El sol de los venados - Gloria Cecilia Díaz - E-Book

El sol de los venados E-Book

Gloria Cecilia Díaz

0,0

Beschreibung

Jana vive en un pueblo donde el cielo se tiñe de rojo al atardecer, llenando todo de magia. Es El sol de los venados de su mamá. La autora nos cuenta un año de la vida de esta niña, donde conocemos su rutina, sus miedos y los problemas al interior de su hogar. En el paso de la primaria al bachillerato los niños cambian, se hacen más fuertes y autónomos, y algunos, como ella, maduran más pronto, al tener que enfrentar una gran tristeza.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 112

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gloria Cecilia Díaz

EL SOLde los venados

Primera edición digital,abril de 2024

Primera ediciónen Panamericana Editorial Ltda., abril de 2024

Primera edición, Ediciones SM, Colombia, 2012

© Gloria Cecilia Díaz

© 2023 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Ilustraciones

Carolina Garzón Blanco

Diagramación

Martha Cadena, Iván Correa

ISBN DIGITAL 978-958-30-6856-0

ISBN IMPRESO 978-958-30-6825-6

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Díaz, Gloria Cecilia, 1951-

El sol de los venados / Gloria Cecilia Díaz ; ilustraciones Carolina Garzón Blanco. -- Edición Luisa Margarita Noguera

Arrieta. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2024.

-- (Colección juvenil)

1. Novela juvenil colombiana 2. Familia - Novela juvenil 3. Tristeza - Novela juvenil 4. Vida cotidiana - Novela juvenil I. Garzón Blanco, Carolina, ilustradora. II. Noguera Arrieta, Luisa Margarita, editora III. Tít. IV. Serie.

Co863.6 cd 22 ed.

Ilustraciones

Carolina Garzón Blanco

Gloria Cecilia Díaz

EL SOLde los venados

A Dora B.

5

Los días que más me gustan son los días de sol o aquellos en los que llueve, pero uno sabe, no sé por qué, que no va a llover mucho, porque el sol no se va: se queda ahí, testarudo.

Y, si mamá barre la sala en ese momento, el sol se cuela por los postigos de la ventana y el polvo parece como de oro y forma un rayo de luz como los que se ven en los cuadros de los santos.

A Tatá le da igual que llueva o que haga sol. Una vez, se fue a caminar en medio de un aguacero y, cuando volvió hecha una sopa, mamá le pegó con una pantufla y le dijo que era una vergüenza: seme-jante grandulona dando mal ejemplo a sus hermanos menores, y que estaba buscando enfermarse, segura-mente, para no ir a la escuela.

No me gusta que le peguen a Tatá ni a nadie y a mí, menos. Bueno, no me pegan mucho, porque soy debilucha y por nada tengo fiebre. Pero hace un tiem-po no me escapé de una paliza, con correa y todo.

7

Fue cuando vino la tía Alba a visitarnos. Ella es una mujer muy bonita, con el pelo largo y ondulado, alta y elegante. La tía lucía, muy orgullosa, una cadena de oro que su marido le había regalado. Era una cade-na gruesota, con una estrella de David, un señor que está en la Biblia. La tía nos mostró cuán resistente era su cadena: ¡levantó una silla con ella! Todos abrimos unos ojazos…

Por la noche, al acostarse, la tía se quitaba la ca-dena y la guardaba debajo de la almohada. Un día, se levantó y se le olvidó ponérsela. Por la tarde vino a casa Guillermo, el hijo de un amigo de papá. Corre-teamos por todas partes jugando al escondite. En una de esas carreras, Tatá cayó sobre la cama de la tía Albi-ta y levantó la almohada. Por la noche, cuando la tía fue a buscar su cadena, no la encontró. Se puso pálida como la pared y llamó enseguida a mamá. Mamá nos hizo buscar a todos por cuanto rincón hay en la casa, sin resultado. Hasta Nena, tan chiquitita, buscaba o hacía que buscaba, pues ni siquiera entendía a qué se  debía tanto barullo.

Cuando papá llegó, se armó la gorda. Nos interro-gó como hacen los policías. Tatá le dijo que ella, como Guillermo y como yo, vio la cadena bajo la almoha-da. Bueno, sin más ni más, papá se quitó el cinturón y nos pegó con él. Nos mandó a la cama sin comer y nosotras, que no entendíamos por qué nos castigaba, lloramos hasta quedarnos dormidas.

8

Al día siguiente, muy temprano, papá fue a visitar todas las joyerías del pueblo y encontró la cadena en la joyería de don Tabaco, que en verdad no se llama así: es un apodo que le puso la gente porque siempre tiene en la boca un cigarro enorme. Papá supo que Guillermo le había vendido la cadena a don Tabaco por muy poco dinero. Esa misma suma le dio papá al joyero para recuperarla.

Cuando papá volvió a casa por la noche, miró lar-gamente la cara triste de la tía Alba y le dijo mientras le entregaba la cadena:

—¡Toma, descuidada!

La tía se puso feliz; su cara parecía un sol. Papá y mamá rieron y Tatá y yo nos miramos en silencio. Papá nos pegó injustamente y no nos pidió perdón. ¿Por qué no nos pidió perdón? Me di cuenta de que siempre son los niños los que deben pedirles perdón a los mayores, pero al revés, no. ¿Por qué?

Y esa noche, los mayores estaban alegres, y Tatá y yo, tristes y solas, como si estuviéramos en un mundo aparte.

Ismael me dijo que las brujas existen, que él vio una en el patio de don Samuel. Una noche fuimos a apostar-nos allá, en el patio, cerca del palo de mangos, a ver si podíamos verla. Casi todos los niños de nuestra calle se enteraron y muchos querían ir, pero Ismael no estuvo

9

de acuerdo y decidió que iríamos por turnos. Primero, Tatá, Carmenza, Rodrigo, él y yo.

Las clases se me hicieron larguísimas. La señorita Remedios me pareció más aburrida que de costum-bre y me pasé toda la clase de Geografía bostezando. Salimos corriendo cuando tocaron la campana, aun-que  de todas maneras teníamos que esperar hasta  las siete de la noche para ver a la bruja y apenas eran las  cuatro.

Cuando llegamos a casa, la abuela nos dio una taza de chocolate con un pedazo de torta, de esas que ella llama “bizcochuelos”. Nos pusimos luego a hacer la tarea. Tatá y yo estamos en el mismo curso. Ella es grande para su edad y yo, chiquita para la mía; cuan-do la gente sabe que estamos en la misma clase miran a Tatá como diciéndole: “¿No te da vergüenza estar en el mismo curso que tu hermanita?”. Creo que eso a Tatá no le importa mucho, porque ella es la mejor en todo: en Matemáticas, Ciencias, Historia, Geogra-fía, Geometría, hasta en costura. Todas las maestras la quieren. Bueno, las maestras quieren siempre a los mejores alumnos; a los malos, les gritan y a veces hasta les pegan. Qué culpa tienen los pobres de no ser tan inteligentes como Tatá. Además, hay muchos que no son aplicados porque no comen bien: solo toman agua de panela por la mañana y, a veces, cuando esta-mos en fila, se desmayan. Por eso, en el recreo nos dan una taza de leche, pero no de leche de verdad, sino

10

de una en polvo que preparan con agua en unas ollas gigantescas. Todas las mañanas hacemos cola para re-cibirla. Yo la odio, pero me obligan a tomarla. Tiene un sabor horrible y, a veces, la vomito. Ni Tatá ni yo ne-cesitamos esa leche, pues en casa hay leche de verdad y por la mañana comemos huevos, arepas y chocolate caliente. Hasta los niños muy pobres, los que solo to-man agua de panela, la detestan. Una de las maestras nos dijo que debíamos tomarla, porque un país muy rico se la regalaba al nuestro. Me pregunté por qué, con tantas vacas en nuestro país, teníamos que tomar esa leche tan asquerosa que, además, era como una limosna.

Siempre hago la tarea pegadita a Tatá. En especial los problemas de Matemáticas, que son tan horrible-mente difíciles. Tatá me ayuda con los problemas, so-bre todo cuando vamos a tener una prueba escrita. Como no quiero equivocarme, le pregunto a Tatá sin cesar: “Y si de pronto el problema es así, ¿cómo se re-suelve? ¿Y si de pronto es asá?”. Tatá se arma de pa-ciencia y me explica todos los “y si de pronto”.

Mamá nos dejó salir a jugar después de la tarea. Nos encontramos con Ismael y Carmenza en la casa de Rodrigo. Ismael parecía muy serio; tenía cara de profesor o, como dice la señorita Elvira, que es muy es-tirada, “tenía cara de circunstancia”. “Circunstancia” debe ser algo muy importante cuando hace poner a la gente una cara tan seria.

11

—Nada de gritar cuando aparezca la bruja —nos advirtió Ismael.

—¿Qué pasa si gritamos? —le preguntó Carmenza mientras se comía las uñas.

—¿Qué pasa? Pues que nos arrastra con ella en su escoba o nos convierte en sapos.

Carmenza se puso lívida.

—Yo no voy —anunció con voz temblorosa.

—Eres una gallina —declaró Rodrigo, que estaba tan pálido como ella.

Carmenza no le respondió y se fue a su casa.

A mí, algo me cerraba la garganta y me agarré de la mano de Tatá, que estaba helada.

Nos pusimos en camino. Atravesamos la cerca que rodea por un costado el solar de don Samuel. La male-za lo cubría todo. A mamá no le gusta que nos meta-mos allí porque, según ella, nos puede picar un bicho. Llegamos sin problemas hasta el árbol de mango, gra-cias a la linterna de Ismael. Nos acurrucamos allí al-rededor del tronco. Hubiera dado la vida por estar en casa al lado de mamá y de la abuela. “¿Por qué dia-blos vine aquí?”, me decía para mis adentros. Rodrigo estaba pegado como un chicle a Ismael y yo, a Tatá. El croar de las ranas me puso la piel de gallina. Espe-ramos una eternidad.

Allá, muy arriba, la luna nos miraba. Pensé que, si salía con vida, iría a la iglesia al día siguiente a re-zar un padrenuestro frente a la imagen de Cristo,

13

que seguramente debía estar muy enojado con noso-tros por andar metiéndonos con brujas.

—¡Ahí está! —anunció Ismael con voz ahogada—. ¡Ahí está!

Al principio no vimos nada, a pesar de que la luna alumbraba con su cara bien redonda.

—¡Allá, en el árbol de enfrente! —continuó Ismael, con rabia, porque seguíamos sin ver nada.

De pronto, oímos una risa y el ruido de una rama al quebrarse. Entonces la vimos. Estaba sentada en una de las ramas más bajas, echando mangos en un saco. Nos quedamos todos con la boca abierta y los ojos como platos, quietecitos, sin atrevernos ni a respirar. Recordé que la abuela, cuando le contaban una cosa rara, replicaba: “No hay que creer en brujas, ¡pero que las hay, las hay!”.

Bueno, ahí teníamos una. No podíamos ver bien su cara, pues tenía puesto un sombrero. No llevaba un vestido negro como yo me imaginaba, sino uno de flores; a lo mejor, eso de los vestidos negros es puro cuento.

Una vez llenó el saco, se montó en la escoba y, cuando ya creíamos que iba a alejarse, vino hacia nosotros:

—¡Ya los vi! ¡Ya los vi! ¡Muchachitos curiosos!

Nos tiró unos mangos a la cabeza. Rodrigo senci-llamente se desmayó. Ismael se puso furioso.

14

—Y tú, que llamaste “gallina” a Carmenza, más gallina eres tú —le reprochaba, mientras le echaba aire con las manos.

Tatá empezó a llamar a Rodrigo con voz angustia-da. Rodrigo fue abriendo lentamente los ojos.

—Eres un gallina, Rodrigo. Nunca más te vuelvo a llevar a ningún lado —afirmó Ismael.

—Déjalo tranquilo —le pidió Tatá.

Finalmente, salimos del solar y cada uno regresó a su casa más muerto que vivo. Mamá, en cuanto nos vio, nos preguntó si nos sentíamos mal. Nos dijo que debíamos estar tan pálidas porque no pensábamos sino en jugar y nos olvidábamos de algo tan impor-tante como la comida. Nos hizo sentar a la mesa, pero a duras penas pudimos probar bocado.

Al día siguiente, le contamos a la abuela que ha-bíamos visto una bruja, pero no nos creyó.

—¡La vi con estos dos ojos, abuela! Y la vieron tam-bién Ismael, Rodrigo y Tatá.

—Es verdad, abuelita —confirmó Tatá, sin salirse de sus casillas como yo.

—¡Cuentos, puros cuentos! —nos respondió.

Me dio rabia. Si hubiese sido una persona mayor la que lo hubiera dicho, con seguridad le habría creído. Don Silverio, un amigo de la casa, le contó una vez a la abuela, mientras se tomaban un café en la cocina, que en su finca rondaba un aparecido. La abuela puso una cara muy seria y se santiguó mientras sugería:

15

—¡Válgame Dios, don Silverio, el diablo anda por todas partes! Hay que regar con agua bendita los alre-dedores de la casa.

Y a nosotros, que de verdad verdad vimos una bru-ja, no nos creyó ni una palabra.

Tatá me dijo que había que tomar las cosas con filosofía.

—Filo… ¿qué?

—Filosofía —repitió.

—¿Y qué es eso?

—Bueno, quiere decir que uno no debe hacer mu-cho caso de lo que digan los otros.

No parecía muy segura de lo que me decía. Yo creo que Tatá ni siquiera sabe lo que significa la palabra esa. Seguro que Ismael sí lo sabe.

Una noche llegó el abuelo, así, sin avisar, como siem-pre. Venía, como siempre, con su