En qué lugar de la noche estás - Gerardo Guzman - E-Book

En qué lugar de la noche estás E-Book

Gerardo Guzman

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Luego de la devastadora inundación de 2013 en La Plata, personajes espectrales y siniestros vuelven a corporizarse en los pasillos, las aulas y los intersticios del edificio Servente, sede del Conservatorio de Música Gilardo Gilardi. Allí desfilan seres etéreos y de carne y hueso, evocados o ficcionales, capturados en los corredores, jardines o cristales, sombras antiguas flotantes en el presente, reflexiones, intrigas y recuperaciones. En estos relatos el edificio Servente se convierte en una intersección temporal de las entidades removidas por las aguas. Las voces de los actuales huéspedes, maestros y alumnos se confunden con los ecos anteriores de niñas, niños, empleados y monjas. Ellos habitaron el que fue en otro tiempo, pero el mismo ámbito físico, orfanato o reformatorio. De la visión líquida todo parece reconfigurarse, y el ayer especialmente reclama su palabra, quizás para solazar el pesar y encontrar una reconciliación, para contrastar mandatos y cánones, para equilibrar el conflicto natural, para resistir su expulsión y finalmente para convivir en un espacio nuevamente sosegado y pulcro.

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EN QUÉ LUGAR DE LA NOCHE ESTÁS

Luego de la devastadora inundación de 2013 en La Plata, personajes espectrales y siniestros vuelven a corporizarse en los pasillos, las aulas y los intersticios del edificio Servente, sede del Conservatorio de Música Gilardo Gilardi. Allí desfilan seres etéreos y de carne y hueso, evocados o ficcionales, capturados en los corredores, jardines o cristales, sombras antiguas flotantes en el presente, reflexiones, intrigas y recuperaciones.

En estos relatos el edificio Servente se convierte en una intersección temporal de las entidades removidas por las aguas. Las voces de los actuales huéspedes, maestros y alumnos se confunden con los ecos anteriores de niñas, niños, empleados y monjas. Ellos habitaron el que fue en otro tiempo, pero en el mismo ámbito físico, orfanato y reformatorio.

De la invasión líquida todo parece reconfigurarse, y el ayer especialmente reclama su palabra, quizá para solazar el pesar y encontrar una reconciliación, para contrastar mandatos y cánones, para equilibrar el conflicto natural, para resistir su expulsión y finalmente para convivir en un espacio nuevamente sosegado y pulcro.

Gerardo Guzman nació en La Plata. Estudió piano en el Conservatorio de Música Gilardo Gilardi. Es doctor en Artes y profesor y licenciado en Composición por la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata. Se desempeña en esa casa de estudios como profesor titular de Historia de la Música e Investigador del Programa de Incentivos. Fue miembro de la Comisión Directiva de la Asociación Argentina de Musicología y actual miembro de la Sociedad Argentina para las Ciencias Cognitivas de la Música. Desde 1985 se ha presentado como pianista, compositor e investigador en diversos centros musicales y encuentros científicos nacionales e internacionales. Artículos de su autoría se encuentran en revistas especializadas. Entre 1996 y 2016 fue director de la Escuela de Arte de Berisso y desde 2012 se desempeña como director del Conservatorio Gilardo Gilardi.

GERARDO GUZMAN

EN QUÉ LUGAR DE LA NOCHE ESTÁS

Ficciones sobre los misterios del Conservatorio Gilardo Gilardi de La Plata

Índice

CubiertaAcerca de este libroPortadaDedicatoriaAgradecimientosIntroducciónPrólogoEl subsueloEtéreasOldiesLa siluetaLa muerte y la doncellaPulcritudBrisasMinucias postmortemLas llavesHistoriasEl pianoLa capillaLa hermana AldinaEl ascensorLa calderaLa mesaEstampasCucuchaLa vitrina (Beatriz)HuguitoJulioLas muchachas silentesHoracioEl archilaúdMiradasPlutónEl dolorPaisajeLos caminos de NeptunoAnexosTránsitosEpílogoEn qué lugar de la noche estásCréditos

Para Adolfo

Agradecimientos

Tal vez otra tarea del director de un instituto de enseñanza, indirecta o tangencial, sea la de testimoniar el devenir de su gestión mediante un planteo literario.

De acuerdo con esta premisa deseo agradecer en primer término a todos los colegas del Conservatorio de Música Gilardo Gilardi de La Plata, profesores y compañeros de gestión, cuyas palabras, muchas veces en el estilo de una confidencia, significaron fuentes iniciales de los presentes relatos y de este rumbo a seguir.

Un reconocimiento muy especial a las inolvidables Elsa Paladino y Mary Gondell, promotoras no solamente de sus respectivas historias, sino también inspiradoras de toda una vida de músicas y emociones.

A Nelson Mallach y al plantel de actores y técnicos de El arte de la fuga / Los nombres, pieza teatral en la que participé como pianista y compositor, que recobró los recuerdos teñidos de fantasmas, agravios y deseos de los niños antiguos del hospicio, trasladados a su misión actual y redentora dentro del universo de los sonidos.

A Susana Lombardo, Gustavo Larsen y Marco Naya por restituir, junto a decenas de artistas, el alma de los pianos sumergidos.

A Mónica Claus, lectora atenta y amorosa que contribuyó con su saber a varias correcciones.

A Ramiro Peri por sus inquietantes imágenes fotográficas.

A la Editorial Biblos y al entusiasta Javier Riera, por confiar en estos textos para su publicación.

Y a todos aquellos que de alguna u otra manera fueron alcanzados por la inundación platense de 2013, los que se acercaron y se solidarizaron con el Conservatorio en este trance traumático, a los que ayudaron y saldaron amorosamente sus pérdidas y a los que se sintieron interpelados de algún modo por este proyecto de escritura; los de este y los del otro lado.

Introducción

Antes de cumplir mi primer año como director del Conservatorio de Música Gilardo Gilardi de La Plata, sobrevino la inundación más tremenda que padeció la ciudad.

El edificio Servente, sede de la institución y ubicado en el epicentro del fenómeno, vivió la invasión líquida de un modo despiadado. El 2 de abril de 2013 el subsuelo se llenó con casi dos metros de agua, hecho que provocó graves pérdidas materiales y simbólicas. Hoy se ha alcanzado una reconstrucción fortalecida de los espacios, el mobiliario, los instrumentos, los vínculos y los deseos compartidos.

Sin embargo, el agua no se apartó tan fácilmente de la cotidianidad. De algún modo, quedó en el imaginario colectivo y se encapsuló en ciertos márgenes e intersticios. Amiga de la memoria, trajo consigo –además de su materia e impulso finalmente alentador– fuerzas que removieron sucesos, emociones y palabras de otro orden. Captó raras energías que estaban sepultadas, o al menos encubiertas en capas sucesivas de omisiones.

Estas narraciones son producto de dichos vigores insurgentes. Se sembraron en los encuentros con colegas en el bar, en las aulas, en la biblioteca y en los pasillos. Oscilaron en los desvelos del sueño y en la búsqueda de la conformación de un relato. Se revelaron a través de hechos anteriores, así como de algunas entidades, músicas y personajes de la música, reencontrados en los espacios y tiempos comunes. Finalmente, germinaron y fluyeron sobre los pensamientos y los discursos.

Los relatos provienen entonces del pasado y de la realidad, evidente como igualmente reservada, aunque tal vez, y más exactamente, migran desde el lugar de la imaginación y la ficción.

También se enlazan con algunos costados de la noche que a menudo los cobijan y amplifican: la noche de la sugerencia, del miedo, de la soledad y lo soterrado; la de los encantamientos, los recuerdos, los sonidos y las confesiones. La noche de las inspiraciones y del esplendor de lo inconsciente y lo creativo; la de las desconfianzas, los prejuicios y los diálogos secretos, aunque estos transcurran en el más luminoso de los días.

Las historias están ordenadas de acuerdo con ciertas acentuaciones que pretenden demarcarse: “Etéreas”, “Historias”, “Estampas” y “Miradas”. En algunos casos pueden encontrarse analogías temáticas entre ellas, a las que, como reza la norma, es conveniente pensar como meras coincidencias, más que como datos voluntarios de continuidad. En otros priman las divagaciones, y a veces también el rescate por momentos documental de algunas circunstancias. Siempre la insistencia en el misterio y, asimismo, la posibilidad de avistar relaciones, trazas y cronologías de anécdotas y personajes flotantes sobre diversos relatos.

El Conservatorio que se vislumbra aquí podrá sorprender a algunos. No es solo el del espacio de lo tangible, de lo mágico y lo bello de la música, de la inspiración, el talento y la reverencia ante el artista, el profesor, su obra y su interpretación. Es el prisma que vira desde esos campos hacia una faceta inusual, fantástica, prejuiciosa, crítica, postergada, dolorosa y hasta por momentos brutal en sus luces y sombras.

Advertencia al lector: escuchar, más que ver, para creer.

 

G.G.

La Plata, enero de 2019

PRÓLOGO

El subsuelo

El aluvión de agua y suciedad había arrasado el subsuelo del Conservatorio tragándose diez pianos históricos y otros valiosos instrumentos, equipos, armarios y computadoras. Ese desastre particular se estampaba en la tragedia casi masiva sufrida por la ciudad.

En la institución, los profesores y los alumnos lamentaban pérdidas irreparables.

Todo lo que el desborde alcanzó fue sumergido en un sustrato turbio. Los pianos e infinidad de objetos flotaron durante cuatro días dentro de una sopa oscura y aceitosa. Durante ese tiempo las mangueras de la empresa sanitaria expulsaron el líquido desde las ventanas del sótano, con un chorro interminable que se diseminó y se hundió en el jardín, e incluso ganó la calle.

En un estado de confusión y zozobra, algún profesor intentó lanzarse por una ventana hacia el interior inundado para salvar algunos tambores y una gran cassa. Otro se acercó con un especialista en catástrofes con la idea de rescatar equipos.

Cuando el agua finalmente abandonó el subsuelo se inició una suerte de caminata lunar. Sin electricidad, iluminados por los celulares y las linternas, los más arriesgados y los autorizados se deslizaron por una capa de lodo viscoso y residual, en busca de sobrevivientes materiales. Los visitantes efectuaron una inspección de daños, pero también identificaron rastros de elementos útiles y reparables. Recién en ese momento la totalidad de los despojos estuvo a la vista.

Dispersos por el espacio enorme, las máquinas, los instrumentos, el mobiliario y los equipos se mostraron en posiciones insólitas. Se conocieron también las primeras fotos: absurdas, espeluznantes. Costaba encontrar y reconocer lugares y direcciones, altos y bajos. Todo estaba alterado. Algunas bibliotecas, puertas y pianos yacían literalmente combados, y las computadoras se replegaban en receptáculos vacíos y mudos. Los instrumentos de placas –xilofones y marimbas– colgaban como esqueletos desarticulados.

La línea negra que rayaba las paredes de todo el subsuelo a casi dos metros de altura permanecería durante varios meses como una señal memorable e insomne.

El Conservatorio había sido declarado el edificio educativo más dañado. Las autoridades y los expertos evaluaron las pérdidas y los deterioros, y alentaron cronogramas. Estimaron la tarea de puesta en valor en un plazo razonable, los costos en importantes insumos y las clases, con fecha de inicio incierto, tal vez, en la segunda mitad del año.

 

 

Desde entonces, el subsuelo comenzó a esperar por su reparación. Todavía con algo de fluido barroso, las tareas de aseo y desinfección se prodigaron durante varios días. En un desfile incesante, instrumentos de percusión, bancos y sillas subieron por las escaleras a la planta baja, aguardando la limpieza de incontables manos de estudiantes, auxiliares y profesores que, solícitos, se unieron en un extendido salvataje.

Una imagen replicada se volvió emblemática como parte de las muchas publicaciones y visitas mediáticas que cubrieron el suceso: junto con el relato de los directivos, se mostraba en el costado del texto el detalle de una profesora inclinada sobre un teclado torcido, al que limpiaba amorosamente.

 

 

Lucas, el técnico de los pianos, revisaba los instrumentos como cuerpos orgánicos, vitales:

–Este se salva. Este murió –comentaba, cuando examinaba las grandes formas marrones y negras, similares a osos o elefantes derribados.

 

 

Un plano casi inabarcable, en cuya amplitud se escandía un archipiélago de pianos y objetos destartalados.

En la oscuridad, los instrumentos simulaban extraños seres, erectos y silenciosos. Semejaban también esculturas totémicas, trozos rugosos abolidos por la humedad. Cuerpos de madera y marfil, hierro y fieltro, las piezas como tripas con hambre de vida despedían crujidos y resoplidos.

A veces, una cuerda vibraba con un impulso largo y estrepitoso. En otras circunstancias se cortaba como un cordón estirado, emitiendo un glissando agudo y quemante.

Allí permanecían los pianos inclinados y abatidos; daban a la oscuridad sus sonidos póstumos, tal como las obras homónimas que tantas veces se habían tocado en sus teclados amarillentos.

Por momentos parecían escucharse las risas y las voces chillonas de los niños que se animaban a cantar sobre sus acordes, entonando a coro la lección, deletreando el dictado melódico recorrido de escalas o gritando la canción de moda.

 

 

Pero a esas voces se unían otras más arcaicas y precarias. Eran las trazas remanentes de algunos de los internos y trabajadores del primitivo orfanato y del instituto de menores, cuya sede había sido el mismo edificio. Pululaban por los espacios como huéspedes sutiles: ocupantes lánguidos signados para siempre en ese territorio, incluso ahora que el Conservatorio había ocupado el lugar de sus presencias desterradas.

El agua parecía haber invocado a esas entidades para cumplir un nuevo y cauteloso protagonismo.

Voces de niños. Voces de adultos. Ecos de pianos.

 

 

Una noche en la que una ventana del subsuelo había quedado abierta, un rayo de luna se filtró oblicuamente e impactó sobre uno de los pianos. La rotación del astro embalsamó las formas quietas con una luz cadavérica. De los pianos surgieron los espíritus que los habitaban, más mustios que de costumbre, más plomizos y declinantes. Atravesaron puertas y se deslizaron por escaleras, moviéndose en una danza continua y escurridiza. Recodos, círculos y elevaciones, los espectros se solazaron de su propia decadencia.

Los sonidos cundieron por todo el edificio, ahuecando ecos y resonancias guturales, articulando silbidos y golpes veloces e indefinidos. Viento helado y cortante, viento chopiniano que ondeaba su sonido luctuoso, como el presto final de la Segunda Sonata.

 

 

Esa era la vigilia de los pianos abandonados, aquella que recogía años de músicas, ahora colapsadas, interrumpidas y desmanteladas. Los sonidos de los últimos sonidos. Las trazas estáticas, latentes y escarchadas de la ansiedad y la agonía, los rumores huidizos de las resonancias finales.

 

 

En esas noches de luna o de oscuridad los espectros danzaron, dueños de la vida y de la muerte del subsuelo.

El sitio trémulo de los sonidos ya perdidos, el lugar presente del abandono y de la próxima extinción, se propagaba como la zona fronteriza de una música fosforescente, fugaz y única.

ETÉREAS

Oldies

El viernes 9 de agosto de 2013 Jorge, el director del Conservatorio, había cambiado el turno de trabajo. Luego de una reunión de profesores y finalizada la jornada, se reencontraría con un excompañero de estudios de paseo por la Argentina. Para celebrar esta cita había concertado una cena en el restorán del mismo instituto, al que su amigo no conocía.

Cerca de las nueve y cuarto de la noche el primer timbre de cierre chirrió por todo el edificio. Las clases promediaron su fin y el hall se despojó de su clima escolar para metamorfosearse en el lobby del salón comedor.

Mientras los profesores y preceptores se despedían, las luces del buffet matutino menguaban y las mesas se cubrían con manteles cuadriculados, velas tenues y lámparas sugestivas.

Los alumnos cargados de libros e instrumentos abandonaban el edificio rápidamente.

Las partidas entusiastas se solaparon detrás de una música leve y jazzera que, proveniente del restorán, alentaba ya otra expectativa.

En el hall, a punto de convertirse en vestíbulo de aquel, Jorge saludó a sus compañeros de gestión que se iban esperanzados hacia el fin de semana. Cruzaron algunas palabras ante las puertas entreabiertas, al tiempo que llegaban los primeros comensales.

Frente a los pianos donados, que a partir de la inundación reciente se acumulaban en ese lugar espacioso, Jorge recibió un mensaje de Esteban:

–Ya llego, Jorge; perdón. Estoy esperando un taxi que tarda en venir.

–Tranquilo, recién están abriendo –contestó el director.

 

 

Durante la espera, Jorge se puso a tocar algunas frases sueltas en uno de los pianos, pensando en el próximo té-concierto que se haría para recaudar fondos y homenajear a los donantes de tantos instrumentos. Jugó con los sonidos, casi ajeno a ellos, mientras los invitados se aglutinaban en la antesala y las paredes replicaban grabaciones antológicas de Frank Sinatra. La seducción de la música trocaba en desencanto, cuando las voces rebotaban en decenas de ecos que se perdían por el corredor central.

Era una noche de show y evidentemente los artistas invitados convocaban mucho público. Para prevenir demoras, Jorge se acercó a Rodrigo, el mozo, y reservó una mesa.

Sonó el segundo timbre de cierre. Enseguida el director vio a Matías, uno de los encargados de medios, subir a conectar la alarma. El sistema dejaba solo el sector del restorán liberado, así como un baño para los comensales. El encargado, junto con los auxiliares, se despidió de Jorge.

Al rato entró Esteban, alegre y rutilante como siempre. Se abrazó afectuosamente a su amigo. Habían pasado casi cinco años desde su último encuentro. Llegado esa mañana de Bélgica, Esteban manifestó que estaba muy cansado y que prefería recorrer el edificio otro día. Pasaron al salón y se sentaron en una mesa para dos, un tanto alejados del escenario improvisado.

El Conservatorio se había desvanecido, desplazado por el comedor. Pidieron el menú de la casa y un champán delicioso.

 

 

El restorán se llamaba Oldies. Su nombre aludía al magnánimo edificio Servente fundado en 1934. Se trataba de una mansión solariega destinada desde su inauguración a un hospicio de niñas supervisado por monjas, después devenido en hogar provincial de menores y luego, desde hacía diez años, convertido en sede del Conservatorio.

Oldies, producto de una concesión, se abría las noches de los viernes y sábados para fines culinarios. La decoración, las fotos y la luz creaban una atmósfera adecuada y translúcida, como de alabastro, que remitía decididamente a un gesto de los años 30. La impactante puerta art decó de roble y vidrios esmerilados condensaba el espacio con una imponencia sólida pero también delicada.

El ambiente inducía a la cercanía y la confesión.

 

 

Apenas iniciada la cena, la música en vivo colmó el lugar. En pleno trámite y como en tropel, los amigos intercambiaron infinidad de temas que los convocaban en la memoria.

De pronto, entre brumas y humores, Jorge se acordó del Overlook, el hotel de El resplandor. Rememoró la escena antológica entre Jack Nicholson y el barman del restorán: la barra y el espejo, la imagen distorsionada, frívola y expresionista de la sala humeante de luces rojas y risas de aquel 4 de julio de 1921. Y allí también recordó que había visto la película con Esteban en su estreno en La Plata, en un lejanísimo 1980.

–Vamos a mirar el aula 300 –dijo súbitamente Jorge–. La tengo preparada para que puedas quedarte vos o algún invitado.

–Me estás cargando, ¿ahora?

–Ahora o después. En serio, Esteban. Sabés que a veces me imagino en la dirección, trabajando hasta tarde, viejito y todavía director, apenas iluminado por una lámpara que traje de mi casa. Y con una habitación cercana para descansar. ¡Hay muchas cosas que reformar en el Conservatorio!

–¡Increíble! Me decís en los correos que te querés jubilar y pensás en eso.

–Sí, es como una visualización. Pero, ¿te parece que veamos el aula? Desconecto la alarma y la mirás. Otro día hacemos una recorrida más larga.

–Bueno, vemos después.

 

 

La cena continuó. La cantante hizo su show y las copas se llenaron incontables veces. Volvió a sonar Sinatra. En homenaje al director presente los mozos de Oldies le regalaron otro champán. Pasada la medianoche pagaron la cuenta y en un momento Jorge y Esteban desaparecieron del restorán.

Rápidamente Jorge subió la escalera del hall y desconectó la alarma. Se filtraron hasta el aula 300, la más alta, especie de altillo diminuto y alejado de todo. Hacía frío. No encendieron la luz. Las ventanas sin celosías dejaban entrar las luces de la autopista que rodeaba al edificio. Esteban recorrió con la vista el lugar y se sonrió por la ocurrencia de Jorge. La habitación era solo un espacio de trabajo, sin cama y sin muebles. Estaba dispuesta únicamente con un atril y unas sillas escolares. Se quedaron un rato sin hablar. Esteban recordó las bromas a las que a menudo su amigo lo sometía y en las que él siempre terminaba envuelto. Se acercó a Jorge y lo abrazó como antaño.

–La docencia no todo lo puede –arriesgó el director, irónicamente–. Pero ya voy a armar acá un cuartito para visitantes celebrities como vos. El aula tiene un pequeño baño adosado. No sé para qué se usaba: si era un cuarto de servicio o un lugar de penitencia.

 

 

Repentinamente la música se detuvo. Un golpe profundo y seco resonó en los estómagos. En el lugar se extendió un silencio pasmado. Al mismo tiempo los vidrios de las ventanas se empañaron y cristalizaron.

–¿Qué es eso? ¿Escuchás? –dijo Esteban.

–No oigo nada. Se apagó la música. ¿Se habrán ido ya?

–¡Escuchá!

Era un rumor sordo y deslizante, una especie de ruido blanco, continuo, pero con cierta escansión de alturas. Había algo sibilante, liso, pero que además murmuraba vocales y repentinamente crecía en intensidad.

–Es el viento –afirmó Jorge.

Esteban negó con la cabeza. Sus ojos grandes se habían abierto aún más con la luz gélida que entraba del exterior.

–¿Se fueron los del restorán? ¿Por qué se interrumpió la música? –insistió Jorge.

–¡Vamos! Es un disparate lo que estamos haciendo.

Esteban miró la hora.

–¡Las tres de la mañana! ¿Pero cómo? Cuando subimos eran las doce y media.

Salieron del aula, cerraron la puerta y bajaron la escalera estrecha, entre presurosos y vacilantes por la oscuridad y los efectos del champán. Cuando iban a desembocar en el corredor de la planta alta, una claridad difusa y proyectada desde un foco lateral los paralizó. Apenas detenidos y como congelados, asomaron la cabeza hacia el corredor.

Entonces vieron a esa sombra blancuzca deslizarse lentamente. Pese a estar de espaldas, identificaron el contorno. Era una figura humana, una niña o adolescente, con una camisa gris y una pollera a cuadros tableada, delineada entre vapores que exudaban una fluorescencia casi palpable. El cuerpo se alejaba, dejando rastros de líquida transparencia, sinuosa y demorada.

Esteban advirtió que por los ventanales del corredor no entraba ninguna luz. La autopista había desaparecido y en el interior el croquis de la joven era lo único que fulguraba. Los sonidos acompañaban el movimiento. Guturales, espinosos, susurrantes.

Una palabra se percibía nítida entre los escombros de ese discurso asordinado:

–¡Basta!

La figura recorrió unos metros más y comenzó a doblar por el pasillo transversal, hacia el lado de los baños de planta alta. En su última aparición, antes de proyectarse detrás del arco que separaba los tramos, la sombra giró la cabeza y mostró su cara. Unos ojos acuosos lanzaron una mirada interminablemente cansada y solitaria. Como un sopor de años, como una peregrinación rendida, el rostro flaco se movía en una fisonomía desintegrada que volvía a rearmarse en unos rasgos tersos, y luego desahuciados. Al fin, se movió totalmente hacia el pasillo lateral. En el aire, solo quedó un reflejo de luz pálida y un balbuceo apenas audible, largo.

 

 

Jorge y Esteban permanecieron quietos, tensos, en un tiempo que pareció no transcurrir. De repente volvió a escucharse la música que venía de la planta baja. El entorno pestañeó y las luces de la autopista atravesaron las ventanas.

Sin decir palabra, caminaron rápidamente. Cruzaron el mismo corredor y, ya casi al bajar las escaleras, Jorge recordó que debía reinstalar la alarma. Ambos se acercaron al panel y Jorge, sin hablar y con mano dudosa, logró accionar las claves.

En el momento de salir, miró por el rabillo del ojo el interior del comedor. Le pareció distinguir a la chica de pollera tableada en la barra, le pareció ver a todos los fantasmas que habitaban su larga vida de aficionado a las películas de terror.

Reconoció nuevamente a Nicholson/Torrance sonriente y despreocupado, mezclado con la voz de Sinatra.

Esteban, a su lado, casi no respiraba. Caminaba presuroso con la vista hacia adelante, duro y con los ojos abiertos y quietos.

–Vamos, por favor. Salgamos de acá –dijo sin mirarlo.

–¿Qué hora es? –interrogó Jorge.

–¿No ves el reloj del restorán? La una.

–¡No puede ser!

 

 

Mientras salían y se aproximaban al auto, Jorge miró hacia atrás e identificó el aula 300 que emergía del edificio con su techo de tejas y sus arcos románicos. En las ventanas osciló una luz diáfana.

–¿Qué pasó?, ¿qué fue eso? –preguntó Esteban.

–Es un delirio. Era una chica del reformatorio. Sin dudas.

–¿Qué decís, Jorge? ¿Estás loco o borracho?

–No sé, no entiendo nada.

 

 

El auto había arrancado. Oldies quedaba atrás.

Aquel edificio parecía guardar todavía secretos represivos y sufrientes.

El disfraz rancio y la música del restorán invocaban posiblemente las décadas clausuradas del asilo y sus manifestaciones ajadas, aunque arteras. ¿Por qué se había presentado aquella sombra? ¿Tenía que ver con su infracción de subir hasta el aula? ¿Acaso esa entidad se expresaba tristemente todas las noches? ¿Había otras presencias? ¿La inundación las había apremiado a reaparecer?

 

 

Pocas veces los amigos volvieron a hablar del tema. Atribuían la experiencia al estado general de euforia y sopor de aquella velada.

 

 

Esa noche Jorge tuvo un sueño alarmante.

Se veía muy viejo, sentado a la noche solo en el escritorio de la dirección, bajo la luz de la lámpara de cristal mudada hacía muchos años de su casa. Sentía que había alcanzado ciertas respuestas sobre el Conservatorio que jamás había comentado, ni siquiera a Esteban, testigo como él de aquel episodio inaudito.

Si bien no había vuelto a ver a la aparición, escuchaba cada tanto voces rumorosas y acongojadas, y descubría por debajo de la puerta un reflejo nacarado. Pero ya se había acostumbrado a estos brillos e interrupciones. Levantaba la cabeza, escuchaba y volvía a su trabajo.

En el sueño, Jorge pensaba que, pese a su labor y sus esfuerzos, la potencia del orfanato seguía invadiendo indefectiblemente los espíritus de los que enseñaban y estudiaban allí, imponiendo mandatos inflexibles.

Finalmente, y en este contexto, concluía que tal vez los significados de reformar y conservar no tenían tanta diferencia…

La silueta

Cuando se avanzaba desde la zona posterior, lindante a la autopista, la mirada se iba abriendo por el corredor hasta desembocar en el patio anterior y principal del subsuelo. Era un cuadrado de casi quince metros de lado, de paredes claras y piso de baldosas salpicadas de lunares grises y ocres. Hacia este espacio y a ambos lados de su ingreso se inclinaban desde la planta baja dos escaleras angostas de un sufrido mármol blanco.

Este patio cubierto estaba ritmado además por puertas de vidrio repartido, pintadas de color nogal. Conformaban los ingresos a las aulas en las que se albergaban cientos de niños y jóvenes durante todos los días hábiles de la semana. Casi al final del recorrido, en la pared del fondo, la estructura tenaz se interrumpía con dos arcadas que conducían a un cruce transversal al cuadrado, sobre el que se abrían nuevas aulas.

El subsuelo casi no tenía ventanas a la vista. Unas pocas aberturas se liberaban hacia el jardín, o bien el pasillo conectado inmediatamente al gran salón mostraba unas mirillas altas, orientadas a lo que de afuera constituía, en realidad, la entrada del Conservatorio. Las principales fuentes de luz impactaban sobre pequeñas ventanas rectangulares dentro de las aulas. Por ello la iluminación artificial solía ser la mejor solución, incluso en las mañanas despejadas.

El lugar sostenía únicamente algún mobiliario elemental: un pizarrón informativo, dos o tres sillas y unos bancos largos de madera, también oscuros, que servían especialmente para las esperas de los padres antes del inicio o el fin de las clases. Sobre la pared del fondo se ubicaban dos escritorios y dos armarios blancos.

En ese rincón, las preceptoras del turno realizaban su tarea de control y asistencia de estudiantes y docentes, sentadas frente a la computadora y alertas a las puertas que facilitaban una visión estratégica y completa de las aulas. Sin embargo, esas puertas eran sumamente especializadas, y a su vez esquivas a la revisión inmediata. Efectivamente, luego de los vidrios repartidos, otra placa ciega tapizada de material aislante restringía la visión y el bullicio interior de las salas de clase, así como servía de filtro a los sonidos exteriores.

 

 

Anabel era la preceptora de la mañana. Su cumplimiento solícito hacía que permaneciese en el subsuelo las cuatro horas del turno casi sin moverse del lugar, sola y eficiente, prestando atención con gentileza a cada detalle de las clases, alumnos, padres y profesores. Además, la comunicación constante con la prosecretaria y las jefas de área fortalecía su trabajo con destacada prolijidad.

Anabel lucía delgada y ligera. Era respetuosa, afable, y también un poco melancólica. Su necesidad de colaboración no había generado ninguna resistencia y reclamo cuando, luego de la inundación, el subsuelo en incipientes vías de recuperación se había habilitado nuevamente. Había ya nuevos pianos, y paredes y mobiliarios remozados.

Ante la reparación casi completa del lugar, el tiempo del agua y el olor a moho se suavizaban en los sentidos y los recuerdos.

Entre los detalles faltantes, las puertas de las aulas, las exteriores o las placas acústicas, todavía mostraban algunas manchas de humedad. Marcial, el operario carpintero, no había terminado de eliminarlas, dadas otras tareas más urgentes.

 

 

Cuando Anabel ingresaba al subsuelo a las ocho menos cuarto de la mañana, el sitio a veces estaba a oscuras. Sin hacer ningún pedido o queja a los porteros, la joven pisaba el último peldaño de la escalera y encendía las luces.

En algunos casos de olvido, también le pedía a Fabricio, uno de los auxiliares, que por favor abriera las ventanas de las salas para que pudiese entrar un poco más de luz solar, y de paso estas se ventilaran.

A los pocos minutos el ámbito se llenaba de padres, estudiantes y docentes. Las aulas florecían de músicas y empeños. Durante el mediodía, y luego de la salida del último alumno, un vacío renovado circulaba por el sector, resonante solo en ecos de quietud.

Sentada en el escritorio, Anabel naufragaba un tanto inerte por la súbita desaparición de energías tan radiantes. Recorría con la vista el patio y el pasillo que conectaba su sector con el tramo equivalente de atrás, lejano, difuso e inmerso en un color plateado.

 

 

En ese instante la preceptora reflexionaba sobre un hecho curioso que ocurría en dos momentos de su jornada laboral.

A la mañana temprano, y todavía en penumbras, en una de las aulas, entre la puerta de vidrios repartidos y la placa acústica, podía ver una mancha blanquecina y vertical que fulguraba débilmente para luego diluirse en la tonalidad ambiente. Cuando las clases finalizaban y el silencio casi inmediato borraba toda la animación escolar, la sombra volvía a inflamarse.

Anabel se había acercado varias veces a la puerta del aula 1. Suponía que el centelleo se debía a algún efecto del vidrio sobre las líneas de humedad, o hasta a cierto tipo de hongo provisto de capacidad lumínica que se activaba por alguna razón climática. Extrañamente, al aproximarse a la puerta, el brillo se atenuaba hasta casi desaparecer. Cuando el aula estaba vacía, abría la puerta de vidrio y tornaba su hoja hacia atrás y adelante, para establecer si el movimiento creaba algún efecto con la puerta opaca que continuaba, o si se producía alguna modificación en el matiz de la madera. Escudriñaba cada detalle, intentando encontrar un objeto o señal que pudiera haber quedado atrapado entre ambos cuerpos. Alguna vez había prendido y apagado la luz a fin de comprobar qué ocurría. Sin detectar inferencias y constantes posibles, la reverberación parecía ser un hecho completamente aleatorio.

 

 

Tardó semanas en atreverse a preguntar a Marcial por esta cuestión, y por la posibilidad de que un hongo o material luminoso fuera la causa del fenómeno.

El carpintero desestimó la pregunta y el argumento. Seguramente era sí la humedad, le explicó, pero la puerta debería tener algunos restos de cal. Y en estos casos, el material básico, calcio o magnesio, podía sufrir algún tipo de aceleración con la luz, o bien resaltar por sus condiciones físicas. El vidrio facetado y los reflejos también actuarían como catalizadores para que las manchas de la puerta modificaran su intensidad y su perímetro.

Anabel escuchó un tanto aliviada la explicación.

Empero, meses después, las puertas se acondicionaron completamente y la anomalía continuó. ¿Era el calcio? ¿Era el cristal? ¿Era la iluminación?

Algunas veces Anabel realmente se atemorizó. En una jornada muy gris, al mediodía, la sustancia efectuó un recorrido extremadamente largo y móvil. En otra oportunidad, antes de iluminar el sector, vio la silueta de una niña que con su materia tenue apoyaba las manos y su rostro sobre el vidrio, como una especie de mariposa atrapada.

 

 

Anabel comenzó a hacer memoria y a presumir que la figura del aula 1 podía ser el espectro de una jovencita del antiguo orfanato, apresada en un halo de tiempo inmortal.

Los detalles que se revelaban poco a poco alimentaban esa factibilidad increíble: la preceptora podía detectar a veces los rasgos cansinos de la cara de la niña, el pelo lacio y corto o el flequillo. En otras ocasiones distinguía un moño y el tableado de un delantal, una pollera o unos zapatos con hebilla.

Si la forma era realmente el espectro de una huérfana, la añosa habitante parecía querer reinstalarse en el campo visible, revestida de una peculiar corporeidad y deseosa de efectuar una apelación al mundo de los vivos. El agua de la inundación había despertado y convocado a ese ser fronterizo, ubicándolo en un territorio poblado de personas renovadas, pero idéntico en su espacialidad original. Una revuelta de suelos viejos volvía a la vigilia a esta especie de larva incorpórea, reliquia que arañaba un margen inasible para retornar a su hogar.

Los niños del hospicio. Los niños del Conservatorio.

Capturada entre ambas puertas, el vidrio irregular actuaba como una especie de lente, una pantalla cristalina que amplificaba la liviandad, y la tornaba vivaz y cercana.

 

 

Anabel nunca había prestado atención al cartel que nominaba al aula 1 con un nombre para ella misterioso: Genoveva Bangardini. ¿Quién era?

Su curiosidad la llevó hasta la biblioteca, hacia archivos aletargados y a la red. Averiguó que era una proverbial educadora del Conservatorio, presente en su plantel desde la fundación, en 1949. Genoveva había sido una gran benefactora de la música, docente además de otras escuelas y centros culturales. En realidad, no había demasiada información sobre su vida.

Genoveva, un nombre inusual, quizás como el suyo, que, pese a ser identificado en su historia próxima, despertaba la vigencia de un interrogante y de un pasado lejano: la Genoveva de Brabante y su leyenda de amor, refugio, injusticia y aislamiento.

Al mismo tiempo, la placa colocada en el aula parecía recortar indefectiblemente al ser que trataba de manifestarse día a día en su factura esquiva e inmaterial.

La preceptora entendía perfectamente que este era un juego de su imaginación. Nada tenía que ver la profesora con el capullo que vibraba entre las puertas. ¿O tal vez sí, de alguna manera? Quizás se extendía entre ambas una correspondencia desconocida. Posiblemente la niña desleída buscaba ser una nueva Genoveva. ¿Cuál de ellas: la de la leyenda, la jovencita del orfanato, o la profesora del Conservatorio?

 

 

La sorpresa de Anabel fue paralizante cuando, en una despedida a un auxiliar que se jubilaba en esos días, Gloria y Luisina, preceptoras del subsuelo en el turno vespertino, comentaron el susto que se habían dado una noche, en el momento de guardar los papeles de trabajo y antes de subir a la planta baja. Habían visto nítidamente una chispa como de azúcar impalpable con la forma de una nena, encajada entre las dos puertas del aula 1. La aureola estaba pegada sobre el vidrio, con los brazos al costado del cuerpo, estirada y estática. Las dos empleadas narraron el episodio entre la incredulidad y hasta el descrédito de los presentes. Anabel miraba fijamente a sus compañeras; el vaso de gaseosa en la mano, las piernas cruzadas y el gesto desorientado. No pronunció palabra en toda la noche.

En los días subsiguientes, un poco aturdida, pensó en solicitar un cambio de lugar; permutar con otra compañera su puesto de trabajo en el subsuelo.

Con el tiempo se tranquilizó; prefirió pensar que el bosquejo que se le aparecía era un espejismo resultado de la luz, una alucinación visual devenida del cansancio, o bien producida por su vista, que ciertamente no era perfecta.

También reeditó la idea acerca del fantasma del hospicio: la niña remota y frágil que titilaba en su tejido blanco y virginal. En realidad, era la versión que más la convencía, y asimismo la estimulaba.

A veces, hablando con una mamá que la consultaba sobre algún tema de las cursadas, Anabel miraba a un costado y veía el perfil sinuoso entre esas dos puertas, tal vez, entre dos mundos. Desviaba la vista y continuaba conversando con la mamá, casi despreocupada.

Nunca refirió su visión a las preceptoras de la noche ni a nadie. Si alguien más había advertido la figura de tiza, jamás se enteró.

La imagen se apegó finalmente a su rutina. Calmó su malestar y comenzó a sentirla como una compañía amigable. La esclavitud y falta de libertad de la sombra mutaron a ligereza y voluntad de comunicación; abandonó su cualidad expectante, reemplazada por una especie de visión nostálgica de una bailarina que realizaba casi diariamente una pequeña actuación, moviendo suavemente los brazos y las piernas para su única espectadora.

La niña no estaba presa, no buscaba volver a este tiempo, ni ansiaba su restitución vital; era más bien la habitante leve de un espacio inviolado, presencia inquieta que la saludaba gentilmente desde su felicidad angélica, para retornar luego a su recinto.

 

 

Cada tanto, antes de subir a la planta baja, de pie en el primer peldaño de la escalera, Anabel volvía la cabeza y miraba con ternura el soplo que temblaba en la puerta del aula 1. Apenas murmuraba suavemente:

–Hasta mañana, Genoveva.

La muerte y la doncella

Llovía con persistencia. El jardín del Conservatorio se perlaba de verdes diluidos. Los árboles históricos –paraísos, eucaliptos, robles y fresnos– intentaban sostener sus ramas aguachentas y se estampaban sobre un cielo alborotado de nubes grises y blanquecinas. En esas ocasiones, el edificio cobraba un cierto estado lúgubre y hasta depresivo. Su arquitectura lombarda, con partes de ladrillo a la vista, la glorieta y la torre pincelaban sobre la fachada la visión de una postal severa.

 

 

Desde el auto, y ya cuando este rodeaba la rotonda que conducía a la calle del Conservatorio, Angélica intuyó la imagen que recibiría su llegada. Habitualmente en los días de lluvia, este retrato del edificio y del jardín calmaba su ánimo con una placentera correspondencia. La fisonomía descolorida del frente se espejaba con sus sentimientos, un tanto desvaídos desde hacía ya varios años.

Era la mañana del 5 de julio de 2013, la semana anterior al inicio de las vacaciones de invierno. Las clases de ese primer cuatrimestre, dificultosas por la inundación, llegaban a su fin y se llevaban a cabo las evaluaciones parciales. Angélica había decidido asistir un rato antes para escuchar a sus alumnos que rendirían examen de canto la próxima semana. Con el tiempo recordaría esa fecha con absoluta precisión.

 

 

Angélica estacionó el auto en la entrada. Abrió la puerta y trató en un solo intento de desplegar el paraguas, sostener la cartera y tomar algunos libros del asiento del acompañante. Cuando cerró y ya empezaba a caminar hacia el pórtico, un ancho ejemplar de partituras se deslizó de sus brazos y cayó sobre el pavimento mojado. La lluvia impactó sobre las páginas que se desplegaron de golpe, dejando ver el título de una de las piezas: La muerte y la doncella. Con una exclamación Angélica se inclinó, levantó y cerró rápidamente el libro, poniéndolo al resguardo sobre su pecho.

La muerte y la doncella. La canción de Schubert causó una impresión honda en la mujer. Enseguida la música comenzó a resonar en su cabeza. Mientras atravesaba la reja de entrada, Angélica canturreó las primeras notas del coral pianístico de la introducción, la solemne marcha fúnebre que abría el relato. Pensó en mimar su paso, como el del cortejo que la música presumía en ese preludio esclarecedor. Caminó lentamente hacia la escalinata de ingreso, tapada con su paraguas a cuadros y con la melodía entre sus labios.

 

 

Cuando ya se aproximaba a la entrada, un objeto llamó su atención.

Todavía entregada a su momentánea fantasía, la música interna se imprimió sobre la imagen que impactó en su retina. Al principio le costó divisar y configurar el vaho que se asomaba detrás de un eucalipto, casi al final del jardín y al costado izquierdo del edificio, a unos cincuenta metros de donde estaba. Angélica se detuvo, y en un acto impensado se desvió hacia aquella forma.

Sus pies pisaron el césped mullido y húmedo, y se acercó hacia el tronco en el que se perfilaba, como adosado, el medio cuerpo de una figura humana con su mano levantada, en un acto claro de saludo y llamado. En su morosa proximidad, Angélica pudo entender y delinear a la imagen: una jovencita de unos doce años, menuda y pálida, vestida con un jumper gris por el que sobresalía una pollera escocesa. Su rostro despedía un gran desconsuelo.

La boca se movía con una gesticulación amplia, como en cámara lenta. El pelo oscuro, corto y lacio, completaba un cuadro de opacidad.

Hasta el día de hoy Angélica sostiene que la niña cantaba su misma canción, que crecía en volumen y precisión a medida que ella se acercaba.

 

 

Un alumno comunicó a los auxiliares que había una mujer parada cerca de un árbol en el jardín. De espaldas a la entrada, sostenía el paraguas y no se movía.

Fabricio se acercó y comprobó que era Angélica.

La profesora estaba rígida y ausente. Hubo que llevarla hasta el bar y reanimarla con un vaso de agua y un café. Angélica se disculpó de mil maneras y solo mencionó que se había acercado hasta ese sector del jardín porque le parecía que alguien la llamaba. No pudo o no quiso explicar nada más.

La situación se reiteró. En otras ocasiones, no siempre lluviosas, Angélica, cautivada y desprovista de temor, se desvió furtivamente hacia un sector casi silvestre del predio: una pequeña zona cuadrangular rodeada de eucaliptos, con matas espesas de arbustos y unos bancos de madera. Sentada en uno de ellos, la profesora pudo ver a la niña que aparecía no bien su voz entonaba las primeras notas de la canción de Schubert. Se asomaba de alguno de los árboles, y pese a que Angélica la llamaba para que se sentara a su lado, solo mostraba un fragmento de su cuerpo y su cara, sin desear acercarse.

De algún modo Angélica entendió que la presencia era el fantasma de alguna interna del orfanato que persistía en merodear por el edificio.

Mimetizándose con la música, el relato de la joven fue encadenando una serie de expiaciones y muertes, de tristezas y desilusiones continuas, en el que las palabras cantadas hacían las veces de un arrullo de memorias y sucesos pretéritos.

La composición de Schubert se deshilvanaba desde Angélica hacia una guirnalda de anécdotas, sobre la que las notas y el texto actuaban como una fórmula oculta, un talismán que permitía la traducción de lo sobrenatural, un lenguaje exclusivo que abría cerrojos y echaba a volar imágenes y recuerdos, una dilación del tiempo lentamente reparadora.

Angélica sentía poseer una madeja de largos hilos verdes, especie de arteria continua por la que un fluido umbilical trazaba una destilación de nutriciones y entendimientos. El huso se desenhebraba a medida que el relato de la aparición se articulaba comprensivamente en los sonidos.

Sobre la niña a veces caían las hojas amarillentas de los árboles cercanos que se pegaban a su cuerpo o a su cara, sin que aquella se inmutara. De algún modo, la joven era también una hoja húmeda y marchita.