El tiempo sin años - Gerardo Guzman - E-Book

El tiempo sin años E-Book

Gerardo Guzman

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Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo, se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones. Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI. Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado. Los relatos de Gerardo Guzman en El tiempo sin años se ubican en distintos escenarios pandémicos, particularmente amenazados por la escurridiza covid-19. En su derrotero de contagios, se asocian la insolidaridad y la contienda cruel de una sociedad alienada, de políticas y de medios, agentes alentadores de su invasión frenética. Mujeres y hombres navegan a través de estas historias en el asombro, la lucha doméstica y el miedo. Habitan países y tiempos reales, fantásticos o fabulosos, no siempre lineales, más bien, replegados sobre sí mismos y confundidos en hebras de pasados reminiscentes y futuros casi descabellados. La realidad de cada instante insiste igualmente en quebrar credos y resistencias, cuestionar hábitos y doblegar voluntades. Algunos personajes se abren también al amor, a la fe y la esperanza, como depositarios de los deseos e ilusiones particulares y colectivos. A veces una memoria opaca busca explicación, ayuda o consuelo destilando un reguero vacilante de luces y sombras. Los humanos circulan sobre él, siempre frágiles y anhelantes. La actualidad pestilente sometida a juicio y de cara a un posible cambio de rumbo general, quizás utópico, tal vez imposible, irremediablemente necesario.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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EL TIEMPO SIN AÑOS

La peste se había desatado, natural o inventada, en un laboratorio. No importaba en realidad.

Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo, se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones.

Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI.

Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado.

 

Los relatos de Gerardo Guzman en El tiempo sin años se ubican en distintos escenarios pandémicos, particularmente amenazados por la escurridiza covid-19. En su derrotero de contagios, se asocian la insolidaridad y la contienda cruel de una sociedad alienada, de políticas y de medios, agentes alentadores de su invasión frenética.

Mujeres y hombres navegan a través de estas historias en el asombro, la lucha doméstica y el miedo. Habitan países y tiempos reales, fantásticos o fabulosos, no siempre lineales, más bien, replegados sobre sí mismos y confundidos en hebras de pasados reminiscentes y futuros casi descabellados. La realidad de cada instante insiste igualmente en quebrar credos y resistencias, cuestionar hábitos y doblegar voluntades. Algunos personajes se abren también al amor, a la fe y la esperanza, como depositarios de los deseos e ilusiones particulares y colectivos.

A veces una memoria opaca busca explicación, ayuda o consuelo destilando un reguero vacilante de luces y sombras. Los humanos circulan sobre él, siempre frágiles y anhelantes. La actualidad pestilente sometida a juicio y de cara a un posible cambio de rumbo general, quizás utópico, tal vez imposible, irremediablemente necesario.

 

 

Gerardo Guzman nació en La Plata. Estudió piano en el Conservatorio de Música Gilardo Gilardi. Es doctor en Artes y profesor y licenciado en Composición por la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Se desempeña en esa casa de estudios como profesor titular de Historia de la Música e investigador del Programa de Incentivos. Fue miembro de la Comisión Directiva de la Asociación Argentina de Musicología (AAM) y es miembro de la Sociedad Argentina para las Ciencias Cognitivas de la Música (SACCOM).

Desde 1985 se ha presentado como pianista, compositor e investigador en diversos centros musicales y encuentros científicos nacionales e internacionales. Artículos de su autoría se encuentran en revistas especializadas y foros de congresos. Entre 1996 y 2016 fue director de la Escuela de Arte de Berisso y desde 2012 se desempeña como director del Conservatorio de Música Gilardo Gilardi de La Plata.

Publicó En qué lugar de la noche estás (Biblos, 2019), ficciones sobre acontecimientos y personajes reales y fantásticos devenidos en el mencionado conservatorio, ocurridos luego de la inundación platense de 2013.

GERARDO GUZMAN

EL TIEMPO SIN AÑOS

UN COMIENZO, 19 CUENTOS Y 2 CORONAS

Índice

CubiertaAcerca de este libroPortadaAgradecimientosUn comienzoNormalidad19 cuentosLa eternidadLos sonidos y los perfumes flotan en el aire de la tardeEn cierto fin del mundoLos trabajos y las pestesAlien coronavirusLa princesa de hieloLos días con alfileresEl marLa cuarentenaTestigosEl sonido del fuegoSanta Maria della SaluteLa nocheJonatanLa vozVaivenesErranteLa sesión (el espíritu de la pandemia)Portales2 coronasCamuflajesAnuncios (pátinas/estructuras)Créditos

Agradecimientos

 

A Marisa González por alumbrar

con sus imágenes las palabras de este libro.

 

A la Editorial Biblos y a los queridos Javier Riera

y Silvina Varela por su colaboración y atención permanentes.

La peste se había desatado; natural o inventada en un laboratorio.

No importaba en realidad.

Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones.

Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI.

Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales de los humanos. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado.

Igualmente, no solo era la voracidad de la enfermedad clínica.

El planeta saturado de redes invisibles y de contaminaciones conminaba además a otra. Era la pandemia de la globalización despiadada, de la insolidaridad, la soledad y la alienación, de lo fantástico y terrible, de la ignorancia y la irresponsabilidad, y la de ciertos medios y políticas a veces tan mortíferos como el mismo virus declarado.

Se la recordaría como el Tiempo COVID-19.

UN COMIENZO

Normalidad

Diario de una familia de jóvenes profesionales, de clase media, “normales”

Diciembre de 2019.

 

El reloj despertador sonó a las seis de la mañana. Federico abrió los ojos, detuvo la alarma, encendió el celular y casi sin remolonear se levantó y se metió en la ducha.

Marina y Joel dormían.

Ese día Marina tenía clases en la Facultad de Artes a las diez, y podría descansar hasta las ocho. Joel por suerte iba al colegio de tarde.

Se vistió con el conjunto elegido por su mujer la noche anterior. En el espejo del baño se dio cuenta de que en su camisa faltaba un botón. Entró a la habitación y abrió suavemente el placar. Le costó elegir otra prenda que combinara con su pantalón. Notó que las perchas y los estantes estaban saturados de ropa.

Finalmente cambió de parecer y seleccionó una chomba lisa de color claro.

Llegó hasta la cocina y se preparó el desayuno: café solo y unas tostadas con mermelada dietética. Sintió nuevamente el dolor de una contractura en el hombro que lo acicateaba desde algunas semanas. Hizo algunas flexiones, rotaciones y estiramientos del cuello. La molestia se suavizó.

Mientras sorbía el café se asomó por la puerta ventana y vio los listones en el patio que pronto integrarían el deck. Comprobó que estuvieran ordenados, así como las bolsas de pegamento y los clavos.

Lavó rápidamente la taza y la cuchara, guardó la mermelada en la heladera, las tostadas en la alacena y repasó la mesa. Se puso una campera liviana y tomó el portafolios. Antes de irse pasó por los dormitorios y disfrutó mirando cómo Marina y Joel dormían a pata suelta. Besó a ambos y salió.

Cruzó la calle y observó que el tránsito ya a esa hora era inquietante. Bocinas, apuros, y paradas bruscas de colectivos en las esquinas.

El día estaba reluciente. Como había leído en su celular, haría calor. Pensó que salir con campera había sido una mala decisión. Pero Marina siempre lo alertaba de la fresca nocturna. En ese momento se dio cuenta de que hasta las veinte horas no volvería a su casa.

Descartando ese pensamiento trémulo llegó hasta la cochera. Cumplió con el ritual de todos los días para sacar el auto y emprendió el camino hacia el primer trabajo de los dos que conformaban la rutina diaria de su vida actual.

Manejar hasta la escuela era un trámite cada vez más enojoso y lento. En la diagonal 79 estuvo detenido casi diez minutos en un semáforo. Luego la avenida 60, con sus cortes y desvíos a un carril único ocasionados por obras y controles.

Llegó a las siete y cincuenta. La playa de estacionamiento pronto debería ampliarse o trasladarse. Era cada vez mayor el número de vehículos que se amontonaban a una hora temprana. Le costó encontrar un lugar cercano a la puerta.

Ya en la escuela, un auxiliar lo detuvo en el hall central informándole que en los baños no había agua.

Sin pronunciar palabra, Federico esperó hasta las ocho para llamar por teléfono al Consejo Escolar y requerir una inspección urgente junto con el consecuente arreglo. Sabiendo la respuesta anticipada, encendió la computadora para enviar un correo con la nota de solicitud respectiva. Y ahí el segundo contratiempo del día: no había internet.

Para esta tarea y para su trabajo en general, la conexión virtual era imprescindible.

Le pidió al auxiliar con atentas precauciones que subiera hasta la terraza y mirara los cables; a veces con solo tocarlos o engancharlos con un ladrillo contra el piso la conexión se restablecía.

Efectivamente la señal volvió. Hacía semanas que esperaban la asistencia de personal especializado del ministerio para sanear la instalación.

Federico redactó la nota para el Consejo y la envió.

 

 

Estaban en la semana de mesas de examen y los profesores se ponían particularmente sensibles y ansiosos. Como solía ocurrir, faltaban algunas actas volantes que no se habían impreso en los días anteriores. Con paciencia, Federico imprimió los folios y los ordenó en la carpeta dispuesta para tal fin.

Promediando la mañana, un docente se acercó un tanto alterado porque no le habían comunicado la suspensión de una mesa por falta de alumnos. Federico trató de calmar su reclamo, más aún cuando se enteró de que el único estudiante inscripto había avisado recién media hora antes que no asistiría al examen. Los mensajes se habían cruzado con la venida del profesor.

Otro colega llegó hasta su oficina advirtiéndole que el libro de actas estaba por concluir, restándole solo tres folios útiles. Federico, preocupado, llamó a una preceptora del turno tarde para que por favor pudiera comprar un nuevo tomo en una librería muy cercana a su domicilio, ya que muy posiblemente el ejemplar se agotaría durante el turno mañana. Luego de asegurarle el pago por parte de la cooperadora contraentrega del ejemplar, la empleada aceptó cumplir con el pedido, aunque siempre con algún reparo y malestar.

Federico no le dijo nada y volvió a agradecerle su deferencia. Pensó igualmente que esa preceptora era la primera en controlar el libro de actas, luego del cierre de las mesas. ¡Cómo no había avisado a nadie de su próxima finalización!

Pese a todos los embrollos, pudo dedicarse a su trabajo específico. Firmó constancias, revisó las licencias, cargó datos de profesores en el sistema y con Rocío, una de las preceptoras, continuó chequeando legajos para la confección de los próximos títulos.

Llegado el mediodía Federico completó su horario. Dudó en almorzar algo en el bar de la escuela o seguir de largo hasta su segundo trabajo y comer en el teatro.

Prefirió esta última opción.

Levantó sus cosas, saludó a las preceptoras y salió.

En la puerta se encontró con Sara, la regente, que lo relevaba de su turno. La mujer estaba muy irritada. Le comentó que cuando estaba buscando un lugar para estacionar, un auto había chocado al suyo al salir como torpedo. Ya se había comunicado con el seguro e intercambiado datos con el energúmeno que apenas sabía hablar, pero en el último instante había perdido la carga en su celular. Increíblemente el gestor del accidente no le había querido facilitar su teléfono para concluir el trámite.

Federico inmediatamente le ofreció el suyo y salió con su compañera hasta el lugar del siniestro: el vehículo embestido mostraba un abollón considerable en la puerta del acompañante. Sara y Federico buscaron al conductor y su móvil. Habían desaparecido.

La regente entró en estado de ira. Empezó a maldecir. Las venas de su cuello se hincharon. Federico no solo pretendió calmarla, sino que la hizo reflexionar sobre los datos más importantes y necesarios para continuar con la denuncia ante el seguro, que ya había obtenido. Intentó volver con ella al interior de la escuela, pero la mujer le pidió que la dejara sola. Le aseguró que se tranquilizaría. En un estado prudente de “mejor me voy”, Federico se despidió de su compañera, llegó hasta su auto y salió del lugar.

Atravesó prácticamente toda la ciudad en la peor de las horas: el mediodía.

No sabía en realidad cómo hacían los humanos para no estrellarse en cada cuadra, o evitar una batalla campal en cada semáforo. Una suerte de teoría del caos regulaba las marchas. La radio lo acompañaba pese al arrebato externo.

Antes de entrar a la cochera del teatro lo llamó Marina. Le comentó que el transporte escolar había tenido un problema y que no contaban con un reemplazo para esa hora. Ella estaba en reunión con la jefa de interdepartamentales y por lo tanto Joel no tendría forma de llegar al colegio. Federico miró la hora.

Tenía cuarenta minutos para volar hasta la casa de su suegra y buscar a su hijo. Marina de camino a la facultad lo había dejado a su cuidado.

Federico se preguntó, como tantas otras veces y en otras eventualidades, por qué razón Adela no tomaba un taxi o un remise, en los que, por otro lado, recorría la ciudad durante todos los días de su vida, y se acercaba con Joel hasta la escuela. ¿Temor, comodidad?

Se le pasó por la mente “sacrificar” al niño y privarlo de un día de escolaridad. Luego recordó que esa tarde tenía prueba de matemática. Joel había heredado el talante organizado de su madre y a esa altura de su vida ya era muy responsable.

Tomó su cabeza y se restregó la cara. Meditó un instante.

Le dijo a Marina que se quedara tranquila. Avisó a la suegra que iba para su casa.

Volvió al río crispado de coches.

Adela lo estaba esperando en la puerta. Federico apenas la saludó, a pesar de que la mujer, con bastante desubicación por cierto, lo invitó a pasar y tomar un té; alzó a Joel con su mochila y se sumergió por la diagonal 73, esquivando nuevamente autos y semáforos.

Llegó al colegio a tiempo. Joel salió disparado del auto y casi no lo miró. A las cinco de la tarde, para su salida, el transporte escolar ya estaba garantizado.

Ese día había un casting en el teatro. Federico estaba a cargo de la diagramación y los horarios. Miró la hora y por suerte estaba en tiempo. Pero no previó una manifestación de comedores barriales y de ciertas organizaciones docentes de apoyo que taponaban la plaza San Martín. La zona estaba colapsada. Era increíble que tantas personas se hubieran aglomerado en las calles, luego de pasar con Joel en el auto hacía quince minutos.

Intentó varios caminos, pero las inmediaciones estaban cortadas. Tuvo que alejarse del lugar varias cuadras hasta poder retornar.

Ingresó por fin a la cochera del teatro.

En la oficina lo esperaban sus compañeros del casting. Estaban intranquilos.

Federico comió un sándwich mientras efectuaba su trabajo.

Tomó conciencia de los “entes” sándwich, barra de cereal, ensalada magra, alfajor, gaseosa diet, mate, que acompañaban y conformaban prácticamente su dieta principal.

Todo el procedimiento de la elección de actores transcurrió en orden, salvo algún corte pasajero de luz, o las proverbiales quejas y caprichos de los concursantes, muchos de extrema susceptibilidad. También sortearon un ataque de histeria (léase importancia) del jefe de programación que los dispersó un rato.

Ya eran más de las veintiuna cuando retornó a su casa. Guardó el auto en la cochera.

Había comprado helado a la pasada.

Marina terminaba de recibir por el delivery unas milanesas, con puré y ensalada. Federico se lavó las manos mientras Joel le mostraba sus dibujos escolares. Marina descorchó un vino blanco y refrigerado.

Se sentaron a cenar.

Federico lamentó haber perdido otro día de gimnasio. Su tarde en el teatro se había extendido considerablemente. Mirándose el vientre notó que estaba cada vez más abultado y flojo. Se prometió retomar su rutina y no dejarse atrapar por asuntos fuera de horario. Además, prestar atención a su contractura que ahora volvía a presionarlo.Marina se alarmó de la cantidad de tarea que le daban diariamente a Joel en el colegio. Le había ido bien en el examen de matemática.Federico le comentó algo del casting.Marina le recordó pagar los impuestos al día siguiente.Federico le recordó el cumpleaños de su hermano el domingo.Marina hizo lo suyo con la reunión del sábado en lo de Mercedes. ¡Ah! Entonces, debía pasar por el centro a la mañana de ese día y comprar el regalo para Leandro.Federico se anotó en su agenda para el día siguiente: “llamar al albañil para concertar la colocación del deck”.Marina le insistió de paso en no postergar más la confirmación del hotel de Río.Federico se refirió a su deseo de reemplazar la silla de la computadora por otra de tipo anatómica.También Marina recordó su visita del viernes a la dermatóloga, la sesión de terapia y la consulta al dentista por Joel ese mismo día a la tarde. Y también la compra de algunos platos nuevos, para reemplazar los que estaban medio cachados.

Luego de la cena y saboreando el helado en el living, Federico se rio de unas secuencias que pasaban por la televisión. Referían a los atuendos de protección estrafalarios que usaban unos chinos en supermercados o aeropuertos a partir de la expansión de una epidemia viral desconocida. Se hablaba de un factible trance de propagación por ahora controlado.

Las vestimentas eran casi disfraces. Joel incluso le preguntó si los chinos eran Papá Noel.

Federico lavó los platos. Marina se duchó. Al día siguiente ambos se levantarían a las seis.

Joel no iría a lo de la abuela ni a la escuela. La empleada que vendría temprano para la limpieza, de paso, se quedaría con él toda la mañana. Era sumamente confiable y el niño se divertía mucho con ella.

Federico, con el cepillo de dientes en la mano, fue hasta el cuarto de Joel y jugó un rato con su hijo.

Cuando entró a su habitación, Marina dormía. Ya le había separado la ropa para el otro día. Se acostó suavemente a su lado, le besó el brazo, puso el reloj despertador en modo alarma y miró por última vez el celular. Había un mensaje de la directora de su escuela. Federico dudó en leerlo. Finalmente lo revisó. Le comentaba que al día siguiente cambiaría el turno por una reunión imprevista y urgente con la inspectora, motivada por la denuncia de un profesor. Federico respiró hondo; apenas imaginó su mañana. Se friccionó el hombro para menguar el tirón que persistía. Apagó el celular y apagó la luz.

Imaginó apagar todo por un momento. En verdad, por un largo momento.

19 CUENTOS

La eternidad

 

 

 

Había empezado a nevar, ¿o eran cenizas? Como fuere, una sustancia en copos caía del cielo esa mañana y se pegaba en la piel y en la ropa.

El aislamiento decretado a raíz de la pandemia seguía resguardando a la población dentro de sus casas. Rodaba como esas minúsculas gotas de algo que caía, fastidioso, tardío en su latencia, y pegajoso.

Se atravesaba una cuarta etapa de cuarentena. El encierro continuo había modificado costumbres. La apreciación más evidente consistía en aceptar la falta de urgencia en la vida cotidiana, incluso para efectuar trámites habituales y externos.

Este aplazamiento de casi todo habilitaba como consecuencia introspecciones, recuperaciones de pasatiempos y deudas olvidadas, revisiones de cajas llenas de recuerdos, soledades, silencios y también preguntas.

Los relojes de pulsera reposaban sobre una mesa de luz, inútiles y polvorientos. Igualmente, las agendas, las mochilas y los portafolios. Los celulares y las netbooks, en cambio, se erigían en los emisarios preferidos y también avasallados de voces y rostros.

 

 

Era el invierno y el sol de fulgor declinante, similar a un globo rojo y viscoso, caía a una hora muy temprana.

La percepción de pérdida en esos momentos era inenarrable. En los hogares acometía un vacío paulatino. Las cosas y los cuerpos eran despojados abruptamente de una pincelada de brillo, y en instantes se quedaban quietos tragados en una penumbra. Cientos de lámparas se encendían de inmediato para contrarrestar no solo la oscuridad sino la angustia que esperaba atrincherada para tomar posesión de los habitantes.

… Pero todavía había mucha luz en aquella mañana fría y untuosa.

Bernardo sonrió y se desprendió de su escalofrío nocturno. Estaba asomado a la ventana que daba al jardín, observando cómo aquella arena se depositaba en su campera.

–¿Qué es esto que nieva o llueve? –se preguntó a sí mismo, o a Laura.

–¿Cómo que llueve? Si hay mucho sol –replicó Laura desde la habitación.

La joven se acercó a la ventana y se asombró al ver las partículas que se mecían en el aire como las flores del diente de león.

–Extrañísimo –dijo, sacando su mano y dejando que se empolvara de aquel talco.

–¿No viste nada en la tele? –preguntó a Bernardo.

–Nada. Recién miré. Pensé que podía ser humo de alguna fábrica o incluso ceniza llegada de algún volcán.

–Lo sabríamos desde hace días –confirmó Laura. Miró al joven barbado, cubierto con una especie de uniforme.

–¿Qué vas a hacer, vas a salir igual? –le preguntó.

–Y, sí. Tenemos que hacer la compra de la semana.

El joven alargó su brazo moteado de grumos y acarició la panza de seis meses de su compañera. Ella le devolvió el gesto y pasó su mano por el pelo negro y enrulado.

Bernardo preparó las bolsas de compras. Ya estaba enfundado con un pantalón grueso de gimnasia, zapatillas envueltas en polietileno y una campera polar. Se colocó una bufanda, un gorro y Laura lo ayudó con el barbijo.

–¿Tenés todo? ¿Llevas la lista y las tarjetas? ¿Dinero, llaves?

–Sí, tranquila. Tengo todo. El celular lo dejo, como recomiendan –Bernardo, detrás del tapabocas, abrió sus ojos como para amilanarla y puso sus brazos en jarra. Ambos rieron.

Aferró las bolsas, se colocó los lentes de sol, abrazó a su esposa como si la despidiese antes de ingresar a un campo de guerra y salió por el corredor hacia la calle.

Laura lo vio irse. Cerró la puerta y empezó a prepararse un té. La esperaba una sesión de consulta virtual de historia con sus alumnos del secundario. Las clases seguían construyéndose como se podía, con la idea de una casi segura postergación presencial por el resto del año.

Encendió la computadora y en el fondo de pantalla vio la postal que desde enero le daba la bienvenida. Era el cañón del río Atuel, en Mendoza.

Habían pasado unos días inolvidables con Bernardo en ese extasiante lugar. Laura, a orillas del río, le había dicho que estaba embarazada.

Se quedó mirando como por primera vez aquel paisaje.

El ángulo tomaba una panorámica. Desde un punto elevado se veía la curva del cauce ancho y los barrancos escarpados que se perdían en un laberinto de rocas rojas y pardas. El agua azul turquesa, por momentos verde, lamía las riberas cubiertas con algunos sauces, creando playas de arena blanca y fina. Laura buscó en sus archivos algunos videos del paraje. Encontró uno que prácticamente espejaba la foto detenida.

Ahora podía apreciarse el movimiento de la corriente, el de las copas de los sauces, escucharse un reposado sonido a viento e, incluso, algunas aves pasar rápidamente por un cielo de esmalte. No había humanos, solo ese entorno desnudo e inocente.

“La eternidad”, balbuceó Laura. Luego se recogió en silencio unos segundos y empezó a llorar.

Se abrazó a la idiotez de la naturaleza, a su crueldad, su amoralidad. Se enfocó en las conductas reiteradas de las plantas y los animales: sus ritos y sus movimientos instintivos. La supervivencia de las especies, la vida brotando desde cualquier lugar, insistente, fuerte y despótica. Los ciclos del cielo y la tierra, la repetición al infinito de círculos dentro de círculos.

Esas montañas. Esos sauces que desde siempre recibían el mismo ataque del aire; esas piedras de la costa del río golpeadas durante siglos por las olas; fijas, sin poder intentar una tracción. Abnegadas, inertes, doblegadas a su destino.

¿Cómo podía entenderse ese intercambio entre estatismo y movilidad? Movimiento de los átomos y moléculas, siempre inacabado en su transformación; dilación espacial de algunas formas externas como las piedras y las sierras, o la mayoría de las especies vegetales, estancadas en sus raíces.

En realidad, la ciencia definía que en la Tierra, y luego en el espacio exterior, todo era movimiento, por mínimo que fuese: desde la erosión de partículas en las costas hasta las arenas del desierto, las metamorfosis de las selvas, el rompimiento de los hielos, el fluir de las nubes y los vientos, las estaciones y los tránsitos planetarios.

Sin embargo, en ciertos casos, la medida humana era insuficiente para detectar algunas de esas mutaciones a simple vista y, por ende, todo el reino natural parecía estar encerrado dentro de una burbuja de vidrio.

El planeta y el conflicto entre acción y detención, entre amaneceres y ocasos, entre vida y muerte; tranquilo e impávido, respetando al universo y a sus tiempos sublimes, despegados de todo patrón corriente.

Lo eterno, lo que seguía su discurrir sin importar nada: esplendores y catástrofes, alumbramientos y caídas tumultuosas. Soledad y automatismo, ausencia de culpa, de reconvenciones y castigos. De epifanías y duelos.

Sentía piedad, sin dudas animista, por las permanencias de lo natural. Pese a los fenómenos, el cumplimiento de las especies y los territorios, y luego sus consecuentes mandatos.

Laura voló hacia otras representaciones que había visto hacía poco en YouTube sobre el tamaño de los astros. En ellas, las comparaciones de la Tierra, y del mismo Sol con otras estrellas y galaxias, directamente escapaba a toda escala racional. Casi se ingresaba en una cuestión de fe, o bien en el ámbito de una analogía mágica, entre macro y microcosmos. El mundo externo y el universo de las células, la proporción más grande y la minúscula en un orden equivalente. Las distancias extraordinarias del cielo y las dimensiones temporales de un átomo respecto de un cuerpo. Interior y exterior y sus mediaciones posibles, sus límites, sus creadores y viajeros.

Tal vez los humanos estábamos igualmente anclados de alguna manera: para seres de otra energía o lugar, clavados en la Tierra, para los propios habitantes de este planeta, en nuestras obsesiones, trabajos o elecciones.

¿Había realmente cambios? ¿O girábamos toda la vida presos de la propia humanidad?

Quizás, como otras especies naturales, los frutos y las nuevas germinaciones, los hijos o las obras que podían realizarse, constituían un posible y definitivo movimiento; ser en otros, y ser en otras cosas con parte de nuestra propia sustancia.

Laura se detuvo en filósofos, historiadores, científicos y escritores. Humanos.

¿Dónde entraban los humanos aquí?, se preguntó confusa. ¿Y de qué modo?

¿No conformaba una violación sagrada imaginar a un humano en estos escenarios naturales? ¿Qué hacían ella y Bernardo en ese paisaje de Mendoza, desdibujando con su anatomía y accionar un equilibrio del mundo en su absoluta austeridad y completitud?

Hombres y mujeres, los humanos; seres extraños dotados con un aparato cognitivo-afectivo con el cual construían edificios mentales y materiales, que hacían alianzas, artes y guerras, que depredaban, se emocionaban de amor y simbolizaban sus vidas.

La arrasadora vanidad y tontería humana, distinta a los principios insomnes y perpetuos del cosmos. Los humanos buscadores incansables de dominio sobre este, ávidos estrategas del control, de teorizaciones y aprendizajes, seres tontos y ciegos, aunque igualmente temibles, porque sus acciones estaban ancladas en la palabra, el deseo, la voluntad, la religión, la tecnología o el resentimiento.

 

 

Los días de clausura habían sido progresivamente duros. Sin dudas, los sentimientos de Laura se arraigaban en nexos complejos que su psiquismo había madurado en todo ese tiempo de reposo obligado. Lejos de sus padres, de sus amigos, de abrazos y risas en los que se fundían roces y alientos.

Solo su panza enviaba las señales rotundas de un movimiento vital, enérgico y proyectado como casi nada hacia un futuro.

Los humanos encerrados, ensayando pruebas de convivencia, deberes y distracciones. Una especie más, coaccionada y temerosa. Sin casi nada para dominar, salvo como prioridad una enfermedad generalizada y por ahora incontrolable. Quizás la muerte afuera, la muerte de la peste.

Un apocalipsis resonante en los clarines de aquel impreso medieval de los cuatro jinetes, esparciendo su ponzoña por doquier.

Sabía que muchísimas plagas habían demolido humanidades anteriores. Pero como nunca la pandemia cotidiana enaltecía su potencia en un mundo inédito, sobre el cual las circunstancias y la operatividad de sus modos de comunicación y acción exhibían una conexión y complejidad apabullantes.

Más que nunca la tecnología de la información era un hechizo de ensueños y persuasiones.

En ese 2020, las redes y plataformas atravesaban espacios y tiempos; lo instantáneo y virtual se establecían como una marca definitiva o ahora, más bien, como una silenciosa parca.

Esta virtualidad, empero, creaba una contradicción flagrante entre el ser y el estar, porque los miles de seres que caían devastados por la enfermedad no eran muñecos de un juego, sino humanos de carne y hueso, porque la pandemia hacía recordar nuestra reiterada y abarcadora fragilidad, porque los poderes de los más ingentes, Estados o particulares, no alcanzaban ni habían previsto con la suficiente atención sus sistemas de salud y se concluía, por tanto, que el impecable mundo civilizado y moderno recaía en una extendida y aberrante especulación.

Grandes verdades y grandes mentiras.

Las metrópolis y las regulaciones espantosas sobre el confort, el turismo, los bienes mundanos, elevados o precarios, y la frivolidad y mentira mediáticas, el consumo y la depredación formulaban instancias en las que las vidas se articulaban como el fin a un funcionalismo de capitales demoledores.

En este contexto los más pobres y viejos o los desclasados por diversos motivos eran definitivamente los que quedaban fuera de un proyecto protector.

La virtualidad servía ahora para conocer cuántos muertos se contaban día a día. O para sumirse en provisorios y anonadados encuentros en los que las palabras flaqueaban al cabo, porque no podían sostener casi nada.

La ciencia hacía lo suyo, en pos de vacunas o protocolos de salud, nuevamente entronizada en el mayor lugar del saber y la liberación. Un saber que trataba de imponerse sobre el caos de una movilidad inesperada, sobre el arabesco de la onda infecta, equivalente en su decurso imprevisible a la de un cigarrillo o un flujo de agua.

 

 

Laura también remontó una idea que habían tenido con Bernardo al inicio de la epidemia. En el corpus mediático la información y preocupación por el tema habían adquirido proporciones descomunales. ¿Sería equivalente el peligro al interés periodístico por este? ¿No había otras epidemias similares y sin embargo no promocionadas ni prevenidas?

¿Hasta qué punto un hastío generalizado e inconsciente no provocaba una noción funesta canalizada en esta peste y capturada y amplificada por los medios y redes?

¿El virus era finalmente una creación de la naturaleza o una invención de laboratorio? Y, en este último caso, ¿cómo se había dispersado? ¿Por error, o por una voluntad maquiavélica?

Verdad y construcciones de verdad. Aprovechamientos y virus mediáticos, tan terribles o más que los biológicos.

De esta forma habían estallado los mensajes, los dispositivos y especialmente las imágenes; los humanos estábamos detrás de ellas. Habíamos perdido corporeidad y contacto.

Sin embargo, pretendíamos reemplazar el volumen, el tacto y el olor y nos veíamos y nos dábamos entidad a través de una pantalla.

¿El mundo poshistórico reclamaba imágenes? Pues bien, allí estaban, recortadas y perfectas en un celular o en una computadora. Por tanto, ¿existíamos realmente? ¿No nos habíamos reducido a un hálito que reemplazaba nuestro propio objeto? ¿Y nuestra subjetividad e identidad? ¿Seguían siendo transparentes y unívocas, respetadas y autónomas? ¿O se perdían también ingrávidas, en la planimetría de un visor?

Dentro de estas máquinas y en sitios oferentes de una supuesta y primaria inteligencia artificial, la realidad, o en todo caso una realidad provista, bajaba desde un cielo invocado. El enter de los artilugios digitales descorría desde un arriba milagroso, como en un telón mágico, infinitas propuestas de placer, saber y diversión. Las músicas y las películas, las recetas de cocina, los desfiles de modas, la clase de historia, o la construcción de una nave espacial.

De este modo, y por el módico precio de un clic, la ilusión se reeditaba en un festín continuo e insaciable que rodaba y volvía a rodar ante los sentidos.

Usuarios de drogas y usuarios de imágenes. La Verdad suprema del mundo contenida en un rollo virtual de conocimientos soñados.

Además, había una urgente necesidad de confirmación física, que éramos y estábamos, aquí y ahora, a cualquier precio. La atomización desarticulaba cuerpos y noticias en un mosaico desmedido, móvil e imparable, y de proporciones planetarias.

Y desde allí también una gran maquinación. El dilema por saber qué lugar ocupábamos hoy, cuál era nuestro pequeño universo de actuación y de amor, de confianza y de ayuda, de acciones y logros.