El Talón de Hierro - Jack London - E-Book

El Talón de Hierro E-Book

Jack London

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Beschreibung

En "El Talón de Hierro", Jack London aborda en 1908 una historia de amor futurista y premonitoria, un formato que le sirve para denunciar la conformación de un cruel y sangriento sistema capitalista que siembra de muerte y miseria a los trabajadores de todo el mundo y en especial a los norteamericanos en la segunda década del siglo XX. La obra fue considerada como “el principio de la distopía moderna”.

"El Talón de Hierro" es la biografía del revolucionario norteamericano Ernest Everhard, capturado y ejecutado en 1932 por haber tomado parte en una frustrada revolución obrera.
Según la novela, siete siglos después de su muerte, aparece un manuscrito de su esposa, Avis Everhard, quien relata un duro período turbulento de la historia caracterizado por la consolidación y advenimiento del Talón de Hierro, un poder económico y político sin precedentes en la humanidad que no dudaría en reprimir a sangre y fuego cualquier intento organizado de enfrentarlo en la defensa de los derechos de los trabajadores. Veinte años después el fascismo dominaría Europa.... 

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Jack London

El Talón de Hierro

Tabla de contenidos

EL TALÓN DE HIERRO

Prólogo

Capítulo 1. Mi águila

Capítulo 2. Los desafíos

Capítulo 3. El brazo de Jackson

Capítulo 4. Esclavos de la máquina

Capítulo 5. Los filómatas

Capítulo 6. Premoniciones

Capítulo 7. La visión del obispo

Capítulo 8. Los destructores de máquinas

Capítulo 9. Las matemáticas de un sueño

Capítulo 10. El torbellino

Capítulo 11. La gran aventura

Capítulo 12. El obispo

Capítulo 13. La huelga general

Capítulo 14. El principio del fin

Capítulo 15. Los últimos días

Capítulo 16. El final

Capítulo 17. La librea escarlata

Capítulo 18. A la sombra de Sonoma

Capítulo 19. Transformación

Capítulo 20. El oligarca perdido

Capítulo 21. El rugido de la bestia del abismo

Capítulo 22. La comuna de Chicago

Capítulo 23. La gente del abismo

Capítulo 24. Pesadilla

Capítulo 25. Los terroristas

Notas a pie de página

EL TALÓN DE HIERRO

Jack London

Prólogo

No se puede considerar el Manuscrito Everhard como un documento histórico importante. Según los historiadores, está plagado de errores —no errores factuales, sino de interpretación—. Al retroceder los siete siglos transcurridos desde que Avis Everhard completara ese manuscrito, los acontecimientos y sus consecuencias, para ella confusos y oscuros, aparecen más claros para nosotros. Avis no dispuso de perspectiva. Estuvo demasiado cerca de los hechos que relató. Mejor dicho, estuvo inmersa en esos sucesos.

No obstante, y como documento personal, el Manuscrito Everhard posee un inestimable valor, aunque nos encontremos, junto con los errores de perspectiva, con la parcialidad del amor. En cualquier caso, sentimos un gran aprecio por su trabajo y disculpamos generosamente a Avis Everhard por el tono épico con que describió a su esposo. Sabemos, hoy día, que no fue tan colosal la figura de su hombre, y que tuvo que afrontar aquellos sucesos con menor grandeza que la que el manuscrito tiende a hacernos creer.

No hay duda de que Ernest Everhard fue un personaje excepcional, aunque no tan grandioso como lo concibió su mujer. Ernest fue, en todo caso, uno más dentro del amplio conjunto de héroes que a lo ancho del mundo han dedicado su vida a la revolución; aunque hemos de concederle un mérito singular: su elaboración e interpretación de la filosofía de la clase trabajadora. «Ciencia proletaria» y «Filosofía proletaria» eran los términos con que se refería en su ideario; con lo que mostraba cierto provincianismo ideológico —un defecto, no obstante, al que nadie en aquellos tiempos podía escapar.

Pero, volvamos al manuscrito. Es especialmente valiosa su capacidad para comunicarnos los sentimientos en aquellos tiempos terribles. En ninguna parte encontraremos reflejada en forma tan clara la psicología de los que vivieron en el turbulento periodo comprendido entre 1912 y 1932 —sus errores y su ignorancia, sus dudas, sus temores y sus falsas valoraciones de la realidad, sus delirios éticos, sus pasiones violentas, su egoísmo y su vileza—. Se trata de hechos que a la luz de los tiempos actuales resultan muy difíciles de comprender. La historia nos muestra que estos hechos ocurrieron, y la historia y la biología nos muestran también por qué sucedieron; pero ni la historia, ni la biología ni la psicología pueden revivirlos. Los aceptamos como hechos históricos, pero mantenemos con respecto a ellos cierto distanciamiento emocional.

A pesar de ello, no resulta sencillo evitar cierta comprensión solidaria cuando recorremos el texto del Manuscrito Everhard. Nos adentramos, así, en las mentes de los actores de aquel pretérito drama histórico y por un momento sus procesos mentales son nuestros procesos mentales. No sólo comprendemos el amor de Avis Everhard por su heroico marido, sino que nuestra empatía nos lleva a compartir sus sentimientos en aquellos primeros días de la terrible opresión de la oligarquía. Podemos imaginar cómo el Talón de Hierro (un nombre muy adecuado) descendía de las alturas para aplastar a la humanidad.

De paso, comprobamos que esa expresión, ya histórica, se creó en la mente de Ernest Everhard, y que se trata de una de las propuestas que el documento recién hallado explica con mayor claridad. Anteriormente, se encontró la frase en el escrito «Ye Slaves», publicado por George Milford en 1912. George Milford fue un oscuro revolucionario del que poco sabemos, excepto la escasa información que aparece en el manuscrito; apenas se menciona en él que fue fusilado en la Comuna de Chicago. Parece probable que Milford hubiera oído la expresión en labios de Everhard en alguno de sus discursos, quizá en sus campañas para el Congreso en el otoño de 1912. A través del manuscrito sabemos que Everhard utilizó la expresión en una comida privada en la primavera de 1912. Parece claro, pues, que fue entonces cuando se utilizó esa frase para definir la oligarquía.

El porqué del rápido e irresistible auge de la oligarquía permanecerá siempre como un misterio para los historiadores y para los filósofos. En general, resulta sencillo dentro de la evolución social encontrar los pasos sucesivos que han hecho inevitable la aparición de los grandes sucesos históricos. Ha sido posible predecir su advenimiento con la misma certeza con que los astrónomos calculan los movimientos astrales. Sin la ocurrencia de sucesos históricos tan importantes, no habría sido posible ninguna evolución social. El comunismo primitivo, el tráfico de esclavos, la servidumbre de la gleba y los salarios de miseria fueron miliarios a lo largo del camino de la evolución de la sociedad. Pero resultaría ridículo asegurar que el Talón de Hierro fuera un hito necesario en ese discurrir de la humanidad. Incluso hoy se consideran como etapas retrogradas esas tiranías sociales que convertían al mundo en un infierno, pero que fueron tan necesarias como innecesario fue el Talón de Hierro.

El feudalismo fue un periodo histórico tan oscuro como inevitable; ¿pero qué otra cosa podría haber devenido tras el desmoronamiento de aquella gran máquina de gobierno que fue el Imperio romano? No es el caso del Talón de Hierro; no hay dentro del proceso de la evolución social nada que lo justifique. No fue necesario y tampoco inevitable. Permanecerá siempre como un gran enigma de la historia —una extravagancia, un espectro, un hecho inesperado e inimaginable; algo que debiera servir como advertencia a esos políticos irreflexivos actuales que teorizan tan convencidos sobre los procesos sociales.

Los sociólogos consideraron en su día el capitalismo como la culminación del gobierno de la burguesía, como el fruto maduro de la revolución burguesa. También nosotros coincidimos, hoy día, con ese juicio. Pero tras la etapa capitalista, incluso grandes intelectuales, como Herbert Spencer, preconizaban, muy a su pesar, el advenimiento del socialismo. Se sostenía, así, que tras el desmoronamiento del capitalismo depredador aparecería la primavera de los tiempos, la Hermandad del Hombre. En lugar de esto, devino algo horrible. Un periodo de la humanidad que recordamos espantados, intentando comprender cómo afectó a los que lo vivieron. El hecho ominoso fue que del capitalismo, un fruto maduro ya en descomposición, brotó una rama monstruosa, la oligarquía.

Fue demasiado tarde cuando el movimiento socialista de comienzos del siglo XX descubrió el advenimiento de esa hidra. Cuando quisieron darse cuenta, la oligarquía ya estaba allí: como una realidad espantosa y cruel. Ni siquiera entonces, como bien muestra el Manuscrito Everhard, se pensó que el Talón de Hierro fuera a ser algo duradero. En opinión de los revolucionarios, su caída era cosa de muy pocos años. Cierto es que habían comprendido que faltó planificación en la Revuelta Campesina y que la Primera Sublevación fue prematura; pero estuvieron muy lejos de imaginar que la Segunda Sublevación, planificada y madurada, estuviera abocada al fracaso, y con mayores y más terribles consecuencias.

Parece evidente que Avis Everhard completó el manuscrito durante los últimos días previos a la Segunda Sublevación; de ahí que no se mencionen los resultados desastrosos de la revuelta. Es comprensible que ella planeara llevar el manuscrito a la imprenta tan pronto como el Talón de Hierro fuera derrocado; con el propósito, sin duda, de que su marido, tan recientemente desaparecido, recibiera los honores merecidos por sus arriesgadas acciones. Tras el terrible desastre de la Segunda Sublevación, sintiendo quizá su vida en peligro por el acoso de los mercenarios, la mujer escondió el manuscrito en el tronco hueco de un roble en Wake Robin Lodge.

No hubo más noticias de Avis Everhard. Presumiblemente fue ejecutada por los mercenarios; y, como bien sabemos, el Talón de Hierro no registraba esas ejecuciones sumarias. Poco pudo imaginar Avis, incluso entonces, cuando escondió el manuscrito y trató de huir, lo terrible que resultó el aplastamiento de la Segunda Sublevación. Ni de lejos pudo imaginar los sucesos que a lo largo de los tres siglos siguientes condujeron a una Tercera Sublevación, a una cuarta y a muchas más todavía. Todas ellas resultaron ahogadas en mares de sangre hasta que triunfara el movimiento universal de los trabajadores. Tampoco pudo la mujer soñar en que durante siete siglos, su tributo de amor a Ernest Everhard, el manuscrito, reposara tranquilo en el corazón de un viejo roble en Wake Robin Lodge.

Anthony Meredith.

Ardis,

27 de noviembre de 2600 a.D.

(419 de la era de la Hermandad del Hombre).

Capítulo 1. Mi águila

Una brisa suave de verano acaricia las secuoyas y mueve plácidamente el agua de Wild-Water que cubre el musgo de las piedras. Brillan las alas de las mariposas bajo la luz del sol y suena por doquier el zumbido monótono de las abejas. Sola, en medio de ese escenario tranquilo y amable, reflexiono, no sin cierta inquietud. Quizá sea esa paz, tan ajena a lo que se fragua ahora mismo en el mundo real, la que me inquieta. Todo parece tranquilo, pero es sólo la calma que precede a la tempestad. Aguzó el oído en espera temerosa del brusco estallido de la tormenta. ¡Que no llegue tan pronto! ¡Que se demore [1]!

No es de extrañar mi inquietud. Pienso; no puedo dejar de pensar. He estado tan sumergida en el fragor de la lucha que ahora me siento agobiada ante este sosiego. Me resulta imposible apartar del pensamiento el torbellino de muerte y destrucción que se avecina. Siento aún en mis oídos los gritos de los afligidos, y puedo ver, de la misma forma en que lo viera en el pasado [2], las heridas y mutilaciones inferidas a esos cuerpos dulces y serenos, y las almas arrancadas violentamente de esos cuerpos y arrojadas contra Dios. ¿Es así como nosotros, pobres mortales, alcanzamos nuestros fines?, ¿recurriendo a la masacre y a la destrucción para conseguir la felicidad de una paz duradera en la Tierra?

En esta soledad, cuando evito imaginar lo que de forma inminente va a sobrevenir, pienso en lo que no volverá a existir: en mi Águila; que batía incansable sus alas en el espacio etéreo, alzándose hacia lo que siempre consideró su sol, el ideal luminoso de la libertad humana. No puedo permanecer aquí sentada, esperando tranquilamente el gran suceso, su obra póstuma, la que él no podrá ya contemplar; la epopeya a la que dedicó todo su quehacer y por la que acabó entregando su vida [3].

Es por eso por lo que debo aprovechar esta espera angustiosa para escribir sobre mi esposo. Soy la única persona en el mundo que puede proyectar la suficiente luz sobre su personalidad, la que puede evitar que se difumine en las sombras un carácter tan noble. Era tal la grandeza de su alma que, cuando consigo mitigar el recuerdo de mi amor, el principal lamento es que no pueda estar aquí mañana para presenciar la nueva aurora. ¡No podemos fracasar! Su tenacidad y su meditado esfuerzo merecen el éxito. ¡Acabemos con el Talón de Hierro!, que se hunda y se libere la humanidad postrada, ¡que se levante al unísono la masa trabajadora del mundo entero! Nunca ha habido nada parecido en la historia de la humanidad. La solidaridad obrera está asegurada y habrá, por primera vez, una revolución internacional a lo largo y ancho del mundo [4].

Pensar en lo que se avecina desborda mi espíritu. Ha estado en mi mente día y noche de forma tan intensa que no abandona en ningún momento mi pensamiento: no puedo pensar en mi marido sin pensar en ello. Si él fue el alma de la acción, ¿cómo podría yo separar ambas cosas en mi mente?

Como ya he dicho, sólo yo puedo aportar la luz necesaria para desvelar plenamente su personalidad. Son harto conocidos sus tremendos esfuerzos y sus padecimientos en pro de la libertad; pero nadie como yo, que durante veinte años he compartido cada día con él, puede dar idea de su esfuerzo, de su paciencia, de su infinita devoción por esa causa, una devoción que hace sólo dos meses lo llevó a entregar su vida.

Trataré de explicar de forma sencilla cómo Ernest Everhard llegó hasta mí, cómo nos encontramos por primera vez, su influjo para que llegara a convertirme en una parte de él, y los cambios prodigiosos que operó en mi vida. De esta forma, a través de mis palabras, será posible verlo como yo lo vi y comprenderlo como yo llegué a hacerlo. Sólo omitiré algunos secretos demasiado íntimos para revelarlos aquí.

Lo conocí en febrero de 1912, cuando mi padre lo invitó [5] a una cena en Berkeley. No puedo decir que mi primera impresión fuera muy favorable. Era uno más entre los muchos invitados, y mientras esperábamos en la sala de recepción a que llegaran los demás, mostraba una apariencia un tanto extravagante. Era la «noche de los predicadores», tal como la llamaba familiarmente mi padre, y Ernest no pintaba nada en medio de esos clérigos.

En primer lugar, sus ropas no le sentaban nada bien. Vestía un traje oscuro de confección que se ajustaba a su cuerpo con cierta dificultad. En realidad, no le hubiera sentado bien ningún traje que no le hubieran hecho a su medida. Y esa noche pude ver por primera vez cómo resaltaban sus músculos debajo del abrigo. Tenía un cuello ancho y firme, como el de un campeón de boxeo [6]. «Bueno», pensé, «así que éste es el filósofo social, ex herrador de caballos, que mi padre ha descubierto. Realmente, por su aspecto, no puede negar su antigua profesión». Me pareció un prodigioso Blind Tom [7] de la clase obrera.

Y fue entonces cuando estrechó mi mano. Fue un apretón firme y resuelto mientras sus ojos oscuros me miraban con aire audaz, demasiado atrevido, pensé. Yo entonces vivía encerrada en un entorno arraigadamente clasista y conservador. Si esa audacia se la hubiera permitido un hombre de mi clase social, hubiera sido una acción imperdonable. Reconozco que no pude evitar apartar mi mirada de él, y me sentí muy aliviada cuando me alejé para saludar al obispo Morehouse, por quien sentía gran aprecio; un hombre amable y serio de mediana edad, un erudito que en su apariencia y bondad me recordaba a Cristo.

Pero este atrevimiento, que entonces me pareció presuntuoso y atrevido, era en realidad una característica vital de la personalidad de Ernest Everhard. Era sencillo, directo, no temía a nadie ni a nada, y evitaba perder el tiempo en los convencionalismos sociales. «Tú me gustabas —me comentó muy posteriormente—; y por qué no iba a alegrar mis ojos con una visión tan agradable». Ya he comentado que él no sentía temor por nada. Era un aristócrata nato a pesar de moverse en un terreno tan contrario al de ese estamento. Era un superhombre, era la espléndida bestia rubia descrita por Nietzsche [8], y era además, un ardiente demócrata.

Dedicada a atender al resto de los invitados, y quizá por la desfavorable impresión que me había causado, me olvidé del filósofo de la clase obrera, aunque a lo largo de la cena reparé una o dos veces en él, especialmente en el brillo de sus ojos cuando prestaba atención a los comentarios de alguno de los clérigos. «Parece un hombre divertido», pensé, y comencé a perdonar el desaliño de su vestimenta. La noche avanzaba, la cena llegaba a su fin y él no decía ni una palabra, mientras que los ministros hablaban continuamente sobre la Iglesia y sus relaciones con la clase obrera, magnificando lo que ésta había hecho y seguía haciendo por los trabajadores. Noté que mi padre parecía molesto por el mutismo de Ernest. Aprovechando una pausa en la charla, mi padre lo invitó a que hiciera algún comentario, pero Ernest se encogió de hombros y respondió lacónico «No tengo nada que decir», mientras seguía masticando almendras tostadas.

Mi padre no cedió, y esperó una pausa para comentar:

—Tenemos aquí entre nosotros a un miembro de la clase trabajadora. Estoy seguro de que podría enfocar estas cuestiones bajo un punto de vista diferente, quizá de una forma más novedosa. Señores, tengo el placer de presentarles al señor Everhard.

Todos parecieron mostrar un amable interés, y pidieron a Ernest que expusiera sus puntos de vista. La atención de los invitados, exageradamente cortés y tolerante, le debió de parecer simple condescendencia. Lo miré y creí descubrir que no lo estaba pasando mal, incluso que se estaba divirtiendo. Lanzó una mirada lenta sobre los invitados y pude adivinar una sonrisa chispeando en sus ojos.

—No estoy muy versado en los protocolos de las controversias eclesiásticas —comenzó, aparentando cierto embarazo e indecisión.

—Continúe —lo alentaron todos. El doctor Hammerfield añadió—: No nos importa que sus opiniones sean acertadas o no. Lo importante es que sean sinceras.

—Entonces, ¿para ustedes sinceridad y verdad son categorías diferentes? —replicó Ernest con una risa breve.

El doctor Hammerfield pareció algo desconcertado con la réplica, pero continuó enseguida:

—Todos podemos equivocarnos, joven, incluso los más preparados.

La actitud de Ernest cambió bruscamente, pareció transformado en otro hombre.

—De acuerdo —prosiguió—; para empezar, permítanme decirles que están todos ustedes equivocados. Ustedes no saben nada, nada de nada sobre la clase trabajadora. Su sociología es tan falsa e inútil como la metodología de sus razonamientos.

Más impactante que sus palabras fue el tono con que las expresó. Yo me estremecí ante el sonido de su voz. Era tan decidida como su mirada. Fue una llamada clara y potente que sacudió mi ser. Todos se irguieron en sus asientos, y cesó como por ensalmo la monotonía y somnolencia imperante hasta ese momento.

—¿Cuáles son, para usted, joven, esos errores profundos que invalidan nuestros razonamientos? —replicó el doctor Hammerfield con manifiesta irritación en el tono y en sus gestos.

—Ustedes son metafísicos, y no podrán llegar a ninguna parte a través de la metafísica, porque cualquier aseveración metafísica puede ser negada, sin más, por otra consideración metafísica. Son ustedes unos anarquistas del pensamiento. Tienen todos ustedes una concepción idealizada del mundo. Viven en un cosmos que han creado a medida de sus fantasías y de sus deseos. No saben en qué mundo viven. Su pensamiento está muy lejos de la realidad, consiste únicamente en quimeras y razonamientos aberrantes.

»¿Saben lo que me recordaban cuando les oía hablar y hablar? Me recordaban al mundo escolástico medieval, cuando los monjes debatían fervorosamente la importante cuestión de cuántos ángeles podían danzar sobre la punta de un alfiler. Porque, queridos señores, están ustedes tan lejos de la vida intelectual del siglo XX como los primitivos chamanes indios que hace diez mil años realizaban curaciones mágicas.

A medida que hablaba, Ernest se mostraba más y más apasionado, brillaba su rostro, chispeaban sus ojos y su mentón se proyectaba hacia delante mostrando su firmeza. Era su forma de ser, esa actitud con la que conseguía siempre desarmar a sus interlocutores. Sus palabras solían caer como mazazos sobre ellos, haciéndoles olvidar las formas más corteses de sus discursos. Y es lo que sucedió aquella vez. El obispo Morehouse se irguió, prestando toda su atención a Ernest, mientras la cara del doctor Hammerfield enrojecía manifestando su ira y exasperación. Todos mostraban sensaciones de desconcierto, aunque algunos sonrieran con aires de suficiencia condescendiente. Yo me encontraba muy a gusto, aunque miraba de soslayo a mi padre con la aprensión de que en algún momento fuera a mostrar su entusiasmo ante los efectos de la bomba humana que había arrojado sobre todos nosotros.

—Sus palabras suenan algo vagas —interrumpió el doctor Hammerfield—. ¿Qué quiere usted decir cuando nos llama metafísicos?

—Les llamo metafísicos porque razonan de forma metafísica —continuó Ernest—. Sus razonamientos son lo más opuesto a los del método científico. No llevan a ninguna conclusión válida. Pueden afirmar algo y su contrario. Es imposible que lleguen ustedes a una postura común sobre cualquier punto. Cada uno de ustedes se inventa una concepción del mundo con lo que en ese momento tiene en la cabeza. Intentar esa construcción sin buscar los elementos fuera de ustedes es como si trataran de elevarse tirando de las lengüetas de sus botas.

—No le comprendo —dijo el obispo Morehouse—. Yo creo que todo lo que se forja en la mente es metafísico. La ciencia más exacta y formal, la matemática, es puramente metafísica. Supongo que estará usted de acuerdo conmigo en que todos y cada uno de los procesos mentales que llevan a cabo los científicos son metafísicos.

—Efectivamente no ha comprendido usted nada —replicó Ernest—. Los metafísicos razonan por deducción, a partir de su propia subjetividad, mientras que los científicos utilizan el método inductivo contando con los hechos comprobados por la experiencia. Los metafísicos parten de la teoría hacia los hechos, mientras que el razonamiento científico nace de los hechos para establecer sus teorías. Los metafísicos conciben el universo a partir de sus propios juicios, los científicos establecen sus juicios a partir del universo.

—Gracias a Dios, no somos científicos —ironizó el doctor Hammerfield, comprensivo.

—¿Qué son entonces ustedes? —preguntó Ernest.

—Filósofos.

—Acabáramos —rió Ernest—. Han abandonado la tierra sólida y real y se han elevado en el aire utilizando las palabras como una máquina voladora. Vuelvan por favor a la Tierra y díganme exactamente qué entienden ustedes por filosofía.

—La filosofía es… (el doctor Hammerfield hizo una pausa para aclarar su garganta) algo difícil de definir de forma comprensiva excepto para los espíritus y naturalezas filosóficas. El científico que no saca sus narices de las probetas no puede llegar a entender la filosofía.

Ernest ignoró la puya y respondió a su adversario como solía hacerlo en estos casos, con una sonrisa amable y un tono de voz amistoso.

—Siendo así, creo que comprenderá usted perfectamente la definición que voy a hacer de la filosofía. Pero antes, le ruego que señale directamente los errores que encuentre en mi definición o que guarde si no un silencio metafísico. La filosofía es simplemente la más vasta de todas las ciencias. Su método de raciocinio es el mismo de cualquier ciencia específica y el de todas ellas. Y es a través de ese método racional, el método inductivo, por el que la filosofía aglutina todas las demás ciencias en una gran ciencia. Como dice Spencer, los datos que reúne cualquier ciencia representan sólo conocimiento parcial. La filosofía, por el contrario, es capaz de unificar todos los conocimientos que proporcionan las ciencias particulares. La filosofía es la ciencia de las ciencias, la ciencia por antonomasia, si así lo prefiere. ¿Qué piensa usted de mi definición?

—Verosímil y aceptable —murmuró el doctor Hammerfield, aunque no parecía demasiado convencido.

Pero Ernest prosiguió implacable.

—Atención —advirtió—. Mi definición es letal para la metafísica. Si no es usted capaz de descubrir ahora los fallos de mi razonamiento, quedará desautorizado para proseguir con sus argumentos metafísicos; lo que lo obligará a seguir buscando esos fallos a lo largo de su vida, guardando un silencio metafísico hasta que los encuentre.

Ernest permaneció expectante, mientras un pesado silencio cubría la sala. El doctor Hammerfield parecía desconcertado y un tanto abatido. Sin duda, lo había descolocado el ataque fulgurante de Ernest. No estaba acostumbrado a ese método de discusión tan simple y directo. Miró hacia el resto de los invitados en petición de ayuda, pero nadie dijo nada. Me pareció que mi padre trataba de usar la servilleta para ocultar su risa.

—Hay otra forma para descalificar a los metafísicos —prosiguió Ernest tras percibir el mutismo desconcertado del doctor—. Júzguenlos por sus obras. ¿Qué han hecho ellos por la humanidad aparte de airear sus fantasías y convertir sus propias sombras en dioses? Reconozco que pueden quizás haber alegrado algunas almas, pero ¿qué bienes tangibles han proporcionado a la humanidad? Han filosofado, si me permiten el uso indebido del término, sobre el corazón como centro de todas las emociones, mientras que los científicos, por su parte, describían la circulación de la sangre en el cuerpo humano. Los metafísicos predicaban que las pestes y las hambrunas eran designios de Dios, mientras que los científicos construían silos y trazaban el alcantarillado en las ciudades. Mientras aquéllos fabricaban dioses a la medida de sus deseos, los científicos construían carreteras y puentes. Los metafísicos describían la Tierra como el centro del universo mientras los científicos descubrían América y, estudiando el movimiento de las estrellas, establecían las leyes que rigen el universo. Conclusión: los metafísicos no han hecho absolutamente nada por la humanidad. Paso a paso han tenido que retroceder en su ideario ante los avances de la ciencia. A medida que la ciencia muestra con hechos comprobables la falsedad de sus creencias subjetivas, los metafísicos proponen nuevas explicaciones sobre todos esos hechos ya comprobados. Y me temo que seguirán haciéndolo así por los siglos de los siglos. Señores, un metafísico es un curandero. Entre ustedes y los esquimales que inventaban dioses cubiertos de pieles y que engullían grasa de ballena media, lo quieran o no, la diferencia es de unos cuantos miles de años de certezas científicas.

—Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles ha reinado en Europa a lo largo de doce siglos —replicó pomposo el doctor Ballingford—; y Aristóteles era un metafísico.

El doctor Ballingford recorrió la mesa con su mirada para recoger los gestos de asentimiento de sus colegas.

—Me parece poco afortunada su referencia a ese periodo tan primitivo de la historia de la humanidad —replicó Ernest—, un tiempo que denominamos oscurantista. Un tiempo en el que la ciencia era una cautiva de los metafísicos, en el que la física y la química buscaban la piedra filosofal, y la astronomía se confundía con la astrología. ¡Hasta ahí llegaba el pensamiento de Aristóteles!

El doctor Ballingford, que parecía un tanto azorado, se animó a responder a Ernest:

—A pesar del sombrío panorama que nos ha dibujado, la metafísica fue capaz de sacar a la humanidad de ese periodo oscurantista y conducirla a estos tiempos más brillantes.

—La metafísica no tuvo nada que ver con eso —replicó Ernest.

—¡Cómo que no! —saltó airado el doctor Hammerfield—. ¿Acaso no fue el pensamiento especulativo el que nos llevó a descubrir nuevos mundos?

—Estimado doctor —sonrió Ernest—, lo consideraba ya fuera de la controversia por no haber sido capaz de encontrar ninguna fisura en mi razonamiento, su postura me resulta bastante insustancial; pero ustedes, los metafísicos, son así y por ello lo disculpo. No, repito, la metafísica no tuvo nada que ver con todo eso; fueron el pan y la mantequilla, las sedas y las joyas, el dinero e, incidentalmente, el bloqueo de las rutas terrestres hacia la India los que llevaron al descubrimiento de otros mundos. La caída de Constantinopla, en 1453, causó que los turcos impidieran el paso de las caravanas hacia el Oriente, y obligó a los comerciantes europeos a buscar nuevas rutas. Ésa fue la causa principal de los viajes del descubrimiento que condujo a Cristóbal Colón a buscar una nueva ruta a la India. Cualquier manual de historia confirma estas teorías. Esos descubrimientos sirvieron, además, para determinar con mayor precisión la naturaleza, la forma y el tamaño de la Tierra, corroborando todo lo intuido en el sistema ptolomeico.

El doctor Hammerfield gruñó desdeñoso.

—Veo que no está de acuerdo conmigo —prosiguió Ernest—, pero dígame en qué estoy equivocado.

—Simplemente, estoy absolutamente seguro de mi postura —respondió cortante el doctor—, pero se trata de un tema demasiado extenso para exponerlo ahora aquí.

—Ningún asunto puede resultar demasiado extenso para un hombre de ciencia —replicó Ernest en tono conciliador—. Así es como la ciencia consigue sus logros. Así es como se descubrió América.

No es mi intención describir todo lo que se habló durante la velada, aunque recuerdo con gran placer cada detalle, todo lo hablado en aquel primer encuentro con Ernest Everhard.

Los ánimos se enardecieron según avanzaba la disputa y los rostros de los clérigos mostraron su excitación, sobre todo cuando Ernest los tachó de filósofos románticos, de manipuladores de sombras, o de cosas por el estilo. Y siempre los remitía a los hechos. «¡Hechos, señores, exijo hechos irrefutables!», —clamaba cada vez que conseguía desarbolar a cualquiera de ellos. Los desafiaba con los hechos, con ellos tendía sus emboscadas y atacaba sus flancos.

—Es usted un adorador de los hechos —respondió burlón el doctor Hammerfield.

—No hay más Dios que los «hechos», y el señor Everhard es su profeta —parafraseó el doctor Ballingford.

Ernest asintió sonriente.

—Soy como los tejanos. —Y ante la perplejidad que causó esta afirmación, añadió—: Sí, los de Misuri dicen siempre: «Me lo tienes que mostrar», mientras que el tejano dice categórico: «Me lo tienes que poner en la mano», confirmando, así, que él no es un metafísico.

En un momento en el que Ernest dijo que los filósofos metafísicos eran incapaces de resistir la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield le inquirió bruscamente:

—¿En qué consiste para usted la prueba de la verdad, jovencito? ¿Sería usted tan amable de explicarnos eso que tanto ha revoloteado en cabezas más sabias que la suya?

—Por supuesto —respondió Ernest, consiguiendo irritarlos aún más con su aplomo—. Los sabios han dado tantas vueltas inútiles alrededor de la verdad, porque la buscaban en el aire; no la buscaban en tierra firme, que es donde sin duda la hubieran encontrado. ¡Ay! Si la hubieran buscado en cada uno de sus pensamientos y de sus actos cotidianos.

—La prueba, la prueba —requirió, impaciente, el doctor Hammerfield—. Déjese de preámbulos, y muéstrenos lo que durante tiempo hemos buscado: la prueba de la verdad. Díganos en qué consiste, y nos convertiremos en dioses.

Las palabras, poco amables, y el tono burlón del doctor parecieron agradar secretamente a la mayoría del auditorio, con la excepción del obispo Morehouse, cuyo rostro mostraba cierto disgusto.

—El doctor Jordan [9] lo expresó claramente —continuó Ernest—. Su prueba de la verdad es: ¿funcionará? ¿Confiaría usted su vida a ella?

—¡Pse! —respondió desdeñoso el doctor Hammerfield—. Usted no ha considerado en ningún momento la vigencia de las teorías del obispo Berkeley [10].

—El más noble de todos los metafísicos —rió Ernest—. Pero su ejemplo no es muy afortunado. Como el propio Berkeley ha reconocido, su metafísica no es válida.

El doctor Hammerfield estaba furioso, completamente colérico, y miraba a Ernest como si lo hubiera atrapado infraganti en un embuste o en una pequeña fechoría.

—¡Joven! —tronó su voz—. Esa declaración está en consonancia con todo lo que ha proferido esta noche. Es una afirmación absolutamente innoble e injustificada.

—Me siento totalmente derrumbado —murmuró suavemente Ernest—. El problema es que desconozco lo que me ha hundido. Tendrá usted que exponerlo ante mis ojos, doctor.

—Lo haré, lo haré —farfulló el doctor Hammerfield—. ¿De dónde ha sacado usted que el obispo Berkeley haya negado sus teorías metafísicas? No tiene usted, jovencito, ninguna prueba de ello. Por el contrario conservan todo su crédito y vigencia.

—Considero como prueba que las teorías de Berkeley no son válidas porque —Ernest hizo una breve pausa—, porque Berkeley convirtió en práctica habitual atravesar las puertas en lugar de las paredes. Porque confió su supervivencia al tangible pan y a la mantequilla, y también al asado de buey. Porque él se afeitaba con una navaja que funcionaba y eliminaba los pelos de su barba.

—¡Pero eso son hechos reales! —gritó el doctor Hammerfield—. La metafísica corresponde a la mente.

—¿Y no funcionan… en la mente? —preguntó Ernest en tono amable.

Los otros asintieron con la cabeza.

—Incluso una multitud de ángeles podrían danzar en la punta de un alfiler… en la mente —continuó Ernest—. Y cualquier dios cubierto con pieles y devorador de grasa de ballena puede existir, realizarse… en la mente; y no tenemos ninguna prueba en contra… en la mente. ¿He de suponer, doctor, que su vida también transcurre en la mente?

—Mi mente es mi reino —fue la respuesta del clérigo.

—Ésa es otra forma de decir que vive usted en el aire, pero estoy seguro de que regresa a la tierra a la hora de comer, o cuando hay un terremoto. O ¿dígame, doctor, no le asusta que si hubiera un terremoto, su cuerpo inmaterial pudiera sufrir el impacto de un ladrillo virtual?

Rápida e instintivamente, el doctor llevó su mano a la cabeza para cubrir una cicatriz tapada por su cabello. Pareció que el ejemplo de Ernest incidía en algún percance del pasado del doctor. En efecto, el doctor Hammerfield estuvo a punto de morir cuando, durante el Gran Terremoto [11], se derrumbó sobre él una chimenea. El comentario hizo que estallara la carcajada entre todos los asistentes.

—¿Y bien? —preguntó Ernest cuando acabaron las risas— ¿Pruebas en contra? —Nuevamente, el silencio fue la respuesta—. Es un argumento interesante el suyo, doctor, pero no sirve a nuestro caso.

El doctor Hammerfield pareció momentáneamente abatido, pero el campo de batalla se amplió en otras direcciones. Punto por punto, Ernest fue desafiando a todos los ministros. Cuando afirmaban conocer a la clase trabajadora, les respondía con aspectos de esa clase de los que no tenían ni idea, y los animaba a rebatirle. Les ofrecía hechos, siempre hechos. Criticaba sus excursiones etéreas y los obligaba a volver a poner sus pies en la tierra.

¡Cómo recuerdo aquella velada! Aún suena en mis oídos el tono belicoso de su voz, abrumándolos con su exposición de lo real. Cada vez que exponía un hecho, era como una vara de mimbre que los golpeaba sin piedad una y otra vez. No aceptó ningún cuartel [12] en su disputa, ni tampoco lo ofreció. Nunca olvidaré la apabullante oratoria con que acabó su exposición.

—Ustedes han confesado repetidamente esta noche, bien expresamente o con su silencio, que no tienen ni idea sobre la clase trabajadora, pero no les voy a reprochar su ignorancia. ¿Cómo podrían saber ustedes algo sobre esa clase social? Ustedes viven en mundos muy alejados de ella. Se agrupan en los lugares donde reside la clase capitalista. ¿Por qué no? Al fin y al cabo es esa clase la que les paga, la que los mantiene, la que coloca sobre sus espaldas los costosos trajes que visten esta noche. Y como pago a esas prebendas, ustedes predican a sus benefactores las virtudes metafísicas que más agradan a sus oídos, sobre todo aquellas que no amenazan el orden social establecido.

Ante esas palabras, se percibió un rumor de desacuerdo en la mesa.

—Señores, no estoy poniendo en duda su sinceridad —continuó Ernest—, creo que son ustedes sinceros. Ustedes predican aquello en lo que creen. Ahí radica su valía y su refuerzo… para la clase capitalista. Pero si llegaran ustedes a cambiar sus creencias por otras que amenazaran el orden establecido, su discurso resultaría inaceptable para sus sustentadores, y los despedirían [13].

Pareció que esta vez no había disenso. Todos aceptaron sus palabras en silencio excepto el doctor Hammerfield, que respondió:

—Sólo cuando su pensamiento es equivocado se les obliga a dimitir.

—Lo cual es otra forma de decir que cuando deciden pensar, su actitud resulta inaceptable —respondió Ernest—, así pues, continúen predicando y ganen su sustento pero, por el amor de Dios, dejen tranquila a la clase trabajadora. Conserven la suavidad de sus manos, porque son otras manos las que trabajan para ustedes. Sigan alimentando sus orondos estómagos (en ese momento, el doctor Ballingford hizo una mueca de disgusto, a la vez que los ojos de los demás se posaban en su voluminosa barriga. Se decía que hacía muchos años que no conseguía verse los pies), dado que su pensamiento consiste simplemente en un conjunto de doctrinas tendentes a mantener el orden establecido, son solamente unos mercenarios (mercenarios muy sinceros, sin duda) como los de la Guardia Suiza [14]. Manténganse leales a quienes los sustentan, defiendan en sus prédicas los intereses de sus patrocinadores, pero no intenten actuar de falsos defensores de la clase trabajadora. No podrían trabajar de forma sincera en los dos campos. La clase trabajadora no los necesita; puede llevar adelante su lucha mejor sola que con su ayuda.

Capítulo 2. Los desafíos

Tan pronto como salieron los invitados, mi padre se derrumbó en un sillón y estalló en carcajadas. No lo había visto reír de esa forma desde antes de que muriera mi madre.

—Apostaría a que el doctor Hammerfield no se había enfrentado a nada semejante en toda su vida —dijo sin dejar de reír—, a nada que no fueran las plácidas controversias eclesiásticas. ¿Te diste cuenta de cómo Everhard comenzó a hablar como un corderito para acabar rugiendo como un león? Su talento y la disciplina de su discurso hubieran hecho de él un magnífico científico si hubiera aplicado sus energías en ese campo.

No es preciso decir el enorme interés que empecé a sentir por Everhard. No se trataba solamente de lo que dijo y de cómo lo dijo, sino de él mismo. Nunca me había tropezado con un hombre como él. Quizá por ello, y a pesar de haber cumplido ya veinticuatro años, seguía soltera. Me gustaba; no tuve más remedio que confesármelo. Mi atracción hacia él no residía sólo en su inteligencia o forma de argumentar; también me atraían sus músculos prominentes y su cuello de boxeador, pero por encima de todo me agradaba su ingenuidad juvenil. Sentí que bajo la capa del aventurero romántico se escondía un espíritu sensible, aunque el criterio que regía mis juicios era simplemente la intuición femenina.

Hubo algo en aquel toque de clarín que llegó profundo a mi corazón. Todavía resuena en mis oídos, y mi mayor deseo sería volver a oírlo, al igual que desearía ver otra vez la chispa irónica en sus ojos, que desmentía la seriedad y la impasibilidad de su rostro. Eran muchos más los sentimientos que bullían dentro de mí. Creo que sentí algún tipo de enamoramiento, aunque estoy segura de que si no lo hubiera vuelto a ver, me habría olvidado fácilmente de él.

Pero el destino había marcado que volviera a encontrarlo. La nueva afición de mi padre por la sociología y las invitaciones a las veladas nocturnas en nuestra casa facilitaron nuevos encuentros. Papá no era un sociólogo. En su matrimonio con mi madre habían sido muy felices, y también se había mostrado muy satisfecho en las investigaciones dentro de su ciencia vocacional: la física; pero cuando mi madre murió, ese trabajo no pudo llenar su hueco. Tras quedarse viudo, comenzaron sus escarceos en la filosofía, interesándose cada vez más por ella, así como por la economía y la sociología. Tenía un profundo sentido de la justicia y pronto sintió un gran deseo de remediar las injusticias. Me agradaba la forma en que estaba cambiando su vida, aunque no podía imaginar entonces hasta dónde iría a parar todo aquello. Con el entusiasmo de un muchacho, se sumergió en los nuevos estudios sin preocuparse de adónde le conducirían.

Acostumbrado a trabajar en su laboratorio, convirtió ahora el comedor en un laboratorio sociológico. A esta nueva sala de ensayos acudieron a cenar hombres de todo nivel y condición: científicos, políticos, banqueros, comerciantes, profesores, líderes sindicales, socialistas y anarquistas. Mi padre los animaba a exponer sus puntos de vista y analizaba sus opiniones sobre la vida y la sociedad.

Mi padre había conocido a Ernest poco antes de la «noche de los predicadores». Aquella noche, cuando se marcharon los invitados, me explicó cómo fue su encuentro. Ocurrió una tarde en que mi padre volvía a casa caminando y se paró a escuchar a un hombre que, encima de un cajón, se dirigía a un grupo numeroso de trabajadores. El hombre del cajón era Ernest, y no es que fuera un simple charlatán callejero, puesto que no sólo participaba ya en los congresos del Partido Socialista sino que era uno de sus líderes, un reconocido líder en la filosofía socialista. Tenía gran facilidad para exponer los temas más complejos en un lenguaje sencillo, era un educador nato, y no le importaba en absoluto subirse a un cajón para dar lecciones de economía política a los trabajadores.

Mi padre se paró a escucharlo, se fue interesando por su discurso y finalmente concertaron una cita. Tras el nuevo encuentro, mi padre, sabiendo ya algo más sobre él, lo invitó a la cena de los clérigos. Fue, pues, después de esa cena cuando mi padre me comentó lo poco que sabía sobre Ernest; solamente que había nacido en el seno de una familia de clase obrera, los Everhard, establecida en América desde hacía más de dos siglos [15].

A los diez años fue a trabajar a una fábrica, y posteriormente aprendió el oficio de herrador. Era autodidacta, había aprendido por sí mismo francés y alemán, y cuando nos conocimos ganaba un poco de dinero traduciendo trabajos científicos y filosóficos para una precaria editorial de Chicago. Añadía otros ingresos con los derechos de las escasas ventas de sus trabajos sobre economía y filosofía.

Fue todo lo que supe de él antes de irme a la cama, donde permanecí largo rato despierta mientras sonaba aún en mis oídos el sonido de su voz y, a la vez, cierta inquietud invadía mis pensamientos. ¡Era tan distinto de los hombres de mi entorno!, tan extraño y tan firme. Su personalidad me subyugaba, pero me asustaba al mismo tiempo, y en mis fantasías llegaba a considerarlo mi amante, mi marido. Siempre había oído que los hombres con mucho carácter resultan muy atractivos a las mujeres, pero el suyo era demasiado fuerte.

«¡No, no! —me decía a mí misma—. No puede ser, es absurdo», pero por la mañana me despertaba con el anhelo de volver a verlo, de ver cómo se enfrentaba a los otros en las polémicas, el tono vibrante de su discurso; comprobar que la firmeza y certidumbre de sus argumentos sacudían a los contrincantes y los obligaba a salir de sus trilladas creencias. ¿Qué importaba que apareciera como un atrevido provocador? Utilizaré sus frases preferidas: «Funciona», «Produce los efectos deseados». Y detrás de su fanfarronería había algo importante: era capaz de imbuir en los demás el entusiasmo previo a las batallas.

Pasaron varios días durante los cuales leí los libros de Ernest que me prestó mi padre. Escribía igual que hablaba, era claro y convincente. La sencillez de su exposición llevaba a superar las dudas que uno pudiera tener. Era un magnífico maestro. Había, a pesar de ello, algo que me molestaba, y era la exagerada importancia que concedía a lo que él llamaba la lucha de clases, el antagonismo entre el trabajo y el capital, ese conflicto de intereses.

Mi padre me comentó con regocijo el juicio que el doctor Hammerfield hizo de Ernest; dijo que se trataba de «un jovencito insolente, cargado de suficiencia y con un bagaje cultural inadecuado», y que por su parte declinaba tener nuevos encuentros con él.

Sin embargo, el obispo Morehouse pareció más interesado tras aquel primer encuentro, y expresó su deseo de volver a reunirse con Ernest. «¡Un joven de principios firmes!», dijo de él, «¡lleno de vida!, aunque demasiado seguro de sí mismo».

Ernest llegó una tarde acompañando a mi padre. El obispo ya estaba en casa, y tomábamos el té en el porche. Por cierto, la prolongada estancia de Ernest en Berkeley se debía a que recibía clases especiales de biología en la universidad y al hecho de estar trabajando febrilmente en un nuevo libro: Filosofía y Revolución[16].

El porche pareció achicarse cuando apareció Ernest. No porque fuera demasiado alto —medía sólo cinco pies y nueve pulgadas—, sino porque parecía agrandar la atmósfera con su presencia. Cuando se detuvo para saludarme, pareció mostrar una ligera inseguridad que no correspondía con el brillo de sus ojos, ni con la mano con que apretó la mía en su saludo. Inmediatamente, su mirada recobró la seguridad y la firmeza habituales en él, y me pareció que había algo escondido en aquella mirada, quizá porque, al igual que en el primer encuentro, la mantuvo demasiado tiempo.

—He estado leyendo su «Filosofía de la clase trabajadora» —dije, y parecieron alegrarse sus ojos.

—Confío en que habrá tenido en consideración la audiencia a la que va dirigida.

—Sí. Y quizá por ello creo que vamos a tener una discusión usted y yo —dije retadora.

—También yo quiero pelear con usted, señor Everhard —dijo el obispo Morehouse.

Ernest encogió los hombros en un gesto amable y aceptó una taza de té.

El obispo me cedió el turno con una ligera inclinación.

—Usted fomenta el odio entre las clases —dije—. Toda su teoría exagera la marginación de la clase trabajadora, así como el resentimiento social. El odio de clase es antisocial y creo que antisocialista.

—Me declaro no culpable —respondió—. El odio de clase no figura ni en el texto ni el espíritu de nada que yo haya escrito.

—¡Vamos! —exclamé en tono de reproche, mientras alcanzaba el libro y empezaba a hojearlo.

Ernest tomaba sorbitos de té y me sonreía mientras yo pasaba las páginas de su libro.

—Página 132 —comencé a leer en voz alta—: «La lucha de clases, por lo tanto, está presente en el actual estadio del desarrollo social entre quienes pagan los salarios y quienes los reciben».

Lo mire con aire de triunfo.

—No se menciona ahí para nada el odio de clases —me respondió sonriente.

—Bueno, es usted quien habla de «lucha de clases».

—Algo muy diferente a «odio de clases» —replicó—. Y, créame, nosotros no fomentamos ningún odio; simplemente decimos que la lucha de clases es una ley del desarrollo social. No somos responsables de ello. Nosotros no hemos creado la lucha de clases, simplemente la explicamos, como Newton explicaba la ley de la gravitación universal. Explicamos el conflicto de intereses que produce esa lucha de clases.

—Pero no debería haber ningún conflicto de intereses —repliqué excitada.