Sangre Cautiva - Luis A. Pellanda - E-Book

Sangre Cautiva E-Book

Luis A. Pellanda

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Beschreibung

Los dos niños la miraron a los ojos. Sus pupilas verticales le mostraron la eternidad… El cadáver mutilado de una mujer aparece en el cementerio de la ciudad de Azul, en la provincia de Buenos Aires. La teniente de homicidios Lucía Morales se hace cargo de la investigación del crimen. Las pistas la llevarán a sospechar que se trata de un asesinato ritual cometido por una milenaria secta secreta cuyos propósitos son inimaginables. En esta secuela de El río de la sangre, el autor termina de atar los cabos sueltos, pero nos sumerge en una nueva trama de impunidad, muerte y misterio hasta llevarnos al sorprendente final.

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LUIS A. PELLANDA

Sangre Cautiva

Pellanda, Luis A. Sangre cautiva / Luis A. Pellanda. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3418-7

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

PRÓLOGO

Primera Parte«HEN TO PAN»

I

El ángel de la muerte

II

En la ciudad de la furia

III

La Muerte

IV

Somos uno

V

El anillo de compromiso

VI

El Concierto

Segunda Parte«LA CEREMONIA»

VII

El Segriá. Cuatro meses atrás.

VIII

La Clínica, Sintra, tres meses atrás.

IX

La puerta de Andrómeda, Sintra, en la actualidad

Tercera Parte«LOS URÓBOROS»

X

En el presente…

XI

Los Uróboros

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

Para mis hijos

Se paga caro ser inmortal.

Por ello se muere varias veces durante la vida.

Nietzsche

PRÓLOGO

La muchacha apoyó la cabeza en la losa fría y miró hacia arriba. La luz de la luna recortaba un círculo de cielo en lo alto del pozo en donde estaba tendida.

Trató de calmarse. Respiraba con dificultad. Sentía pinchazos en la sien y su corazón latía acelerado.

Con su mano izquierda se tocó el lado derecho del cuerpo, justo encima de la cintura. De inmediato se le empaparon los dedos con sangre. Una gran mancha se extendía por la delgada túnica que la cubría. Apretó con fuerza y la atravesó un intenso dolor. Comenzó a temblar.

Siguió con la mirada las musgosas escaleras de piedra y los arcos románicos que descendían en forma de espiral hasta la profundidad en la que desfallecía.

Recordó, entre la niebla de su lacerante sufrimiento, que después de recorrer el oscuro túnel, mareada y a los tumbos, cayó de espaldas sobre la inscripción en forma de estrella de ocho puntas grabada en el suelo.

Volvió a fijar su vista en las alturas. La intensa claridad la cubría provocando un fantasmal resplandor.

«Todo tiene un principio y un final», pensó.

Ella no creía que su vida volvería a empezar después de muerta. Sus captores no la iban a convencer de eso tan fácilmente.

«Yo no soy como esta serpiente que se devora a sí misma», se dijo acariciando el símbolo marcado a fuego que tenía en su antebrazo.

Un ruido, proveniente de la entrada secreta al foso, interrumpió sus pensamientos. Miró aterrada al hombre vestido de negro que se acercó y se detuvo frente a ella. Lo reconoció. Su cara brillaba por el sudor. Era su acosador. Su pesadilla.

La mujer adivinó una oscuridad insondable en los ojos de su perseguidor. Sintió que la voluntad la abandonaba de la misma manera que cuando lo vio por primera vez.

—Nunca tendrás a mi hermana —dijo con un hilo de voz—. Ella seguro que logró escapar. Ahora está a salvo —sentenció.

Sus palabras estaban llenas de aflicción.

—No por mucho tiempo —respondió el hombre oscuro.

A continuación, su brazo se movió en un rápido arco mortal. Con un tajo certero abrió el vientre palpitante de la mujer que agonizaba y luego observó con frialdad como la joven, caída sobre la piedra, exhalaba su último aliento.

Se acercó un poco más para ver, en ese instante postrero, el hermoso rostro de rasgos orientales y como sus ojos abiertos reflejaban un pálido destello de vida que poco a poco se fue apagando para siempre.

«La muerte siempre las hace más bellas», murmuró el asesino.

Se apartó del cadáver y se adentró en el tenebroso pasadizo siguiendo a su otra presa. Cuando, al final de un largo túnel llegó a la puerta de salida, se paró en la calle y miró hacia atrás. Sobre la colina, la casa ardía y las rojizas llamaradas lamían la oscuridad de un firmamento sin estrellas.

Empezó a correr por la callejuela apenas iluminada.

Su misión aún no estaba cumplida.

Primera Parte«HEN TO PAN»

I

El ángel de la muerte

1

La teniente de homicidios Lucía Morales estaba dentro de su vehículo estacionado frente a un servicio de comidas rápidas en la avenida de la Costanera Norte, muy cerca del aeropuerto de la Ciudad de Buenos Aires.

Hacía calor. El mes de mayo se estiraba en un sofocante otoño. Una ligera brisa, procedente del río, entraba por la ventanilla abierta y tornaba un poco más soportable la espera.

Tocó bocina para que su compañera se apurara. Yoli estaba parada afuera, frente al mostrador y ya tenía sobre una bandeja de plástico un par de vasos de café y dos paquetes de hamburguesas con queso envueltos en papel. Pagó al dependiente y aceleró el paso hasta el auto patrulla llevando, en precario equilibrio, lo que sería el almuerzo.

—Ya, ya, jefa, acá estoy, uf, —exclamó mientras entraba con agilidad al coche gracias a que Lucía le había abierto la puerta del acompañante cuando la vio llegar.

—¡Al fin, Yoli! Estoy deseando ese café con locura.

—Acá tenés, Lucía. Negro, fuerte y sin azúcar, como a vos te gusta. Y además una hamburguesa con cheddar para ir mitigando el hambre.

—Gracias, acomodate que ya salimos —dijo la detective y arrancó.

Condujo despacio tomando el volante con una mano, mientras que con la otra, daba un gran sorbo a su vaso de cartón—. ¡Aaaah, qué placer! —profirió luego de beber—. ¿Te comunicaste con la gente de Azul, Yoli? —preguntó a continuación.

—Sí. Hablé con el comisario Guzmán. Nos va a estar esperando.

Me dijo que pidió que también fuera el equipo de la policía científica. Parece que el asunto es serio. Le pedí que nadie toque nada hasta que lleguemos.

—Seguro que Mike y sus hombres ya salieron para allá. ¿Guzmán, te adelantó alguna cosa? —quiso saber Lucía.

—Lo único que me dijo es que encontraron el cadáver mutilado de una mujer en el cementerio. Hay mucha sangre y algo más. No me quiso dar más detalles por teléfono—respondió Yoli.

Luego le dio un fuerte mordisco a su hamburguesa.

—¿Por qué vamos nosotros, Lucía? —preguntó con la boca llena.

—El comisario general Castillo me comentó que las circunstancias que rodean este caso son algo siniestras. Quiere a su mejor gente ahí y como ya hemos demostrado nuestra capacidad para este tipo de investigaciones me ordenó que me ocupara personalmente. Además, me adelantó que Guzmán está un poco quisquilloso. Por eso vamos. Ser el mejor significa tener más trabajo; no menos, Yoli.

—Ya lo creo —exclamó la joven agente llevándose el vaso de café a los labios—. ¿Cuánto tenemos hasta Azul? —preguntó luego de beber.

—Unos trescientos kilómetros más o menos. Primero tomamos por la autopista Ezeiza-Cañuelas y desde allí por la Ruta Nacional 3. Serán unas tres horas de viaje. Así que tomémoslo con calma, ¿no te parece? —sugirió Lucía.

—Por supuesto. ¿Pongo algo de música?

—Dale.

Yoli rebuscó en el porta CD hasta encontrar justo el que quería. Lo insertó en la ranura del estéreo y subió el volumen.

Al instante se escuchó la inconfundible voz de Adrián Otero cantando La bifurcada.

—¡Buena elección! —se deleitó Lucía y comenzó a tamborilear el ritmo sobre el volante.

Apuró la marcha. La canción calmó de alguna manera su creciente ansiedad.

La asignación de un nuevo caso siempre la ponía nerviosa. Esperaba estar a la altura de las circunstancias.

La intrigaba el hecho de que el comisario general la hubiera elegido justo a ella y a su equipo ya que, desde que Castillo decidiera mantenerla al margen de la última operación internacional anti drogas, existía entre los dos una fría distancia.

Sin embargo, ella aceptó sin protestar viajar hasta Azul y averiguar qué era lo que había puesto tan nervioso a un policía de pueblo.

A veces cuesta mucho dejar de lado lo que nos apasiona.

Lucía dejó atrás la desviación a Cañuelas, tomó el camino que llevaba a Las Flores y de allí hasta su destino.

Un cuerpo mutilado en un cementerio. Sonaba truculento desde el principio, pero ya nada la sorprendía. Veía cada día cómo el mundo se deslizaba a la velocidad del rayo por el tobogán del desquicio.

Todo era una locura. Siempre lo fue, pero ahora a la cotidiana ola de inseguridad se sumaba otro asesino que había acabado con la vida de una mujer. Una más de tantas.

«La muerte siempre ronda sigilosa y apenas puede te sacude de un guadañazo», pensó Lucía.

Dejó de cavilar en eso y prestó atención a la música. Escuchó las últimas estrofas de la canción y apartó de su mente los lúgubres pensamientos que amenazaban con arruinarle el tranquilo viaje.

«Si… te vas; no, no, no, no me voy a matar», canturreó y acelerando rebasó un camión.

—¿Estás bien? —inquirió Yoli mirándola con aprehensión.

—Sí. No pasa nada. ¿Qué sabemos de este crimen, Yoli?

—La verdad que hasta ahora bastante poco. La guardia de la comisaría recibió una llamada a las seis de la mañana. Era el encargado del campo santo local. El tipo estaba muy nervioso y casi a los gritos contó que había encontrado a una muchacha semidesnuda cubierta de sangre caída en el piso. Al darse cuenta que estaba muerta llamó de inmediato a la policía.

—¿Nada más?

—Bueno, sí. Guzmán y dos de sus hombres salieron de inmediato para el lugar. Una vez ahí constataron la presencia del cadáver y sin perder tiempo llamaron a la central federal.

El jefe de policía pidió hablar directamente con Castillo. Se ve que algo le hizo suponer que no se trataba de un asesinato ordinario, pero no me dijo nada al respecto. Él también quiere que vos veas todo con tus propios ojos.

—¿Todavía está el cuerpo en la escena del crimen?

—No lo sé, Lucía.

—Llamá ahora mismo. Decile que ya estamos yendo para allá y sobre todo que nadie toque absolutamente nada. Vamos directo al cementerio. Después poné la dirección en el GPS, Yoli.

—De acuerdo.

La teniente de homicidios miró la hora en su reloj pulsera: las once de la mañana. Todavía le faltaban dos horas para llegar. Apuró la marcha.

2

Son las trece treinta. La calurosa tarde se derrama sobre el caserío de la ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires. Lucía dobló en la calle Sarmiento y se detuvo en el número 649. Estacionó en la playa habilitada junto a la entrada principal de la necrópolis.

Al descender del vehículo, las dos mujeres se miraron por un momento, sorprendidas. Frente a ellas se levantaba la monumental figura pétrea de un hombre alado de seis metros de altura. Sus manos descansan sobre una enorme espada agrisada y vertical. La cara de piedra es facetada y de la espalda le salen un par de alas listadas que se abren al cielo.

—¡Qué imponente! —exclamó, Yoli, maravillada, observando al ángel gigante.

—¡Es impresionante! —agregó, visiblemente perpleja, Lucía.

Ambas permanecen unos minutos admirando la escultura, las vuelve a la realidad la aparición, entre los altos portales de hormigón de la entrada, de una figura patizamba y uniformada seguida de dos jóvenes, también de uniforme, pero más delgados.

—Buenas tardes, espero que hayan tenido un buen viaje —saludó con fervor el hombre más corpulento.

—Encantada. Soy la teniente de homicidios Lucía Morales y ella es la agente especial Yolanda Bianca. Supongo que usted es el comisario Ramón Guzmán; mucho gusto —dijo la investigadora devolviendo el saludo.

—Claro, claro. Ellos son el suboficial Antúnez y el cabo primero Rodríguez.

El comisario y sus hombres estrecharon efusivamente las manos de Lucía y de Yoli expresando en sus ojos la satisfacción que les daba ver a dos mujeres hermosas.

—Bien. ¿Llegaron los de la científica? —quiso saber Lucía luego de las presentaciones.

—Sí. Hace unos treinta minutos. Ya están trabajando en el lugar de los hechos —respondió, solícito, Guzmán.

—Excelente. Por qué no nos conduce hasta el sitio —pidió Lucía.

—Por supuesto. Por aquí —indicó con una mano extendida el jefe de la policía local.

—Tremendo cementerio tienen ustedes acá —exclamó Yoli dirigiéndose a los dos subalternos que la secundaban.

—Ya lo creo. Es uno de nuestros mayores orgullos. Fue construido por el arquitecto e ingeniero italiano Francisco Salomone en 1938, aproximadamente —respondió enseguida el suboficial Antúnez.

—Es fantástica la figura del ángel. Esos portales, ¿cuánto miden de alto? —quiso saber con curiosidad la agente de la federal.

—Su altura es de veintidós metros de alto y cuarenta y tres metros de frente —agregó con aire doctoral el cabo primero.

Antúnez lo miró de reojo esbozando una sonrisa burlona.

—¿Qué, qué pasa? Lo sé porque ayudé a uno de mis hijos, el Antoñito, cuando tuvo que presentar en la escuela una investigación sobre la historia de la ciudad, algo del patrimonio cultural regional, o una cosa así —se apresuró a decir Rodríguez mirando en forma hosca a su compañero.

—Increíble, sin duda, —remató Yoli avanzando unos pasos para alcanzar a Lucía que estaba parada a los pies del ángel de piedra.

Rodeando a la escultura ya habían colocado la cinta policial con la leyenda «no pasar». Sobre el césped, justo debajo del pedestal, entre dos enormes ligustros redondeados, se encontraba un cuerpo tapado con una lona de color negro. La Monde, el jefe de la policía científica, se acercó a la comitiva.

—Hola Lucía, ¿cómo estás? Es un gusto volver a verte.

—Lo mismo digo, Mike ¿Puedo acercarme?

—Por supuesto. Ya tomamos las huellas y recogimos las primeras evidencias.

Nuestro fotógrafo hizo lo suyo y ahora está detrás de los portales. Tenés que ver esto, Lucía —dijo el forense levantando la cinta para que ella pudiera llegar hasta el cadáver.

—Vamos. Yoli, seguime —ordenó la investigadora.

Se agachó y descorrió la cubierta. Una mujer joven yacía boca arriba. Una túnica blanca, empapada en sangre, se arremolinaba por encima de su cintura dejando ver su desnudez. La tela, amontonada en su cuello ocultaba su garganta.

Sus piernas se encontraban extendidas y abiertas en forma de V. Sus brazos caían a ambos lados del cuerpo ya rígido. Por debajo del ombligo y muy cercano a su vagina se veía claramente la profunda herida que la había cortado de lado a lado. Restos de piel y tejido sanguinolento endurecido colgaban del vientre dejando entrever el interior de la carne macilenta.

Lo que más le llamó la atención a Lucía fue la expresión de asombro que tenía la cara de rasgos orientales con su boca anormalmente abierta. La cabeza aparecía ligeramente inclinada hacia arriba y sus ojos abiertos, glaucos y sin vida, miraban al ángel eternamente endurecido.

—¿Qué es esa masa negra y violácea que está sobre esa piedra? —inquirió Lucía.

—Restos de una placenta —aseveró Mike.

—¡Mierda!

—Sí. La mujer estaba embarazada. Prácticamente le arrancaron el feto. Creo que aún estaba viva cuando lo hicieron. Cortaron y entraron en su vientre sin piedad. ¡Terrible! —musitó Mike fijando su vista en los increíbles ojos verdes de Lucía.

—¿Eso le causó la muerte? —quiso saber Yoli.

—No necesariamente. Si observas bien, verás dos entradas de arma blanca en su pecho, una a la altura del corazón. Es muy probable que estando en agonía su asesino la ultimara de esa manera —dijo Mike.

—¿Encontraron el arma homicida? —preguntó Lucía.

—No —respondió Mike.

—¿Y algún rastro del feto? —indagó Lucía mirando alrededor del cuerpo.

—No. Ni señales. Estamos registrando en el interior del cementerio por si acaso.

—Bien.

—Tengo que mostrarles algo más, acompáñenme —pidió La Monde.

Ya un tanto retirados de la escena del crimen, el forense abrió el baúl de su camioneta y sacó una caja de plástico de color negro con tapa roja.

De su interior extrajo dos bolsas de polietileno tipo Ziploc. Las sostuvo en alto ante las dos mujeres.

Lucía se acercó un poco más para ver mejor qué había en el interior de una de ellas.

—¿Una pulsera?

—Estaba en la muñeca derecha del cadáver. Mirala bien, por favor.

La teniente se puso un par de guantes de látex color azul que le acercó Mike y la examinó con detenimiento.

—¡La puta madre! ¡Tiene el símbolo del infinito grabado en cada eslabón! —exclamó.

—Mirá mejor —La Monde le alcanzó una pequeña lupa de mano.

—¡Me cago!

Lucía, asombrada, alzó su vista hacia el jefe de criminalística y luego miró a Yoli.

En el cierre plateado de la pulsera aparecían grabadas las palabras «Skopje. Joyería La Bell».

—Y esto no es todo. Miren en la otra bolsa —dijo el hombre.

Yoli metió con cuidado sus dedos enfundados y extrajo algo de forma circular manchado de sangre seca.

—¿Qué es? —preguntó perpleja.

—Es un pedazo de piel humana —aseguró Mike.

—¿Piel humana? —interrogó Lucía.

—Sí. La encontramos dentro de la boca de la occisa. Se la cortaron de su antebrazo derecho.

—Tiene algo escrito —intervino de nuevo Yoli.

—Grabado, más bien. Aún no sabemos qué es, pero parece algún animal enroscado en sí mismo formando un círculo. Tal vez una serpiente —aventuró el investigador.

Lucía tomó de nuevo la lupa y observó la pieza con detenimiento. Al cabo de unos segundos dijo:

—Efectivamente. Es una serpiente en forma circular. Su boca se mete dentro de su cola.

—¿Es un tatuaje? —preguntó Yoli, acercándose.

—No. Creo que se trata de una marca a fuego hecha con algún utensilio de hierro candente, similar al que se utiliza para señalar al ganado —añadió La Monde aumentando aún más el asombro de las dos policías.

—Tendremos más resultados y certezas cuando Myriam, nuestra patóloga, analice todas las evidencias, pero quería que las vieran antes, sobre todo la pulsera, Lucía, ¿te dice algo?

—¿Si me dice algo? ¡Pero por supuesto! El nombre de la joyería La Bell vuelve a estar relacionado con un crimen. Puede ser una casualidad, desde luego, pero como ustedes saben yo no creo en las casualidades.

Nunca debí aceptar que me dejaran afuera de la investigación del tráfico ilegal de hormonas transgénicas a España que tenía como principal sospechosa a Jazmín La Bell. Al final se escapó a Cataluña y todavía no la han atrapado y creo que la Guardia Civil no tiene ni idea de dónde podría estar en el caso de que siga viva. Estoy segura de que no murió a pesar de que la policía española nunca encontró su cuerpo en el río Segre, en Lérida.

Así que si me lo preguntás, claro que me dice algo esta pulsera, Mike. Me sugiere que debemos investigar si existe una posible relación entre este asesinato y la joyera de Recoleta.

Yoli, cuando volvamos a Buenos Aires compararemos esta pulsera con la que encontraron en el lugar donde asesinaron a Esteban Cortez, el biólogo que robó la hormona de las vacas del Centro de Investigaciones de Biotecnología Animal (CIBA). Creo que son iguales.

¿Una coincidencia? No, no es coincidencia. Todavía hay una asesina suelta y se llama Jazmín La Bell —exclamó, exultante, Lucía.

—¿Y qué con el pedazo de piel? —quiso saber Yoli.

—Bueno ahí tenemos algo importante. Hay que investigar el símbolo. Podría pertenecer a algún rito o cosa semejante. No es un tatuaje, es una marca a fuego. Nadie se hace algo así de motu propio. Esto recién empieza, Yoli —afirmó Lucía recuperando un poco la calma.

—Perdón, teniente Morales, ¿podría venir conmigo un minuto? —dijo el comisario Guzmán que apareció entre ellos de la nada.

—Sí desde ya, ¿adónde vamos?

—Quiero mostrarle lo que está escrito en la cruz, del otro lado del ángel.

Cuando todos llegaron al interior del cementerio, traspasando los enormes portales de cemento, se dieron vuelta y observaron la enorme cruz tallada en las alturas. Desde donde estaban se leía claramente, escrito en letras negras, lo siguiente:

Un hombre alado extraña la tierra. Me verás volar por la ciudad de la furia. Yo soy parte de todos.

—¿Y esto? —dijo Yoli mirando asombrada la inscripción.

—Se trata de una estrofa de En la Ciudad de la Furia de Gustavo Cerati, ya saben, Soda Stereo —agregó muy serio Guzmán.

Un silencio pesado los invadió. La vereda de baldosas blancas que se extendía más allá de las puertas de ingreso, flanqueada por pequeños pinos colocados dentro de maceteros de hierro, ofrecía una perspectiva macabra cuando dejaba entrever a ambos lados de su recorrido las perfectas hileras de los nichos marmolados, muchos de ellos adornados con placas de bronce que relucían con la luz del sol.

Floreros vacíos o llenos a medias con ramos mustios de flores naturales, ofrecían el deprimente aspecto que la presencia de la muerte otorga a todos los camposantos.

El Ángel Exterminador custodiaba el sueño constante en la frontera entre la vida y la muerte; el infinito de la nada y la efímera existencia reducida a la sempiterna promesa de la vida eterna.

El sonido de alguien tosiendo detrás de ellos hizo que Lucía volteara para mirar de dónde provenía. Parado a unos metros, entre dos bóvedas pintadas de blanco con portales de metal forjado, justo en medio de la angosta vereda, se hallaba un hombre entrado en años con las manos metidas dentro de los bolsillos de una amplia campera de cuero, observándolos.

—¿Perdón? ¿Y usted quién es? —preguntó la policía.

El comisario Guzmán al escucharla también giró y encaró con la mirada al individuo.

—Ah, él es Eusebio, Eusebio Payquilam, es el encargado del cementerio.

Acercate, acercate, hombre, es gente de la federal, han venido desde Buenos Aires —ordenó Guzmán dirigiéndose al anciano.

—Buenas tardes, soy la teniente de homicidios Lucía Morales.

—Encantado —exclamó Eusebio estrechando la mano que la mujer le extendía.

—¿Ha visto algo extraño esta mañana señor, además del cuerpo de la mujer asesinada, allá en la entrada, claro? —interrogó Lucía.

—No, la verdad que no he visto nada raro, señora. Hoy llegué un poco más tarde de lo habitual. Normalmente estoy acá a las cinco de la mañana, pero me quedé dormido así que al final se hicieron casi las seis cuando abrí las puertas. Vengo en bicicleta, sabe usted.

—¿No vio a nadie sospechoso al llegar? —inquirió la teniente.

—No. Vuelvo a decirle que yo no vi nada raro. Solo encontré a la mujer tirada al pie del ángel. Llena de sangre y con los ojos abiertos. Supe al instante que estaba muerta. Así que corrí hasta la oficina y llamé a la guardia de la comisaría.

—Explíqueme, ¿Eusebio, no? ¿Cómo cree que pudieron escribir sobre la cruz del portal, está bastante alto? ¿Cómo unos cinco metros, digamos? —opinó la detective.

—Sí, sí, más o menos. Pero ha sido fácil. Usaron mi escalera metálica extensible, esa que está allá, apoyada contra la pared, ¿la ve?

Lucía giró la cabeza y miró en la dirección que señalaba el viejo. Efectivamente, en la parte baja de una hilera de nichos que ascendían en cuatro filas, estaba la escalera plegada.

—¿Mike? —llamó.

—¿Sí?

—Tomaron muestras de aquello —Lucía señaló hacia donde estaba la escala.

—Claro, por supuesto. Apenas la vimos. Llevamos todo para su análisis en el laboratorio.

—Muy bien. Dígame señor, ¿conoce a la víctima?

—¿Si la conozco?, no, para nada.

—Muy bien. Tome, aquí tiene esta tarjeta. En ella figura un número al que puede llamar si es que recuerda algo que considere de utilidad. Muchas gracias.

El hombre tomó la tarjeta que le extendía Lucía y con rapidez se la guardó en uno de los bolsillos de su campera.

—Guzmán, creo que terminamos acá por ahora. La gente de la policía científica ya casi finaliza su trabajo. Dejemos que lo hagan tranquilos. Muy pronto La Monde me remitirá los resultados forenses y tendremos algo más para seguir investigando —sentenció Lucía dirigiéndose al comisario de Azul que había encendido un cigarrillo.

—Perfecto. Salgamos entonces —exclamó éste.

Al atravesar los gigantescos portales de piedra encalada, vieron una ambulancia detenida con sus puertas traseras abiertas. Dos hombres enfundados en mamelucos blancos metían en su interior la camilla con el cadáver dentro de una bolsa.

Cerraron las puertas y ambos subieron al vehículo que salió deprisa rumbo a la morgue municipal.

La oficial Morales se detuvo. Volvió a fijar su vista en el hombre alado que custodiaba las puertas del reposo final. Sintió un escalofrío al observar su cara pétrea y recordó una frase de la película El ángel exterminador de Luis Buñuel que había visto por televisión una lluviosa tarde de sábado: «Me siento confuso. ¿Qué sucede aquí? No sé cómo hemos podido llegar a esto, pero todo tiene sus límites».

—¿Qué sucedió aquí? —repitió en voz alta sin poder apartar de su mente la mirada sin vida de la mujer apuñalada.

—¿Qué hacemos, jefa? —escuchó que le preguntaba Yoli.

—Comisario, ¿existe una comunidad oriental en la ciudad? —preguntó Lucía sin responder a la interrogación de la agente Bianca.

—Sí, por supuesto que la hay. Azul tiene una población de setenta mil habitantes. Es una localidad un tanto alejada, pero es rica. Tiene un gran desarrollo de la ganadería y de la agricultura, por supuesto. Usted comprenderá que nos encontramos en tierras muy fértiles de la llanura pampeana de la provincia de Buenos Aires. Como todo el país, también recibimos una ola inmigratoria de China, principalmente de Taiwán a partir de los años cuarenta. Sus descendientes han prosperado, sobre todo en el rubro de supermercados y tiendas de ropa —explicó Guzmán.

—¿Tienen alguna organización?, no sé, ¿una cooperativa?, ¿una mutual? —insistió Lucía.

—Bueno, claro, seguro que tienen representantes en la Cámara de Comercio, y por supuesto que está el Barrio Chino de la ciudad.

—Muy bien, gracias. ¿Yoli?

—¿Sí?

—Comenzá a investigar si alguien conocía a la víctima. Pedile a Mike una foto de ella y empezá a preguntar por todos lados, incluido el Barrio Chino.

Comisario, ¿podría acompañarla alguno de sus hombres?

—Desde ya. ¡Antúnez!, andá con la oficial y colaborá en todo lo que requiera —ordenó el jefe de policía.

—Otra cosa —dijo Lucía—. Necesito indagar el significado del símbolo que tenía la occisa. Podría pertenecer a alguna secta o culto ritual.

—¿Qué tipo de rituales? —quiso saber Guzmán.

—Sacrificios humanos, ceremonias diabólicas, ritos religiosos, ese tipo de cosas —respondió Lucía.

—Religiosas… bueno, para eso nada mejor que la biblioteca del Monasterio de los monjes Trapenses. Es muy completa y tengo entendido que tienen una colección enorme de libros, tratados y artículos sobre lo que usted busca. Por lo general, prefieren no hablar ni tener contacto con extraños. Están dedicados a la búsqueda de la paz espiritual y llevan una vida sencilla y austera.

—Qué interesante. Entonces, quisiera visitar el lugar, cuanto antes.

—Conozco al hermano Antonio, él se encarga de ir hasta la ciudad para la compra de alimentos que ellos mismos no pueden producir, además está encargado de recibir a los visitantes. Creo que tengo su número en mi celular. Un momento —Guzmán sacó el dispositivo del bolsillo de su camisa y se puso a buscar en la agenda de contactos.

—Acá está, lo encontré. ¿Quiere que lo llame ahora?

—Por favor —pidió Lucía.

—De acuerdo, muy bien, gracias hermano Antonio. En un momento salimos para allá con la teniente de homicidios Morales. Ha venido desde Buenos Aires a darnos una mano con un caso de homicidio. Sí, comprendo —terminó de decir el comisario después de explicar brevemente la situación a su interlocutor—. Nos espera hoy mismo. ¿La llevo en mi coche? El monasterio está a unos cincuenta kilómetros de aquí —agregó.

—No es necesario. Indíqueme cómo llegar y deme la dirección. Mi vehículo tiene GPS —dijo rápidamente Lucía.

La verdad que no quería que Guzmán la acompañara. Necesitaba estar sola. El trayecto la ayudaría a pensar y además no deseaba que la presencia del comisario pudiera evitar la espontaneidad de los monjes.

—Como quiera. Tome nota de la dirección —agregó con cierta tirantez el jefe de policía. Lamentaba perderse la compañía, por un rato más, de la atractiva investigadora.

Justo cuando estaba por subir a su automóvil, ella se vio interceptada por Mike La Monde.

—Lucía, esperá un momento.

—Mike, me sorprendiste, ¿qué pasa?

—¿Adónde vas?

—¿Qué? Estoy a cargo de este caso y por lo tanto comienzo la investigación. No creo que deba darte explicaciones de mis actos ¿o sí?

—No es eso. Solo que hay un asesino suelto. Y me preocupo por vos. Nada más.

—Agradezco tu preocupación, pero no te fatigues tanto. Soy grandecita y sé cuidarme sola ¿no te parece?

—¿Adónde vas? —repitió la pregunta Mike sin hacerle caso.

—Para que te quedes tranquilo me voy hasta el Monasterio Trapense. Necesito averiguar algunas cuestiones y Guzmán me ha dicho que los libros que tienen los monjes me pueden ayudar. ¿Está bien? ¿Contento, ahora?

—Te acompaño.

—De ninguna manera. Voy sola. Ya sabés. Pienso mejor sin compañía. Vos terminá lo que queda de la escena del crimen. Cuanto antes tengamos los resultados forenses más rápido avanzaremos. ¿De acuerdo?

—Sos una cabeza dura, pero está bien. Ya queda muy poco por hacer. Apenas finalicemos salimos para Buenos Aires. Cuídate, por favor. Te veo en la central.

—Tranquilo, me cuido, no te preocupes —dijo Lucía abriendo la puerta. Puso en marcha el motor y luego bajó su ventanilla.

Mike, ¿me hacés un favor? Envíame al celular todas las fotos que han tomado en el cementerio.

A continuación saludó con la mano a su amigo que se quedó viendo como ella se alejaba.

Lucía dejó atrás la ciudad y se adentró en una ruta de dos carriles en buenas condiciones. Sentía que empezaba a querer a La Monde. Había salido con él en varias ocasiones y disfrutó mucho de su compañía. Sabía que él quería tener algo más que una simple amistad, pero ella aún no estaba decidida a encarar una relación en serio. Su trabajo la apasionaba y le dedicaba más horas de lo que debía. Por eso creía que aún no era el momento de que las cosas con Mike se pusieran más serias. De todas maneras agradeció mentalmente su preocupación. Él tenía razón, un asesino andaba por ahí y eso tornaba todo muy peligroso. Palpó el costado de su pistolera y la solidez de su Glock la tranquilizó.

Tomó por la Ruta Provincial 226 con dirección a Tandil. Al poco de andar la voz castiza y femenina del navegador satelital le indicó que girara a la derecha y tomara la Ruta Provincial 80. En pocos minutos se vio sumergida en la belleza de las Sierras del Río Azul.

Formaciones rocosas de color pardo y negro afloraban a ambos lados del camino dando al paisaje una gran belleza escénica. Miró la hora en el display electrónico del GPS. Marcaba las cinco de la tarde. Los rayos del sol bañaban los roquedales lanzando destellos desde unos pocos bañados rodeados de una vegetación amarillenta y rala.

Se dejó estar. Las últimas horas habían sido horrendas. La vista de un cadáver siempre sacudía sus emociones. Pero esta vez la visión de la muchacha asiática destripada, yacente y postrada frente al descomunal ángel de piedra la llenaba de desasosiego. De alguna manera la retrotraía a un no tan lejano pasado en donde la muerte, como siempre, caminaba a su lado.

¿Cómo había llegado hasta la chica asesinada la pulsera de la joyería La Bell? ¿Quién era? ¿Había relación entre ella y Jazmín La Bell? ¿Seguía con vida la joyera?

Una y otra vez volvían a su memoria su bello rostro y sus fríos ojos azules.

Todas estas preguntas danzaban por su cabeza mientras se dirigía al convento.

Enfrascada en estos pensamientos casi pasa de largo la entrada al monasterio. Un cartel señalaba su proximidad tomando el ingreso a mano izquierda. Frenó y retrocediendo un poco entró en el último tramo a su destino.

A poco llegar, la sorprendió el frondoso bosque de eucaliptos que rodeaba toda la finca. Una sencilla entrada de piedra daba acceso al edificio. Construido íntegramente en ladrillos rojos a la vista, sus paredes anchas parecían decirle al visitante que estarían allí aún después de trascurridos doscientos años.

De aspecto medieval, una única torre se elevaba al cielo soportando en su cúspide una cruz de hierro.

La luz de la tarde se reflejaba en los grandes vitrales de las paredes más altas, resaltando la antigua construcción.

Lucía detuvo el coche frente a la ancha puerta. Un hombre, vestido con un hábito de color blanco con un escapulario negro y correa marrón clara, la esperaba, muy erguido, frente a la entrada.

—Mucho gusto. Soy el hermano Antonio. Encantado de recibirla —dijo el hombre de la túnica.

—Encantada. Teniente de homicidios de la policía federal Lucía Morales —exclamó ella luego de dejar su coche y caminar escasos metros hasta donde estaba el monje.

Gracias por recibirme.

—Adelante. Por favor.

Ambos ingresaron a un gran espacio muy austero. El resplandor entraba a raudales, proyectando sobre la elevada pared del fondo de la estancia principal, la sombra de una enorme cruz dando al lugar un cierto aire lúgubre. El silencio era atronador. Daba pena matarlo con las palabras.

—Por aquí, sígame —exclamó en voz apenas audible el lacónico hermano Trapense.

La condujo por un pasillo de baldosas negras y blancas que a Lucía se le antojó un tablero de ajedrez. Se detuvieron frente a una puerta de madera lustrada e ingresaron en una amplia biblioteca. Los libros, de todas las formas y colores imaginables, se acomodaban sobre los estantes que llegaban casi hasta el techo abovedado. En el centro había una gran mesa de color oscuro, con candelabros en ambos extremos y varias sillas de respaldo alto con remates torneados con forma de personas en posición genuflexa.

Una enorme araña de iluminación con caireles que colgaba de una gran cadena de bronce fijada a una viga central, otorgaba una luminosidad blanquecina a toda la habitación.

—Tome asiento, por favor —indicó amablemente el hermano Antonio.

Usted dirá qué es lo que necesita de nosotros.

Lucía se acomodó en la amplia silla y lo miró directamente a los ojos. Percibió que su mirada trasmitía una gran paz interior, pero un pálido brillo en su profundidad le dio también la sensación de una gran frialdad.

—Hermoso lugar tienen ustedes acá. Todo es bellísimo. El parque, los árboles, las sierras y el aroma. ¿A qué huele? Seguro es eucalipto, pero también detecto otra fragancia, dulce.

—Miel. Producimos nuestra propia miel —aseveró Antonio esbozando una sonrisa.

—Claro. Es eso. El olor dulzón de la miel mezclada con el penetrante perfume del bosque.

¿Cuándo se construyó el monasterio? —preguntó Lucía con curiosidad.

—Se comenzó en el año 1958, luego de que una reforma de la rama benedictina iniciada en La Trapa, Normandía, Francia, llegara hasta América Latina previo paso por Norteamérica.

De allí proviene la denominación «trapense», haciendo referencia a la ciudad de origen de esta orden. Así nació nuestro monasterio, el de Nuestra Señora de los Ángeles, el primero de la Orden en Argentina —explicó el hermano.

—Fascinante.

—¿En qué la podemos ayudar?

—Por supuesto. Verá, estoy investigando el asesinato de una joven oriental ocurrido en la madrugada de hoy en la entrada del cementerio de Azul. No lo quiero agobiar con algunos detalles escabrosos acerca de las condiciones en que encontramos el cuerpo, pero sí necesito decirle que la manera en que mutilaron su cuerpo me lleva a pensar que tal vez se trate de una muerte ritual vinculada a alguna ceremonia esotérica. Obvio que también podría ser un asesinato común disfrazado, pero mi experiencia me dice que este no es el caso.

El comisario Guzmán me ha dicho que ustedes tienen muchos libros y tratados sobre el tema. Esa es la razón por la que estoy aquí.

—Comprendo. Entonces lo mejor será que le presente a nuestro hermano Alfonso. Él es el encargado de recopilar, ordenar y guardar todo el material referente a los diversos cultos paganos. Espere un momento. Enseguida vuelvo.

Antonio se levantó y salió de la sala despacio, como caminando sobre papel de arroz.

Lucía se irguió y se acercó a una de las enormes estanterías. Una escalera de madera apoyada en un ingenioso sistema de correderas, permitía no solo llegar hasta los libros más altos sino también, recorrer todo el ancho del depósito. Cuando estaba a punto de encaramarse a la escala, un leve carraspeo la detuvo.

—Perdón, este es Alfonso. Como le dije, él podrá ayudarla sin duda.

Lucía volteó hacia los dos hombres. Junto a Antonio se encontraba un individuo de baja estatura con su cabeza cubierta con la capucha del hábito lo que hacía que ella solo pudiera adivinar parte de su rostro, inclinado.

—Muy bien, los dejo solos, entonces —agregó el abad y se retiró como un suspiro.

—¿Qué es lo que desea saber? —preguntó, casi en un murmullo, Alfonso.

Lucía se acercó un poco más y encendiendo su celular le mostró una de las fotos en donde se veía muy bien la imagen marcada a fuego que estaba en el pedazo de piel que sacaron de la boca de la mujer asesinada.

—Primero quiero que me diga si reconoce este símbolo —urgió la teniente acercando más la pantalla al monje encapuchado.

—Es el signo del Uróboro —respondió Alfonso al cabo de unos segundos.

—¿Uróboro?

—Es muy antiguo. Tiene unos tres mil años. Su concepto ha sido utilizado por varias culturas a lo largo de los siglos.

—¿Qué significa?

—Se lo representa con una serpiente, a veces como un dragón alado con su cola en la boca, devorándose a sí mismo. Tiene que ver con la naturaleza cíclica de las cosas. Con la inmortalidad. También puede significar otras cosas, por ejemplo la vida y la muerte.

—¿Cuénteme más, por favor?

El sonido, al principio apagado y al cabo de unos segundos un poco más fuerte, de lo que le pareció a Lucía un canto gregoriano, los interrumpió.

—Lo lamento. Debo acudir a misa. Es el llamado. Pero le voy a buscar unos cuantos manuscritos para que usted aproveche y los lea. Después, si todavía tiene preguntas puede mandar a buscarme.

Alfonso, con una agilidad que al principio parecía no tener, subió y bajó varias veces de la escalera, revolviendo los estantes y acumulando bajo sus brazos algunos libros. Descendió y los fue apilando sobre la mesa.

—Aquí tiene. Creo que estos servirán para ilustrarla. Haga que me llamen, después del oficio, si en verdad necesita más explicaciones.

El monje se retiró de la biblioteca con paso apurado cerrando tras de sí la pesada puerta.

«En fin, no me queda otra, a leer se ha dicho», se dijo a sí misma Lucía y se acomodó en un amplio y confortable sillón.

3

Mientras tanto, Yoli y Antúnez se metían en el Barrio Chino de Azul. Luego de atravesar un enorme portal con leones grabados en piedra, el hombre de Guzmán estacionó frente a una casa de té.

—¿No seguimos en el auto? —preguntó, sorprendida, Yoli.

—No. A partir de acá las calles se hacen estrechas. Es mejor ir a pie. Ya lo verás —respondió el policía.

Los dos salieron de la camioneta y avanzaron por un espacio peatonal cuyo piso estaba recubierto con imágenes de dragones, tigres y murciélagos de colores estridentes. Arriba, atravesando la calle, colgaban enormes globos rojos con inscripciones doradas.

A ambos lados se desparramaban con cierto caos, un montón de tiendas, casas de licores, supermercados, puestos de comidas al paso, restaurantes y negocios de ventas de recuerdos y artesanías orientales.

Había bastante gente entrando y saliendo de los locales y caminando apresuradas por la acera.

—¿Dónde vamos?

—Iremos primero al Club, Yoli —dijo Antúnez.

Ahí se juntan siempre los chinos para contarse sus cosas, jugar al Mahjong, que es como nuestro dominó, y beber, principalmente beber. Te sorprendería lo que toma esta gente. Veremos al señor Tang, si él no sabe nada, dudo que alguien lo sepa —agregó el joven con una sonrisa.

—Me imagino —aseveró Yoli al tiempo que esquivaba a un par de mujeres de cuyos brazos colgaban varias bolsas de compras. Vio que una de ellas se llevaba a la boca lo que parecía ser una pata de algún tipo de ave, ¿pollo? Apartó la vista un tanto asqueada.

Siguieron caminando unas cuadras más hasta llegar a un edificio de dos plantas, típicamente asiático. Sus puertas y ventanas estaban pintadas de un rojo intenso y de los aleros de las esquinas colgaban distintas figuras de animales, sostenidas por gruesos cordones dorados atados a las vigas de una especie de galería que daba acceso al lugar. En el centro de la pared principal, pintada de verde, se destacaba la imagen en relieve de un dragón. Yoli la observó con atención y apreció que la figura constaba de partes de siete animales.

Descubrió los ojos de una langosta, cuernos de un ciervo, un hocico de lo que le pareció un camello, una nariz de perro, bigotes largos y curvos, una melena de león y una cola de una serpiente. Todo el aplique estaba recubierto de escamas del color del oro y remataba el magnífico conjunto, unas enormes garras.

—¿Te gusta? —indagó Antúnez al verla mirar azorada la escultura.

—¡Es fantástica!

—Es la imagen del famoso dragón chino o «Long», una criatura beneficiosa para ellos. Entremos.

Adentro había varias mesas en fila contra ambas paredes profusamente decoradas. Una cierta cantidad de personas se afanaban sobre sus platos y bebidas charlando animadamente, otorgando a todo el ambiente una cacofónica resonancia.

—Seguime —pidió el policía.

Atravesaron el pasillo central y luego de trasponer un biombo de madera azul con motivos florales tallados con elegancia, ingresaron en una sala que parecía un poco más privada. Al fondo había un hombre solo sentado frente a una pequeña mesa de mármol color jade.

—Buenas tardes, señor Wing Tang —saludó Antúnez acercando sus dos manos como en señal de plegaria, haciendo una pequeña reverencia.

El chino lo observó detenidamente. Sus ojos rasgados eran amarillos. Luego de unos segundos se sacó de entre los labios una larga boquilla labrada que contenía la mitad de un cigarrillo encendido. Lo depositó sobre un cenicero.

—Señol Antúnez, gusto en verlo. Adelante, adelante. ¿Quién es la helmosa joven que lo acompaña? Pol favor, tomen asiento —dijo el oriental.

—Ella es la agente especial Yolanda Bianca, de la división homicidios de la policía federal, señor Tang. Está aquí para hacerle algunas preguntas relativas a un crimen ocurrido esta madrugada en el cementerio.

—Buenas tardes, señor. Efectivamente, estamos investigando el asesinato de una muchacha asiática —dijo la investigadora.

Yoli fijó su mirada en los ojos de tigre del individuo sentado frente a ella. Él mostraba una actitud inescrutable, sin embargo ella no se amilanó y lo enfrentó con decisión.

—¿En qué la puedo ayudal? ¿Gusta una taza de té?

—No, muchas gracias.

Antúnez le dio un leve codazo para que aceptara. Era de mal gusto rechazar la invitación.

—Este… sí por supuesto —se desdijo entonces Yoli.

Tang sirvió tres pequeñas tazas casi transparentes que mostraban dibujadas pequeñas ramas de cerezos que se entrelazaban. Con un gesto de ambas manos se las ofreció a los visitantes.

—Pol favor —señaló.

Al cabo de unos minutos Yoli abrió su celular y buscó las fotos que le había enviado Lucía una hora atrás. Seleccionó una en la que se veía con claridad el rostro de la muchacha cuya vida habían arrebatado con singular violencia.

—Señor, ¿reconoce a esta mujer?

Los párpados del hombre se estrecharon un poco más. Para la agente especial fue como si un pequeño haz de luz solar se escapara de una rendija. Wing mantuvo su brillante vista fija en la foto. Después de unos segundos alzó la voz hablando en su idioma dirigiéndose a una mujer mayor que se hallaba parada en silencio cerca de ellos.

La mujer se acercó hasta la mesa de inmediato. Se detuvo y saludó con varias reverencias.

—Ella es Fang Yin. Tlabaja aquí en el Club como encalgada de la cocina.

Wing volvió a hablarle en su lengua. La señora Fang asintió varias veces con la cabeza mientras escuchaba lo que él le decía.

—Disculpen, pero ella habla muy poco español. Nunca quiso aplender vuestro idioma.

Pol favor, muéstrele la foto de su celular —pidió amablemente el chino.

Yoli así lo hizo. La mujer al ver la imagen se llevó ambas manos a la boca y empezó a hablar muy rápido.

—¿Qué es lo que está diciendo? —preguntó nervioso Antúnez.

—Ella dice que es su sobrina Jiang Li. La estaba esperando. Dice que ella se comunicó con ellos, desde Lisboa, avisando que estaba a punto de tomar un avión para Buenos Aires, pero todavía no la han visto.

Yoli sacó una pequeña libreta del bolsillo de atrás de su jean y con la birome que extrajo de adentro del anillado escribió la información que le estaban dando.

—¿Nunca llegó? —preguntó.

—La señola Fang está muy implesionada, dice que todavía la están espelando.

—Pregúntele si les dijo si venía sola o acompañada, por favor —pidió Yoli.

Wing Tang le hizo la pregunta a la cocinera que ahora se estrujaba las dos manos, nerviosa.

—Les dijo que estaba en el aelopuerto y que en pocos minutos salía su vuelo. No mencionó nada de algún acompañante.

—¿Les contó que estaba embarazada?

La mujer volvió a hablar apresuradamente ante la inquisitoria del señor Tang.

—No, no les dio esa infolmación. Fang Yin sí recuelda que la chica sonaba muy apulada y nerviosa. Ella pensó que era por la ansiedad de volver a verlos después de tanto tiempo.

Yoli volvió a escribir en su libreta.

—¿De dónde era su sobrina?

El chino le trasladó la pregunta a la mujer.

—Dice que ella era nacida en Wuhan como toda la familia. Se trata de una ciudad del sur de Taiwán.

—¿Cuándo los llamó?

—Ella dice que la semana pasada. No recuelda exactamente qué día.

Yoli miró a la anciana. Le sonrió y le palmeó uno de sus brazos.

—Muchas gracias señora Fang Yin, puede retirarse —agregó.

Juntando sus manos e inclinándose la jefa de cocina saludó y entrando por unas puertas batientes abandonó la estancia.

—¿La chica espelaba un bebé? —quiso saber Tang.

—Así es —respondió Antúnez.

—Mala cosa, muy mala cosa —dijo el chino moviendo la cabeza de un lado al otro.

—Bueno eso es todo por ahora, señor. Si la señora Fang recuerda algo más o si usted tiene algo para decirnos, por favor no dude en contactarnos —sugirió Yoli y le extendió su tarjeta.

—Gracias por el té —agregó.

Ambos policías saludaron y se retiraron del lugar. El asiático los observó detenidamente hasta que salieron por la puerta. Sus ojos rasgados se entornaron y con gesto adusto volvió a encender el cigarrillo de su boquilla, aspiró pausadamente. Dejó salir el humo que formó una fina columna entrelazada que fue a perderse en las alturas.

—Bueno, al menos sabemos más que antes ¿no? —dijo el hombre de Guzmán cuando estuvieron afuera del Club.

—Sí, es cierto Antúnez. Ahora conocemos el nombre de la víctima y de donde venía, pero no mucho más —afirmó Yoli.

—Algo es mejor que nada, ¿no te parece?

—Claro, pero ¿cuándo llegó a la ciudad? ¿Por qué no fue a ver a su tía? ¿Dónde estuvo desde su arribo a Azul? El forense dedujo que su muerte era reciente, apenas de unas seis u ocho horas —dijo la agente federal.

Antúnez hizo un gesto levantando los hombros.

—¿Y ahora, qué hacemos? —quiso saber.

La mujer policía miró la hora en el reloj que llevaba en su muñeca: las cinco de la tarde.

—Esperá —exclamó.

Tomó su celular y marcó el número de Lucía.

—Hola, jefa, ¿cómo va?

—Sí. Hablamos con un tipo que parece ser el mandamás de la comunidad china de acá. Tenemos el nombre de la chica. No es del lugar.

—Entendido.

—Vamos a la comisaría, Antúnez. Esperaremos allí a la teniente.

4

Lucía cerró con fuerza el libro que estaba leyendo. Un tratado acerca de las diferentes ceremonias de sacrificios humanos de varias culturas, incluida la china. Su mente la había llevado por oscuros caminos tratando de ligar el símbolo del Uróboro con los ritos en los que se sacrificaban niños recién nacidos. No encontró nada que le diera una certeza acerca de que estos rituales involucraran también a fetos humanos. Sí mucho sobre ofrecer la vida de niños pequeños a dudosas deidades ancestrales. Incluso un relato, que le llamó particularmente la atención, sobre misas paganas que tenían como dios todopoderoso a una serpiente. Sus discípulos pertenecían a una secta gnóstica que se desarrolló alrededor del año 100 en Siria y Egipto.

Le dolía la espalda y deseaba con desesperación una taza de café. Un enorme reloj de péndulo apoyado sobre una de las paredes de la biblioteca comenzó a tañer unas sonoras campanadas, seis veces. La policía se levantó y estiró sus brazos por encima de su cabeza. Tomó algunos libros esparcidos sobre la mesa con sus páginas abiertas y con su celular comenzó a tomar varias fotografías avanzando o retrocediendo los textos e imágenes.

Hacía una hora la había llamado Yoli desde Azul. Algo había podido averiguar en el Barrio Chino. La rueda se había comenzado a mover. Solo se detendría cuando aquel caso estuviera cerrado para volver a girar con algún nuevo crimen por resolver.

Se sobresaltó al escuchar abrirse la pesada puerta y sentir un cierto aire fresco que le enfrío la nuca. Volteó y allí estaba parado el hermano Antonio con sus manos metidas en los bolsillos centrales de su hábito.

—¿Ha podido encontrar lo que buscaba, teniente?

—Sí que tienen una biblioteca impresionante ¿eh?

—Espero que le haya sido de utilidad.

—Por supuesto, por supuesto.

—¿La puedo ayudar en algo más? ¿Es necesario que llame al hermano Alfonso?

—Dígame una cosa padre ¿usted cree en la inmortalidad?

Antonio se acercó hasta donde estaba parada Lucía. La miró a los ojos y dijo:

—¿Es el universo infinito? ¿Es inmortal una gota de agua? Nuestra idea de vivir es alejarnos lo más que podamos de la muerte ¿no es así? Unamuno escribió que «el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con el que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio, es la base efectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana».

—Pero, ¿usted cree? —insistió la investigadora.

—Creo en nuestro señor Jesucristo y en su inmenso poder. Venció a la muerte y nos ha prometido que seremos uno con él al final de los tiempos. Nuestro camino es un camino de Fe, de servicio y de oración.

—Todo tiene un principio y un fin ¿no?, pero si todo volviera a empezar, si la naturaleza humana fuera cíclica, si la existencia y la idea de vivir fuera un renacer constante ¿no abrazaríamos la eternidad? —preguntó Lucía recordando mucho de lo que había leído en el claustro aquella tarde.

—Teniente, su cometido es hacer preguntas, siempre. Nuestro fin es aceptar a nuestro querido Señor y a sus enseñanzas.

Si no precisa nada más de nosotros, la acompaño a la salida. Se acerca la hora en la que nos avocamos a la «Lectio Divina», perdón, a la lectura meditada de la Palabra.

—No, no, está bien, salgamos, no lo quiero entretener más.

Los dos se retiraron de la biblioteca y siguieron por el pasillo que ahora mostraba algunas sombras, allí en donde la luz del atardecer que entraba por los ventanales se había ocultado entre los inmensos árboles del parque.

Al llegar al gran zaguán Lucía se detuvo para mirar una pintura que le llamó la atención. Se trataba de la imagen de un acróbata, un saltimbanqui, colocada entre dos cuadros más grandes de ángeles y vírgenes.

El equilibrista se sostenía con los antebrazos y las palmas de las manos con su vista al frente doblando el cuerpo de tal manera que se tocaba la cabeza con los pies.

La perspectiva le hizo pensar que el hombre se asemejaba a un círculo como si se tratara de un Uróboro humano.

—¿Y esta pintura, abad?

—¿Qué tiene?

—Es como que todo en ella alude a un ciclo, a algo que no tiene ni principio ni fin, a algo que se completa, como la serpiente comiendo con su boca su cola. Al menos a mí así me lo parece.

El hermano Antonio escrutó con intensidad la mirada de la investigadora.

—Tal vez ahí tenga usted la respuesta a su pregunta —dijo Antonio y le sonrió.

A continuación extendió sus manos y la invitó a salir.

Lucía sin decir palabra se despidió del monje agradeciendo su recibimiento. Subió a su coche estacionado frente al portal y tomó por el camino bordeado de eucaliptos que la llevaría de vuelta a la realidad.

La última luz del día se detenía, holgazana, en la parte más alta de las sierras. Sobre los bajíos comenzaba a reinar la oscuridad. El mundo la esperaba como si fuera un tenaz acreedor persiguiéndola para cobrarse sus deudas de certezas.

Aceleró y se perdió rauda rumbo a Azul.

Al llegar al pueblo se dirigió directamente a la comisaría. Allí la estaba esperando Yoli. Ya eran las nueve y media de la noche.

La agente Bianca se encontraba sentada frente a un monitor de computadora. No había nadie más en la habitación.

—Hola, Yoli ¿Cómo estás? ¿Qué haces? —quiso saber Lucía.

—Hola, jefa. Estoy bien, buscando el nombre de Jiang Li, la chica asesinada, en la data del aeropuerto de Lisboa, pero no he podido acceder. ¿Cómo te fue en el monasterio?

—Pude averiguar qué significa la marca que tenía la joven en su antebrazo.

—¿Y?

—Representa a un Uróboro. Una serpiente, a veces puede ser un dragón alado que se mete su cola en la boca formando entonces un círculo. Tiene que ver con el concepto de inmortalidad, comienzo de ciclo y el infinito, Yoli.

—¡Muy interesante!

—Sí. Por eso creo que estamos frente a un crimen de naturaleza ritual. La extracción y desaparición del feto, cosa que también traté de investigar en los extensos y variados manuscritos de los trapenses; podría tener que ver con eso —explicó Lucía.

—¿Un sacrificio, usando un no nacido? —preguntó Yoli.

Sus ojos, muy abiertos, mostraban asombro.

—Tal vez. Pero antes de seguir hablando, traeme un café, por favor. ¡Muero por algo de cafeína en mi sangre!

Yoli se levantó de inmediato y se dirigió a la máquina automática que se hallaba en un pequeño cuartito de servicio. Sirvió dos tazas que sacó de una alacena por encima de la mesada de fórmica blanca y le alcanzó una a Lucía.

—¡Aaaah! —suspiró de placer la detective cuando probó la bebida.

¿Comiste algo? —preguntó a continuación.

—No, jefa, nada, solo un tecito que me invitó el tipo que interrogué en el barrio chino.

—Muy bien. Salgamos de aquí. Vamos al alojamiento. Tenemos reserva en el Gran Hotel Azul. Tiene restaurante, así que vayamos hasta ahí y cenemos bien, ¿qué te parece?

—Joya. La panza ya me hace ruido, ¡qué digo ruido! Chilla como un animal famélico.

Las dos mujeres salieron de la oficina, atravesaron el pasillo hasta la salida de la comisaría. Detrás de un largo mostrador se encontraba una mujer que miraba su celular. Al verlas levantó la vista y se paró de inmediato.

—Está bien, está bien, nos retiramos a descansar, dígale al comisario Guzmán que mañana a primera hora lo veremos aquí —dijo Lucía.

—Comprendido, oficial —exclamó rápidamente la mujer al tiempo que abriendo un cuaderno de tapas azules escribió la novedad con un bolígrafo, que se hallaba atado con un piolín a la mesa.

Las investigadoras, una vez en el coche, pusieron rumbo al hotel que se hallaba a pocas cuadras. Entraron en la playa de estacionamiento del restaurante y dejaron el auto cerca del gran portón de salida.

De su baúl sacaron dos mochilas de viaje y por una puerta lateral ingresaron a la recepción.

Un pasillo largo y algo vetusto las condujo hasta el mostrador principal donde se hallaba un joven parado mirando la pantalla de una computadora.

—Buenas noches —dijo al verlas detenerse frente a él.

—Hola, tenemos una habitación doble reservada a nombre de Lucía Morales —dijo Lucía con voz cansada.

—Por supuesto, por supuesto, aquí está —asintió el muchacho luego de mover sus dedos con rapidez por el teclado.

—Habitación 15, es en el primer piso, por la escalera de la derecha. Lo lamento, pero no tenemos ascensor —agregó con cierto aire compungido, el conserje de turno, extendiendo un llavero pesado de bronce con forma de campana del que colgaba una gruesa llave.

—No hay problema —dijo la agente especial tomando el llavero.

—Muchas gracias —agregó Lucía.

Las dos dieron media vuelta y portando sus mochilas caminaron hasta la escalera y subieron a la habitación.

—Uf, estoy molida, jefa, ¡qué día!

—Sí, ha sido una jornada muy larga, es verdad. ¿Vamos a comer? Estoy muerta de hambre.

Ya en el restaurante eligieron una mesa pegada a un ventanal, desde donde se apreciaba la gran plaza central, iluminada por antiguas farolas de hierro.

Pidieron el menú de la casa y una vez servido dieron buena cuenta de él. Cuando terminaron, satisfechas, dejaron el salón y se dirigieron a su habitación.

—¡A descansar! —exclamó Yoli dejándose caer pesadamente en la cama.

Lucía sonrió y se acercó a la ventana.

—¿Te molesta si abro un poco? El ambiente está como abombado ¿no?

—Sí. Abrí nomás, mejor que corra un poco de aire, hace calor.

La oficial de homicidios descorrió el pestillo y tirando un poco de ambas hojas de la ventana logró que se separarán. Una bocanada del fresco aire nocturno invadió la habitación.

Lucía se asomó un poco para sentir en su rostro el reconfortante efluvio de la noche y se sorprendió al ver a un hombre parado enfrente, observándola.

—¿Pero? ¿Qué está mirando?

—¿Cómo? —dijo Yoli.

—Hay un tipo afuera escudriñando para acá —respondió Lucía.

—A ver —Yoli se acercó a la ventana.

—¡Pero, si es el sereno del cementerio, Lucía!

—¿Estás segura?

—Segurísima, además ahí está la bicicleta azul, apoyada contra la columna de luz. Es la misma que vi hoy.

—Esperá. Nos está haciendo señas. Creo que quiere que bajemos a hablar con él —indicó Lucía.

—¡Hey, usted! ¿Qué quiere?

—Por qué no baja oficial. Tengo algo que decirle.

—Un momento. Espere.

—Vamos, Yoli, veamos que quiere este viejo.

Salieron apuradas del hotel, cruzaron la calle y encararon a Eusebio Payquilam, quién al verlas acercarse, se sacó el cigarrillo armado de los labios y tirándolo al piso lo aplastó con la punta de su bota.

—Buenas noches. ¿Cómo están? ¿Han cenado bien? Sirven buena comida en el hotel. La mejor de la ciudad, diría yo.

El anciano esbozó una sonrisa cómplice y dio unos pasos acercándose a las dos mujeres policías. Lucía y Yoli lo miraban con la curiosidad reflejada en sus rostros.

Un destello de luz amarilla de la farola de la plaza acentuó por unos segundos sus marcados rasgos mapuches.

—¿Tiene algo que decirnos? ¿Por qué no llamó por teléfono? Le deje mi tarjeta—inquirió Lucía.

—Preferí verla personalmente. No sé si es importante, pero tal vez ayude.

—¿De qué se trata?

La teniente avanzó un poco más y escrutó al hombre.

—Bueno, vea. Si bien yo no vi nada raro en el camposanto está mañana, bueno, aparte del cadáver de esa chica tirado a los pies del ángel, claro. Sí hubo un hecho curioso que noté ayer, a medianoche en el edificio del viejo Asilo Walker.

—¿Asilo? —intervino Yoli.

—Fue un antiguo hogar de ancianos. Hoy permanece cerrado por que se está remodelando para que funcione como un anexo del hospital municipal. Se construyó allá por los años treinta, me parece. Tiene mucha historia para el pueblo. Dicen que la plata para terminarlo en aquella época fue aportada por el grupo de hermanos masones que en esos años tenían mucha banca en la ciudad.

—Bueno, bueno ¿Qué vio allí? —lo interrumpió Lucía un tanto impaciente.

—Yo vivo al lado del edificio. Salí tarde del bar y me dirigía a mi casa a dormir. Como les digo, el asilo está cerrado por obras desde hace casi un año. Lo cierto es que cuando pasé por su frente y doblé por la esquina vi una intensa luz blanca que salía por uno de los ventanucos del sótano. Está casi al ras de la angosta vereda así que se ve muy bien desde la calle.

—¿Qué hizo usted entonces? —quiso saber Lucía.

—Me paré en seco. Sin dejar mi bici traté de mirar por la ventana, pero esa luz era muy fuerte, no alcancé a ver nada de nada.

—Escuche, Don Payquilam, no estaría usted con, digamos algunas copitas de más encima, ¿eh? —aventuró Yoli.

—Para nada, para nada. Yo ya no bebo alcohol. No. Desde que mis amigos me hicieron la broma de dejarme encerrado toda una noche en la «cripta de los suicidas» dejé la bebida. Fue terrible.

—¿El dejar de beber? —bromeó Yoli.

—No. El escuchar hablar a los muertos que aún no encuentran el descanso eterno.

Un silencio incómodo se hizo entre los tres.

—A propósito, saben el cuento de ese borracho que un grupo de malandras dejó solo dentro del cementerio una noche de luna llena y que al rato le escucharon decir «Si sos de acá, tenés que entrar», «Si sos de acá, tenés que entrar» —exclamó a los pocos segundos el sereno de cadáveres.

Eusebio achicó un poco más sus ojos rasgados y su negrura pareció iluminarse desde adentro tornando su curtido rostro amerindio en una mueca que lo hizo parecer un pícaro diablillo.

—Miré Payquilam, no nos joda. La situación en la que estamos no está para que nos boludee —terció Lucía con voz severa.

¿Vio o no vio algo que nos pueda ayudar?

—En realidad no vi nada, oficial. Esa es la verdad, pero quiero decirle que yo que usted pego una miradita en ese lugar. Era tarde y me parece raro que alguien estuviera trabajando a esa hora, y en los sótanos. La mayoría de los obreros son empleados municipales y ya se sabe que ellos cumplen su horario y luego se rajan.

—Muy bien. ¿Dónde queda el asilo?

—Sigan derecho por esta misma calle. Hagan cuatro cuadras. Lo van a encontrar muy fácil. El edificio es enorme y lo están pintando de blanco.

—¿Tiene algo más para decirnos?

—No, nada más. Yo ya me voy.

Eusebio tomó su bicicleta y montando en ella se alejó despacio.

—¡El cuento era bueno, lástima que no quisieron saber el final! —gritó mientras pedaleaba.

Las dos mujeres lo escucharon claramente. También la sonora carcajada que el hombre emitió a continuación. El sonido resonó en la quietud de la noche y lo vieron perderse por la callejuela apenas iluminada. Por un momento les pareció que se elevaba hacia el cielo nocturno iluminado de estrellas.

—¿Qué hacemos ahora, jefa?

—Nos vamos las dos ya mismo a investigar el Asilo Walker, Yoli.

—¿Segura?