El talismán - Sir Walter Scott - E-Book

El talismán E-Book

Sir Walter Scott

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Beschreibung

"El talismán" es una novela del romanticismo del escritor escocés Walter y publicada en la antología de 1825 Cuentos de los Cruzados.

"El talismán", posiblemente una de las mejores novelas de Walter Scott, nos ubica en la Tercera Cruzada, también conocida como Cruzada del Rey, debido a la participación de la estirpe de los Plantagenet, representada en la figura de Ricardo II de Inglaterra (cocnocido como Ricardo Corazón de León), y que tuvo lugar entre los años 1189 y 1192.

Casi toda la trama de "El talismán" se desarrolla dentro del campamento de los cruzados en Palestina, donde el rey Ricardo Corazón de León yace herido. La campaña corre peligro debido al padecimiento de su líder, momento de gran incertidumbre en el cual surge la figura de un joven noble de Escocia: el caballero Kenneth, quien logra desbaratar algunas intrigas entre los propios cruzados y llevar algo de esperanza en el éxito de la empresa.

Como en muchas novelas históricas de Walter Scott, los personajes principales de "El talismán" existieron realmente, es decir, fueron personajes históricos. Por allí tenemos al rey Ricardo y a su oponente: Saladino. También aparece Edith Plantagenet y una gran cantidad de cruzados notables. Incluso el protagonista del libro, sir Kenneth, es una versión literaria de David de Huntingdon, un noble escocés célebre por sus hazañas.

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Sir Walter Scott

El talismán

Tabla de contenidos

EL TALISMÁN

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

CAPÍTULO XXIV

CAPÍTULO XXV

CAPÍTULO XXVI

CAPÍTULO XXVII

CAPÍTULO XXVIII

Notas a pie de página

EL TALISMÁN

Sir Walter Scott

CAPÍTULO I

… También ellos se retiraron al desierto.

Pero con las armas.

El Paraíso Recobrado

El ardiente sol de Siria no había alcanzado aún su punto de mayor elevación en el horizonte, cuando un caballero cruzado que había abandonado su lejano hogar, en el Norte, para unirse a la hueste de los Cruzados en Palestina, atravesaba lentamente los arenosos desiertos que rodean al Mar Muerto, llamado también lago Asfaltites, donde las aguas del Jordán se reúnen en un mar interior, que no envía a otro alguno el tributo de sus olas.

El peregrino guerrero había caminado entre rocas y precipicios durante la primera parte de la mañana. Más tarde, saliendo de aquellos roqueños y peligrosos desfiladeros, había salido a la gran llanura en que las ciudades malditas provocaron, en tiempos lejanos, la directa y terrible venganza del Omnipotente.

El viajero olvidó las fatigas, la sed y los peligros de la jornada, al recordar la espantosa catástrofe que había convertido en árido y triste desierto el encantador y fértil valle de Siddim, antes regado y bello como el Paraíso, y reducido hoy a una soledad requemada por los rayos del sol y condenada a eterna esterilidad.

El viajero se persignó al ver la negra superficie de aquellas aguas, que tanto por el color como por la calidad se diferencian de las de todos los demás lagos, y no pudo evitar un estremecimiento al pensar que debajo de aquella superficie espesa yacían las antes soberbias ciudades de la llanura, cuya tumba abrió el rayo del cielo o la erupción de los fuegos subterráneos, y cuyos restos están cubiertos por un mar que no contiene peces vivos en su fondo ni sostiene embarcación alguna en su superficie, y que, como si su lecho maldito fuese el único receptáculo digno de sus fangosas aguas, no envía, como los demás lagos, tributo alguno al Océano. Como en los tiempos de Moisés, toda la tierra de los alrededores era «sal y azufre; ni se siembra ni se labra, ni crece hierba alguna en su superficie». Aquella tierra, como el lago, también podía llamarse muerta, porque no produce nada que se parezca a vegetación, y ni siquiera pueblan el aire sus habituales habitantes alados. Las aves huyen del olor del azufre y del betún, que, bajo un sol abrasador, exhalan las aguas del lago en espesas nubes, que frecuentemente adquieren la forma de trombas de agua. Grandes cantidades de la substancia fangosa y sulfurosa llamada nafta, que flotan fácilmente sobre las turbias aguas encharcadas, añaden nuevos vapores a esos nubarrones que pasan, y que constituyen un terrible testimonio de la verdad de la historia mosaica.

Sobre este escenario de desolación brillaba el sol con insoportable ardor, y parecía que todos los seres vivientes se escondían de sus rayos, excepto la figura solitaria que avanzaba lentamente por la arena, y que era, en apariencia, el único ser dotado de vida en toda la gran extensión de la llanura. El vestido del jinete y las guarniciones del caballo no eran, ciertamente, las más adecuadas para viajar por semejante país. Además de la cota de malla, con guanteletes y peto de acero, que formaban ya de por sí una armadura de peso considerable, llevaba pendiente del cuello el escudo triangular, y en la cabeza el férreo yelmo de visera, del que colgaba una babera de malla que le cubría el cuello y los hombros, tapando el espacio que dejaban descubierto el peto y el espaldar. Sus extremidades inferiores estaban protegidas, como su cuerpo, por la flexible cota de malla. Calzaba borceguíes de acero, como los guanteletes. De su costado izquierdo pendía una ancha y aguda espada de dos filos, con la empuñadura en forma de cruz; al costado derecho llevaba un puñal sostenido en el cinturón. Asegurada en la silla y apoyada en el estribo, sostenía la larga lanza de acerada punta, que era su arma de combate ordinaria, ostentando su banderola, inmóvil si el aire permanecía en calma, ondeante cuando la agitaba el viento. A este pesado atavío, añádase una sobreveste de paño bordado, muy deslucida y raída, pero que preservaba la armadura de la acción del sol, que sin esta precaución no habría sido posible soportar. En varios puntos de la sobreveste, llevaba el caballero su escudo nobiliario, muy deslucido por el tiempo. Este escudo representaba un leopardo yacente, con la divisa: «Duermo; no me despiertes». La misma divisa mostraba el escudo triangular; pero los golpes de las armas enemigas la habían borrado en gran parte. La cimera del yelmo no llevaba airón. Los Cruzados del Norte, al conservar su pesada armadura defensiva parecían desafiar con ella el clima y la naturaleza de la tierra adonde habían ido a luchar.

El equipo del caballo era casi tan macizo y pesado como el del jinete. El animal llevaba una pesada silla recubierta de acero, sostenía por delante un ancho pretal, y por detrás dos piezas de defensa para los costados y el cuarto trasero. A la silla iba atada la maza de armas o martillo de hierro; las riendas eran cadenas del mismo metal; la frontera se componía de una cubierta de acero, con aberturas para los ojos y la nariz, y de su parte central emergía una larga punta dispuesta a guisa del asta del fabuloso unicornio.

La costumbre había convertido en la cosa más natural esta verdadera panoplia, tanto para el jinete como para su valiente corcel de batalla. Desde luego, muchos guerreros de Occidente que habían acudido a Palestina sucumbieron al ardiente clima, pero otros lograron acostumbrarse a él, y llegó a ser inofensivo y hasta propicio para ellos. Entre estos afortunados figuraba el solitario caballero que a la sazón seguía la costa del Mar Muerto.

La Naturaleza, que había modelado sus miembros con una fuerza nada común y le había hecho capaz de soportar la cota de malla con más facilidad que si hubiese sido tejida con telarañas, le dotó de una salud tan sólida como sus miembros, lo cual le permitía resistir tanto los cambios de clima como las fatigas y privaciones de todas clases. Su estado de espíritu parecía, en cierta manera, participar de las cualidades de su cuerpo; y si éste tenía gran fuerza y resistencia, unidas a la capacidad de una violenta acción, aquél, bajo la apariencia de un sereno e imperturbable semblante, poseía el orgulloso y entusiasta amor a la gloria, que constituía el principal atributo de la célebre raza normanda y que les había convertido en dominadores de todos los rincones de Europa donde habían llevado sus aventureras espadas.

Sin embargo, la suerte no había concedido tales tentadoras recompensas a toda la raza; y las que había obtenido el solitario caballero durante los dos años de campaña que llevaba en Palestina, le dieron sólo nombradla temporal y, como le enseñaran a creer, privilegios espirituales. Entretanto, se había agotado el poco dinero de que disponía, especialmente porque no quiso seguir ninguno de los procedimientos que ponían en práctica sus compañeros de Cruzada para procurarse recursos a costa del pueblo de Palestina: no exigía donativos a los desgraciados hijos del país a cambio de dejarles intactas sus haciendas en los combates contra los sarracenos, y tampoco se aprovechó de las oportunidades de enriquecerse mediante los rescates de los prisioneros de importancia. La pequeña hueste que le siguiera desde su país había ido disminuyendo gradualmente, a medida que faltaban los medios para sostenerla, y el único servidor que le quedaba se hallaba en aquellos momentos enfermo en cama, y, por consiguiente, incapacitado para seguir a su señor, el cual viajaba, como hemos visto, totalmente solo. Ello tenía poca importancia para el cruzado, quien estaba acostumbrado a considerar su buena espada como su más segura escolta, y los pensamientos devotos como su mejor compañía.

Pero la naturaleza exigía comida y descanso, a pesar de la férrea constitución y del paciente espíritu del Caballero del Leopardo Durmiente; y por eso, a mediodía, cuando ya había dejado algo a la derecha el Mar Muerto, divisó con alegría dos o tres palmeras que se erguían al lado del pozo en donde pensaba hacer alto en aquella hora. Su caballo, que había caminado con tanta resistencia como su dueño, levantó ahora la cabeza, hinchó la nariz y aligeró el paso tan pronto como presintió la proximidad del agua y la existencia de un lugar de descanso y refresco. Pero, antes de llegar al punto deseado por el caballo y el caballero, habían de hacer frente aún a nuevos peligros y trabajos.

Mientras el Caballero del Leopardo Yacente contemplaba con fijeza el grupo de palmeras, distante todavía, le pareció que algo se movía entre ellas. La lejana silueta se separó de los árboles, que en parte ocultaban sus movimientos, y avanzó hacia el caballero, con tal rapidez, que pronto pudo ver a un jinete montado en su cabalgadura, y a quien el turbante, la larga lanza y el caftán verde que ondeaba a impulso del viento, denunciaban como un caballero sarraceno. «En el desierto —dice un proverbio oriental— nadie encuentra a un amigo». Para el cruzado, era totalmente indiferente que el infiel, que se acercaba en su magnífico caballo árabe con la misma rapidez que si le llevaran las alas de un águila, viniera como amigo o como enemigo, y hasta habría preferido, como devoto defensor de la Cruz, que fuese lo último. Desató la lanza de la silla, la empuñó con la mano derecha, la dispuso para el ataque, con la punta algo levantada, tomó las riendas con la izquierda, espoleó al caballo y se dispuso a hacer frente al desconocido, con la segura confianza, propia de quien ha salido vencedor en muchas contiendas.

El sarraceno llegó al galope tendido habitual de los jinetes árabes, guiando su caballo más con las piernas y con la inclinación de su cuerpo que con el uso de las riendas —que colgaban, abandonadas, a su lado izquierdo—, de tal manera que quedaba libre para manejar el ligero escudo redondo, de piel de rinoceronte, guarnecido con chapas de plata, que llevaba al brazo, moviéndolo de uno a otro lado a fin de oponer su pequeño círculo al formidable ataque de la lanza occidental. No enristraba su larga lanza, como su adversario, sino que la tenía cogida por la mitad, con la mano derecha, y la agitaba por encima de su cabeza. Al avanzar velozmente contra su enemigo, parecía suponer que el Caballero del Leopardo pondría su caballo al galope para acometerle. Pero el caballero cristiano, muy conocedor de las costumbres de los guerreros orientales, no quería cansar a su buen caballo con movimientos inútiles; y, al contrario, se paró en seco, confiando que si el enemigo le atacaba con el ímpetu que llevaba, su propio peso y el de su poderosa cabalgadura le darían suficiente ventaja, sin que le precisara añadir ningún movimiento rápido. Seguro y receloso a la vez sobre el resultado de su ataque, cuando se encontró a una distancia como dos veces la longitud de su lanza, el caballero sarraceno hizo volver a su caballo hacia la izquierda, con inimitable destreza, y dio dos vueltas alrededor de su adversario, el cual girando sin ceder terreno y presentando constantemente la cara a su enemigo, frustró la intención de éste de atacarle en un momento de descuido. De modo que el sarraceno hizo volver grupas a su caballo y se retiró a una distancia de un centenar de yardas. Por segunda vez, como un halcón ataca a una garza real, el infiel renovó su ataque, y segunda vez tuvo que retirarse sin haber podido entablar combate. Por tercera vez se acercó de la misma manera, pero el caballero cristiano, deseoso de acabar aquel ilusorio combate, en que, al fin y a la postre, podría ser dominado por la movilidad de su contrincante, cogió de pronto la maza que colgaba de su arzón y, con tanta fuerza como puntería, la arrojó contra la cabeza del emir, porque, a juzgar por las apariencias no menos que un emir parecía ser su enemigo. El sarraceno tuvo el tiempo justo para interponer su ligero escudo entre la maza y su cabeza; pero la violencia del golpe hizo chocar el escudo contra el turbante, y a pesar de que la defensa amortiguó el golpe, el sarraceno cayó de su caballo. Pero antes de que el cristiano pudiera aprovecharse de este contratiempo, el ágil infiel ya se había levantado, y, llamando al caballo, que inmediatamente volvió a su lado, saltó a la silla, sin tocar siquiera el estribo, y recuperó toda la ventaja que le había hecho perder el Caballero del Leopardo. Entretanto, este último habría recobrado su maza, y el caballero oriental, recordando la fuerza y la destreza con que su enemigo le atacara, pareció decidido a mantenerse cautelosamente fuera del alcance de un arma cuya fuerza acababa de experimentar, manifestando su propósito de continuar la lucha a distancia, con las armas arrojadizas que llevaba. Hincó su larga lanza en la arena, a cierta distancia del lugar del combate, y empuñó con gran destreza una pequeña ballesta que colgaba de su espalda; puso el caballo al galope, otra vez describió dos o tres círculos de mayor radio que antes, y mientras galopaba disparó seis flechas contra el cristiano, con tan buena puntería, que sólo por la excelencia de la armadura se libró de quedar herido. La séptima flecha pareció haber acertado un punto menos perfecto de la armadura, y el cristiano cayó pesadamente de su caballo. Pero la sorpresa del sarraceno fue grande cuando, al descabalgar para examinar el estado de su derribado enemigo, se encontró de pronto cogido por el europeo, que había recurrido a este ardid para que su adversario se le pusiera al alcance. Mas también en este grave trance el sarraceno se salvó gracias a su agilidad y serenidad. Se desató el cinturón, que era por donde le había asido el Caballero del Leopardo, y librándose así de sus manos, montó en su caballo, que parecía seguir su movimientos con la inteligencia de un ser humano, y se alejó de nuevo. Pero en el último encuentro, el sarraceno había perdido su espada y su aljaba, que pendían del cinturón que se vio obligado a abandonar, así como su turbante. Estas desventajas parecieron inclinar al musulmán a una tregua.

—Hay tregua entre nuestras naciones —dijo en lengua franca, que era la que comúnmente usaban para entenderse con los Cruzados—; ¿por qué, pues, hemos de hacernos la guerra tú y yo? Haya paz entre nosotros.

—Accedo —contestó el del Leopardo Yacente—; pero ¿qué garantía me das de que respetarás la tregua?

—Jamás un secuaz del Profeta ha faltado a su palabra —contestó el emir—. A ti, bravo nazareno, tendría que pedir garantías, si no supiera que la traición raras veces convive con la valentía.

El cruzado sintió que la confianza del musulmán le hacía sentir vergüenza de sus dudas.

—Por la cruz de mi espada —dijo, extendiendo a la vez la mano sobre el arma—, seré fiel compañero tuyo, sarraceno, mientras la suerte quiera que estemos juntos.

—Por Mahoma, Profeta de Dios, y por Alá, Dios del Profeta —contestó el que había sido enemigo—, no guardo en mi corazón rencor alguno contra ti. Y ahora, lleguémonos hasta aquella fuente, pues es ya la hora del descanso, y el agua tan sólo había tocado mis labios cuando fui llamado a combate por tu presencia.

El Caballero del Leopardo Yacente accedió con muestras de cortesía, y los dos enemigos de antes se dirigieron hacia el grupo de palmeras, sin mirada alguna de recelo ni ademán alguno de odio.

CAPÍTULO II

En cierta manera, los tiempos de peligro tienen sus períodos de benevolencia y de seguridad; y ello ocurría de manera especial en los antiguos tiempos feudales. Como las costumbres de la época convertían la guerra en la principal y más noble ocupación de la Humanidad, los intervalos de paz, o, más bien, de tregua, eran disfrutados intensamente por aquellos guerreros a los que raras veces se concedían, y que en ellos se gozaban porque eran puramente transitorios. No merecía la pena conservar una enemistad permanente hacia un adversario contra quien habían luchado hoy mismo, y con quien podían tener que volver a sostener un combate sangriento a la mañana siguiente. El tiempo y las circunstancias ofrecían tantas ocasiones para dar salida a las pasiones violentas, que los hombres, salvo en el caso de un odio particular e individual, pasaban en alegre compañía de todos los demás los breves intervalos de relación pacífica que les permitía su vida de guerreros.

La diferencia de religiones, y todavía más el fanático celo que impulsaba, tanto a los seguidores de la Cruz como a los de la Media Luna, unos contra otros, resultaban muy atenuados por un sentimiento natural en combatientes generosos, y alentados especialmente por el espíritu de la Caballería. Este último fuerte impulso se había propagado gradualmente de los cristianos a sus enemigos mortales, los sarracenos, tanto de España como de Palestina. Por otra parte, estos últimos ya no eran los fanáticos salvajes salidos del centro de los desiertos arábigos con la espada en una mano y el Corán en la otra, para imponer la muerte o la fe de Mahoma, o, en el mejor de los casos, la esclavitud y los tributos a todos los que osaran oponerse a las creencias del Profeta de la Meca. Tal alternativa fue la que se planteó a los pacíficos griegos y sirios; pero en la lucha contra los cristianos occidentales, que estaban animados por un ímpetu tan grande como el suyo, y por una valentía indomable, y que eran diestros y afortunados en las armas, los sarracenos aprendieron poco a poco sus costumbres, y, de manera especial, los usos de la Caballería, tan apropiados para cautivar el espíritu de una gente altiva y conquistadora. Tenían sus torneos y sus justas; tenían también sus caballeros, o categorías nobiliarias parecidas, y, sobre todo, los sarracenos mantenían la palabra empeñada, con tal exactitud que a veces llegaban a dejar avergonzados a los que profesaban una religión mejor. Sus treguas eran respetadas escrupulosamente, tanto las individuales como las nacionales, de tal manera que la guerra, que en sí es, quizá, el mayor de los males, daba ocasión a manifestarse la buena fe, la generosidad, la clemencia y hasta los más delicados afectos, lo cual ocurre menos frecuentemente en períodos más tranquilos, en que las pasiones de los hombres, los odios o las inacabables rencillas que no pueden tener satisfacción inmediata son susceptibles de arder durante mucho tiempo en el espíritu de los que tienen la desgracia de ser sus víctimas.

Bajo la influencia de estos delicados sentimientos que amortiguan los horrores de la guerra, el cristiano y el sarraceno, que poco antes habían hecho todo lo que estaba a su alcance para destruirse, se encaminaron lentamente a la fuente de las palmeras, adonde se dirigía el Caballero del Leopardo Yacente cuando se vio detenido a mitad del camino por su rápido y peligroso adversario. Ambos estuvieron, largo rato abstraídos en sus propias reflexiones, reponiéndose después de un encuentro que habría podido ser mortal para uno de ellos o ambos a la vez; y sus excelentes caballos parecían no menos contentos en aquel intervalo de descanso. Sin embargo, el del sarraceno, aunque le habían hecho evolucionar con más violencia y extensión, parecía menos fatigado que el del caballero europeo. Todavía sudaba abundantemente el último, cuando el del noble árabe estaba ya completamente seco, sólo con el corto rato de paso sosegado, aunque en el freno y en el pretal podía verse su abundante espuma. El movedizo suelo que pisaban aumentaba de tal manera la fatiga del caballo del cristiano, que llevaba la pesada carga de su armadura además del peso del jinete, que éste se apeó y dejó a su montura avanzar por el arcilloso suelo, que a causa de los ardores del sol se había convertido en una substancia más impalpable que la más fina arena; con ello aliviaba a su caballo, a cambio de aumentar su propia fatiga, y que, cubierto de hierro como iba, sus pies se hundían a cada paso que daba en aquella superficie tan ligera e inconsistente.

—Haces bien —dijo el sarraceno; y ésta fue la primera frase que se pronunció entre ellos desde que concertaron la tregua—; tu robusto caballo merece la atención que le concedes; pero ¿qué haces en el desierto con un animal que se hunde hasta los jarretes a cada paso, como si quisiera aplastar con su pata la raíz de una palmera?

—Has hablado razonablemente, sarraceno —dijo el caballero cristiano, disgustado por el tono con que el infiel criticaba a su cabalgadura favorita—; razonablemente según tus conocimientos y modo de observar las cosas. Pero en mi país, mi buen caballo me ha llevado sobre un lago tan grande como el que ves detrás de nosotros, sin mojarse ni un pelo de las patas.

El sarraceno le miró con tanta sorpresa como su educación le permitía demostrar; o sea, que se limitó a expresarla con un ligero movimiento de sus labios, muy semejante a una sonrisa de desdén, que hizo mover casi imperceptiblemente su bigote.

—Ya lo dice el refrán —dijo volviendo a su seriedad habitual—: escucha a un francés, y oirás una fábula.

—No es cortés —respondió el cruzado— dudar de la palabra de un caballero armado, y, a no ser que hablar por ignorancia, y no por malicia, nuestra tregua, que acaba de empezar, terminaría inmediatamente. ¿Crees que miento si te digo que yo, junto con otros quinientos caballeros armados con todas las armas, hemos cubierto muchas millas sobre agua tan sólida como el cristal, y, a la vez, menos quebradiza que éste?

—¿Qué historia es ésa? —contestó el musulmán—. Este mar que me señalas tiene de particular que, a causa de la especial maldición de Dios que pesa sobre él, no guarda nada de lo que se hunde en sus aguas, y arroja a la orilla todo lo que cae en ellas; pero ni el Mar Muerto ni ningún otro de los siete océanos que rodean a la Tierra aguantan en su superficie la presión del pie de un caballo, como el Mar Rojo no aguantó antaño el paso del Faraón y de su ejército.

—Dices verdad según tus conocimientos, sarraceno —dijo el caballero cristiano—; pero créeme: no es ningún cuento lo que te explico. En este clima, el calor hace que el suelo sea casi tan inestable como el agua; y en mi país el frío convierte a menudo el agua en una materia tan dura como la piedra. No hablemos más de eso, porque el recuerdo de la calma, de la nitidez y del refulgente azul de un lago en invierno, reflejando la brillante claridad de las estrellas y de la luna, aumentan los horrores de este terrible desierto, en que el aire que se respira se parece al vapor que producirían siete hornos encendidos.

El sarraceno le miró detenidamente, como para descubrir en qué sentido debía interpretar unas palabras que, para él, parecían esconder algo de misterio o de mentira. Por fin pareció decidir el modo con que debía corresponder a las palabras de su nuevo compañero.

—Perteneces —le dijo— a una nación que gusta de bromas, y os divertís a expensas de vosotros mismos y de los demás, explicándoles cosas imposibles y que jamás han podido ocurrir. Tú eres uno de esos caballeros de Francia que por distracción y pasatiempo acostumbran se gaber[1], como dicen ellos, unos de otros, jactándose de haber realizado hazañas que no están al alcance de ningún hombre. No obraría bien si te negara, en este momento, el derecho a expresarte así, puesto que la exageración os es más natural que la verdad.

—Yo no soy de ese país ni sigo esos procedimientos —contestó el caballero—, que, como has dicho muy bien, consisten en se gaber de lo que nunca se han atrevido a emprender, o que, si lo han iniciado, no se han atrevido a acabar. Pero yo he caído en la misma locura, valiente sarraceno, hablándote de cosas que tú no puedes comprender; porque hasta diciéndote la más simple verdad, he pasado a tus ojos como un burlón. Por consiguiente, te ruego que no hablemos más de eso.

En aquel momento llegaron al grupo de palmeras y a la fuente que manaba a su sombra con deliciosa abundancia.

Nos hemos referido al momento de tregua en mitad de una guerra; igualmente, un lugar fértil en medio de un desierto estéril no era menos agradable a la imaginación. Era un lugar que situado en cualquier otro sitio habría pasado, posiblemente, desapercibido; pero como era el único que en el ilimitado horizonte prometía un poco de sombra y agua viva, estos beneficios, que despreciamos cuando son frecuentes, convertían la fuente y lo que la rodeaba en un pequeño paraíso. Antes de que empezaran los tiempos difíciles para Palestina, una mano generosa o caritativa había hecho un cercado alrededor de la fuente y había levantado una bóveda sobre ella, para evitar que la tierra la absorbiera o que la sepultaran las espesas nubes de arena que levantaba el viento. La bóveda estaba rota, y en parte se encontraba ya en estado ruinoso, pero de ella subsistía aún lo suficiente para proteger la fuente y mantener a la sombra el agua, a la que escasamente llegaban los rayos del sol, cuando en derredor suyo la atmósfera ardía; y manaban constantemente en reposo, tan delicioso a la vista como al espíritu. Las aguas brotaban debajo de la bóveda, y eran recogidas en una pila de mármol, que ya estaba muy deteriorada y que demostraba que en tiempos antiguos ya se había considerado aquel lugar como un punto de descanso, creado allí por la mano del hombre, y que hasta cierto punto se habían tenido en cuenta en él las necesidades humanas. El sediento y rendido caballero, al ver aquellos indicios, recordaba que otros habían sufrido las mismas penalidades, habían descansado en el mismo lugar y, sin duda, habían hallado sin peligros el camino hacia otro país más fértil. Por otra parte, el hilillo de agua, casi invisible, que salía de la pila alimentaba los pocos árboles que rodeaban la fuente, y cuando desaparecía, absorbido por la tierra, su refrigerante presencia era acusada por una alfombra de aterciopelado césped.

Los dos guerreros hicieron alto en este delicioso refugio, y cada uno de ellos a su manera procedió a quitar la silla, el freno y las riendas a su cabalgadura, y ambos permitieron a los animales beber en la pila, cuando ellos se hubieran refrescado al caño de bajo la bóveda. Entonces les dejaron pastar libremente, seguros de que su instinto y el hábito de domesticidad que tenían les impediría alejarse de un lugar que les ofrecía buena agua y fresca hierba.

El cristiano y el sarraceno se sentaron uno al lado del otro, sobre las hierbas, y sacaron las escasas provisiones que cada uno de ellos llevaba para reponer sus fuerzas. Sin embargo, antes de que se decidieran a empezar a comer, se miraron uno a otro, con aquella curiosidad que les inspiraba el enconado e indeciso combate que habían sostenido poco antes. Cada uno de ellos parecía querer hacerse una idea exacta de la fuerza y el carácter de un adversario tan formidable, y uno y otro se vieron obligados a reconocer que si hubiese sido vencido, habría caído bajo la fuerza de un brazo digno del suyo.

Ambos campeones ofrecían un contraste tan notable, tanto por la persona como por los hechos, que se les podía muy bien tomar como representantes característicos de sus naciones respectivas. El europeo era un hombre robusto, cuyos rasgos delataban su ascendencia goda; tenía el pelo castaño claro, y al quitarse el yelmo viose que era abundante y rizado naturalmente. El ardor del clima había atezado su rostro mucho más que el cuello, adonde no llegaba la luz, como no se había podido sospechar, a juzgar por sus grandes ojos azules, el color de su cabellos y del bigote que cubría abundantemente su labio superior. Su barba, en cambio, estaba completamente afeitada, según la moda normanda. Su nariz era helénica y bien formada; su boca, más bien grande, pero provista de bien alineados, fuertes y bonitos dientes blancos; su cabeza era pequeña, y sentada graciosamente sobre el cuello. Su edad no podía ser superior a los treinta años, a juzgar por la apariencia; pero, teniendo en cuenta los efectos del clima y del viaje, se le podían suponer tres o cuatro años menos. Era alto, fornido y atlético, y daba la sensación de que en su vejez su corpulencia podía serle pesada, pero en aquella época iba acompañada de agilidad y dinamismo. Cuando se quitó los guanteletes, descubrió unas manos largas, finas y bien proporcionadas, unos puños robustos y unos brazos musculosos y notablemente bien modelados. Un ímpetu militar y una despreocupada franqueza de expresión caracterizaban sus palabras y sus ademanes; y su voz tenía la entonación del que está más acostumbrado a ordenar que a obedecer, y que ha adquirido la costumbre de manifestar sus sentimientos en voz alta y con toda serenidad, dondequiera que sea preciso proclamarlos.

El emir sarraceno ofrecía un acusado y sorprendente contraste con el cruzado occidental. Aunque su estatura era mayor que la corriente, tenía unas tres pulgadas menos que el europeo, que casi era de estatura gigantesca. La delgadez de sus manos y brazos, aunque estaba proporcionada con las demás partes de su cuerpo y correspondía perfectamente a su porte, no habría permitido adivinar la fuerza y elasticidad que el emir había demostrado poco rato antes. Pero examinando más detenidamente sus piernas, en las partes de ellas que llevaba al descubierto, se veían constituidas solamente por los huesos, los músculos y los nervios, y desprovistas de carne superflua; era de una constitución adecuada para la actividad y la fatiga, lo que le daría ventaja sobre un adversario más voluminoso, cuyo peso mermaría su fuerza y su talla, y que quedaría agotado con el esfuerzo de sus propios movimientos. Naturalmente, el rostro del sarraceno presentaba las características nacionales generales de la tribu oriental de que descendía, pero sin que se notara en él ninguno de los exagerados rasgos con que los cronistas de la época acostumbraban a describir a los guerreros infieles, ni se pareciera en nada a la manera fabulosa con que los representa aún hoy un arte hermano, como las cabezas de moro que se ven todavía en las enseñas. Sus facciones eran finas, muy regulares y delicadas; pero extraordinariamente atezadas por el sol de Oriente, y completadas por una abundante barba negra, rizada y peinada con extrema atención, según podía apreciarse. La nariz era recta y regular; los ojos, vivos, profundos, negros y brillantes; y la belleza de sus dientes igualaba a la del marfil de sus desiertos. En resumen, la persona y las proporciones del sarraceno, tendido como estaba sobre el césped, al lado de su vigoroso contrincante, podían compararse a su brillante y curvado sable de ligera y estrecha, pero brillante y fina, hoja de Damasco, que contrastaba con la larga y pesada de combate goda que, desceñida, yacía en aquel mismo suelo. El emir estaba en la flor de su edad, y habría podido pasar por un hombre guapo en verdad, a no ser por su frente estrecha y por la excesiva delgadez y angulosidad de la cara. Por lo menos, tal debía parecer a un europeo entendido en belleza masculina.

Las maneras del guerrero oriental eran graves, graciosas y nobles; sin embargo, en algunos detalles revelaban el esfuerzo que habitualmente tiene que hacer el hombre de temperamento impulsivo y colérico para mantenerse en guardia contra su natural predisposición a la impetuosidad, así como un sentimiento de la propia dignidad que parecía imponer cierto trato ceremonioso al que con él conversaba.

Esta altiva sensación de superioridad es posible que la tuviera también su nuevo amigo europeo, pero el efecto era diferente; y el mismo sentimiento que dictaba al caballero cristiano un porte de valentía, franco y sereno, con cierta despreocupación, como de quien es excesivamente consciente de su propia importancia para que se preocupe por lo que digan los demás, parecía imponer al sarraceno un estilo de cortesía más rebuscada y más respetuosa con las fórmulas de la etiqueta. Ambos eran corteses: pero la cortesía del cristiano parecía nacer más bien del elevado concepto que tenía de los demás, mientras que la del musulmán procedía del elevado concepto que creía que los demás tenían de él.

Las provisiones que llevaban uno y otro eran sobrias, pero las del sarraceno rayaban en frugales. Un puñado de dátiles y un trozo de pan moreno, de cebada, eran suficientes para satisfacer el apetito del último, cuya educación le había habituado a la vida del desierto, a pesar de que, desde las conquistas de Siria, la simplicidad de los árabes había sido substituida frecuentemente por el lujo más exagerado. Un poco de la fresca agua de la fuente cerca de la cual estaban descansando, completó su comida. La del cristiano, a pesar de su sencillez, fue mucho más substanciosa. El tocino salado, del que abominan los musulmanes, constituyó la parte más importante de su refrigerio, y su bebida, que sacaba de una cantimplora de cuero, era algo mejor que el agua pura. El caballero comió con más ostentación de su apetito y bebió con más apariencias de satisfacción de lo que el sarraceno creía conveniente manifestar en el cumplimiento de una función meramente corporal; sin duda, el secreto desprecio que sentían mutuamente el uno hacia el otro a título de secuaces de una falsa religión, aumentó de manera considerable a causa de la notable diferencia de alimentación y de gustos. Sin embargo, cada uno de ellos había probado la fuerza del brazo del otro, y el mutuo respeto que les había inspirado la enconada lucha era suficiente para acallar toda clase de consideraciones de orden inferior. De todas maneras, el sarraceno no pudo evitar algún comentario sobre algo que le desagradaba de manera especial en la conducta y los procedimientos del cristiano, y después de contemplar durante un rato, silenciosamente, el vivo apetito que prolongaba el ágape del cristiano mucho más de lo que había durado el suyo, le dijo:

—Valiente nazareno: ¿está bien que quien puede luchar como un hombre coma como un perro o un lobo? Hasta un infiel judío sentiría horror de la carne que comes con más regocijo que si fuese fruta de los árboles del Paraíso.

—Valiente sarraceno —contestó el cristiano con cierta sorpresa por este inesperado reproche—: tienes que saber que hago uso de mi libertad de cristiano al comer lo que tienen prohibido los judíos, porque aún están bajo el yugo de la antigua ley mosaica. Nosotros, sarraceno, tenemos más libertad en nuestras acciones, a Dios gracias.

Y, como si desafiara los escrúpulos de su compañero, terminó una breve oración de acción de gracias, en latín, con un largo trago de su cantimplora.

—¡Esa debe ser una parte de lo que vosotros llamáis libertad!, —dijo el sarraceno—; y, como os hartáis como brutos, también os degradáis hasta un estado bestial, bebiendo un licor venenoso, que hasta los animales rechazan.

—Tienes que saber, loco sarraceno —replicó el cristiano sin vacilar—, que estás despreciando los dones de Dios, como tu padre Ismael. El jugo de la uva ha sido dado a quien lo bebe moderadamente para alegrar el corazón del hombre después de su trabajo, para reponerle después de las enfermedades y para Consolarle en las penas. El que lo usa de tal manera, puede dar gracias a Dios por su vaso de vino como se las da por su pan cotidiano; y quien abusa de este don del Cielo no es mayor loco en su intoxicación que tú con tu abstinencia.

Los penetrantes ojos del sarraceno se inflamaron al oír este sarcasmo, y su mano buscó la empuñadura de su daga. Pero aquello fue sólo un pensamiento momentáneo, que se desvaneció al recordar la fuerza del adversario con quien se había enfrentado, y aquella desesperada lucha, cuya impresión persistía aún en sus miembros y en sus venas. Se contentó, pues, con proseguir la discusión dialogando, considerándolo lo más conveniente en aquella ocasión.

—Tus palabras, nazareno —dijo—, podrían provocar mi indignación, si tu ignorancia no me diera lástima. ¿No ves, hombre, que estás más ciego que los que piden limosna a la puerta de la mezquita, que la libertad de que te enorgulleces está limitada en lo que constituye lo más precioso para la felicidad del hombre, y lo que es más necesario para el bien de su hogar; y que tu ley, si la pones en práctica, te une a una sola esposa, tanto si está sana como si está enferma, tanto si es fecunda como estéril, y tanto si en la mesa y en la alcoba te produce alegría y consuelo como si provoca riñas y disgustos? A eso, nazareno, yo lo llamo verdadera esclavitud, en tanto que al creyente, el Profeta le concedió en la Tierra el privilegio de Abrahán, nuestro padre, y el de Salomón, el más sabio de los hombres, permitiéndole en este mundo la variedad de bellezas para nuestro placer, y, más allá de la tumba, los negros ojos de las huríes del Paraíso.

—¡Por el Nombre que más adoro en el Cielo —dijo el cristiano— y por el de la que más quiero en la Tierra, que no eres más que un ciego y obcecado infiel! Ese diamante que llevas en la sortija consideras, sin duda, que tiene inestimable valor, ¿verdad?

—Ni en Basora ni en Bagdad se hallaría otro semejante. Pero ¿qué tiene que ver eso con lo que decíamos?

—Mucho —contestó el franco—, y tú mismo vas a reconocerlo. Toma mi maza de guerra y rompe la piedra en veinte trozos: ¿tendrá cada trozo el valor de la piedra entera, o todos juntos llegarían a tener la décima parte de su valor?

—¡Qué pregunta tan pueril! —contestó el sarraceno—; los fragmentos de esta piedra no llegarían a valer en junto ni la centésima parte de lo que vale estando entera.

—Sarraceno —replicó el cristiano—: el amor de un verdadero caballero por una sola mujer, bella y fiel, es el diamante entero; el afecto que repartes entre tus esclavizadas esposas y concubinas tiene tan poco valor en comparación, como los trozos del diamante partido.

—¡Por la santa Caaba! —exclamó el emir—; eres un loco que se pone una cadena de hierro, como si fuese de oro. Fíjate bien. Este diamante perdería la mitad de su belleza si no estuviera engarzado y rodeado de piedras menos brillantes que le hacen resaltar y relucir más. El diamante del centro es el hombre, firme y entero, cuyo valor depende sólo de él; y este círculo de piedrecillas son mujeres que tienen el brillo que él les da, según su placer o conveniencia. Quita del anillo el diamante central, y éste continuará siendo tan precioso como antes, y, en cambio, las piedrecitas tendrán proporcionalmente menos valor. Y esta es la verdadera interpretación de tu parábola; por lo cual dijo el poeta Mansour: «El favor del hombre es lo que da belleza y encanto a la mujer, lo mismo que el agua deja de brillar cuando no le da el sol».

—Sarraceno —replicó el cruzado—: estás hablando como quien no ha visto jamás a una mujer que merezca el afecto de un guerrero. Puedes creer que si vieras a las mujeres europeas, a las cuales hemos hecho voto de fidelidad y devoción después de Dios los que pertenecemos a la Orden de Caballería, olvidarías para siempre a las pobres esclavas sensuales que constituyen tu harén. Los hechizos de nuestras bellas afilan la punta de nuestras lanzas y el filo de nuestras espadas; sus palabras son nuestra ley, y es más fácil que dé luz una lámpara apagada que un caballero se distinga por sus hechos de armas sin tener una dama que sea dueña de su corazón.

—Ya he oído hablar de esa manía de los guerreros occidentales —dijo el emir—, y siempre la he considerado como uno de los síntomas que acompañan esa locura que os hace venir a nuestro país para apoderaros de un sepulcro vacío. De todas maneras, los francos que he conocido han alabado tanto la belleza de vuestras damas, que me gustaría ver con mis propios ojos esos encantos, que tienen poder bastante para transformar a guerreros tan valerosos en instrumentos de sus fantasías.

—Valiente sarraceno —dijo el caballero—: si no estuviera ahora en peregrinación al Santo Sepulcro, tendría el honor de acompañarte, con absoluta garantía de seguridad para ti, al campamento de Ricardo de Inglaterra, que sabe honrar como el que más a un noble enemigo; y aunque yo sea pobre y no lleve séquito, tengo interés en asegurarte, a ti y a todos los que sean lo que tú pareces ser, no solamente la integridad personal, sino también respeto y estima. Allí verías a algunas de las más perfectas bellezas de Francia e Inglaterra, que forman un pequeño grupo cuyo esplendor supera diez mil veces el de todas las minas de diamantes, aunque éstos sean como el tuyo.

—¡Por la piedra angular de la Kaaba! —exclamó el sarraceno—: aceptaré tu ofrecimiento con la misma franqueza con que lo haces, si desistes de tu peregrinación; y, créeme, valiente nazareno: sería preferible que volvieras grupas y regresaras a tu campamento, porque dirigirse a Jerusalén sin un salvoconducto es obstinarse en perder la vida.

—Ya lo tengo —contestó el caballero exhibiendo un pergamino—, y está firmado por el propio Saladino.

El sarraceno se prosternó hasta que su cabeza tocó el polvo del suelo, al reconocer el sello y la letra del famoso sultán de Egipto y Siria, y después de besar el pergamino con profundo respeto, se lo acercó a la frente y lo devolvió al caballero, diciéndole:

—Franco temerario: has pecado contra tu propia sangre y contra la mía no enseñándome ese documento cuando nos encontramos.

—Me has salido al encuentro con la lanza en ristre —contestó el caballero—. Si hubiese sido atacado por un grupo de sarracenos, mi honor habría permitido enseñarles el salvoconducto del Sultán, pero no me permitía hacerlo tratándose de un hombre solo.

—Y, sin embargo —repuso el sarraceno altivamente—, un hombre solo ha bastado para detenerte.

—Es cierto, valiente sarraceno —contestó el caballero—; pero no hay muchos como tú. Los halcones de esta especie no van en bandadas, y si van, no se arrojan nunca, todos a la vez, sobre un solo pájaro.

—Me haces justicia —dijo el sarraceno, evidentemente tan satisfecho del halago como molesto antes por la pulla que contenían las palabras del europeo—. No te engañas, pero ha sido una suerte para mí no haberte matado llevando tú encima esa salvaguardia del rey de reyes. En verdad te digo que ni la soga ni la espada habrían bastado para hacerme expiar este delito.

—Me gusta saber que la influencia de este documento pueda serme de tanto valor —dijo el caballero—, porque he oído decir que el camino está infestado de tribus de ladrones, que no respetan nada cuando se les presenta ocasión de robar.

—Y te han dicho la verdad, bravo cristiano —dijo el sarraceno—; pero te juro por el turbante del Profeta que, si caes en manos de esos malhechores, saldré yo mismo a vengarte con quinientos caballos; mataré a todos sus hombres, y a las mujeres las llevaré cautivas tan lejos que ni el nombre de su tribu se pronunciará nunca más en un radio de quinientas leguas en torno de Damasco. Sembraré de sal los cimientos de su aldea, y jamás podrá nadie vivir en ella.

—Sería preferible que todos esos propósitos fuesen destinados a vengar a alguna otra persona de más importancia que la mía, noble emir —contestó el caballero—; pero mi voto está escrito en el cielo, por bien o por mal, y te quedaré muy agradecido si quieres enseñarme el camino que debo seguir para llegar adonde pienso pernoctar.

—Que será —dijo el sarraceno— bajo la negra cubierta de la tienda de mi padre.

—Esta noche —contestó el cristiano— debo pasarla en oración y haciendo penitencia, con un santo varón, Teodorico de Engaddi, que vive en este desierto y pasa su vida consagrada al servicio de Dios.

—Por lo menos te acompañaré hasta dejarte en lugar seguro.

—Ello sería una compañía muy agradable —dijo el cristiano—; pero podría poner en peligro la futura seguridad del buen ermitaño, porque la cruel mano de tu pueblo se ha manchado más de una vez con la sangre de los siervos del Señor, y si hemos venido aquí cubiertos de hierro y mallas, con lanza y espada, ha sido para abrir el camino que conduce al Santo Sepulcro y proteger a los santos elegidos y anacoretas que viven en esta tierra de promisión y de milagro.

—Nazareno —dijo el musulmán—: en eso, los griegos y los sirios nos han calumniado, porque nosotros sólo cumplimos las palabras de Abubeker Alwakel, sucesor del Profeta, y, después de éste, primer caudillo de los verdaderos creyentes. Cuando envió al famoso general Yezed Ben Sophian a conquistar Siria de manos de los infieles, les dijo: «Marchad; portaos como hombres en la lucha, pero no matéis ni a los viejos, ni a las mujeres, ni a los niños. No devastéis la tierra ni destruyáis las cosechas ni los árboles frutales, porque son dones de Alá. Cumplid vuestra palabra cuando hagáis un pacto, aunque sea en perjuicio vuestro. Si encontráis santos varones que trabajan con sus amos y sirven a Dios en el desierto, no les hagáis daño alguno y respetad su morada. Pero si les halláis con la cabeza tonsurada en forma de corona, pertenecen a la Sinagoga de Satanás. Heridlos con la cimitarra, matadles, no les dejéis en paz hasta que se conviertan en creyentes o tributarios». Tal como nos dijo el califa, compañero del Profeta, hemos obrado, y nuestra justicia sólo ha alcanzado a los sacerdotes de Satanás. Pero para los santos varones que sin azuzar a nación contra nación rinden de corazón culto a la fe de Issa Ben Mariam [2], nosotros somos una sombra protectora y un escudo, y si es tal el que buscas tú, en mí sólo hallará amor, amparo y respeto, aunque no le haya iluminado la luz del Profeta.

—El anacoreta a quien quiero ir a ver —dijo el guerrero peregrino— no es sacerdote, según me han dicho; pero si fuese de esta ungida y sagrada orden demostraría con mi excelente lanza al pagano infiel…

—No nos provoquemos mutuamente, hermano —interrumpió el musulmán—. Cada uno de nosotros hallará bastantes francos y bastantes sarracenos con quienes ejercitar la espada y la lanza. A este Teodorico le protegen por igual los turcos y los árabes, y a pesar de que es hombre de carácter singular, en todo se porta tan bien como seguidor de su profeta, que merece la protección del que fue enviado…

—¡Por Nuestra Señora, sarraceno —exclamó el cristiano—, si te atreves a pronunciar juntos el nombre del camellero de la Meca y el de…!

Una violenta convulsión de cólera agitó al emir; pero fue sólo momentánea, y la serenidad de su respuesta contenía tanta dignidad como cordura, pues dijo:

—No calumnies a aquél a quien tú no conoces, tanto más cuanto que nosotros veneramos al fundador de tu religión, aunque condenemos la doctrina que vuestros sacerdotes han sacado de él. Yo mismo te guiaré a la gruta del ermitaño, porque creo que sin mi auxilio te sería muy difícil dar con ella. Y durante el camino dejemos que los mollahs y los monjes disputen sobre la divinidad de nuestra fe, y hablemos de temas adecuados a jóvenes guerreros…, hablemos de batallas, de mujeres bonitas, de espadas bien afiladas y de brillantes armaduras.

CAPÍTULO III

Los dos guerreros se levantaron del lugar en que habían descansado brevemente y tomado su parco refrigerio, y con toda amabilidad se ayudaron a poner las guarniciones que poco antes habían quitado a sus fieles caballos. Ambos parecían familiarizados con esta operación que en aquella época era, no sólo necesario, sino en verdad indispensable conocer. Igualmente parecía que ambos poseían, hasta donde lo permite la diferencia entre las especies racional y animal, la confianza y el afecto del caballo, constante compañero de camino y de guerra. Por lo que se refiere al sarraceno, esta familiaridad formaba parte de sus primitivas costumbres, porque en las tiendas de las tribus militares orientales, el caballo del soldado ocupa un lugar casi tan importante como la esposa y la familia. En cuanto al guerrero europeo, las circunstancias y una verdadera necesidad, convertían su caballo de guerra en una especie de hermano de armas. Por ello los corceles se dejaban privar pacientemente de la libertad y del pasto, relinchando alrededor de sus amos, mientras éstos los ensillaban para reanudar el camino y sufrir nuevas fatigas. Y cada guerrero, mientras hacía su propia tarea o ayudaba amablemente a su compañero, observaba con viva curiosidad el equipo del otro, fijándose principalmente en las notables diferencias que ofrecía la manera de colocar las guarniciones de las cabalgaduras.

Antes de montar a caballo y reanudar la marcha, el caballero cristiano volvió a beber, se remojó las manos y dijo a su compañero de viaje:

—Quisiera saber el nombre de esta deliciosa fuente, para conservar su grato recuerdo; porque nunca un agua más deliciosa ha apagado una sed más ardiente que la que tenía hoy yo.

—En árabe tiene un nombre —contestó el sarraceno— que significa «Diamante del Desierto».

—Está muy apropiado —dijo el cristiano—. En el valle donde nací existen mil fuentes, pero desde hoy ninguna de ellas tiene para mí el valor de esta fuente solitaria que da sus líquidos tesoros en un lugar en que no solamente son deliciosos, sino indispensables.

—Tienes razón —dijo el sarraceno—, porque la maldición se extiende más allá del Mar Muerto, y ni hombres ni animales beben sus aguas, ni las del río que lo alimenta sin llenarlo nunca, hasta que ha pasado este inhospitalario desierto.

Montaron en sus caballos y prosiguieron el viaje a través del estéril arenal. Ya no reinaba el ardiente calor del mediodía, y una ligera brisa hacía más soportables los horrores del desierto, a pesar de que en sus alas llevaba un polvillo impalpable, del que hacía poco caso el sarraceno, pero que molestaba mucho a su compañero, tan pesadamente armado; éste colgó el yelmo del arzón, substituyéndolo por un ligero gorro de montar, de los que entonces se llamaban morteros por su parecido con los morteros corrientes. Durante un rato cabalgaron silenciosamente; el sarraceno hacía de director y guía de la expedición, función que cumplía observando minuciosamente las señales y siluetas de rocas distantes, a las que se acercaban lentamente. Anduvo un trecho absorto en esta tarea, como un piloto que guía la nave por un paso difícil; pero no habían recorrido aún media legua, cuando ya pareció seguro del camino, y dispuesto a entablar conversación, con una franqueza poco frecuente en su país.

—Me has preguntado el nombre de una fuente muda —dijo—, que se parece, pero no lo es, a una cosa viva. Permíteme que te pregunte el del compañero que he conocido hoy, con el que he compartido peligros y descanso y a quien no puedo imaginar desconocido, ni siquiera en los desiertos de Palestina.

—No merece la pena darlo a conocer —dijo el cristiano—. Sin embargo, te diré que entre los soldados de la Cruz soy conocido por Kenneth, Kenneth el del Leopardo Yacente; en mi país tengo otros títulos, pero serían demasiado duros para un oído oriental. Valiente sarraceno: permíteme que te pregunte de qué tribu de Arabia desciendes, y cómo te llamas.

—Caballero Kenneth —dijo el musulmán—: me alegro de que mis labios puedan pronunciar tan fácilmente tu nombre. Yo no soy árabe, pero desciendo de una raza no menos agreste ni menos guerrera. Sabe, pues, Caballero del Leopardo, que yo soy Sheerkohf, el León de la Montaña, y que en el Kurdistán, de donde procedo, no existe familia más noble que la de los Seljook.

—He oído decir —contestó el cristiano— que vuestro gran sultán desciende del mismo origen.

—Gracias al Profeta, que hizo tanto honor a nuestras montañas enviando desde ellas a aquel cuya palabra es una victoria —contestó el mahometano—. Pero yo no soy más que un gusano delante del rey de Egipto y de Siria, y, de todas maneras, en mi país, mi nombre puede valer algo. Extranjero: ¿con cuántos hombres viniste a hacer la guerra?

—Por mi fe —dijo Sir Kenneth—, que, a pesar del apoyo de parientes y amigos, me vi en apuros para reunir diez lanzas bien armadas con unos cincuenta hombres, contando a los arqueros y pajes. Algunos han desertado de mi desgraciada bandera; otros han caído luchando; otros han muerto de enfermedad, y el único fiel escudero que me queda, y por cuya salud estoy haciendo esta peregrinación, yace enfermo en la cama.

—Cristiano —dijo Sheerkohf—: tengo cinco flechas en la aljaba, todas adornadas con plumas de ala de águila. Cuando envío una de ellas a mis tiendas, montan a caballo un millar de guerreros; si envío otra, se levanta otra fuerza igual; con las cinco puedo disponer de cinco mil hombres; pero si envío mi arco, diez mil jinetes harán estremecer el desierto. ¿Y con una hueste de cincuenta hombres han venido a invadir un país donde yo soy uno de los que tienen menor importancia?

—Por la Cruz, sarraceno —contestó el guerrero occidental—; antes de jactarte de esta forma, deberías saber que un guante de acero puede aplastar un puñado de abejas.

—Sí, pero antes es preciso tenerlas en la mano —redarguyó el sarraceno, con una sonrisa que habría podido poner en peligro su reciente amistad, a no ser porque se apresuró a cambiar de tema, añadiendo—: Así, pues, ¿entre los príncipes cristianos se tiene en tan elevada estima la valentía que tú, que no tienes fortuna ni guerreros propios, puedes ofrecerme, como acabas de hacerlo, ser mi protector y defensa en el campamento de tus hermanos?

—Debes saber, sarraceno —contestó el cristiano—, ya que me hablas en estos términos, que el nombre de un caballero y la sangre de un noble le dan derecho a situarse a la misma altura que los soberanos incluso de los más elevados por razón de nacimiento, en todo, salvo lo relativo al poder y autoridad real. Si el mismísimo Ricardo de Inglaterra ofendiera el honor de un caballero; aunque fuese tan pobre como yo, en virtud de las leyes de la Caballería no podría negarse a cruzar sus armas con las de él.

—Creo que me gustaría ver una escena tan rara —dijo el emir—, en la que un cinturón de cuero y un par de espuelas igualan el más pobre con el más poderoso.

—Debes añadir una sangre libre y un alma intrépida —contestó el cristiano—; y es probable que entonces no hablarías equivocadamente de la dignidad de la Caballería.

—Y con el mismo desparpajo, ¿llegáis hasta las mujeres de vuestros señores y caudillos? —preguntó el sarraceno.

—Dios no permita lo contrario —dijo el Caballero del Leopardo Yacente—. El más pobre caballero de la Cristiandad es libre de consagrar, en honorable servicio, su brazo y su espada, la fama de sus hazañas y la total devoción de su corazón a la más bella princesa, aunque ésta haya llevado siempre una corona sobre su frente.

—Sin embargo —dijo el sarraceno— hace poco que me has descrito el amor como el más preciado tesoro del corazón. Sin duda, pues, el tuyo debe haber sido puesto en persona muy elevada y muy noble.

—Extranjero —contestó el cristiano, excitándose a medida que hablaba—: nosotros no explicamos temerariamente dónde ponemos nuestro precioso tesoro. Bástete saber que, como dices, mi amor está consagrado a una persona muy elevada y muy noble: el más alto y más noble amor; pero si quieres oír hablar de amor y de lanzas rotas, aventúrate, como decías, a ir al campo de los cruzados, y allí encontrarás con qué ejercitar tus oídos, y, si quieres, también tus brazos.

El guerrero oriental se irguió en los estribos, y levantando su lanza, replicó:

—Creo que difícilmente encontraría un cruzado que se atreviera a cruzar conmigo su lanza.

—Nada puedo prometerte sobre este particular —contestó el caballero—; de todas maneras, en el campo se encuentran algunos españoles que practican muy diestramente vuestro ejercicio oriental del lanzamiento de la jabalina.

—¡Perros! ¡Cachorros! —exclamó el sarraceno—. ¿A qué vienen aquí esos españoles, para combatir a los verdaderos creyentes, que en su país son sus señores? No quisiera mezclarme con ellos en ningún juego guerrero.

—Procura que los caballeros de Asturias o León no te oigan hablar en esa forma de ellos —dijo el Caballero del Leopardo, el cual sonrió, pensando en el combate de aquella mañana, y agregó—: Pero, si en lugar de probar a arrojar el venablo, prefirieses hacer la prueba con una maza de guerra, no faltarían guerreros occidentales que te dejarían satisfecho.

—Por la barba de mi padre —exclamó el sarraceno, casi riendo—: el juego es demasiado violento para constituir un pasatiempo. Nunca les volveré la espalda, si me encuentro con ellos en el combate, pero mi cabeza (y se puso una mano en la frente) tardará algún tiempo en consentir juegos semejantes.

—Me gustaría que vieses la maza de combate del rey Ricardo —contestó el guerrero occidental—. Comparada con ella, ésa que llevo en el arzón es una pluma.

—Hemos oído hablar mucho de este soberano de una isla —dijo el sarraceno—. ¿Quizá tú eres súbdito suyo?

—Uno de los que le siguen en esta expedición soy —contestó el Caballero—, y tengo a grande honor este servicio; pero no soy súbdito suyo por nacimiento, aunque nací en la misma isla en que él reina.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el guerrero oriental—. ¿Es que tenéis dos reyes en una sola islita?

—Como lo dices —contestó el escocés, que tal era Sir Kenneth por su nacimiento—; eso mismo. Y, a pesar de que los habitantes de las dos partes de la isla se hacen la guerra a menudo, como has podido ver, el país aun puede levantar un cuerpo de hombres armados capaz de poner en peligro la autoridad infiel que vuestro soberano ejerce sobre las ciudades de Sión.

—¡Por la barba de Saladino! Si no fuese una locura y una travesura de niño, nazareno, me reiría de la ingenuidad de vuestro gran sultán, que viene aquí a conquistar desiertos y peñascos y a disputar su posesión a quien tiene diez veces más hombres a su servicio, y que deja una parte de la pequeña isla de que nació soberano bajo el poder de otro cetro. Seguramente, Caballero Kenneth, tú y otros buenos varones de tu país os debéis haber sometido a la soberanía de este rey Ricardo antes de abandonar vuestra patria, dividida contra él, para formar parte de esta expedición.

La respuesta de Sir Kenneth fue contundente y arrogante:

—¡No, por la luz del cielo! Si el rey de Inglaterra no hubiese organizado la Cruzada hasta que hubiese sido rey de Escocia, por lo que a mí y a todos los buenos escoceses respecta, la Media Luna habría brillado para siempre sobre las murallas de Sión.

Pero tan pronto como hubo pronunciado estas palabras, se recogió sobre sí, murmurando:

— ¡Mea culpa! ¡Mea culpa! ¿Por qué yo, un soldado de la Cruz, he de pensar en guerras entre dos reinos cristianos?

La brusca expresión de sus sentimientos, templada por la voz del deber, no pasó desapercibida al musulmán, quien si no llegó a entenderlo por completo, vio lo suficiente para convencerse de que los cristianos, lo mismo que los musulmanes, tenían enemistades personales y litigios nacionales, no siempre solucionables. Pero los sarracenos eran una raza tan discreta como lo permitía su religión, y especialmente capaz de tener elevadas ideas de cortesía y urbanidad; y estos sentimientos le privaron de demostrar que se había dado cuenta de la incompatibilidad de los sentimientos de Sir Kenneth, en su doble carácter de escocés y de cruzado.

A medida que avanzaban, cambiaba el escenario que les rodeaba. Caminaban en dirección a Oriente, y habían llegado a la cadena de áridos y abruptos promontorios que por un lado cerraban la lisa llanura, y que modificaban la superficie del país, pero sin que cambiaran su aspecto de desolación. En derredor suyo empezaban a elevarse agudas y escarpadas eminencias roqueñas, y pronto aparecieron profundos declives y picachos escarpados, de formidable altura y difícilmente practicables por lo estrecho del sendero, todo lo cual ofrecía a los viajeros obstáculos muy diferentes de los que habían surgido hasta entonces. Obscuras cavernas y grietas en las rocas —aquellas grutas a que alude tan frecuentemente la Escritura— se abrían, amenazadoras, a ambos lados del camino; y el emir explicó al caballero escocés que aquellas cuevas eran refugio a menudo de fieras o de hombres, más feroces aún, que arrojados a la desesperada a consecuencia de las constantes guerras y de la opresión que sufrían por parte de los dos ejércitos contendientes, el de la Cruz y el de la Media Luna, se habían convertido en salteadores, y no respetaban en su fechorías ni religión, ni condición social, ni edad, ni sexo.

El caballero escocés escuchó con indiferencia el relato de los desmanes de las fieras o de los malhechores, confiado en la seguridad que le daba el convencimiento de su valor y de su fuerza; pero se sintió sobrecogido de un misterioso temor al recordar que se encontraba en el memorable desierto del ayuno de cuarenta días, escenario de la efectiva tentación personal con que al Príncipe del Mal le fue permitido tentar al Hijo del Hombre. Lentamente fue alejándose su atención de la frívola y mundana conversación del guerrero infiel que tenía al lado, y, a pesar de que sus alegres y elegantes palabras habrían hecho de él un compañero muy agradable en cualquier otro lugar, Sir Kenneth sintió que en aquella soledad —el vasto y árido desierto— en donde erraban habitualmente los malos espíritus expulsados de los cuerpos mortales, le habría sido más conveniente la compañía de un religioso descalzo, que no la de un alegre pero infiel musulmán.

El caballero se ensimismaba tanto en estas reflexiones, cuanto la locuacidad del sarraceno parecía aumentar a medida que adelantaban en el camino; cuando más penetraban en los misteriosos recovecos de las montañas, tanto más frívola era su conversación, y cuando se dio cuenta de que su compañero no le contestaba, se puso a cantar a voz en grito. Sir Kenneth conocía lo suficiente los lenguajes de Oriente para entender que cantaba canciones de amor, en que figuraban todos los ardientes elogios que la belleza inspira al preciosista estilo de los poetas orientales, y que, por consiguiente, contrastaban profundamente con los pensamientos graves y devotos, mucho más adecuados al ambiente del Desierto de la Tentación. Con sorprendente inconsecuencia, el sarraceno cantaba también canciones en elogio del vino, el liquido rubí de los poetas de Persia, y al fin su alegría llegó a ser de tal modo insoportable a los sentimientos, tan diferentes, del caballero cristiano, que a no ser por la promesa de amistad que se habían hecho, Sir Kenneth habría tomado de buena gana alguna decisión para obligar a su compañero a cambiar de tema. Al caballero le parecía que llevaba a su lado a un alegre y silencioso diablejo que trataba de inducir su alma a la tentación, y que ponía en peligro su salvación eterna, tratando de inspirarle licenciosos pensamientos de placeres terrenales para disminuir su devoción, precisamente en una ocasión en que su fe como cristiano y su voto como peregrino le obligaban a permanecer en un estado mental de seriedad y contrición. Por todo lo cual se encontraba verdaderamente preocupado y vacilaba en cuanto a la decisión que le convenía tomar; con áspero acento de disgusto rompió, por fin, su silencio, con lo que interrumpió la canción del famoso Rudpiki, en la estrofa en que dice que prefiere el lunar que su amante tiene en un pecho, a todas las riquezas de Bukhara y Samarcanda.

—Sarraceno —dijo, muy serio, el cruzado—: aunque ciego y sumido en los errores de una falsa ley, deberías comprender que unos lugares son más santos que otros, y que en algunos de ellos el diablo tiene más poder sobre los pecadores mortales que en otros. No te contaré por qué sublime razón este sitio —estas rocas— y estas cavernas, con sus tenebrosas bóvedas, que parecen conducir al abismo del centro de la Tierra, se consideran como especial lugar de acción de Satanás y sus ángeles malos. Es suficiente que santos y sabios varones que conocen bien los diabólicos peligros de esta región me hayan aconsejado que desconfíe de ella. Por consiguiente, sarraceno, cesa en tus locas y desconsideradas palabras, y vuelve tus pensamientos hacia cosas que estén en más consonancia con el lugar en que nos encontramos, a pesar de que, ¡pobre de ti!, tus mejores plegarias no sean nada más que blasfemia y pecado.

El sarraceno le escuchó con cierta sorpresa, y le contestó con un humorismo y una jovialidad que sólo reprimía algo la cortesía: