El Spleen de París - Charles Baudelaire - E-Book

El Spleen de París E-Book

Charles Baudelaire.

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Beschreibung

Sólo mediante un profundo conocimiento bilingüe y un trabajo regido por la autocrítica y la honestidad, se puede tener una traducción difícilmente superable. Los textos en prosa de Baudelaire han encontrado su justa dimensión en castellano: lejos de la estridencia y el desgarro, Margarita Michelena nos descubre el exquisito arte del escalofrío y del lírico asombro baudelerianos.

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Charles Baudelaire nació en París el 9 de abril de 1821. Tras morir su padre en 1827, su madre volvió a casarse muy pronto, con Jacques Aupick. Baudelaire era muy cercano a su madre, y el nuevo matrimonio sembró en él los gérmenes de muchas de sus aciagas inclinaciones. La relación con su padrastro produjo choques muy violentos, por lo que Aupick decidió enviarlo a Calcuta en 1841, pero Baudelaire se rehusó y se embarcó a Burdeos. Este viaje dejó una honda huella en la sensibilidad e imaginación del poeta y se reflejó en buen número de futuros poemas. La vida de Baudelaire fue una batalla por lograr la expresión de su genio, no caer en la indigencia, apaciguar su espíritu y defender su salud, comprometida desde la juventud por una sífilis no curada. Su obra más conocida, Las flores del mal, produjo un terrible escándalo y fue acusada de atentar contra la moral y la religión. Después de sufrir un ataque cerebral y de varios meses de incoherencia y terribles dolores, Baudelaire murió el 31 de agosto de 1867.

El Spleen de París

TEZONTLE

CHARLES BAUDELAIRE

EL SPLEEN DE PARÍS

Traducción de MARGARITA MICHELENA

Prólogo de CARLOS EDUARDO TURÓN

Primera edición, 2000 Segunda edición, 2018 Primera edición electrónica, 2018

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero Imágenes de portada: Rue des Marmousets, ca. 1853-1870, Charles Marville; iStock 456254301/scaliger

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5617-9 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Un libro clásico de Charles Baudelaire y Margarita Michelena

Baudelaire, para quien la autocrítica y la sinceridad se unen de modo natural en nudo inextricable, confiesa que el antecedente y fundamento de sus poemas en prosa fue la lectura plena de admiración de los textos de Aloysius Bertrand —“lo que él hizo acerca de la vida antigua y pintoresca, yo quise hacerlo con respecto a la moderna y más abstracta”—; pero desde un comienzo advirtió que no podía imitar a Bertrand y que sus poemas eran “otra cosa”, y se sintió humillado “porque el poeta siempre debe hacer exactamente aquello que quiere hacer” (bosquejo de la dedicatoria a Houssaye).

Artista en interminable busca de resultados estéticos preconcebidos, como Edgar Allan Poe, la versión de la obra de Baudelaire exige las más severas y difíciles hazañas. A menudo, puesto que utiliza un lenguaje sencillo, sin la extrañeza de los poetas románticos ni el hermetismo simbolista de un Mallarmé o un Valéry, intérpretes comunes se han lanzado, impúdicos, a traducciones orangutanescas.

Por ello los hispanoamericanos amantes de la poesía que carecen del bilingüe privilegio se nutren aún de estridencias y desgarros ajenos al exasperado afán de belleza que mueve a Baudelaire. Torpes, continúan ignorando el exquisito arte del calosfrío y del lírico asombro, de la reanimación de la égloga y del compasivo canto a la ciudad.

No encuentro entre mis libros la primera traducción de El Spleen de París que leí en mi adolescencia. Pienso que fue la de Enrique Díez-Canedo que, antes de la actual y apasionada proeza de Margarita Michelena, nos dio el eco más cercano de este breve libro que hace juego o prolonga Las flores del mal (sobre todo su sección “Cuadros parisienses”).

El volumen que tuve en mis manos, bajo el primero y prematuro título de Pequeños poemas en prosa (mismo con que aparece en Espasa-Calpe Argentina, “Colección Austral”), lo lanzó al comercio de quioscos la editorial pirata GLEM Buenos Aires que, asimismo, en pleno anonimato, y sin fecha ni cuantificación de tirada, explotó Jardines de Francia de Enrique González Martínez.

Mencionar al mismo tiempo las traducciones de Aguilar sería llevar al cadalso a los traductores comunes. Espacio perdido, y no poco enojo. Un atento poeta amigo, razonablemente, dice que son tan vanas las traducciones de poesía de Aguilar que, hasta en una decimosexta edición, el ruiseñor de Romeo y Julieta cacarea en un granero y no canta en un granado…

Suele decirse que cada diez lustros o cada siglo, a causa de la dinámica del idioma, requerimos nuevas versiones de las obras maestras. Máxima mentira. La necesidad de una nueva versión surge de que sólo se ha consumado una pretérita, y parcial o total, traición. La obra maestra vertida no ha dado lugar a otra obra maestra. Éste es el hecho incontestable.

Diversos motivos conducen a un poeta-traductor al mencionado parcial o total fracaso. González Martínez estimaba que los defectos de Jardines de Francia (1915) podían ser atribuidos a que su labor había sido mero “pasatiempo”. Odiosa aclaración, si dijo verdad, ya que los poetas no deben intentar traducir o verter sino lo que aman; es decir, aquello que no sirve para matar el tiempo sino para hacerlo resplandecer de vida.

Junto a González Martínez, quien tal vez procuró excusar los débiles gustos literarios de cuando tenía cuarenta y cuatro años, en la mayor parte de este siglo sobreabundan los poetas parafrásticos, traductores versistas por encargo o por divertimiento (cabe recordar los apresurados y descorazonadores textos que varios poetas publicaron durante la visita del general De Gaulle a nuestro país). Y de ellos sólo es posible opinar que, aunque quizás un poco tarde, están destinados al infierno o a un limbo sin redención.

Como prueba de la eternidad —lectura y relectura apasionadas— de versiones hechas con amor y conocimiento (o, como diría Claudel: co-nacimiento), basta recordar los trabajos sobre Poe del propio Baudelaire. Ningún francés necio —existen— se ha atrevido a competir con sus admirativas, admirables, amorosas versiones. Y ¿qué decir del salomónico Cantar de los cantares y de la virgiliana “Égloga II” de fray Luis de León? ¿Y del Rubaiyat de Fitzgerald? ¿Y del conradiano Tifón de Gide? ¿Y del gideano El regreso del hijo pródigo de Villaurrutia?

Considero que la versión de El Spleen de París de Margarita Michelena es —¡al fin!— fruto insuperable y perenne.

Sin prejuicios, superior, felizmente, a la de Díez-Canedo. Apreciación de excelencia obtenida como un incendio, apenas concluido el cotejo y la estremecida lectura y relectura de los cincuenta poemas en prosa de Baudelaire y de los cincuenta poemas-versiones en la magnífica prosa de Michelena. Díez-Canedo era fuera de serie (su versión de La puerta estrecha de Gide lo atestigua), pero Margarita Michelena, desnuda, palpitante, evidencia ser un monstruo de amor a Baudelaire (y a los poetas habitualmente llamados “malditos”).

Las causas del prodigio juzgo que son diversas, y apuntaré tan sólo aquellas que me parecen principales: íntimo conocimiento del castellano y del francés, tanto en su piel de seda como en su esotérica hondura; calidad de alto y sincero poeta, cualidad que la hermana al pathos baudeleriano; el cálido saber de memoria de poemas que aparecen tanto en Las flores del mal como en El Spleen de París (“La cabellera”-“Un hemisferio en una cabellera”, “Las viejecitas”-“Las viudas” y “La invitación al viaje”); raíz y ramaje melódicos sin los cuales Baudelaire sería —como algunos lo imaginan debido a las traiciones— un pobre y risible albatros; ningún sentimiento de encargo, deber o pasatiempo sino elección libre, enamorada y generosa, sin espera de mediata o inmediata recompensa; labor lenta, paciente, corregida y vuelta a corregir, como los toques y retoques que Baudelaire nos enseñó en su ansiosa búsqueda de la belleza…

Al leer a Margarita Michelena, en esta creación imponderable, siento que ella es para nosotros, ahora mejor que nunca, el sabio centauro, ya que están palpitantes dos formas de ser suyas: la gaya ciencia y el don o la misteriosa gracia de la prosa.

¿Quién, después de ella, después de El Spleen de París que necesita el prodigio de la poesía y la prosa, volverá a encarnar para nosotros a un Quirón de sensitivos “Cuadros parisienses”, y de vocación y extranjería de poetas que sueñan en las nubes?

A partir de Margarita Michelena, nadie.

CARLOS EDUARDO TURÓN

Noticia bibliohemerográfica

Los primeros pequeños poemas en prosa de Baudelaire empiezan a aparecer en agosto de 1853, en una antología colectiva intitulada Fontainebleau. Exactamente al año siguiente aparecen otros seis, con el título de Poemas nocturnos, publicados por Le Présent. En enero de 1862, La Presse da a la estampa Veinte pequeños poemas en prosa, de los cuales doce son nuevos. En 1863, Baudelaire cede al editor Hetzel los derechos de publicación, durante cinco años, de un volumen de versos (tercera edición de Las flores del mal) y de una serie de pequeños poemas en prosa (El Spleen de París). El contrato estipula que cada una de estas obras alcanzará un tiraje de dos mil ejemplares; los derechos de autor se fijan en 600 francos por cada libro. Baudelaire los cobra al firmar el contrato, aunque el editor nunca recibirá los textos que acaba de adquirir. En junio del mismo año, en la Revue nationale et étrangère, aparecen otros dos pequeños poemas en prosa: “Las tentaciones” y “La bella Dorotea”. Casi simultáneamente se publican en Le Boulevard dos poemas en prosa más: “Los dones de la luna” y “¿Cuál es la verdadera?” Entre 1863 y 1864, en la Revue Nationale: “El tirso”, “Las ventanas” y “¡Ya!”; Le Figaro comienza la publicación en serie de Le Spleen de Paris y la interrumpe en el sexto poema. El director del diario declara, a Baudelaire, a manera de excusa, que sus poemas “aburren a todo el mundo”. En julio y agosto del mismo año aparecen otros seis poemas en prosa, de los cuales dos son inéditos: “El puerto” y “El espejo”. Para fines de 1864, el diario bruselés L’Indépendance Belge acoge otro poema, “Los buenos perros”, con el cual se cierra la edición de 1869 (póstuma) del Spleen de París, a cargo del editor Michel Lévy. El día mismo en que muere el poeta, el 31 de agosto de 1867, la Revue Nationale comienza a publicar la última serie de los Pequeños poemas en prosa, cuyo título definitivo, en la primera edición de 1869, es Spleen de París, y aparecen según el orden fijado por el autor en el envío del original a Arsène Houssaye, sin fecha. (Contra el uso común de los poetas románticos, Baudelaire no data sus trabajos.)

M. M.

A la sombra de Charles Baudelaire, rogándole su perdón por haberlo obligado a vivir conmigo dos años —noche y día— pese a saber que el poeta no estimaba a las mujeres. Con todo, siento que en uno que otro de estos poemas me dio su bendición. Su indigna enamorada,

MARGARITA MICHELENA

A ARSÈNE HOUSSAYE

Querido amigo, le envío una obrita de la cual podría decir, sin injusticia, que no tiene ni pies ni cabeza porque todo, al contrario, es aquí a la vez pies y cabeza alternativa y recíprocamente. Considere usted, se lo ruego, qué admirables comodidades nos ofrece a todos, a usted, a mí, al lector. Podemos cortar por donde nos plazca, yo, mis ensoñaciones, usted, el manuscrito y el lector, su lectura, porque no me sorprende la voluntad reacia de éste en el hilo interminable de una intriga superflua. Quite usted una vértebra y los dos pedazos de esta morbosa fantasía se reunirán fácilmente. Córtela en numerosos fragmentos y verá usted que cada uno de ellos puede subsistir aparte. En la esperanza de que cada uno de los pedazos estarán lo suficientemente vivos para agradarlo y divertirlo, me atrevo a dedicar a usted la serpiente entera.

Tengo una pequeña confesión que hacerle. Al hojear, por vigésima vez cuando menos, el famoso Gaspard de la Nuit de Aloysius Bertrand (libro que, conocido de usted, de mí y de algunos amigos nuestros, ¿no tiene todos los derechos para que se llame famoso?), me ha venido la idea de intentar algo análogo, de aplicar a la descripción de la vida moderna, o quizá de una vida moderna y más abstracta, el procedimiento que Bertrand aplicó a la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.

¿Quién es aquel de nosotros que, en sus días de infancia, no ha soñado el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo y sin rima y lo bastante dócil y contrastada para adaptarse a los movimientos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia?

Es sobre todo de la frecuentación de las ciudades enormes, es del entrecruzamiento de sus innumerables relaciones, de donde nace este afán obsesivo. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no se ha visto tentado de traducir en una canción el grito estridente del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que este grito envía hasta las buhardillas, a través de las más altas brumas de la calle?

Pero, a decir verdad, temo que mis deseos no me hayan traído felicidad. En cuanto comencé el trabajo me percaté de que no solamente estaba yo muy lejos de mi brillante y misterioso modelo, sino que, sobre todo, yo hacía algo (si a esto se le puede llamar algo) singularmente distinto, accidente del cual otro que no fuera yo se enorgullecería sin duda, pero que no puede más que humillar profundamente a un espíritu que considera como el más alto honor del poeta la realización exacta de lo que había proyectado hacer.

Su muy afectuoso

C. B.

IEl extranjero

—¿QUÉ ES LO QUE MÁS AMAS, hombre enigmático? Dime: ¿a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?

—No tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.

—¿Y tus amigos?

—Os servís de palabras que hasta hoy me han sido desconocidas.

—¿Tu patria?

—Ignoro en qué latitud esté situada.

—¿La belleza?

—La amaría de buen grado, deidad inmortal.

—¿El oro?

—Lo odio tanto como vos odiáis a Dios.

—Entonces, ¿qué es lo que amas, extraordinario extranjero?

—Amo las nubes… las nubes que pasan… allá lejos… allá lejos… ¡Las maravillosas nubes!

IILa desesperación de la vieja

LA VIEJECILLA ENCOGIDA se sentía rejuvenecida al ver a aquel lindo niño al que todos festejaban, a quien todo el mundo quería complacer; aquel ser frágil como la anciana y, como ella también, sin dientes ni cabellos.

Y la viejecita se aproximó a él para hacerle risillas y carantoñas. Pero el niño, asustado, se revolvía bajo las caricias de aquella buena mujer decrépita y llenaba la casa con sus chillidos.

Entonces, la anciana se retiró a su soledad eterna y lloraba en un rincón diciendo:

—¡Ay! ¡Para nosotras las viejas ha pasado la edad de gustar aun a los inocentes; y damos horror a los pequeñuelos a los que quisiéramos amar!

IIIEl confíteor del artista

¡QUE EL FIN DE LA JORNADA de otoño sea penetrante!

¡Ah, penetrante hasta el dolor! Porque hay ciertas sensaciones deliciosas de las que lo vago no excluye la intensidad; no hay punta más acerada que la del infinito.

¡Gran delicia sumergir la mirada en la inmensidad del cielo y el mar! ¡Soledad, silencio, incomparable castidad del azur! Una vela estremecida en el horizonte que, por su pequeñez y su aislamiento, imita mi irremediable existencia, melodía monótona de la onda, todas esas cosas piensan por mí y yo pienso por ellas (porque, en la grandeza de la ensoñación, el yo se pierde pronto); esas cosas piensan, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.

Empero, esos pensamientos que las cosas sacan del yo, se vuelven muy pronto demasiado intensos. La energía en la voluptuosidad crea un malestar y un sufrimiento positivos. Mis nervios, excesivamente tensos, no dan más que vibraciones chillonas y dolorosas. Y, con todo, la profundidad del cielo me consterna; su limpidez me exaspera. La insensibilidad del mar, la inmovilidad del espectáculo, me rebelan… ¡Ah! ¿Habrá que sufrir eternamente o eternamente huir de lo bello? Naturaleza, encantadora sin piedad, rival siempre victoriosa, ¡déjame! ¡Cesa de tentar mis deseos y mi orgullo! El estudio de lo bello es un duelo en que el artista grita de espanto antes de ser vencido.

IVUn gracioso

ERA LA EXPLOSIÓN DEL AÑO NUEVO: caos de fango y nieve atravesando por mil carrozas centelleantes, de juguetes y bombones, bullente de codicias y desesperanzas, delirio oficial de una gran ciudad a propósito para turbar el cerebro del más fuerte solitario.

En medio de aquel estruendo, de aquel ruido, un asno trotaba vivamente, hostigado por un rústico armado de un látigo.

Cuando el asno iba a doblar una esquina, un apuesto caballero enguantado, barnizado, cruelmente encorbatado y aprisionado por sus ropas flamantes, se inclinó ceremoniosamente delante de la humilde bestia y le dijo, quitándose el sombrero:

—¡Mis mejores deseos por su felicidad!

Después se volvió hacia no sé qué camaradas, con un gesto de fatuidad y como rogándoles que añadieran su aprobación y su contento.

El asno no miró al guapo gracioso y continuó corriendo hacia donde lo llamaba su deber.

Yo, por mi parte, fui presa de una ira inconmensurable contra aquel magnífico imbécil que parecía concentrar en sí todo el ingenio de Francia.