El secreto del millonario - Chantelle Shaw - E-Book
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El secreto del millonario E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

Imposible dejar enterrados para siempre los secretos del pasado... Nicolo Chatsfield, el que fuera en su día uno de los donjuanes de la escena londinense, vivía desde hacía tiempo en la vieja casa familiar. Durante años, nadie se había atrevido a acercarse y perturbar su frágil paz. Pero, de repente, llegó un rayo de esperanza a su mundo solitario, alguien que llenó de luz las sombras de su pasado... Sophie Ashdown sabía mejor que nadie lo que era tener un pasado doloroso. No había sido su intención rescatar a Nicolo de él mismo, solo trataba de hacer su trabajo y convencerlo para que asistiera a la siguiente junta de accionistas. Nada la había preparado para enfrentarse a un hombre tan sombrío como atractivo y no tardó demasiado tiempo en dejar que la hechizara por completo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Books S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El secreto del millonario, n.º 103 - abril 2015

Título original: Billionaire’s Secret

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6374-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

De nada le estaba sirviendo tener tanta tecnología a su disposición. Sophie se detuvo en el arcén de la carretera y apagó el motor. Aunque había seguido las instrucciones del navegador, estaba perdida. Las colinas de Chiltern se extendían frente a ella, pero no había ni una sola casa de campo a la vista, ni siquiera un cobertizo o cabaña.

El camino rural por el que la había guiado el navegador era tan estrecho que no quería ni pensar en lo que pasaría si se encontraba con algún otro vehículo en dirección opuesta. Suspirando, tomó el mapa que tenía en el asiento del copiloto y salió del coche. En cualquier otro momento, le habría encantado estar allí y disfrutar de la vista de la campiña inglesa en pleno verano. Todo estaba verde y lleno de vida bajo un cielo azul. Se fijó en los setos a ambos lados de la carretera, estaban llenos de flores silvestres de todos los colores. Pero ese no era un viaje turístico, Christos la había enviado a Buckinghamshire con un objetivo en mente y estaba deseando cumplir con su tarea.

Un par de horas antes, cuando había salido de Londres, había hecho un día magnífico, pero en esos momentos, aunque el sol brillaba, le dio la impresión de que había algo opresivo en el aire. Se dio la vuelta y se le cayó el alma a los pies cuando vio unos grandes y ominosos nubarrones en el horizonte. Una tormenta era lo último que necesitaba cuando estaba atrapada en medio de la nada. Oyó de repente un ruido sordo y pensó por un segundo que podía ser un trueno, pero no tardó en comprobar aliviada que se trataba de un tractor.

–¡Hola! Estoy buscando la Casa Chatsfield –le dijo al conductor del tractor cuando se cruzó con su coche–. Creo que me he debido de equivocar al tomar esta carretera, ¿no?

–No. Siga por aquí un kilómetro más y se encontrará con ella, señorita.

–¿Por este camino? –le preguntó ella mientras miraba con el ceño fruncido la carretera que desaparecía poco después en un denso bosque.

–El camino deja de ser vía pública aquí. A partir de esta zona, más o menos, pasa a ser propiedad privada de la familia Chatsfield. Pero no se molestan en mantenerlo en condiciones –contestó el hombre levantando la vista hacia el cielo oscuro–. Va a llover… Tenga cuidado de no meter una rueda en uno de esos agujeros o se quedará atascada.

–Gracias –repuso Sophie mientras se metía de nuevo en el coche.

El granjero la miró con algo de suspicacia.

–Tiene algún asunto de trabajo allí, ¿verdad? Casi nunca llegan visitas a la Casa Chatsfield. La familia se fue hace mucho tiempo.

–Pero Nicolo Chatsfield aún vive allí, ¿no?

–Sí, volvió hace unos años, pero pocas veces lo vemos por el pueblo. La hermana de mi esposa trabaja como limpiadora en la casa y nos ha dicho que se pasa todo el tiempo frente a su ordenador, trabajando en no sé qué finanzas con las que ha ganado una fortuna. Es una lástima que no gaste algo de ese dinero en el pueblo –le dijo el hombre–. No espere una cálida bienvenida de Nicolo. Y mucho cuidado con su perro, es del tamaño de un lobo.

Vio que las cosas se le ponían cada vez mejor. Hizo una mueca mientras encendía el motor. Tuvo la tentación de darse la vuelta y regresar a Londres, pero no podía presentarse ante su jefe y admitir que había fracasado. No era una opción aceptable.

Christos Giatrakos era el nuevo director general de la cadena de hoteles Chatsfield y había sido nombrado directamente por el patriarca de la familia, Gene Chatsfield, para recuperar el prestigio que siempre había tenido su imperio hotelero.

Desde entonces, se había convertido en su secretaria personal. No había tardado mucho en darse cuenta de que la mejor manera de lidiar con la formidable personalidad de Christos era enfrentándose a él y mostrándole que no le tenía miedo.

El resto del personal lo trataba con guantes de seda, pero ella no lo hacía. Había pocas cosas que asustaran a Sophie. El haber tenido que enfrentarse a su propia mortalidad durante su adolescencia le había dado una perspectiva diferente de la vida. Estaba orgullosa de que Christos la hubiera escogido a ella entre los cientos de candidatos que se habían presentado a la entrevista de trabajo.

Avanzó por el camino. Los árboles que bordeaban la carretera eran tan espesos que formaban un túnel oscuro. Los escasos rayos de luz que llegaban a esa parte del camino se filtraban a través de las hojas de los árboles, llenándolo todo de misteriosas sombras verdes. Se sentía como si fuera a aparecer de repente en el mágico reino de Narnia. Sabía que tenía una imaginación demasiado activa, algo que debía controlar. Continuó por el camino y no pudo evitar contener la respiración cuando, al girar en una curva, se encontró por fin con la Casa Chatsfield.

Era una edificación enorme y laberíntica, le recordó a los antiguos manicomios. Construida en ladrillo rojo y de estilo neogótico, no pudo evitar estremecerse. El aspecto general de la casa era muy sombrío y triste. Ni siquiera la glicinia morada que crecía alrededor de la puerta principal conseguía suavizar esa primera impresión.

Supuso que en sus tiempos habría sido la acogedora casa de la familia, pero tenía cierto aire de abandono que la hacía parecer inhóspita y gris.

Se imaginó que no era algo que le preocupara al único miembro de la familia Chatsfield que seguía viviendo allí. Continuó por el camino de grava y pasó junto a una fuente de piedra que parecía llevar mucho tiempo sin ser usada. La base de la fuente estaba vacía, excepto por unos centímetros de agua marrón en el fondo de la misma. Y la estatua de una ninfa que la decoraba había perdido la cabeza.

Recordó en ese momento la conversación que había tenido con Christos esa mañana, cuando llegó a la oficina y, como de costumbre, él ya estaba en su despacho. La había mirado con el ceño fruncido cuando colocó una taza de café frente a él.

–¡Maldita sea! ¡A veces me tienta la idea de llevar a todos los hijos de Gene Chatsfield a una isla desierta y dejar que se pudran allí!

No había necesitado más para entender lo que le pasaba.

–¿Cuál de los herederos te ha molestado hoy?

–Nicolo –le había contestado Christos.

–¿Sigue negándose a asistir a la asamblea de accionistas que tendrá lugar en agosto?

–Es tan terco como…

«Como tú», pensó ella sin atreverse a decirlo en voz alta. Su jefe estaba de muy mal humor esa mañana y prefirió morderse la lengua.

–Acabo de hablar con él. Me ha dicho que no tiene ningún interés en la empresa familiar ni en la parte de ella que le corresponde. Motivos por los que no ve necesario asistir a la reunión –le explicó su jefe–. Me aconsejó que no perdiera su tiempo ni el mío llamándolo de nuevo y, después, me colgó el teléfono.

No pudo evitar estremecerse cuando oyó a Christos maldecir entre dientes. Christos Giatrakos no estaba acostumbrado a que nadie le colgara el teléfono. Se dio cuenta de que Nicolo había conseguido sacarlo de sus casillas.

–Entonces, ¿qué vas a hacer?

–No tengo tiempo para seguir lidiando con Nicolo, así que vas a tener que ir tú hasta la residencia familiar de los Chatsfield y convencerlo para que venga a Londres. No puedo poner en práctica todos los cambios necesarios para reestructurar la cadena si no tengo la aprobación de todos los hijos. Si tan poco le interesa la empresa, supongo que estará dispuesto a vender sus acciones, pero tiene que estar en la reunión.

–Pero, ¿qué te hace pensar que me va a escuchar a mí? –le había preguntado ella–. Recuerdo que me contaste que ha vivido como un recluso durante años y que evita cualquier tipo de contacto con otras personas.

Christos había ignorado por completo sus quejas.

–No me importa cómo lo hagas. Tráelo de la oreja si es necesario, pero asegúrate de que Nicolo esté en la junta de accionistas –le había dicho Christos–. Además, me vendrá bien tenerte en Buckinghamshire. Quiero que te encargues del papeleo relativo a un inmueble que los Chatsfield tienen en Italia. Gene comenzó trabajando desde su despacho en la casa familiar durante los primeros años. No empezó a pasar más tiempo en Londres hasta después del nacimiento de los gemelos, cuando empezaron también sus problemas matrimoniales con Liliana.

Su jefe le había dedicado entonces su sonrisa más persuasiva.

–Te vendrá bien salir de la ciudad y pasar un tiempo en esa casa de campo. Los Chatsfield tienen una gran finca alrededor de la casa. Creo que hay incluso una piscina de la que podrás disfrutar mientras estés allí.

–Eso suponiendo que Nicolo me invite a quedarme en la casa, algo que veo poco probable.

–No necesitas su invitación. Vive en la casa, pero no es suya –le había aclarado su jefe–. Tienes permiso del propio Gene Chatsfield para quedarte todo el tiempo que quieras.

 

 

«¡Qué suerte!», pensó Sophie con sarcasmo mientras miraba la imponente casa.

La enorme puerta de entrada estaba pintada de negro y tenía un feo llamador de bronce en forma de cabeza de carnero. Respiró profundamente, golpeó la puerta con la aldaba y esperó un par de minutos antes de llamar de nuevo.

Suponía que Nicolo tendría contratadas a algunas personas para el mantenimiento y cuidado de una casa de ese tamaño y estaba segura de que cualquiera que estuviera dentro de la casa habría oído sus golpes en la puerta.

Una repentina ráfaga de viento removió un montón de hojas muertas frente a la fachada principal y vio que el cielo se estaba oscureciendo ya. No pudo evitar estremecerse, cada vez estaba más inquieta.

Sabía que tenía que controlar su impaciencia. Se asomó a una ventana, pero no vio señales de vida dentro de la casa. No entendía dónde podría estar Nicolo Chatsfield. Christos le había dicho que había hablado con él por teléfono esa misma mañana.

Tenía una buena excusa para conducir de vuelta a Londres y decirle a Christos que había sido incapaz de encontrar a Nicolo, pero ella no era así, no podía renunciar sin intentarlo. Nunca se había dado por vencida. Habían pasado ya diez años desde que tuviera que armarse de valor y tenacidad para luchar por su vida. Que le dijeran a los dieciséis años que tenía un tipo de cáncer muy agresivo había sido un golpe demoledor. Había pasado entonces de ser una adolescente feliz y despreocupada a tener que enfrentarse a la posibilidad de morir por culpa de esa enfermedad.

Por mucho que viviera, sabía que nunca iba a poder olvidar la punzada de terror que había sentido en la boca del estómago cuando el médico le había dado la noticia. También recordaba perfectamente la expresión de miedo en el rostro de su madre. En ese momento, se había prometido a sí misma que, si superaba la enfermedad y el duro tratamiento de quimioterapia por el que iba a tener que pasar, viviría su vida al máximo, aprovechando todas las oportunidades que se le presentaran y sin dejar que ninguno tipo de problema la echara para atrás, por difícil que pareciera.

Después de todo lo que le había pasado, encontrarse con una puerta cerrada no era más que un pequeño inconveniente. Rodeó el camino de grava hasta llegar a la parte de atrás de la casa. Se encontró entonces con un enorme jardín con mucha vegetación. Supuso que allí habría habido un cuidado césped que los jardineros se habrían encargado de recortar con regularidad, pero se dio cuenta de que nadie había cuidado tampoco esa zona de la casa. Se había convertido en un prado salvaje y los rosales estaban invadidos por malas hierbas que crecían libremente.

El aire de abandono que había en toda la propiedad era innegable. Trató de abrir la puerta de atrás y vio que no estaba cerrada con llave. Supuso que Nicolo debía de estar en casa.

Después de unos segundos, decidió entrar y se encontró en la gran cocina de la vivienda. Había en el centro un antiguo hornillo de hierro fundido que atrajo su atención nada más verlo.

–¡Hola! ¿Hay alguien en casa? –preguntó entonces.

Atravesó la cocina y salió a un pasillo. Siguió mirando en otras habitaciones. Se fijó en los muebles antiguos y en la elegante decoración, había incluso un piano de cola en el salón. Se acercó al piano y levantó la tapa. Pasó los dedos sobre las suaves teclas. Los pianos siempre le recordaban a su padre, que solía tocarlo en su casa de Oxford, donde se había criado.

Siempre le había encantado escucharle. No pudo evitar recordar con nostalgia esos tiempos tan felices. Su infancia había sido idílica y siempre le había parecido que sus padres habían tenido una buena relación amorosa. Pero unos años después, su cáncer extendió una especie de nube negra sobre su vida y había terminado por destruir lo que hasta entonces había sido una familia feliz. La traición de su padre había sido lo más difícil de aceptar, incluso más complicado que su enfermedad. Siempre había sentido que la había abandonado cuando ella más lo había necesitado y aún le dolía recordarlo.

Bajó la tapa del piano, no quería dejarse llevar por esos recuerdos tan dolorosos, no era el momento.

Sintió en ese instante que no estaba sola y sonó segundos después un gruñido que le erizó el cabello. Se dio la vuelta y se quedó sin respiración al ver un hombre y un perro en el umbral de la puerta. Los dos eran grandes y tenían un aspecto sombrío y amenazador. Aunque tenía que reconocer que el perro le pareció menos aterrador que su amo.

La única fotografía que había visto de Nicolo Chatsfield había sido una imagen recortada de un periódico que Christos le había enseñado. La foto debía de tener unos diez años. Por aquel entonces, Nicolo había sido uno de los más famosos donjuanes de la escena internacional, un joven que se dedicaba a vivir la vida gastándose el dinero de su familia con coches deportivos, champán y bellas mujeres. A los veinte años, su aspecto no había tenido nada que envidiar a los modelos masculinos que aparecían en las revistas de moda. No eran visibles en la foto las terribles cicatrices que tenía, al parecer por culpa de un terrible incendio. Muchos creían que no había conseguido superar lo ocurrido y por eso vivía allí como un ermitaño.

Como les pasaba a sus hermanos, también Nicolo había atraído a la prensa con su comportamiento. Durante años, sus escándalos habían llenado páginas y páginas en las revistas del corazón, algo que había afectado negativamente a la imagen de la empresa familiar. Pero, durante los últimos tiempos, los medios lo habían ignorado por completo.

El hombre que tenía frente a ella en esos momentos apenas se parecía al joven de la vieja fotografía. Sus hermosos rasgos se habían endurecido y sus pómulos y su mandíbula parecían tan inflexibles y duros como el granito. Sabía que solo tenía treinta y dos años, pero parecía más viejo. No sonreía y sus ojos eran completamente inexpresivos. Llevaba su cabello castaño bastante largo, casi hasta los hombros, y vio una sombra de barba en su mandíbula. Tenía el aspecto de un hombre al que no le importaba nada lo que los demás pensaran de él.

Sophie tragó saliva. No tenía miedo, pero no pudo evitar sentirse algo intimidada por la impresionante masculinidad y fuerza que parecían emanar de él. No había hablado y su silencio era inquietante. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la compostura y sonreír.

–Supongo que se estará preguntando qué hago en su casa –comenzó ella.

–No, sé lo que está haciendo –replicó Nicolo con brusquedad.

A pesar del tono, había algo tan sensual en su voz que no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda.

–Está cometiendo un delito, allanamiento de morada –agregó Nicolo.

–Bueno. No exactamente…

Sophie dio un paso adelante, pero vaciló cuando oyó que el perro gruñía a modo de advertencia. Miró al animal con cautela. Reconoció enseguida su raza, era un lobero irlandés y de un tamaño muy grande. No quería convertirse en su cena esa noche, así que decidió que era mejor no moverse mientras hablaba con Nicolo.

–Será mejor que me presente. Me llamo Sophie Ashdown y soy la secretaria personal de Christos Giatrakos. Christos me encargó que viniera para pedirle…

–Ya sé lo que quiere Christos –la interrumpió Nicolo–. Y mi respuesta es la misma que le adelanté esta mañana por teléfono. Me temo que ha venido para nada, señorita Ashdown. Cierre la puerta al salir.

–¡Espere! –exclamó ella al ver que Nicolo se daba la vuelta y salía del salón con el perro–. Señor Chatsfield…

Salió detrás de Nicolo, pero él la ignoró por completo. Entró en otra habitación y cerró la puerta tras él.

–No me lo puedo…

Se quedó perpleja mirando la puerta. Empezaba a perder la paciencia. Nunca la habían tratado tan mal. Sin detenerse a pensar en lo que hacía, giró el picaporte y entró.

Le quedó muy claro que era el despacho de Nicolo. Se trataba de una gran sala con altos techos. Las paredes estaban cubiertas de estanterías y grandes archivadores. Sobre la mesa había un impresionante sistema informático con ocho monitores que mostraban de manera constante columnas con cientos de cifras y gráficos que cambiaban constantemente.

Recordó entonces lo que Christos le había contado. Nicolo había conseguido hacerse una exitosa carrera como operador financiero. Era el dueño de una empresa de inversiones que se llamaba Lobo Negro y gracias a ella se había convertido en uno de los hombres más ricos de la región.

Lo miró de arriba abajo. Por muy rico que fuera, no parecía gastarse el dinero en ropa. Llevaba un gabán negro bastante viejo y sus botas de media caña estaban desgastadas. Le llamó la atención ver que solo llevaba un guante y que cubría su mano izquierda. De no haber sabido de quién se trataba, lo podría haberlo confundido con un cazador cualquiera. Sobre todo si se empeñaba en ir a todas partes acompañado por su perro.

El animal seguía gruñéndole y decidió no moverse.

Nicolo, en cambio, estaba de pie junto a la mesa, estudiando los monitores. Aunque la había oído entrar, no se giró hacia ella.

–Adiós, señorita Ashdown –le dijo con la misma voz amenazadora y sin mirarla.

Su paciencia empezaba a agotarse.

–Señor Chatsfield…

El perro le enseñó los dientes y Nicolo continuó ignorándola. Llegó a pensar que sería capaz de quedarse sin hacer nada aunque el perro tratara de atacarla.

La situación le parecía ridícula. No iba a poder hacer su trabajo y tratar de persuadir a Nicolo para que al menos la escuchara mientras tuviera los ojos de ese perro fijos en ella. No tenía demasiada experiencia con perros, pero había leído en alguna parte que el lobero irlandés era de carácter amistoso a pesar de su aspecto imponente. El de Nicolo seguía mirándola con cara de pocos amigos e incluso mostrándole los dientes, pero tenía que arriesgarse. Solo había una manera de averiguar qué tipo de carácter tenía ese perro. Respiró profundamente, se acercó a él y le mostró el dorso de la mano para que el animal la oliera.

–¡Hola, chico! Eres muy bueno, ¿verdad? –le susurró ella algo más tranquila mientras miraba de reojo a Nicolo–. ¿Cómo se llama?

 

 

–Madonna! –maldijo Nicolo entre dientes.

Aunque se había criado en Inglaterra, usaba a menudo el italiano, la lengua materna de su madre. Sobre todo en los momentos más emotivos o cuando estaba molesto por algo. Por ejemplo por la intrusión de esa mujer. No podía creer que se hubiera atrevido a entrar de esa manera, sin ser invitada. Y no solo a su casa, sino también a su despacho.

Apartó los ojos del monitor en el que había estado estudiando el índice FTSE 100 y la miró por encima del hombro. Le sorprendió ver que Sophie Ashdown estaba acariciando al perro.

–Dorcha –murmuró irritado–. Significa «oscuro» en irlandés.

–¡Ah! Entonces, acerté con la raza. Es un lobero irlandés, ¿verdad?

Nicolo gruñó entre dientes. Tenía que reconocer que le estaba sorprendiendo lo intrépida que era esa mujer. A casi todo el mundo le asustaba su perro. Después de todo, era casi del tamaño de un poni. Con su pelaje negro y espeso, tenía un aspecto muy amenazante. Pero, tal y como estaba demostrándole en ese momento a la recién llegada, tenía muy buen carácter.

–La verdad es que no parece un lobo –comentó la joven.

–Se llaman así porque antiguamente se usaban para cazar lobos, no tiene nada que ver con su apariencia. La raza es muy antigua, de los tiempos del imperio romano. Utilizaban a los loberos como perros de guardia y para cazar jabalíes y lobos.

–Bueno, me alegra ver que no quiere cazarme a mí –le dijo Sophie con una alegre sonrisa.

Tenía que admitir, aunque fuera a regañadientes, que la secretaria de Giatrakos era una mujer muy atractiva. Frunció el ceño al pensar en ese tipo. Le parecía increíble que su padre hubiera puesto a ese griego a la cabeza del imperio Chatsfield. No lo conocía personalmente ni pensaba hacerlo. Llevaba los últimos ocho años muy distanciado de la empresa y había tratado de convencerse a sí mismo de que no le importaba lo que le pudiera pasar a la cadena hotelera, pero la decisión de su padre de nombrar como director general a alguien que no formaba parte de la familia le había demostrado que esa empresa le importaba más de lo que quería reconocer.

Le dolía sobre todo por su hermana. Lucilla había trabajado muy duro en el hotel que era el buque insignia de la compañía, el Chatsfield de Londres, y todos habían asumido que algún día tomaría el relevo de su padre al frente del imperio hotelero.

No le extrañaba nada que Lucilla estuviera muy molesta al ver cómo su propio padre la había ignorado para contratar a Christos. Se sentía muy mal por ella. Creía que su hermana mayor había hecho todo lo posible para mantener a la familia unida después de que su madre los abandonara y su padre se dedicara a acostarse con las doncellas del hotel.

Pero, en lugar de darle el puesto en la empresa que se merecía, se había visto relegada a un segundo lugar y a las órdenes del nuevo director general.

La ira se apoderó de él mientras miraba a Sophie Ashdown de arriba abajo. No entendía cómo se atrevía a entrar en su casa y dar por sentado que iba a ser bien recibida. Incluso su aspecto estaba consiguiendo irritarlo. Llevaba un elegante traje de lino que parecía muy caro y exclusivo, medias claras en sus largas piernas y unos tacones demasiado altos para el campo.

Tenía el pelo rubio dorado, casi del color de la miel. No quería siquiera imaginarse cuántas horas tendría que pasar cada semana en la peluquería para conseguir esa perfecta melena que caía en capas hasta la mitad de su espalda. La señorita Ashdown tenía un aspecto impecable y era muy bella. Supuso que, con ese aspecto, estaría acostumbrada a salirse con la suya.

En el pasado, durante sus años más locos y salvajes, se habría sentido atraído de manera casi inmediata por esa mezcla de sofisticación y sensualidad y le habría faltado tiempo para tratar de llevársela a la cama. Pero no quería ni pensar en ese Nicolo. Había llegado a despreciar al hombre que había sido y odiaba que le recordaran su pasado.

–Dorcha, ven aquí –le ordenó con firmeza.

Fue un alivio ver que el perro le obedecía de inmediato. Lo último que necesitaba era que Dorcha lo avergonzara delante de esa mujer. Echó un vistazo a los monitores de ordenador. Había bastante actividad en los mercados de Asia y el índice Nikkei había subido trescientos puntos. Quería estar solo para poder concentrarse en la única cosa que se le daba bien. Si algo sabía hacer era ganar dinero y no quería trabajar con esa mujer a su lado.

–A lo mejor no me ha entendido bien, señorita Ashdown –le dijo entonces mientras iba hacia ella–. No pienso ir a la junta de accionistas ni quiero saber nada de su jefe.

Le puso la mano en el hombro y la acompañó hacia la puerta. Le encantó ver cómo abría asustada los ojos al sentir que la tocaba.

–Por lo que a mí respecta, Christos se puede ir al infierno. No tiene ningún derecho a estar al frente de la empresa.

–Fue su padre quien le dio ese derecho.

–Pues ya ha llegado la hora de que mi padre recupere el sentido común y ponga a mi hermana a cargo de la cadena. Lucilla conoce el negocio mejor que nadie, mucho mejor que Giatrakos.

–Entiendo perfectamente la lealtad que siente hacia su hermana…

–Usted no entiende nada –la interrumpió furioso.

Ver comprensión en los ojos castaños de Sophie Ashdown era lo último que necesitaba. Durante un segundo, había sentido el inexplicable impulso de decirle que creía que su padre había traicionado a la familia entregándole el mando de la empresa a alguien ajeno a los Chatsfield. No entendía por qué había estado a punto de hacerlo. No era un hombre dado a confidencias personales, ni siquiera con los pocos amigos que tenía. Creía que era absurdo sentir la necesidad de contarle algo así a una mujer a la que no conocía de nada.

Estaba tan cerca de ella que podía oler su perfume. No tardó en reconocerlo, era el aroma propio de la cadena Chatsfield. Un perfume con notas de madera de cedro, bergamota, lavanda y rosa. Era un olor que evocaba emociones encontradas dentro de él. Le recordaba a su primera infancia, cuando visitaba con sus padres los hoteles Chatsfield que tenían por todo el mundo. En la actualidad, todos los hoteles de la cadena se perfumaban sutilmente con ese aroma, que se dispersaba por el aire acondicionado de los hoteles y que también estaba presente en los artículos de aseo que se obsequiaban a los huéspedes.

Habían sido tiempos felices. De pequeño, había creído que sus padres se querían y había crecido pensando que tenía una familia estable y unida. Pero, poco después, todo se había desmoronado. Su madre los dejó y no la había vuelto a ver desde entonces. Se había sentido destrozado y abandonado. Después, cuando descubrió cómo era de verdad su padre, se sintió asqueado.

Sophie Ashdown le recordaba todas esas cosas con su mera presencia, con el perfume del hotel. Y él no quería pensar en el pasado, en lo que había hecho ni en los remordimientos que devoraban su alma. En el campo había encontrado algo de paz, apartado del resto del mundo con la única compañía de su trabajo y su perro. No quería que nadie perturbara esa frágil paz con su presencia. La visita de esa mujer era una intrusión imperdonable en su vida privada.

La llevó sin soltarle el hombro hasta el pasillo.

–Se las ha arreglado para entrar en la casa, así que estoy seguro de que no tendrá problemas para salir de nuevo a la calle –le dijo él con sarcasmo.

Un fuerte trueno hizo que retumbaran los cristales de las antiguas ventanas de la casa.

–Si fuera usted, me pondría en marcha cuanto antes. El camino no tardará en inundarse y tardaría horas en regresar a la aldea si se queda atascada en los agujeros de la carretera.

Capítulo 2