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¡El ganador se lo lleva todo! Cuando el tristemente célebre jugador de ruleta Bahir al-Qadir se vio obligado a proteger a su ex amante, Marina Peshwah, la suerte parecía haberlo abandonado… Había intentado olvidar a la princesa mimada, pero ni siquiera el calor del desierto había conseguido borrar la imagen de Marina de su mente. Y entonces descubrió que su pasión les había dejado algo más que recuerdos… Marina volvía a estar a merced del hombre al que amaba y odiaba al mismo tiempo. Tal vez fuera ella quien tuviese la carta ganadora, pero habiendo cosas tan importantes en juego, el orgulloso jeque iba a apostarlo todo por reivindicar a su heredero.
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Trish Morey. Todos los derechos reservados.
EL ÚLTIMO JUEGO DEL JEQUE, N.º 76 - Enero 2013
Título original: The Sheikh’s Last Gamble
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2599-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Bahir al-Qadir odiaba perder. Le tenían prohibida la entrada a más de la mitad de los casinos de todo el mundo por hacer saltar la banca de manera sistemática, así que era evidente que no estaba acostumbrado a perder. Pero en esos momentos vio como le quitaban otro montón de fichas de la mesa de la ruleta y notó un sabor amargo en la boca.
Llevaba tres noches seguidas de mala suerte y ni siquiera le consolaba saber que la ruleta era un juego ideado para que ganase la casa. Era irónico que la suerte lo hubiese abandonado en esos momentos, cuando más necesitaba animarse.
No obstante, consiguió esbozar una sonrisa mientras colocaba su último montón de fichas en un cuadrado negro y miraba al crupier para hacerle saber que estaba preparado. ¿Qué más daba que hubiese perdido ya el equivalente al producto nacional bruto de un pequeño país? Era un profesional. Tal vez tuviese la nuca mojada por el sudor y el estómago del revés, pero no iba a permitir que ninguno de los buitres que había alrededor de la mesa se diese cuenta de lo débil que se sentía en esos momentos.
El crupier preguntó si había más apuestas a pesar de saber que la respuesta sería negativa. Los demás jugadores se habían ido retirando uno por uno, contentos de poder presenciar lo impensable, cómo Bahir, el famoso «Jeque de la Ruleta», perdía.
Con un ensayado movimiento de muñeca, el crupier hizo girar la ruleta y la bola empezó a correr en dirección contraria.
Bahir volvió a sentirse esperanzado. Tenía que ganar en esa ocasión.
Clavó la vista en la bola y notó que se le encogía el estómago. Una gota de sudor le bajó desde la nuca por toda la espalda, por debajo de la camisa y, a pesar de todo, se obligó a ampliar la sonrisa y a fingir que estaba relajado.
–Rien ne va plus! –anunció el crupier, aunque no fuese necesario, ya que nadie más quería apostar.
Todo el mundo estaba observando el movimiento de la bola.
Esta dejó de girar de repente y se quedó en uno de los cuadros, luego saltó una vez, dos, y giró repentinamente en dirección contraria. Bahir llevaba tres noches experimentando la derrota y seguía teniendo la esperanza de que su suerte cambiase con la última apuesta de la noche. Tenía que demostrarse a sí mismo que su don no lo había abandonado por completo.
Entonces la ruleta dejó casi de girar y Bahir se dio cuenta de que la bola se había detenido en un cuadrado rojo, el número ya le daba igual.
Ya estaba. Había perdido.
Otra vez.
Le dio las gracias al crupier como si hubiese perdido una cantidad semejante al precio de un café e ignoró los comentarios de sorpresa de las personas que había alrededor de la mesa, con la intención de alejarse de allí con la cabeza bien alta, aunque en realidad tuviese ganas de hundirla entre las manos. ¿Qué demonios le pasaba?
Él no perdía.
No así. La última vez que había sufrido un golpe así...
Obligó a sus pensamientos a no ir por ahí. Lo último que necesitaba esa noche era pensar en ella.
Al fin y al cabo, ella era el motivo por el que estaba allí.
–Monsieur, s’il vous plait –le dijo una voz aterciopelada.
Bahir se giró y vio a Marcel, el hombre que le había asignado el casino para esa noche y cuyo comportamiento había sido intachable hasta ese momento, ya que había guardado las distancias y, al mismo tiempo, se había asegurado de que no le faltase nada.
–Jeque Al-Qadir, la noche no tiene por qué terminar aquí. Si quiere, el casino aumentará su crédito para que pueda seguir divirtiéndose.
Bahir lo miró, su gesto era inexpresivo, pero la ansiedad de su mirada era inconfundible. Al parecer, en el casino pensaban que su racha de mala suerte todavía no había terminado. Se sintió tentado a retar a su suerte, pero se dijo que lo único que había hecho desde que había llegado allí, dos días antes, había sido perder. Así que tal vez tuviesen razón y su mala suerte no había acabado. Y, si era así, lo mejor que podía hacer era marcharse.
Además, no necesitaba el dinero. Había ganado el suficiente en los últimos años como para no preocuparse por haber perdido un millón, o diez. No era el dinero lo que le importaba, sino perder. La palabra «perdedor»retumbaba en su cabeza una y otra vez. Aun así, sonrió.
–Gracias, pero no.
Había atravesado la mitad del salón cuando Marcel volvió a aparecer a su lado.
–La noche todavía es joven.
Bahir miró a su alrededor. Ciertamente, allí, lo parecía. Rodeado de lámparas de araña, lujosos muebles y elegantes mujeres, y sin una ventana por la que se pudiese ver si era de día o de noche, era posible perder la noción del tiempo. Se miró el reloj y se dio cuenta de que no tardaría en amanecer.
–Tal vez para algunos –respondió.
Pero Marcel insistió. Seguro que lo recompensaban de manera generosa si conseguía retenerlo allí.
–¿Volveremos a verlo esta noche, entonces, jeque Al-Qadir?
–Tal vez.
O tal vez no.
–Le enviaré una limusina al hotel. ¿Querrá cenar y ver el espectáculo antes? Aquí mismo, por supuesto. ¿Qué le parece si le pasan a recoger a las ocho?
Bahir se detuvo en ese momento. Se apretó el puente de la nariz con los dedos e intentó hacerse el daño suficiente como para entrar en razón. Dio gracias, y no por primera vez, de no haber aceptado el generoso ofrecimiento del casino de alojarse allí mismo. Rechazar dichos beneficios tenía en ocasiones ventajas como, por ejemplo, la de entrar y salir de allí cuando quisiera.
Estaba a punto de decirle a Marcel dónde podía meterse la limusina y el espectáculo cuando un destello de color que envolvía una piel de color miel, y una espiral de cabellos negros como el ébano recogidos con un pasador de diamantes le recordaron a otra época, a otro casino.
Y a otra mujer. Una mujer a la que había intentado olvidar. Sacudió la cabeza, tratando de deshacerse de los recuerdos. De repente, se le había acelerado el corazón.
–¿Jeque Al-Qadir?
–Déjame, Marcel –le espetó.
El hombre captó la indirecta y después de darle las buenas noches, desapareció entre la gente.
Bahir volvió a mirar a la mujer y se dio cuenta de que no era ella. De hecho, no se parecía en nada. Aquella mujer tenía la mandíbula cuadrada y la frente ancha, los labios gruesos y una piel que parecía cuero. Además, no podía ser ella porque la había dejado con su hermana en Al-Jirad y, por irresponsable que fuese, no podía alejarse de su familia después de lo mucho que les había costado rescatarla de Mustafá.
Aunque conociendo a Marina...
Bahir juró entre dientes de camino a la puerta.
¿Qué demonios le pasaba esa noche? Lo último que necesitaba era pensar en ella.
No, no era cierto. Lo último que necesitaba era pensar en su piel dorada y en cómo seguía atrayéndolo como un imán, a pesar del paso del tiempo y del abismo plagado de odio que había entre ambos. No obstante, desde que la había visto salir de aquella tienda en el desierto, no había podido olvidarla. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Tres años? ¿O más? Y todavía lo excitaba con solo mirarlo con sus ojos de sirena, a pesar de que su mirada se hubiese vuelto fría en cuanto se había dado cuenta de quién era uno de sus rescatadores.
Aun así, se había movido con gracia, había montado a caballo con naturalidad. Seguía delgada a pesar del paso del tiempo y de haber tenido dos hijos.
Tal vez se mereciese el infierno, pero Bahir estaba seguro de que su piel seguía siendo tan suave como recordaba.
La maldijo.
No debía pensar en ella, ni en su cuerpo suave y delgado. No merecía la pena. Marina solo podía causarle problemas. Era la peor apuesta, con ella todo estaba perdido, incluso antes de empezar la partida.
El portero le dio las buenas noches e inclinó la cabeza al verlo pasar a pesar de que el cielo ya se estaba aclarando fuera. Bahir necesitaba el aire frío de la mañana para calmarse, lo mismo que la promesa de un nuevo día.
Pero lo único que sintió fue frustración. Giró los hombros mientras exhalaba. ¿Cuándo había sido la última vez que había estado tan tenso? ¿Cuándo se había sentido tan desolado?
Sabía muy bien la respuesta a esas preguntas, pero tampoco quería pensar en eso.
Entró en la limusina que lo estaba esperando, se aflojó la corbata y se dejó caer sobre los asientos. De repente, se sentía cansado del mundo, infeliz con su vida. Había pensado que el casino lo animaría. En vez de eso, la suerte lo había abandonado y había hecho que se hundiese todavía más.
Miró por la ventanilla con expresión ausente. Mónaco era precioso, de eso no cabía la menor duda. Era un lugar que atraía a ricos y famosos, pero, en esos momentos, tanto Mónaco como el sur de Francia le parecían lugares vacíos y rancios.
No se le había perdido nada allí.
Tenía que escapar, pero ¿adónde podía ir? ¿A Las Vegas? No, eso no tenía sentido. En los casinos estadounidenses era todavía más fácil que ganase la casa. Y seguían sin dejarle entrar al de Macao, después de su último golpe de suerte.
De repente, vio una imagen en su mente, un recuerdo reciente de dunas y sol.
¿El desierto?
Se puso recto y se preguntó si se había vuelto loco. Su reciente visita a Al-Jirad lo había reunido con sus tres viejos amigos, Zoltan, Kadar y Rashid. También había hecho dos breves incursiones en el desierto, demasiado breves, porque enseguida había tenido que acudir al rescate de la princesa Aisha primero y de su hermana, Marina, después, de las garras del malvado Mustafá.
El primer viaje había resultado muy emocionante, ya que había realizado una carrera por las dunas con sus tres amigos. El segundo, un poco menos, a pesar de que los caballos estaban en forma, la compañía había sido la misma y las salidas y las puestas de sol, igual de bellas. Haber visto a Marina después de tantos años le había estropeado el viaje.
Era una desgracia que Zoltan se hubiese casado con su hermana. Y que siguiese atrayéndole tanto a pesar del tiempo transcurrido.
Tal vez la cura pudiese ser otra visita al desierto. Tal vez el calor del sol consiguiese que se olvidase de ella y el frío aire de la noche se la sacase para siempre de la cabeza.
Tal vez fuese hora de volver a casa.
A casa.
¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en el desierto como en su casa?
¿Por qué volver en esos momentos? Podía hacer lo que quisiera. En esa ocasión, podría tomarse el tiempo de absorber realmente el color y la textura del desierto, de observar y empaparse de su poder y respirar el aire impoluto bajo el calor del sol del desierto.
Pero, sobre todo, en el desierto no vería destellos de color, ni pieles doradas que le recordasen otro momento y a otra mujer a la que quería olvidar.
Respiró hondo, contento por primera vez en varios días, y se dijo que buscaría un vuelo y haría las gestiones necesarias después de dormir. Seguro que con aquello terminaba su mala racha que, por el momento, no podía empeorar más.
El teléfono móvil le vibró en el bolsillo. Lo sacó y miró la pantalla con curiosidad. ¿Quién podía llamarlo tan temprano? No le sorprendió ver de quién se trataba. Se llevó el teléfono al oído.
–Zoltan, ¿qué pasa?
Escuchó a su amigo mientras el cielo gris se teñía de rosa y su mala suerte empeoraba todavía más.
No.
–Bahir –insistió su amigo–, escúchame.
–Sea lo que sea, no quiero oírlo. La respuesta sigue siendo no.
–Pero no puede volver a casa sola. No lo permitiré.
–Pensé que Mustafá estaba en la cárcel.
–Y lo está, pero ya lo infravaloré en una ocasión y no volveré a hacerlo. Mientras siga existiendo la posibilidad de que alguno de sus adeptos siga libre, no puedo arriesgarme con la seguridad de la hermana de Aisha.
Bahir se pasó una mano por el pelo.
–Pídeselo a Kadar.
–Kadar tiene negocios que atender en Estambul.
–Qué suerte –gruñó él–. Entonces, díselo a Rashid.
–Ya lo conoces. Ha desaparecido. Nadie sabe dónde está ni cuándo va a volver.
Tenía que estar soñando. Bahir se pellizcó la nariz hasta que sintió dolor, pero no se despertó. Aquella pesadilla era real.
–Mira, Zoltan, no tenemos por qué hacerlo uno de nosotros. ¿Por qué no mandas a uno de los guardias de palacio para que la cuide?
–Porque están ocupados.
Luego se hizo un breve silencio.
–Además, Aisha ha pedido que lo hagas tú –añadió su amigo.
Bahir dudó. Le gustaba la esposa de Zoltan. Al principio había tenido dudas acerca de ella, pero en esos momentos no se imaginaba a una mujer mejor para su amigo. En cualquier otra circunstancia, no habría dudado en hacer lo que le pidiese, pero Aisha no tenía ni idea de lo que le estaba pidiendo.
–Aisha se equivoca.
–Ya conoces a Marina.
–Y ese es el motivo por el que te estoy diciendo que no.
–Bahir...
–No. ¿No te parece suficiente que te acompañase a rescatarla? No me presiones, Zoltan. ¿Por qué no lo haces tú, si tan empeñado estás en que hay que acompañarla de vuelta a casa?
–Bahir –dijo su amigo, dubitativo–, ¿pasa algo?
–¡No pasa nada!
O, más bien, todo lo contrario.
–Escúchame, Zoltan, rompimos por un motivo. Marina me odia y lo cierto es que yo tampoco le tengo demasiado aprecio. Tal vez sea tu cuñada, pero no la conoces tan bien como yo. Es la persona más irresponsable que te puedas imaginar, la típica chica que solo piensa en estar de fiesta y que nunca ha hecho nada por nadie. Es una consentida y muy testaruda, y si no le das exactamente lo que quiere va y lo toma ella sola, sean cuales sean las consecuencias. Y, por si no fuese suficiente, es inmoral y le gusta que todo el mundo lo sepa. Así que, Zoltan, no voy a acompañarla a casa.
–Dios santo, Bahir, ¡no te estoy pidiendo que te cases con ella! Solo tienes que asegurarte de que llega a casa sana y salva.
–Y yo te estoy diciendo que te busques a otro.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Un silencio que no animó a Bahir a pensar que había hecho cambiar de opinión a su amigo.
–La verdad, Bahir –añadió su amigo–, si no te conociese tan bien...
Bahir empezó a enfadarse.
–¿Qué?
–Bueno, que cualquiera que no te conociese tan bien como yo, pensaría que... te preocupa pasar tiempo con Marina.
–¿Estás sugiriendo que tengo miedo?
–¿Lo tienes?
–No lo entiendes, Zoltan. Aunque accediese a acompañarla, tampoco creo que ella aceptase ir conmigo. ¿Acaso no la has oído decir que me odia? Si te hubieses molestado en hablar con ella antes, ya lo sabrías.
Hubo otra pausa al otro lado de la línea y Bahir se sintió esperanzado.
–Venga, habla con ella y pregúntaselo –insistió–. Te dará la misma respuesta que yo. No. Si tan convencido estás de que necesita que la acompañen a casa, busca a otro para que haga el trabajo de niñera.
–¿Y si ella dice que sí?
Bahir se echó a reír.
–Imposible. Eso es imposible.
–Si dice que sí, ¿lo harás?
–Eso no va a ocurrir.
–De acuerdo. Entonces, si dice que no, buscaré a otra persona. Y si dice que sí, ¿lo harás?
–Zoltan... Es imposible...
–¿Es una apuesta?
–Es imposible que te diga que sí.
Bahir estaba seguro de que Marina tendría tan pocas ganas de estar con él como él de estar con ella. Sobre todo, después de cómo se habían despedido.
–Estoy seguro –añadió.
–En ese caso, no tienes de qué preocuparte –le respondió Zoltan.
–¡De eso nada!
–¡Marina! –la llamó su hermana, al ver que se levantaba de la silla en la que estaba sentada en el jardín–. Escúchame.
–No merece la pena –respondió esta, alejándose–. No vas a decir nada que tenga sentido.
Aisha la siguió.
–Zoltan y yo no queremos que vuelvas a casa sola, ¿lo entiendes? Tienes que llevar escolta. Es lo mínimo que podemos hacer.
–Estaré bien sola. No voy tan lejos.
–También pensaste que llegarías bien hasta aquí, ¿recuerdas?
Marina sacudió la cabeza.
–Ya han encerrado a Mustafá. Y esta vez no iré por tierra. Ponme un jet privado. Así no podrá pasarme nada.
–Vas a ir en un jet privado, por supuesto, pero no vas a ir sola en esta ocasión.
–¡De acuerdo! Asígname un guardaespaldas si quieres, pero no voy a ir con ese hombre. Bastante malo fue tener que verlo esperándome fuera de la tienda de Mustafá. Si no hubiese sabido que todo el mundo estaba preocupado por mí, habría vuelto a entrar.
Y no tenía nada que ver con los estremecimientos que le habían recorrido el cuerpo al encontrarlo entre sus rescatadores; nada que ver con el calor que había visto en su mirada, antes de que se hubiese vuelto dura y fría como el hielo.
Aisha estudió a su hermana.
–Pues no te vi tan disgustada al llegar de vuelta al palacio –comentó–. Dijiste que Bahir no era más que un eco del pasado. Yo pensaba que lo que había ocurrido entre ambos no había sido tan serio.
No tan serio. Marina alargó los brazos y tocó las flores de un jazmín cercano haciendo que su aroma invadiese el aire. Luego negó con la cabeza al tiempo que se abrazaba por la cintura.
–Estabais todos tan preocupados por mí, y yo tan contenta por estar sana y salva, que no podía montar un escándalo. Además, pensé que se había terminado, que no tendría que volver a verlo jamás. Y seguro que él se sintió igual de aliviado.
Al ver cierta duda en los ojos de su hermana, añadió:
–¿No se fue a Montecarlo ese mismo día? Estoy segura de que lo hizo para no tener que volver a encontrarse conmigo mientras estuviese en el palacio.
–Vaya, Marina, no tenía ni idea –le dijo su hermana, agarrándola de un brazo y haciendo que echase a andar por el jardín–. ¿Qué ocurrió entre vosotros?
¿Que qué había ocurrido? Marina bajó la cabeza, el peso de los dolorosos recuerdos hizo que se pusiese triste.
–Todo y nada. Al final, nada.
Frunció el ceño. Aquello no era cierto. Todavía tenía a Chakir.
–Fui una tonta. Era ingenua. Volé cerca del sol y después caí en picado.
–De acuerdo. Entonces, tuvisteis una aventura que terminó mal, ¿verdad?
En esa ocasión fue Marina quien le apretó el brazo a su hermana.
–Lo siento, Aisha. Mis palabras no tienen sentido, lo sé. Pero tienes razón. Conocí a Bahir una noche en una fiesta. Nuestras miradas se encontraron en un casino, supongo que sucedió lo típico.
Miró a su hermana con intensidad, para intentar hacerla entender.
–Pero la atracción fue tan fuerte, tan inmediata, que supe desde el primer momento que íbamos a pasar la noche juntos. Y una noche se convirtió en una semana, y esa semana en un mes y pico. Fue una aventura imprudente y apasionada, que parecía que no iba a terminar nunca. Y yo hasta pensé que lo quería. Por un momento, o tal vez dos, pensé que era él.
Suspiró y miró a lo lejos de manera inexpresiva.
–Pero no podía estar más equivocada.
–Oh, Marina, cómo lo siento. No tenía ni idea.
–Es normal, yo nunca estaba en casa, no podía contártelo. Y por aquel entonces tenía la sensación de que no teníamos nada en común. Tú parecías contenta sin salir de casa y yo me pasaba el día rebelándome. Nuestros hermanos ya habían dado un heredero al trono y a nuestro padre lo demás le daba igual. Yo pensé que podía hacer lo que quisiera, y solo quería divertirme.
–Una princesa sobrante –murmuró Aisha para sí, recordando otro momento, otra conversación.
–¿Qué has dicho?
Ella sonrió y sacudió la cabeza mientras echaban de nuevo a andar.
–Nada. Es curioso lo diferentes que somos, pero yo en ocasiones envidiaba tu libertad y el hecho de que pudieses elegir a tus amantes. En algunos momentos, deseé poder ser más como tú, testaruda y rebelde, en vez de tan obediente, aunque supongo que ambas cosas tienen ventajas e inconvenientes.
–Estoy de acuerdo –comentó Marina suspirando y mirando al cielo–. Y ahora tú estás casada con uno de sus mejores amigos. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? Qué raro es que alguien que te ha pedido que salgas de su vida aparezca de repente en tu puerta. Aisha, no puedo ir con él. ¡No me obligues a ir con él!
Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas por el dolor del pasado. Lágrimas que corrieron por sus mejillas por la complejidad del presente y el miedo al futuro.
–¡Qué desastre!
–Debió de hacerte mucho daño.
–Me odia.
–¿Estás segura? Estuvo allí para rescatarte.
–Dudo que lo hiciese por voluntad propia.
Aisha asintió.
–Es cierto que Zoltan y él están muy unidos. Zoltan me ha dicho que Bahir es como el hermano que nunca tuvo, pero ¿odiarte? A veces se dicen cosas en el calor del momento, tonterías, pero que no se piensan en realidad.
Marina negó con la cabeza y apretó los labios con fuerza, hasta que encontró las palabras necesarias para liberarse del peso de su secreto. Un secreto demasiado importante.
–Me odia. Y si ya se le ha olvidado, me odiará cuando se entere de la verdad.
Aisha dejó de caminar para girarse a mirarla. Había miedo en sus ojos.
–¿Qué verdad?
Marina la miró fijamente, nunca se había sentido tan débil en toda su vida.
–La verdad acerca de su hijo.
Su hermana se quedó boquiabierta.
–Oh, no, Marina, no es posible. ¿Chakir es hijo de Bahir?
Ella asintió.
–Pero si dijiste que no sabías quién era el padre.
Marina se llevó una mano a la boca.
–Lo sé. Era más sencillo así. Y todo el mundo me creyó.
–¡Lo siento mucho!
–No te preocupes. Tenía fama de que me gustaban mucho las fiestas y me vino bien. Así fue más fácil ocultar la verdad, fingir que no importaba.
–Y se la ocultaste incluso a Bahir.
–No sabe nada.
Aisha se quedó con la mirada perdida, y cuando miró a su hermana Marina a los ojos, tuvo miedo de lo que vio en ellos.
–Creo que necesitas subirte a ese avión. Con Bahir.
Marina retrocedió.
–No iré con él. No puedo enfrentarme a él.
–Tienes que contárselo.