El Ultromo y otros relatos - Guy de Maupassant - E-Book

El Ultromo y otros relatos E-Book

Guy de Maupassant

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Unos de los relatos más famosos de Guy de Maupassant traducidos en castellano

Esta edición incluye los relatos siguientes:

• El Ultromo
• La mano disecada
• Carta de un loco
• ¿Quién sabe?
• La adormecedora
• El diablo
• Las sepulcrales
• Idilio
• La belleza estéril
• Vendetta
• La Joya

SOBRE EL AUTOR

Henry-René-Albert-Guy de Maupassant nació en Tourville-sur-Arques (Francia) en 1850 y murió a los 43 años de edad en París. Tuvo una vida intensa y desarrolló una prolífica obra donde combina un realismo sencillo, que rechaza el naturalismo imperante y defiende la intervención del artista en la selección cuidadosa de las pinceladas necesarias para contar lo que quiere contar, con un registro más cercano a lo simbólico y lo fantástico, pero alejado también de la exageración y el preciosismo de los escritores románticos o simbolistas. Quizás es esa sobriedad lo que hace su prosa menos rutilante y nos obliga, como esos rostros sencillos que al principio nos pasan inadvertidos, a prestarle un poco más de atención para descubrir todo lo que encierra.

EXTRACTO DE LA MANO DISECADA

Una noche, hace unos ocho meses, uno de mis amigos, Louis R... nos reunió a algunos compañeros de la Universidad. Bebimos ponche, fumamos, charlamos sobre literatura y pintura y contábamos anécdotas a cada rato, como es habitual en los encuentros de los jóvenes. De repente se abrió la puerta de par en par y uno de mis amigos de la infancia entró como un huracán.
—Adivinad de dónde vengo, exclamó nada más entrar.
—Apuesto por Mabille, respondió uno.
—No, estás demasiado alegre, vienes de conseguir dinero prestado, enterrar a tu tío o de pavonearte en casa de mi tía, respondió otro.
—Llegas un poco borracho, respondió un tercero. Y, como has sabido que había ponche en casa de Louis, te has presentado para seguir bebiendo.
No habéis dado en el clavo ninguno, vengo de P..., en Normandía donde he pasado ocho días; traigo un criminal para mis amigos y os ruego que me permitáis presentároslo.

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Prólogo

Henry-René-Albert-Guy de Maupassant nació en Tourville-sur-Arques (Francia) en 1850 y murió a los 43 años de edad en París. Tuvo una vida intensa y desarrolló una prolífica obra donde combina un realismo sencillo, que rechaza el naturalismo imperante y defiende la intervención del artista en la selección cuidadosa de las pinceladas necesarias para contar lo que quiere contar, con un registro más cercano a lo simbólico y lo fantástico, pero alejado también de la exageración y el preciosismo de los escritores románticos o simbolistas. Quizás es esa sobriedad lo que hace su prosa menos rutilante y nos obliga, como esos rostros sencillos que al principio nos pasan inadvertidos, a prestarle un poco más de atención para descubrir todo lo que encierra.

El libro que presentamos, una compilación de once relatos de Maupassant, es un libro muy especial y lo es porque es un libro hecho por lectores para lectores. La propuesta de David Villanueva, editor de Demipage, y director del taller organizado por la escuela de escritura Hotel Kafka y el Instituto Francés de Madrid, era que cada uno eligiera un cuento a su albedrío para traducirlo ypreparar luego un libro. Por eso es un libro hecho por lectores, porque los cuentos están elegidos sin otro criterio que el del placer de la lectura. Cada uno de nosotros eligió el cuento que másle había gustado de los que pudo leer. Y quizás ese sea uno de los aciertos, el hecho de que, más allá de criterios formales o de representatividad de la obra de Maupassant, nos hemos guiado simplemente por nuestros gustos. Fue una sorpresa para todos comprobar despuésque los cuentos elegidos por nuestros compañeros eran en todos los casos grandes cuentos, cada uno con un interés particular. A la vez, eran cuentos muy distintos, desde los más tétricos hasta los más sociales, desde los costumbristas hasta los filosóficos, desde los realistas hasta los de misterio. Y así, sin haberlo buscado, nos hemos encontrado con un libro que es a la vez una selección de algunos de los mejores cuentos desde un punto de vista literario y una compilación representativa de la obra de este excepcional autor.

Pero la sorpresa fue mayor aún al descubrir que, más allá de los valores literarios innegables de su obra, las historias que nos cuenta Maupassant, los temas que le preocupan, conservan toda su vigencia hoy, en pleno siglo XXI. Basta asomarse a la calle en una noche de Halloween para imaginar a ese grupo de jóvenes que recibe entre risas al amigo que llega con una mano disecada; basta oír hablar de la deuda que lastra las ambiciones y esperanzas de los desahuciados para ponerse en la piel de la protagonista de «La joya»; o escuchar los debates actuales sobre la atención de los mayores, la muerte asistida y la eutanasia para descubrir que se hayan ya presentes en «La adormecedora» o «El diablo»; podemos adentrarnos en la desigualdad en «Idilio» o «Vendetta;» y basta contemplar los engranajes legislativos que una vez más tratan de ilegalizar el aborto para maravillarse ante la lúcida disertación sobre las mujeres que encontramos en medio de «La belleza estéril». Y es que Maupassant, no por vivir en el siglo XIXes un autor aburrido y anticuado, más bien al contrario, en su obra respira su personalidad vividora y rebelde. Ese es el Maupassant al que reivindicamos, el Maupassant másdesprejuiciado, irónico e irreverente, el Maupassant burlón que no tiene miedo de poner en evidencia la cortedad de miras y la flagrante hipocresía de sus coetáneos.

Por último, no podemos dejar de mencionar en un libro de Maupassant otra de sus grandes obsesiones: la locura. El autor perdióla razón y terminó sus días en un sanatorio psiquiátrico. No sabemos si porque presentía ya los síntomas o porque el tema le interesaba de por sí, la obra de Maupassant contiene cuentos excepcionales sobre la locura, como «El diario de un loco», «¿Quién sabe?» o «El Ultromo», aquí recogidos, y que nos sumergen en un mundo más sombrío.

Peroal principio decíamos que es un libro hecho por lectores, y lo es sobre todo porque es un libro hecho por traductores y cada traducción es de por sí una lectura. Cada cuento ha sido traducido por una persona distinta(salvo en algunos casos en que un mismo traductor ha traducido dos cuentos) y, aunque hemos intentado aunar criterios, es más que posible que se puedan apreciar ahí no solo los gustos personales de cada uno, sino también ciertas diferencias de estilo, ciertas preferencias léxicas, en definitiva, ciertas formas de apreciar y valorar la escritura de Maupassant, su trabajo de orfebre en la composición de los relatos. Hay en las traducciones algunas creaciones personales, como la «adormecedora», las «sepulcrales» o ese «Ultromo», al que se ha conocido hasta ahora como Horla, olvidando los ecos de la procedencia extraterrenal del ser que aparece en el relato y que es patente en el nombre francés («hors là»).

Con todo eso, los traductoreshemos llegado a sentirnos amigos cercanos del autor y nos sentimos ahora orgullosos de ser sus valedores, como esos padres que hablan con admiración de los éxitos de sus hijos, o los profesores que presentan en público a sus alumnos más aventajados. Nosotros, sus traductores, más de cien años después, estamos aquí para presentarles la obra de nuestro genial protegido. Pasen y lean.

La mano disecada

Una noche, hace unos ocho meses, uno de mis amigos, Louis R... nos reunió a algunos compañeros de la Universidad. Bebimos ponche, fumamos, charlamos sobre literatura y pintura y contábamos anécdotas a cada rato, como es habitual en los encuentros de los jóvenes. De repente se abrió la puerta de par en par y uno de mis amigos de la infancia entró como un huracán.

—Adivinad de dónde vengo, exclamó nada más entrar.

—Apuesto por Mabille, respondió uno.

—No, estás demasiado alegre, vienes de conseguir dinero prestado, enterrar a tu tío o de pavonearte en casa de mi tía, respondió otro.

—Llegas un poco borracho, respondió un tercero. Y, como has sabido que había ponche en casa de Louis, te has presentado para seguir bebiendo.

No habéis dado en el clavo ninguno, vengo de P..., en Normandía donde he pasado ocho días; traigo un criminal para mis amigos y os ruego que me permitáis presentároslo.

Tras estas palabras se sacó del bolsillo una mano disecada. Era espantosa, negra, seca y de apariencia crispada, con unos músculos de una fuerza extraordinaria, resguardados del exterior por una cobertura de cuero apergaminado. Las uñas amarillas y estrechas, miraban desde la punta de los dedos. Se veía a la legua que se trataba de la mano de un criminal.

—Fijaos, dice mi amigo. El otro día se vendían los trastos de un viejo brujo muy conocido en la comarca. Iba al aquelarre todos los sábados montado en un palo de escoba, practicaba la magia negra y blanca, obtenía de leche azul de las vacas y les hacía llevar la cola como si fueran de la cofradía de San Antonio. Este viejo pillo tenía un gran afecto por esta mano que, según decía, era de un célebre criminal ajusticiado en 1736 por haber tirado a su legítima esposa de cabeza a un pozo. Por si fuera poco, después colgó del campanario de la iglesia al cura que lo había casado. Tras este doble crimen, se fue a recorrer mundo y en su carrera, corta pero productiva, atracó a doce viajeros, quemó a una veintena de monjes en su convento y transformó un monasterio de religiosas en un harén.

—Pero, ¿qué vas a hacer con este horror?, exclamamos.

—Amigo mío, dijo Henri Smith, un inglés alto y flemático. Creo que esta mano es un simple trozo de carne rancia conservada mediante un nuevo procedimiento; te aconsejo que hagas un potaje.

—No se burlen, señores, repitió con total sangre fría un estudiante de medicina muy achispado. Y tú, Pierre, tengo un consejo que darte: haz enterrar cristianamente este despojo humano, ¿no temes que su propietario venga a pedírtelo? Además esta mano puede tener malos hábitos, ya conoces el proverbio: «quien ha matado volverá a hacerlo».

—«Y el que ha bebido, volverá a hacerlo» repitió el anfitrión.

Y a continuación le echó al estudiante un gran vaso de ponche que el otro bebió de un trago y cayó, borracho, como muerto, bajo la mesa. Esta salida fue acogida con risas formidables y Pierre levantando su vaso y saludando con la mano dijo:

—Bebo por la próxima visita de tu maestro.

Después hablamos de varias cosas y cada mochuelo volvió a su olivo.

Al día siguiente, como pasaba ante su puerta, entré en su casa. Eran casi las dos, lo encontré tirado y fumando.

—Bueno, ¿qué tal?

—Muy bien, me respondió,

—¿Y tu mano?

—Mi mano la has tenido que ver en el timbre donde la he colocado ayer por la tarde cuando volví a casa. Por cierto que algún imbécil cualquiera, sin duda para hacerme una broma pesada, ha venido a llamar a mi puerta a medianoche. He preguntado quién era pero, como nadie respondía, he vuelto a acostarme y me dormí.

En ese momento sonó el timbre. Era el propietario, un personaje grosero y toscamente impertinente. Entró sin saludar.

— Señor, dijo a mi amigo. Le exijo que retire inmediatamente la carroña que ha colgado del timbre de la puerta o me veré obligado a rescindir su contrato de alquiler.

—Señor, replicó Pierre con mucha gravedad. Usted insulta a una mano que no se lo merece; sepa que ha pertenecido a un hombre fuerte y de buena posición.

El propietario giró sobre sus talones y se fue por donde había venido. Pierre lo siguió, descolgó su mano y la ató al cordón de la campanilla de su habitación.

—Aquí está mejor, dijo él. Esta mano como el «Hermano, es necesario morir» de los Trappistes, me inspirará pensamientos serios todas las noches cuando me vaya a dormir.

Al cabo de una hora me fui y regresé a mi casa. Dormí mal la noche siguiente, estaba agitado, nervioso, muchas veces me despertaba sobresaltado, por un momento incluso me imaginé que un hombre se había entrado en mi casa y me levantaba para mirar en los armarios y bajo la cama. Por fin, hacia las seis de la mañana, cuando estaba adormilándome de nuevo, oí violentos golpes en la puerta, salté de la cama. Era el criado de mi amigo. Se encontraba medio vestido, pálido y tembloroso.

—¡Ay, señor!, exclamó entre sollozos. Mi pobre patrón ha sido asesinado.

Me vestí deprisa y corrí a casa de Pierre. La morada estaba llena de gente que debatía, y discutía sin cesar. Peroraban, volvían a contar y comentaban el acontecimiento de todas las formas posibles. Llegué a duras penas hasta la habitación. En la puerta había vigilancia. Me presenté y me dejaron entrar. Cuatro agentes de policía estaban ya en el lugar de los hechos con su identificación en la mano: examinaban, hablaban de cuando en cuando en voz baja y tomaban notas. Dos médicos conversaban cerca de la cama sobre la que estaba tendido e inconsciente Pierre. No estaba muerto pero tenía un aspecto horrible. Los ojos desmesuradamente abiertos, las pupilas dilatadas parecían mirar fijamente con un miedo indecible una cosa monstruosa y desconocida. Sus dedos estaban crispados y su cuerpo, a partir del mentón, estaba cubierto con una sábana que levanté. Tenía en el cuello marcas de cinco dedos que hubieran sido profundamente clavados en la carne, algunas gotas de sangre manchaban su camisa. En ese momento tropiezo con algo, miro por casualidad y veo la campanilla de su alcoba; la mano ya no estaba ahí. Los médicos se la habían llevado para no dar opción a que las personas que entraran a la habitación del herido se impresionaran, puesto que dicha mano era realmente un espanto. No pedí información alguna sobre qué había sido de ella.

Recorto la noticia que trae el periódico del día siguiente con todas las noticias del crimen que la policía ha podido recabar. He aquí lo que se podía leer:

«Un horrible atentado se cometió ayer en la persona de un joven, el señor Pierre B…, estudiante de Derecho, que pertenecía a una de las mejores familias de Normandía. Este hombre volvió a su casa sobre las diez de la noche, llamó a su criado, el señor Bouvin, diciéndole que estaba cansado y que se iba a la cama. Hacia la medianoche éste último fue despertado súbitamente por la campanilla que su patrón agitaba con furor. Tuvo miedo, así que encendió una luz y esperó. El sonido se apagó durante un minuto para después volver a sonar con tal fuerza que el criado, ya presa del terror, salió precipitadamente de su habitación y fue a despertar al conserje, quien a su vez fue a llamar a la policía y, al cabo de un cuarto de hora, aproximadamente, dos agentes derribaron la puerta. Un espectáculo horrible se ofreció ante sus ojos: los muebles estaban destrozados. Todo indicaba que se había producido una lucha terrible entre la víctima y el malhechor. En medio de la habitación, boca arriba, con los miembros rígidos, la cara lívida y los ojos dilatados de una forma espeluznante, el joven Pierre B…yacía sin hacer un solo movimiento y tenía en el cuello unas marcas profundas producidas por cinco dedos. El informe del doctor Bourdeau, quien fue avisado inmediatamente, revela que el agresor debía poseer una fuerza prodigiosa, con unas manos extraordinariamente musculosa y nervuda, puesto que los dedos han dejado en el cuello algo parecido a cinco agujeros de bala, los cuales casi se juntaban a través de la carne. Nada hace sospechar el móvil del crimen, ni quién puede ser su autor, informan fuentes judiciales».

Se leía al día siguiente en el mismo periódico: «El señor Pierre B…, la víctima del espantoso atentado al que nos referíamos ayer, ha recuperado el conocimiento después de dos horas de cuidados intensivos suministrados por el doctor Bourdeau. Su vida no corre peligro pero se teme considerablemente por su razón. No hay rastro del culpable».

Mi amigo, en efecto, se había vuelto loco, el pobre. Durante siete meses iba a verlo todos los días al hospicio donde lo habíamos ingresado pero no recobró la luz de la razón. En su delirio se le escapaban palabras extrañas y, como todos los locos, tenía una idea fija. Se creía continuamente perseguido por un espectro. Un día, vinieron a buscarme a toda prisa y me dijeron que estaba muy mal. Lo encontré en la agonía. Durante dos horas, permaneció en una gran calma pero después, de repente, trató de vestirse estando en la cama, a pesar de nuestros esfuerzos, y gritaba mientras agitaba los brazos, preso de un horripilante terror:

—¡Cógela, cógela, que me estrangula! ¡Socorro, socorro! Dio dos vueltas a la habitación gritando y después cayó muerto, boca abajo.

Como era huérfano, me encargué de conducir su cuerpo hasta el pequeño pueblo de P…, en Normandía, donde sus padres estaban enterrados. Él era natural de este mismo pueblo, del que acababa de salir la noche en la que bebimos ponche en casa de Louis R… cuando nos presentó a su mano disecada. Su cuerpo fue encerrado en un ataúd de plomo y, cuatro días después, me paseaba con tristeza, junto al viejo cura que le había dado sus primeras lecciones, por el pequeño cementerio donde estaban cavando su tumba.

Hacía un tiempo magnífico, el cielo estaba completamente azul y la luz resplandecía. Los pájaros cantaban en las zarzas de los taludes donde, a veces, cuando éramos niños, veníamos los dos a comer moras. Me parecía aún verlo escabullirse a lo largo del seto para meterse después a través un pequeño agujero que yo conocía bien, ahí abajo, al final de la zona donde se entierra a los pobres. Después volvíamos a casa, con las mejillas y los labios negros del jugo de la fruta que habíamos comido. Me quedé mirando a las zarzas, cubiertas de moras. Con un gesto automático, cogí una y me la llevé a la boca. El cura había abierto su breviario y mascullaba en voz baja sus oremus y se oía desde el final de la alameda el sonido de la laya de los enterradores que cavaban la tumba. De repente nos llamaron, el cura cerró si libro y nos fuimos a ver lo que querían. Habían encontrado un ataúd. Con un golpe del pico hicieron saltar la tapa y vimos un esqueleto desmesuradamente largo, boca arriba que, con los ojos huecos, parecía mirarnos desafiante. Experimenté un malestar, no sabía por qué, pero tenía miedo.

—Vaya, gritó uno de los hombres. Mirad esto, el granuja tiene una mano cortada. Aquí está. Y tomó una mano grande que se encontraba al lado del cuerpo y nos la puso delante.

—¿Has visto?, se rió el otro. Hasta podría decirse que te mira y va a saltar a tu cuello para que se la devuelvas.

—Vamos, amigos míos, dijo el cura. Dejad a los muertos en paz y volved a cerrar ese ataúd, cavaremos otro para la tumba de este pobre señor, para Pierre.

Al día siguiente cuando todo hubo terminado, emprendí el camino de vuelta a París no sin antes haber dejado cincuenta francos al viejo cura para que dijera unas misas por el descanso del alma de aquel cuya sepultura habíamos profanado.

Carta de un loco

Mi querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted conmigo lo que considere.

Le voy a contar con toda franqueza mi extraño estado ánimo y podrá usted valorar si no sería mejor que se ocuparan de mí durante algún tiempo en un sanatorio antes de dejarme expuesto a las alucinaciones y sufrimientos que me acosan.

Esta es la larga y fiel historia del peculiar dolor de mi alma.

Yo vivía, como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin extrañarme y sin comprender. Vivía como viven los animales, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, observando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando, un día, me percaté de que todo era falso.

Fue una frase de Montesquieu la que iluminó de golpe mi pensamiento. Sería la siguiente: «Un órgano de más o uno de menos en nuestra maquinaria nos habría dotado de otra inteligencia».

«…… es decir, todas las leyes basadas en que nuestra maquinaria es de una manera, serían diferentes si nuestra maquinaria lo fuera de otra».

Reflexioné sobre esto durante meses, meses y meses y, poco a poco, una extraña luz me invadió, y esta luz trajo la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre nosotros y el mundo exterior. Es decir, que el ser interior, que es el YO, está en contacto, a través de algunos tejidos nerviosos, con el ser exterior que es el mundo.

Ahora bien, aparte de que este ser exterior se nos escapa debido a las proporciones, duración, propiedades innumerables e impenetrables, orígenes, futuro o final, formas lejanas y manifestaciones infinitas, nuestros órganos no nos proporcionan por el momento, sobre la parcela que de él podamos conocer, nada más que informaciones tan equívocas como insuficientes.

Equívocas, porque tan solo las propiedades de nuestros órganos nos determinan las propiedades aparentes de la materia.

Insuficientes, porque al no tener más que cinco sentidos, tanto el campo de sus apreciaciones como la naturaleza de sus revelaciones están muy limitados.

Me explico: El ojo nos indica las dimensiones, las formas y los colores. En los tres puntos nos engaña.

No puede mostrarnos más que objetos y seres de dimensión media, en proporción al tamaño humano, razón que nos lleva a utilizar la palabra grande para ciertas cosas y la palabra pequeño para otras tantas, tan solo porque su debilidad no le permite conocer lo que le es inmenso o minúsculo. Con lo cual resulta que no sabe y no ve casi nada, el universo le está vedado casi por entero: tanto la estrella que existe en el espacio como el animáculo que vive en una gota de agua.

Aunque tuviera cien millones de veces su capacidad normal, y pudiera distinguir en el aire que respiramos los miles de diferentes seres invisibles y los habitantes de los planetas cercanos, seguiría habiendo un número infinito de especies de animales aún menores y de mundos tan remotos que se le escaparían.

Así pues, nuestra idea de las proporciones es falsa al no existir límites ni para la magnitud ni para la nimiedad.

Nuestra apreciación de las dimensiones y formas no tiene valor absoluto alguno, está determinada únicamente por la capacidad de un órgano y por una constante comparación con nosotros mismos.

A esto se suma, que el ojo, además, es incapaz de ver lo transparente. Un cristal perfecto lo confunde al no poderlo distinguir del aire, que tampoco ve.

Pasemos ahora al color.

El color existe porque nuestro ojo está hecho de tal forma que trasmite al cerebro, como colores, las distintas maneras en que los cuerpos, según su composición química, absorben y descomponen los rayos de luz que les alcanzan.

Los porcentajes de esta absorción y de esta descomposición constituyen los matices.

Por lo tanto este órgano impone al espíritu su forma de ver, o mejor aún, su manera arbitraria de constatar las dimensiones y de estimar las relaciones entre luz y materia.

Examinemos ahora el oído.

Aún más que la vista, este órgano nos convierte en juguetes, víctimas de su ilusionismo.

El choque de dos cuerpos produce cierta repercusión en la atmósfera. Este movimiento hace temblar en nuestra oreja una pequeña membrana que transforma de inmediato en ruido lo que en realidad es una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la milagrosa capacidad de trasmitirnos como sonidos cada oscilación de las ondas invisibles del espacio, y según sea la cantidad, o sea el número de vibraciones, los sonidos serán diferentes.

Esta metamorfosis, realizada por el nervio auditivo en el corto trayecto que va del oído al cerebro, nos permitió crear un arte misterioso, la música, la más poética y precisa de las artes, exacta como el álgebra y ligera como un sueño.

¿Qué decir sobre el gusto y el olfato? ¿Conoceríamos los aromas y la calidad de los alimentos sin las raras propiedades de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo la humanidad podría existir sin oído, gusto y olfato, es decir, sin noción alguna del ruido, del sabor y del olor.

Así pues, si tuviéramos algunos órganos de menos, ignoraríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos alguno de más, descubriríamos a nuestro alrededor infinidad de cosas distintas cuya existencia jamás podríamos sospechar al no tener medios para constatarla.

Así pues nos equivocamos al juzgar lo Conocido y nos rodea el ignoto Desconocido.

Así pues todo es inexacto y puede ser considerado de muchas formas.

Así pues, todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certeza utilizando el antiguo dicho: «Verdadero a este lado de Los Pirineos, falso más allá de ellos».

Es decir: verdadero para nuestro órgano, falso a su lado.

Dos y dos pueden no ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la Tierra, error más allá de ella, razón que me lleva a concluir que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la anulación de la voluntad, la sugestión, todos los fenómenos magnéticos, solo siguen ocultos para nosotros porque que la naturaleza no nos ha provisto del órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.