El Talón de Hierro - Jack London - E-Book

El Talón de Hierro E-Book

Jack London

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Beschreibung

El manuscrito Everhard contiene la historia de un socialista revolucionario quien, como político y líder de masas obreras, busca la génesis de una gran revuelta para lograr la igualdad y detener el avance de una oligarquía avasalladora, llamada por él El Talón de Hierro. El texto, encontrado y examinado con debidas notas al pie por una sociedad del futuro donde estos abusos ya no ocurren, retrata el momento en que los trabajadores despiertan y la aristocracia los golpea para reprimir sus luchas por los derechos sociales, llevando el capitalismo a un extremo autodestructivo.

 Si bien esta novela publicada en 1908 fue considerada una distopía en los Estados Unidos, sus alcances proféticos incitaron a futuros editores a utilizar portadas con la imagen de Salvador Allende. Además ejerció una fuerte influencia en otras obras sobre gobiernos totalitarios, la más famosa de ellas 1984 de George Orwell.
 

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El Talón de Hierro de Jack London

© 2018 de la traducción por NICOLÁS MEDINA CABRERA© 2018 de la primera edición por LA POLLERA EDICIONES

Primera edición, La Pollera Ediciones (2018)Título original: The Iron HeelISBN 978-956-9203-75-6RPI 294.944

Edición: Ergas / LeytonDiseño: Pablo Martínez

LA POLLERA EDICIONESwww.lapollera.cl / [email protected]

Índice
Prefacio
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV

“Act first, this Earth, a stage so gloom’d with woeYou all but sicken at the shifting scenes.And yet be patient. Our Playwright may showIn some fifth Act what this wild Drama means”.

Lord Alfred Tennyson, The play.

Prefacio

No se puede afirmar que el Manuscrito Everhard sea un documento histórico trascendente. Para el historiador está plagado de errores (no errores de hecho, sino de interpretación). Al observar en retrospectiva a través de los siete siglos que han transcurrido desde que Avis Everhard completó su manuscrito, los hechos y sus magnitudes, tan confusos y velados para ella, son claros para nosotros. Ella carecía de perspectiva. Estaba demasiado cerca de los sucesos sobre los que escribía. No, más bien, estaba sumida en los eventos que describió.

Sin embargo, como documento personal, el Manuscrito Everhard posee un valor incalculable. Pero suele caer en el error de perspectiva y la anulación de la imparcialidad debido al sesgo del amor. Aun así, sonreímos y perdonamos a Avis Everhard por las líneas heroicas sobre las que modeló a su marido. Hoy sabemos que él no fue una figura colosal, y que surgió entre los sucesos de su tiempo con una estatura histórica mucho menor de la que sugiere el Manuscrito.

Sabemos que Ernest Everhard fue un hombre excepcionalmente fuerte, pero no tan excepcional como su esposa pensaba. Fue, después de todo, uno de los tantos héroes que, a lo largo y ancho del mundo, dieron su vida por la Revolución. Aunque debe concederse que realizó una obra inusual, especialmente respecto a su elaboración e interpretación de la filosofía de la clase obrera. “Ciencia proletaria” y “filosofía proletaria” eran los nombres que usaba a este respecto, y de este modo exhibía el provincianismo de su mente; un defecto, no obstante, producto de los tiempos que corrían y del que ningún contemporáneo se salvaba.

Pero volvamos al Manuscrito. Resulta notablemente valioso en comunicarnos la sensación (o el sentimiento) de aquellos tiempos terribles. En ningún otro sitio podemos hallar un retrato más vívido de la sicología de las personas que habitaron el turbulento período comprendido entre 1912 y 1932. Aparecen sus errores e ignorancia, sus dudas y miedos y malentendidos; sus falsas ilusiones éticas, sus pasiones violentas, su inconcebible sordidez y egoísmo. Estas son las cosas que nos resultan difíciles de comprender desde nuestra época iluminada. La historia nos cuenta la existencia de estas cosas, y la biología y la sicología nos indican sus motivos. Pero la historia, la biología y la sicología no dan vida a estas cosas. Las aceptamos como hechos, pero quedamos perdidos, desprovistos de una comprensión empática de ellos.

Pese a todo, esta empatía nos asalta mientras leemos detenidamente el Manuscrito Everhard. Entramos en la mente de los actores de ese antiguo drama global y, por un momento, nuestros procesos mentales se asimilan a los de ellos. No solo entendemos el amor que siente Avis Everhard por su heroico esposo, sino que sentimos (como él sintió en esos primeros días) el vago y terrible ascenso de la oligarquía. Sentimos el Talón de Hierro (apropiadamente denominado) descendiendo y aplastando a la humanidad.

Y mientras leemos, advertimos que esa frase histórica, el Talón de Hierro, se originó en la mente de Ernest Everhard. Esto, podemos afirmar, es una de las preguntas discutibles que este documento resuelve. Anteriormente, el primer uso registrado de la frase provenía del panfleto “Ustedes esclavos”, escrito por George Milford y publicado en diciembre de 1912. George Milford fue un oscuro agitador sobre el que no se sabe mucho, excepto un poco de información adicional proporcionada por el Manuscrito, que menciona que fue baleado en la Comuna de Chicago. Evidentemente Milford escuchó a Ernest Everhard hacer uso de la frase en algún discurso público, probablemente cuando este corría como candidato al Congreso en el otoño de 1912. Por el Manuscrito sabemos que Everhard acuñó la frase en una cena privada en la primavera de 1912. Esta es, sin duda alguna, la primera ocasión conocida en que la oligarquía fue designada como tal.

El ascenso de la oligarquía siempre permanecerá como una causa de secreto asombro para el historiador y el filósofo. Otros grandes eventos históricos poseen su sitio en la evolución social. Eran inevitables. Su consumación pudo haber sido predicha con la misma certitud que los astrónomos actuales predicen el movimiento de las estrellas. Sin estos otros grandes eventos históricos, la evolución social no habría continuado. El comunismo primitivo, la propiedad de personas, la servidumbre doméstica y la esclavitud salarial fueron escalones necesarios para la evolución de la sociedad. Sin embargo, es ridículo sostener que el Talón de Hierro fue una etapa imprescindible; más bien hoy se asocia a un paso lateral, o un paso en falso, asociado a las tiranías que hicieron del mundo pasado un infierno, pero que fueron tan innecesarias como el periodo que nos ocupa.

Tenebroso como fue el feudalismo, su arribo fue inevitable. ¿Qué otra cosa distinta al feudalismo pudo haber seguido al resquebrajamiento de aquella máquina de gobierno centralizado conocida como Imperio Romano? No ocurre lo mismo con el Talón de Hierro. En el proceso ordenado de la evolución social no había cabida para él. No era necesario ni inevitable. Siempre permanecerá como la gran rareza de la historia: un capricho, una fantasía, una aparición, algo inesperado y que nunca fue soñado. Y servirá como una advertencia para aquellos teóricos políticos imprudentes de la actualidad, que hablan con certeza de los procesos sociales.

Los sociólogos del pasado declararon que el capitalismo era la culminación del dominio burgués, el fruto maduro de la revolución burguesa. Y nosotros, los habitantes del presente, no podemos sino aplaudir esa sentencia. Después del capitalismo, se auguraba que vendría el socialismo. Incluso gigantes intelectuales antagónicos como Herbert Spencer pronosticaron este parecer. De la decadencia del capitalismo individualista, brotaría la flor de las épocas, aquella hermandad de los hombres. En vez de eso, y sorprendentemente para nosotros que indagamos en el pasado, el capitalismo, podrido y todo, logró germinar aquel monstruoso retoño: la oligarquía.

El movimiento socialista de principios de siglo XX vaticinó demasiado tarde el arribo de la oligarquía. Incluso prevista, la oligarquía llegó para quedarse; un hecho erigido en sangre, una realidad de tremendo espanto. Ni siquiera en ese momento, tal como nos enseña el Manuscrito Everhard, se le atribuyó algún tipo de permanencia o perdurabilidad al Talón de Hierro. Los revolucionarios creían que su derrocamiento era cosa de unos pocos años. Es cierto que se dieron cuenta de que la Revuelta Campesina fue espontánea y sin planificación, y que la Primera Revuelta fue prematura, pero bien poco notaron que la Segunda Revuelta, planeada y madura, estaba condenada a un resultado fútil y a un castigo aún más terrible.

Es evidente que Avis Everhard acabó el Manuscrito durante los últimos días de preparación para la Segunda Revuelta. Por esta razón no se menciona nada del desastroso final de la Segunda Revuelta. Y también está bastante claro que ella planeaba la inmediata publicación del Manuscrito, tan pronto como el Talón de Hierro fuese derrocado, con el objeto de que su esposo, recientemente fallecido, recibiera todo el crédito de sus acciones. Entonces vino el aterrador aplastamiento de la Segunda Revuelta, y es probable que, frente ese trance peligroso, antes de huir o ser capturada por los mercenarios, escondiera el Manuscrito en el roble hueco de la cabaña de Wake Robin Lodge.

De Avis Everhard no hay más registros. Indudablemente fue ejecutada por los mercenarios y, tal como ahora se sabe, el Talón de Hierro no guardó registro alguno de esas ejecuciones. Pero ella, incluso mientras escondía el Manuscrito y se aprestaba a escapar, ni siquiera dimensionó cuán terrible había sido el sofocamiento de la Segunda Revuelta. Poco supo que la tortuosa y distorsionada evolución de los tres siglos venideros provocaría una Tercera y Cuarta Revuelta (junto a muchas más revueltas, todas ahogadas en mares de sangre) antes de que el movimiento global de los trabajadores triunfase. Y difícilmente soñó que, por siete largos siglos, el tributo de su amor a Ernest Everhard reposaría, tranquilo e imperturbable, en el corazón del viejo roble de Wake Robin Lodge.

Anthony Meredith
Ardis,
27 de noviembre, 419 B.O.M

Capítulo IMi águila

Capítulo I

Mi águila

El suave viento del verano agita las secuoyas, y el agua salvaje de los arroyos ondula en dulces cadencias sobre las rocas cubiertas de musgo. Hay mariposas en vuelo bajo el brillo del sol y de todas partes surge el soñoliento zumbido de las abejas. Todo está tan callado y sereno, y yo me siento aquí, y reflexiono, y estoy impaciente. Es el silencio lo que me vuelve intranquila; parece irreal. Todo el mundo está calmado, pero esta es la calma antes de la tormenta. Afino mis oídos, y todos mis sentidos, esperando alguna traición de esa tormenta en vilo. ¡Oh, que no sea prematura! ¡Que no sea prematura![1]

No resulta extraño que esté nerviosa. Medito y medito, y no puedo dejar de pensar. He estado en el abismo de la vida por tanto tiempo, y por eso ahora me oprime la paz y el silencio; y no puedo dejar de pensar en esa insana vorágine de muerte y destrucción que se desencadenará tan pronto. En mis tímpanos resuena el llanto de los heridos, y puedo ver, tal como he visto en el pasado[2], toda la ruina y la mutilación de la carne dulce y bella, y las almas brutalmente desgajadas de los cuerpos para ser arrojadas a Dios. Así es como nosotros, los pobres humanos, conquistamos nuestras metas: luchando entre la carnicería y la destrucción para alcanzar la paz perpetua y la felicidad sobre la Tierra.

Y luego estoy nuevamente sola. Cuando no reflexiono en lo que está por venir, pienso en lo que fue y ya no está; mi águila, venciendo al vacío con sus alas infatigables, elevándose hacia lo que siempre fue su sol: el incandescente ideal de la libertad humana. No puedo sentarme ociosa y esperar a la gran obra que él creó, aunque ya no esté aquí para verla. Él empeñó su adultez por ella, y por ella sacrificó su vida. Fue su artesanía; él la fraguó.[3]

Así, en este angustioso tiempo de espera, escribiré sobre mi marido. Hay mucha luz que solo yo de todas las personas vivas puedo echar sobre su personalidad; y un personaje tan noble no puede vanagloriarse con demasiado brillo. Su alma era enorme, y cuando mi amor crece sin egoísmo, mi principal remordimiento es que él ya no esté aquí presente para contemplar el amanecer del mañana. ¡Muerte al Talón de Hierro! Pronto será erradicado por una humanidad que no deba postrarse. Cuando la palabra se esparza como la pólvora, los proletarios de todo el mundo se rebelarán. No ha ocurrido nada similar en la historia. La solidaridad de los trabajadores está asegurada y por primera vez triunfará una revolución internacional tan grande como el mundo.[4]

Como ves, estoy involucrada en el porvenir. Lo he vivido día y noche intensamente y está siempre presente en mi conciencia. Por eso, no puedo pensar en mi esposo sin pensar en lo que viene. Si él era el alma del movimiento, ¿cómo es posible apartar ambas cosas de mi pensamiento?

Tal como he dicho: hay tanta luminosidad con la que puedo definir su carácter. Se sabe que luchó duro por la libertad y que sufrió tormento. Cuán arduo luchó y cuánto sufrió bien lo sé, pues estuve con él durante estos veinte tensos años y conocí personalmente su paciencia, su esfuerzo incansable, su devoción infinita hacia la Causa por la que fue sepultada su vida hace solo dos meses.

Trataré de escribir sencillo y relatar cómo Ernest Everhard entró en mi vida: cómo lo conocí, cómo creció hasta que yo me convertí en una parte de él, y cómo él forjó enormes cambios en mi existencia. De esta manera, quizá tú lo puedas ver a través de mis ojos y lo conozcas tal como lo conocí yo, salvo en los aspectos demasiado íntimos y dulces como para ser contados.

Lo conocí en febrero de 1912, cuando asistió a una cena organizada por mi padre[5], en nuestra casa de Berkeley. No puedo decir que mi primera impresión fue favorable. Era uno más entre tantos invitados, e hizo una aparición bastante estrambótica en el salón donde nos reunimos y esperamos la llegada del resto de los comensales. Era “noche de predicadores”, tal como la definía privadamente mi padre, y ciertamente Ernest estaba fuera de lugar en medio de tantos hombres de iglesia.

En primer lugar, su ropa no le cuadraba. Vestía un traje impersonal de tela oscura que no se ajustaba a su cuerpo. De hecho, ningún traje ya hecho pudo copiar la forma de su cuerpo. Y esa noche, como de costumbre, sus músculos dibujaban protuberancias en su traje, mientras el abrigo entre sus hombros (unos hombros anchísimos) era un laberinto de arrugas. Su cuello era grueso y fuerte, como el de un luchador peso pesado[6]. Al contemplarlo, rápidamente lo identifiqué como el filósofo social y antiguo herrador del que tanto hablaba mi padre; no era difícil adivinarlo con esos músculos abultados y esa garganta de toro. Inmediatamente lo clasifiqué: ante mis ojos tenía a una especie de prodigio, un Blind Tom[7] de la clase obrera.

¡Y qué decir cuando me dio un apretón de manos! Su apretón fue sólido y firme, aunque me miró atrevidamente con sus ojos oscuros (con demasiado atrevimiento, creí en ese instante). Verás, yo era un producto de mi entorno, y en ese entonces ya poseía fuertes instintos de clase. Tanta osadía, en un hombre de mi clase, hubiese sido algo casi imperdonable. No pude evitar bajar la mirada, y me sentí bastante aliviada cuando me separé de él y me volteé para saludar al Obispo Morehouse, que era mi favorito, un hombre serio y dulce en la mitad de su adultez, semejante a Cristo en apariencia y santidad, además de una autoridad académica.

Pero esta osadía que yo asumí como un tipo de presunción era un amarre vital de la naturaleza de Ernest Everhard. Era un hombre sencillo, directo, sin miedos, y se negaba a perder tiempo en modales convencionales. “Me gustaste”, me explicó un tiempo después. “Y, ¿por qué no debería colmar mis ojos con lo que me gusta?”. Como dije, no temía a nada ni a nadie. Era un aristócrata innato, a pesar de haberse posicionado en la trinchera enemiga de la aristocracia. Él era un superhombre, una bestia rubia como la que amaba Nietzsche[8], y también se apasionaba por la democracia.

Preocupada por conocer a los otros invitados, y debido a mi impresión desfavorable, me olvidé completamente del filósofo proletario, aunque una o dos veces, ya sentados en la mesa, lo observé. Me fijé especialmente en el parpadeo de sus ojos al escuchar a un sacerdote y a otro. Tiene humor, pensé, y casi perdoné su vestimenta espantosa. Pero el tiempo pasaba y la cena avanzaba, y él nunca abría la boca, mientras los sacerdotes y religiosos peroraban interminablemente acerca de la clase obrera y su relación con la Iglesia, y de lo que la Iglesia había hecho y haría por los trabajadores. Comprendí que mi padre estaba molesto porque Ernest no intervenía. Mi padre aprovechó un momento de calma grupal para pedirle que participara, pero Ernest se encogió de hombros, y con un “No tengo nada que decir” siguió allí sentado, masticando puñados de almendras saladas.

Pero mi padre no sabía aceptar un rechazo. Después de un rato, alzó la voz:

—Tenemos entre nosotros a un miembro de la clase obrera. Y estoy seguro de que es capaz de presentar las cosas desde un punto de vista que será interesante y novedoso. Me refiero al señor Everhard.

Los comensales abandonaron un tema cercano a las buenas costumbres y pidieron a Ernest que declarara sus opiniones. La actitud de los presentes hacia él era tan tolerante y amable que se volvía condescendiente, y yo percibí que Ernest se daba cuenta de esta actitud grupal de superioridad. Eso lo divertía. Pasó revista atentamente a su alrededor y descubrí un reflejo de risa en sus ojos.

—No soy muy versado en las cortesías de las controversias eclesiásticas —comenzó a decir, y luego vaciló con modestia e indecisión.

—Hable, por favor —pidió la gente en coro.

El reverendo Hammerfield acotó:

—No nos oponemos a la verdad que puede haber en todo hombre. Siempre que esa verdad sea sincera.

—O sea, ¿separan la verdad de la sinceridad? —se rio picaronamente Ernest.

El reverendo Hammerfield resopló y pudo contestar:

—Incluso los mejores de nosotros pueden estar equivocados, joven hombre, incluso los mejores…

Las maneras y la postura de Ernest cambiaron instantáneamente. Se convirtió en otro hombre.

—Está bien —respondió—. Déjenme empezar diciendo que todos ustedes están equivocados. No saben nada, y aún menos que nada, acerca de la clase trabajadora. La sociología que profesan es tan mezquina e inservible como su método filosófico.

No era tanto lo que decía sino cómo lo decía. Yo me excité con el primer sonido de su voz. Era tan atrevida como su mirada. Fue un rugido de clarines que me estremeció. Y toda la mesa estaba emocionada, conmovida de pronto, y alejada de la monotonía y el tedio.

—¿Qué resulta tan peligrosamente mezquino e inservible en nuestro método filosófico, joven? —inquirió el reverendo Hammerfield, cuando ya se develaba un desagrado en su tono.

—Ustedes son metafísicos. Uno puede probar cualquier cosa valiéndose de la metafísica. Habiendo hecho esta prueba, otro metafísico puede, a su entera satisfacción, probar todo lo contrario. Ustedes son anarquistas del ámbito del pensamiento y son creadores de universos absurdos. Cada uno de ustedes habita un cosmos hecho a su medida, estructurado por sus propios caprichos y deseos. No conocen el mundo real en el que viven y su pensamiento carece de cimientos en el mundo real, a menos que éste se considere un fenómeno de aberración mental.

»¿Saben qué recordé al estar sentado a la mesa, oyéndolos hablar y hablar? Me recordaron el mundo de los escolásticos de la Edad Media, quienes discutían solemne y eruditamente sobre la cantidad de ángeles que podían danzar en la punta de una aguja. Porque, queridos señores, ustedes están tan apartados de la vida intelectual del siglo veinte como un chamán indio que hace diez mil años invocaba un conjuro en un bosque primaveral.

Mientras Ernest hablaba, parecía entusiasta. Su rostro resplandecía, sus ojos pestañeaban brillantes, su mentón y su mandíbula emanaban una elocuencia agresiva. Pero solo era una manera de comportarse que él tenía. Siempre enardecía a la gente. Su destructivo estilo discursivo, imitando a un mazo, hacía que las personas se olvidaran de sí mismas; y, efectivamente, se estaban olvidando de ellos mismos. El obispo Morehouse se inclinaba hacia delante y escuchaba atento. La ira y la exasperación le ruborizaban la cara al reverendo Hammerfield. Y los otros también se hallaban exasperados, y algunos sonreían de una manera altiva y entretenida. En cuanto a mí, yo gozaba con la situación. Le eché una mirada a mi padre y temí que fuese a reír nerviosamente ante el efecto de la bomba humana que había lanzado entre nosotros.

—Sus términos son un tanto vagos —interrumpió el reverendo Hammerfield—. Tan solo precise, ¿a qué se refiere cuando nos llama metafísicos?

—Los llamo metafísicos porque razonan metafísicamente —siguió Ernest—. Su método de razonar es el opuesto del que utiliza la ciencia. No existe validez en sus conclusiones. Pueden probar todo y nada, y ni dos de ustedes son capaces de acordar algo. Cada uno de ustedes se sumerge en su propia consciencia para explicarse a sí mismo y el universo. Quizá también se levanten a sí mismos por los cordones de sus botas para explicar la conciencia por la conciencia.

—Yo no lo entiendo —dijo el obispo Morehouse—. A mí me parece que todos los objetos de la mente son metafísicos. La ciencia más convincente y exacta de todas, la matemática, es puramente metafísica. Todos y cada uno de los procesos del filósofo científico son metafísicos. Seguramente concordarás con este parecer, ¿o no?

—Tal como dijiste, tú no lo entiendes —replicó Ernest—. El metafísico razona deductivamente desde su propia subjetividad. El científico razona de modo inductivo a partir de los hechos de la experiencia. El metafísico razona de la teoría a los hechos; el científico, de los hechos a la teoría. El metafísico explica el universo por sí mismo; el científico se explica por el universo.

—Gracias a Dios que no somos científicos —murmuró complacientemente el Reverendo Hammerfield.

—¿Qué son, entonces? —exigió Ernest.

—Filósofos.

—Ahí lo tienen —rio Ernest—. Ustedes han abandonado cualquier basamento real y sólido, y aletean por los aires gracias a una palabra que ocupan como máquina voladora. Por favor, regresen a la Tierra, y díganme precisamente qué entienden por filosofía.

—La filosofía… —el reverendo Hammerfield se sumió en una pausa y aclaró su garganta—, la filosofía es algo que no puede ser definido exhaustivamente, excepto por aquellas mentes y temperamentos que son filosóficos. El angosto hombre de ciencia, con su nariz atrapada en una probeta, no puede comprender la filosofía.

Ernest ignoró la estocada. Era su forma habitual para devolverle el golpe al oponente. Y así lo hizo, con una declaración de radiante felicidad:

—Entonces, sin duda alguna, entenderán la definición de filosofía que ahora diré. Pero antes de convidársela, los desafiaré a que encuentren un solo punto de error en ella o se mantengan como mudos metafísicos. La filosofía es meramente la ciencia más amplia de todas. Su método de razonar es el que utilizan todas las ciencias. Y mediante ese idéntico método, el método inductivo, la filosofía fusiona todas las ciencias particulares en una gran ciencia. Tal como Spencer manifiesta, los datos de cualquier ciencia específica son conocimiento parcialmente unificado. La filosofía unifica el conocimiento que aportan todas las ciencias. La filosofía es la ciencia de la ciencia, la ciencia maestra, si desean verlo de esta forma. ¿Les agrada mi definición?

—Bastante respetable, bastante respetable —murmuró débilmente el Reverendo Hammerfield.

Pero Ernest no mostraba piedad.

—Recuerden —advirtió—, mi definición es letal para la metafísica. Si ahora no indican un defecto en mi definición, más tarde quedarán descalificados y no podrán ofrecer argumentos metafísicos. Deberán buscar ese defecto por el resto de sus vidas y permanecerán con la boca metafísicamente cerrada hasta que lo hayan encontrado.

Ernesto esperó. El silencio era doloroso. El reverendo Hammerfield estaba incómodo; también parecía perplejo. El ataque a martillazos de Ernest lo había desconcertado; no estaba acostumbrado a un método simple y directo de controversia. Buscó miradas cómplices en la mesa, pero nadie le hizo caso. Vi a mi padre tapándose una sonrisa con la servilleta.

—Existe otra vía para descalificar a los metafísicos —dijo Ernest cuando ya había develado completamente la vergüenza del reverendo Hammerfield—, júzguenlos por sus obras. ¿Qué han hecho por la humanidad, aparte de traficar modas etéreas y confundir sus propias sombras con dioses? Han contribuido al colorido de la raza humana, lo reconozco, pero ¿qué bienes tangibles han forjado para los hombres? Han filosofado (si perdonan mi uso equívoco de esta palabra) acerca del corazón como el trono de las emociones, mientras los científicos estudiaban y formulaban la circulación de la sangre. Declamaron sobre los fenómenos del hambre y la pestilencia, definiéndolos como castigos impuestos por Dios, mientras los científicos levantaban graneros y drenaban las ciudades. Erigieron dioses a su propia imagen y semejanza, mientras los científicos construían puentes y caminos. Estaban preocupados de describir la Tierra como el centro del Universo, cuando los científicos descubrían América y descifraban las leyes de los astros. En resumen: los metafísicos no han hecho nada, absolutamente nada por la humanidad. Paso a paso, frente al avance de la ciencia, han sido desplazados. Tan rápido como los hechos de la ciencia han derrocado sus explicaciones subjetivas de las cosas, han elaborado nuevas explicaciones antojadizas, incluyendo explicaciones de los últimos hechos comprobados. Y no dudo que seguirán actuando de esa manera hasta el fin de los tiempos. Caballeros, un metafísico es un chamán. La diferencia entre ustedes y el esquimal que concibe a un dios que come grasa de ballena y viste pieles de foca, son solo varios miles de años de hechos verificados. Eso es todo.

—Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles reinó en Europa por doce siglos —anunció pomposamente el pastor Ballingford—. Y Aristóteles era un metafísico.

El pastor Ballingford paseó su mirada alrededor de la mesa, recolectando movimientos afirmativos de cabeza y sonrisas aprobatorias.

—Su ejemplo es muy desafortunado —contestó Ernest—. Usted se refiere a un periodo muy oscuro de la historia. De hecho, etiquetamos ese periodo como las Épocas Oscuras. Un periodo en que la ciencia fue violada por los metafísicos, donde la física se transformó en la búsqueda de la Piedra Filosofal, donde la química se hizo alquimia y la astronomía se convirtió en astrología. ¡Perdonen la dominación del pensamiento de Aristóteles!

El pastor Ballingford se vio disminuido unos segundos. Luego se le iluminó el semblante y dijo:

—Incluso concediendo este retrato horrible que has pintado, debes confesar que la metafísica fue inherentemente potente, ya que sacó a la humanidad de aquel tiempo espantoso, y la llevó a la iluminación de los siglos siguientes.

—La metafísica no tiene nada que ver con ello —contradijo Ernest.

—¿Qué? —se quejó el reverendo Hammerfield—. ¿No fueron los pensamientos y las especulaciones lo que condujo a los viajes del descubrimiento de América?

—Oh, mi querido señor —Ernest desplegó una sonrisa—, yo pensé que estaba usted descalificado para intervenir. Todavía no han remarcado un error en mi definición de filosofía. Ahora están sobre una base insustancial y movediza. Pero ese es el estilo de los metafísicos, y lo perdono. Repito: la metafísica no tiene nada que ver con ello. Pan y mantequilla, joyas y seda, dólares y centavos e, incidentalmente, el cierre de las rutas comerciales hacia la India, fueron la causa de los viajes a América. Con la caída de Constantinopla en 1453, los turcos bloquearon el paso de las caravanas que iban a la India. Los mercaderes de Europa tuvieron que encontrar otro pasadizo. Ese fue el motivo original de los viajes de descubrimiento. Colón zarpó para encontrar una nueva ruta a las Indias. Esto está registrado en todos los libros de historia. De modo azaroso, se comprendieron nuevos hechos sobre la naturaleza, el tamaño y la forma del planeta, y el sistema ptolemaico agonizó como una brasa.

El reverendo Hammerfield soltó un bufido.

—¿No concuerda conmigo? —preguntó Ernest—. ¿Podría decir en qué me equivoco?

—Tan solo puedo reafirmar mi posición —contestó el reverendo Hammerfield con aspereza—. Es una historia demasiado larga como para adentrarse en ella ahora.

—Ninguna historia es demasiado larga para el científico —dijo dulcemente Ernest—. Por eso los científicos llegan a los lugares. Por eso puso sus pies en América.

No repasaré toda la velada, aunque para mí es un placer recordar cada momento, cada detalle de esas primeras horas en que conocí a Ernest Everhard.

La batalla campal se desencadenó, y los religiosos se alteraron y sus rostros se enrojecieron, especialmente cuando Ernest los etiquetó de filósofos románticos, proyectores de sombras y cosas por el estilo. Y siempre los llevaba al terreno de los hechos. “¡El hecho, hombre, el hecho irrefutable!”, proclamaría triunfalmente cada vez que los hacía caer. Ernest se erizaba con los hechos, les hacía zancadillas con los hechos, los emboscaba, los bombardeaba con aluviones de hechos.

—Da la impresión de adorar el santuario del Hecho —se mofó el reverendo Hammerfield.

Ernest consintió sonriente.

—Soy como los hombres de Texas —dijo. Le pidieron que se explicara, y continuó—: Verán, el hombre de Missouri siempre dice: “tienes que mostrármelo”. Pero el texano dice: “tienes que ponérmelo en la mano”. De eso se desprende que no es un metafísico.

Un rato después, cuando Ernest dictaminaba que los filósofos metafísicos jamás podrían resistir el test de la verdad, el reverendo Hammerfield demandó:

—¿Qué es el test de la verdad, joven? ¿Podrías explicar amablemente aquello que por mucho tiempo ha desconcertado a mentes mucho más sabias que la tuya?

—Por supuesto que podría —contestó Ernest. Su pedantería los irritaba—. Las mentes sabias se han roto la cabeza en busca de la verdad porque iban a buscarla entre las nubes. Si hubiesen permanecido en suelo firme, la hubiesen encontrado muy fácilmente. ¡Ay! Hubiesen descubierto que estaban probando la verdad con pensamiento y acto práctico de sus vidas.

—El test, habla del test —repitió el reverendo Hammerfield con impaciencia—. Omite el preámbulo. Danos aquello que hemos buscado por tanto tiempo: el test de la verdad. Dánoslo y seremos como dioses.

Hammerfield pronunció estas palabras utilizando un escepticismo rudo y burlón que agradó a casi todos los religiosos de la mesa, pero que pareció molestar al obispo Morehouse.

—El profesor Jordan[9] ya lo definió de manera muy clara —dijo Ernest—. Su test de la verdad es: “¿Lo que dices funcionará? ¿Podrías confiar tu vida a ello?”.

—¡Ja! —el reverendo Hammerfield estiró una mueca desdeñosa—. No has tenido en cuenta al obispo Berkeley.[10] Nunca ha sido refutado.

—El más noble metafísico de todos —se mofó Ernest—. Pero tu ejemplo es desafortunado. Tal como el mismo Berkeley lo reconoció, su sistema metafísico no funcionaba.

El reverendo Hammerfield estaba furioso, justificadamente furioso. Era como si hubiese pillado a Ernest mintiendo o robando.

—Jovencito —proclamó el reverendo Hammerfield—, su declaración va de la mano con la verborrea que nos ha demostrado esta noche. Se trata de un presupuesto vulgar y sin garantías.

—Estoy un poco machucado —murmuró mansamente Ernest—. Pero no sé qué me pegó. Tendrá que ponérmelo en la mano, reverendo.

—Lo haré, lo haré —farfulló el reverendo Hammerfield—. ¿Cómo lo sabes? Tú no sabes si el obispo Berkeley confirmó que su metafísica no funcionaba. No tienes prueba. Siempre ha funcionado.

—Considero que el sistema metafísico de Berkeley no funciona porque... —Ernest se detuvo tranquilamente por un momento—, porque Berkeley ejerció la práctica invariable de atravesar puertas en vez de murallas. Debido a que confió su vida a panes sólidos, mantequillas y bistecs tangibles. Porque se afeitaba con una navaja que se hacía útil al retirar la barba de sus cachetes.

—¡Pero esos son objetos reales! —gritó el reverendo Hammerfield—. La metafísica está en la mente.

—¿Y esos objetos funcionaban… en la mente? —indagó suavemente Ernest.

Los demás asintieron con la cabeza.

—En la mente, incluso una multitud de ángeles pueden bailar en la punta de una aguja —prosiguió reflexionando Ernest—. Y también puede existir y ser útiles para un dios que se cubre con piel de foca y come grasa de ballena. Y en la mente no hay pruebas contrarias a este respecto. Supongo, reverendo, que usted vive en su mente.

—Mi mente es un reino para mí —fue la respuesta.

—Ese es otro modo de manifestar que vive levitando por los aires. Pero estoy seguro de que regresa a la Tierra a la hora del almuerzo, o cuando hay un terremoto. O dígame, reverendo, ¿qué hace durante un terremoto? ¿No teme que su incorporal cuerpo sea golpeado por un ladrillo inmaterial?

Al instante, y casi por acto reflejo, la mano del reverendo fue hasta su cabeza, donde una cicatriz se escondía bajo el cabello. Ernest había metido la pata con un ejemplo idóneo. Durante el Gran Terremoto[11], el reverendo Hammerfield había estado a punto de ser aplastado fatalmente por el derrumbe de una chimenea. Toda la mesa comenzó a reírse a carcajadas.

—¿Y entonces? —preguntó Ernest, cuando amainó la risa—. ¿Pruebas en contra? —ante el silencio reinante, volvió a interrogar—. ¿Y bueno?... No es tan bueno su argumento.

El reverendo Hammerfield estaba temporalmente noqueado, y la disputa se encaminó hacia nuevas direcciones. Punto tras punto, Ernest desafió a los sacerdotes.Cuando estos declararon que conocían a la clase obrera, él les contó verdades fundamentales sobre los proletarios que ellos no sabían, y los desafió a que le replicaran. Les enrostró hechos, siempre hechos, y puso en entredicho sus excursiones en las nubes, trayéndolos de vuelta a la tierra sólida y a sus circunstancias.

¡Cómo evoco la escena! Lo puedo escuchar ahora, con aquel tono bélico en su voz, desollándolos a punta de hechos, haciendo que cada hecho fuese un látigo que los azotaba una y otra vez. Y no tenía piedad. No concedió treguas[12] y obviamente tampoco las pidió. Nunca podré olvidar el discurso final con que despellejó a los sacerdotes:

—Esta noche han confesado en reiteradas ocasiones, por manifestación expresa o por declaración de ignorancia, que no conocen a la clase trabajadora. Pero ustedes no deben ser culpados por esto. ¿Cómo pueden saber algo de la clase proletaria? No viven en los barrios obreros. Ustedes se congregan en otros lugares con la clase capitalista. ¿Por qué habría de ser distinto? Los capitalistas les pagan, les alimentan, les proveen la vestimenta que están usando esta misma noche y, a cambio de eso, ustedes sermonean a sus patrones con el tipo de metafísica que resulta aceptable para ellos, y la metafísica específicamente aceptable para ellos porque no amenaza el orden establecido de la sociedad.

Aquí brotó un rumor general de desacuerdo en la mesa.

—Oh, y no estoy cuestionando su sinceridad —continuó Ernest—. Ustedes son honestos. Oran y sermonean lo que creen. Ahí radica su valor y su fuerza… para los capitalistas. Si cambiasen sus creencias y adoptasen otras capaces de ser un peligro para el orden social actual, sus sermones serían rechazados por sus empleadores y entonces los despedirían. Cada cierto tiempo, uno u otro religioso es expulsado de sus congregaciones.[13] ¿No estoy en lo cierto?

Esta vez no hubo señas de desacuerdo. Los religiosos alargaban caras bobaliconas y asentían sentados, a excepción del reverendo Hammerfield, que dijo:

—Se les pide que renuncien cuando sus pensamientos están equivocados.

—Que es otra manera de afirmar que sus pensamientos son inaceptables —contestó Ernest y prosiguió—: Así que yo les digo a ustedes que sí, sigan rezando y ganando sus salarios, pero dejen a la clase trabajadora tranquila, por el amor de Dios. Ustedes pertenecen a la trinchera enemiga, no tienen nada en común con el proletariado. Sus manos son suaves gracias al trabajo que otros han hecho por ustedes; sus panzas están hinchadas y redondas de tanto comer —el reverendo Ballingford se echó hacía atrás en la silla, avergonzado, y cada ojo presente examinó su prodigiosa barriga. Ernest reanudó su discurso—: Y sus mentes están atiborradas de doctrinas que son muros de contención del orden establecido. Ustedes son tan mercenarios (mercenarios sinceros, sí, se lo concedo) como lo era la Guardia Suiza[14]. Sean sinceros con su salario y su contrato; protejan, con sus sermones, los intereses de sus empleadores, pero no bajen hasta el proletariado y ejerzan de falsos líderes. No pueden situarse honestamente en dos trincheras a la vez. Los trabajadores surgieron sin ustedes. Créanme, la clase obrera continuará existiendo sin ustedes. Y, es más, estará mucho mejor sin ustedes.

[1] La Segunda Revuelta fue principalmente obra de Ernest Everhard, aunque por supuesto que cooperó con líderes europeos. La captura y posterior ejecución secreta de Everhard fue el gran evento de la primavera de 1932 D.C. No obstante, había planeado tan cuidadosamente la revuelta, que sus compañeros conspiradores fueron capaces, sin mucha confusión o demora, de llevar a cabo los planes estipulados. Después de la ejecución de Everhard, su esposa fue hasta Wake Robin Lodge, una pequeña cabaña ubicada en Sonoma Hills (California).

[2] Indudablemente, ella se refiere a La Comuna de Chicago.

[3] Con el debido respeto que merece Avis Everhard, debe aclararse que Everhard fue uno de los muchos líderes aptos que conjuraron la Segunda Revuelta. Hoy, mirando en retrospectiva a través de los siglos, podemos asegurar que, aunque hubiese vivido, la Segunda Revuelta hubiese sido igual de terrible como efectivamente fue.

[4] La Segunda Revuelta fue verdaderamente internacional. Fue un plan colosal –demasiado colosal para haber sido obra de un solo hombre–. Los trabajadores, en todas las oligarquías del mundo, estaban preparados para sublevarse ante la señal convenida. Alemania, Italia, Francia y Australasia eran países proletarios, estados socialistas dispuestos a prestar ayuda a la revolución. Valerosamente cumplieron sus promesas de socorro y, por este motivo, cuando la Segunda Revuelta estalló, fueron aplastados por las oligarquías unidas del mundo, y sus gobiernos proletarios reemplazados por regímenes oligárquicos.

[5] John Cunningham, padre de Avis Everhard, fue profesor en la Universidad de California en Berkeley. Su campo de estudio fue la física. Llevó a cabo numerosas investigaciones y fue altamente reputado como científico. Su mayor contribución a la ciencia fueron sus estudios sobre el electrón y, sobre todo, su obra monumental, Identificación de la Materia y la Energía. En ella, concluyó para siempre que la unidad más básica de la Materia y la unidad más básica de la Fuerza eran idénticas. Esta idea había sido sugerida previamente, aunque no demostrada, por Sir Oliver Lodge y otros estudiantes pioneros en el campo de la radioactividad.

[6] En aquella época, los hombres acostumbraban a competir por premios de dinero. Peleaban con sus manos. Cuando uno era golpeado hasta la inconciencia o asesinado, el sobreviviente se quedaba con el dinero.

[7] Esta difusa referencia nos lleva Thomas “Blind Tom” Wiggins, un virtuoso pianista negro que cogió al mundo por sorpresa en la segunda mitad del siglo XIX de la era cristiana.

[8] Friedrich Nietzsche, el desequilibrado filósofo decimonónico de la era cristiana, quien fue capaz de vislumbrar salvajes destellos de la Verdad, pero que, antes de acabar su tarea, se extravió en el gran círculo del pensamiento humano y cayó en una estrepitosa locura.

[9] David Starr Jordan: un reconocido académico de finales del siglo XIX y comienzos del XX de la Era Cristiana. Fue presidente de la Universidad de Stanford, una institución privada de la época.

[10] Un monista idealista que por mucho tiempo pasmó a los filósofos de ese tiempo gracias a su negación de la materia, pero cuyo astuto argumento fue demolido cuando los nuevos hechos empíricos de la ciencia se divulgaron entre la población.

[11] El movimiento telúrico de 1906 de la Era Cristiana, que destruyó la ciudad de San Francisco.

[12] Este ejemplo surge de las costumbres de aquellos tiempos. Cuando los hombres peleaban a muerte de modo bestial, si el vencido arrojaba sus armas al suelo, el vencedor tenía la facultad de ultimarlo o perdonarle la vida.

[13] Durante este periodo, se expulsó a muchos sacerdotes de sus respectivas iglesias por pregonar doctrinas inaceptables. La mayoría fue expulsada cuando alguien catalogaba sus sermones como socialistas.

[14] Los mercenarios guardias del palacio de Luis XVI, un rey de Francia al que su propio pueblo le cortó la cabeza.

Capítulo IIDesafíos 

Cuando se fueron los invitados, mi padre se reclinó en una silla y dio rienda suelta a verdaderos estallidos de risa. Desde antes de la muerte de mi madre que yo no lo veía reír con tanto entusiasmo.

—¡Apuesto que el reverendo Hammerfield nunca había enfrentado una situación así en toda su vida! —se burló—. “¡Las cortesías de la controversia eclesiástica!”. ¿Te diste cuenta que empezó a temblar como un corderito? Y, además, Everhard, ¿notaste lo rápido que se transformó en un león rugiente? Posee una mente espléndidamente disciplinada. Podría haber sido un gran científico, si sus energías hubiesen estado encaminadas a ese fin.

No hace falta confirmar que estaba profundamente interesada en Ernest Everhard. No solo por lo que había dicho y su forma de expresarse, sino por él como hombre. Nunca había conocido a un hombre así. Supongo que ese es el motivo por el que, a pesar de mis veinticuatro años, no me había casado. Él me gustaba; me lo tuve que confesar a mí misma. La atracción que sentía por él nacía de cosas que iban más allá de lo intelectual y de su capacidad argumentativa. Independiente de sus músculos colosales y su cuello de luchador, me impresionó como un muchacho ingenuo. Sentí que bajo el disfraz de un espadachín intelectual se escondía un espíritu delicado y sensible. Yo sentí eso, sin poder saber cómo, salvo mediante mi intuición femenina.

Había algo en su toque de clarines que llegó hasta mi corazón. Todavía resuena en mis oídos, y me gustaría oírlo de nuevo para ver aquel centelleo de risa en sus ojos que contradecía la seriedad apasionada de su cara. Había más alcances de sentimientos vagos e indeterminados que me removían. Yo casi lo amé en ese momento, aunque estoy segura de que, si no lo hubiese visto otra vez, todos esos sentimientos vagos hubiesen pasado y yo lo hubiese olvidado fácilmente.

Sin embargo, estaba destinada a verlo de nuevo. El nuevo interés de mi padre en torno a la sociología y las cenas que ofrecía no hubiesen permitido un único encuentro. Mi padre no era sociólogo. El matrimonio con mi madre había sido muy alegre, y en las investigaciones de su propia ciencia, la física, él había hallado momentos muy felices. Pero cuando mi madre falleció, su propio trabajo no fue capaz de llenar el vacío. Primero, de un modo tranquilo, incursionó en la filosofía. Luego, al interesarse, derivó hacia la economía y la sociología. Tenía un fuerte sentido de justicia, y pronto se llenó de una pasión incendiaria que buscaba corregir lo malo. Saludé gratamente a estos síntomas de un nuevo interés por la vida, aunque jamás sospeché lo que vendría. Con el entusiasmo de un niño, se arrojó intensamente a estas nuevas búsquedas, sin considerar que lo marchitarían.

Estaba acostumbrado a vivir en el laboratorio, y por eso transformó nuestro comedor en un laboratorio sociológico. Venían a cenar gente de todas las clases y condiciones: científicos, políticos, banqueros, mercaderes, profesores, líderes laborales, socialistas y anarquistas. Los incitaba a discutir y analizaba sus razonamientos acerca de la vida y la sociedad.

Conoció a Ernest un poco antes de la “noche de predicadores” y, después que los invitados se fueran, supe cómo: un día caminaba de noche por una callejuela y se detuvo a escuchar a un hombre parado sobre una caja de madera que discurseaba a una multitud de obreros. El hombre erguido sobre la caja era Ernest. No se trataba de un simple orador de tarima; estaba bien posicionado en el Partido Socialista. Era uno de los dirigentes y se le reconocía como el líder en cuanto a la filosofía del socialismo, pero tenía cierta manera esclarecedora al hablar y podía transformar los temas abstrusos en lenguaje de la calle; era un expositor y un profesor innato. Y no se paraba sobre la tarima como un mero trampolín para interpretar la economía y explicársela a los trabajadores.

Mi padre se detuvo a escuchar, se interesó, le pidió que se vieran y, tras esa cita introductoria, lo invitó a la cena con los religiosos. Transcurrida la cena, mi padre me contó lo poco que sabía acerca de Ernest. Había nacido entre los proletarios, aunque era descendiente de una vieja línea de los Everhard, que llevaban más de dos siglos viviendo en Estados Unidos[15]. A los diez años había partido a trabajar a los molinos y, después de completar su aprendizaje, se convirtió en herrador. Autodidacta, aprendió francés y alemán por sus propios medios, y durante esos años ganaba un magro sustento gracias a traducir obras científicas y filosóficas para una pequeña editorial socialista de Chicago. A ese pequeño salario se añadía el dinero obtenido a partir de los derechos de autor de sus propias obras económicas y filosóficas.

Eso fue lo que supe de él antes de irme a la cama, y permanecí despierta por mucho tiempo, recreando en mi memoria el sonido de su voz. Me asusté con mis propios pensamientos. Era tan distinto a los hombres de mi clase, tan extraño y tan fuerte. Su conducta autoritaria me deleitaba y aterrorizaba simultáneamente, y mi imaginación deambuló impúdicamente hasta considerarlo como amante, como marido. Yo siempre había escuchado que la fuerza física de los hombres era una atracción irresistible para las mujeres… pero él era demasiado fuerte. “¡No! ¡No!”, chillé. “Es imposible, absurdo”. Y al día siguiente desperté para descubrir que lo extrañaba. Quería verlo dominando a otros hombres en una discusión; oír el tono guerrero de su voz; quería verlo en todo su tamaño y certidumbre, destruyendo la complacencia de los otros y batiendo sus pensamientos somníferos. ¿Qué importaba si hacía esgrima verbal? Eso funcionaba, producía un efecto en la gente, tal como él decía. Y, además, su esgrima era algo agradable de presenciar. Te remecía como estar al arranque de una batalla.

Pasaron muchos días, y aproveché de leer los libros de Ernest que tenía mi padre. Su palabra escrita era semejante a su oralidad: clara y convincente. Su absoluta simplicidad era lo que convencía, incluso mientras uno seguía dudando. Poseía el don de la lucidez. Era el expositor perfecto. Sin embargo, pese a su estilo, me desagradaba mucho su obra. Le confería demasiada importancia a lo que él definía como lucha de clases, el antagonismo entre el trabajo y el capital, el conflicto de intereses.

Mi padre me relató con alegría la opinión que el reverendo Hammerfield se había hecho de Ernest. Lo consideraba “un cachorro insolente, convertido en un presuntuoso por un aprendizaje escaso y muy inadecuado”. El pastor Ballingford también se había negado a tratar nuevamente con él.

Sin embargo, el obispo Morehouse exhibía un serio interés por Ernest y ansiaba otra velada compartida. “Un joven fuerte”, expresó, “y muy vivaz, muy, muy enérgico. Pero está demasiado seguro de todo. Demasiado seguro”.

Ernest vino una tarde junto a mi padre. El obispo ya había llegado y bebíamos té en la veranda. La presencia continua de Ernest en Berkeley, en todo caso, se debía a que asistía a cursos especiales de biología en la universidad y, además, estaba teniendo un quebradero de cabeza al escribir un nuevo libro titulado Filosofía y revolución[16].

La veranda pareció estrecharse con la llegada de Ernest. No es que fuese extremadamente alto; solo medía un metro ochenta, pero irradiaba un aire de grandeza. Cuando se paró a saludarme, reveló una leve incomodidad que se contradecía raramente con la audacia de sus ojos y el firme apretón de manos que me dio. En ese instante sus ojos eran imperturbables y seguros; en ellos se adivinaba una pregunta, y me observó distendidamente, al igual que la primera vez.