El secreto del cónclave - Carlo Adolfo Martigli - E-Book
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El secreto del cónclave E-Book

Carlo Adolfo Martigli

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Beschreibung

Roma, 1903: la calma de la dulce noche de verano se ve perturbada por un delito perpetrado en el lugar más inviolable, el Vaticano. Un guardia suizo ha sido hallado muerto junto a una criada. El viejo Papa tiene las manos atadas: una investigación oficial levantaría una polvareda y pondría en entredicho la credibilidad de la Iglesia. El padre eterno se encargará de castigar al culpable. Pero lo que León XIII desea impedir a toda costa es que, después de su muerte, la cátedra de san Pedro sea ocupada por alguien implicado en el crimen. Así, para resolver el misterio con la debida discreción, León XIII decide hacer uso de la experiencia de un joven médico vienés de quien se dice que ha elaborado teorías que revolucionarán para siempre el análisis de la mente humana: Sigmund Freud. Con su método psicoanalítico, Freud deberá sacar a la luz el secreto que se oculta en el corazón de uno de los cardenales destinados a convertirse en el próximo Papa. De la pluma de uno de los autores más importantes de novela histórica surge esta novela de ritmo rápido y apasionante, la primera investigación del doctor Sigmund Freud. "Intrigas y delitos en el Vaticano. Freud investiga por encargo del papa. El libro de Carlo A. Martigli es una ficción imbricada en un contexto histórico y simbólico riguroso. La trama se desarrolla en el terreno pantanoso del psicoanálisis. Una ficción nítida inmersa en un contexto histórico-simbólico riguroso ". Il Corriere della Sera. "Martigli es un narrador muy hábil cuando se trata de escribir novelas que mezclan la fantasía y los hechos reales, y El secreto del cónclave confirma su indudable talento. Además, podría ser solo el comienzo de un Freud detective de excepción". La Repubblica

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El secreto del Cónclave

Título original: La scelta di Sigmund

© 2016 Carlo A. Martigli

Publicado originalmente en Italy en 2016 por Mondadori Libri

Este libro ha sido publicado por acuerdo con Piergiorgio Nicolazzini Literary Agency (PNLA)

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del italiano, María Porras Sánchez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Lookatcia

Imagen de cubierta: Getty Images

 

ISBN: 978-84-9139-224-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Prefacio

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Personajes e intérpretes (en orden de aparición)

Agradecimientos

Cita

 

 

 

 

 

Un libro debe ser el hacha para romper el mar helado dentro de nosotros.

Franz Kafka

Prefacio

 

 

 

 

 

Sigmund Freud fue un gran apasionado de Roma y de su historia. En el verano de 1903 visitó la ciudad por segunda vez. Lo cierto es que no fue un viaje de placer y no tuvo mucho tiempo para divertirse. Sin embargo, esas pocas semanas dejaron en él una huella indeleble, y, además de permitirle profundizar en sus teorías, lo convencieron de que con las ciencias no solo vale el método científico. Cuando, a causa de ciertos acontecimientos, se vio obligado a decidir, dividido entre la razón y el sentimiento, optó por este último. Pero no se lo cuentes a nadie.

1

 

 

 

 

 

Roma, viernes 5 de junio de 1903

 

La chica se detuvo entre la primera y la segunda planta y entrecerró los ojos un instante. El mármol de los antiguos escalones le proporcionaba en los pies desnudos una sensación agradable de frescor y de limpieza. Como el vestido de lino que le había cosido su madre con retales sueltos de su ajuar que nunca había llegado a utilizar. Durante el breve trayecto que separaba Via del Falco del Vaticano, un ligero viento de poniente, que había atemperado los primeros calores de junio, se le había colado con malicia bajo la ropa interior nueva, a la moda francesa. Había visto en una revista que la prenda se llamaba frufrú, por el sonido del roce de la seda, y se había encaprichado con ella a toda costa, a pesar de que costaba doce liras. Aquella noche habría preferido no ponérsela, pero había hecho una excepción. No volvería a suceder.

Estuvo tentada de dejarse el olor a pescado para resultar más desagradable, pero al final cedió a los ruegos de su madre y se metió en la tina, donde ella la había frotado con energía y la había rociado con lavanda. Sus protestas todavía le resonaban en los oídos: que tener como protector a un hombre tan importante era una bendición del cielo y que quizá él, algún día, le encontraría un marido adecuado.

Miró por el ventanal: Roma parecía desierta, una ciudad muerta de no haber sido por alguna que otra luz aislada. La ciudad dormía, ignorante, sin imaginar que, tras los muros sagrados, en el centro de su corazón, el diablo se divertía fornicando.

Dio un pisotón en el suelo; su madre no podía o, mejor dicho, no quería comprender el alto precio que pagaba por las ventajas de las que gozaba toda la familia, por todo el pescado que compraban gracias a unos préstamos sin intereses que nunca devolverían.

Aunque las primeras veces las atenciones del cardenal la habían atemorizado, después comenzó a divertirle ejercer su poder como mujer contra el hombre, pero ya se había cansado del juego. No, para quitarse la ropa interior esa noche no le bastaría con verlo lamerle los pies de rodillas. No cedería a las promesas ni a las amenazas, no era la estúpida que él se pensaba. Lo haría solo por una joya, no un anillito como el que ya le había regalado, sino una de esas cruces que llevaba al cuello y besaba cada vez que se quitaba, antes de dejar a Cristo boca abajo sobre el cojín.

Se recolocó los senos bajo el vestido y subió otro tramo de escaleras. Uno más arriba, en la planta superior, descansaba ese hombrecito simpático, el papa León; en una ocasión le había tendido la mano enguantada para que se la besara e incluso le había acariciado la cabeza. Parecía un abuelo anciano, de esos que pesan menos que una pluma y son más buenos que el pan. Si hubiera sabido qué tramaban en la planta inferior sus nietos, como él los llamaba, no se habría limitado a acariciarles la mejilla, más bien les habría reprendido como es debido y no les habría otorgado su perdón a cambio de rezar un rosario.

Avanzó a ras de la pared, con los zuecos en la mano, hasta llegar a una puertecita a la que llamó con suavidad. Se mantuvo a la espera algunos segundos y volvió a llamar con más fuerza. Le entró ansiedad sin motivo y se dijo que eran tonterías suyas. Estaba en el palacio más seguro del mundo y le habría bastado con pronunciar en voz alta el nombre de su protector para que la guardia suiza acudiera a la carrera; ya la conocían, se hacían los dormidos cuando ella pasaba. Al tercer intento probó a bajar el picaporte y la puerta se abrió. La luna se filtraba por las ventanas y teñía las paredes de la habitación de una luz azulona. Apoyó los zuecos en el sofá de terciopelo rojo y se dirigió a la ventana que quedaba su izquierda, lejos del gran escritorio presidido por una pintura antigua, parecida a aquellas fotografías que había visto una vez en el mercado de Campo de’ Fiori, y que el vendedor le había mostrado a escondidas.

Una mujer desnuda rodeada de hombres que intentan tocarla. Se llamaba Susana y los viejos y, cuando le había pedido explicaciones al cardenal maliciosamente, él le había contado que se trataba de un episodio de la Biblia, la historia del chantaje de dos viejos a una joven esposa. Si Susana no se entregaba a ellos, la acusarían de adulterio y la lapidarían. Susana no cedió y por eso fue calumniada y condenada a muerte. Pero el joven profeta Daniel logró salvarla, descubrió el engaño y les dio su merecido a los dos viejos lascivos. Mira qué astutos, pensaba ella siempre, y quién sabe si Daniel habría existido de verdad. Fuera como fuera, el final feliz solo pertenecía a las fábulas.

Aunque hacía un tiempo había conocido a una especie de Daniel en la vida real. Todavía se trataba de un juego de miradas, alguna que otra palabra cuando lo veía pasar cargado de cuartos de buey a sus espaldas, intrigante, sonriente y pícaro. Su nombre era Rocco y sabía que había ido por ahí preguntando por ella, si tenía novio o si tenía pretendientes. Tres días antes su madre lo había echado de la pescadería y él se había marchado con una mueca burlona. Ella había respondido a su sonrisa desde detrás del mostrador agachando la cabeza y mirándolo de reojo. Quizá no fuera un buen partido, quizá debería esperar, pero ya tenía dieciséis años y la idea de casarse con un joven que la hiciera reír y la agarrase con la fuerza de un novillo la llenaba de felicidad.

El reloj de péndola sonó dos veces y la chica se sobresaltó. Un escalofrío le recorrió la espalda y se encogió, la sala parecía desierta, pero si no se equivocaba, la nota la invitaba a presentarse a las dos de la madrugada del 5 de junio. A menos que se refiriese al día anterior; en efecto, después de la medianoche técnicamente sería el día 6. De ser así, paciencia, mejor todavía. Esperaría unos minutos y se marcharía, quizá pudiera llamar al sótano de la carnicería, donde sabía que dormía su querido Daniel. Si la dejasen entrar, la noche tendría un final mucho mejor. En cualquier caso, su madre sabía que estaba con el cardenal y nunca volvía antes de las siete.

Exhaló con fuerza y se dirigió hacia la salida, pasando por detrás del respaldo de un sillón en el que, según le había dicho el cardenal, el papa se sentaba a menudo.

—¿Adónde vas, Rosa?

Una voz persuasiva la hizo sobresaltarse y se detuvo. Nunca le había gastado una broma así y no le gustaba ni un pelo.

—¿Monseñor? ¿Dónde estáis? —La voz le temblaba un poco, pero no quería mostrarle que se había asustado.

—Has pasado cerca. Ven, Rosa, no tengas miedo.

Dio la vuelta al sillón y lo vio sentado, con una sonrisilla en el rostro.

—Yo no tengo miedo de nada —le respondió plantándose delante de él con las piernas abiertas.

El cardenal levantó una mano y la movió un ápice, como si subrayara la tontería que la chica acababa de decir. Le gustaba aquel descaro, con tal de que no superara nunca los límites establecidos.

—Esta noche tengo una sorpresa para ti, pequeña mía, que creo que te resultará placentera, muy placentera.

Rosa clavó los ojos en la fastuosa cruz de oro que el cardenal llevaba al cuello y él se dio cuenta.

—Pequeña impertinente, pero ¿qué te has creído? ¿Que te iba a regalar esta imagen sagrada? Es un regalo del papa en persona y tú has osado pensar… Ah, debería darte una azotaina por esto.

La muchacha se ruborizó y bajó la cabeza, pero sin dejar de mirarlo. Quizá los cardenales estuvieran tan cerca de Dios que tenían el poder de leerte el pensamiento. Tanto daba, que se lo leyese, no volvería a contentarse con cualquier regalucho de unas míseras liras.

—No —continuó el cardenal—. La sorpresa es otra. Ven, Gustav, sal donde podamos verte.

Una mano descorrió una cortina y su dueño avanzó en la penumbra unos pasos, desnudo como Adán en tantas pinturas. Se cubría el miembro con las manos y caminaba con los hombros encogidos. En el momento en que cruzaron la mirada, él bajó la cabeza y se detuvo. Rosa retrocedió hasta toparse con el escritorio. El pecho, que en ese momento hubiera preferido tener menos generoso, le subía y le bajaba con la respiración. Más que sorpresa, en su interior se desató el miedo, como una serpiente que le atenazara el corazón con su cuerpo enrollado. Miró la puerta por donde había entrado y el instinto le dijo que huyera.

—¡Atrápala! —ordenó el cardenal.

Un instante después, dos brazos robustos la habían inmovilizado por detrás, mientras una mano le tapaba la boca impidiéndole gritar. El cardenal se levantó, se le aproximó y le apretó el mentón con la mano.

—Rosa, pequeña Rosa, no debes temer. ¿Acaso te he hecho daño alguna vez? No, solo te he dado cosas buenas, a ti y a tu familia. Verás, esta noche estoy cansado, muy cansado. He tenido que recibir a diplomáticos de dos estados, y uno quería lo contrario que el otro. ¿Entiendes mi responsabilidad? No. —Le sonrió y se alejó de ella—. Tú no lo puedes entender. Eres demasiado ignorante. Sin embargo —dijo levantando los brazos—, por lo menos entiendes que un hombre de mi posición tiene derecho a concederse alguna distracción que lo saque de este valle de lágrimas y le regale algún momento de alegría. Este muchacho, que está a mi servicio, hará que los dos nos divirtamos. Es como si dijéramos que no puedo celebrar misa, aunque sí puedo asistiros. Mi deseo es que copuléis, ya sea como dos amantes o como dos perros, como os plazca. Mira lo fuerte que es él, seguro que ardes en deseos de que te penetre. Yo —susurró— os observaré con la benevolencia que un padre les reserva a sus hijos. Espero que no me niegues este pequeño placer.

La chica trató de morder la mano que le tapaba la boca, aunque solo consiguió que la sensación de ahogo fuera mayor. Pero sí se dio cuenta de que el hombre que la tenía atrapada temblaba más aún que ella. Por eso intentó volverse para mirarlo a los ojos, para implorarle ayuda, pero él continuaba con la cabeza gacha y los ojos cerrados. No le fue difícil recurrir al llanto. Entonces el cardenal se le acercó. Ella sintió su aliento en la nariz y notó aún más fuerte esa sensación de ahogo que la aterrorizaba más que ninguna otra cosa.

—Si me prometes no gritar, le diré que te deje respirar. —Le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el hombre le destapó la boca.

—Os lo ruego, monseñor, dejadme marchar, mi madre me espera.

—Eminencia, hija mía, eminencia. Monseñor es para los obispos. ¿Ves el forro de mi hábito? No es rosa, como el del obispo, sino coral. Un nombre de lo más divertido para un color, ¿verdad?

—Sí, eminencia, pero os ruego…

—No, no, ¡cómo es posible que seas tan ignorante! No se le ruega a un cardenal, se ruega a Dios, y la gracia la otorga Él, a través de María la Virgen. Pero tú ya no eres virgen, ¿a que no? Venga, a lo tuyo, estoy comenzando a impacientarme.

No le habría servido de nada gritar, Rosa estaba segura de que la habrían amordazado y tomado por la fuerza. Pero, de ceder, ni hablar. No le daría esa satisfacción al muy cerdo. Hizo un esfuerzo por mostrarse complaciente y se preparó. Cuando el joven guardia soltó a su presa y, casi con delicadeza, comenzó a abrirle el vestido por la espalda, le plantó un codazo en el estómago y echó a correr.

El nombre de Gustav salió como un rugido de la boca del cardenal. Rosa sintió los pasos del guardia detrás de ella, pero ya había llegado a la puerta. El tiempo que perdió en abrirla fue fatal, y en la refriega ambos terminaron en el pasillo tirados por el suelo. Él tardó un segundo en doblarle el brazo detrás de la espalda y volver a inmovilizarla. Con la cara pegada al suelo, vio los zapatos relucientes del cardenal que se aproximaban y se detenían a unos centímetros de su nariz: el olor a grasa de foca le dio arcadas.

—Lámelos —le ordenó el prelado—, lámelos y pide perdón.

Rosa le escupió en los zapatos y comenzó a llorar: eran lágrimas de rabia y de miedo. Un instante después, una patada en la barriga le causó el dolor más grande que había sentido en su vida, tan agudo que la mente se negó a combatirlo. Comenzó a desvanecerse.

—Eminencia, así no, por favor. Podríais matarla.

—Cállate, idiota, o te mando de vuelta a ordeñar vacas.

—No está bien, quizá fuera mejor llevarla a la enfermería.

—No la lleves a ningún sitio, métela dentro y haz lo que debas hacer. Estoy seguro de que ahora no se opondrá.

—Pero no se encuentra bien, apenas respira, podría ahogarse.

—¿Quién sabe cuándo nos llegará nuestra última hora? —El cardenal sonrió—. Piensa en Maria Goretti, que fue asesinada el año pasado por un loco que quería violarla. Antes o después la canonizaremos, quizá Rosa también sea santa algún día. Ahora basta, obedece o llamo a los guardias y les cuento que os he sorprendido fornicando y que tú me has agredido.

Gustav lo miró con cara inexpresiva. Supo que aquel era un callejón sin salida, una Sackgasse. Cuando el oso elige una oveja del rebaño es inútil oponerse, le decía su madre, déjalo en paz y ocúpate de poner a salvo a las demás. Pero cuando es el pastor del rebaño quien azuza los perros contra las ovejas, quiere decir que está loco y que antes o después también matará al animal más fiel. Cogió en brazos a la chica, que parecía que ya no respiraba y se dirigió al estudio. Una vez dentro, en lugar de obedecer echó a correr en dirección a la ventana, la rompió y, pidiendo perdón a su madre, se arrojó al vacío.

El ruido de los cristales rotos fastidió al cardenal, que poco después se asomó con prudencia por la ventana, para asegurarse. Bajo los dos cuerpos se extendía una mancha oscura, el adoquinado no los había perdonado desde aquella altura. En caso de que hubieran sobrevivido, él tampoco lo habría hecho.

2

 

 

 

 

 

Viena, 20 días después

 

En su estudio ubicado en la entreplanta del número 19 de la Berggasse, Sigmund Freud continuaba manoseando la carta que acababa de recibir, junto con algunos odiosos avisos de impago. Cuando había visto el sobre con las llaves de san Pedro había sonreído pensando en sus amigos del B’nai B’rith de Viena. Solo el espíritu cáustico de un masón judío podría concebir tal broma. En realidad, la historia parecía cuanto menos verosímil, incluido el talón adjunto de trescientas liras para cubrir los gastos que supondría su viaje a Roma.

El hecho extraordinario era que la carta de invitación fuera de puño y letra del papa León XIII. Una letra diminuta, ligeramente temblorosa a causa de la avanzada edad, pero esos espacios entre las palabras indicaban un carácter fuerte y una voluntad férrea. Por otra parte, cabía la posibilidad, aunque no era del todo probable, de que el papa quisiera recurrir a él. Sus tesis le habían procurado tanto críticas como alabanzas de la más diversa procedencia, y su fama ya había cruzado los Alpes, hacia el norte y hacia el sur. Estuvo tentado de telefonear a Roma para pedir confirmación, pero el papa le rogaba máxima discreción y por eso decidió optar por un telegrama.

—Voy a salir, Minna —le dijo a su cuñada, que hacía las veces de secretaria entre otras cosas—. No volveré tarde.

Dejó en el cenicero un Trabucco aún encendido, para volver a encontrarse cuando regresara de la oficina de correos con aquel perfume dulce y acre que el puro italiano emanaría hasta que se consumiera. Y, para celebrar la novedad, se permitió el lujo de sacar un exclusivo Don Pedro del humidificador de cedro que había encontrado su sitio en la estantería entre la Fenomenología del espíritu, de Hegel y la Crítica de la razón práctica, de Kant. Preferido entre los preferidos.

 

 

En junio, el olor de los tilos y los trinos de las golondrinas convertían el cielo de Viena en uno de los más hermosos de Europa. Seguramente fuera el que más le gustaba. Cogió una flor de un ramo y apreció la consistencia aterciopelada. Se la llevó a la nariz e inspiró profundamente con los ojos cerrados. Habría definido el olor como intenso y ligero, parecido al del aceite de coco, pero también reconoció un innegable regusto a esperma. El aire era penetrante y quizá por eso los hombres y las mujeres parecían más vivos, caminaban a toda prisa, intercambiaban saludos y sonrisas, como si todos tuvieran que regresar a casa corriendo para satisfacer por fin su instinto primario de apareamiento.

En este mundo no existía una pulsión más fuerte que la libido, ahora no solo estaba convencido, lo había convertido en un dogma. No, se corrigió mentalmente, en una filosofía, más que una simple investigación médica. El tacto y el olor eran los sentidos que más habían sufrido en el transcurso de la evolución, sostenía con agudeza el señor Darwin, pues al hombre primitivo le eran más necesarios para mejorar su destreza manual y evitar los peligros. La civilización moderna había domesticado el uso: una verdadera lástima, porque las sensaciones que estos órganos procuraban agitaban algo en nuestro interior, quizá despertaban la parte más animal del hombre, la más escondida y, por tanto, también la más auténtica.

—¿Desea enviar un telegrama? —le preguntó el empleado cortésmente, que se había cubierto la nariz con un pañuelo para evitar el humo del puro.

Freud no respondió y continuó acariciándose la barba, sin saber qué texto debía escribir. Presionado por las personas que guardaban fila detrás de él rascándose el cuello, se llevó la mano izquierda al bombín y regresó sobre sus pasos. Al salir de la oficina, se dirigió hacia el canal del Danubio y se detuvo sobre el parapeto para observar algunas barcazas que descargaban sus mercancías. Anchoas saladas, con ese olor penetrante e inconfundible, un bocado delicioso, aunque desaconsejable para la cena, a menos que uno se aprovisionase de un gran vaso de agua en la mesilla de noche.

Miró a su alrededor, en dirección a los jardines que se extendían más allá del canal. Si de verdad fuera el papa quien recurría a él, lo habría descubierto fácilmente al cobrar el talón en el banco. El dinero no miente. En tal caso, un telegrama sería del todo superfluo, y además habría invalidado la confianza y la discreción que exhibía la misiva. Aunque no se especificaba el motivo por las mismas razones, seguro que se trataba de un discreto encargo profesional, que no estaba obligado a aceptar antes de valorarlo bien.

Independientemente de cómo fueran las cosas, pasar unos días en Roma lo entusiasmaba. Dos años antes, su visita había sido demasiado apresurada y plagada de compromisos, y no había tenido oportunidad de degustar a fondo sus maravillas.

El corazón se le aceleró: la ciudad caput mundi siempre le había producido una neurosis casi obsesiva, desde los tiempos en los que se sentaba en el pupitre de secundaria. A diferencia de los demás estudiantes, sentía una suerte de veneración por el héroe semita Aníbal, con el que a menudo se sentía identificado. Como si, por una parte, desease poseer Roma y sus secretos milenarios y, al mismo tiempo, desease su destrucción. Quizá pudiera decirse lo mismo de aquella invitación, que le provocaba sentimientos encontrados, de prudencia y de excitación.

Eso sin contar con que le vendría estupendamente alejarse un tiempo de los problemas del hogar. Había conseguido abrir la consulta en el piso de abajo y, aunque su bendita esposa intentaba mantener a los hijos bajo control y él mismo no podía pasar sin estar cerca de ellos, lo cierto es que este deseo interfería con sus estudios a menudo. Eran dos impulsos emotivos de naturaleza opuesta: un día de estos, sonrió, debería encontrar a alguna persona, alguien que no fuera él, que indagase hasta el fondo de su psique. Quizá así lograra comprender qué le había impulsado a iniciar una relación con su cuñada Minna.

—Doctor Freud, este depósito es un verdadero honor para nosotros.

El director del Raiffeisen Bank había pronunciado su veredicto, confirmando la validez del talón sagrado con el membrete de la Santa Sede. El aluvión de cumplidos continuó hasta tal punto que el hombre llegó a decir que la cátedra universitaria que el doctor había obtenido hacía poco era solo un pequeño indicio, un mero símbolo del reconocimiento internacional que se merecía.

Freud masculló un agradecimiento y se encendió otro Trabucco, imposible insistir con la colilla del Don Pedro. El director tosió y él no esperó a que se despidiese para marcharse a toda prisa.

Los problemas que tendría que afrontar no parecían insuperables, sus amables colegas Adler y Federn se encargarían de su consulta durante su ausencia, mientras que a Martha le prometería unas vacaciones en Bad Reichenhall con los niños en cuanto volviese. La suerte estaba echada, conseguiría satisfacer su curiosidad y, si el destino lo quería, puede que pronto el papa figurara en su cartera de clientes; como mínimo le solicitaría un reconocimiento oficial de mérito, algo de gran utilidad para un judío en la catoliquísima Viena.

 

 

La mañana del 27, Sigmund Freud apagó el despertador al primer timbrazo para evitar que su mujer se despertase. No le gustaban las despedidas lacrimógenas, aunque le agradaba el hecho de que su presencia fuera tan grata y, en consecuencia, su partida tan amarga. Sin levantarse de la cama anotó en un cuaderno las características más destacables y los detalles de su sueño rápidamente, una costumbre que formaba parte de su rutina desde hacía años.

Aquella noche había discutido con su hija Mathilde: se lamentaba ante él de ser tan fea y de la dificultad que esto suponía para casarse. En su sueño, su hija se le había aparecido más hermosa de lo que en realidad era, quizá a causa de aquel ligero prognatismo de origen incierto que a él tanto le intrigaba. Ninguno de sus parientes cercanos ni los de su mujer eran portadores de ese rasgo. Mientras la observaba y escuchaba sus penas, se había sentido atraído carnalmente por ella y se había despertado a causa del ansia y la vergüenza.

En el tren tendría tiempo de analizar el sueño, se sentía afortunado por no tener que compartirlo con nadie, ni el sueño ni el viaje. Inútil achacarlo a la cantidad de buey hervido con rábano y al exquisito Kaiserschmarren recubierto de azúcar y condimentado con mermelada de arándanos. Martha sostenía que era un remedio extraordinario contra el aliento de fumador y ya se había convertido en un dulce tradicional en su casa. No, aquel sueño tenía un significado preciso, aunque deformado en su representación, ya que el incesto ocupaba el último lugar en sus pensamientos. Sin embargo, era de origen sexual y manifestaba, como todos los demás sueños, la exigencia de apagar algún deseo reprimido. A él le correspondía descubrir cuál.

Colocó la maleta en un pequeño landó que esperaba en el cruce con Porzellangasse y pasó la mañana entre las consultas de sus amigos Adler y Federn, el banco y la oficina de correos, desde donde envió dos telegramas. Uno al hotel Quirinal de Roma y otro al Vaticano, a la atención de su santidad León XIII, una simple confirmación de que llegaría al día siguiente.

 

 

El tren partió con puntualidad a las 14 horas de la estación de Westbahnhof y a las 17 horas y 42 minutos del día siguiente, con dos minutos de retraso sobre el horario previsto, Sigmund Freud pisó finalmente el andén de la estación central de Roma.

Tras atravesar el amplio atrio abovedado, se encontró delante de un esbelto obelisco coronado por una estrella de cinco puntas que relucía bajo el sol. No podía haber esperado mejor recibimiento: el pentáculo del gran arquitecto del universo, el Dios de todos, casi como si la ciudad del papa se hubiera convertido en una inmensa logia masónica que acogiese calurosamente a su hermano ateo y judío en su seno.

Al este, el cielo estaba cubierto de nubes perladas que indicaban un aguacero reciente y el aire era fresco y limpio, a pesar del olor penetrante de los excrementos de los numerosos carruajes que esperaban a los viajeros. Después de ordenar al cochero que lo condujera al cercano hotel Quirinal, puso a prueba su italiano de inmediato y desgranó una serie de impresiones sobre las ruinas imperiales de Roma, la belleza de la ciudad y el carácter de sus habitantes. El cochero aprovechó la oportunidad para deambular sin rumbo durante media hora entre iglesias y monumentos antes de depositarlo ante el hotel, después de haberle sacado una propia generosa y uno de sus puros preferidos.

Tan pronto entró en el vestíbulo, un sacerdote joven con el rostro colorado y tocado con un sombrero de teja negro se detuvo ante él.

—Doctor Freud, supongo.

El otro lo miró sorprendido, pero se apresuró a descubrirse sin sacarse el puro de la boca.

—El mismo —respondió—, tengo una reserva…

—No se preocupe, ya está todo solucionado con la dirección. Venga, el coche está fuera. Su santidad lo espera. Se alojará en el Vaticano, seguramente allí estará más cómodo.

Subieron juntos al asiento trasero de un automóvil con la marca Darracq bien visible sobre el radiador. Un toldillo, más apropiado para una embarcación, los protegía del sol, mientras el chófer recorría con prudencia una serie de callejuelas haciendo sonar el claxon cada vez que doblaba una esquina. Pasaron frente a Castel Sant’Angelo. Tras una última curva, el coche se detuvo delante de un puesto de control. Al ver la bandera papal, los militares italianos levantaron la barrera de inmediato.

—Casi hemos llegado —dijo el sacerdote—. Desde este momento es usted huésped de la Santa Sede.

Poco después, la columnata de Bernini envolvió el coche en un abrazo sofocante y Freud tuvo la desagradable sensación de encontrarse prisionero.

3

 

 

 

 

 

El coche giró con brusquedad hacia la izquierda y desembocó en una calleja lateral antes de detenerse ante un portal grande custodiado por dos guardias suizos. Mientras les abrían, Freud notó que llevaban un brazalete negro en el brazo.

—Esta puerta está dedicada a los protomártires romanos —le dijo su acompañante—. El primero fue san Esteban, pero entre los más importantes se cuenta Bonifacio obispo, apóstol de Alemania —añadió con una sonrisa.

—Yo soy austríaco, padre —repuso Freud mirando hacia delante.

—No soy padre —se escudó el otro—. Aún soy novicio, se puede dirigir a mí como Angelo sin más. Mi apellido es Roncalli y tengo la suerte de gozar de la confianza del santo padre. En lo que respecta a Bonifacio, tiene razón, le pido disculpas. La verdad es que todo lo que existe fuera de estos muros a veces me resulta confuso.

Pasaron a ras de un par de capillas y rodearon la parte trasera de la maciza basílica de San Pedro. Freud se agarraba con fuerza a los asideros del coche, pero cuando la ceniza del puro le cayó en los pantalones se la sacudió con rapidez, no sin riesgo de caerse del coche. Parecía que el chófer intentara confundirlo aposta, zigzagueando entre arbustos, árboles, fuentes y otras capillas, hasta situarse velozmente a un lado del Palacio Apostólico, en la zona de los museos, en el lado contrario al que habían entrado. Pasaron bajo un arco y, tras girar a la izquierda, llegaron a un jardín después de una última curva desde donde se veía el Palacio Apostólico.

—Atención —dijo Angelo Roncalli, y extendió la mano derecha a la altura del pecho de Freud un instante antes de que el chófer, después de girar de nuevo, frenase bruscamente sobre la grava.

—Hemos llegado, nuestro fiel Augusto le enseñará sus aposentos, espero que sean de su agrado. Yo voy a avisar a su santidad. —Se estiró la sotana y puso pies en polvorosa en dirección a la que parecía la entrada principal.

Augusto debía haber hecho voto de silencio porque, después de coger la maleta, le hizo un gesto para que lo siguiera por un portillo lateral que daba directamente a una escalera estrecha. Después de dos tramos, siempre en el más completo silencio, desembocaron en un pasillo. En uno de los lados había varias puertas dobles de madera oscura. Augusto abrió una de ellas y, después de hacerle un gesto a Freud para que entrase, la cerró tras de sí, dejándolo a solas.

Freud alzó los ojos al techo, que se alzaba por encima de él cinco metros por lo menos, sostenido por unos robustos travesaños de madera que resaltaban sobre el blanco del enlucido. Después echó un vistazo a su alrededor: comparado con la habitación individual que había reservado en el hotel Quirinal, el espacio no escaseaba precisamente. A pesar de haber una cama francesa, un sofá, dos sillones, un armario y un escritorio con una silla con reposabrazos colocada en un ángulo junto a la ventana, la habitación era tan grande que parecía vacía.

Dejó la maleta sobre la cama y abrió las ventanas. Una acumulación de aromas resinosos le llegó desde los jardines; para enmascararlos sacó del bolsillo de la chaqueta su último Liliputano, un puro pequeño y caro, y lo encendió. Al día siguiente tenía que preguntarle a Angelo Roncalli dónde había un estanco bien surtido en los alrededores.

Estaba a punto de cerrar la ventana cuando, sobre un pino secular, se posó una bandada de estorninos, atraídos por la proliferación de insectos al caer el sol. La bandada ya se compactaba, ya se desperdigaba, asumiendo las formas más diversas y comportándose como un solo ser. Era extraño, pero sucedía lo mismo en los sueños, en ellos todos los detalles, incluso los más distantes en apariencia, formaban siempre parte de un único dibujo. Cuál era, eso quedaba por descubrir. Como en el caso de su sueño incestuoso: a pesar del largo viaje en tren, todavía no había sido capaz de desmontarlo con un resultado satisfactorio. Parecía que la bandada de estorninos había volado aposta para recordarle su falta.

Demasiado cansado para retomar el hilo de aquel análisis, se apresuró a darse un baño caliente después de haber descubierto complacido la presencia de un bidé en el espacioso baño. Acababa de colocar las dos camisas de muda en la cajonera del armario cuando oyó que llamaban a la puerta. Angelo Roncalli lo saludó con simpatía.

—Espero que la habitación sea de su agrado, doctor Freud, significa mucho para su santidad.

—Dele las gracias de mi parte; sí, es un alojamiento espléndido. No obstante, me gustaría preguntarle al pontífice…

—Podrá hacerlo usted mismo, tengo el placer de pedirle que cene con él, si no está demasiado cansado. Vendré a buscarlo en media hora.

 

 

Algo más tarde, mientras seguía al novicio, Freud se fijó en la tonsura, que tan poco encajaba con la forma de aquella cabeza. Quizá les sentara bien a los cráneos redondos, pero en uno cuadrado parecía un intento de esconder una calvicie incipiente. Aquel hombre joven, de labios carnosos y tez rosácea salpicada de manchas púrpuras, podía definirse, según los estudios de Cesare Lombroso, como un sujeto con una sensualidad marcada y tendencias criminales de índole sexual. En lugar de eso, Freud habría apostado que del análisis de sus sueños se desprendería una personalidad sencilla y pacífica, como demostraba su manera de caminar, erguida sin ser soberbia. Pero la realidad era que no lo habían llamado, o quizá sería más correcto decir convocado, para psicoanalizar a Roncalli.

Volvió a picarle la curiosidad sobre el verdadero motivo de aquella invitación, expresada en términos muy generales. Desde el primer momento, la hipótesis más plausible que se planteaba era la oferta de una cátedra, o quizá solo de un curso monográfico, en la Pontificia Universidad Gregoriana, a la que el papa había devuelto el esplendor hacía poco. No le habría desagradado, sobre todo considerando que la cátedra que había obtenido el año anterior en la universidad de Viena no era remunerada. Esta suposición se topaba con un obstáculo aparentemente insalvable: su ascendencia judía, de la que el papa debía estar al corriente. No obstante, en aquel periodo, las luchas en el Vaticano entre la facción alemana y la francesa podrían haber dado lugar a que la elección recayese en un médico austríaco como él, a pesar del obstáculo de la raza, por una cuestión de equilibrio político, por así decirlo. En unos momentos saldría de dudas.

Angelo Roncalli lo precedió por cuatro tramos largos de escaleras y se detuvo ante una puerta decorada con algunas escenas extraídas del Antiguo Testamento. Después de unir las manos, se giró hacia el doctor Freud.

—Hemos llegado. Le pido disculpas, pero debo hacerle un ruego. La salud de su santidad es frágil, no sería oportuno fumar en su presencia.

Freud suspiró y buscó con la mirada, en vano, un cenicero donde apagar el puro.

—Déjemelo a mí —le dijo Roncalli.

Pasado un primer instante de duda, posó delicadamente el sutil Trabucco en la mano derecha del novicio, con la esperanza de que no se desaprovechara del todo. Por cómo miró Roncalli el cigarro, lo olisqueó y sonrió, tuvo la certeza de que no sería así.

Los dos batientes de la puerta se abrieron y un criado con librea verde y oro se hizo a un lado para dejar paso al doctor Sigmund Freud, como había sido anunciado.

León XIII se sentaba en un rincón, con los brazos escuálidos apoyados sobre un mantel blanco. Al verlo entrar le hizo un gesto con la mano, como se hace con los niños, para invitarlo a acercarse. Freud se maldijo por no haber pensado antes cuál era el tratamiento más adecuado que un huésped judío tenía que utilizar en un encuentro privado con el papa. El beso en el anillo podría parecer pura adulación, pero si se limitaba a estrecharle la mano se arriesgaba a parecer grosero. Probó con una ligera inclinación acompañada de una sonrisa contenida, como señal de deferencia y respeto, pero también de cordialidad sana.

Cuando estuvo cerca, ya no era cuestión de arrodillarse, pero si le hubiera tendido el anillo del Pescador para que se lo besara no habría tenido escapatoria. En ese caso no sabía si hubiera sido más oportuno hacer como que no había pasado nada o llevarse la mano a los labios, si bien a una cierta distancia. Cuando llegó a la mesa, fue el papa el que lo sacó de su embarazo tomándolo de la mano y estrechándosela entre las suyas.

—Oh, doctor Freud, no imagina cuánto me alegro de conocerlo.

Sorprendía una voz tan masculina en un hombre de más de noventa años, con el rostro afilado y los labios finos que se replegaban en una sonrisita irónica. Evidentemente, sus cuerdas vocales aún no habían sufrido los achaques de la edad, que se había cebado con el cuerpo dándole la apariencia de un efebo viejo. Con el paso de los años y la pérdida de la libido, los cuerpos masculinos y femeninos tienden a volverse parecidos, a pesar de que las características sexuales, en su momento, los hacían bien distintos.

El movimiento rápido de los ojos denotaba sin embargo un espíritu combativo y una mente ágil.

—Para mí es un honor —respondió Freud, mientras el criado de la librea le acercaba la silla, casi obligándolo a sentarse.

—No conozco sus gustos —continuó el papa— y tampoco quiero obligarlo a comer lo mismo que yo: un caldo de capón y dos filetitos de pollo. Qué quiere que haga, los médicos tienen que fingir que se ocupan de mi salud para lo poco que me queda.

Se rio quedamente y apoyó la mano derecha sobre la de Freud.

—Creo que una sana pasta italiana con tomate siempre se agradece y, de segundo, acompañado de la ensalada de nuestras hortalizas, un homenaje a su tierra. Costillas a la vienesa, fritas con aceite de nuestros olivos de Umbría. Bueno, hubo un tiempo en que eran nuestros, ahora ya no, ahora pertenecen a los Saboya —suspiró—. Créame que notará la diferencia.

Completaron la cena en silencio, también porque el papa comía con apetito y deprisa, lo que obligó a Freud a imitarlo. De vez en cuando, León XIII arqueaba la ceja y señalaba con el cuchillo el plato de su huésped, como si quisiera alentarlo.

Cuando se levantó, Freud lo imitó, pero el papa levantó un brazo mientras se apoyaba en el bastón con el otro.

—Voy a sentarme en el diván, en la habitación contigua, tengo que leer un par de cartas. El tiempo justo para que usted se fume uno de sus puros. Pero —le advirtió con el dedo— no me haga esperar demasiado.

En esta ocasión Freud se inclinó con un sincero respeto. Un papa que comprendía las exigencias de un fumador no solo merecía toda su estima, sino que justificaba el papel de pastor de un rebaño tan inmenso de almas.

Cuando el hábito blanco desapareció detrás de una puerta, el paje abrió la ventana. Freud se apoyó en la baranda y dejó vagar la mirada por las antorchas que iluminaban con sabiduría el perfil de Castel Sant’Angelo, y que se reflejaban alumbrando trechos de las aguas tranquilas de Tíber que discurría a sus pies.

El sabor suave del Reina Cubana se desperdigaba por el paladar en armonía con los residuos del fuerte Falletti, el vino tinto piamontés, que todavía conservaba la lengua. El papa de los vinos, más que el rey de los vinos, había bromeado un poco antes León XII refiriéndose al tinto. La lucha agradable entre el placer de terminar el cigarro y el deber y la curiosidad de hablar con el papa concluyó rápidamente. El cortapuros cumplió su cometido y Freud se guardó en el bolsillo la mitad del Reina. Después de olerse el aliento, le hizo un gesto al sirviente: estaba listo para reunirse con el papa.

4

 

 

 

 

 

León XIII estaba sentado en un diván rococó dorado en forma de judía para favorecer la conversación. Freud sonrió ante su invitación y se acomodó al borde del asiento. El papa callaba y ciertamente no le correspondía a él comenzar a hablar, en esto Martha, su mujer, habría estado completamente de acuerdo. Se arrepintió de no haber apagado el Reina Cubana, ahora el olor le salía del bolsillo y sometía su educación, más que su fuerza de voluntad, a una prueba muy dura. Quizá, sin llegar a encenderlo, podría haberlo sostenido entre los dientes. De esa manera, habría tenido una distracción para la boca.

—¿La cena ha sido de su agrado?

El timbre, casi de barítono, continuaba sonándole desafinado, pero aquella era la verdadera voz del papa.

—Gracias, santidad, todo estaba exquisito.

Pasaron unos cuantos minutos más interminables antes de que su huésped volviera a dirigirse a él. Para entonces, Freud se sabía todos y cada uno de los detalles del suelo a su alrededor.

—¿Qué le parece el clima romano?

—Fascinante. —Fue la primera palabra que se le escapó de la boca. Quizá su mente vagaba por otros derroteros—. Ni frío ni calor —corrigió la expresión—. Verdaderamente ideal.

Tuvo la tentación de consultar el reloj para cronometrar cuánto tiempo pasaría hasta la siguiente pregunta inútil sobre el tiempo, el clima o los usos y costumbres de los romanos.

—Habla usted muy bien italiano —continuó el papa después de un suspiro largo—. Y sé que también maneja el francés y el inglés.

—Es muy amable por vuestra parte. —Tratarle de vos le parecía más apropiado—. Y me halaga que estéis tan informado sobre mis modestas aptitudes.

Por fin el discurso se iba encaminando hacia sus competencias, a pesar de que había comenzado muy lejos.

—Os debo confesar —se habría mordido la lengua por haber usado esa palabra frente al papa. Seguro que Martha lo habría reprendido— que le tengo cierta aversión al inglés, que…

—¿Cree usted en Dios, doctor Freud?

La simpatía de los encuentros con aquel hombre casi antiguo se desvaneció de un plumazo bajo el peso de aquella frase. Ahí estaba el golpe a traición, con el que quizá quisiera hacer un trueque: su agnosticismo por una profesión de fe. O, peor aún, convertirlo a la Iglesia católica, a cambio de quién sabe qué honor o remuneración. Habría salido en todos los periódicos y seguramente la contrapartida fuera interesante, pero no habría cedido nunca. Típico de siglos de intrigas, típico de los papas: a todos les unía el absoluto desprecio por la dignidad de aquellos a los que consideraban sus hijos. La esperanza de un puesto en la Universidad Pontificia ya se había desvanecido y más valía ya reafirmar la supremacía de la razón.

—El guepardo, con sus garras afiladas y su velocidad, parece haber sido creado con el propósito de matar a las gacelas. —Freud se había levantado para darle mayor ímpetu a sus palabras—. Pero, visto de otra manera, ellas, tan veloces y tan ágiles, parecen haber nacido para dejar morir de hambre a los guepardos. Entonces, me pregunto si existen dos divinidades enfrentadas entre sí o una sola, con instintos sádicos, que se divierte jugando con el pellejo de las criaturas. Lo digo por decir, sin intención alguna de blasfemar, y son dos hipótesis que descarto por igual. En esta total incertidumbre, no me queda otra que buscar la verdad, si es que existe una sola, en lo más profundo de mi mente, mediante el intelecto.

Había expuesto vagamente sus declaraciones de ausencia de fe en un designio divino, pero, sin ser maleducado, no podría haber sido más claro. Eso era lo que esperaba al menos. Se volvió a sentar en el diván, aunque preparado para levantarse si lo mandaban a la calle, abrumado ante la idea de que su mujer le habría echado en cara durante toda la vida aquella oportunidad perdida, por no haber sido un poco más diplomático, un poco más posibilista.

Pero, cuando se encontró con la mirada sonriente de León XIII, se quedó tan sorprendido que se apoyó en el respaldo. Después, cuando el papa comenzó a hacer palmas con rapidez, como un niño al que le hubieran enseñado una caja de bombones, pensó por un momento que sus palabras habían sido malinterpretadas. A veces le sucedía lo mismo con algunos de sus pacientes, que querían oír a toda costa solo lo que les gustaba.

—Si es exactamente lo que sostiene el filósofo Demócrito —exclamó el papa, feliz—. Era uno de mis favoritos en el colegio, sobre todo cuando decía que no conocemos nada verdadero, porque la verdad está en lo más hondo. Y su método de investigación, el psicoanálisis, si lo he entendido bien, apunta exactamente en la mismísima dirección. Ah, querido doctor, no sabe lo feliz que me ha hecho, y en los tiempos que corren y a mi edad, no es nada sencillo. Qué lástima que no haya estado presente el joven Roncalli. Es un muchacho muy despierto, tiene mucha fe y, sobre todo, es honesto. Un don muy escaso, y no solo entre estos muros. ¿Sabe qué? —Se le acercó y bajó la voz—. Quiero contarle una confidencia. Es uno que dialoga más con Jesucristo que con Dios. Creo que usted ya me entiende.

Se colocó el índice delante de la nariz y encogió los hombros enjutos, como si quisiera subrayar que le había hecho una confidencia. Después se frotó las manos.

—Para mí es suficiente —prosiguió el papa—. He tenido todas las confirmaciones que deseaba. Y, entre nosotros, le diré que tampoco es que crea mucho en la infalibilidad de mis decisiones, a diferencia de mi predecesor, que hizo de ellas un dogma de fe. En mi opinión, el Espíritu Santo tiene otras cosas en las que pensar en vez de estar pendiente de los desvaríos de un pobre viejo cualquiera. Ánimo, que ya llegamos a la cuestión. Lo único que le ruego es que guarde todo lo que le cuente en el más absoluto secreto. Por otra parte, es lo que contempla el juramento hipocrático, ¿no es cierto?

Así, comenzó a relatar una historia acaecida unas semanas antes en el interior de aquel mismo palacio. Una chica había muerto a manos de un miembro de la guardia suiza y se habían hallado los cadáveres de ambos tras haberse precipitado desde el tercer piso. Aquí se detuvo, a la espera de un comentario de su huésped. El cual, por mucho que se esforzaba, no lograba hallar en aquel episodio ninguna conexión con su profesión.

De todas maneras, Freud intentó asumir una expresión contrita. Sin embargo, como el papa continuaba en silencio, probó a soslayar el tema, una técnica que normalmente inducía al interlocutor a aclararse.

—Santidad, comprendo bien vuestro desconcierto —dijo—. Pero no sé si con mis conocimientos soy la persona adecuada para eliminar un trauma así.

—¡Oh, oh! —León parecía genuinamente divertido—. No me malinterprete. Me duele lo sucedido, pero he superado numerosas adversidades y esta también la superaré. No soy yo quien necesita de sus servicios.

—Os pido disculpas, pero no os entiendo en absoluto.

—Trataré de explicarme, y tenga paciencia y escúcheme bien. Quiero, o querría, si lo prefiere, que someta a algunas personas a su método de análisis, a algunos prelados, altos prelados. Y no porque crea que estén traumatizados, sino porque quiero quitarme un peso de encima. Quiero estar seguro de que ninguno de ellos está involucrado en esta historia.

Freud se llevó ambas manos a la cara para frotarse la barba, pero las retiró de inmediato, tras imaginarse que veía a su mujer que lo reprendía por aquel gesto, tan poco apropiado ante el patriarca de Roma. Aunque era un gesto útil para descargar la tensión.

—Sí, creo que ahora lo he comprendido —mintió—, pero creo que es un problema del que se debería ocupar la policía.

—¿Cuál? —El papa entrecerró los ojos—. ¿La del reino de Italia, que ha ocupado nuestros territorios? Nada les complacería más que un escándalo y sabe Dios que es lo último que necesitamos en este momento, con todas las potencias europeas que nos tiran de la casaca, sea para sostenernos, sea para ponernos la zancadilla. O quizá nuestra gendarmería que, si bien está a mi servicio, usted sabe que en un cuartel obedecen más al sargento furrier que al coronel. Yo estoy rodeado de oficiales y suboficiales y la mayor parte de ellos piensa en sus propios intereses. —León suspiró, pareció calmarse—. Y, además, aunque se descubriera a un culpable, ¿qué sentido tendría condenarlo? Dios se ocupará de él, o quizá lo perdone. Él escudriñará su alma mejor que ningún otro confesor y dictará su sentencia. No, querido doctor, lo necesito para que investigue, para descubrir la verdad en lo más hondo, como decía el viejo y sabio Demócrito. Dentro de poco se convocará el nuevo cónclave. Sé que estoy a las puertas de la muerte, aunque lo cierto es que me siento bien. No me mire así, doctor, estoy en pleno uso de mis facultades, y tampoco estoy loco. Ya he superado la edad de la vejez y recibo señales a través de mi cuerpo que nadie más que yo conozco. Estoy listo para recibir la paz eterna. Lo que perturbaría mi reposo sería no haber hecho nada para evitar que mi puesto fuese a parar no digo a un asesino, Dios nos libre, sino a alguno que pueda esconder bajo la tiara un bonito par de cuernos, ¿me explico?

Con la garganta seca, Freud asintió. Si hubiese intentado decir una sola palabra, habría emitido un sonido informe y desagradable. Por otra parte, como está escrito en el Pentateuco, que de adolescente se sabía casi de memoria, hay un momento para escuchar y otro para hablar. Después de todo, escuchar era una de sus mayores virtudes y la propia base de su método.

—A lo largo de nuestra historia —prosiguió León XIII—, hemos tenido que soportar el peso de muchas almas negras que convirtieron la Iglesia que habían sido llamados a liderar en un verdadero prostíbulo. Incluso lo sostenía aquel bendito Savonarola, se diga lo que se diga. ¿Y sabe lo que escribió Martín Lutero después de haber visitado Roma en 1510?

Era típico de los ancianos formular preguntas para poder responderlas ellos mismos, incluso en los casos en los que el interlocutor sabía la respuesta. Era el caso de Freud, pero prefirió darle esa satisfacción.

—Escribió que, cuando había hablado aquí, en estas estancias, del alma, ¡la gente se había echado a reír! Por suerte, aquellos tiempos han pasado y no deseamos que vuelvan, ¿no es cierto, doctor?

Freud intentó responder, pero en el tiempo que mediaba entre el pensamiento y la palabra, el papa introdujo otra pregunta.

—¿Se ha fijado alguna vez que es típico de las personas de cierta edad repetir a menudo «en mis tiempos»? ¿Y definirlos como una época mejor, más sana y más honesta? Pues bien —concluyó, satisfecho—, por mi parte creo que estos son los mejores tiempos de los últimos veinte siglos de nuestra historia. Y aunque a veces me vea obligado por razones de Estado a molestarme con los invasores Saboya, considero que el hecho de habernos arrebatado el poder temporal ha sido lo mejor que podía pasarles a nuestras almas. ¿Por dónde iba yo?

—Me indicaba que no se fía de la policía…

—No es una cuestión de confianza, sino más bien de utilidad. No me interesa castigar al posible culpable, solo impedir su posible ascenso al solio pontificio, de donde llevo sin despegarme cinco lustros. Eso es muchísimo tiempo, más del que nadie podía haber previsto. ¿Sabe que circula un chiste sobre mí? Se dice que los cardenales creían que habían elegido un santo Padre pero, en lugar de eso, ¡han elegido un Padre eterno!

León XIII reía y tosía al mismo tiempo y no parecía que fuera a parar, hasta tal punto que Freud se preocupó de que sufriera un colapso. Los ataques de tos agitaban aquel cuerpo delgado como cuando se sacude una alfombra.

Se abrió una puerta y Angelo Roncalli entró con un vaso lleno de agua y una botella que Freud reconoció como la del famoso Mariani, el vino con cocaína que él mismo consumía, aunque de manera moderada. Después del entusiasmo inicial, había notado el peligro de una posible dependencia de aquella sustancia tan alabada por sus beneficios extraordinarios. Lo que más le chocó fue que en la etiqueta apareciese el rostro del papa, sonriente, como un reclamo cualquiera.

El pontífice bebió primero un poco de agua y luego pidió que le rellenaran media copa con vino.

—Gracias, Angelo, puedes marcharte.

El joven Roncalli se marchó tan silencioso y tan rápido como había entrado.

—Entonces —continuó el papa—, ¿acepta? Me daría una grata alegría y, además de la gratitud papal, recibiría unos honorarios de dos mil liras semanales. Se alojará aquí y dispondrá de una gobernanta que se ocupará de todo, además de contar con los servicios exclusivos de Roncalli, que es el único de quien me fío.

Al igual que el análisis de los sueños a veces desvelaba sorpresas que ni el paciente ni él habrían imaginado jamás, la petición de someter a algunos altos prelados a su método, como lo había definido el papa, desbarató todas las hipótesis de Freud. De repente, se imaginó a su mujer Martha que le daba un codazo para que aceptase el encargo, cuya compensación habría mantenido durante mucho tiempo las financias de la familia. A pesar de lo halagador de la oferta, no solo por la parte económica, Freud se encontró sumido en la duda y en la perplejidad. Sobre todo, se preguntaba si la asociación de ideas, la hipnosis o el análisis de los sueños podrían contribuir de alguna manera en una investigación criminal.

Al mismo tiempo le asombraba que nunca se le hubiera ocurrido. En efecto, le pareció obvio, o al menos evidente, que hurgar en el interior de las pulsiones, de los deseos y las represiones que la mente humana elaboraba en las profundidades de la consciencia podría dejar emerger tendencias delictivas o perversas, o todo lo contrario. En este sentido, la tarea del terapeuta podía considerarse idéntica a la de un investigador judicial.

Con sus pacientes conseguía verificar las tendencias criminales, pero no los crímenes ya cometidos. E indagar las causas de los comportamientos, más o menos patológicos, de las obsesiones, de las fobias o de las paranoias, habría desvelado al investigador muchas más claves que un vulgar interrogatorio. Si no se trataba de distinguir la inocencia de la culpabilidad, al menos habrían logrado descubrir una serie de indicios significativos que encajaran en un sentido u otro.

Por otra parte, su profesionalidad podría verse en entredicho si llegara a saberse que el ilustre profesor Sigmund Freud había abandonado a sus pacientes y sus investigaciones para dedicarse a recabar pesquisas como un inspector de policía cualquiera. Pero, por otra más, se le requería una total discreción, por lo tanto, a ninguna de las partes le convenía difundir una noticia de ese tipo.

Además, las dos mil liras semanales probablemente incluían el precio de su reserva. Eran más de ocho mil coronas, más de tres meses de sus ingresos, por lo que habría sido lógico mandar al cuerno los escrúpulos. Pero faltaban algunas piezas y esperaba que el papa se las pudiera proporcionar.

—¿Me permitís que os haga alguna pregunta, santidad? Así disiparé mis dudas.

El tono, ligeramente afectado, no pareció inquietar al papa, todo lo contrario, se giró hacia él con las manos unidas.

—¿Por qué yo, precisamente? —Freud se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro delante del papa, como un péndulo—. Sabéis que soy judío y, por si fuera poco, mis teorías no están unánimemente aceptadas por parte de la cultura académica europea.