El río de la sangre - Luis A. Pellanda - E-Book

El río de la sangre E-Book

Luis A. Pellanda

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Beschreibung

La noche rasgada cubre con su manto oscuro parte de la superficie helada del río pero deja ver allí, justo donde ilumina la blanca luz de una luna menguante, un rastro de sangre que se pierde en las sombras. La aparición de varios cadáveres en la ciudad de Buenos Aires pone a la Teniente de Homicidios Lucía Morales tras la pista de una red internacional que trafica en forma ilegal una sustancia, creada por manipulación genética, que tiene consecuencias mortales en los seres humanos. La bióloga molecular Patricia Gómez-Ruiz, nacida en Cataluña, se infiltra en la organización responsable del contrabando con un oculto deseo que la lleva por un camino de persecución y muerte cambiándole la vida para siempre. Ambas mujeres se enfrentan a la ambiciosa y manipuladora Jazmín La Bell, quien no se detendrá hasta cumplir su inescrupuloso plan. Lucía pone en juego toda su habilidad para poder capturar a su presa mientras Patricia debe confrontar los fantasmas de su pasado en una lucha que la coloca sobre la delgada línea entre la justicia y la venganza.

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LUIS A. PELLANDA

EL RÍO DE LA SANGRE

Pellanda, Luis A.

   El río de la sangre / Luis A. Pellanda. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021. 

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-87-1752-4

   1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. 

   CDD A863 

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

[email protected]

Imagen de portada: María Gudiño Gil

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Para Claudia, 

que supo iluminar mis días oscuros 

haciendo más claro el camino a seguir.

«Bienaventurados los que tienen

hambre y sed de justicia,

porque ellos serán saciados»

MATEO 5:6

El río fluía a través de la verde llanura. Bajaba caudaloso desde lo alto de las montañas y luego de varios kilómetros aquietaba sus aguas frente a la casona ubicada en la colina. Más allá, seguía su sinuoso derrotero hasta desembocar en el mar, lejano, volcando en él todo lo que había arrastrado en su largo trayecto.

Era verano. El calor levantaba del suelo una tenue calina que velaba los reverdecidos prados llenos de dientes de león. Una suave brisa bajaba desde las zonas altas y hacía que los pequeños «panaderos» se elevaran livianos y ligeros dando vueltas en el cálido aire de la mañana.

Las dos niñas corrían atravesando con rapidez la suave pendiente desde la casa hasta la orilla. Las faldas de sus blancos vestidos de algodón subidas por encima de sus rodillas mostraban sus pequeños pies descalzos aplastando los húmedos tréboles que crecían tapizando de verde las márgenes del río. 

La casita construida en el viejo árbol quedaba cerca. Al llegar a ella, subieron con destreza por la escalera de soga hasta la pequeña plataforma de madera y se sentaron una al lado de la otra con sus piernas colgando, vacilantes, sobre el agua cristalina. 

—¿Qué quieres ser cuando seas grande? —preguntó una. 

—Bueno, yo creo que lo que más me gustaría sería casarme con el mejor hombre del mundo, tener un hermoso hijo y ser una excelente mamá. ¿Y tú? —quiso saber la otra. 

—No sé. Pero lo que más deseo es ser libre. Poder ir donde me plazca, sin pedir permiso a nadie y llegar a ser una mujer importante y hacer mucho bien a las personas –respondió, mientras tiraba ramitas al río.

—Cualquier cosa que hagamos o lleguemos a ser algún día, lo que si estoy segura es que siempre te querré tener cerca —exclamó la niña que había hablado primero.

—Oh, por supuesto, querida hermana, siempre voy a cuidarte. Aunque tengamos que separarnos algún día, en cualquier momento estaré de nuevo contigo, eso te lo puedo asegurar -agregó la pequeña que imaginaba que, sobre los trocitos de madera que se llevaba la corriente, iba ella viajando a lugares desconocidos.

Ambas se miraron a los ojos. Brilló el amor en ellos y entrelazando sus respectivos dedos meñiques sonrieron y pronunciaron su secreta promesa.

El río fue el mudo testigo de ese juramento mientras el sol brillaba entre las hojas. 

Julia y Patricia se abrazaron y como siempre jugaron a preparar el té para sus dos queridas muñecas que esperaban ser atendidas sentadas en la mesita de juguete.

La luz estridente del mediodía se posó sobre el viejo tronco de la casita del árbol e iluminó la inscripción tallada en la corteza dos veranos atrás: “J y P para siempre”. 

En unos cuantos meses más el torrente se volvería blanco. El intenso frío convertiría sus aguas en una superficie dura y resbalosa y los tempranos atardeceres la teñirían de rojo. 

Entonces se parecería a un río de sangre, pero eso por ahora a las dos hermanas no les importaba. Para las dos pequeñas todavía no existía el paso de las horas porque ellas mismas eran el tiempo. 

CAPÍTULO 1

El reloj de bolsillo

A Lucio Estrella le gustaba creer en el azar a pesar de que la suerte a veces le era un poco esquiva. Tal vez por esa razón presentía que las cosas comenzarían a irle un poco mejor después del encuentro que había pautado para la madrugada. Mientras esperaba, sentía como si una corriente eléctrica atravesara sus venas poniéndolo en estado  de alerta. 

Le gustaba mucho el juego y se la pasaba todo el tiempo levantando apuestas y timbeando en cuanta mesa de póker pudiera. A veces le iba bien, a veces mal. Pero cuando levantaba mucha guita le gustaba comprarse buena pilcha y darse todos los lujos. Solo se vive una vez, era su lema. Pero se había enamorado y ahora sentía que era posible dejar su antigua vida atrás. Quería cambiar. Al fin pudo conocer a la mujer de sus sueños y lo que más anhelaba ahora era poder estar con ella para siempre. 

Pero ya se sabe que a veces las cosas no salen como uno quiere y que en las cuestiones del amor el destino puede llegar a jugarnos una mala pasada. 

Estaba en la oficina que Pedro Fonté tenía arriba del bar La Carta Marcada. Encendió un cigarrillo y apoyó las piernas sobre el escritorio.

«Tal vez, el encuentro que tuve con la misteriosa gitana no fue casualidad», pensó.

 Desde chico, le asustaban esas mujeres. Las veía raras y le chocaba su forma de hablar. No le gustaban sus polleras hasta los tobillos, sus maquillajes desopilantes y sus desfachatadas sonrisas. Cuando se aproximaban sentía escalofríos, a tal punto que de inmediato trataba de esquivarlas pensando que le echarían una terrible maldición.

Recordó, mientras esperaba a su amigo, que dos meses atrás una hermosa cíngara se le acercó. Él estaba dentro de su coche estacionado frente al bar.

—Oye guapo, ¿cómo estás? A que te adivino la suerte buen mozo, ¡trae acá esa mano! –le había dicho cuando se inclinó para verlo mejor.

Todavía resonaban en su mente sus enigmáticas palabras: todos tus proyectos se cumplirán, pero debes saber que hay mucha envidia a tú alrededor y eso no es bueno. Ten cuidado de las flores y del tiempo cuando parezcan que se deslizan lentos en la noche.

Lucio, asombrado, sintió su magnetismo cuando miró sus intensos ojos color esmeralda. Revivió la sorpresa que experimentó cuando la escuchó decir aquello y vio el hermoso reloj que colgaba, atado con una fina cinta roja, de su cuello.

—¿Qué tienes ahí? –le había preguntado saliendo de su estupor inicial.

— ¿Esto? Es un reloj muy valioso pero no anda. ¿Lo quieres ver mejor? Te lo vendo si te gusta ¡guarro! 

Fue como si en la habitación vacía resonara el recuerdo de aquella voz sensual y de la urgencia que transmitía. 

— ¡Vamos, dame algo de plata y esta hermosa joya será tuya! ¡Te aseguro que te traerá suerte, majo! ¡Abre tu mano! 

Acto seguido la mujer le había dado un pequeño paquete color marrón que él dejó en el asiento del acompañante. Fue en ese momento, sintiendo algo de temor y apuro por sacársela de encima, que le dio dos mil pesos. Ella los tomó con rapidez y sin darle las gracias se perdió entre la gente que pasaba.

Una sonrisa asomó en sus labios. Volviendo el tiempo atrás lo embargó la misma desazón que tuvo cuando abrió aquel envoltorio. Descubrió en su interior un grueso diente de ajo y un pedazo de papel que decía: ten siempre cerca este reloj y la suerte te acompañará. En la tapa tenía grabado Skopje– Joyería La Bell.

Mientras observaba las volutas del humo del cigarrillo elevarse hacia el techo volvió a pensar que a lo mejor no había sido tan casual aquel encuentro.

A veces le gustaba creer que por algo pasaban las cosas. Después de todo gracias a ese reloj fue que conoció al amor de su vida.

Miró la horay bajó las piernas, dio una última pitada y apagó la colilla en un cenicero de cristal. 

La intempestiva llegada de Pedro lo terminó de sacar de sus recuerdos.

—¡Ah, aquí estas! –exclamó su amigo entrando con paso enérgico. 

Él era un ex policía y parecía que al caminar arrasaba todo a su paso como si fuera un furioso huracán. Se movía rápido, como buscando espacio para su humanidad. Con su metro noventa y dos de estatura y sus ciento diez kilos de peso imponía una poderosa presencia.

Se arrojó sobre el sillón de su escritorio estilo Luis XVI comprado en la última subasta del mercado de pulgas de San Telmo.

—¿Qué hay de nuevo? Hace bastante que no te veo.

Lucio se arregló su corbata amarilla de seda y se sacudió como con desdén las cenizas que se habían depositado sobre las solapas de su saco sport de Yves Saint Laurent color azul marino. 

—Si es cierto, pasó un poco de tiempo. Es que estuve bastante ocupado. Pero lo nuevo, amigo mío, es que quiero que sepas que me siento distinto. Como que creo que la suerte al fin está de mi lado, eso es todo. Y mi sensación tiene que ver con haberme topado, hace tiempo atrás, con Ruby, la gitana que siempre anda por acá. 

Ella se me acercó y me dijo que mis proyectos pronto se harían realidad –le confió entusiasmado Lucio esbozando una sonrisa que iluminó su cara como si fuera un niño a punto de recibir un hermoso regalo de cumpleaños. 

Pedro lo miró frunciendo el ceño.

—Se te nota contento, pero espero que no le creas mucho.

—Está bien, está bien, a mí tampoco me gustan, nada de nada, eso ya vos lo sabes. Pero el caso es que no pude evitar que se me acercara aquella tarde. Me dijo algo muy interesante y además le compré en esa oportunidad este bello reloj de bolsillo. ¡Mira como brilla, es finísimo!

—Sí, tienes razón es hermoso. Pero vamos al grano que tengo cosas que hacer, ¿por qué querías verme?

El jugador se acomodó inquieto contra el respaldo del sillón y cruzó las piernas.

—Bueno, lo cierto es que necesito un poco de dinero.

—¿Dinero? ¿De nuevo? Te recuerdo que todavía no me has devuelto lo que te presté la última vez.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! Escuchame. Te aseguro que te lo voy a devolver. No puedo adelantarte nada ahora pero necesito que confíes en mí. Tengo la impresión de que voy a tener suerte esta noche.

Pedro encendió un cigarro cubano que sacó de una caja de madera lustrada.

—Te parece –en su tono había duda.

Espero que así sea. El negocio con el bar está yendo un poco mejor desde que toco los viernes y los sábados para ganar algo más de plata. ¡Lo sabes! pero no es que tengas que abusar de ello. ¿Por qué no vendes ese hermoso reloj? Debe valer bastante, ¿no?

—No, No, no quiero venderlo. Siento que cosas buenas me van a pasar si lo llevo conmigo, eso me dijo la joven. La verdad es que necesito ese dinero lo más pronto posible. Te juro que ya no volveré a pedirte plata. 

Lucio lo miró y esbozó una sonrisa enorme que dejó al descubierto una hilera de perfectos dientes blancos. Esa actitud era contagiosa, lo sabía, era quizás su mejor arma para convencer e incluso seducir a cualquiera para lograr lo que deseaba. No le iba a decir toda la verdad. No quería. 

Lo cierto es que no sentía ningún remordimiento por no ser sincero. Prefería dejarlo con la duda que ponerlo al tanto de sus planes. Cuanto menos supiera Pedro de sus negocios mejor para él.

Saliendo de su momentánea ensoñación, las palabras de su amigo lo volvieron a la realidad.

—Eso espero. ¿Cuánto necesitas esta vez?

Lucio se levantó del sillón y acercándose a la mesita de las bebidas se sirvió un vaso de whisky y otro para su compañero. 

—Bueno solamente te pido un poco. El resto, lo pongo yo. 

—¿De verdad no me vas a decir en qué andas?

—No. Confía en mí, en serio. 

—Está bien, ahora te lo doy.

—Bueno. Gracias. Como ya te conté, Ruby, la gitana, me dijo que tendría suerte en mis proyectos. Quién sabe, yo no les creo mucho, pero te digo que hoy me siento con fortuna. Prestame esa guita y te prometo que apenas pueda te la devuelvo.

Pedro dejó su vaso sobre el escritorio y levantándose se dirigió a la caja fuerte que se encontraba en un costado de la habitación empotrada en la pared detrás de una copia del famoso cartel “La Goulue” de Toulouse–Lautrec. Marcando una serie de seis números abrió la puerta de la caja de seguridad y de su interior extrajo un fajo de billetes.

—Tomá, acá tenés. Lo único que te pido es que tengas cuidado. Sé que no siempre andas con gente, digamos, con las manos limpias, ¿cierto?, así que cuídate, no la vayas a cagar, te lo pido por favor. 

—¡Ah, Pedro!, muchas gracias. Lo que sí puedo contarte es que estoy enamorado. De verdad, al fin encontré mi media naranja. 

—¿Enamorado? Realmente no lo creo.

Lucio sonrió.

—De verdad, viejo. 

—¿Y quién es si se puede saber?

—Lo único que te voy a decir por ahora es que es muy bella. Ya te voy a contar todo con lujo de detalles un día de estos.

Se levantó y guardó el dinero que le dio su amigo en uno de los bolsillos del saco y le estrechó la mano. Apuró el último resto de whisky que le quedaba y salió de la oficina rumbo al bar. Mientras bajaba las escaleras, se asombró una vez más de no sentir culpa por estar ocultándole el verdadero motivo por el cual necesitaba el dinero. 

A veces las más oscuras pasiones nublaban el entendimiento de Lucio y por lograr alcanzar a toda costa el objetivo de sus más secretos desvelos era capaz de cualquier acción extrema. En realidad sentía que se había convertido en un hombre sin escrúpulos. Lo importante para él era que se notaba distinto esa noche y creía que pronto su sueño se haría realidad.

El bar La Carta Marcada era atendido por una mujer madura a quién todos llamaban Mimí. En esos momentos se encontraba ordenando las botellas en las vitrinas y limpiando enérgicamente la larga barra de madera lustrada. Ya entrada la noche del viernes el local empezaba a llenarse con los clientes habituales. 

—¡Hola, Mimí!, ¿Cómo estás? —la saludó Lucio apoyándose sobre el mostrador  mientras sacaba su reloj de bolsillo. 

Todavía faltaba un rato largo para el encuentro que tenía planeado. 

—¡Hola, Lu! ¡Qué hermoso lo que tienes ahí! –dijo Mimí. Es demasiado para este sitio. Algún día eso te podría traer problemas, amigo. Tú eres mucho para este lugar buen mozo. Con sus labios pintados de rojo y con la sombra de ojos oscura, su cara parecía una grotesca máscara de carnaval. 

Lucio guardó el reloj pensando que todavía era temprano y aún tenía tiempo de tomarse otro trago. 

—¡Ah que va Mimí! ¡Tienes razón, hoy te roban y te matan hasta por un par de zapatillas! A propósito, ¿te conté alguna vez la historia de la pobre madre alemana a quien le robaron sus anillos de oro y que perdió a su hijo en Venezuela mientras este estaba de vacaciones?

—No, Lucio, no me la contaste. Pero ahora no tengo tiempo de escucharla, debo atender los pedidos de las mesas. Hoy estoy sola. No ha venido a trabajar Rosa y esto en un rato más será un desastre de gente. Hoy toca Pedro con los muchachos.

—Bueno, como quieras. Por favor servime un J&B con dos hielos, ¡hermosa!

Lucio sintió de pronto, a través de la fina tela de su traje, el suave avance del segundero del reloj. Por un momento lo invadió la extraña sensación de percibir el movimiento de las agujas como si fuera el tenue latido de un pequeño animal atrapado entre sus ropas, expectante y al acecho. Su boca se llenó de un sabor amargo y hubo en su estómago un escozor, como si esmerilados cantos rodados, duros y helados, se movieran en su interior. 

Sacudió los hombros mientras el tiempo marcaba el definitivo derrotero hacia lo que todavía no sabía que sería su terrible final.

Apuró de un trago el alcohol y se sintió un poco mejor, no mucho, pero lo suficiente como para infundirse más coraje para enfrentar el encuentro que tendría esa madrugada. 

Rouge Vival había logrado al fin tener dinero y poder. No fue fácil, no, claro que no. Tuvo una infancia terrible. Con un padre golpeador y una madre alcohólica no hizo falta mucho tiempo para que un jovencito rubio, de facciones agradables y complexión atlética, acabara en malas compañías y se convirtiera en un punga. 

Cuando no aguantó más escapó de su casa con tan solo doce años. Pasó por varios reformatorios hasta que al fin comprendió que no tendría mejor destino que empezar a ganar plata en las carreras de caballos del Hipódromo de Buenos Aires que manejaba El Rayo Rizo. Y allí acabó. Llevando las apuestas en un principio hasta ir ganado poco a poco la confianza del viejo Rayo y pasar a ser su mano derecha en el manejo de los negocios durante diez años.

Al morir Rizo, fue natural que Rouge quedara a cargo de todo. Con las ganancias que vinieron de las apuestas, las máquinas tragamonedas y del casino del hipódromo pudo generar el capital suficiente para empezar a invertir en más casas de juegos. Esto le dio la posibilidad de aumentar aún más su capital. Pasó entonces a la compra y venta de propiedades en los mejores barrios residenciales y en la zona del micro centro, es decir entrar de lleno en el lucrativo negocio inmobiliario. 

Fue así que en los ocho años siguientes se hizo millonario. Aquel niño rubio que corría llevando los boletos y los talones con el nombre del caballo ganador de un lado a otro del hipódromo hoy se había convertido en un hombre con una mirada de un azul glacial y con muy pocos escrúpulos. 

Con el tiempo Rouge supo ganarse la amistad de los políticos de turno sabiendo de antemano que lo férreo de sus maneras lo llevarían pronto a poder manipularlos para lograr sus objetivos. No en vano lo apodaban El Duro.

Hoy, después de muchos años de trabajo ganándose el apoyo de personas influyentes y corruptas que lo ayudaron a eliminar la indeseable competencia, contaba con bastante poder y riqueza lo que le permitía tener a su alrededor perros seguidores. Serviles y fieles, siempre y cuando, les tirara algo de las sobras de su avaricia.

Convencía a la gente, de una u otra manera, por las buenas o por las malas, de que era necesario dejarle a él el manejo de los asuntos más importantes, o sea del dinero.

Era de madrugada y Rouge El Duro estaba en el amplio despacho de su inmobiliaria. Con un grito llamó a sus dos hombres de confianza, El Chucho Anís y Juan El Demoledor, que se encontraban jugando a las cartas en la oficina contigua.

—¡Escuchen, muchachos! –ordenó.

—Debemos ir cuanto antes a ver a un tal Lucio Estrella en un bar del puerto. Me llamó por teléfono y me citó allí. Dijo que está en condiciones de pagar lo que me deben los dueños de la joyería de la Recoleta. No sé quién es, así que estén muy atentos, ¿me entienden?

—Entendido jefe –respondieron los dos hombres al unísono como un par de monos de circo que se cuelgan de un trapecio al silbido de su entrenador.

Los tres se levantaron de inmediato y salieron del edificio donde estaban las oficinas de la Inmobiliaria y Negocios Comerciales Rouge Vival SA, subieron a su coche y condujeron en silencio. 

Lucio dejó sobre la mesa su último vaso de J&B y miró una vez más la hora, sonriendo pensó que ya era el momento de encarar la reunión con Rouge Vival mientras prendía un nuevo cigarrillo. Pedro y los muchachos ya habían terminado de tocar y después de un rápido saludo se retiraron del lugar. 

El bar se encontraba casi vacío a esa alta hora de la madrugada y Mimí hacía rato que se había ido a dormir a su casa dejándole encargado que cerrara bien cuando se fuera. 

—Después de todo eres el mejor amigo del dueño –le dijo Mimí al entregarles las llaves y saludarlo con un beso lleno de lápiz de labio.

Rouge Vival,seguidode sus hombres,entró a paso firme apenas dieron las cuatro de la mañana. Buscó con la mirada y divisó a Estrella sentado en la barra. Este al verlo, les indico con un movimiento de cabeza que lo siguieran hacia el fondo del pasillo en donde se encontraba el reservado.

—Bueno, bueno. Aquí estamos, pajarillo de feria. ¿Qué es lo que tenés para nosotros? 

Chucho lo miró con una sonrisa socarrona y acarició el costado izquierdo de su chaqueta de cuero negro.

—Bueno, no voy a hablar con ustedes dos, pericos de parque de diversiones, sino solo con su amo –se envalentonó Lucio tirando su pitillo al piso y aplastándolo con la punta de uno de sus mocasines de cuero fino.

—¿Por qué no nos sentamos? –invitó Rouge entrando al reservado mientras con un gesto de su mano le indicaba a sus matones que salieran. 

—Escuchame pibe. No te conozco. No sé quién sos. Me llamaste ayer a la noche para encontrarnos aquí diciéndome que tenías la plata que me deben. 

—No sé porque te has metido en esto, pero la verdad es que eso a mí no me importa. Así que no perdamos tiempo y entrégame la guita ahora y a otra cosa mariposa, ¿te parece?

—Sí, sí, por supuesto, yo tengo tu plata Rouge –respondió Estrella, acomodándose en el sillón del reservado detrás de la mesa de madera. En realidad tengo parte del dinero, no todo. Esa es la cuestión que quería comentarte en persona. Tal vez puedas darme más tiempo para conseguir el resto ¿eh?

Al ver la fría mirada de Vival, sintió que estaba sobre arenas movedizas y que pudiera ser que no tuviera las mejores cartas con las que ganar aquel juego, pero la ambición es como una piedra atada al cuello de un hombre que camina haciendo equilibrio por un delgado alambre tendido sobre un abismo. Su propio peso lo hará caer. 

—Mira, escuchame idiota, creo que has entendido mal, pero muy mal la situación. Yo quiero ahora todo el dinero de lo contrario no la pasarás bien –sonrió Vival mirando al que no creía en la suerte.

Tienen una deuda conmigo y las deudas se pagan, es lo justo, así que vos me vas a pagar ahora o creo que la cosa se te puede poner muy fea, ¿me captas?

—Escucha, Rouge, yo lo único que quiero es que me des un poco más de tiempo –exclamó mientras tocaba su costado derecho.

—¿Pero vos sos o te haces?, ¡Imbécil! –le gritó El Duro agarrándolo de las solapas.

El Demoledor se asomó por la puerta mascando un chicle y observó sin pestañar a Lucio secándose con el dorso de la mano un resto de saliva de la comisura de sus labios. 

—¿Está todo bien, jefe?

—Tranquilos, muchachos, tranquilos, creo que nuestro amigo nos entregará ya mismo la plata y esto acá se termina –exclamó despacio Vival incorporándose y plantándose con sus manos puestas en los bolsillos de su pantalón.

—¡Dame la plata ya mismo, muchacho! Se me está acabando la paciencia y seguís haciéndote el boludo.

—Bueno, bueno no tan de prisa viejo, te la voy a dar.

El amigo de Fonté retrocedió unos pasos y vio que Rouge le hacía un gesto a sus guardaespaldas con la cabeza y, sacando las manos de sus bolsillos, salía del lugar.

—O nos das todo ahora pequeño renacuajo o pronto solo serás un gato muerto más en el callejón, ¿entendés? –arremetió El Demoledor agarrándolo del cuello.

—No es necesaria la violencia, amigo mío –exclamó agitado el muchacho.

Trató de aflojar el apretón pensando que la cosa se había puesto difícil. Deseó salir de allí cuanto antes. 

—Justo aquí, en mi bolsillo tengo el dinero –señaló– y con un rápido movimiento extrajo del interior del saco su revólver y empujando al matón le disparó a quemarropa.

De inmediato un humo azul y un intenso olor a pólvora invadió el pequeño reservado del bar. 

El Demoledor con un gesto de dolor se llevó la mano a su hombro derecho y trastabilló hacia atrás golpeando la espalda contra la pared mientras sacaba su pistola y le descerrajaba un tiro a Lucio que erró por un milímetro su cabeza y fue a pegar contra el marco de la puerta.

El Chucho Anís alertado por el ruido entró en la habitación. Un destello plateado surcó el aire enrarecido y su brazo describió un arco mortal mientras la navaja que empuñaba se hundía repetidas veces en el pecho de Lucio a la vez que con su otra mano desviaba hacia abajo el revólver que este sostenía. 

El Chucho realizó entonces un rápido giro y con el impulso lo tiró al piso. Se agachó sobre el cuerpo del joven herido y sacó de un rápido manotazo el fajo de billetes que este llevaba en uno de sus bolsillos. Al incorporarse tomó el revólver caído no muy lejos y se lo guardó por detrás quedando ajustado a la cintura por el cinturón del pantalón. 

Agarrando el brazo sano de su compañero lo empujó hacia la puerta y ambos matones abandonaron el reservado y, junto con su jefe que los esperaba en el callejón, subieron al coche y salieron a toda velocidad del lugar. 

Sintiendo un dolor muy intenso en su costado izquierdo, cerca del corazón, Estrella salió tambaleándose. Se palpó la herida y sintió un calor líquido. Se dio cuenta que el fajo de dinero que llevaba ya no estaba. 

—Maldición –dijo mientras de su boca salía un borbotón de sangre que le dejó un intenso sabor metálico. 

Se limpió con la mano y a tropezones avanzó hacia la calle por el callejón aún a oscuras. Llevándose por delante un pequeño puesto de flores que ocupaba un rincón de la vereda se percató que un grupo de claveles blancos manchados de rojo caían al suelo. Con la vista enturbiada por el dolor los observó precipitarse, sangrientos, como en cámara lenta.

Apretando los dientes recordó las palabras de la gitana Ruby: … ten cuidado de las flores y del tiempo cuando parezca que se deslizan lentos en la noche. «Mierda, al final la maldición se ha cumplido y aquí estoy ahora, muriéndome», pensó.

Tratando de sacar de su mente ese pensamiento llegó hasta su auto estacionado en el lugar de siempre. Abrió con manos temblorosas la puerta del vehículo y se arrojó sobre el asiento, casi sin aliento. 

Bajo la ventanilla, necesitaba un poco del aire fresco de la noche. Sintió que se iba cayendo, resbalando. 

Cerró sus ojos y se vio a sí mismo sumergido en agua de un color carmesí hundiéndose en la rojiza profundidad apenas iluminada por unos delgados rayos de una intensa luz blanca. 

Pudo, con el último soplo de vida, entrever en esa luminosidad la maravillosa silueta de su amada. Extendió sus manos hacia aquella figura acuosa pero vio que se alejaba con su rostro muy pálido. 

Abriendo su boca de par en par, escupió y una gran mancha cubrió parte del parabrisas. Era un grito definitivo que ya no era nada. La suerte a veces llega, a veces no. En cualquier momento se nos puede acabar y la suya al parecer ya se había terminado. 

¡Mierda! –alcanzó a murmurar en un último ramalazo de lucidez y tomando con su mano ensangrentada el reloj de oro que le había comprado a la gitana, extendió el brazo para mirarlo por última vez. Abrió muy grandes los ojos y volvió a ver a la mujer de sus sueños, pero esta vez su cara era la cara de la muerte que lo besaba en silencio. 

A veces es verdad que se puede morir por amor.

El sábado, Rosa llegó puntual, a las ocho de la mañana. Había faltado sin aviso la noche anterior y no quería seguir enturbiando más las aguas con Mimí llegando tarde. Los sábados el bar se ponía bien caliente. Pedro tocaba el saxofón acompañado en el piano por Fredy. «Arman un buen dúo esos dos. Ojalá que algún día llegue a ser un excelente saxofonista», pensó.

Apuró sus pasos hacia la entrada del bar y advirtió el auto estacionado con la ventanilla abierta del lado del conductor. Preguntándose qué haría tan temprano allí, se acercó. Apretó la cartera de cuero contra su cuerpo y le pareció que de pronto la mañana se volvía más fría a pesar de estar comenzando el mes de enero. Teniendo una fea sensación, se animó a mirar dentro del coche. 

Ahogando un grito, vio a Lucio en el asiento del conductor con los ojos abiertos y en su cara una rígida sonrisa. Su saco abierto dejaba ver la camisa blanca con una enorme mancha de color rojo oscuro.

Llevándose una de sus manos a la boca, dio media vuelta, entró corriendo en el bar y con su celular llamó al 911. 

La policía estuvo en La Carta Marcadamuy rápido, o así le pareció a ella. Un coche patrulla se detuvo, ya entrada la mañana, frente al bar. Dos policías, El Ruso Stanngen y Yolanda Bianca, alias Yoli, fueron los encargados de registrar el sitio. 

Para El Ruso, curtido hombre de la ley, apenas vio el auto con un tipo tumbado dentro, el asunto no tenía muchas vueltas. 

Mientras miraba el rostro sonriente del cadáver pensó, como siempre, que era muy triste terminar la vida de esa manera. Así, sin pena ni gloria, en un callejón oscuro de la gran ciudad que él amaba proteger.

Esa mañana había salido rápidamente de su casa, era su día franco, pero sus dos compañeros de guardia, Miguel Zapata y Roberto Antunes, habían acudido a un caso de pelea domiciliaria. Una mujer joven y su anciana vecina discutieron por los ladridos del perro de esta última. Parece que la primera salió con una escopeta y empezó a los tiros contra la casa de la vieja con tal mala suerte que una bala atravesó la ventana de la cocina y le pegó en la cara matándola en el acto. 

Era un desastre toda la escena, terrible, y lo peor que el perro seguía ladrando a través de las rejas del patio y la chica más joven gritaba como loca en medio de la calle en un ataque de histeria hasta que llegaron los paramédicos y calmándola la condujeron al interior de su casa.

Así que Zapata lo llamó por el radio de la patrulla a su celular, le contó lo sucedido y le encomendó la tarea de asistir al lugar con Yoli.

—Escucha, Ruso. Es así, el tipo tiene una profunda herida de arma blanca que le atravesó el corazón y de esto hace muy poco tiempo. Todavía hay sangre fresca en sus labios y en casi todo el parabrisas del auto, ¿lo ves?

—¡Chocolate por la noticia! –exclamó El Ruso observando con atención. 

—Pero, ¿qué mierda sostiene en su mano derecha? ¡Fijate! Es un reloj y entre los dedos asoma un pedazo de papel.

Yoli, colocándose unos guantes de látex reglamentarios, tomó con delicadeza ambos objetos. Cuando iba a intentar desplegar el papel con las pinzas de metal que saco de un maletín que había depositado en el piso, sintió un grito a sus espaldas, girando divisó, dirigiéndose hacia ella, a la teniente de homicidios que se acercaba a paso raudo. 

—¡Eh! ¿Qué hacés? ¡Poné eso de inmediato en la bolsa Ziploc!

Lucía Morales. Muy eficiente. Meticulosa. Organizativa. Detallista al extremo. Si no le hacían caso sus superiores en su manera de llevar una investigación, seguía adelante, así nomás. Muchos la tildaban de individualista y de no saber, o no querer trabajar en equipo. Sin embargo, era la mejor investigadora del Departamento de Policía que se había conocido en muchos años.

—¡Está bien, está bien, jefa! ya está –dijo Yoli, mientras introducía con cuidado el reloj y el trozo de papel marrón dentro de la bolsa de plástico para evidencias.

—¿Qué tenemos? —preguntó Lucía.

—Hola, jefa. Un tipo apuñalado. No fue su día suerte, eso seguro –rio El Ruso con sarcasmo.

—Bien, ¿hay testigos?

—Bueno, la camarera del bar fue la que llamó a la seccional temprano esta mañana. Ella fue la que encontró el cadáver. Su nombre es Rosa González. 

Nos dijo que conoce al muerto y que su nombre es Lucio Estrella. Ahí está ella, esperando que alguien le diga qué hacer –le respondió Yoli señalando con un movimiento de cabeza hacia la mujer parada en la puerta.

—Bien, hablen con ella. Quiero hacer esto rápido –exclamó Lucía, mientras pensaba dónde podría conseguir una taza de café. 

—Que acordonen el lugar y que no pase nadie –ordenó.

Para la Teniente de Homicidios el fin de semana no empezaba bien.

CAPÍTULO 2

No todo lo que reluce es oro

Rosa González entró al bar después de hablar con la policía y se puso a llorar, desconsolada. Se sentó en una de las sillas cercanas a la barra y con la cabeza baja se quedó un largo rato ahogando su llanto en silencio.

Así la vio Pedro. Llevaba en una de sus manos el estuche donde guardaba su saxofón. Lo dejó sobre una de las mesas. La mujer levantó su rostro marcado con dos finos surcos de rímel, pegó un salto y lo abrazó quedando en puntas de pie. 

—Lucio está muerto. ¡Es terrible! La policía ya estuvo acá. Yo, yo no sé qué decir, ¡pobre, pobre! 

—Sí, ya lo sé. Acabo de llegar de la casa de Ricky y me he encontrado con la horrible noticia.

Pedro la apartó con suavidad y le pidió que le contara todo lo que sabía.

—No sé mucho. Él estaba afuera, en el auto, hermoso como siempre, pero inmóvil. Hoy vine temprano para dejar todo listo para esta noche. ¡Esto es horroroso! De no creer.

Rosa se llevó ambas manos a la cara y empezó a llorar otra vez. 

—Bueno. Calma. Ve a la cocina a ver si está todo en orden. Yo necesito estar solo para pensar un poco en lo que pasó.

Sus pensamientos hervían esa mañana. Agarró una botella de Jack Daniel´s de la estantería y se sirvió una medida doble. Necesitaba algo fuerte para poder encarar el día. Apenas había pegado un ojo la noche anterior.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! –exclamó en voz baja, mientras apuraba un trago.

—¿Qué fue lo que sucedió? ¿Por qué mataron a Lucio y quién fue? 

—A ver, tranquilo, tranquilo, ordena los pensamientos y pone a funcionar tu instinto de policía, se dijo a sí mismo. 

Su cerebro comenzó a trabajar como en los viejos tiempos. Tratando de poner cada hecho en su lugar como si fueran las piezas de un gran rompecabezas que de a poco y con mucha paciencia irían dando forma a la figura final que le daría sentido al todo. Empezó a hablar en voz alta.

—Él vino a verme ayer a la noche. Estaba un poco excitado. Me siento con suerte, amigo, me dijo.

—Sí, sí, lo recuerdo bien. Estaba vestido muy elegante, como para una importante ocasión y estaba muy resuelto. Por eso logró que le prestara un poco de plata.

—¡Maldición! Siempre confié en él. Desde chicos, cuando jugábamos a las cartas debajo del pupitre, a escondidas, durante las clases de catequesis de la hermana Consuelo y él me decía, tranquilo gallina, que yo te aviso si veo que viene la hermanita. Siempre sonriendo y jugando al peligro, mi querido Lucio.

¿Quién ha sido el responsable de su muerte?¿En qué andaba metido?

Los pensamientos de Pedro iban muy rápidos. Debía encajar bien todas las piezas, una a una. Esta madrugada Lucio se iba a encontrar con alguien en el bar. ¿Con quién?¿Qué había pasado?

¿Acaso la afinación de su saxofón en casa de Ricardo Berstein, su amigo músico y lutier, no hubiera podido esperar a más tarde? 

«Si me quedaba un rato más, después de tocar, tal vez Lucio ahora estaría vivo», pensó con culpa Pedro.

Tantas preguntas rondaban en su cabeza, cuestiones de y si… y podría… y si hubiera… que por ahora no tenían respuestas.

No tenía sentido ponerse a cavilar de esa manera. Había pasado lo peor y él no pudo hacer nada para evitar el triste final de su amigo, ¿o sí? 

La tremenda realidad era que estaba muerto y su cuerpo ya estaría a esas horas a oscuras y helado dentro de algún gabinete de metal en la morgue de la ciudad.

De repente, vino a su recuerdo aquel día en que Lucio se enojó con su amiga y compañera de curso María Carpentier y le había hecho aquello tan horrible. Los dos fueron a estudiar en su casa para el examen trimestral de Química pero en realidad ni abrieron los libros. María era un bocho y ellos dos siempre esperaban que ella les pasara las respuestas en los exámenes de casi todas las materias. A cambio la llevaban a bailar o a dar vueltas los fines de semana.

El caso fue que el día del examen María no apareció en la escuela y los dos muchachos lo desaprobaron.

Enojado, Lucio le pidió que lo acompañara hasta la casa de su amiga. Sus padres tenían una panadería a unas pocas cuadras del colegio sobre una de las avenidas principales del barrio.

Cuando encontraron a María en la cocina de la casa y le preguntaron por qué no había ido al examen aquel día ella les contó que su cobayo Coby, regalo de su padre, se había puesto muy enfermo esa mañana. Como su cuerpo temblaba todo el tiempo se quedó a cuidarlo y por eso faltó a la prueba.

Les mostró el animal que estaba en su jaula tiritando de tal manera que parecía que se moría.

Lucio, viendo aquello no tuvo mejor idea que decirle que esa noche cuando su padre apagara el horno de la panadería pusiera al cobayo detrás para que el calor que quedaba lo calentara un poco. 

Seguro que a la mañana siguiente estará mucho mejor le dijo el muy hijo de su madre, guiñándole un ojo a su amigo.

Pedro, ante el recuerdo se emocionó y volvió a servirse otro vaso de whisky.

Lo cierto es, que al día siguiente, María tampoco fue al colegio. Ambos amigos, al término de las clases, fueron hasta su casa para averiguar qué le había pasado. 

Grande fue la sorpresa de Pedro cuando María les contó, con lágrimas en los ojos, que hizo con Coby lo que Lucio le propuso. Al terminar la última horneada, envolvió el animal en una mantita de franela y con delicadeza lo puso entre la pared y el horno, en un huequito. 

Después se fue a descansar, pero con tanta mala suerte que al día siguiente se quedó dormida y no pudo sacar al cobayo de detrás del horno a tiempo, antes de que su padre lo encendiera para hacer el primer pan. El resultado fue que el animalito terminó rostizado, quemado vivo. Ese había sido el motivo de por qué ella no asistió al colegio. 

Pedro recordó que después de contarles el triste final, María lloraba y Lucio sonreía. El muy hijo de puta disfrutaba de la desgracia ajena.

Así era él. Tan de cagarse en los sentimientos de los demás. Pedro no sabía porque carajos lo quería tanto, pero se sentía como su hermano mayor y siempre lo sacaba de los problemas e intentaba que siguiera el buen camino. 

Nunca tuve demasiado éxito, esa es la verdad. Al fin y al cabo hacía lo que quería porque como le gustaba decir «hoyme siento con suerte, amigo». 

—Y ahora está muerto. ¿Qué fue lo que pasó en la madrugada? –Se preguntó en voz alta.

Ofuscado, golpeó con los puños la mesa de la barra haciendo tintinear las copas apoyadas en un costado. 

—¡Epa! ¡Epa! ¡Cuidado hombre! Un golpe más como ese y tiras abajo toda la cristalería —dijo la oficial Lucía Morales que entraba justo en ese momento. 

Sobresaltado, Pedro se dio vuelta y vio que se acercaba una mujer alta que vestía una chaqueta y una pollera oscura. Era delgada, con un fino rostro moreno enmarcado por una cabellera color negro azabache que le caía, abundante, sobre los hombros. De su cuello colgaba una identificación dorada de la Policía Federal.

—¡Lucía! ¡Es un placer volver a verte! –exclamó Pedro mientras acudía a su memoria el recuerdo de su trabajo juntos.

Fueron compañeros durante casi cinco años en la División de Homicidios. Hacían muy buena pareja y por un tiempo fueron amantes. Había química entre ellos como se dice, pero la verdad era que ambos se enfrentaban casi todos los días a situaciones tan tremendas que sus sentimientos muchas veces quedaban como anestesiados. Era muy estresante intentar resolver casos que siempre eran pura mierda de tal manera que casi no les quedaba tiempo para dedicarse a ellos mismos.

Sin embargo todo iba relativamente bien así hasta que Pedro tuvo que enfrentar una delicada situación. Se lo acusó de haber actuado con exceso de autoridad al tratar de defender a una víctima de asalto. Disparó sin aviso al atacante provocando que este muriera en forma instantánea.

Si bien Lucia estuvo con él en el lugar de los hechos, declaró durante la audiencia que ordenó el juez a cargo del sumario interno, que no había visto nada. Ella se había quedado atendiendo a la víctima, un hombre de mediana edad, extranjero, que había recibido tres puñaladas. Se encontraba agonizando tendido en la vereda. Así que dejó claro que su compañero estaba solo cuando persiguió al delincuente unas cuantas calles. Fue el mismo Pedro quien le dijo que había tenido que disparar en defensa propia matándolo de un balazo en la cabeza.

La víctima del asalto, de nacionalidad norteamericana, al final se salvó después de casi seis meses de recuperación hospitalaria. A él le hicieron un sumario y le dieron la opción de seguir en la fuerza si aceptaba ser reten de guardia en alguno de los bancos de la ciudad. 

Esa fue como la estocada final. La gota que derramó el vaso. Cuando terminó toda la investigación presentó el pedido de baja y dejó de pertenecer a la policía.

—Hola, ¿cómo estás? Ha pasado un poco de tiempo, ¿no? Encontramos a este tipo muerto justo enfrente del bar. La camarera nos ha dicho que su nombre es Lucio Estrella y que era muy habitué de tu local y que anoche estuvo aquí tomando unas copas hasta tarde. Nos comentó también que ustedes eran buenos amigos. ¿Sabes algo que pueda explicar su muerte?

—No sé por qué lo mataron, si a eso te refieres. Sí, era mi mejor amigo. No sé quién le pudo haber hecho algo así, te lo juro. ¡Esto es terrible!, Lucía. 

—Tranquilo, hombre. ¿Sabes si anoche estuvo con alguien sospechoso o en qué andaba metido? Debió ser algo gordo para que terminara así, asesinado de varias puñaladas en medio de la madrugada. Ya lo averiguaremos, seguro. Tarde o temprano casi todo se sabe ¿no? 

—Decime, ¿dónde estabas ayer a la noche? –le preguntó Lucía mientras se sentaba en el alto butacón y cruzaba sus hermosas piernas enfundadas en unas medias color obispo.

—Estuve acá, tocando con los muchachos como hasta las doce, una de la mañana. La hora exacta te la puede confirmar Mimí. Después me fui a lo de Ricardo Berstein, él me ayuda de vez en cuando a afinar mi saxofón. Es un viejo amigo. A veces me quedo a dormir en su casa después de tocar algo juntos o beber y charlar hasta muy avanzada la madrugada. Eso hice.

—Bien. Hablaremos con él más tarde para comprobar tu historia. Es lo que se debe hacer, ¿lo entiendes no es así?

—Por supuesto. He dejado de ser policía, pero no me he olvidado de los métodos que deben seguirse. Está todo bien, en serio. Además este es tu trabajo, aunque ahora con la placa de teniente como veo, ¿verdad?

—Claro. La mierda sigue siendo mierda, pero tengo más responsabilidad que antes para tratar de sacarla de las calles. Sabes muy bien que siempre intento actuar bajo la ley y las reglas. Es importante para mí respetarlas y hacerlas cumplir, es como que así este desquiciado mundo se ordena al menos un poco.

—Lo sé. Siempre serás la honesta y correcta mujer policía, ¿no es cierto? En fin, te extraño algo, igual. Eso es verdad.

Lucía lo miro y sintió que tal vez aún quisiera a ese hombre, pero ese sentimiento no le duró mucho. Sabía que ya nada podía volver a ser como antes entre ellos. De alguna forma se había generado un espacio, una grieta, que separaba la vida de ambos. 

Era como si cada uno estuviera frente a frente, separados por un precipicio. Se podían ver, se podían escuchar y hasta percibir en la distancia, pero nunca podrían volver a estar juntos de la misma manera como cuando fueron compañeros y enfrentaron la cruda realidad de los crímenes.

—Así es la vida, Pedro –dijo de pronto Lucía acomodándose en la butaca y aceptando la taza de café que le ofrecía Rosa.

—Otra cosa, ¿Por qué crees que querrían matar a tu amigo?

Pedro la miró durante un instante, los ojos verdes de la mujer eran muy intensos, su mirada era hipnótica y después de unos segundos tuvo que apartar la vista. 

—No tengo la menor idea. Lucio estaba bien cuando lo encontré el viernes a la noche en mi oficina —respondió Pedro nervioso mientras se tragaba otro poco de licor— Hasta me confió que se había enamorado.

—¿Enamorado? ¿Sabes de quién? –inquirió Lucía tomando un sorbo de café.

—No lo sé, de verdad. No me dijo el nombre. Pero me contó que era una mujer hermosa y no agregó nada más haciéndose el misterioso como era su costumbre. Nunca pensé que iba a terminar muerto.

—La señora que se encarga de la barra, Mimí, nos comentó que tú amigo se quedó después de que ella se fue, a eso de la una de la mañana. Le dejó las llaves para que cerrara. Estrella le dijo que se iba a encontrar con alguien en el reservado, ¿sabes con quién? 

—No sabía eso. Recién llego, no tuve tiempo de hablar con ella.

—Aja. ¿Dónde queda el reservado?

—Por ese pasillo al fondo. ¿Quieres ir a ver? 

—Por supuesto.

Ambos se dirigieron entonces hacia el fondo del bar y se detuvieron frente a un importante reguero rojizo que salía desde la entrada al reservado y se extendía a lo largo del pasillo hasta llegar a la puerta de emergencia que daba al callejón. Pedro abrió despacio y de inmediato vieron el suelo con manchas de sangre. 

—¡No toques nada! Este lugar también lo debemos considerar como parte de la escena del crimen.

Lucía tomó su celular y marcando el número de la central se puso en comunicación con Mike La Monde, quien le aseguró que ya salían rumbo al bar con el equipo de criminalística. Cerró la llamada.

—¡Deténgase!, ¡No dé un paso más, por favor! –le grito de repente a Rosa al ver que esta caminaba como hipnotizada por el pasillo hacia la puerta trasera.

—¡Salgamos todos de acá, ya! –indicó Lucia, mientras se volvía sin percatarse de que Pedro se agachaba y tomaba algo del piso y luego de darle un vistazo lo guardaba dentro del bolsillo de su pantalón.

Los tres volvieron sobre sus pasos y se quedaron parados mirando hacia el lugar en donde Lucio Estrella había encontrado la muerte.

—Bien Pedro, debo volver a la oficina, por favor quédate por acá ¿sí?, usted también Rosa, pronto llegará el equipo forense y querrá hablar con los dos.

—No toquen nada por favor –dijo la hermosa investigadora. 

—Lucía, yo que vos averiguaría con quién se encontró Lucio. 

Lucía se detuvo un segundo y luego siguió caminando hacia la salida mientras alzaba su mano derecha con el dedo pulgar alzado en dirección a Pedro. 

—Gracias. Lo tendré presente. 

Ya afuera se dio cuenta de que la mañana había avanzado llegando casi al mediodía y el fuerte sol de enero presagiaba un cálido día. La embargaba una sensación extraña. El encuentro con Pedro le había traído viejos recuerdos. Mientras se dirigía hacia su coche sintió un déjá vu, fue como si la música de una olvidada canción ya conocida comenzara a sonar insistente dentro de su cabeza.

Pensó que el pasado a veces vuelve de manera tan intensa que puede llegar a nublar el presente y hacerle sentir que todo había sido mejor a pesar de que sabía que ese tiempo ya era un tiempo muerto.

Puso en marcha el auto. Se aferró al volante con ambas manos. Dejó que su vista vagara por un instante en el fluido tránsito que recorría la calle y salió rumbo a la Central de Policía. 

La agente Bianca temía interrumpir a su jefa. No quería que la investigadora la sacara carpiendo creyendo que lo que tenía que decirle carecía de importancia.

Lo cierto es que esa misma mañana había recogido un hermoso reloj de bolsillo que sostenía la mano del muerto hallado en el puerto, antes de hablar con la camarera.

Era muy brillante, parecía ser de oro, con una llamativa cadena engarzada en eslabones muy finos. 

«Sin dudas no se trataba de un asesinato por robo. Ese reloj debía valer mucho dinero», pensó.

Entonces ¿por qué nadie se lo llevó? ¿Cuál era el motivo del asesinato del joven? 

A pesar de sus resquemores se animó y golpeó la puerta de vidrio de la oficina de la teniente Morales mordiéndose los labios. 

—Sí, adelante. 

—Permiso… soy yo jefa.

—Ah, ¿Qué es lo que querés? –dijo Lucía, levantando la vista de unos papeles que estaba leyendo.

—Le traigo este reloj que encontré en la escena del crimen —Yoli levantó la bolsa de plástico.

—¿Por qué no lo dejaste en el laboratorio para su análisis?

—Es que me pareció importante que supiera antes que nadie que lo encontré. No creo que el móvil del asesinato del tipo del bar haya sido un robo. ¡Mire lo que es este reloj!, debe valer bastante.

—¿Dejame ver? 

La jefa de homicidios se puso un par de guantes de látex color azul que sacó del cajón del escritorio, abrió el precinto plástico, con cuidado extrajo el llamativo reloj y su cadena y los puso sobre la mesa. Los observó con atención. Reparó que en la tapa estaba escrito: Skopje– Joyería La Bell.

—Pero, espera un momento. Acompáñame —dijo.

Ya en el laboratorio, colocó con cuidado parte de la cadena con uno de sus eslabones en la platina del microscopio que estaba sobre la mesa de trabajo y lo enfocó con ayuda del gran ocular. 

En medio del campo del microscopio apareció con claridad una filigrana sobre el eslabón con la forma del símbolo del infinito. 

Lucía alzo la vista hacia su ayudante. 

—Esto es importante. Busca en la base de datos el nombre La Bell, por favor. 

La agente salió como una bala hacia su escritorio mientras Lucía miraba el reloj de Lucio Estrella. Un muerto que tal vez tenía que decir mucho más ahora, desde el más allá, que lo que había podido en toda su puta existencia. 

—«En definitiva el cuerpo de un cadáver siempre habla», pensó.

—¿Cuál habrá sido el motivo para asesinar a este pobre tipo? –se preguntó.

—Okey, jefa –dijo Yoli interrumpiendo sus  pensamientos.

—Acá está. El reloj pertenece a una de las mejores joyerías de la ciudad. Es muy exclusiva. El nombre de su dueño es Hadar La Bell. Es un inmigrante judío que llegó a nuestro país, procedente de Los Balcanes, huyendo de los nazis. Aquí tengo toda la información –dijo y agitó unas hojas impresas.

Lucía se incorporó de golpe de su escritorio, y sin querer, se volcó encima un poco del café negro y sin azúcar que se acababa de servir de la máquina eléctrica ubicada sobre una pequeña mesita. 

—«Mierda, tengo que dejar de tomar tanto de esta porquería o me quedaré, primero sin ropa y, después sin hígado. Pero soy adicta al café negro y fuerte, que le voy a hacer», pensó.

Mientras se secaba la camisa blanca con una servilleta de papel que sacó de uno de los cajones de escritorio percibió la interrogación en su agente.

—¿Eh? –Yoli la miró desconcertada.

—Nada, nada, guardá esos datos en el archivo y dame la dirección de esa joyería. El lunes voy a hacerle una visita. Nunca se sabe que nos puede traer la marea. ¿No es cierto? –agregó mientras tiraba los guantes de látex en el papelero.

La joyería de los La Bell efectivamente estaba en una de las partes más exclusivas de la ciudad. Era el lunes por la mañana y Lucía Morales se dirigía en su auto hacia el lugar para indagar acerca del reloj de bolsillo.

Estacionó su automóvil en la calle Junín cerca de la Avenida Alvear en el Barrio de la Recoleta donde se ubicaban las joyerías más caras y las tiendas de importantes casas de ropa que se extendían hasta cerca del Centro Artesanal de Plaza Francia sobre la Avenida del Libertador.

La tienda que buscaba se encontraba justo al lado de la famosa casa italiana Bulgari. Al abrir la puerta del negocio se escuchó un alegre tintineo de campanillas. Lucía entró en el amplio salón lleno de vitrinas de cristal empotradas en las paredes y con un gran mostrador de vidrio, en el medio, en donde se exhibían joyas de todo tipo muy bellas. 

Contra una de las paredes, se encontraba un sillón de tres cuerpos de Ratán y enfrente de él una mesita baja con tapa transparente con sus cuatro patas en madera negra labrada semejando las garras de algún tipo de felino. Una mullida alfombra roja con bordes dorados cubría todo el piso de la habitación.

Una mujer de espaldas, subida en una pequeña escalera, se encontraba acomodando unos brazaletes y anillos en una de las estanterías.

—Un momento, ya estoy con usted.

Bajó de la escalera, la plegó y la colocó en un costado, detrás de las cortinas que daban al depósito de mercaderías.

—Buenos días ¿En qué puedo servirla?

—Buenos días. ¡Qué joyas más hermosas!

—Sí, tratamos de tener lo mejor de lo mejor. Nuestra clientela es muy exclusiva.

La mujer escrutó a la persona que tenía enfrente. Se percató que no vestía como las ricachonas que visitaban su tienda. Se la veía elegante y formal llevando un pantalón color gris, una chaqueta del mismo color y una camisa blanca abierta en el cuello. Sin un solo anillo, brazalete, o cadenita como bijouterie. 

—Claro, por supuesto –dijo Lucía– admirando la belleza de la joven que le sonreía. Llevaba su cabello pelirrojo recogido en un rodete que dejaba al descubierto su rostro de líneas definidas y muy delicadas. Sus ojos, de un azul profundo, tenían una mirada astuta.

—¿En qué puedo ayudarla? ¿O desea tomarse un tiempo para elegir algo de nuestra colección? Tenemos anillos, pulseras, gargantillas, relojes. Para usted o para cualquier tipo de ocasión, como un regalo, por ejemplo. ¿Necesita algo en particular para alguien especial? ¿Un regalo de compromiso? ¿Algo para usted, quizá? 

La mujer movía sus delicadas y blancas manos señalando hacia cada uno de los lugares del negocio en donde se guardaban las lujosas joyas que había ido mencionado.

—No, no. Más bien quiero mostrarle este objeto –señaló Lucía, sacando del bolsillo derecho de su chaqueta una bolsa de plástico que depositó con suavidad sobre el cristal del mostrador.

La joyera vio que contenía un reloj y una cadena. 

—Tenemos varios de este tipo en venta, ¿desea usted cambiar la que tiene? ¿O quizá no ande bien el mecanismo y necesite una reparación? Si ese es el caso mi abuelo podrá verlo, pero no hoy, él ha tenido que salir temprano hasta el banco para realizar algunos trámites.

Lucía, prestó mucha atención a la reacción de la joven cuando le mostró el objeto que había pertenecido a la víctima. Sin embargo no pudo percibir ninguna señal de alarma en ella.

—Muy bien. Vea señorita…

—Puede llamarme Jazmín.

—Sucede que este reloj tiene grabado en forma muy delicada las palabras Skopje, Joyería La Bell.

La joyera la miró sin pestañar. Luego volvió a bajar la vista al envoltorio.

—Bueno, si tiene ese grabado es indudable que pertenece a nuestra casa. ¿Qué necesita?

—Vea usted, este reloj se encontró en la escena de un crimen ocurrido en el puerto el fin de semana.

—Permítame presentarme, mi nombre es Lucía Morales, soy teniente de homicidios –dijo mostrándole la credencial del Departamento de Policía.

Jazmín pudo ver una foto de la mujer que tenía delante de sí con su nombre escrito en letras negras, bajo el cual se leía Teniente División de Homicidios, Policía Federal.

—¡Pero, qué espanto! Igual sigo sin comprender ¿qué es lo que usted desea de mí?

—¿Reconoce entonces el reloj?

—Bueno, no sé, debería verlo mejor, claro, pero si en él están grabadas las palabras Skopje, Joyería La Bell como dice, sí seguro que lo reconozco, lo fabricamos nosotros.

—¿Es posible que alguien lo comprara en otra joyería que no sea esta? –preguntó Lucía sin dejar de observar con atención a la muchacha.

—Eh, no, eso es imposible. Los únicos que vendemos estos relojes en Buenos Aires, es más, en toda la Argentina, somos nosotros. Su manufactura es muy especial y proviene de una tradición artesanal muy ancestral de nuestro pueblo.

—Muy bien. ¿Tiene registradas las últimas ventas? 

—Bueno, sí, seguro. Archivamos todo en la computadora. Creo recordar que hará más de un mes agregamos, a un reloj muy parecido a este que usted me muestra, una cadena de oro puro con eslabones que yo misma engarcé con filigrana en plata con el símbolo del infinito en cada uno de ellos.

Fue para un hombre elegante que se presentó aquí diciendo llamarse Lucio Estrella. Habló conmigo y con mi abuelo y dejó encargado el trabajo para retirarlo al día siguiente. Ahora lo recuerdo.

—Bueno, que bien que lo recuerde porque ese es el hombre que asesinaron.

—¡Oh qué horror! Parecía un hombre tan lleno de vida esa tarde en la que estuvo aquí en nuestro negocio.

—Bueno, sí, a veces así sucede ¿no?, un día estamos acá y al otro día estamos unos metros bajo tierra. Así es la vida de este tipo de personas. Por lo que hemos podido averiguar se trataba de un jugador de cartas que siempre andaba dándose aires de gran millonario. 

—¿Es posible que ese hombre haya adquirido el reloj en algún otro sitio?

—Como ya le dije, solo nosotros lo vendemos.

—Entonces, ¿podría existir la posibilidad de que sea una copia?

—En realidad, si fuera así, la misma debería ser muy buena. Es muy difícil adulterar nuestros originales, todos llevan una marca personal casi imposible de repetir.

—Muy bien, entiendo. Seguro que voy a necesitar más información así que si llegara a encontrar el comprobante de la venta le pediría que nos lo haga saber, por favor.

—Bueno, esa es una información confidencial. Como usted comprenderá no puedo dársela oficial a menos que traiga una orden.

—Por supuesto.

—Bueno, creo que si no tiene más preguntas volveré a mi trabajo.

—No por ahora señorita La Bell, claro que podría necesitar contactarla y, quizá también a su abuelo, por si aparece algún otro dato que deba corroborar con ustedes. 

—No hay problema, cuando guste. Siempre me encontrará aquí durante el horario comercial. Pero si debe ver a mi abuelo sería mejor que nos llame primero. Él suele salir a menudo a realizar algún que otro trámite o trabajo particular. Tome, aquí tiene nuestra dirección con los números telefónicos en ella –dijo Jazmín, y le ofreció una tarjeta de color blanco con bordes dorados.

—Muchas gracias. 

Lucía agarró la tarjeta que le entregaba y la guardó en uno de los bolsillos de su pantalón. 

—De todas maneras ya tenemos su dirección en nuestros registros —agregó.

—Tome, aquí tiene mis números, por si recuerda algo más. Todo es importante para nosotros. Me puede llamar a cualquier hora. ¡Ah, otra cosa! Quizá le parezca atrevida mi pregunta, pero ¿tiene usted novio? 

—Creo que esa es una pregunta muy personal, ¿no le parece? ¿Por qué razón quiere saberlo, teniente?

—Bueno, es usted hermosa, debo decirlo, muy atractiva. No sé, imagino que debe estar cansada de que algunos de sus clientes masculinos se le tiren lances ¿no? –dijo Lucía, observando atentamente su reacción.

—Bueno, no es tan así. Le agradezco el cumplido, pero no, nuestra clientela es muy respetuosa y ubicada. Que tenga un buen día.

Muchas gracias.

Lucía se dirigió hacia la salida. Abrió la puerta y volvió a escuchar el sonido cantarín de las campanitas pensando que no todo lo que reluce es oro.