El sol de tu vida - Marie Pavlenko - E-Book

El sol de tu vida E-Book

Marie Pavlenko

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Beschreibung

Déborah comienza su último año de instituto sin zapatos: el perro callejero que ahora vive con ella parece muy interesado en destrozarle todos los que tiene. Para colmo, su madre ha empezado a comportarse de un modo muy extraño, su mejor amiga se ha distanciado y el chico que le gusta apenas se fija en su existencia. Pero lo peor llega cuando encima ve a su padre besándose con una desconocida. Con la graduación a la vuelta de la esquina, Déborah va a necesitar toda la ayuda posible (amigos humanos y caninos, coraje y mucho humor) para despejar su vida de todas esas nubes que últimamente la emborronan. El sol de tu vida se ha publicado con gran éxito de crítica y ha ganado una decena de premios literarios en Francia, donde su adaptación cinematográfica se encuentra en preparación. Perfecta para lectores de Becky Albertalli y Nicola Yoon, es una divertida y emocionante historia de amor, amistad y lazos familiares sobre la llegada a la madurez de una adolescente armada con una buena carga de valentía y humor ácido.

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Seitenzahl: 379

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Título original: Je suis ton soleil

Copyright © 2017 by Marie Pavlenko

Todos los derechos reservados

© de los detalles: Alexander Lysenko, StockSmartStart / Shutterstock

© de la traducción: Juana Salabert, 2022

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: junio de 2023

ISBN:978-84-19680-18-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

EL SOL DE TU VIDA

El sobre es blanco. El sello, rojo.

Una carta anodina, salvo por la escritura nerviosa y prieta que tan bien conozco.

Es la letra de Victor.

Dejo el sobre encima de mi cama.

No me atrevo a volver a tocarlo y mucho menos a abrirlo. De momento, dentro aguarda el infinito: el abandono, la soledad, la pena, la tristeza, el sentido del ridículo, torrentes de lágrimas, la esperanza, el porvenir, ataques de risa en cascada, cantos de pajaritos, la vida bella.

Si actúo como si el sobre no estuviera aquí, todo seguirá siendo posible.

Me levanto, recojo unas braguitas caídas, pongo a cargar mi móvil, que exhibe un 98% de batería. Observo a Isidore, que babea sobre el parqué. Desplazo dos centímetros mi lamparilla de noche, arrojo mis bragas al buen tuntún. Isidore alza una oreja cuando aterrizan de nuevo en el suelo.

Lanzo un suspiro.

Cojo la carta.

Quiero saber.

CAPÍTULO 1

YA QUE, A FIN DE CUENTAS, DÉBORAH DEBE HACER SU ENTRADA EN ESCENA

Un ruido desagradable me chirría en los oídos, una especie de aullido de aspiradora enfurecida, como cuando la dichosa máquina se traga un calcetín olvidado bajo la cama y sube el tono, lanzándose a una escala de agudos. Intento no pensar en ello, opto más bien por concentrarme en el magnífico, divino panorama. ¿No os he dicho que el marco era di-vi-no? Me explico: estoy tumbada en una playa de arena blanca, bajo un cocotero cuyas perfiladas hojas se agitan al impulso de la brisa. El cielo es radiante, al igual que mi sonrisa. Pavoneos aparte, que ese no es mi rollo, estoy bastante sublime con mi bikini rosa, que moldea una figura irreprochable. Doy sorbitos a uno de esos cócteles donde una sombrillita de papel multicolor se pega a la escarcha azucarada, y escucho a un tipo bronceado rasguear una guitarra. Tiene una voz etérea y me devora con los ojos. La saliva abrillanta la comisura de sus labios. ¿Mickaël? ¿Antoine? ¿Denis? Imposible acordarme de su nombre, pero una cosa es segura: me desea.

Estoy acostumbrada.

Todos me desean.

El aspirador de válvula enloquecida imita los niveles sonoros de la Castafiore y el ruido estridente acaba por engullir el paisaje. Querría retenerlo, pero se desintegra a ojos vista: la arena blanca se disuelve, el tipo bronceado y su guitarra se esfuman en jirones. Mi bikini se borra.

Abro un ojo.

Estoy en mi cama individual, la que mis padres me regalaron a los cinco años. Me palpo el culo y compruebo que mi figura irreprochable también se ha dado el piro. Se asienta en su lugar el reino de Dama Celulitis, implantado en el territorio desde hace generaciones y firmemente decidido a no librarse ni de un centímetro de terreno. Mi madre, mi abuela y mi bisabuela también lo habitaron. Si consultas con atención los álbumes fotográficos familiares, verás que la celulitis corre por nuestras venas.

Alargo el brazo y apago mi despertador, ese cabrón que me ha sacado de este sueño tan…, tan… Bah, no hay palabras que lo describan.

«Todos me desean».

Auxilio.

Algo así se sabría.

Resoplo de despecho y mi propio aliento me hechiza las aletas de la nariz; entonces suspiro en mis pensamientos y apuesto. El principio es simple: dentro de unos segundos, encenderé el botón de la radio y, si la canción es de…, veamos, si la canción es de Number 30, eso es, de Number 30, cualquiera de ellas, en realidad (no seamos demasiado exigentes, la apuesta tiene que ser factible), pasaré un maravilloso, sublime último año de bachillerato. Atención, redobles de tambor, Number 30, Number 30, Number 30…

«… por el CAC 401 que perdió ayer 0,3 puntos. Antes de darle la palabra a Yohann, les recuerdo la catástrofe ferroviaria sucedida en Gran Bretaña. Los muertos ascienden a mil quinientos cuarenta y seis, pero las autori…».

Off.

¡Off, off, off!

Me trago un litro de agua, parece ser que es bueno para el cutis. Ayer me preocupé de preparar mi ropa de hoy, sudadera, falda y bailarinas, pero, por supuesto, el mundo dispuso las cosas de otra manera.

Llueve.

París está gris.

Antes de salir me doy una vuelta por la cocina y le lanzo un «bye!» a mi madre, inclinada sobre su café. Está tan despeinada que se diría que lo ha hecho a propósito. Tiene los párpados hinchados de sueño.

—¡Buenos días, mucho ánimo!

—Ciao, ciao!

Rápido, salir a tomar el aire.

No sé qué pasa, pero el ambiente de nuestro piso se lleva últimamente la palma del enrarecimiento. Mi madre nunca ha sido muy locuaz, pero lleva ya un tiempo errando como un espectro atrapado en su limbo mientras mi padre se desloma en el trabajo. Ya no los aguanto más.

Antes de cerrar con un portazo, compruebo mi aspecto en el antiguo espejo colgado del recibidor y me fijo en un pósit. Hay un número de teléfono escrito con rotulador rojo.

Me largo.

Bajo su bonito paraguas fucsia con orejas de oso, Éloïse me aguarda delante de la Conejera. Nadie recuerda de dónde surgió ese apodo, «la Conejera», pero todos conocen el motivo. Nuestro instituto tiene clases tan masificadas que te creerías dentro de un inmenso criadero industrial de conejos. A eso se le llama cunicultura.

Todo un programa.

En resumen, que Éloïse está delante de la Conejera.

¤ ¿Quién es Éloïse? ¤

Mi mejor amiga, la hermana con la que siempre soñé, una chica genial. Por supuesto, la señora Soulier, nuestra profe de Ciencias de la Tierra y el Medio Ambiente, no comparte mi opinión. Ha escrito en su boletín que «Éloïse es la alumna más nula que he tenido la ocasión de conocer a lo largo de toda mi carrera de profesora de Ciencias de la Tierra y el Medio Ambiente. Tiene un tarro en lugar de cerebro. Merecería que la disecaran». Me importa una mierda, a mí me encanta su lado chiflado.

¤

Encapuchada para protegerme de la lluvia torrencial, me deslizo, esquío, hago eslalon entre los charcos y suspiro de alivio. Éloïse sonríe y prodiga miraditas a izquierda y derecha bajo su kilo de rímel. Conozco esa expresión: es la de la victoria. Nos han puesto en la misma clase.

—¡No estamos en la misma clase! —me suelta cuando llego a su lado.

—¿Estás segura?

—Yo estoy en TL2. Tú, en TL4.

—¿Y por eso te muestras radiante de decepción?

—Claro que no, pero espera, deja que te cuente, no te lo vas a creer. ¡Estoy en la clase de Erwann!

—¿Air One? ¿Qué es eso, un nuevo desodorante?

—¡Erwann, el hermano de Greg, ya sabes, ese tío bueno que se fue a estudiar Filosofía a la Sorbona!

—¿Estás de broma? ¡Erwann tiene un brócoli dentro del cráneo! ¡En su mundo, Victor Hugo es futbolista y Descartes el inventor de un juego de naipes! ¿Quién hay en TL4?

—Pues… la verdad es que no me he fijado mucho ­—se defiende Éloïse mientras les echa ojeaditas apreciativas a nuestros compañeros por encima de mi hombro—. ¡Ah, sí, ya me acuerdo! ¡Jamal! ¡Ya sabes, el tío con colmillos tamaño XXL! El que cría migalas2, ¿no?

—Genial. ¿Algo más?

—No pongas esa cara. Sois treinta y nueve. Tiene que haber por fuerza uno o dos potables. ¿Qué diablos llevas en los pies?

Pues mis katiuskas verde manzana, las de goma con ojos en 3D sobre los dedos gordos, las únicas ponibles con este tiempo. Mis Converse pasaron a mejor vida, las enterré en agosto. Y mis deportivas de piel de serpiente sintética también expiraron. Pero ya estoy acostumbrada, de modo que soporto con estoicismo la sonrisa apenas sarcástica de Éloïse, esta zorra siempre impecable y bendecida por los dioses. A las pruebas me remito: es guapa, es divertida, está en la mejor clase.

Yo, en cambio, me voy a pasar el curso con Migalaman.

No quedó otra que entrar y arrastrar mis botas de rana hasta el aula 234. Por mucho que otease a mi alrededor, no vi nada trascendental en el horizonte. Un amasijo de trenzas, un par de aparatos dentales, matas de pelo hirsuto, una gorra roja. Nada sexy. Ningún alumno nuevo caído del cielo, del tipo de vaya, qué bien, aquí está el hombre de mi vida. Solo mediocridades, tíos con pinta de gilipollas a más no poder, sosainas al por mayor.

Acabaré solterona. Mi epitafio rezará: «Bajo esta lápida yace Déborah, la chica que amaba a las ranas. Por desgracia, ninguna tuvo el buen gusto de transformarse en príncipe encantador».

Jamal está en un rincón, con la nariz metida en la pantalla del móvil y un gorro color boñiga encasquetado hasta las cejas. Sus dientes gigantescos sobresalen de su boca cerrada. Me repugna.

Haríamos una pareja perfecta. Migalaman y Batraciangirl.

Me aplasto contra un radiador del pasillo y saco mi móvil, simulando hacer algo. Trato de no prestar atención al enjambre de chicas comandadas por Tania, que cotorrean señalándose mis botas unas a otras. Migalaman y Tania, el premio gordo. Hasta ahora había logrado evitarlo, pero la tregua se terminó. Voy a tener que soportarla a ella y a su coleta alisada cada mañana con la plancha. Durante un año. Tania es una especie de Éloïse, en plan rollo más brillante y menos simpática. Muy buena alumna, guapa, muy arreglada. Organiza fiestas en su piso de doscientos metros cuadrados con la flor y nata de la Conejera. Los chicos beben los vientos por ella. Nunca se pondría botas de rana. Ni en sus pesadillas más gore.

Me siento sola. Peor aún, de repente me da por ponerme a pensar en mis padres. Desde su ascenso en el periódico, mi padre está cada vez menos en casa. Redactor jefe. Sonaba guay. Es como para creer que ha decidido casarse con su curro, solo que, en su caso, la novia tenía la lepra y nadie estaba al corriente. Al parecer, se prepara una oleada de despidos. De modo que, cuando tienes la suerte de cruzarte con él, mi padre está cansado, preocupado, ausente. Y por lo que se refiere a mi madre, tan pronto está apática como sobrexcitada. Esos momentos me obsesionan. Es como si un panel fluorescente con el lema «Ocúpate de tu hija» se encendiese de golpe sobre mi cabeza y, ¡bum!, la cosa está en marcha, ella empieza a bombardearme con preguntas a las que no tengo ganas de responder, del tipo de: «¿Cuál es el grupo de moda entre los jóvenes?». O bien me suelta chorradas que quedarían mejor si se las largara a sus amigas (pero qué lástima, no las tiene), «¿te he dicho ya que mi colega Frida se ha ido a vivir con un alemán de veinticuatro años?». Se pellizca la piel delante del espejo y me pregunta: «¿Tú crees que se notaría si me inyecto un poco de bótox en los pómulos?». Le explico que no lo necesita, porque es lo que ella quiere oír. Me da pena, claro que sí, pero no veo de qué manera podría ayudarla. Con sus cuarenta y cinco años, tiene todavía media vida por delante. Y, además, mi madre es como un planeta en la otra punta de la galaxia: distante. La quiero, pero no tengo ni idea de lo que se le pasa realmente por la cabeza.

Ojalá apruebe mi bachillerato fissa para largarme de este nido de depresivos. A lo mejor podría alquilar un apartamentito de dos habitaciones con Éloïse…

Una morena de unos cincuenta tacos, embutida en un traje sastre muy ceñido, llega con andares de ardilla. Los alumnos se agolpan a su espalda, arrastrando los pies. Un imbécil de dos metros de alto casi me saca un ojo al guardar su móvil en el bolsillo, pero acabo por sentarme, aferrada a la mesa como un náufrago. Pronto reina una calma relativa y echo una ojeada a mi alrededor.

La esperanza es señal de vida.

Con algo de suerte, llegará tarde un tipo que apagará los halógenos del techo únicamente con el poder de su aura.

—¡Hola!

Salgo de mi meditación, rollo nube sabor chamallow, y alzo la cabeza para observar a mi interlocutor. Un desconocido acaba de sentarse a mi derecha. Un desconocido al que no conozco, para ser precisos.

Me transformo en cámara de vigilancia. Soy Hal en 2001: Una odisea del espacio, con añadido de pestañas, porque su mirada impenetrable y negra resulta de todos modos flipante. El nuevo tiene el pelo castaño y liso, los ojos color avellana y, ya que hablamos de pestañas, las suyas podrían hacerle competencia a las de Betty Boop; es como para preguntarse si no usa un rizador por las mañanas. Lleva un fular azul marino enrollado al cuello. Y una barba incipiente oscurece sus mejillas.

Me mira. Ha dicho «¡hola!» y probablemente espera que le responda.

Ni en sueños.

—Buenos días, ¡soy la señora Chemineau, vuestra profesora principal! —suelta la morena.

Sube al estrado, deja su cartera sobre el escritorio, se gira y sus ojos recorren las filas, al tiempo que se acaricia las gafas que penden sobre su escote mustio.

—Mi terreno es la filosofía.

Consulto la hora.

Ya solo quedan cincuenta y cuatro minutos.

CAPÍTULO 2

¿QUÉ DIABLOS PINTABA DÉBORAH EN ESA GALERA?3

Ya no me acuerdo del torrente magmático de Éloïse, de esa lava de palabras que imitaban al Vesubio en una jornada de erupción. La única certeza es que el nombre de Erwann emergió treinta y una veces.

Las conté.

Hubiera querido teletransportarme a un planeta lejano. Donde habría árboles, flores gigantes cargadas de pajaritos azules y una especie de jirafas con cuellos blanditos. Sin rastro de Erwann.

Una especie de vacaciones para mí.

Como no es tan mala, Éloïse termina por bajarse de su nube y deja de repetir el patronímico mágico.

—¡Por el espagueti de oro, Débo, no tienes buena cara! ¿Es por tu clase?

—No…

Cuando estábamos en primaria, Éloïse y yo decidimos hacer como en mis adoradas novelas de fantasía y nos inventamos expresiones que reflejaran nuestra sorpresa, valga decir nuestra estupefacción. Nos inventábamos veinte frases al día, pero solo tres de ellas han permanecido. «¡Por el edredón pútrido de tía Paulette!» (Paulette era la tía abuela, ya fallecida, de mi padre e íbamos algunos fines de semana a dormir a su casa. Vivía en una casa mohosa de Normandía. Literalmente mohosa. Había hongos por las paredes, la taza del inodoro, el cuarto de baño, la nevera, por todas partes. La casucha rezumaba de tal manera que por las mañanas uno se despertaba húmedo, al igual que las sábanas, la cama, la mesilla de noche. Sus edredones olían a carroña). La segunda es: «Por la tortuga amarillenta de la señora Spercuck» (la antigua vecina de Éloïse poseía un terrario digno de un zoo, que ocupaba la mitad de su salón. Estaba inundado de rocas de plástico, de plantas más o menos verdes, y lo habitaba una única, minúscula y arrugada tortuga, cuyo nombre he olvidado. La señora Spercuck la cogía con su mano igualmente arrugada y le hablaba durante horas. Le tarareaba canciones de Michel Sardou. Y, entretanto, la otra mordisqueaba su lechuga en silencio). Y la tercera, pero no menos importante, consistía en: «¡Por el espagueti de oro!». No recuerdo de dónde salió esta, pero sí de la primera vez que la dije en casa. Tenía doce años, estaba merendando y mi madre reaccionó hecha una furia:

—¿Qué significa eso, esta frase?

—Una cosa que Éloïse y yo nos hemos inventado —respondí, hincándole el diente a un trozo de pan duro.

—¡Te prohíbo que la digas!

La miré, boquiabierta.

Mi madre refunfuñó algo y vi que se disponía a salir de la cocina, de modo que insistí:

—¡Si quieres prohibirme que diga algo, tienes que explicarme el motivo! Porque, que yo sepa, lo que he dicho no entra en la categoría de las palabrotas.

Se giró, con los labios fruncidos, y tragó una bocanada de aire.

—Es demasiado fálico.

—¿Demasiado… fálico? —repetí, como si el hecho de hacerlo pudiera ayudarme a comprender.

—Sí. ¿Por qué no la picha de oro, ya que estamos? ¿O la polla de platino?

—¿La polla de pla…? ¿Puedes explicarme qué hay de fálico en un espagueti?

—¡Todo!

—¡Pero si nunca dijimos que estuviese crudo! —me justifiqué, aterrada.

Por mucho que la instase a enumerarme una lista exhaustiva de los puntos en común entre una verga y un espagueti, crudo o cocido, ella no quiso saber nada del asunto. La perseguí hasta el cuarto de baño con un cuadernillo y un boli para hacerle un boceto, pero no sirvió de nada. Nunca más volví a invocar al Espagueti de Oro en casa. Pero en la escuela no nos privábamos. Fue sin duda la reacción de mi madre la que le dio larga vida al dicho de nuestra invención.

Por supuesto, dentro del instituto Éloïse se cuida muy mucho de emplear nuestras expresiones en público. Y me parece bien.

Desliza su brazo de bailarina sobre mis hombros. Mi brazo se asemejaría más al del orangután.

—¿Lo que te molesta es que esté un poco pillada por Erwann?

—Casi nada.

—Vale, de acuerdo, prometo intentar calmarme.

Se detiene en mitad de la acera, entorna los ojos, alza las manos.

—Me zambullo en una laguna helada y azul como los ojos de Er… Vale, vuelvo a empezar: me sumerjo, mi temperatura corporal desciende, la de mi cerebro recalentado también. Inspiro, espiro. Ya está, me encuentro mejor.

Éloïse reabre sus párpados embadurnados de sombra destellante.

—¿Alguna otra cosa?

Una bandada de palomas apostada en un banco echa el vuelo, y ruego por que ninguna se me cague encima. Este tipo de incidente se halla inscrito con letras de fuego sobre mi karma. Si se reúne a trescientas personas elegidas al azar, se las junta apiñadas dentro de los límites de un vallado y se suelta una paloma sobre sus cabezas, ¿sobre quién irá a aliviarse? Pues sobre mí. Tengo la negra, yo le llamo a esto el Teorema de la Suerte Perra. No falla nunca.

De modo que contemplo, al borde de la apoplejía, a la ruidosa bandada recién formada que zurea sin parar. Por fortuna, estos monstruos voladores eligen, tras algunos segundos de pánico, la dirección opuesta.

Salvada.

Me recompongo.

—Mi madre está rara; quiero decir, aún más rara que de costumbre.

Éloïse arquea una de sus adorables cejas.

—Oye, ¿vas a decirme que lo que te preocupa es tu madre?

—Déjalo. He dormido de pena.

Ya no llueve y el cielo azul destroza los cúmulos, que se dislocan agradablemente. Las botas me pesan aún más que esta mañana. Éloïse me besa antes de abalanzarse sobre el código de su portero automático.

—Llámame si sigues viendo rara a tu madre, ¿de acuerdo? O si te apetece que te hable de Erwann.

—Cómo no…

Noto un hormigueo en las piernas y no sé por qué. Y de repente lo entiendo: me resulta imposible volver a casa. Estoy a solo dos calles y no puedo. Es tarde, mi madre estará allí, con su depre a cuestas. Porque esa es la verdad: no está bien. Rogaría incluso por que retomase sus viajes misteriosos. Hace ya años que no se marcha, pero cuando yo estaba en preescolar y en primaria, solía alzar el vuelo, sola, en primavera. Se llevaba una mochila, desaparecía durante unas tres semanas, a veces incluso un mes, y me enviaba una postal («Aquí los cactus rozan el cielo. ¡Besitos, mamá!») y un dibujo. Mi madre dibujaba de una forma muy personal. Yo aguardaba su postal como una fuente de agua en medio del desierto. La añoraba y me hería su silencio. Era como si yo ya no existiese para ella. Se obligaba a dárselas de buena con su postalita, pero en realidad era muy capaz de olvidarse de mí, de tacharme de su vida. Me guardaba mis pensamientos para mí. Me quedaba a solas con mi padre, nos alimentábamos de conchitas de pasta con mantequilla, él se dejaba ganar al Mastermind y me permitía ver películas. Pero yo llevaba mal esas ausencias.

A su regreso, íbamos a esperarla al aeropuerto. Llegábamos siempre de antemano, nos tomábamos un chocolate caliente y yo daba saltos por todas partes, aterrorizada ante la idea de que hubiera perdido el vuelo, de que tuviese que escrutar a toda esa oleada de viajeros sin alcanzar a divisarla. Por fin la veía y me arrojaba sobre ella. Mi madre venía radiante. Se diría que había atrapado un solecito y se lo había tragado. Brillaba, irradiaba, esplendía desde su interior. Y luego, poco a poco, recomenzaba a enmustiarse.

Dejé de preguntarle por qué se marchaba. Estaba harta de sus «Lo entenderás cuando seas mayor» y de su variante, que consistía en: «Algún día te lo contaré. Otro día».

Adopté mi propia postura.

Hoy soy yo la que necesita airearse.

Decido dar un rodeo. Admiro escaparates, bragas de encaje de precios exorbitantes en las que no cabré jamás, decido entrar en una panadería para comprar pan, ya que en estos momentos a mi madre se le va la olla dos de cada tres veces. Cuento también el número de coches detenidos ante el semáforo en rojo («Si hay nueve, ¡tendré un fabuloso último año de instituto…! Hay once») y, vencida, acabo por empujar la puerta cochera de mi edificio.

Ni siquiera tengo deberes que me ayuden a olvidar.

Viva mañana por la mañana y la Conejera.

No. Viva esta noche, cuando ya esté metida en mi cama. De hecho, me voy a ir directa a la piltra. Sonrío mientras subo mis cinco pisos sin ascensor, y de pronto comprendo que acabo de meterme el dedo en el ojo hasta el hipocampo, esa cosa con nombre de caballito de mar que se esconde en el fondo del cerebro, porque antes de tirarme bajo el edredón escuchando música triste, del tipo de las que harían llorar a las piedras, tendré que pasar por la casilla que reza «paseo de Isidore».

¤ Who the fuck is Isidore? ¤

Un labrador obeso hallado en una acera, dos meses antes, sin collar ni tatuaje ni chip electrónico. Mi madre, de la que sospecho que tiene una mente que se alimenta de nitrógeno, lo subió a casa y se lo quedó. Evidentemente, no sabe que se le ha rebautizado con el nombre de Isidore y nunca contesta cuando se le llama. Pierde pelo a raudales, se diría que tiene la sarna, pero el veterinario afirma que la culpa es del estrés, razón por la cual ha devorado todo mi calzado (botas de rana, ¿os acordáis?). Es odioso. Detesto pasearlo, y eso sin contar con que debo esperar a que el «Señorito» se digne a defecar antes de poder regresar a casa. Es el perro de la angustia. Una mezcla improbable de Droopy al final de su vida, Beethoven (el perro, no el compositor) aquejado de psoriasis y un Milú salido de las manos de una esthéticienne pasada de ácido.

¤

Isidore es mi carga personal. Mi madre me suplica que lo saque a pasear cada vez que vuelve extenuada del curro. Es decir, todas las noches.

Preferiría beberme un batido de babosas.

He de prepararme psicológicamente para afrontar «La prueba de la bolsa de plástico». La última vez que desdeñé recoger el regalito del querido Isidore, un vejestorio de al menos setenta y cinco años, con calentadores rosas sobre sus leggins ceñidos, me cayó encima aullándome su soflama de «¡Francia ya no es lo que era, mi querida señorita!, la juventud no es como antes y bla, bla, bla». Podría haberme ido lanzándole una mirada henchida de desprecio, pero un gordo sudoroso me obligó a recoger el asunto. Tuve que sacar de mi bolsillo tres pañuelos de papel para recuperar el regalito humeante. Y entretanto, Isidore babeaba sobre las rodillas de la espantosa vieja, que lo llamaba «perrito grandullón, que tiene una dueña mala y maleducada».

Subo los últimos escalones, empujo la puerta y descubro la escena apocalíptica.

Isidore muerde concienzudamente mis bailarinas, reducidas a un amasijo informe de cuero y babas entremezcladas.

«Teorema de la Suerte Perra».

Qué bien empieza el curso.

Se llama Victor.

Después de mi reacción tan borde, se sienta en el otro extremo de la clase. Creo que se ha hecho supercolega de Migalaman. Hace dos días, cuando iba camino de asaltar una tienda de pintaúñas biológicos, los sorprendí en un café. Se estaban poniendo ciegos de hamburguesas. Parecían deliciosas hasta que, de repente, un trozo de carne picada que sobresalía de la boca de Migalaman se me antojó la réplica exacta de la lengua de un tío que llevase tres años con anginas aftosas.

Llevamos dos semanas dando Filosofía, pero la señora Chemineau ha decidido ponernos un trabajo, que habrá que realizar en clase, para «evaluar nuestra capacidad de reflexión frente a un problema espinoso».

El día D ha llegado y contemplo mi folio rayado, donde consta por escrito, en letras a mi juicio demasiado negras, la pregunta del enunciado: «¿Puede perdonarse todo?».

Allí, en la otra punta del aula, Victor y Migalaman están reclinados sobre sus bosquejos de textos y escriben a una velocidad enloquecida.

¿De qué demonios voy a hablar yo?

Dos horas más tarde, me entran ganas de ahogarme en un barreño. No me atrevo a imaginarme el careto de la señora Chemineau frente al churro que acabo de entregarle. Un churro de una página. Por una sola cara, para colmo.

No sé qué me pasa, mis neuronas se han pirado. Decidieron tomarse unas vacaciones en pleno comienzo de curso, sin molestarse en avisar. Muy majo el detalle, tías, gracias por echarme una mano. Soy incapaz de asociar dos ideas con una relativa de por medio. Así que el perdón…

Élo ha acabado antes, ha salido de la Conejera dando saltitos, como una cabritilla de las montañas. Erwann iba a llamarla esa misma noche. Yo arrastro mis botas de rana sobre las aceras. ¿Seré capaz de perdonar a mi madre? Habría podido, al menos, soltarme un billete para que me compre un par de zapatos.

Se suponía que debía ingresarme dinero en mi cuenta el cinco de cada mes entrante, pero la última vez que lo hizo fue un día cinco de hace un año. Desde entonces, reclamo dinero cuando lo necesito. Unos euros por aquí para comprarme mis bocatas, otros euros por allí para un pintaúñas color cereza. Con los zapatos, la cosa es más difícil. Sé que ella no lo hace aposta, no es por tacañería. Simplemente, siempre se le olvida sacar efectivo. Y yo soy «demasiado joven todavía para disponer de mi propia tarjeta bancaria». La única demasiado joven del instituto.

Por el lado paterno, la cuestión es aún más trivial: él no comprende la necesidad de tener zapatos. Está tan metido en su mundo que los suyos debieron de presenciar la Primera Guerra Mundial.

La perspectiva de ir a sacar de nuevo a Isidore me retuerce el estómago. Vale, ya está. A él sí que no le perdono. Sus andares de retardado de la gente canina, su cola desflecada, su aliento de turón muerto. Imperdonable.

Una vez más, decido no volver enseguida a casa como una pasmada. Merodeo sin rumbo fijo por las calles. Admiro los edificios, los balcones con sus brillantes arabescos, me imagino a la gente dentro de sus pisos. Hay tantas personas, apiñadas unas junto a otras, cada una de ellas persuadida de que su pequeña vida cuenta más que la del vecino. Me suena el estómago. Continúo mi paseo, atraída por las ventanas iluminadas como los mosquitos que se arrojan contra las luces azules, esas que chisporrotean al carbonizarlos. Miro de reojo, invento y comento para mi fuero interno las decoraciones visibles de los pisos. Aquí, un tapiz cubre una pared entera («y esta tonalidad color caca de oca simbolizaría a la perfección la degeneración intelectual de nuestras sociedades occidentales…»), allí descubro la lámpara de un salón (diseñada por Tata Claude, de noventa y nueve años, artista del cartón piedra). ¿Qué tipo de vida se tiene cuando se decide esconder una enorme pared bajo esos chorretes caqui? Mi estómago ruge, se queja de nuevo.

Busco con la mirada una panadería, examino los alrededores.

Y me paro en seco.

Mi corazón se libera de su caja torácica, estalla en mil pedazos sobre el asfalto.

Podría frotarme los ojos una y otra vez, pero sería inútil: delante de mí solo está la verdad. Doy saltos in situ, incapaz de reaccionar, sin aliento, y luego me giro y acabo por lanzarme a la carrera, tan ligera como un hipopótamo dentro de mis botas de caucho.

Se me nubla la vista.

Corro al azar, con la atroz imagen pegada a mis pupilas.

Él no me ha visto.

Él no me ha visto.

Mi padre, desbordado de trabajo, vagueando en el café.

Mi padre besando a una mujer en la boca.

Una mujer que no es mi madre.

CAPÍTULO 3

DÉBORAH QUIERE MORIRSE, ARRASTRADA POR LA CORRIENTE DE UN MAR TUMULTUOSO

Cuando al fin me decido a empujar la puerta de nuestro portal, ya son más de las ocho. Me seco por centésimo tercera vez las palmas de las manos sobre el vaquero, pero estas se empeñan en permanecer sudorosas. Tengo una fuente de agua grapada bajo la epidermis.

¿Y ahora?

Me meto en la escalera y mi velocidad de ascenso disminuye escalón tras escalón, puesto que cada uno de ellos me aproxima a mi madre.

¿Quién era esa mujer? Una morena con una sublime cabellera rizada que descendía hasta sus omoplatos… ¿Y aparte de eso?

Me ahogo y no es por la altura. Normalmente me subo de un tirón los cinco pisos. En esta ocasión, se me resisten, me cuestan un mundo.

No-quiero-ver-a-mi-madre.

—¡Hola, mami! ¿Has tenido un buen día ¤ Hipócrita.

—Mamá, hoy he pillado a papá con la lengua enroscada en la boca de otra mujer ¤ Demasiado directo.

—Mamuchi, hagamos, si te apetece, un ejercicio de visualización. Imagínate que descubres a uno de tus amigos engañando a su mujer, ¿tú le contarías que su marido le pone unos cuernos de tres metros de alto, tipo cérvido gigante del Gran Norte canadiense? ¤ Miserable, envilecedor e hipócrita.

—Mamita querida, tengo que darte una mala noticia ¤ Sepulturero de parejas.

La suerte está echada, no hay más apuestas por mi parte.

Al llegar al cuarto piso, me apoyo en la barandilla. Escucho el silencio del hueco de la escalera, un silencio de fachada erosionada por los mil y un sonidos domésticos que la rodean. Suena mi móvil.

«Mamuchi» en la pantalla.

Descuelgo con el corazón en la boca.

—Estoy aquí… ¡Te regalo mi bolso a cambio de Isidore!

Nuestra puerta cruje y oigo el jadeo idiota de nuestro pordiosero de guardia. Franqueo los últimos metros, beso la mejilla hundida de mi madre y tomo a toda prisa el camino inverso.

—¡He hecho pasta, estate aquí en diez minutos!

—¡Vale!

Me limpio las lágrimas que de nuevo me recorren el mentón.

El perro claudica y eleva hacia mí su cabeza descolorida.

—He cambiado de opinión, Isidore. Te perdono.

Una vez de regreso definitivo, pretexto una tonelada de deberes para llevarme mis fusilli fríos a mi cuarto. Pero antes me doy una vuelta por el salón.

—¿Qué significa ese número de teléfono en el recibidor?

Me responden unos chirridos de tijeras.

—Y papá ¿dónde está?

Mi madre se encoge de hombros.

—Ultimando la nueva maqueta del monstruo, ya sabes, de su número cero4. Está bajo una enorme presión. Sin duda volverá tarde. Puede incluso que mañana.

Vaya, qué curioso.

Estoy tan ofuscada por la horrenda visión de ese húmedo beso de tornillo que ni me doy cuenta del resto. No obstante, antes de desaparecer noto de pronto los cambios ambientales. Mi madre está recién duchada. Observo sus ojeras, sus dedos febriles. Su pelo cortado de cualquier manera. Pero no es eso lo que más me estremece. Está en pijama, sentada a horcajadas en medio del salón, y decenas de revistas yacen diseminadas a su alrededor. Pilas. Un mogollón, toneladas. La habitación está devastada, es la Feria del Papel en un puesto de veinte metros cuadrados: hay tiras, recortes, burruños de montones de papel bajo la mesita baja, encima del sofá, debajo del radiador, sobre y bajo la cómoda. Mi madre no es ninguna histérica de la limpieza, especialmente en estos últimos tiempos, pero nunca la había visto poner nuestro piso patas arriba hasta este punto. Sobre su escritorio, junto a la ventana, varias torres de revistas compiten por ver cuál llega más arriba. Su ordenador, por regla general encendido, está mudo y apagado.

Isidore se ha tumbado cuan largo es contra el radiador, aplastujando el papelamen. Recobra el aliento y al ver que me acerco mueve su cola despeluchada como si llevara el compás, levantando un sinfín de recortes a su alrededor.

Con el plato en la mano, doy un paso hacia mi madre. Ella recorta una tortuga con un enorme par de tijeras rojas, cuyo envoltorio yace a su lado.

—Eh…, ¿qué haces?

Aplicada, saca una punta de lengüecilla rosada sin desviar la mirada de su tarea.

—Recorto.

—Ah. Vale.

Pisoteando los restos de su extraña actividad bajo las suelas de mis botas de ranas, salgo a escape. Como la tremenda cobarde que soy.

Mi noche es una larga sucesión de pesadillas multiformes y sin tregua. De entre la sarta de oscuras secuencias, de rubicundos caretos enamoriscados, de besos monstruosos, de gritos, de peleas y de insultos soltados al vacío, destaca un sueño que se repite en bucle como las imágenes de un proyector estropeado.

Una araña venenosa se ha colado en nuestra casa. Se ha infiltrado bajo el zinc del tejado, aplastándose hasta el límite de lo grotesco, y se oculta agazapada en la oscuridad. Mis padres la persiguen. Mi madre se muestra muy activa por una vez. La bestia me da tanto pánico que mi columna vertebral parece erizada de pinchos surgidos de mi propio interior. Finalmente, mi madre exhibe triunfante uno de sus zapatos. Bajo la plantilla, encogida y terrible, la araña está muerta, asfixiada por el olor de los pies maternos.

Me despierto a las seis. Imposible dormirme de nuevo.

¿Quién es esa morena gilipollas?

Al día siguiente, me reencuentro con Éloïse delante de la Conejera, durante la pausa del mediodía. Alza el pulgar al ver mis botas. Hay que precisar que hace veintiséis grados. Sin una sola nube en el cielo. Me importa una mierda.

Estoy a punto de revelarle mi drama familiar, pero no me deja. Se lanza de inmediato (qué sorpresa) sobre el tema Erwann. Sin que parezca advertir mi cara de funeral, me arrastra a un bar para tomarnos una sopa que supuestamente te mejora el cutis. Ha elaborado toda una estrategia de tácticas de acercamiento que al fin fructifican: Erwann la invita a su cumpleaños dentro de tres semanas.

Apenas me anuncia la noticia, saco un pañuelo (desde el episodio de Isidore llevo siempre tres paquetes conmigo) y le limpio la saliva de los labios.

Que conste, sin embargo, que la admiro. Éloïse es el pitbull de las historias de amor. Cuando tiene una víctima en su mirilla, es inútil intentar meterse de por medio, cruzarse en su camino. Su cerebro curra como para hacer palidecer de envidia al de un premio Nobel, y todo ello con el único objetivo de detener a su presa. Y eso por no hablar de las desdichadas que osen ponerse a su vez en circulación. Yo ya la he visto arrojar una bomba fétida sobre la gabardina de una rival en potencia: el truco era bueno a más no poder.

Está tan liberada de los chacras, Éloïse, mientras se explaya sobre la ropa que se pondrá en ese famoso cumpleaños, «femenina sin resultar provocadora, elegante sin pecar de aburrida», que omito recordarle nuestro pacto. La peli que llevo medio año esperando, un anime japonés distribuido solo en tres salas, sale esa misma semana. Nos habíamos reservado ese sábado noche. El mío estaba rodeado de naranja en mi agenda. Mi sentido de la intuición no acostumbra a charlar por los codos, pero esta vez me susurra que entre Erwann y un anime japonés en versión original subtitulada, a base de katanas y de yokaïs, a Éloïse no le va a costar mucho decidirse. Y fijaos en que de todos modos yo podría ir sola a ver mi película. Podría. Soy mayor y sé comprarme una entrada.

Pero en fin.

El resultado es que después de las clases, en concreto de una de inglés en la que creí haberme provocado un esguince en la lengua de tanto mantenerla pegada a los incisivos, di un rodeo para pasarme por donde Carrie, mi librera.

¤ Wer ist Carrie?¤

Carrie es una especie de pequeña liana, delgada y musculosa, provista de una pelambrera tan exuberante como la selva del Amazonas en una noche de lluvia. He tenido muchas veces el extraño e insistente sueño de que, si le arrojase dentro del pelo una pelota de golf, esta se extraviaría para siempre. Estoy segura de que debe de ocultar allí una buena decena de cepillos. La oficina de objetos perdidos haría su agosto peinándola. Sin embargo, su opulencia capilar no es su principal atractivo: ella tiene, sobre todo, muy buen gusto. La conozco desde mis seis años, desde el año en que una neumopatía me postró en cama durante dos meses. Carrie me salvó la vida aconsejándole libros superbuenos a mis padres. Desde entonces, me paso varias veces al mes por su librería.

¤

—¡Déborah! Déjame que adivine, gatita mía: ¿no tienes previsto ningún plan para este finde y te gustaría ahogar tus penas? —me suelta, apenas cáustica.

—Te detesto.

—Coge un bombón.

Me alarga una caja en la que se apilan minúsculos libros rellenos de praliné y de pasta de almendras.

—Uno de mis clientes es fabricante de chocolate. Este es su último invento. Le he predicho un horizonte de conquistas femeninas, una cuantiosa fortuna y un avión privado.

Devoro tres y, con los dientes ennegrecidos de felicidad achocolatada, le pido un tocho.

—No tengo muchos deberes y quiero resistir el fin de semana al completo.

—Tienes una pinta espantosa,

—Qué bien, por fin alguien se da cuenta.

Me giro, simulo leer unos títulos.

—Ya sabes que, si necesitas hablar, aquí me tienes. ¿Dumas?

—Hecho.

—¿Montecristo, Mosqueteros y Collar de la reina?

—Afirmativo.

Carrie se desliza entre las mesas, roza con sus dedos finos los lomos de la sección de bolsillo. Contemplo sus ágiles movimientos, sus caderas contoneantes.

Ella me ha inculcado la manera de sentirme bien gracias a los libros. Devorándolos, por supuesto, pero no solo eso. «Pongamos el caso de una cita —me explicó con su habitual desenvoltura un día que me pasé a verla sin ningún objetivo concreto—. A tu edad, la mayoría de la gente se siente a disgusto con su cuerpo, que crece a lo largo y a lo ancho. El cuerpo propio los desasosiega, de modo que tratan de buscarse una forma de darse aplomo. Ahora bien, ¿qué hacen si su cita se retrasa?». Yo me encogí de hombros. «¡Parlotean por el móvil o se encienden un cigarrillo! —Se rio con ganas, echando atrás la cabeza. Y después me dijo, ya en serio—: Valiente idiotez. Alguien colgado de un móvil da la imagen de una persona corta de miras e incapaz de disfrutar de la auténtica vida. En cuanto a la otra opción…, yo la intenté en su momento: aliento deplorable y bronquios embadurnados de alquitrán. Y eso sin hablar del cutis apagado, ceroso. ¡Y, sin embargo, están los libros! ¿Acaso existe algo más sexy que un libro? ¿Te impacientas en el restaurante y el dichoso elegido llega tarde? Nada de móviles, un libro. ¿Esperas a la salida del metro? Un libro. La viva imagen de una persona misteriosa, distante, culta… Con un toque de pintalabios, no hay nada más sensual». La había escuchado, divertida, con una taza de té en la mano. Pero sus argumentos calaron hondo en mí.

Desde entonces, nunca salgo sin un libro metido en el bolsillo.

Carrie se vuelve hacia mí.

—Tu vida de noctámbula es una evidencia que salta a los ojos, locuela.

—Gracias, me siento muy valorada por tu sentido del humor.

—Humor rima con amor. ¿Algo de Hugo?

—Ese tipo, allí, el gusano enamorado de una estrella…

—¿Ruy Blas?

—El mismito.

—¿Y?

—Victor Hugo, ya veo. El no va más.

—Pero qué diablos, ya lo tengo, ¡sé exactamente lo que necesitas! —suelta Carrie, girándose y azotando el aire con su melena voladora. Coloca su mano sobre un tocho—. Los miserables.

Cuando me lo haya acabado, Éloïse ya se habrá olvidado de Erwann y yo podré reanudar mi vida normal. Y teniendo en cuenta el grosor del primer tomo, también tendré la menopausia.

—Te aconsejo que te des una vuelta por el súper y hagas acopio de pañuelos. Ah, y vas a necesitar una bolsa grande —añade Carrie.

Salgo de allí con dos tochos (la versión íntegra) y corro a aprovisionarme de pañuelos. Aún no he empezado el libro, pero ya estoy llorando.

Son las 21:30, estoy en la cama con una bolsa de agua caliente. Mi madre sigue recortando revistas en el salón y llena carpetas de papel. La he observado durante la cena. Esa manera espantosa que tiene de sujetar el tenedor por la punta, la lengua que asoma de su boca cuando engulle la comida. Me entraron ganas de chillarle: «¡Haz un esfuerzo! ¡Yérguete! ¡La morena se mantiene erguida, bien recta!». En lugar de ello, le he pedido cincuenta euros para comprarme unos zapatos. Me ha contestado que «mañana».

Una vez, mi padre quiso a esta mujer. Hasta el punto de mezclar sus genes con los de ella para traer al mundo a un ser que siempre han pretendido muy deseado. Por desgracia, luego no hubo ningún otro más. Mis padres arrastran este espectro en su historia. Pero bueno, hay un montón de gente con hijos únicos. Hoy, mi padre quiere a otra. O desea a otra.

Voy a vomitar.

Abro el libro. El mundo.

En 1815, el señor Charles-François-Bienvenu Myriel era obispo de Digne. Era un anciano de unos setenta y cinco años; ocupaba la sede de Digne desde 1806.

Por la mañana temprano, las pilas de recortes de mi madre se han volatilizado. Mi padre ha regresado: su taza de café reina en el fondo del fregadero. No me he cruzado con él. Es la única persona de nuestra casa que desconoce que tenemos un lavavajillas.

La señora Chemineau me mira como si estuviera viendo un ratón infecto en el fondo de su bolso. Percibo el murmullo de mis queridos condiscípulos, que comentan mi nota tan claramente enunciada.

7/20.

Una de las peores de la clase.

La peor, de hecho.

—Si se esfuerza y trabaja en serio, señorita Dantès, la cosa mejorará.

Tania ha conseguido un 18 sobre 20. Sus amiguitas han obtenido un rosario de notas por encima de 14. Victor ha sacado un 16. Migalaman, un 17.

Por lo general, soy una buena alumna. Debo de haber cambiado de dimensión, o bien es que unos extraterrestres me han aspirado el cerebro mediante una pajita plantada en mi oreja.

7/20.

Tengo mucho calor, el jersey se me pega a la piel. Me lo quito y mi mirada se entrecruza con la de Victor, que sonríe. Se pasa la mano por el pelo con una ojeada insistente, estudiada, y me recorre una segunda oleada de calor.

Menopausia.

Miro afuera, por la ventana, y compruebo que la electricidad estática me ha erizado el pelo; es como si tuviera una rueda sobre la cabeza. Me aplasto el peinado con dedos temblorosos. Me llegan algunas risitas.

La señora Chemineau ha terminado su funesta distribución y sube al estrado. Trato de captar el sentido de sus palabras, pero un dique de acero empapado mantiene prisioneras mis neuronas en calidad de rehenes.

A menos que estén muertas.

¡Por el Espagueti de Oro, no voy a suspender la selectividad, de verdad que solo me faltaba eso! ¡Quedarme atrapada aquí un año más! ¿Cómo salir del atolladero? Soy incapaz de concentrarme, me desplazo en un universo de gelatina grisácea. Y no serán Élo y su obsesión por Erwann quienes vayan a ayudarme.

Cuando salgo a la carrera de la Conejera, estoy convencida de haber alcanzado el clímax de mi jornada, ese instante culminante adorado por los guionistas, donde la acción se halla en su punto álgido y el héroe está tan vapuleado que ya no podría sucederle nada peor.

Falso.

Mi clímax particular es para esta noche, Teorema de la Suerte Perra, potencia 10.

CAPÍTULO 4