El tiempo del paisaje - Jacques Rancière - E-Book

El tiempo del paisaje E-Book

Jacques Rancière

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Beschreibung

En 1790, Kant introdujo el arte de los jardines en las Bellas Artes y las escenas de la naturaleza libre, desencadenada, en la filosofía. El mismo año, Wordsworth veía señales de la revolución en los caminos y riberas del campo francés, al tiempo que Burke denunciaba a los levellers revolucionarios que aplicaban a la sociedad la simetría de los jardines a la francesa. Así pues, el paisaje es bastante más que un espectáculo agradable a la vista o que eleva el espíritu. Es una forma de unidad de la diversidad que altera las reglas del arte y metaforiza la armonía o el desorden de las comunidades humanas. En este brillante ensayo, Rancière nos guía por un siglo de debates sobre el arte del paisaje, en una reflexión sobre esta revolución de las formas de la experiencia sensible en la que saca a la luz el sentido político de las mismas.

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Akal

los caprichos 15

Diseño interior y cubierta: RAG

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original..

Título original:

Título original: Le temps du paysage. Aux origines de la révolution esthétique

© La Fabrique Éditions, 2020

© Ediciones Akal, S. A., 2023

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5431-3

Jacques Rancière

El tiempo del paisaje

Los orígenes de la revolución estética

Traducción de

Francisco López Martín

En 1790, Kant introdujo el arte de los jardines en las bellas artes y las escenas de la naturaleza libre, desencadenada, en la filosofía. El mismo año, Wordsworth veía señales de la revo­lución en los caminos y riberas del campo francés, al tiempo que Burke denunciaba a los levellers revolucionarios que aplicaban a la sociedad la simetría de los jardines a la francesa.

Así pues, el paisaje es bastante más que un espectáculo agradable a la vista o que eleva el espíritu. Es una forma de unidad de la diversidad que altera las reglas del arte y metaforiza la armonía o el desorden de las comunidades humanas. En este brillante ensayo, Rancière nos guía por un siglo de debates sobre el arte del paisaje, en una reflexión sobre esta revolución de las formas de la experiencia sensible en la que pone de relieve el sentido político de las mismas.

«El desafío, por supuesto, no es sólo estético, y lo que constituye el interés y el encanto de este ensayo proviene de la lectura política que Jacques Rancière ofrece de obras sobre el arte de los jardines y de poemas que exaltan la Revolución francesa» (Jean Lacoste)

Jacques Rancière es uno de los más destacados representantes del pensamiento francés contemporáneo. Profesor emérito de Filosofía de la Universidad de París VIII (Vicennes - Saint-Denis), ha centrado su tra­bajo en los ámbitos de la política y de la estética.

A la memoria de mi madre

Advertencia

Sin duda es necesario aclarar el propósito del título de este libro. El tiempo del paisaje que aquí se considera no es aquel en el que se empezó a describir en poemas o a representar en paredes jardines floridos, montañas majestuosas, lagos serenos o mares agitados. Es el tiempo en el que el paisaje se convirtió en un objeto específico de pensamiento. Ese objeto de pensamiento se constituyó a través de disputas sobre el diseño de jardines, descripciones de parques adornados con templos al estilo antiguo o con humildes senderos forestales, relatos de viajes por lagos y montañas solitarias, o evocaciones de pinturas mitológicas o rústicas. Por lo tanto, este libro seguirá los desvíos concretos de esas historias y querellas. Pero lo que se forma a través de ellas no es simplemente el gusto por un espectáculo que encanta a los ojos o eleva el alma. Es la experiencia de una forma de unidad de la diversidad sensible capaz de modificar la configuración existente de los modos de percepción y los objetos de pensamiento. El tiempo del paisaje es el tiempo en el que la armonía de los jardines paisajísticos o la desarmonía de la naturaleza salvaje contribuyen a transformar los criterios de belleza y el propio significado de la palabra arte. Esa transformación entraña otra que afecta al significado de una noción fundamental, tanto en el uso común del lenguaje como en la reflexión filosófica: la de naturaleza. Pero no se puede tocar la naturaleza sin tocar la sociedad, que se supone que obedece sus leyes. Y el tiempo del sabio es también el tiempo en que la feliz organización de la sociedad toma prestadas sus metáforas de la armonía de los campos, los bosques o los cursos de agua.

En las sociedades occidentales, ese tiempo puede localizarse con bastante precisión. Coincide con el nacimiento de la estética, entendida no como una disciplina particular sino como un régimen de percepción y pensamiento sobre el arte. Pero también es contemporáneo de la Revolución francesa, entendida no como una sucesión de transformaciones institucionales más o menos violentas, sino como una revolución en la idea misma de lo que vincula a una comunidad humana. Por lo tanto, es también el momento en que la conjunción de esas dos transformaciones revela, de forma más o menos confusa, un horizonte común: el de una revolución que ya no se refiere simplemente a las leyes del Estado o a las normas del arte, sino a las formas mismas de la experiencia sensible. Esa revolución ha estado durante mucho tiempo en el centro de mi trabajo y, en particular, del libro que publiqué en 2011, Aisthesis: Scènes du régime esthétique de l’art. En ese momento reuní catorce escenas significativas, desde la evocación, en la década de 1760, de una estatua antigua en ruinas hasta la descripción del interior de la casa de unos arrendatarios pobres en la década de 1930. Pero también había yo señalado que esa lista era susceptible de crecer. El presente libro puede considerarse una de esas expansiones, otra de esas escenas que permiten percibir la génesis y las transformaciones de un régimen del arte, pero también del mundo común sensible que dibuja. Y este «tiempo del paisaje» ocupa naturalmente su lugar en la red de temporalidades artísticas y políticas de las que he tratado, en Les Temps modernes, de dibujar algunas figuras[1].

[1] Cf. Aisthesis. Scènes du régime esthétique de l’art, París, Galilée, 2011,y Les Temps modernes. Art, temps, politique, París, La Fabrique, 2018 [ed. cast.: Aisthesis: escenas del régimen estético del arte, trad. M. A. Manrique y H. Marturet, Valencia, Shangrila, 2014, y Tiempos modernos: ensayo sobre la temporalidad en el arte y la política, trad. M. Manrique, Valencia, Shangrila, 2012].

I.

Un recién llegado a las bellas artes

La pintura, segunda especie de las artes figurativas, que presenta la apariencia sensible estéticamente ligada a las Ideas, podría incluir, en mi opinión, el arte de la bella reproducción de la naturaleza y el de la bella disposición de sus productos. El primero sería la pintura propiamente dicha; el segundo sería el arte de los jardines[1].

Así fue como Kant introdujo en 1790 a un recién llegado en la clasificación de las bellas artes: el arte de los jardines, que consiste en la «bella disposición» de los productos de la naturaleza. Era la confirmación de un re­conocimiento que ya habían afirmado varias obras importantes de la época. En 1770, Thomas Whately publicó en Londres sus Observations on Modern Gardening (Observaciones sobre la jardinería moderna). La obra se tradujo al francés el año siguiente. Nueve años más tarde, se publicaron simultáneamente en alemán y francés los cinco volúmenes de Theorie der Gartenkunst (Teoría del arte de los jardines) de Christian Cay Lorenz Hirschfeld. Y, en 1782, Jacques Delille plasmó las nuevas teorías en su poema Les Jardins (Los jardines), compuesto por cuatro cantos y destinado a tener un éxito duradero. Fue Whately quien definió el arte de los jardines como «el arte de disponer los objetos de la naturaleza de la manera más perfecta». Y fue él quien, en la primera frase de su introducción, proclamó el reciente ennoblecimiento de ese arte: «El arte del diseño de jardines, por la perfección a la que ha llegado últimamente en Inglaterra, merece un alto lugar entre las artes liberales»[2].

Lo importante es saber en qué consisten esa novedad y esa perfección. La declaración era de veras sorprendente para los conocedores. Desde hacía dos siglos, se habían publicado numerosas obras sobre el arte de la jardinería. Y algunas recordaban su antigüedad evocando el vergel de Alcínoo, descrito en el séptimo canto de la Odisea, los míticos jardines colgantes de Babilonia y las villas romanas descritas en dos cartas muy citadas de Plinio el Joven. En tiempos más recientes, el Jardín de Venus, celebrado en Hypnerotomachia Poliphili(El sueño de Polifilo), y el Jardín del Edén, cantado por Milton, habían alimentado muchas imaginaciones, y la cultura de los eruditos italianos había inspirado las sofisticadas arquitecturas de los jardines simbólicos. En el siglo xvii, poetas y viajeros había admirado los prodigios realizados por Salomon de Caus en Heidelberg para el elector palatino o por Le Nôtre en Versalles para el rey de Francia. La disposición de parterres de bordado, cabinets de verdure, cuadros de césped, pórticos o laberintos había quedado plasmada e ilustrada por extenso desde que Daniel Loris publicó en Ginebra, en 1629, Le Trésor des parterres(El tesoro de los parterres). Y el arte de la jardinería parecía estar celebrando su perfección ya en 1709, año en el que Dezallier d’Argenville publicó La Théorie et la pratique du jardinage(Teoría y práctica de la jardinería), una obra enciclopédica cuyo título completo prometía nuevos diseños para «parterres, bosquetes, cuadros de césped, salones, galerías, pórticos y celosías, terrazas, escaleras, fuentes y cascadas», así como explicaciones sobre «la manera de arreglar un terreno, de cortarlo en terrazas, de trazar y ejecutar toda clase de diseños según los principios de la geometría, y el método de criar en poco tiempo todas las plantas adecuadas para los bellos jardines, y también de encontrar agua, de conducirla a los jardines y de construir en ellos estanques y fuentes, con observaciones y reglas generales sobre todo lo que concierne al arte de los jardines». Se podría concluir que la perfección alcanzada de ese modo desmiente la novedad reivindicada por Whately setenta años después. Pero tal conclusión ocultaría la esencia del problema. Porque se trata precisamente de la cuestión de lo que se entiende por las palabras arte y perfección. Lo cierto es que, mientras prometía tantas maravillas, Dezallier d’Argenville no se preocupó de que el arte de Le Nôtre y sus emuladores fuera reconocido entre las bellas artes. Por el contrario, sólo cuando esa ciencia de los parterres, cuadros de césped, laberintos, canales y pórticos había caído en el descrédito, Whately –y Kant después de él– lo eleva a esa dignidad.

Esta aparente paradoja nos enseña algo esencial: la dignidad de un arte es algo distinto a su perfección formal. Lo que llamamos arte en general es la habilidad que ejecuta una voluntad dando forma a una materia. El ingenio de la concepción y el virtuosismo de su ejecución son una cosa en la que se reconoce la perfección adquirida en el ejercicio de una habilidad. Otra cosa es saber qué objeto producen y para qué. Sólo eso definía tradicionalmente la excelencia del arte practicado. Así se distinguían las artes liberales de las artes mecánicas o industriales. Estas últimas producían objetos que satisfacían las necesidades humanas. Las artes liberales proporcionaban placer a aquellos cuya esfera de existencia se extendía más allá del mero círculo de las necesidades. Para convertirse en un arte liberal, al arte de los jardines no le bastaba simplemente con aportar más ciencia a sus logros. Tenía que separar sus fines de los dos tipos de necesidades que normalmente satisface el cultivo de las plantas: el uso médico y el uso alimentario. Se distanció fácilmente de la tradicional colección de plantas para uso medicinal y del huerto, destinado a la cocina. Por otra parte, mantuvo durante mucho tiempo sus vínculos con el vergel, donde lo útil guardaba estrecha relación con lo agradable. Estudios recientes han recordado que los famosos jardines de la Villa Lante en Bagnaia, arquetipos del jardín renacentista italiano, dieron lugar a una intensa producción de frutos[3]. Por su parte, John Parkinson recordaba a los lectores de su libro Paradisi in sole. Paradisus terrestris (Paraíso bajo el Sol. Paraíso terrenal), publicado en Londres en 1629, que las plantas del Jardín del Edén no sólo servían de alimento, sino que también daban placer a la vista. Y, en el frontispicio del libro, vides, manzanos, piñas y palmeras datileras comparten el escenario del paraíso terrenal con tulipanes, claveles, ciclámenes y fritillarias.

La magnificencia arquitectónica de los jardines de Le Nôtre había cortado el nudo que unía el arte de las perspectivas y de los parterres de bordado con el cultivo de los árboles frutales. Pero el alejamiento de la utilidad no fue suficiente, como tampoco la perfección del diseño de jardines, para brindar a este arte un lugar entre las artes liberales. Pues la excelencia que separaba a estas últimas de las artes industriales no se medía únicamente por el placer que el talento del arquitecto proporcionaba a las personas de más alto rango. Las artes liberales habían tomado en el siglo xviii el nuevo nombre de bellas artes. Para alcanzar el rango de las bellas artes, un arte dado no sólo debía proporcionar un placer refinado a las personas de calidad. También debía satisfacer un criterio autónomo de belleza produciendo un placer específico, nacido de la imitación de la naturaleza. «La Naturaleza, es decir, todo lo que es, o que podemos concebir fácilmente como posible, es el prototipo o el modelo de las artes», escribe Batteux en Les Beaux-Arts réduits à un même príncipe (Las bellas artes reducidas a un mismo principio), un libro que todavía gozaba de autoridad en la época de Kant[4]. La palabra naturaleza no evoca para él una imagen de verdor. Tomar la naturaleza como modelo significa dos cosas: imitar los rasgos que pre­sen­tan los objetos y los seres naturales de manera que sean reconocibles, embelleciéndolos al mismo tiempo, pero también imitar, ensamblando esos rasgos de la naturaleza visible, una naturaleza invisible definida como el enlace perfecto de sus elementos en un todo coherente.

Por lo tanto, para que el arte de los jardines se eleve al rango de las Bellas Artes, no sólo debía separarse de cualquier propósito utilitario. También había de satisfacer el criterio que hace reconocibles las obras bellas. Tenía que imitar a la naturaleza, o más bien a la «bella naturaleza»: la que no se limita a reproducir los rasgos de las cosas reconocibles, sino que reúne los rasgos tomados de los modelos más bellos en una figura perfecta que la simple naturaleza no incluye. Este principio se ilustra con el ejemplo tan repetido de Zeuxis, que tomó prestados los rasgos de cinco mujeres diferentes para componer la imagen ideal de Helena. Eso es lo que debe hacer la «bella disposición de los productos de la naturaleza»: no limitarse a transformar la naturaleza, sino imitarla componiendo sobre el terreno, a partir de las bellezas dispersas que ella proporciona, una belleza superior. Pero, cuando la palabra naturaleza empieza a significar las ondulaciones de las colinas y los valles, el verde de los árboles y los prados, o el caudal de los ríos, surge un problema: ¿cómo se puede imitar la naturaleza utilizando sus productos? Imitar la naturaleza significaba reproducir sus características en objetos que no eran naturales. Batteux había establecido claramente este punto: las bellas artes no utilizan la naturaleza, como hacen las artes industriales. Se limitan a imitarla. Sus productos no son sólo diferentes, sino que constituyen todo lo contrario a ella: seres artificiales. ¿Cómo puede entonces el arte del jardín, el arte que imita a la naturaleza con los productos de la naturaleza, entrar sin contradicción en el reino de las bellas artes, del que viola un principio fundamental?

Ese es el problema al que Kant debe responder cuando incluye el arte de los jardines en una nueva división de las bellas artes, cuyo carácter experimental y provisional subraya él mismo. De hecho, tal introducción se hace por vías sorprendentes, si no paradójicas. La categoría en la que se inscribe ese nuevo arte es la de las artes figurativas. Según Kant, esa categoría puede dividirse en dos. Por una parte, están las artes de la verdad sensible. Son las que plasman las ideas en formas que se pueden tocar, formas que ocupan una extensión material en el espacio. Esas son las artes plásticas: la arquitectura y la escultura. Pero, por otra parte, hay un arte de la apariencia sensible, la pintura, donde la figura no tiene realidad espacial, sino que simplemente se pinta en el ojo según su apariencia en una superficie. Parece que el arte de los jardines debe incluirse en la primera categoría, dado que cumple plenamente los criterios de las artes plásticas. Sus productos tienen una extensión material en el espacio. No sólo se ven, sino que se tocan, como las obras de arquitectura. Y a la sombra de la arquitectura este arte se individualizó por primera vez con los jardines de fantasía realizados, en la Italia del siglo xvi, por arquitectos como Vignola o con los parques diseñados en el siglo siguiente como una extensión de los palacios del elector palatino, del rey de Francia o del duque de Marlborough. Pero Kant contradice esa aparente evidencia. Por extraño que parezca, el arte de los jardines es una parte de la pintura. No se puede negar que ocupa un espacio, pero el modo en que lo hace es muy diferente al de la arquitectura. Porque la arquitectura tiene dos características decisivas. En primer lugar, las formas que utiliza son arbitrarias. Con esto se quiere decir que dependen únicamente de la voluntad del arquitecto y no de la imitación de un modelo natural. En segundo lugar, siempre persiguen un fin concreto. Tanto si construye una casa como un edificio público o un monumento conmemorativo, el arquitecto se ha propuesto un objetivo distinto al de crear una forma para la contemplación. Ha definido un uso del edificio que prescribe un juicio de adecuación de la cosa a su concepto. Y este criterio se inspira en las artes industriales. El arte del arquitecto es, en consecuencia, tanto menos liberal cuanto más perfecto es como arte, más dueño de los medios que toma prestados de la naturaleza para alcanzar sus propios fines.