El secreto de Erna - Alicia G. García - E-Book

El secreto de Erna E-Book

Alicia G. García

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2022
Beschreibung

La inspectora Olivia Garrido llega a Gijón huyendo de su anterior destino como policía y de problemas personales. En la nueva y aparentemente tranquila comisaría, le asignan como compañero a Alejo Verdalles, que está pasando un mal momento familiar, superado por haberse convertido en padre hace apenas ocho meses. Sin tiempo para presentaciones, ambos policías comenzarán a investigar su primer caso. Han asesinado al conductor de un coche en una carretera apartada en las afueras de la ciudad. No lejos del lugar del crimen, aparece una niña con una herida en la mano. Días después de encontrarla, la criatura permanece callada y con la mirada puesta en el infinito. Y alguien parece interesado en que no se sepa la historia que oculta. CUANDO SOBREVIVIR ES LA ÚNICA OPCIÓN.

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© del texto: Alicia G. García, 2022.

© Autora representada por IMC Agencia Literaria S. L.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2022.

REF.:OBDO055

ISBN: 978-84-1132-076-4

EL TALLER DEL LLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

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si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

1

La zona boscosa por la que discurría el circuito permanecía desierta; eso hacía posible oír las respiraciones agitadas de los corredores entre los sonidos de la naturaleza.

El compañero más experimentado del grupo avanzaba por el sendero abriendo una vía. El resto —cuatro hombres y dos mujeres— seguían sus pasos a poca distancia, concentrados en la cadencia de sus zancadas. A buen ritmo, habían decidido realizar el descenso en un solo tramo. El día se anunciaba soleado.

Todos se detuvieron cuando alguien gritó al descubrir la figura de una niña sentada en el borde del camino. Inmóvil, tan solo se apreciaba un leve movimiento en su pecho, que inspiraba el aire impregnado de olor a eucalipto. Mantenía la mirada fija en el horizonte, ajena a la sangre que manaba de su mano izquierda y le coloreaba de rojo chillón el pantalón de pijama que llevaba puesto. Ninguna respuesta, ningún gesto, ninguna alteración ante las preguntas que le hacían.

La llamada de teléfono que cambiaría para siempre la vida del subinspector Verdalles se produjo un sábado a las siete y diez minutos de la mañana.

2

Cuando el despertador activó la alarma programada, Alejo llevaba una hora y media levantado. Sus gemelas de ocho meses, Lía y Cira, habían decidido acortar sus escasas horas de sueño ese lunes.

Sujetando a una de las pequeñas en brazos, acunaba con el pie la hamaca de la otra mientras su esposa se duchaba. Si su vida dependiese en esos segundos de acertar el nombre correcto de cada una de sus hijas, ya podía darse por muerto. Su mente estaba bloqueada, atrapada en una rueda en la que todos los elementos se repetían sin descanso: papillas, pañales, biberones.

Sin dejar de mecer a las dos bebés, Alejo miró el reloj en el móvil; si Julia no se daba prisa, llegaría tarde a la comisaría. Otra vez.

Al oír que el agua se detenía en la ducha, abrió la boca para pedirle que se vistiese rápido. Las palabras no llegaron a sus labios. Antes de eso, Julia salió del baño envuelta en una toalla.

—Déjala encima de la cama. La vigilo mientras me visto.

—¿Seguro?

Sin dignarse a responder, la mujer le arrebató a Lía..., o a Cira, y la colocó sobre las sábanas.

Admiraba la resolución con la que Julia manejaba a las niñas. Siempre sabía qué hacer, qué decir, cuándo preocuparse y cuándo ser paciente. Él se sentía perdido.

Con el móvil en una mano y una cazadora en la otra, Alejo besó a las tres y salió del cuarto. Si le pisaba un poco al coche, llegaría antes de que el inspector jefe comenzase la reunión.

El tráfico de las ocho menos cuarto de la mañana no quiso aliarse con sus planes. Ni el tráfico ni el camión de recogida de reciclaje, que decidió hacer la ruta por la misma calle que él.

Aparcar fue otro motivo más para no comenzar de buen humor la semana. Su esposa se había empeñado en cambiar de coche al descubrir que el embarazo era doble. Necesitaban espacio y comodidad. Sus palabras se tradujeron en un C4 ranchera, un trasto imposible de disimular cuando intentaba dejarlo mal aparcado. Tras varias vueltas al perímetro de la comisaría y calles aledañas, Alejo optó por abandonar el vehículo en el aparcamiento del instituto cercano. El director del centro ya le había advertido de que aquel espacio era exclusivo para el personal.

Cuando cerraba la puerta del conductor, la ventana de la planta baja del edificio se abrió con fuerza. Alejo tuvo que volver a escuchar el mismo sermón.

«¡Capullo! —pensó Alejo—. La próxima vez que llames porque uno de los salvajes que tienes ahí dentro dé por el culo, va a venir quien yo te diga». Pero de su boca solo salió una disculpa y la promesa de retirar el coche en unos minutos, mientras corría hacia la comisaría.

En pocos segundos, Alejo salvó los metros que lo separaban de la entrada principal. A pesar de llevar meses sin acudir al gimnasio, se mantenía en forma. Acababa de cumplir cuarenta y un años sin que la zona de la barriga comenzase a redondearse, algo de lo que se sentía orgulloso.

Con cuidado, para no hacer ruido, el subinspector abrió la puerta de la sala de reuniones y se situó en la silla del fondo.

—Ya que estamos todos —apuntó el inspector jefe Ernesto Lastra clavando sus pequeños ojos en el recién llegado—, comenzaré.

Concentrado en una pequeña mancha marrón situada en el brazo derecho de la silla, Alejo escuchaba las indicaciones de Lastra evitando el contacto visual. Sabía que su compromiso con el equipo durante los últimos meses no era el adecuado; llegaba tarde, usaba tiempo de trabajo para recados personales, pasaba horas colgado al teléfono. La situación en casa con las niñas y con Julia lo superaba.

—¿Está de acuerdo, subinspector Verdalles? —La espalda de Alejo se tensó al oír su apellido. Sin saber a qué respondía, asintió con la cabeza mientras observaba la piel que colgaba del cuello de su jefe. El inspector jefe se había sometido a una reducción de estómago el mismo mes que nacieron las gemelas. Si alguien hubiese realizado un estudio sobre el tema, habría comprobado cómo el cuerpo de Lastra desaparecía al mismo tiempo que crecían las ojeras en la cara de Alejo.

—Eso es todo. A trabajar. —Palabras que daban por finalizada la reunión.

Sin saber cuáles eran sus funciones, Alejo permaneció unos segundos sentado en la silla, sin reaccionar.

—Te tocó la nueva —susurró Marcos Alonso al pasar por su lado con una sonrisa.

Subinspector como él, de su misma promoción y edad, Alonso llevaba cinco años en el grupo. Procedía de una comisaría del norte de Madrid. Inquieto y con ganas de acción, resultó ser un grano en el culo durante meses, hasta que se adaptó al ritmo de trabajo de una ciudad pequeña como Gijón. Canalizaba su energía a través del ejercicio físico. Le gustaban, sobre todo, los deportes que implicaban contacto, aquellos en los que su altura —más de metro ochenta— y sus músculos trabajados le conferían ventaja.

Molesto por el comentario de su compañero, molesto por su falta de concentración, molesto con el mundo en general y molesto por no haber tenido tiempo para desayunar, Alejo se pasó la mano derecha por su abundante mata de pelo negro. Un gesto dirigido a Marcos, con el que ponía de manifiesto la calvicie de su compañero, una broma compartida y aceptada por ambos.

—Parece maja —afirmó Adela García, la compañera de más edad del equipo. Sobrepasados los cincuenta y cinco, la mujer tachaba cada mes descontando el tiempo que le faltaba para jubilarse y disfrutar de su verdadera pasión: no hacer nada.

Mientras sonreía a su compañera, Alejo levantó la mirada buscando a la persona de la que hablaban.

—Verdalles, acérquese. —La orden de su jefe hizo que se levantase de golpe de la silla. Con zancadas largas y controladas, Alejo se colocó frente a él, incapaz de apartar la mirada de los pliegues de su cuello. Al lado de Lastra había una mujer. Alejo calculó que tendría treinta y tantos. Las cejas pobladas seguían la línea del tabique nasal con un perfilado perfecto. Julia solía llevarlas así cuando tenía tiempo para cuidarse. La cara formaba un armonioso triángulo, con pómulos marcados bajo una piel blanca, casi traslúcida. La boca, de labios finos, se mantenía en una posición recta, neutra, quizás a la espera de una señal. En un intento por firmar el inicio de una buena relación, Alejo iluminó su rostro con una gran sonrisa. Su mujer siempre le decía que la barba le hacía parecer mayor y demasiado serio. Él nunca se lo había confesado, pero llevaba barba para ocultar el mentón cuadrado, herencia de su padre—. Le presento a la inspectora Olivia Garrido. Como ya comenté al inicio de la reunión —Alejo se quitó el puñal de la espalda mientras seguía escuchando—, acaba de ser trasladada a esta comisaría. Será su compañera durante las próximas semanas. Encárguese de enseñarle las dependencias y de presentarle al resto del equipo.

Alejo extendió la mano hacia la nueva integrante del grupo marcando aún más la sonrisa. Como respuesta, una mano pequeña, de dedos largos y uñas cuidadas, se agarró a la suya. De sonrisa, ni rastro.

—Acaba de llegar un aviso. —La voz de Adela rompió el tenso silencio—. Un accidente en la carretera que sube al Infanzón.

—Que se encargue tráfico —ordenó el inspector jefe Lastra.

—Hay un coche de la Guardia Civil allí y solicitan nuestra presencia —continuó la mujer—. Alonso y yo estamos con el tema de los robos en las naves industriales, ¿os encargáis vosotros?

La pregunta iba dirigida a Alejo.

—Sí, claro —respondió el hombre.

El recorrido por los pasillos de la comisaría hasta el coche se convirtió en un monólogo confuso y desordenado. Alejo, incómodo con el silencio de su nueva compañera, no dejaba de hablar; describía cada estancia por la que pasaban, los protocolos de actuación, los nombres y apellidos de cada persona que encontraban.

Al llegar al vehículo, se sentía exhausto. Con un gesto de cabeza, saludó el director del instituto que, atento como un ave rapaz, miraba tras el cristal de la ventana para controlar el tiempo que tardaba en cumplir la orden de abandonar el aparcamiento.

—No soporto a ese tipo —afirmó Alejo mientras cerraba con fuerza la puerta del conductor.

—Él tampoco parece quererte mucho.

Incapaz de contener el gesto, Alejo giró la cabeza hacia la derecha. Los ojos grandes de color castaño verdoso y la nariz pequeña y chata conferían a Olivia un aspecto infantil, remarcado con una forma de moverse nerviosa —de pasos cortos y rápidos— y alejado del tono pausado y grave con el que la mujer pronunció cada palabra.

—¿Conoces la ciudad? —preguntó el hombre arrancando el motor.

—Todavía no.

Durante los veinte minutos que duró el trayecto desde la comisaría hasta el punto indicado por Adela, en el que los esperaban los compañeros, Alejo no dejó de hablar: del tráfico, de la ordenación urbana, del paisaje, de los merenderos que rodeaban la ciudad, del tiempo cambiante... El silencio que se producía cuando se detenía para tomar aire lo obligaba a continuar con su verborrea.

—Es ahí —indicó de forma obvia al ver el coche patrulla y una ambulancia.

Sin esperar a que apagase el motor del vehículo, Olivia abrió la puerta y caminó hacia un compañero de uniforme que los esperaba en el arcén de la carretera.

—Nos avisó un vecino. Había salido a caminar con su perro y vio las rodadas en el asfalto —explicó el agente, señalando unas marcas oscuras en la carretera—. Dice que detrás de aquella curva se pueden ver más frenazos. —Alejo y Olivia giraron la cabeza en la dirección que marcaba la mano del agente. La carretera mostraba una importante pendiente en la que se sucedían curvas cerradas—. Al ver marcas en la hierba, se asomó al borde y descubrió el coche en el fondo. Por los golpes en el techo del vehículo, debió de dar varias vueltas de campana antes de chocar contra los árboles.

Siguiendo las explicaciones del agente, Olivia se acercó al límite de la carretera y, sin decir nada, comenzó a descender. Desconcertado, Alejo observaba cómo el cuerpo menudo de su compañera se desplazaba a gran velocidad por la ladera, hasta reunirse con el policía situado al lado del coche accidentado.

El subinspector inició el descenso, tras los pasos de la inspectora, concentrado en no perder el equilibrio. Utilizando las manos para agarrarse a la maleza, Alejo logró salvar su dignidad y descendió sin tropiezos. Al llegar a la altura del grupo formado por su compañera, un agente y el equipo de la ambulancia, alcanzó a oír el dictamen médico.

—Acabamos de llamar al forense para que se haga cargo.

—La pendiente es de unos doce metros; la vegetación retuvo la caída. —La voz grave de Olivia describía el entorno en un intento por recrear lo sucedido.

—Debía de ir pasado de velocidad. Revisé la carretera y hay marcas de frenazos. Las rodadas indican la presencia de dos vehículos —apuntó uno de los agentes—, por eso pedimos que vinieseis. Quizá tenga que ver con el tema de las carreras.

Olivia lo miró sin comprender.

—Esta carretera —aclaró Alejo— se usaba hace años para unir Gijón y Villaviciosa. La inclinación y las curvas la hacen muy apetecible para los aficionados a las carreras ilegales. Se reúnen, sobre todo, los fines de semana. Ya hemos tenido denuncias de vecinos. —Sin responder, la mujer se acercó al coche y observó el interior. Para romper el silencio, Alejo continuó hablando—: Hoy es su primer día. Un traslado. No conoce la ciudad.

El rostro serio de Olivia transmitía lo poco apropiadas que resultaban sus palabras.

—Este hombre ronda los cincuenta años. Lleva pantalón de vestir, camisa y unos Martinelli de cordones. No parece la estética de un aficionado a los rallies ilegales.

—Tampoco el coche —apuntó el agente—: un monovolumen Citroën Xsara Picasso no es un coche que se use en estos eventos.

—Y menos uno familiar —dijo Olivia.

—¿Familiar? —preguntó Alejo.

—Mira en la parte de atrás, en el suelo. Hay un elevador para niños y, entre la puerta y el asiento, un peluche.

El agente y Alejo se acercaron a la ventanilla rota del copiloto para certificar las palabras de su compañera.

La llegada del médico forense obligó a los policías a separarse unos metros. En silencio, esperaron a que expusiera lo sucedido. Con movimientos lentos y controlados, el forense separó la cabeza del conductor del volante.

—Fractura en el cráneo con abundante sangrado. Fuerte traumatismo a la altura de las costillas. Se aprecia rigidez en el cuerpo.

Alejo había coincidido con aquel hombre en otros tres casos. Serio, meticuloso, poco dado a especular. Aun así, hizo un intento.

—¿Hora aproximada de la muerte?

El forense continuó examinando el cuerpo en silencio durante unos minutos más.

—Lleven el cuerpo al anatómico, quiero hacerle la autopsia —ordenó al tiempo que se quitaba los guantes.

—¿Autopsia? —repitió Alejo, sorprendido por la decisión—. Todo indica que ha sido un accidente.

Absorto en el proceso de higienizarse las manos, el forense elevó la voz sin mirar al subinspector.

—Un desnivel tan leve como este no justifica la violencia con la que el rostro de este hombre ha impactado contra el volante.

—Pero... —Alejo buscaba las palabras adecuadas para eludir la carga de trabajo que suponía tratar aquel suceso como algo distinto de un accidente.

—Empujaron el coche —sentenció Olivia. «Lo que faltaba», pensó Alejo mientras miraba a la mujer—. ¿Cuándo podrá decirnos algo sobre el cuerpo? —preguntó Olivia al forense.

—Hoy no tengo mucho lío, me pondré con ello.

—Avisen a la Científica para que vengan a recoger muestras de las rodadas. Avisen también para que recojan el coche, que lo analicen en el depósito. La lluvia puede borrar huellas —ordenó la inspectora.

Oculta entre el círculo de hombres reunidos a su alrededor, su escaso metro sesenta la hacía desaparecer entre las espaldas de sus compañeros, la mujer esperaba en silencio a que se cumplieran sus órdenes.

Inmóviles, los hombres la miraban esperando más información.

—Lo sacaron de la carretera —afirmó Olivia mientras señalaba unas marcas de pintura negra que atravesaban el lateral izquierdo del coche.

Alejo, apartado unos pasos, observaba en silencio. Acertado avisar a la Científica. Acertado el descubrimiento sobre la pintura. Acertado que se lleven el coche. Acertada su previsión sobre la lluvia. El cielo no tardaría más de una hora en descargar agua.

—¿Volvemos a comisaría? —preguntó el subinspector a su compañera.

Como respuesta, la mujer inició la escalada con la misma facilidad con la que había descendido. Para Alejo, el ascenso resultó aún más humillante: la suela de sus zapatos se negaba a permitirle una salida elegante del escenario, lo que lo obligaba a utilizar las manos para regresar a la carretera.

Con los dedos llenos de barro, resoplando, el hombre se introdujo en el coche. Olivia esperaba desde hacía unos minutos.

—Bien visto lo de la pintura. Ni me había fijado. Creo que todavía no he despertado. Es que empezamos a currar sin haber tomado un café, y sin café no soy nada. Llevo días, bueno, llevo semanas durmiendo fatal. A las pequeñas les están saliendo los dientes y, cuando no llora una, llora la otra. Es agotador. Nadie nos prepara para esto. Claro que, si alguien nos dijese la verdad, nadie tendría hijos. ¿Tú tienes hijos?

—No —respondió Olivia sin apartar la mirada del paisaje situado a su derecha.

—Julia y yo llevábamos años intentándolo, y nada. Cada mes, una decepción, sobre todo para Julia. Ella era la que más obsesionada estaba con el tema de que se le pasaban los años para ser madre, como es hija única y se quedó sola muy joven... Sus padres murieron cuando tenía veintidós años. Un accidente de coche; una pena, buena gente. Julia lo llevó muy mal. Ya éramos novios, empezamos a salir en el instituto. Al estar sola, se comía mucho la cabeza con la edad, porque no quería tener un solo hijo. Lo pasó fatal: tratamientos, hormonas, controlar las ovulaciones... Llegó un momento en que el sexo era una obligación. Tuvimos una crisis muy seria durante esa época. El año pasado, al cumplir los dos los cuarenta, decidimos que dejábamos de intentarlo, que no seríamos padres. Y, de repente, embarazo, y doble. Una alegría. Lo que queríamos. Pero es agotador. Además, sin ayuda. Porque mi padre también murió hace años y mi madre vive en una residencia, la pobre ya no está en este mundo. Y mi único hermano vive en el sur de Francia. Sin apoyos familiares, se está haciendo dura la crianza. ¿Tú tienes hermanos?

—Sí. —Olivia continuaba con el rostro vuelto hacia la ventanilla.

—¿Y tus padres? —Silencio por respuesta—. No eres muy habladora. —Antes de que Olivia pudiese responder, sonó el teléfono móvil de Alejo—. Es Julia —anunció el hombre mientras activaba el manos libres. Olivia oyó un resumen pormenorizado de las comidas, cacas y gases de las dos hijas durante los veinte minutos que tardaron en atravesar de nuevo la ciudad y llegar a la comisaría—. Tengo que ir a llevarle unas gotas de la farmacia a Julia, vuelvo en media hora —dijo Alejo mientras Olivia se bajaba del coche.

Sus explicaciones no eran necesarias. Ella había escuchado cada detalle de la llamada, sabía más cosas de las que le gustaría de aquel hombre, de su mujer, de sus hijas y de su vida. Con el ceño fruncido, Olivia entró en el despacho del inspector jefe Lastra.

—Solicito un cambio de compañero —pidió al tiempo que se dejaba caer sobre la silla frente a la mesa de su jefe. Con la mano derecha, Lastra le pidió un segundo mientras hablaba por teléfono. Inquieta, la mujer esperó en silencio.

—¿Qué ha pasado?

—Es insoportable.

—No exageres.

—No deja de hablar, hablar y hablar. Sé más de su vida en media hora que de la de la mayoría de mis amigos.

—Es un buen policía.

—No se entera de nada. Durante el aviso parecía dormido. La única forma en la que me lo imagino haciendo una detención es si el acusado se pone él mismo las esposas.

—No te pases, es uno de mis mejores hombres, aunque es cierto que lleva unos meses despistado, desde...

—Sí, sí, ya lo sé —interrumpió Olivia—, desde que nacieron sus hijas.

—Le prometí a tu padre que cuidaría de mi ahijada. Aunque tú no lo creas, te he puesto con el mejor de mis investigadores. Dale una oportunidad.

Sin responder, Olivia cruzó los brazos y las piernas.

—Vale, lo haré, pero si tengo que volver a escuchar la historia de su embarazo, lo tiro del coche.

3

Las farolas de la calle comenzaban a iluminarse cuando la inspectora cerró la puerta de su apartamento.

A pesar de llevar viviendo en él un par de semanas, la visión del entorno aún le resultaba ajena al cruzar el umbral.

El espacio diáfano, fruto de una remodelación modernista, permitía con un solo vistazo contemplar todas las estancias de la casa, salvo el baño.

Una distribución limpia, decorada con la luz natural que un inmenso ventanal introducía en su vida durante el día, relegaba a la magia de la noche la visión del espacio verde hacia el que estaba orientada la fachada del edificio.

Las escasas pertenencias con las que había viajado, parecían desposeídas de su esencia, vacías, como ella misma, incapaces de transmitir su presencia al espacio.

Con una inspiración profunda, Olivia se quitó la cazadora vaquera y la arrojó contra el sofá mientras avanzaba descalza sobre el frío terrazo.

Al abrir la puerta de la nevera, la sombra de su cuerpo se proyectó sobre el mármol impecable de la cocina. Mientras elegía los elementos para preparar la cena, la mujer observaba de reojo la tela de su cazadora.

La visión de aquel objeto descolocado atravesó las barreras en su mente para contener los recuerdos, y la llevó de regreso a un espacio envuelto en muebles recuperados de la calle sobre los que se almacenaban ropas sucias mezcladas con las recién lavadas.

Las paredes desnudas de adornos mostraban manchas de las diferentes manos que pasaban por aquel lugar dejando huellas que nadie deseaba almacenar, mientras las cajas de comida rápida se almacenaban al lado de la papelera a la espera de que su madre reuniese las fuerzas para tirarlas al contenedor.

De nuevo podía sentir la ropa que colgaba en el interior del armario donde su madre la escondía para protegerla de los hombres que transitaban su cama.

Una punzada a lo largo del brazo izquierdo aceleró la respiración de Olivia. Primero el dolor, luego las exhalaciones descontroladas seguidas de palpitaciones, cuyo ritmo en aumento amenazaba con romperle el pecho, hasta que la boca se secaba y los músculos dejaban de sujetarla.

Conocía cada fase del proceso, lo aceptaba y convivía con él como pago por consumar su venganza.

Aferrando con fuerza las manos alrededor de la cabeza, Olivia cerró los ojos y dejó que un alarido escapase entre sus dientes hasta borrar las imágenes y convertir su mente en una enorme mancha negra.

No podía dejarse llevar, no quería dejarse llevar. Cada ataque de pánico le robaba un trozo de su esencia al marcar en sus entrañas la cercanía de una muerte que ella sentía como cierta.

Concentrada en la oscuridad que impregnaba su interior, la inspectora caminó apoyada contra la pared hasta el baño. Se desvistió, abrió el grifo del agua fría y se sumergió entre las dolorosas gotas que caían sobre su piel.

El gélido contacto frenó el ritmo de la respiración y aplacó el golpeteo del pecho, sabedor de la cercanía del alivio.

La rutina comenzaba.

Tras secarse con fuerza, Olivia se extendió sobre el cuerpo una ligera crema con un leve olor a vainilla. Le excitaba el olor que resultaba de la mezcla de ese aroma con el de su propia piel.

Desnuda, arrojó sobre la cama un conjunto de ropa interior.

El tacto de la seda erizó sus muslos al ascender sobre ellos para ajustarse a la perfección a las caderas. Sobre el talle, colocó un corpiño ceñido que elevaba sus pechos, lo que les proporcionaba un apetitoso volumen. Atado hacia la parte delantera, el complemento poseía un fino cordón cerrado en una lazada que gritaba por ser liberado.

Antes de abandonar el baño, Olivia se miró en el espejo. Su figura estilizada y definida se realzaba con el conjunto de ropa interior. El color morado de la tela resaltaba la blancura de una piel firme y apetecible. Durante un instante, su mente revivió escenas pasadas que acontecieron tras el ritual que acababa de terminar. Humedecida, Olivia terminó de vestirse y, subida a unos zapatos de tacón, abandonó el apartamento en busca del único alivio que conocía.

Extranjera en una ciudad en la que todavía no sabía moverse para buscar lo que necesitaba, Olivia recorrió a pie las calles, sorprendida por el ambiente festivo que se respiraba en ellas, mientras el viento fresco del mar Cantábrico aliviaba la intensidad de sus respiraciones.

Las luces de una noria gigante guiaron sus pasos hasta una explanada cercana a la playa. Los muros que daban acceso al recinto, decorados con un grafiti en el que los colores se imponían a las letras, ocultaban la visión de un entramado de calles repletas de puestos, luces y música en los que se entremezclaban libros, comida y atracciones de feria. La marea de gente que se desplazaba en su misma dirección indicó a Olivia lo certero de su decisión; entre toda aquella muchedumbre, lograría pasar desapercibida para elegir a su presa.

Los zapatos de tacón, incompatibles con un suelo sin asfaltar, amenazaron en varias ocasiones con enviar el cuerpo de la inspectora al suelo, mientras buscaba con desesperación el remedio a una angustia que cada vez controlaba más su cuerpo.

Guiada por el gentío que avanzaba por las callejuelas, Olivia accedió a la zona donde se situaban las carpas dedicadas a la restauración.

Su búsqueda desesperada obtuvo la recompensa que necesitaba.

Apoyados en una barra, tres hombres que tomaban una copa juntos ladearon la cabeza a su paso analizando sin pudor la mercancía que ella mostraba.

Una sonrisa iluminó el rostro de Olivia, al tiempo que se volvía hacia ellos para permitirles una mejor visión de su cuerpo.

Los tres vestían de una manera demasiado formal para el entorno en el que se encontraban. Quizá, como ella, se habían dejado atraer por la música y el ruido sin saber el lugar al que se dirigían.

Tras unos segundos de intensas miradas, Olivia extendió el brazo derecho y con el dedo índice señaló al que se situaba en el centro del grupo. Algo en él le hacía recordar..., quizás el rostro elevado, quizá los ojos que la miraban con superioridad, quizá las manos grandes que sujetaban un cigarrillo.

Con una carcajada, el hombre arrojó el pitillo al suelo y, tras recibir unas palmadas de sus amigos, avanzó hacia Olivia.

Durante un segundo, el tiempo que tardó el desconocido en hundir la boca en su mejilla a modo de saludo, Olivia temió que alguno de sus compañeros de trabajo estuviese cerca.

El contacto de los húmedos labios sobre su piel borró todo pensamiento. Era momento de sentir, no de pensar.

Necesitaba que la tomase allí mismo con ansia, con desesperación, con urgencia, para silenciar el golpeteo de un corazón que amenazaba con agarrotarla y controlar su vida. No podía ceder al miedo, si no lo perdería todo, y aquella era la única forma para controlar el pánico que la paralizaba.

En silencio, Olivia avanzó agarrada a la mano del hombre hasta alcanzar el refugio que la oscuridad de la playa les ofrecía.

Apartada de la luz de las farolas, la oquedad que formaban dos muros de piedra servía de parapeto para miradas indiscretas.

El intenso olor a orín se elevaba desde la arena y cargaba el tenso ambiente fruto del calor y la humedad.

El agudo olfato de Olivia envió una alerta a su cerebro difícil de aplacar; debía salir de aquel lugar lo antes posible. Agarrada con fuerza al cuerpo desconocido, la mujer trató de acompasar la agitada respiración. Si se alejaba, los pensamientos regresarían, su corazón volvería a latir amenazando con atravesarle el pecho. Solo conocía una forma de detener el ataque de pánico y de recuperar el control sobre su mente.

Con la espalda apoyada contra las rocas que hacían de freno al mar, la mujer ofreció su cuerpo.

Despojado de la bravuconería que le daba la cercanía de sus amigos, el hombre acercó con suavidad los labios a la piel de Olivia, y le recorrió con calma los labios, el cuello, el escote.

No era eso lo que ella buscaba.

Asqueada, la mujer tiró con fuerza de la camisa hasta desgarrar los botones y separarla del pecho. La mirada de reproche del hombre desapareció al ver como Olivia se despojaba de las bragas y le desabrochaba el pantalón.

Libre de obstáculos, el desconocido sintió como su miembro respondía a la invitación mientras le separaba las piernas para colocarse y comenzar las acometidas. Primero con calma y, en pocos segundos, acelerando el ritmo con fuerza.

Con cada embestida, Olivia sentía la rugosidad de la piedra incrustándose en la espalda. El dolor le aclaraba la mente y ralentizaba el golpeteo del corazón mientras su mano extraía del bolso la navaja que escondía dentro.

Concentrado en sus jadeos, el hombre ignoró el frío del metal que le marcaba la espalda. Tan solo una contracción de dolor le recorrió el cuerpo —a punto de explotar de placer— cuando Olivia profundizó un poco más en la carne prieta.

Al acabar, el hombre acercó la mano al sexo de Olivia y comenzó a acariciarlo buscando proporcionarle un placer que le había negado al finalizar tan rápido.

Sorprendida por el gesto, la inspectora dejó que los torpes dedos jugasen con su vulva durante unos segundos, sabedora de que no podrían satisfacer su deseo mientras oía el sonido pausado de su respiración.

Volvía a tener el control.

Aferrada a la navaja, Olivia contempló el filo de la hoja en el que brillaban pequeñas gotas de sangre. Por suerte para él, no necesitaba más.

Su amante presumiría a la mañana siguiente con sus amigos sobre la fogosidad de un encuentro casual, sin llegar a saber jamás ni lo sucedido ni lo cercana que había estado su muerte.

Con un gesto brusco, la mujer apartó el cuerpo que la aprisionaba.

Aferrada la ropa interior en una mano y los zapatos en otra, Olivia se alejó con rapidez, sin atender a las preguntas que la golpeaban mientras huía.

4

Seis mesas formaban el despacho ocupado por el grupo al que había sido asignada Olivia. Un espacio amplio y diáfano. Iluminado con una gran cristalera orientada hacia el sur, a través de la cual se observaba una zona verde transitada por corredores, paseantes y un número indefinido de patos que sobrevolaban un pequeño riachuelo que marcaba el trazado de la vegetación.

Parapetada tras uno de los escritorios, Olivia revisaba por tercera vez en la última media hora los wasaps de su móvil. Consciente de que no llegaría, lo seguía esperando. No podía ni quería cambiar el pasado. Volvería a repetir cada uno de sus pasos, aunque, quizá, si pudiese retroceder en el tiempo, trataría de evitar el dolor a la única persona que la había protegido siempre.

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos.

Alargar el brazo para descolgar el aparato provocó un fuerte pinchazo en la parte alta de la espalda. Marcada por la rugosidad de las rocas sobre las que había estado apoyada la noche anterior, la piel de Olivia se quejaba.

—Estoy de camino. —Era Alejo—. ¿Alguna novedad de la Científica? Siento el retraso. La noche fue movidita. Lía tiene unas décimas de fiebre. Bueno, depende del termómetro...

—Ninguna novedad —interrumpió la inspectora, asqueada—. No tengas prisa.

Sin esperar respuesta, porque temía oír detalles sobre la forma de tomar la temperatura a un bebé que no quería conocer, Olivia colgó el teléfono. Con un suspiro, miró a su alrededor buscando la fórmula para conseguir que las horas pasaran más rápido. Llevaba dos días en aquel destino, dos días largos y tediosos en los que el tiempo parecía haberse detenido.

Cuando había pedido el traslado, Olivia sabía que la actividad en la comisaría de una ciudad pequeña como aquella no tendría nada que ver con el caos vivido en Valencia. La presión por parte de los superiores, los casos sin resolver que se amontonaban, las horas extras que no se pagaban ni se agradecían.

Le gustaba su trabajo. Le gustaba mucho. Y lo hacía bien. Cambiar de destino formaba parte de la penitencia impuesta por ella y de la preocupación de su ángel de la guarda para alejarla de cualquier sospecha.

Un nuevo vistazo al móvil. No solo se quería alejar del trabajo, también de los errores de su pasado. En un intento por controlar la dirección hacia la que se dirigían sus pensamientos, Olivia se acercó al ordenador. Comprobaría que las claves dadas por Alejo funcionaban; con el despiste que arrastraba su compañero, no le extrañaría que se hubiera equivocado.

Confirmada la identificación que le daba acceso a la red, la inspectora decidió acceder a los incidentes del fin de semana, quizás así lograse distraerse: una pelea a la salida de un bar el sábado por la noche, sin detenidos; un aviso por una discusión doméstica, sin detenidos; dos bares amonestados por cerrar fuera de hora...

Las pantallas se sucedían a la vez que aumentaba el tedio. Había prometido quedarse en ese destino durante seis meses, pero empezaba a dudar de poder cumplir su palabra.

«Encontrada niña de unos nueve años en la carretera que da entrada al cementerio de Deva. Herida en mano izquierda. Se traslada al hospital de Cabueñes».

—Ya estoy aquí —saludó Alejo.

Olivia continuó concentrada en la lectura unos segundos más, antes de preguntar:

—¿Qué es ese olor?

—Colonia para bebés. Es que se me cayó un bote en los pantalones cuando iba a salir de casa, ¿se nota mucho?

Por suerte, el sonido del teléfono impidió a Olivia tener que contestar.

—Soy Alejo. Si quieres, vamos ahora a tu despacho... Vale, al almacén y te presento a mi nueva compañera.

Con el ceño fruncido, Olivia esperó una explicación.

—Era Bruno Souto, de la Científica. Quiere comentarnos un par de cosas sobre las marcas que encontramos en el coche que se despeñó. —«¿Encontramos?», pensó Olivia mientras salía del despacho tras él—. Espero que Bruno no se enrolle demasiado. Es que le encanta hablar. Supongo que pasa solo tanto tiempo que, cuando tiene a alguien que lo escucha, pues aprovecha. Pero hoy no puedo liarme, que a las cuatro tenemos pediatra, y si me retraso, Julia se tiene que encargar de darles de comer, vestir y cambiar a las niñas.

Cada palabra pronunciada por Alejo imprimía una mayor velocidad en las piernas de Olivia. Sin darse cuenta, la mujer adelantó a su compañero por el pasillo. Necesitaba alejarse de él; su voz le impedía pensar.

—¿Adónde vas? Es aquí —gritó Alejo para detenerla al tiempo que señalaba una puerta a su derecha.

El despacho en el que entraron era pequeño, no tendría más de seis metros cuadrados, calculó Olivia. Las dos paredes laterales estaban forradas con estanterías metálicas repletas de cajas de cartón ordenadas por las fechas marcadas con rotulador rojo en el lomo. En la pared frontal, una mesa pequeña de aglomerado blanco con los bordes en marrón oscuro. Sentado tras ella esperaba un hombre cuyo interés por los papeles que tenía ante los ojos se anteponía a ser educado y saludar como era debido.

—Hola, Bruno; te presento a Olivia Garrido —repitió Alejo en tono más alto. La presentación inicial no había logrado atraer la atención de Bruno.

—Te oí la primera vez. Espera un momento —gruñó el hombre al tiempo que se levantaba y buscaba entre las cajas. La falta de luz natural, al no haber en el cuarto ni una ventana, daba al espacio un aspecto de almacén más que de despacho.

—No había ningún sitio libre, por eso Lastra le dejó poner aquí una mesa. Es que Bruno necesita estar solo para pensar; dice que si tiene gente cerca no se concentra.

—Así es, si alguien habla a mi alrededor no puedo pensar —dijo Bruno en voz alta mientras regresaba a su silla. Olivia sintió una simpatía repentina por el desconocido. A ella le pasaba lo mismo. El hombre superaba el metro ochenta de altura; su cuerpo delgado hasta el extremo estaba coronado por una cabeza grande y achatada en su parte posterior. Sin apenas pelo para protegerla, la piel que la cubría estaba plagada de manchas rosas y marrones—. ¿Qué quieres?

—Pero si me has llamado tú.

Los ojos pequeños y juntos de Bruno acompañaron a la nariz aguileña en dirección al rostro de Olivia.

—¿Tú eres la que descubrió la marcas en el lateral? —Olivia asintió—. Bien visto. Pintura negra, corriente, nada especial. La misma que llevan cientos de coches.

Sin más explicaciones, Bruno se levantó de nuevo y volvió a centrar su interés en las cajas de cartón.

—¿Nos has hecho venir solo para eso? —protestó Alejo.

Silencio como respuesta.

—¿Lo empujaron o lo arrastraron? —interrogó Olivia.

—Esa es una pregunta inteligente —afirmó Bruno.

—¿Qué importa si fue empujado o arrastrado? —El tono de Alejo indicaba el malestar generado por esa última frase.

—Empujar implica que se produce un choque, que puede ser accidental o no. Se plantea una incógnita sobre la intención. Arrastrar no deja dudas —respondió Bruno con desgana—. Ella sabe la diferencia. —Alejo fijó la mirada en Olivia, que, apoyada contra la puerta de entrada, mantenía el rostro en dirección a Bruno—. Los neumáticos del coche que encontrasteis mostraban un desgaste irregular, fruto de una frenada brusca y continuada para contrarrestar el empuje del vehículo de pintura negra. Misterio resuelto.

—¿Podría tratarse de una carrera ilegal? —preguntó Alejo ciñéndose a su primera hipótesis.

Olivia apretó los labios mientras esperaba la respuesta.

—Sabía que lo encontraría —gritó Bruno al tiempo que sacaba un papel de una de las cajas—. ¿Qué hacéis aquí todavía? No tengo nada más para vosotros. No soy adivino, solo analizo los datos que tengo, no hago suposiciones.

Seguida por Alejo, Olivia salió del cuarto sin despedirse. Poco importaba. Absorto en sus cajas, Bruno no hubiese respondido.

—Es un poco raro.

—Un poco —afirmó Alejo—, pero el mejor en lo suyo.

De regreso al despacho, Olivia observaba el rostro pálido de su compañero. Ni un sonido en el último minuto. Empezaba a preocuparse.

—Acabo de recordar algo. —Olivia esperó en silencio a que continuase—. Tenemos los datos del fallecido desde ayer por la tarde. Los dejaron sobre mi mesa. Científica lo identificó a través de las huellas. Se me olvidó decírtelo. —Sin responder a la confesión de su compañero, Olivia apuró el paso de regreso al despacho. ¿Se le olvidó decirlo? Este tío era de verdad un desastre—. Me llamaron cuando iba de camino a casa en el coche, y luego me llamó Julia.

Incapaz de justificar la actitud de su compañero, la inspectora prefirió ignorar sus explicaciones.

—Eloy Marín Blanco. Nació en 1975.

—Cuarenta y seis años —interrumpió Alejo.

—El DNI pone una dirección de Salamanca. En el teléfono móvil, como «Aa», hay una tal Elena. Vamos a llamarla —propuso Olivia al tiempo que se sentaba tras su mesa.

Un tono, dos, tres.

—¿Sí?

—¿Elena? —preguntó Olivia.

—Sí, soy yo.

—Hola, soy la inspectora Olivia Garrido, llamo desde la comisaría de policía de Gijón. ¿Conoce usted a Eloy Marín?

—Es mi marido. —El temblor de la voz se marcaba con cada palabra.

—Siento comunicarle que su marido ha sufrido un accidente. Encontramos su coche. —Olivia prefirió omitir el dato de que habían pasado veinticuatro horas desde que el vehículo había aparecido—. Se había despeñado al salirse de la carretera. Los médicos no pudieron hacer nada por él.

Un sollozo prolongado acompañó a la explicación. Olivia concedió unos segundos a la mujer. Las malas noticias requieren tiempo; hay que dejar que penetren en nuestra mente, que las palabras adquieran forma y se conviertan en realidad. Si no permites que se realice ese proceso, las aislarás en un lugar apartado de tu memoria y las convertirás en un sueño del que algún día debes despertar. Ella lo había aprendido de la forma más cruel.

—¿Y mi hija?

—¿Su hija?

—¿Mi hija estaba con él?

—En el coche no viajaba nadie más. —Un intenso grito de dolor nació de la garganta de la mujer al escuchar las palabras de Olivia—. Elena, Elena, escuche, por favor.

La llamada de la inspectora no recibió respuesta. Los lloros parecían alejarse cuando una voz desconocida de hombre recuperó la comunicación.

—Hola. Disculpe, la señora con la que estaba hablando acaba de desmayarse.

—¿Quién es usted?

—Mi nombre es Juan.

—Vale, Juan, soy la inspectora Garrido de la Policía Nacional de la comisaría de Gijón. Dígame dónde se encuentran.

—Calle Velázquez, 29, en el barrio de Montevil.

«¿Montevil, en Gijón? ¿No vive en Salamanca?», pensó la inspectora antes de continuar hablando.

—Quédese ahí. Enseguida llegará un coche.

—Acabo de hablar con Marcos y con Adela; están haciendo un servicio por la zona, se acercan ellos —dijo Alejo al ver como su compañera colgaba el teléfono.

—Una niña —murmuró Olivia al tiempo que se ponía de pie.

—Eso dijo la mujer, pero allí no había nadie más. Los de la Científica revisaron la zona cuando nos fuimos.

—Una niña —repitió Olivia al tiempo que corría hacia el despacho del inspector jefe, seguida de su compañero.

»El domingo por la mañana apareció una niña en la carretera cerca del cementerio —dijo la mujer abriendo la puerta del despacho de Lastra sin tan siquiera llamar.

—Así es. La encontraron unos corredores mientras entrenaban. Mañana pasará al centro de primera acogida de Oviedo. Me llamó la trabajadora social para decírmelo. ¿Por qué?

—El hombre que encontramos muerto puede ser su padre —dijo Olivia.

—Contactamos con su mujer. Viene de camino; la traen Marcos y Adela —apuntó Alejo.

—Olivia, usted espere a que llegue y habla con ella. Verdalles, usted vaya al hospital. Saque una foto a la niña y nos la manda para que podamos enseñársela.

—¿Saco la foto y vuelvo? —preguntó el hombre, mirando el reloj de su teléfono móvil.

—Saca la foto, la manda y espera órdenes.

El tono del inspector Lastra confirmó sus sospechas: Julia tendría que encargarse de las niñas ella sola, y eso no era bueno. Alguien pagaría su mal humor, y él tenía todos los números para ganar ese premio.

5

Tras más de veinte minutos dando vueltas por el aparcamiento del hospital sin lograr encontrar espacio para dejar el coche, Alejo decidió avanzar unos metros por un camino que bordeaba el edificio hasta una pequeña explanada de tierra. Al llegar, comprobó con frustración que otros tres conductores desesperados habían tenido la misma idea. Descubrió un pequeño espacio libre entre un todoterreno y las ramas de un árbol, y, tras mirar la hora en el reloj, Alejo apretó las manos al volante y encajó el coche. Un irritante chirrido confirmó sus miedos mientras detenía el motor.

Sin pararse a comprobar los daños en la pintura, el subinspector avanzó por la tierra embarrada en dirección a la puerta principal del hospital. La entrada y salida de gente convertía aquella puerta en lo más parecido a un hormiguero humano. El crecimiento de la ciudad había obligado a la ampliación de un hospital concebido para un núcleo de población mucho más reducido. A un primer edificio, hacía años que se había sumado otro que también resultaba insuficiente.

La entrada estaba repleta de carteles informativos y de señales luminosas que se unían a unas líneas de colores pintadas en el suelo para indicar a los usuarios la dirección en función del sentido de su visita. Una línea se dirigía a radiología; otra, a consultas, y una tercera indicaba la entrada a la zona de hospitalización.

Alejo consultó de nuevo la hora; no estaba dispuesto a perder tiempo en paseos absurdos por aquellos pasillos. Sin dudar, se encaminó a la ventanilla de información. Tras identificarse, solicitó hablar con la trabajadora social. Las indicaciones recibidas condujeron al subinspector hasta la tercera planta del edificio.

El despacho resultaba espacioso tanto por el tamaño como por la luz natural que se filtraba del exterior.

—Hola.

La voz surgía de la mesa más cercana a la puerta.

—Soy el subinspector Alejo Verdalles, necesito hablar con Alba Díez.

—Soy yo, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó la mujer al tiempo que le indicaba con la mano una silla situada frente a ella.

El pelo corto y casi blanco de la mujer enmarcaba una cara redonda. Tendría unos sesenta años y un claro problema de sobrepeso, que hacía que todo su cuerpo pareciese aprisionado por los brazos de la silla en la que estaba sentada.

—El domingo por la mañana, un coche patrulla encontró a una niña sola en la zona de Deva.

—Así es. Sus compañeros avisaron a una ambulancia; la niña tenía un corte en la mano y sangraba bastante. El ingreso está registrado a las ocho y veinte de la mañana —respondió la mujer mientras comprobaba los datos en su ordenador.

—¿Está bien?

—El corte era profundo. Necesitó ocho puntos. Aparte de eso, parece estar bien, al menos físicamente.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que parece estar bien porque los médicos no han podido explorarla. Cuando lo intentaron, la pequeña empezó a dar patadas, puñetazos, a intentar morder... Imposible controlarla. Prefirieron esperar hasta que apareciese la familia.

—Creemos haber encontrado a su madre.

—Una gran noticia. Si le parece, me acompaña y se lo decimos.

—Es mejor no contarle nada por ahora; primero lo tenemos que confirmar. Necesito hacerle una foto a la niña para enviarla a comisaría.

Con un gesto, la mujer indicó a Alejo que la siguiese.

Durante el recorrido hasta la planta infantil, la trabajadora social saludó a cada persona que encontró en el camino; conocía por el nombre a celadores y a limpiadoras, además de al personal sanitario.

—Tienes visita —anunció la mujer al traspasar la puerta 620.

Los estores con dibujos de colores llamaron la atención de Alejo. A pesar de ser una habitación de hospital, ese toque distintivo en la decoración humanizaba el espacio.

La niña permaneció inmóvil. Sentada sobre la colcha, mantenía las piernas colgando hacia el suelo sin un leve balanceo. La espalda recta, que formaba un ángulo perfecto con su tronco, se erguía sobre una pared imaginaria sin que sus músculos mostrasen cansancio por la postura. Los dedos, apoyados sobre el regazo, se entrelazaban a pesar de la venda que cubría parte de la piel de la mano izquierda. El pelo rubio —con aspecto de ser el resultado de una pelea con unas tijeras mal afiladas— se le pegaba a la cara sin que ella lo apartase. El pijama mostraba manchas de sangre seca en una de las perneras del pantalón, que no pertenecía al mismo conjunto que la prenda de la parte superior. Alejo pensó que Julia jamás permitiría que sus hijas saliesen así a la calle. Ella era muy metódica con la ropa y conjuntaba cada una de las camisetas, vestidos y leotardos que les ponía. Alejo contemplaba como el rostro de su mujer se transformaba en desesperación cada vez que él las vestía. Jamás acertaba con la cantidad de ropa adecuada, con los colores adecuados, con la chaqueta adecuada.

—Lleva un chubasquero —comentó el subinspector con asombro.

—Se lo quitaron a la fuerza cuando llegó y lo guardaron en el armario. Cuando volvieron a verla, lo llevaba puesto de nuevo —afirmó la mujer al tiempo que se encogía de hombros.

—Mira hacia aquí —pidió Alejo enfocando con su teléfono móvil en dirección a la niña. Sus palabras no obtuvieron respuesta, los pequeños ojos azules seguían perdidos entre las marcas marrones de las puertas de dos pequeños armarios—. Mírame, por favor.

Con delicadeza, la mujer acercó la mano al rostro de la niña y acompañó el movimiento hasta lograr que su cara estuviese al alcance de Alejo.

—¿Es sorda? —preguntó el subinspector al tiempo que enviaba la fotografía a su compañera.

—Creemos que no. Al menos a los ruidos reacciona, pero no logramos que hable. Cuando sus compañeros realizaron el atestado y le tomaron las huellas, no consiguieron que respondiese a sus preguntas.

Al dejar de sentir los dedos sobre el rostro, la pequeña volvió a concentrarse en el mismo punto.

—¿No ha dicho nada?

—Ni una palabra desde que llegó. Se pasa el día sentada como la ve ahora. Cuando llega la comida, la mira, solo come el pan y se toma el vaso de agua. Las auxiliares del turno de noche han comentado que duerme debajo de la cama.

—¿Cómo?

—Sí, debajo de la cama. Coge la almohada y las sábanas y se tumba en el suelo. Cuando el personal entra a verla, la vuelven a acostar. Y en cuanto la dejan sola, regresa al suelo.

Alejo volvió la mirada hacia la niña. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué se comportaba así?

El repentino sonido del teléfono móvil provocó un sobresalto en Alejo y en la trabajadora social. La niña ni tan siquiera cambió el ritmo de su respiración. Su cuerpo estaba allí, pero su mente parecía perdida en un viaje muy lejano.

—Dime...

—Elena Velasco está aquí, ¿tienes la foto?

—Pobre mujer, ¿cómo se encuentra?

—¿Quién?

—¿Quién va a ser?

—¿Qué pregunta es esa?

—Pues la de alguien que se preocupa por los demás.

—Somos policías. No nos pagan para que nos preocupemos, nos pagan para que sepamos qué le pasó a su marido. —Alejo permaneció unos segundos en silencio. No sabía si enfadarse con su compañera por el tono ofensivo con el que le hablaba o si alegrarse de por fin escuchar varias frases seguidas saliendo de su boca. Optó por no hacer nada—. Dice que la niña es su hija. Se llama Nela, tiene diez años.

—La niña apareció el domingo por la mañana; al marido, lo encontramos el lunes. ¿Por qué no había denunciado su desaparición?

—Viven en Salamanca. Están aquí de vacaciones. El marido y la niña se iban a pasar un par de días a un camping.

—En el coche no había sacos de dormir, ni una tienda de campaña, ni siquiera una mochila con ropa: lo básico para...

—Lo sé —respondió Olivia interrumpiendo el discurso de su compañero—. He preferido no interrogarla ahora. Está muy afectada por la muerte del marido, no deja de llorar. No creo que pueda conseguir una respuesta lógica en este estado.

—¿Qué hacemos con la niña? —preguntó Alejo mirando la hora de nuevo. Si se daba prisa, podría llegar a casa a tiempo para acompañar a Julia al pediatra—. ¿La llevo a comisaría?

Antes de que Olivia respondiese, la trabajadora social intervino.

—La madre debe venir a buscarla y aportar el libro de familia para que se le haga entrega de la menor.

Contrariado, Alejo apretó el teléfono con la mano derecha.

—Ya lo has oído.

—Llegaremos en media hora, más o menos.

Sin esperar respuesta, la mujer interrumpió la comunicación.

—Voy a hablar con la pediatra de planta para que prepare los papeles del alta. Así, cuando llegue la madre, no tendrán que esperar. ¿Se queda aquí?

—Sí —afirmó Alejo con un suspiro. Sus planes de llegar pronto a casa se esfumaban.

Apenas habían transcurrido unos segundos de la marcha de la mujer cuando la puerta de la habitación volvió a abrirse.

—La comida —anunció una muchacha de brazos gruesos.

Con movimientos rápidos, la recién llegada colocó la bandeja sobre la mesa, la destapó y relató de carrerilla las delicias que contenía cada plato. Alejo observó a la niña durante todo el proceso. Su cuerpo inmóvil, la respiración pausada, la mirada concentrada en un mundo que solo ella apreciaba. Como una fiera salvaje a la espera de su presa.

Sin obtener respuesta, la mujer continuó el reparto por el resto de las habitaciones. Ni las palabras de la trabajadora del hospital ni las indicaciones de Alejo para que probase el pollo en salsa sirvieron para que la niña moviese las manos hacia la comida.

Incapaz de permanecer quieto y en silencio, Alejo recorría cada baldosa del cuarto consultando la hora en la pantalla del móvil. Con el cuerpo vuelto hacia el ventanal, el subinspector aprovechó la espera para contestar los más de veinte wasaps que le había enviado Julia.

Un leve destello reflejado en el cristal hizo que girase la mirada desde la pantalla del teléfono al reflejo de la ventana. La niña había alargado la mano para coger el trozo de pan de la bandeja. Sin volverse, para no molestarla, Alejo vio como ella se introducía un trozo pequeño en la boca y lo masticaba con rapidez, mientras escondía el resto en el bolsillo del chubasquero que llevaba puesto. La pequeña repitió el mismo gesto varias veces. Sus movimientos eran precisos. Medía cada mordisco como si no quisiese acabar la comida. El agua la ingirió de un solo trago. Cuando terminó, se limpió la boca con la parte frontal de la camiseta ignorando la servilleta. El subinspector continuó observando mientras simulaba estar concentrado en su teléfono.

Si la niña necesitaba intimidad para comer, él se la daría.

Veinte minutos más tarde, Olivia entraba en la habitación acompañada de la trabajadora social y de la madre de Nela.

Elena Velasco cruzó la puerta en último lugar. La piel enrojecida de la cara remarcaba las ojeras que envolvían unos ojos hinchados por el llanto. La mujer suplía su pequeña estatura —no llegaría al metro cincuenta y cinco— con unos tacones de más de ocho centímetros. La ropa, ajustada a su cuerpo menudo, elegida para resaltar unas formas bien definidas, lograba su objetivo. En las manos, adornadas con una cuidada manicura, lucía el anillo de boda.

El conjunto resultaba elegante, por eso Alejo se sorprendió al observar como la raíz de su pelo, teñido de un rubio oscuro, marcaba la necesidad de una visita a la peluquería. Su mujer nunca se hubiese ido de vacaciones sin retocar el color de su melena.

—Hemos pasado antes por el despacho para recoger la documentación y poder darle el alta a Nela —anunció la trabajadora social mientras acariciaba el pelo de la niña.

A varios pasos de distancia de su hija, Elena apretaba los puños mientras, en silencio, las lágrimas descendían por sus mejillas sin que la mujer las retirase.

Alejo y Olivia observaban la escena.

—¿Quiere que las acompañemos a algún sitio? —preguntó Alejo en un intento por finalizar el servicio y regresar a casa.

Sin dejar de llorar, Elena movió la cabeza de izquierda a derecha al tiempo que se acercaba a la niña y le sujetaba la mano. Al sentir la presión, la niña descendió de la cama y se situó al lado de la mujer.

—Gracias —murmuró Elena con voz ronca al recoger la documentación.

—Recuerde que tiene que traerla dentro de cinco