, si tiene más guita que Bill Gates. Pero, pobrecito, hablando sí que es un pelotudo. ¿Cómo seguimos? Tenés que ir a buscarlo, no perdamos el contacto.

—Olvidate, Maga, yo no vine a hacer papelones. No solo no tenemos carteras, ni siquiera tenemos una marca, ni local, ni un empleado. Mirá si alguna de estas minas me pregunta algo. ¿Qué querés que le diga? Creo que lo mejor es que nos vayamos.

—Pero, boluda, este tipo nos puede dar una mano... si no le das bola, vamos a perder la oportunidad.

—No, nena, es precisamente al revés cómo funciona esto. Si queremos que nos dé bola, lo más conveniente es irnos a la mierda. Ya vas a ver. Acá ya hicimos lo que teníamos que hacer, incluso logramos más de lo que nos habíamos propuesto.

—En realidad, no logramos nada. Este tipo nos hizo publicidad y todavía no tenemos ni para pagar el alquiler de estos vestidos.

—Tenemos un contacto, boluda. Eso es lo importante, ¿entendés? Un contacto de la puta madre. Este tipo me va a buscar, ya vas a ver. ¿Cómo mierda se llamaba?

—Isidoro Cañones.

—Ja, ja, ja. Isidro de Montecasino, no me tengo que olvidar —Mónica anotó el nombre en su celular.

—¿Cuándo tenemos la próxima fiesta?

—Mañana, en el Hilton.

—¿Posta? La puta madre, boluda, el vestido lo tengo que devolver mañana.

—Pero te dije que lo alquilaras hasta el lunes, boluda.

—No podía, no me alcanzaba la guita.

—Bueno, no lo devuelvas. Le caemos el martes a la mina y le explicamos.

—¿Vamos al Tugurio? Tengo la mochila en el auto.

—Dale.

—¿No dejaste nada en la habitación?

—Sí, las gracias. Pagué con la Amex de Christian, total se fue a Lisboa ayer. Además, ni se va a dar cuenta. Doscientos dólares no le mueven la aguja a ese hijo de puta.

—Y si se da cuenta, que le reclame a tu antepasado.

—¿A quién?

—A Pedro de Mendoza. ¿Acaso no es tu antepasado?

—Ja, ja, ja, claro, de los Mendoza de Portugal... que se joda Christian.

Una vez en el auto se cambiaron de ropa y aprovecharon para fumar un faso y tomar unas cervezas que había en el baúl.

—Boluda, compraste negra, es horrible.

—No la tomes, a mí me gusta.

—Te gustó estar en el escenario, eh... guachita, te gusta la alfombra roja, eh...

—Ja, ja, ja. Re... Me encantó. Ese Isidoro Cañones apuntó a mi flanco más débil. La verdad que el tipo «me pudo» con ese gesto.

—Sí, la verdad que se pasó. Parecías Valeria Mazza entregando el Martín Fierro. Una reina... Todo el mundo te miraba sin saber quién eras. La mina que estaba al lado mío decía: «qué preciosa que es esa chica». ¿Muy tincha la vieja, viste?

—Sí, claro, como todos, ¿vos qué le dijiste?

—¡Eh, loca, es mi amiga, somos de Floresta nosotras! ¡Aguante All Boys!

—Mentira, no le dijiste eso.

—No, en realidad le dije que eras exquisita.

—Exquisita, ja, ja, ja, ¡amé!

—Ja, ja, ja, tuve que usar un adjetivo esnob y ese me encantó.

—A veces creo que yo le gusto más a las mujeres que a los hombres.

—Le gustás a todos. A los hombres, a las mujeres, a los travas, a todos. A mí también me gustás, sos hermosa. Dame un beso.

—Vos también sos hermosa... Pero no me pidas besos, sabés que si no estoy puesta no me gusta. No sé, pero funciono así. No me jodas. —Mónica sacó un organizador de medicamentos de la guantera del auto. La pequeña caja metálica tenía una tapa con antiguas ilustraciones con motivos de la campiña inglesa. Al abrirla, se pudieron ver ocho compartimentos ocupados, cada uno de ellos, con una pastilla de diferente color y forma. Magalí la observaba mientras terminaba de abrocharse la camisa negra que sacó de la mochila.

—¿Querés? —Mónica encendió la luz interior mientras le acercaba los «confites» a su amiga.

Magalí ojeó dentro de la cajita como quien elige un bombón y finalmente se decidió por una píldora redonda de un color celeste sucio con la leyenda «VW» y, sin titubeos, la colocó debajo de su lengua hasta sentir su fuerte sabor amargo.

Mónica, en cambio, optó por un corazón de color rosa grabado con la palabra «HI». La olfateó como quien disfruta el aroma de un puro antes de encenderlo, luego la puso dentro de una pequeña bolsa de nylon que apretó suavemente con la bisagra de la puerta hasta asegurarse de hacerla polvo. Finalmente, la disolvió en su Quilmes Bock. La desierta playa de estacionamiento estaba casi a oscuras y, de a ratos, aparecía algún desorientado buscando su auto a tientas.

Mónica subió el volumen de la radio y las dos mujeres comenzaron a sumergirse bajo los efectos estimulantes de la droga.

Necesitaban la apertura emocional que le proporcionaba el éxtasis para experimentar empatía afectiva hacia los demás, eso les permitía expresar sus sentimientos reprimidos.

—¿Vamos, nena? —Magalí apuró su cerveza para tragar los restos de la píldora y, sin responder a la propuesta de su amiga, Mónica encendió el motor y comenzó a buscar la salida.

Antes que la sensación de euforia las dominara, debían llegar al bar clandestino ubicado en el subsuelo de un edificio sobre la calle Carranza, cuya entrada estaba junto a una fábrica de pastas abandonada.

El local había sido bautizado «El Tugurio» por los concurrentes, pero en realidad se llamaba «Le Club». El apodo era claramente inmerecido. El lugar estaba muy lejos de ser una pocilga. Contrariamente, todas sus instalaciones eran amplias, elegantes y muy cuidadas. El nombre elegido se debía más a la clandestinidad que a los servicios que allí brindaban.

Más allá de las pretensiones de su dueño —a quien nadie conocía—, lo cierto es que no se podía negar que el lugar era un escondrijo donde pasarla bien, tomando alcohol, bailando y dando rienda suelta a todo tipo de desenfrenos.

Pero lo que lo hacía aún más especial era su absoluta reserva y confidencialidad. Lo que pasaba en «El Tugurio», moría en «El Tugurio». Para acceder se requería una recomendación de un socio, se ingresaba con una tarjeta magnética personalizada y, además, no se aceptaban tarjetas de crédito.

—El Tugurio no deja rastros —decía el simpático bartender cuando cobraba los tragos en dinero efectivo.

Mónica y Magalí entraron juntas al apretado pasillo de admisión, de apenas dos metros cuadrados. La puerta por la que ingresaron se cerró y ya no podía volver a abrirse, en tanto que la siguiente puerta no se abriría hasta no chequearse sus identidades. Los dos espejos enfrentados sobre ambas puertas multiplicaban infinitamente sus figuras.

—Uf, qué cantidad de Moniquitas —bromeó Magalí.

—Moniquita hay una sola, nena.

El espejado encierro se extendió por un breve, aunque interminable, instante, mientras las cámaras verificaban la membresía del club.

—¡Abrí, Santoro, la concha de tu madre! —exclamó Mónica mirando a la cámara ubicada en el techo.

—Buenas noches, señoritas —El hombre abrió la puerta y la música las ensordeció.

—Hola, Pedro —saludaron al unísono las mujeres al arrimarse al guardarropa, donde un hombre enano las esperaba sobre una tarima que se había instalado con el indudable objeto de compensar su estatura. La solución hubiese sido perfecta si al diseñarla no hubiesen exagerado las medidas, ya que detrás del mostrador, el diminuto encargado de recibir las pertenencias, parecía un gigante de casi dos metros de altura.

—Bienvenidas a «Le Club», señoritas —El diligente hombrecillo tomó las carteras de Mónica y Magalí y, tras guardarlas en sus lockers personales, les entregó las llaves.

—¿Algo más que deban dejar aquí?

—No, nada más.

—¿Sus celulares?

—Están en las carteras.

—Diviértanse.

—Gracias, Pedro, algún día quisiera probarte —Magalí acercó su boca al pequeño hombre y, con una desinhibida sensualidad, rozó suavemente la lengua por su oreja. El tipo no se inmutó, y haciendo caso omiso a esa provocadora actitud, tomó un pañuelo de papel y se secó.

—Este enano debe tener una nutria entre las piernas.

—Dejalo en paz. Vamos a bailar.

A esta altura de la noche, las dos amigas ya estaban inmersas bajo los efectos del éxtasis y el ficticio estado de bienestar y satisfacción general se evidenciaba en sus movimientos.

Como todos los viernes, esta sería una noche más en la que olvidarían los recuerdos del pasado, bailarían hasta el amanecer, harían nuevos y fáciles amigos, y con un poco de fortuna, acabarían durmiendo juntas en el departamento que Magalí alquilaba a dos cuadras de ahí.

Buscando entre las estrellas

3 de diciembre de 1994

Sentada en la mesa de la cocina, la niña leía con inusual fluidez para su temprana edad.

El mantel de hule rozaba sutilmente sus piernas, provocándole un molesto cosquilleo. Ella trató de ignorarlo concentrándose en la lectura. Apoyó los codos sobre la mesa, sujetó su cabeza con ambas manos y, finalmente, tapó sus oídos con los dedos índices.

Su voz entrecortada sonaba hueca en el encierro de su cráneo y nada de lo que ocurría a su alrededor la distraía. Ni siquiera el persistente golpeteo de la cuchilla contra la tabla lograba sacarla de su abstracción.

El vidrio de la ventana sudaba el vapor que brotaba de la raída cacerola, y el aroma a laureles y cebollas comenzó a invadir la casa. El último sol de la tarde aún perfilaba sus brillos sobre la mesada en donde su abuela Antonia preparaba la cena:

«¡Qué flor tan bonita! —exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, se abrió la flor con un chasquido».

—¿Qué es un chasquido, abuela? —una vez más la niña interrumpió su lectura a la espera de una respuesta. Le resultaba imposible avanzar con el cuento sin antes aprender el significado de cada vocablo que desconocía. A sus seis años empezaba a mostrar una obsesiva inclinación por incorporar conocimientos.

—Un chasquido es algo así como un ruido... No sé cómo explicarte... Escuchá: ¡Chist! Eso es un chasquido.

—¡Chist! —repitió la niña.

—Eso mismo, muy bien... ¡Chist!, es un chasquido.

—¿Las flores se abren con un chasquido?

—Bueno... en realidad no lo sé. —Con cada pregunta la niña ponía a prueba a su abuela.

—En este cuento dice que sí.

—Entonces, debe ser así.

—Yo no creo. Debe ser mentira. —La pequeña puso nuevamente los dedos en sus oídos y continuó leyendo en voz alta:

«Era, en efecto, un tulipán a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, se veía una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar, por eso la llamaron Pulgarcita».

—Ay, Mónica, qué inteligente sos —la mujer le hablaba sabiendo que su nieta no la escuchaba—, estoy segura de que cuando seas grande vas a ser una persona muy importante.

—Abuela, ¿qué es un cáliz?

—El cáliz es una parte de las flores.

—Una parte de las flores —repitió Mónica tratando de grabarlo en su memoria.

—Abuela, ¿en el jardín tenemos tulipanes?

—No, querida, los tulipanes son de un país que se llama Holanda, acá en Buenos Aires no crecen los tulipanes.

—Ah, entonces Pulgarcita debe ser de ahí, porque vive en un tulipán.

—Claro, debe ser holandesa.

—Y yo soy argentina porque nací en Buenos Aires.

—Claro, vos sos mi porteñita.

—¿En qué año nací yo?

—En 1988.

—Ah, cierto, el 24 de octubre de 1988, ¿y Pulgarcita?

—No sé, hija, esa es una pregunta muy difícil... hace muchos años nació Pulgarcita.

—¿Y dónde nació?

—En Holanda, ¿acaso no lo acabás de decir?

—No, vos lo dijiste, abuela. Yo dije que vive en un tulipán, pero no sé en qué país nació.

—Bueno, es muy probable que haya nacido en Holanda porque es el país de los tulipanes.

—Debe ser mentira que vive en un tulipán. Mi papá me dijo que no tengo que creer todo lo que leo ni todo lo que las personas dicen.

—¿Te dijo eso?

—Sí, y tiene razón. A mí me gusta pensar que todo es mentira.

—Bueno, pero muchas cosas no son mentiras, son simples fantasías.

—Yo leí un libro que se llama Alicia en el país de las maravillas y todo es mentira. Y la maestra dice que después de morir la gente vuelve a nacer, y eso también es mentira.

—Querida, quizás tengas que crecer un poco más para entender algunas cosas. Sos tan chiquita aún y ya tenés esos pensamientos tan elaborados... Mi Moniquita hermosa, te quiero tanto.

—¿Mi mamá va a nacer otra vez?

—Sí, hija, como Jesús, ella va a resucitar algún día y va a vivir para siempre. Todos vamos a resucitar, pero eso no va a pasar ahora, eso pasará cuando Dios lo disponga.

—¿Y va a ser una bebé?

—Eso no lo sé... Yo creo que no...

—Eso es mentira, abuela. Cuando las personas se mueren se van al cielo, mi papá me dijo que mamá está en el cielo. ¿Te acordás cuando estábamos en el cementerio? Bueno, ese día el padre Sebastián dijo que ahora todos teníamos que esperar la resurrección de mamá, entonces yo le pregunté a papá, y él me dijo que eso es mentira, que mamá está en el cielo y que no va a volver.

—Bueno, si tu papá lo dice debe ser verdad. Es lindo pensar que ella está en el cielo, ¿no te parece?

—Yo nunca la veo en el cielo.

La pequeña Mónica cerró el libro y, tras guardarlo en su biblioteca, salió decidida al patio trasero. Tenía un vivaz recuerdo de su madre, pero ahora, luego de su muerte, se aferraba tan solo a una foto, intentando encontrar esa misma imagen entre las estrellas.

Su abuela se esforzaba en respetar esos momentos de infructuosa búsqueda, aunque se moría de ganas de abrazarla y contenerla. Desde la cocina podía verla. Sentada en el pequeño tronco con el que su abuelo había improvisado un banquito, la niña miraba el cielo con la foto de su madre en la mano.

Doña Antonia la observaba en silencio, ocultándose entre las cintas de plástico de la cortina de la puerta. La tierna actitud de su nieta buscando a su madre muerta en el cielo le provocaba una profunda tristeza.

Pero a su vez, la entereza de la mocosa para aceptar la muerte y esa sorprendente claridad en sus razonamientos, más propios de un adulto, le entregaban un consuelo frente a tanta angustia. Parecía que la pequeña Mónica había nacido con una capacidad innata para superar las dificultades más dolorosas.

—¿De quién habrá heredado esa personalidad? —se preguntaba su abuela— Es un calco de la madre hasta por su forma de ser. Rubén no tiene esas luces. Esa inteligencia le viene por otro lado.

Mónica era su única nieta, nacida de la esporádica unión entre su hijo Rubén y Romina Montiel, a quien había conocido un tiempo antes de quedar embarazada. Por entonces, a pesar de sus breves veinticinco años, Romina ya era socióloga, y por esas cosas de la vida que Antonia no lograba explicarse, había tenido una efímera historia de amor con su hijo, a quien consideraba poco atractivo para una mujer.

De hecho, él nunca había formado pareja, ni había tenido novias durante su juventud. Era ya un hombre grande cuando aquel 8 de mayo de 1988 llegó sorpresivamente a la casa de sus padres acompañado de Romina. Ese fue un día para el festejo. ¡Por fin Rubén estaba de novio! Además, no era cualquier mujer, era bellísima, inteligente, muy simpática, y su frescura evidenciaba que era bastante más joven que él, quien por entonces ya tenía treinta y cuatro.

—Si no es indiscreción... ¿Cómo se conocieron? —había preguntado ella en aquella ocasión sin poder ocultar su excitación. Por fin, su ermitaño hijo tenía un vínculo con una mujer.

—Romina trabaja en el Ministerio —fue la escueta respuesta de su hijo.

—Sí, soy la jefa —dijo Romina sonriendo socarronamente.

—¿Perdón? ¿Así que ustedes son compañeros de trabajo?

—En realidad no, solo estaba bromeando, yo estoy a cargo de la Subsecretaría de Evaluación Educativa, y él es empleado en otra repartición.

Esa fue la única oportunidad en que Romina los había visitado. Nunca más la volverían a ver, sino hasta cinco meses más tarde, el día que nació Mónica. Luego, tres años más tarde, pero en esa ocasión ella estaba dentro de un ataúd.

Fue su propio esposo quien, desconsolado, había llevado la triste noticia sobre la muerte de Romina. Ese fatídico momento quedó grabado para siempre en el recuerdo de doña Antonia. Como todas las tardes, aquel 9 de diciembre de 1991, estaba en uno de los sillones de la sala rezando en voz baja. La estampita de la virgen estaba apoyada en su falda, y ella la sujetaba suavemente evitando que el ventilador la hiciera caer. El silencio solo era interrumpido por las voces de algunos vecinos que pasaban caminando por la vereda, al otro lado de la ventana que daba hacia el frente de la casa. Doña Antonia rezaba con los ojos cerrados, debatiéndose entre el sueño y las oraciones.

Fue en ese momento de paz cuando se sobresaltó por el ruido de las llaves en la cerradura. Su esposo la había sorprendido, porque no era habitual que llegara a esa hora.

—¿Hablaste con Moniquita? —había sido lo primero que le dijo sin siquiera saludarla.

—No, Julián, debe estar en el jardín —¿por qué me preguntás eso?

La niña vivía con su madre y pasaba gran parte del día en una guardería. Romina la buscaba luego de trabajar y ellos tenían muy poco contacto con su nieta, solo conversaban ocasionalmente por teléfono un rato antes de cenar.

—Me llamó la mujer que la cuida en la casa, ¿cómo se llama? Nunca me acuerdo su nombre.

—Denise.

—Sí, Denise. Me dijo que anoche Romina salió con amigas y que no volvió, y ella se quedó con Moniquita toda la noche.

—¿Denise te llamó? Pero ¿cómo es que Romina no regresó a su casa? ¿Se volvió loca?

—Me pidió Denise que la vaya a buscar a Moni porque ella tiene que ir a trabajar a otra casa. Estuvo esperando hasta hace un rato, pero ya no sabe qué hacer y me llamó, así que vine a avisarte y ahora me voy a buscarla.

—Qué raro que Romina no haya vuelto. ¿Le habrá pasado algo?

—No lo puedo saber, Antonia, quedate tranquila, yo voy a buscar a Moni y la traigo hasta que sepamos algo de Romina. Denise la va a llamar más tarde para avisarle que la niña está con nosotros.

—Pobrecita, me imagino que ella la debe extrañar. Bueno, andá que yo le preparo algo para merendar.

En aquella ocasión, don Julián había simulado no saber nada acerca de la muerte de Romina Montiel. Fue a su casa, precisamente para darle la triste noticia a su mujer, pero en el momento no tuvo las agallas para hacerlo. Sabía que eso sería demoledor para ella y no encontró otro remedio más que postergar el doloroso anuncio.

Lo cierto era que Romina y Rubén jamás fueron novios. La única razón de aquella sorpresiva visita había sido tan solo para contarles que estaba embarazada, y lo hizo con enorme dignidad, entre risas y festejos, porque no obstante la profunda confusión que la agobiaba en ese momento, también era evidente que desbordaba de felicidad por el embarazo.

Esa mujer a quien solo vio en un par de ocasiones les había cambiado la vida por completo.

Desde la muerte de Romina, doña Antonia se había ocupado de la crianza de su nieta, a quien le dedicaba todo el amor que tenía para dar, y la niña se convirtió en la razón de su vida.

El tiempo se encargaría de explicarle que su hijo y Romina nunca habían vivido juntos, y que el embarazo no había sido un motivo de unión para ellos, sino que, contrariamente a eso, ella había decidido no verlo nunca más desde el mismo día en que se despidió en la puerta de su casa.

Por decisión propia, a partir de ese momento, ella se había hecho cargo de la situación en completa soledad, como madre soltera, y solo recién cuando llegó el día del parto le avisó para que conociera a su hija.

—Me llamó Romina. Dice que nació la beba. —Doña Antonia aún recordaba esas palabras pronunciadas nerviosamente por su hijo. La frase dicha con cobardía, casi suplicando el amparo de su madre, era la de un enfermo, incapaz de despojarse de sus miedos patológicos y hacerse hombre de una buena vez.

Desde ese momento, de manera inédita, tuvo la percepción de que el amor por su hijo se había resentido, y a partir de entonces sus sentimientos habían comenzado a desbarrancarse.

El amor de madre que le había dedicado durante toda la vida comenzó a desvanecerse desde el mismo nacimiento de Mónica. La conducta antisocial de Rubén tenía un límite para ella, y ese límite era su hija. No toleraría que él fuera indiferente con la pequeña.

Doña Antonia ni siquiera podía comprender cómo pudo haber ocurrido la relación sexual entre Romina y su misántropo hijo.

Se preguntaba cómo esa hermosa y carismática mujer se había acostado con Rubén.

¿Qué le pudo haber atraído de él?, se preguntaba en la intimidad de sus pensamientos, sabiendo que el aspecto descuidado de su hijo lo hacía casi repulsivo. La mujer no podía encontrar respuestas.

Para mí es un milagro que esta niña haya nacido... Tiene razón Moniquita, a veces pareciera que todo es una mentira, pensaba cuando su nieta la interrumpió:

—¡Abuela, tengo hambre! —La niña continuaba buscando a su mamá en el cielo.

La pequeña no perdía ocasión para sentarse en el banquito cubierto con el mullido almohadón de lana tejido con punto crochet.

Desde ese sitial miraba el cielo en busca de la cara de su mamá. Luego se las arreglaba para inventar las cosas más inverosímiles que se puedan imaginar y las relataba con admirables detalles. No cabía duda alguna que Moniquita tenía un don especial para la inventiva. Cada noche, al término de la sesión, disfrutaba comentando con gran excitación sus increíbles hallazgos.

—¿Qué viste hoy en el cielo? —la interrogó su abuelo mientras se sentaban a la mesa.

—Yo sé que vos no me vas a creer, abuelo, pero había una carroza de princesas con caballos que tenían alas de ángeles. Te lo digo de verdad, eh... era gigante.

—¿En serio? ¿Y había muchas princesas en esa carroza?

—No, abuelo, no se podía ver adentro de la carroza, ¿cómo querés que haga para ver adentro?

—Claro, qué torpe soy... es muy difícil ver desde la tierra. ¿Y se movía rápido la carroza?

—No, abuelo... no se movía. Era una carroza de estrellas, ¿entendés? Se fue cuando vinieron las nubes.

—Ah... claro... era una constelación... ahora entiendo. ¡Qué interesante!

—No, no era eso... era una carroza de princesas, pero a mamá no la vi.

—Seguramente estaba adentro de la carroza...

—No lo sé... —La mueca en la boca y el gesto levantando un hombro denotaron que Mónica no estaba segura de querer negar del todo la afirmación de su abuelo. De alguna manera le satisfizo la ilusión de que su madre fuera una princesa que viajaba adentro de la carroza.

Don Julián trataba a su nieta con la calidez de un hombre sencillo y cariñoso. Sus ojos celestes, siempre húmedos, y la permanente sonrisa dibujada en su boca endulzaban sus palabras cuando hablaba con ella. A sus sesenta y seis estaba acostumbrado a convivir con un hijo afectado por trastornos psicológicos que le impedían adaptarse a la vida en sociedad. Ningún padre está preparado para eso, y, sin embargo, él lo afrontó con entereza y dedicación, y al parecer, esa dolorosa experiencia no hizo mella en él, sino que, por el contrario, su capacidad de amar se había fortalecido, ya que disfrutaba profundamente de cuidar cariñosamente de la niña.

Rubén había abandonado los estudios a los dieciséis años sin dar explicaciones y a partir de ese momento comenzó a demostrar ciertos comportamientos extraños, propios de alguien emocionalmente desequilibrado. Las autoridades del colegio no estaban enteradas de ninguna situación que hubiera servido como disparador de sus cambios de comportamiento.

—No es ninguna novedad para usted que su hijo es un tanto reservado —le había dicho el director del colegio.

Luego, ya en su vida adulta, había tomado la decisión de vivir encerrado en su habitación sin pronunciar palabra con nadie, ni siquiera con su madre, durante veintidós meses, una semana y cuatro días.

Nadie supo el motivo del encierro, ni las causas que lo llevaron a adoptar tan extraño comportamiento.

Siempre había sido así. Desde muy chico Rubén fue tímido y reservado, pero nada de eso explicaba el motivo por el cual se refugió en el encierro de su habitación. Durante ese largo tiempo no pronunció una sola palabra, y don Julián lo contuvo con mucho amor y paciencia. Fue la serenidad amorosa de su papá lo que finalmente llevó a Rubén, un buen día, a tomar la decisión de salir de su habitación y, para sorpresa de sus padres, sentarse a la mesa a desayunar con ellos.

—Buen día, mamá —fue todo lo que dijo en aquella inesperada ocasión.

Salió de su inexplicable aislamiento de la misma e inesperada forma en que se había encerrado. Todo el comportamiento parecía más propio de un vago que de un enfermo psiquiátrico, pero su padre no lo veía de esa manera. En esa oportunidad don Julián pensó que su cuadro depresivo estaba mejorando y que sería conveniente que se sometiera a un tratamiento con un profesional, a lo que Rubén se negó testarudamente, y así transcurrieron los años.

—Si me siguen jodiendo con eso de ir a un psiquiatra, me encierro otra vez.

—Rubén, tenés que probar, al menos un par de sesiones. No te cuesta nada, nosotros hacemos lo mejor para vos, pero vos también tenés que ayudarte.

—No voy a ir a un loquero, mamá, estoy bien y no lo necesito, dejame en paz.

Con el correr del tiempo su patología se hizo costumbre en la familia y, de algún modo, él se aprovechó de esa situación abusando de la contención y paciencia paternas. Claro que eso no hizo más que agravar su cuadro psíquico hasta llegar a la adultez como una carga para ellos.

El tiempo fue naturalizando esa antojadiza conducta hasta el punto en que, transcurridos más de veinte años, Antonia y Julián se encontraron conviviendo con un hombre a quien no le gustaba asearse, que no sabía cocinar ni siquiera un bife, ni lavar sus calzoncillos y que esperaba que todo en la vida le llegara servido.

No fue sino hasta el 28 de noviembre de 1986, durante el festejo de cumpleaños de Rubén, que inesperadamente, en forma pausada pero no menos firme, su padre le dijo que debía irse de la casa.

—¿Adónde querés que me vaya?

—No lo sé, Rubén. Tenés treinta y dos años. Ya es hora de que te ocupes de vos mismo. Tu madre y yo ya no tenemos nada que hacer con vos. Buscá un trabajo, alquilá un departamento y hacete cargo de tu vida, o hacé lo que quieras, pero andate.

Ese mismo día, luego de soplar las velitas de la torta de chocolate con dulce de leche, la misma que su madre había preparado durante tantos años, se fue sin despedirse.

—Julián, no podemos hacer esto. —Antonia miraba atónita a su esposo mientras el hombre trataba de superar el momento de angustia.

—Antonia, querida, es lo mejor que podemos hacer. Lo he pensado durante los últimos años y estoy decidido. No hay vuelta atrás. Es lo más conveniente para él. De alguna manera tenemos que obligarlo a que aprenda a hacerse hombre. Ya vivió todo este tiempo como un adolescente.

Así fue como pasaron algunos pocos meses sin que tuvieran noticias de él, hasta que un buen día se apersonó en la casa con la noticia de que había conseguido un trabajo estable en el Ministerio de Educación.

—Soy mozo de los funcionarios, les sirvo café.

—Es una muy buena noticia, hijo, me alegro mucho —le había respondido su padre sin inmutarse.

Luego, con el correr de los días, Rubén los visitaba al término de su jornada de trabajo, y ellos comenzaron a advertir algunos avances en sus comportamientos.

Estaba claro que la decisión de don Julián, aunque traumática, estaba empezando a dar buenos resultados. Parecía que había bastado tan solo con un empujoncito para que él mismo se diera cuenta de que no se puede depender por siempre de los padres y que es necesario autoabastecerse en la vida. No era casual que desde el momento en que se vio obligado a aceptar las condiciones de su padre pudo conseguir un trabajo y, de esa manera, accedió a alquilar una habitación en un hotel familiar en la calle Bahía Blanca, a unas pocas cuadras de su casa paterna.

Desde el nacimiento de Mónica, y la posterior muerte de su madre, Antonia y Julián dejaron de prestarle atención y se ocuparon de lleno en criar a su nieta.

—Abuelo... —Mónica le abrazó la pierna.

—Sí, Moniquita, decime...

—¿Mamá nos puede ver a nosotros?

—Sí, mi amor, claro que nos puede ver. Ella está en el cielo y te cuida todo el tiempo.

La niña no dejaba de abrazar con fuerza la pierna de su abuelo y apretaba su cara contra el muslo con la evidente intención de no dejar ver sus lagrimeantes ojos. No le gustaba demostrar sus sentimientos y menos aún su abrumadora tristeza frente al recuerdo permanente de su madre. Don Julián le acariciaba el pelo mientras le hacía señas a su mujer para que prepare la cama de Mónica. Ya era tarde y a esa hora era usual que Mónica se pusiera triste por la ausencia de su mamá. La ceremonia se repetía todas las noches. Él la acompañaba a su cama y le contaba cuentos fantásticos que improvisaba en el momento hasta que la pequeña se dormía abrazada a su oso de peluche.

Al regresar al comedor, Julián se encontró con su esposa sollozando mientras levantaba los platos de la mesa.

—Amor, ¿qué te pasa?

—¿Hasta cuándo vamos a vivir así, Julián? Se me parte el corazón de ver a Moniquita sola. Su mamá muerta y Rubén ausente. Nosotros somos los abuelos, me encanta estar con ella todo el día, pero debería ser su padre quien la lleve al colegio, la eduque, le dé de comer y la acueste por las noches.

—Sí, debería ser así, es cierto, pero ya sabemos la situación de Rubén, él no puede.

—¡Nunca puede! Nunca pudo nada, ni podrá jamás. ¿Me pregunto por qué lo queremos? No ha sido ni siquiera cariñoso con nosotros, al contrario, siempre fue indiferente y egoísta. Y lo digo como madre. No tengo vergüenza en decir que no sé por qué lo quiero. No se merece mi amor ni el de nadie. Tiene una hijita hermosa y no es capaz de venir a verla.

—Antonia, querida, él está enfermo. El trabajo que tiene apenas le alcanza para su subsistencia y en realidad no estoy tan seguro de eso.

—No lo sé. No me importa. En verdad, me es indiferente lo que le pase a Rubén. Me apena mucho Moniquita. Ella es tan buena. Siempre pensando en su mamá, y encima no tiene un padre que la contenga. Es un inútil que no sirve para una mierda. No sé cómo lo soportamos tantos años.

—Querida, quedate tranquila. No hay nada que podamos hacer con eso.

—Me asusta mucho eso que me contó Rubén que andan diciendo en el Ministerio.

—¿Qué cosa, Antonia?

—Que a Romina la mató el padre de Moni.

—Antonia, bajá la voz que te va a escuchar Moniquita —el hombre habló en voz muy baja y luego cruzó sus labios con el dedo índice rogando a su mujer que guardara silencio.

—¿Se durmió?

—Sí, pero si seguís levantando la voz la vas a despertar, por favor, amor, quedate tranquila. Vas a ver que todo va a estar bien —Julián abrazó a su mujer y la besó con suavidad en las mejillas.

—Es tan buenita. Es una bendición tenerla con nosotros, pero me da mucha pena la vida que le ha tocado. ¿Qué va a pasar cuando no estemos? ¿Quién la va a cuidar?

—Mirá, Antonia... no sé qué pensás vos, pero yo pienso vivir muchos años, y vos te ves muy saludable, así que seguramente vivas más que yo. Para entonces Moniquita va a ser una persona adulta y va a organizar su vida. Ella va a formar su propia familia y va a tener hijos, ya verás.

—No podemos vivir cien años, y tampoco quiero eso. Me refiero a que Moniquita va a estar sola en el mundo. Me angustia mucho pensar en eso.

—No pensemos así, Antonia. Todo se va a ir acomodando con el tiempo, y Moni va a ser feliz. Estuvimos mucho tiempo preocupados por el futuro de Rubén, ahora vivamos el momento y disfrutemos de los años de vida que nos quedan. Moniquita es feliz con nosotros, está cuidada, en el colegio tiene muchas amigas y además es muy buena alumna. ¿Qué más queremos?

—Tampoco sabemos nada de la familia de Romina, ella no tenía hermanos. ¿Eran de Rosario, no?

—No, Antonia, de Pehuajó. Los Montiel son de Pehuajó, ¿cuántas veces te lo dije ya?

—Ah... Pehuajó, perdón... No sé de dónde saqué que eran de Rosario.

—Siempre estás con eso de Rosario, olvidate, son de Pehuajó.

—Bueno, no sé por qué razón no puedo registrar el nombre de esa ciudad. ¿Y si vamos para allá? Quizás encontremos a alguien de la familia.

—¿Para qué, Antonia? Ni sueñes con dejarla con un desconocido. Por más pariente que sea de la mamá, a Moniquita la vamos a criar vos y yo. Ella tiene nuestro apellido y vivirá con nosotros hasta que sea adulta y decida como continuar su vida.

—Es verdad. Me muero solo de pensarlo. No podría dejarla con nadie. Bueno, le voy a dar unos besos a esa hermosura.

—No la despiertes. Mañana la tenemos que levantar temprano para llevarla al colegio.

Don Julián salió al patio a fumar un cigarrillo y se quedó un rato pensativo mirando el cielo.

—No hay carrozas... ni caballos... ni ángeles —dijo con cierta resignación.

Finalmente, antes de entrar a la casa, agarró el almohadón tejido con lanas de diversos colores y lo besó.

—¡Julián Segura! ¿Cuántas veces te dije que no toques el almohadón de Moniquita cuando estás fumando?

—Perdón, no me di cuenta, ya había tirado el cigarrillo.

—Dame ese almohadón. ¡Puf! Qué horrible olor a cigarro, lo voy a lavar. Moniquita detesta que hagas eso.

El cartonero postizo

9 de marzo del 2016

Desde la accidental muerte de sus abuelos, ocurrida en el invierno del 2007, Moniquita se había quedado sola en la vida. Ya no tenía familia. Su madre había muerto en circunstancias muy confusas cuando ella tenía apenas tres años. Al poco tiempo, su padre había desaparecido y, finalmente, les había llegado el turno a sus abuelos.

A sus veintisiete se pasaba la mayor parte del día ocupada con sus clases en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Si bien, fue su pasión por la literatura lo que la llevó a estudiar Letras, luego, a medida que fue avanzando en la carrera, se terminó inclinando por Filosofía, hasta convertirse en una entusiasta estudiosa de autores como Marx, Nietzsche, Sartre y fundamentalmente de Michel Foucault, cuyas obras habían empezado a tener gran difusión en los claustros universitarios.

Algunos conceptos del pensamiento de Foucault, como el discurso, el deseo y el poder, atraparon de inmediato a Mónica y fueron moldeando sus propias convicciones políticas de izquierda, como así también su actuación como activista en los movimientos feministas.

Al graduarse de licenciada, en diciembre del 2011, uno de sus profesores le propuso comenzar la carrera docente y así fue como se dedicó de lleno a colaborar en la cátedra de Filosofía Moderna. Precisamente, esa mañana se encontraba corrigiendo exámenes parciales de sus alumnos sobre la mesa de la cocina, en la misma casa donde había vivido con sus abuelos, cuando le vino al recuerdo de aquella tarde en la que su padre tocó a su puerta luego de casi veinte años.

***

En el atardecer del caluroso 6 de febrero del 2008, Mónica estaba tomando un capuchino mientras leía El segundo sexo de Simone de Beauvoir, cuando alguien tocó la puerta. Sorpresivamente, su padre había vuelto tras casi veinte años de ostracismo, durante los cuales no había sabido nada de él.

Recordaba ese día, cuando al abrir la puerta, se había encontrado con él ahí, parado, lastimoso, sumiso, con la mugre incrustada en las arrugas de su cara, como una prueba evidente de la prolongada ausencia sumida en el abandono.

Al mirarlo a los ojos, él había intentado, sin lograrlo, peinar sus sucios y duros pelos, mojados por el sudor, y fue ahí cuando su actitud vergonzante recobró una tenue chispa de dignidad. El huesudo gesto de su rostro, con los labios resquebrajados y los ojos hundidos, esbozó una leve sonrisa sin obtener respuesta de su parte.

En ese momento, Mónica lo había estado observando sin siquiera representarse a su padre, ya que, por entonces, solo tenía un vago recuerdo de él.

Ahora, luego de tantos años, su pordiosero y desaliñado aspecto, disipaba por completo cualquier posibilidad de reconocerlo. El frágil recuerdo que tenía de aquel rostro joven se había transformado instantáneamente en la imagen de un endeble anciano.

—Hola, Mónica —la había sorprendido la dubitativa voz del hombre.

—¿Quién sos?

—Soy Rubén, vengo a ver a mis padres —había respondido el hombre mientras se secaba el sudor con su brazo.

Mónica no podía salir de su desconcierto. A unos metros detrás de él, sobre el cordón de la vereda, había un desvencijado changuito de supermercado, repleto de cartones, cajas, chapas y otros cachivaches.

—¿Vos sos mi padre?

—No, yo soy Rubén, el hijo de Antonia y Julián —el tipo vestía una mugrienta remera color verde con la cara del Che Guevara estampada en el pecho, un andrajoso jogging Adidas que había arremangado por debajo de las rodillas, y unas zapatillas blancas sin cordones.

—Entonces, sos mi padre, ¿acaso no sos Rubén Segura?

—Sí, soy Rubén Segura, pero no soy tu padre. Eso fue una mentira.

—¿Qué es lo que fue una mentira? —A medida que avanzaba la conversación, Mónica había comenzado a reconocer ciertos rasgos familiares en el hombre. Ciertamente, se trataba de Rubén.

—Quiero decir que yo no soy tu padre... que eso fue una mentira —el tipo hablaba jadeando y su voz evidenciaba la ronquera propia del fumador consuetudinario. Mónica calculó que tendría cerca de sesenta años, lo que concordaba con la edad de su padre.

—Mostrame tu documento —le exigió, tras lo cual, sin titubear, el hombre hurgueteó en una vieja mochila, y finalmente sacó un DNI que le entregó a Mónica.

—¿Ves que soy Rubén? Yo viví treinta y dos años en esta casa. Fijate que ahí todavía figura mi domicilio.

El hombre se había quedado mirando fijo a Mónica, buscando una aceptación de su parte, pero ella no se animó a decir nada. Estaba paralizada frente a esa situación que la desconcertaba. El tormentoso recuerdo de que su padre había matado a su madre era un trauma que ella jamás había logrado borrar de su mente, y esa persona ahora la enfrentaba.

—Entonces... sí, sos mi padre.

—No, yo te di mi apellido, por eso te llamás Mónica Segura, pero yo no soy tu padre, ¿me entendés? Eso fue una mentira que inventó tu mamá.

Mónica lo miraba sin saber qué decir y finalmente le preguntó: —¿Y entonces quién es mi padre?

—No lo sé. Pero yo no. ¿Me devolvés mi documento?

Mónica extendió su mano sin moverse del marco de la puerta.

—¿No te das cuenta de que vos y yo no nos parecemos en nada? Vos tenés ojos verdes y yo negros. Somos muy distintos. ¿Sabés por qué? Porque yo no soy tu padre. Yo nunca tuve hijos.

El hombre continuaba hablando sin pausa, de manera insensible y sin filtro alguno enfatizaba sobre la mentira respecto a su paternidad.

—Eso fue pergeñado por tu madre.

El tipo abundaba en detalles de lo ocurrido en aquel momento, hasta que su insoportable alocución terminó abrumando a Mónica, quien negándose a creer lo que estaba escuchando, reaccionó furiosa contra el malviviente que la acosaba.

—¡Hijo de puta! ¡Andate de acá o llamo a la policía!

—Solo quiero ver a mis padres.

—¡Están muertos tus padres!

—¿Cómo que están muertos? ¡No me podés decir eso!