El vagabundo de las estrellas - Jack London - E-Book

El vagabundo de las estrellas E-Book

Jack London

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"El vagabundo de las estrellas" es la última obra publicada por Jack London, escrita en 1915. Se trata de una feroz crítica a la sociedad de su tiempo y a ciertas prácticas como la pena de muerte que, en algunos países, todavía están en práctica."Lo cierto es que la pena de muerte me merece muy poco respeto. No solo es un juego sucio, que degrada a los perros verdugos que se encargan personalmente de ejecutarla a cambio de un salario, sino que degrada también a la comunidad que la permite, la aprueba con su voto y paga los impuestos necesarios para mantenerla."Darrell Standing, el protagonista de esta intensa historia, ha sido condenado por asesinato y espera a ser ejecutado en la cárcel de San Quintín. Durante el tiempo que pasa en el corredor de la muerte, le es aplicado otro castigo: esperar hasta el momento de su muerte en una camisa de fuerza. Durante el tiempo que dura este última tortura en el mundo de los vivos, Standing no se rinde al castigo físico y se evade en el mundo mental, consiguiendo transcender a otro plano de existencia, donde explorará sus recuerdos y vidas pasadas. "El vagabundo de las estrellas" es un relato estremecedor a la vez que fascinante, donde London explora las diferentes consecuencias éticas y morales de la pena de muerte, a la vez que nos recuerda la importancia de la mente y la reflexión en la vida. -

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Jack London

El vagabundo de las estrellas

 

Saga

El vagabundo de las estrellas

 

Original title: The Star-Rover

 

Original language: English

 

Copyright © 1915, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672435

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1.

Toda mi vida he sido consciente de la existencia de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créame, lector, igual le ha sucedido a usted. Mire de nuevo en su niñez, y recordará esta conciencia de la que hablo como una experiencia de su infancia. Por aquel entonces usted no estaba acabado todavía, no estaba consumado. Era plástico, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación y olvido.

Ha olvidado mucho, querido lector, y aun así, al leer estas líneas, recuerda vagamente las visiones confusas de otros tiempos y de otros lugares que sus ojos de niño contemplaron. Hoy le parecen sueños. Sin embargo, aunque fuesen sueños, por tanto ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Los sueños no son más que una grotesca mezcla de las cosas que ya conocemos. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando era niño soñó que caía de alturas prominentes; soñó que volaba por el aire como vuelan los seres alados; le turbaron arañas repulsivas y criaturas babosas de innumerables patas; oyó otras voces, vio otras caras inquietantemente familiares, y contempló amaneceres y puestas de sol distintos a los que hoy, al mirar atrás, sabe que ha contemplado.

Bien. Estas visiones infantiles son visiones de ensueño, de otra vida, cosas que nunca había visto en la vida que ahora está viviendo. ¿De dónde surgen, pues? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizá, cuando haya leído todo lo que voy a escribir, encontrará respuesta a las incógnitas que le he planteado y que usted mismo, antes de llegar a leerme, se había planteado también.

Wordsworth lo sabía. No era un profeta ni un vidente, sino un hombre normal y corriente como usted o como cualquier otro. Lo que él sabía, lo sabe usted y lo sabe cualquiera. Pero él lo expuso más acertadamente en aquel poema que comienza así: «Ni en la completa desnudez, ni en el olvido total...».

Sí, es cierto que los recuerdos de la casa-prisión se ciernen sobre nosotros, los recién nacidos, y que todo lo olvidamos demasiado rápido. Y aun así, de recién nacidos, sí que recordábamos aquellos otros tiempos y lugares. Nosotros, niños indefensos, sujetos en brazos o arrastrándonos a cuatro patas por el suelo, soñábamos que volábamos, muy alto, por el aire. Sí, y soportábamos el tormento de aterradoras pesadillas de seres oscuros y monstruosos. Nosotros, niños recién nacidos sin ninguna experiencia, nacimos con el miedo, con el recuerdo del miedo; y el recuerdo es la experiencia.

En cuanto a mí, ya en los principios de mi vocabulario, a una edad tan tierna que todavía expresaba mediante ruidos que quería dormir o comer, sabía que había sido un vagabundo de las estrellas. Sí, yo, cuyos labios nunca habían pronunciado la palabra «rey», recordaba que una vez había sido el hijo de un rey. Más aún, recordaba que una vez había sido esclavo, e hijo de un esclavo, y que había llevado alrededor del cuello un collar de hierro.

Y todavía más. Cuando tenía tres años, y cuatro, y cinco años, no era yo mismo todavía. Era solamente una transformación en curso, un flujo del espíritu todavía caliente en el molde de mi carne. Durante ese tiempo, todo lo que había sido en mis diez mil vidas anteriores se entremezcló con el flujo de mi espíritu, en un esfuerzo por incorporarse a mí.

Estúpido, ¿verdad? Pero recuerde, lector, con quien espero viajar lejos a través del tiempo y del espacio, recuerde que he pensado mucho sobre todo esto; que a lo largo de insoportables noches, a través de una angustiosa oscuridad que duró años y años, he estado a solas con mis muchas identidades y he podido contemplarlas y examinarlas. He atravesado toda clase de infiernos para traerle las noticias que usted compartirá conmigo en esta hora, mientras lee mis páginas.

Y volviendo a lo anterior, decía que a los tres, cuatro o cinco años, no era yo mismo todavía. Estaba solamente brotando, mientras tomaba forma en el molde de mi cuerpo, y todo el poderoso e indestructible pasado se las arregló para determinar cuál sería el destino de aquella evolución. No fue mi voz la que gritó en la noche por temor a cosas de sobra conocidas, pero que yo, en verdad, no conocía ni podía conocer. Igual ocurría con mis rabietas de niño, con mis llantos y con mis risas. Otras voces gritaban a través de mi voz, las voces de hombres y mujeres de otras épocas, de mis antepasados ocultos entre sombras. Y el gruñido de mi rabia se fundía con los gruñidos de bestias más antiguas que las montañas; y los dementes ecos de mi histeria infantil, con todo el rojo de su ira, se mezclaban con los gritos estúpidos e insensatos de bestias prehistóricas anteriores a Adán.

Y aquí se descubre el secreto. ¡La ira roja! Me ha aniquilado en ésta, mi vida presente. Por culpa de ella, dentro de unas semanas seré llevado desde esta celda hasta un lugar más alto, de suelo inestable, coronado por una larga soga; y allí me colgarán del cuello hasta que muera. La ira roja ha podido conmigo en todas mis vidas, porque ella ha sido mi desgraciada e infortunada herencia desde los tiempos del gran pantano, antes de que el mundo despertase.

Ya es hora de que me presente. Ni estoy loco ni soy un lunático. Quiero que usted lo sepa, para que así crea los hechos que pretendo narrarle. Soy Darrell Standing. Algunos de ustedes, al leer este nombre, me habrán reconocido de inmediato. Pero para la mayoría, permítanme que exponga mi caso.

Hace ocho años yo era catedrático de agronomía en la Facultad de Agricultura de la Universidad de California. Hace ocho años, el aletargado pueblo de Berkeley se conmocionó con el asesinato del catedrático Haskell en uno de los laboratorios del departamento de mineralogía. Darrell Standing fue el asesino.

Yo soy Darrell Standing. Me encontraron con su sangre todavía en las manos. No voy a discutir sobre lo justo o lo injusto de este asunto con el profesor Haskell. Fue una cuestión privada. El caso es que, en un ataque de furia, cegado por la misma ira roja que me ha maldecido durante todos estos años, maté a mi compañero. Las pruebas del tribunal demuestran que lo hice; y, por una vez, estoy conforme con el tribunal.

No, no me van a ahorcar por este asesinato. Me condenaron a cadena perpetua. Por entonces yo tenía treinta y seis años. Ahora tengo cuarenta y cuatro. He pasado estos ocho años en San Quintín, la cárcel estatal de California. Cinco de esos años los pasé en la oscuridad, «aislamiento total», así lo llaman. Los hombres que son capaces de soportarlo lo llaman la muerte en vida. Pero durante esos cinco años conseguí ser más libre de lo que muchos hombres han llegado a ser nunca. A pesar de hallarme incomunicado, no sólo fui capaz de viajar más allá de los muros, sino también de viajar por el tiempo. Aquéllos que me encerraron durante esos insignificantes años me regalaron, sin ni tan siquiera ser conscientes de ello, el esplendor de los siglos. La verdad es que, gracias a Ed Morrell, fui un vagabundo de las estrellas durante cinco años. Pero Ed Morrell es otra historia. Le hablaré de él un poco más adelante. Tengo tanto que decir que apenas sé cómo empezar.

Bien, comencemos. Nací en una región de Minnesota. Mi madre era la hija de un inmigrante sueco. Se llamaba Hilda Tonnesson. Mi padre se llamaba Chauncey Standing, de ascendencia americana. Uno de sus antepasados era Alfred Standing, un sirviente, o si lo prefieren un esclavo, que llegó desde Inglaterra hasta las plantaciones de Virginia hace ya mucho tiempo, mucho antes de que el joven Washington explorara los páramos desiertos de Pennsylvania.

Uno de los hijos de Alfred Standing luchó en la Revolución; uno de sus nietos, en la Guerra de 1812. No ha habido desde entonces una guerra en la que no haya tomado parte alguno de los Standing. Yo, el último de los Standing, que moriré muy pronto y sin descendencia, luché como soldado raso en Filipinas, nuestra última guerra, y para ello renuncié, en plena ascensión de mi carrera, a mi cátedra en la Universidad de Nebraska. ¡Santo Cielo, cuando renuncié iba camino de convertirme en decano de la Facultad de Agricultura de aquella universidad; yo, el vagabundo de las estrellas, el ferviente aventurero, el Caín peregrino de los siglos, el sacerdote de los tiempos más remotos, el eterno poeta que sueña con la luna, y que será olvidado por los hombres!

Y aquí estoy, con las manos manchadas de sangre en la Galería de los Asesinos, en la cárcel estatal de Folsom, esperando el día decretado por la maquinaria del Estado para que sus esbirros me envíen lejos de aquí, a lo que ellos ingenuamente creen que es la oscuridad, la oscuridad que temen, la oscuridad que puebla sus fantasías de supersticiones y terrores, la oscuridad que les conduce, balbucientes y quejumbrosos, ante los altares de sus dioses antropomórficos creados por el miedo.

No, jamás seré decano de ninguna facultad de agricultura. Y sabía mucho de agricultura. Era mi profesión. Nací para ello, me crie para ello, me eduqué para ello; y era todo un experto. Era mi especialidad, mi don. Puedo saber a simple vista qué vaca produce leche con mayor porcentaje de nata, y dejar que el test de Babcock verifique la exactitud de mis pronósticos. Con sólo mirar un paisaje, sin fijarme en el suelo, puedo enumerar las virtudes y deficiencias del terreno. No necesito papel tornasol para determinar si la tierra es ácida o alcalina. Repito, la buena administración de los campos, en términos científicos, era y sigue siendo mi don. Y aun así el Estado, que representa a todos sus ciudadanos, cree que puede acabar con todos mis conocimientos colocándome una soga alrededor del cuello y colgándome; ¡toda mi sabiduría, incubada a través de los siglos, fraguada mucho antes de que los primeros rebaños nómadas pastaran en los campos de Troya!

¿Maíz? ¿Quién conoce el maíz mejor que yo? Wistar es la mejor prueba de ello; allí incrementé la producción anual de maíz de cada condado de Iowa en medio millón de dólares. Esto es historia. Muchos de los cosecheros que conducen hoy en día su automóvil saben quién hizo posible ese automóvil; muchas chicas y chicos se inclinan sobre sus libros de texto en los institutos, esos pequeños sueños que yo hice realidad; todo ello fue posible gracias a mis estudios sobre el maíz en Wistar.

¡Y la gestión de una granja! Soy capaz de calibrar el derroche de actividad sin estudiar ninguno de sus registros, tanto de la granja como de la mano de obra, la distribución de los edificios o la distribución del trabajo. Ahí están los cuadernos y las gráficas. Sin la menor duda, en este mismo instante cien mil granjeros se estarán estrujando la cabeza delante de sus páginas antes de apagar sus pipas e irse a la cama. Sin embargo, yo no necesitaba gráficas ni cuadernos; con sólo mirar a un hombre era capaz de conocer su predisposición, su coordinación y la fracción del índice de toda la actividad que derrochaba.

Y debo dar término aquí al primer capítulo de mi narración. Son las nueve en punto, y en la Galería de los Asesinos eso significa que se apagan las luces. Ahora mismo estoy oyendo el blando caminar de los zapatos de goma del guardia, que viene a reprenderme porque mi lámpara sigue aún encendida. ¡Como si los vivos pudieran censurar a un condenado a muerte!

2.

Soy Darrell Standing. Muy pronto me sacarán de aquí para ahorcarme. Mientras tanto, digo lo que tengo que decir y escribo sobre otros tiempos y otros lugares en estas páginas.

Tras conocer mi sentencia, vine a pasar el resto de mi vida a la prisión de San Quintín. Resulté ser un incorregible. Un incorregible es un ser humano horrible; al menos esa es la connotación que tiene esta palabra en la psicología carcelaria. Me convertí en un incorregible porque detestaba el derroche de actividad. Aquella cárcel, como todas las cárceles, era un escándalo, una afrenta al ahorro de esfuerzo. Me destinaron a los telares de hilo, donde la descomunal pérdida de tiempo y energía no tardó en irritarme. Y era lógico que me irritase tanto, dado que el control y la eliminación del derroche de actividad eran mi especialidad. Antes de que se inventasen los telares a vapor, hace tres mil años, ya me había podrido en prisión en la antigua Babilonia, y créame, no miento cuando afirmo que en la Antigüedad nosotros, los esclavos, tejíamos en telares manuales con más eficacia que los presos en las salas de telares a vapor de San Quintín.

Aquel estúpido derroche de energía era inaceptable, y me rebelé. Traté de enseñar a los guardias otros métodos mucho más eficaces. Como pago, fui amonestado, arrastrado al calabozo y privado de luz y de alimento. Al salir, intenté trabajar entre el caos y la total incompetencia de las salas de telares. Me rebelé de nuevo, y volví una vez más al calabozo, y esta vez me pusieron la camisa de fuerza, me colgaron de los pulgares y fui golpeado por guardias estúpidos cuya inteligencia apenas alcanzaba para intuir que yo era diferente a ellos, y no tan imbécil como suponían.

Durante dos años soporté esta persecución estúpida. Es horrible para un hombre estar completamente atado y ser roído por las ratas. Porque aquellas bestias estúpidas, los guardias, eran ratas, me roían la inteligencia, roían los nervios sanos de mi espíritu y de mi conciencia. Y yo, que en el pasado había sido el más bravo luchador, en esta vida presente no conservaba ya nada de aquello. Yo era un granjero, un ingeniero agrónomo, un catedrático atado a su escritorio, un esclavo del laboratorio, interesado solamente en la tierra y en el aumento de su productividad.

Luché en Filipinas porque esa era la tradición de los Standing. No tenía habilidad para la lucha. Me resultaba demasiado ridículo introducir sustancias extrañas y nocivas en los cuerpos de aquellos pequeños hombres negros. Era grotesco contemplar cómo la Ciencia prostituía todo el poder de sus logros y el ingenio de sus inventores, para introducir violentamente aquellas sustancias en los cuerpos de los habitantes de los pueblos negros.

Como decía, siguiendo la tradición de los Standing, fui a la guerra y vi que no tenía habilidad ninguna para ella. Y esto mismo descubrieron mis oficiales, que me hicieron auxiliar de intendencia; y como auxiliar, desde un escritorio, luché en la Guerra Hispanoamericana.

Por tanto, no fue por ser un luchador, que no lo era, sino por ser un pensador y porque me irritaba el derroche de energía de las salas de telares, por lo que fui incordiado por los guardias una y otra vez, hasta que lograron convertirme en un incorregible. Mi cerebro funcionaba, y fui castigado por su funcionamiento. Así se lo dije al alcaide Atherton, cuando mi actitud se había vuelto tan insoportable que me arrastraron hasta su oficina y me tiraron sobre su alfombra; así le dije entonces:

—Sería absurdo suponer, querido alcaide, que esas ratas que usted tiene como centinelas puedan arrancar de mi cabeza algo tan obvio para cualquiera. La organización de esta cárcel es estúpida. Usted no es más que un político. Es posible que haya sido capaz de manejar a todos los responsables del entramado electoral de San Francisco para lograr un puesto como el que ahora ocupa; pero no sabe tejer yute. Sus telares están cincuenta años atrasados...

Pero ¿para qué continuar con el sermón? Le demostré lo estúpido que era, y como resultado él decidió que yo era un incorregible incurable.

Ya lo dice el refrán, cría fama... Pues bien, el alcaide Atherton acabó justificando mi mala fama. Se lo puse muy fácil. Cargaron sobre mí las faltas de muchos de los otros convictos, y pagué por ellas en el calabozo, a pan y agua, colgado de los pulgares, de puntillas, durante largas horas, muchas de ellas más largas que cualquiera de las vidas que he vivido nunca.

Los hombres inteligentes son a menudo crueles. Los hombres estúpidos son monstruosamente crueles. Los guardias y los hombres que había a mi alrededor, los hombres de Atherton, eran monstruos estúpidos. Ponga atención y sabrá lo que me hicieron. Había un poeta en la cárcel, uno de los reclusos, un degenerado de mentón hundido y frente amplia. Era un impostor. Un cobarde desalmado. Un cerdo soplón. Una basura. Sé que puede parecer extraño que un catedrático de agronomía emplee estas palabras, pero uno aprende muchas barbaridades cuando está condenado a pasar en la cárcel el resto de su vida.

El nombre de este poeta impostor era Cecil Winwood. No era la primera vez que le condenaban, y aun así, como era un perro cobarde y llorón, su última sentencia fue de sólo siete años. Sus méritos habían reducido considerablemente su condena. La mía era para toda la vida. Y este degenerado miserable, desesperado por ganar unos cuantos años de libertad, logró añadir una buena porción de eternidad a mi condena.

Le contaré lo que ocurrió, aunque yo mismo no llegué a entenderlo hasta más tarde. Este Cecil Winwood, en un intento por conseguir los favores del capitán de patio de la prisión, y así los del alcaide, el gobernador de la cárcel, el consejo de dirección y el gobernador de California, organizó una fuga. Ahora fíjese en tres cosas: en primer lugar, Cecil Winwood era tan odiado por sus compañeros que no le habrían permitido que apostara ni siquiera una onza de tabaco Bull Durham en las carreras de chinches, y las carreras de chinches eran el pasatiempo preferido de los convictos; en segundo lugar, yo gozaba de la peor fama de todo el penal; y en tercer lugar, para su plan, Cecil Winwood necesitaba condenados de por vida como yo, con mala fama, desesperados e incorregibles.

Pero los condenados a cadena perpetua detestaban a Cecil Winwood, y cuando éste se les acercó con su maravilloso plan de fuga, se rieron y se alejaron de él, pues sabían que no era más que un maldito soplón. Pero al final les engañó, logró embaucar a cuarenta de los más desalmados de la cárcel. Se les acercó una y otra vez. Les contó que, gracias a su trabajo de ordenanza, tenía cierta influencia en la oficina, lo que le facilitaba el acceso permanente a la enfermería.

—Demuéstralo —dijo Long Bill Hodge, un montañés condenado a cadena perpetua por el asalto a un tren, y que estaba obsesionado por escaparse para poder matar al que fuera su compañero en el asalto, que le había acusado con pruebas en su contra.

Cecil Winwood aceptó el reto. Aseguró que podía drogar a los guardias la noche de la fuga.

—Hablar es gratis —dijo Long Bill Hodge—. Lo que queremos son hechos. Droga a uno de los guardias esta noche. Hoy estará Barnum. Es un auténtico cerdo. Ayer le dio una paliza al pobre Chink en el pasillo, y además estando fuera de servicio. Hoy le toca el turno de noche. Drógale y haz que pierda su trabajo. Si lo consigues, hablaremos contigo.

Long Bill me contaría todo esto más tarde en el calabozo. Cecil Winwood se quejó de la urgencia con que le apremiaban. Pidió que le dejaran algo de tiempo para poder robar la droga de la enfermería. Se lo concedieron, y una semana más tarde anunció que estaba preparado. Cuarenta condenados a cadena perpetua esperaron a que el guardia Barnum cayera dormido durante su turno. Y Barnum se durmió. Le pillaron y fue despedido al día siguiente.

Por supuesto, aquello convenció a los presos. Pero le quedaba por convencer al capitán de patio de la cárcel. Para ello, Cecil Winwood le ponía diariamente al tanto del progreso de la fuga, todo imaginado e inventado por él. El capitán de patio exigió pruebas y Winwood se las dio. Yo no me enteraría de todos los detalles hasta un año más tarde; tal es la lentitud con que se filtran los secretos dentro del penal.

Winwood aseguraba que los cuarenta hombres de la fuga, que confiaban en él, contaban ya con tanto poder en la prisión que se disponían a introducir armas automáticas con la ayuda de los guardias a los que habían sobornado.

—Demuéstramelo —debió exigirle el capitán de patio.

Y el poeta impostor se lo demostró. En la panadería, el trabajo nocturno era algo habitual. Uno de los presos, un panadero, se encargaba del primer turno de noche. Era un soplón del capitán de patio, y Winwood lo sabía.

—Esta noche —le dijo al capitán—, Summerface pasará una docena de automáticas del 44. La próxima vez que salga traerá la munición. Pero esta noche me entregará las automáticas en la panadería. Allí dentro tiene usted un soplón. Mañana le pasará su informe.

Summerface era uno de esos típicos guardias paletos, procedía de la región de Humboldt. Era un imbécil ingenuo y de buen carácter, que tan sólo trataba de ganarse unos dólares traficando tabaco entre los convictos. Aquella noche, a la vuelta de un viaje a San Francisco, trajo consigo siete kilos de excelente tabaco. Ya lo había hecho antes, y solía entregar la mercancía a Cecil Winwood. Así que aquella noche, ingenuamente, le entregó su carga en la panadería. Se trataba de un pesado fardo de inocente tabaco envuelto en papel. El panadero soplón, oculto, vio cómo entregaban el paquete a Winwood, y a la mañana siguiente se lo comunicó al capitán de patio.

Pero entonces la imaginación desbocada del poeta impostor le jugó una mala pasada. Él fue el responsable de un estúpido error que me costó cinco años de encierro en la más absoluta soledad, en esta condenada celda desde la que ahora escribo. Y durante todo aquel tiempo no supe nada al respecto. Ni siquiera sabía del plan de fuga con el que había engatusado a los cuarenta condenados a cadena perpetua. No sabía nada, absolutamente nada. Y los demás sabían muy poco. Los presos ignoraban que se la estaban jugando.

El capitán de patio ignoraba que también se la estaban jugando. Y Summerface era el más inocente de todos.

Volvamos al estúpido descuido de Cecil Winwood. A la mañana siguiente, cuando se encontró con el capitán de patio, se sentía triunfante. Su imaginación era imparable.

—Muy bien, la mercancía entró tal como habías dicho —le felicitó el capitán de patio.

—Y hay suficiente como para hacer volar por los aires media prisión — dijo Winwood.

—¿Suficiente qué? —preguntó el capitán.

—Dinamita y detonadores —recitó el loco—. Diecisiete kilos. Su soplón vio cómo Summerface me lo entregaba.

Y el capitán de patio casi sufrió un infarto allí mismo. La verdad es que ahora no puedo más que compadecerle... ¡Diecisiete kilos de dinamita perdidos en la cárcel!

Dicen que el capitán Jamie —ese era su apodo— se sentó y estuvo un buen rato con la cabeza entre las manos.

—¿Dónde está? —gritó—. ¡La quiero! ¡Llévame hasta ella inmediatamente!

Y justo entonces, Cecil Winwood se dio cuenta del error que había cometido.

—La enterré —mintió, y no tenía más remedio, porque hacía mucho tiempo que había distribuido entre los reclusos los pequeños paquetes de tabaco.

—Muy bien —dijo el capitán Jamie—. Llévame allí ahora mismo.

Pero no había explosivos enterrados a los que pudiera llevarle. No existían, ni habían existido más que en la imaginación del desgraciado Winwood.

En una prisión tan grande como San Quintín siempre hay lugares para esconder cosas. Y mientras Cecil Winwood guiaba al capitán Jamie tuvo tiempo de sobra para pensar algo.

Como declararían más tarde el capitán y el propio Winwood ante el Tribunal de Gracia, de camino al supuesto escondite el poeta aseguró que él y yo habíamos enterrado juntos la pólvora. ¡Y yo, recién liberado tras cinco días en el calabozo y ochenta horas en la camisa de fuerza, cuando incluso los estúpidos guardias podían ver que me encontraba demasiado débil como para trabajar en la sala de telares, yo, que había conseguido un día libre para recuperarme de un castigo terrible, fui acusado de haber escondido junto a él los diecisiete kilos del explosivo inexistente!

Winwood condujo al capitán Jamie hasta el supuesto escondite. Por supuesto, no encontraron ni rastro de la dinamita.

—¡Dios mío! —mintió Winwood—. Standing me la ha jugado. La ha desenterrado y la ha escondido en algún otro sitio.

El capitán de patio se entretuvo en soltar exclamaciones bastante más sinceras y violentas que aquel «¡Dios mío!». Después, lleno de ira, aunque con una absoluta sangre fría, se llevó a Winwood a su oficina privada, cerró todas las puertas, y le dio una formidable paliza. Todo salió a la luz ante el Tribunal Supremo. Pero eso fue más tarde. En aquel momento, incluso mientras recibía la paliza, Winwood juraba que todo lo que había contado era cierto.

¿Qué podía hacer el capitán Jamie? Estaba convencido de que había diecisiete kilos de dinamita ocultos en la cárcel y cuarenta condenados a cadena perpetua, desesperados, a punto de fugarse. Naturalmente, se encaró con Summerface, y, aunque éste repetía una y otra vez que el paquete contenía tabaco, Winwood juraba que era dinamita, y el capitán le creyó.

Y es ahora cuando entro yo, o mejor, cuando salgo, porque me apartaron del sol y de la luz del día para encerrarme en los calabozos, y allí, en las celdas de aislamiento, lejos del sol y de la luz del día, estuve pudriéndome durante cinco años.

No entendía nada. Acababan de sacarme del calabozo, estaba todavía exhausto y dolorido en mi celda habitual, cuando me llevaron de nuevo al agujero.

—Y ahora —le dijo Winwood al capitán Jamie—, aunque no sabemos dónde se encuentra la dinamita, al menos está segura. Standing es el único que sabe dónde está, y no saldrá ni una palabra suya del calabozo. Los hombres están listos para la fuga. Podremos cazarles in fraganti. Soy yo quien ha de dar la señal. Les diré que será esta noche a las dos en punto y que, después de haber drogado a los guardias, abriré las celdas y les entregaré las automáticas. Si a las dos en punto de esta noche no sorprende a los cuarenta hombres, cuyos nombres le daré, vestidos y despiertos, entonces, capitán, puede tenerme incomunicado el resto de mi condena. Y una vez tengamos a Standing y a los otros cuarenta encerrados en los calabozos, dispondremos de todo el tiempo del mundo para encontrar la dinamita.

—Aunque tengamos que derribar la cárcel piedra a piedra —añadió con entusiasmo el capitán Jamie.

Hace ya seis años de aquello. Durante todo este tiempo no han logrado encontrar los explosivos, y han puesto la prisión patas arriba cientos de veces buscándolos. Y aun así, hasta el último día que estuvo en su puesto, el alcaide Atherton siguió creyendo en la existencia de la dinamita. Incluso ahora, el capitán Jamie, quien todavía es capitán de patio, cree que la dinamita está oculta en algún lugar de la cárcel. Ayer mismo, en un último esfuerzo, vino desde San Quintín hasta Folsom para tratar de hacerme confesar. Sé que no vivirá tranquilo hasta que me cuelguen.

3.

Todo aquel día permanecí en el calabozo estrujándome los sesos para averiguar la razón de este nuevo e inexplicable castigo. Pensé que algún soplón me habría culpado de algo con la intención de ganarse el favor de los guardias.

Mientras tanto, el capitán Jamie, impaciente, se preparaba para la noche, y Winwood corría la voz entre los cuarenta condenados de que estuvieran listos para la fuga. Dos horas después de medianoche todos los guardias de la prisión estaban avisados y en sus puestos. Esto incluía a los del turno de día, que deberían haber estado durmiendo. Cuando dieron las dos en punto, se abalanzaron sobre las celdas de los cuarenta hombres. Estaban perfectamente sincronizados. Se abrieron todas las celdas al mismo tiempo, y todos los hombres que Winwood había nombrado, sin excepción, fueron sorprendidos fuera de sus literas, completamente vestidos y agazapados justo al otro lado de la puerta.

Por supuesto, esto corroboró la sarta de mentiras que el poeta impostor había dispuesto para el capitán Jamie. Los cuarenta reclusos fueron descubiertos cuando estaban a punto de fugarse. No sirvió de nada que todos protestaran y acusaran a Winwood de haber planeado la fuga. Los responsables de la cárcel prefirieron creer a un solo hombre y decidieron que los cuarenta presos mentían con el fin de salvarse. El Tribunal de Gracia también lo creyó, y tres meses más tarde Cecil Winwood, impostor y poeta, el más despreciable de los hombres, fue indultado y puesto en libertad.

Y es que la trena, como llaman los presos a la cárcel, es una verdadera escuela de filosofía. Ningún recluso puede pasar en ella muchos años sin que se desmoronen sus ilusiones más elementales. La verdad prevalece —nos enseñan— y el crimen siempre sale a la luz. Pues bien, esto es una excelente prueba de que el crimen no siempre sale a la luz. El capitán de patio, el alcaide Atherton, el Consejo de Dirección de la cárcel, todos ellos creen en aquella dinamita que nunca existió más que en la turbia mente del degenerado impostor y poeta, Cecil Winwood. Y Cecil Winwood todavía vive, mientras que yo, el único inocente, subiré al patíbulo dentro de unas semanas.

Y ahora debo relatar cómo irrumpieron los cuarenta presos en la quietud de los calabozos. Estaba durmiendo cuando la puerta exterior que da al pasillo de la galería se abrió con un chirrido y me despertó.

—Algún pobre diablo —me dije; y pensé que le estarían dando una buena tunda, pues oía el sonido de unos pies agitándose, el impacto sordo de los golpes sobre la carne, los repentinos gritos de dolor, los gruñidos, maldiciones y el ruido de cuerpos arrastrados.

Una tras otra, las puertas de los calabozos se abrieron con violencia, y uno tras otro fueron metiendo los cuerpos a empellones, arrojándolos o arrastrándolos. Y continuamente llegaban grupos de celadores con más reclusos apaleados a quienes seguían maltratando, y se abrían las puertas de más calabozos para recibir los ensangrentados cuerpos de unos hombres cuyo único delito había sido ansiar su libertad.

Sí, ahora que pienso en ello, uno ha de ser un gran filósofo para sobrevivir al continuo impacto de experiencias tan brutales como ésta a lo largo de los años. Yo soy uno de esos filósofos. He soportado su tormento durante ocho años y ahora, tras haber fracasado en su intento por librarse de mí por otros medios, han invocado a la maquinaria del Estado para atar una soga alrededor de mi cuello y cortarme el aliento con el peso de mi propio cuerpo. Sí, ya sé que los expertos dicen que el cuello de la víctima se rompe al caer por la trampilla. También sé que las víctimas, como el viajero de Shakespeare, nunca regresan para testificar lo contrario. Pero los que hemos vivido en la cárcel sabemos, a pesar del silencio, de casos en los que el cuello de la víctima no se rompe.

Es algo muy curioso esto de colgar a un hombre. Nunca he visto un ahorcamiento, pero algunos testigos me han contado los detalles de docenas de ellos, de manera que sé lo que me va a ocurrir. De pie en la trampilla, atado de pies y manos, con el nudo en el cuello y una capucha negra cubriéndome la cabeza, me dejarán caer hasta que el impulso de mi propio peso se detenga bruscamente por la tensión de la cuerda. Entonces los doctores se acercarán a mí. Uno tras otro subirán a un taburete, sujetándome con los brazos para que no me balancee como un péndulo, y acercarán el oído a mí pecho para contar los agónicos latidos de mi corazón. A veces pasan veinte minutos desde que se abre la trampilla hasta el momento en que el corazón deja de latir. Sí, créame, cuando cuelgan a un hombre se aseguran científicamente de que esté bien muerto.

Permítame que deje a un lado mi relato y siga divagando, pues quiero preguntar algo a la sociedad. Tengo derecho a divagar y a hacer estas preguntas, porque en muy poco tiempo me sacarán de aquí para hacerme lo mismo. Si el cuello de la víctima se rompe gracias a la eficaz disposición del nudo y de la soga, al hábil cálculo de la elasticidad y el peso de su cuerpo, ¿por qué, entonces, atan las manos de la víctima? La sociedad, en su conjunto, es incapaz de responder a esta pregunta. Pero yo sé por qué; también lo sabe cualquiera que haya presenciado un linchamiento y haya visto a la víctima levantar sus manos, cogerse de la soga y aliviar la presión del nudo en su cuello para respirar.

Le haré otra pregunta al fatuo y opulento miembro de la sociedad, cuya alma no se ha acercado nunca al fuego del infierno. ¿Por qué cubren la cabeza y el rostro de la víctima con una capucha negra antes de dejarle caer por la trampilla? Por favor, recuerde que dentro de muy poco pondrán esa capucha negra sobre mi cabeza. Tengo, por tanto, derecho a preguntar. ¿Será que esos esbirros suyos, querido ciudadano, temen contemplar en el rostro aterrorizado el horror que cometen en su nombre?

Recuerde, por favor, que no le estoy haciendo esta pregunta en el siglo XII después de Cristo, ni en los tiempos de Cristo, ni en el siglo XII antes de Cristo. Yo, que seré ahorcado en este mismo año, 1913, se lo pregunto a ustedes, presumiblemente seguidores de Cristo, a ustedes, cuyos perros cobardes me sacarán de aquí y cubrirán mi rostro con una capucha negra para no contemplar el horror que me causan mientras aún estoy vivo.

Y ahora volvamos a lo que pasó en los calabozos. Cuando se marchó el último guardia y se cerró el portón, los cuarenta hombres, apaleados y decepcionados, comenzaron a hablar y a hacer preguntas todos al mismo tiempo. Pero inmediatamente, bramando como un toro para ser escuchado, Skysail Jack, un marinero descomunal, ordenó que se hiciera silencio y se pasara lista. Los calabozos estaban llenos, y uno por uno, calabozo por calabozo, fueron gritando los nombres de todos los presentes. De este modo se aseguraron de que todos estaban ocupados por presos de confianza, para que ningún soplón pudiese estar escondido y a la escucha.

Sólo de mí dudaban los convictos, pues yo era el único hombre que no había tomado parte en el plan. Me interrogaron severamente. Solamente pude decirles que esa misma mañana acababa de salir del calabozo y de la camisa de fuerza cuando, sin motivo aparente, me habían encerrado de nuevo tras haber estado fuera muy pocas horas. Mi fama de incorregible estaba a mi favor, y enseguida empezaron a hablar.

Fue entonces, estando allí tumbado escuchándoles, cuando supe de la fuga que habían planeado. «¿Quién había dado el chivatazo?», se preguntaban; y esa misma noche hallaron la respuesta. Puesto que Cecil Winwood era el único ausente, la sospecha sobre él se hizo general.

—Sólo queda una cosa por hacer, muchachos —dijo finalmente Skysail Jack—. Pronto se hará de día, nos sacarán de aquí y nos harán pasar un infierno. Nos pillaron en el momento exacto y con la ropa puesta. Winwood nos la jugó y dio el chivatazo. Nos sacarán uno a uno y nos machacarán. Somos cuarenta. Cualquier mentira acabará por descubrirse. Así que, muchachos, que cada uno, cuando le den lo suyo, diga simplemente la verdad, la única verdad, y que Dios le ayude.

Y allí, en aquel oscuro pozo de crueldad inhumana, en cada uno de los calabozos, con las caras contra los barrotes, los condenados a muerte juraron solemnemente ante Dios que dirían la verdad.

De poco les serviría la sinceridad. A las nueve en punto, los guardias, matones al servicio de los soberbios ciudadanos que forman el Estado, con el estómago lleno y bien despiertos, se lanzaron sobre nosotros, que no sólo no habíamos desayunado, sino que ni siquiera habíamos bebido una gota de agua desde el día anterior. Y los hombres recién apaleados son propensos a la fiebre. Me pregunto, lector, si alcanza mínimamente a imaginar el estado de un hombre recién vapuleado, completamente machacado. Pero no, no se lo diré. Bastará con que sepa que estos hombres, apaleados y en estado febril, llevaban ya siete horas sin agua.

A las nueve llegaron los guardias. No eran muchos, aunque tampoco eran necesarios muchos más, porque abrían los calabozos de uno en uno. Iban armados con palos de picos, una herramienta muy útil para «disciplinar» a un hombre indefenso. Calabozo por calabozo, uno detrás del otro, golpearon y apalearon a los condenados. Al menos fueron ecuánimes. Yo recibí la misma paliza que el resto. Y esto no fue más que el principio, un preludio al examen por el que cada hombre iba a pasar él solo, en presencia de las bestias a sueldo del Estado. Era un anticipo de lo que habríamos de sufrir en la sala de interrogatorios.

Conozco la mayoría de los infiernos que una cárcel encierra, pero el peor de todos ellos, mucho peor que lo que pretenden hacer conmigo dentro de poco, fue aquel infierno que sufrimos durante los días posteriores.

Long Bill Hodge, el robusto montañés, fue el primero en ser interrogado. Regresó dos horas después, o mejor dicho, lo trajeron de vuelta y lo tiraron sobre las losas de piedra de su calabozo. Se llevaron entonces a Luigi Polazzo, un matón de San Francisco, de la primera generación americana de origen italiano, que les insultó, se rio de ellos y les desafió a que descargasen su ira contra él.

Pasó un buen rato antes de que Long Bill Hodge pudiese dominar el dolor y decir algo mínimamente coherente:

—¿Qué es eso de la dinamita? —preguntó—. ¿Quién sabe algo de la dinamita?

Y, por supuesto, nadie sabía nada.

Luigi Polazzo estuvo de vuelta en menos de dos horas, y volvió hecho una ruina, deliraba y era incapaz de responder a las preguntas que le llovían desde los calabozos, donde los hombres que habían de pasar por lo que él había pasado querían saber qué le habían hecho y qué le habían preguntado. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas, Luigi fue interrogado dos veces más. Después de aquello, convertido en un imbécil balbuciente, lo llevaron a vivir al manicomio de Bughouse Alley. Su constitución sigue siendo fuerte, su espalda amplia, su nariz grande, su pecho ancho y su sangre pura; pero seguirá babeando en Bughouse Alley hasta mucho después de que me hayan colgado y haya así escapado del tormento de los penales de California.

Se los fueron llevando uno a uno, y trajeron sus desechos de vuelta, también uno tras otro, bramando y delirando en la oscuridad. Y mientras yacía allí, escuchando los lamentos, las quejas y las palabras incongruentes de aquellas mentes confundidas por el dolor, me pareció que alguna vez, en algún lugar, había estado sentado en lo alto, cruel y orgulloso, y había escuchado similares coros de lamentos y quejas. Más tarde, como después verá, identificaría este vago recuerdo y sabría que aquellos lamentos y quejas eran los de los miserables esclavos atados a sus bancos, a quienes yo escuchaba desde arriba, desde la popa, cuando era un soldado que viajaba en una galera de la antigua Roma. Aquello fue cuando era capitán y me hice a la mar rumbo a Alejandría, en mi camino hacia Jerusalén... pero esa es una historia que contaré más tarde. Mientras tanto...

4.

Mientras tanto, después de haber sido descubierto el plan de fuga, padecimos los horrores del calabozo, y en ningún momento, durante aquellas interminables horas de espera, dejé de ser consciente de que también yo seguiría al resto de los presos, y soportaría el mismo infierno que habían soportado en el interrogatorio, y sería traído de vuelta hecho trizas y arrojado sobre el suelo de piedra de mi calabozo.

Vinieron a por mí. Sin ninguna educación ni cortesía, golpeándome y maldiciéndome, me llevaron ante el capitán Jamie y el alcaide Atherton, ambos amparados por la presencia de una docena de salvajes guardias, pagados por el Estado con los impuestos de los ciudadanos, que permanecían en la habitación para echar una mano en todo aquello que se les ordenase. Pero no les necesitaban para nada.

—Siéntate —dijo el alcaide Atherton, señalando una silla.

Y yo, tumefacto y dolorido, sin haber probado el agua durante todo el día y toda la noche, desmayado de hambre, tremendamente débil después de una paliza que se sumaba a los cinco días en el calabozo y a las ochenta horas en la camisa de fuerza, abrumado por las calamidades del destino del hombre, temeroso de lo que estaba a punto de sucederme después de haberlo visto en los demás, yo, un miserable desecho de hombre que una vez fue profesor de agronomía en la facultad de una apacible ciudad, dudaba si aceptar o no la invitación a sentarme.

El alcaide Atherton era un hombre corpulento y muy fuerte. Me agarró súbitamente por los hombros. Yo era como una pluma entre sus manos que me alzaron del suelo y me estrellaron contra la silla.

—Ahora —dijo mientras yo dejaba escapar un grito ahogado, tragándome el dolor—, cuéntamelo todo, Standing. Escúpelo, suéltalo todo si sabes lo que te conviene.

—No sé nada... —comencé.

Aquello fue todo lo que pude decir. Se abalanzó como una bestia sobre mí. Me volvió a levantar por el aire y me aplastó contra la silla.

—Sin tonterías, Standing —me avisó—. Confiesa. ¿Dónde está la dinamita?

—No sé nada de ninguna dinamita —protesté, y una vez más me levantó y volvió a lanzarme contra la silla.

He soportado torturas de todos los colores, pero ahora que reflexiono sobre ello en mis últimos días, estoy seguro de que ninguna fue como la que sufrí en aquella silla. Golpearon mi cuerpo contra la silla hasta que dejó de parecer una silla. Trajeron otra, y al momento acabó destrozada. Fueron trayendo más y más sillas, y una y otra vez la eterna pregunta sobre la dinamita.

Cuando el alcaide Atherton se cansó, fue relevado por el capitán Jamie; luego el guardia Monohan ocupó el lugar del capitán Jamie y también me aplastó contra la silla. Siempre preguntaban por la dinamita, la dinamita, «¿dónde está la dinamita?», y no había dinamita en ningún sitio.

Hacia el final de la sesión yo habría dado la mitad de mi alma inmortal por unas cuantas libras de dinamita que poder confesar.

Ignoro cuántas sillas más destrozó mi cuerpo. Me desmayé muchas veces, y al final todo se convirtió en una pesadilla. Fui conducido, medio empujado, medio arrastrado, de vuelta a la oscuridad. Cuando recobré el conocimiento, vi que había un soplón en mi celda. Era un tipejo pálido, un pobre drogadicto capaz de cualquier cosa por conseguir algo de droga. Tan pronto le reconocí, me arrastré hasta la reja y grité hacia el pasillo:

—¡Hay un soplón conmigo, compañeros! ¡Es Ignatius Irvine! ¡Cuidado con lo que decís!

La explosión de insultos que siguió habría hecho temblar a gente mucho más valiente que Ignatius Irvine. Daba lástima verlo tan asustado, mientras todos los convictos, rugiendo como bestias, le amenazaban con las cosas horribles que le harían en los próximos años.

De haber algún secreto, la presencia de un soplón en el calabozo habría mantenido callados a los hombres. Pero como todos habían jurado decir la verdad, hablaron abiertamente ante Ignatius Irvine. El gran misterio era la dinamita, de la que sabían tan poco como yo. Recurrieron a mí. Me rogaron que, si sabía algo sobre la pólvora, confesara y les salvara a todos de desgracias mayores. Y sólo pude decirles la verdad, que no sabía nada de nada.

Antes de que los guardias se lo llevaran, el soplón me contó algo que confirmaba lo serio del asunto de la dinamita. Naturalmente, les pasé la noticia a los demás: en todo el día no había funcionado una sola rueda en toda la cárcel. Los miles de reclusos que trabajaban en ella habían permanecido encerrados en sus celdas, y se decía que ninguna de las fábricas volvería a funcionar hasta que apareciese la dinamita que alguien había escondido en algún lugar del edificio.

Y siguieron los interrogatorios. Siempre de uno en uno, los reclusos fueron arrastrados afuera y empujados de nuevo adentro. Dijeron que el alcaide Atherton y el capitán Jamie, exhaustos por el esfuerzo, se relevaban cada dos horas. Mientras uno dormía, el otro interrogaba a los reclusos. Y dormían, con la ropa puesta, en la misma habitación donde iban destrozando, uno por uno, a los robustos hombres.

Hora tras hora, en la oscuridad del calabozo, aumentaban la locura y el tormento. Créame, sé de lo que estoy hablando, la horca no es nada comparada con el modo en que un hombre puede ser apaleado hasta la muerte y, sin embargo, seguir viviendo. Yo también sufrí el dolor y la sed, como ellos; pero a mi sufrimiento se sumaba el que yo era consciente de las miserias de los demás. Había sido un incorregible durante dos años, mi sistema nervioso y mi cerebro se habían endurecido ante tanto sufrimiento. Es aterrador ver destrozado a un hombre que antes ha sido fuerte. En aquel momento había a mi alrededor cuarenta hombres fuertes a quienes estaban destrozando. Y a medida que los presos comenzaban a suplicar que les llevaran agua, el lugar se iba convirtiendo en una locura de aullidos, sollozos, murmullos y delirios de hombres enloquecidos.

¿No lo ve? Nuestra verdad, y dijimos la pura verdad, fue nuestra condena. Al escuchar a los cuarenta hombres decir lo mismo y de idéntico modo, el alcaide Atherton y el capitán Jamie pensaron que se habían aprendido el testimonio y lo recitaban de memoria como loros.

Desde el punto de vista de las autoridades, su situación era aún más desesperada que la nuestra. Como más tarde averigüé, se había convocado al Consejo de Dirección de prisiones por telégrafo, y dos compañías de la milicia estatal se apresuraban hacia la prisión.

Era invierno, y las heladas son frecuentes incluso en el templado invierno californiano. No teníamos mantas en los calabozos. Tenga en cuenta el horrible frío que se siente, con el cuerpo cubierto de magulladuras, al tumbarse sobre la piedra helada. Al final nos trajeron agua. Entre burlas e insultos, los guardias corrían con las mangueras y lanzaban los potentes chorros contra nosotros, calabozo por calabozo, hora tras hora, golpeando de nuevo nuestros cuerpos doloridos, hasta que el agua nos cubría las rodillas, agua por la que antes suplicábamos y que ahora ansiábamos que desapareciera.

Me saltaré el resto de lo que ocurrió en los calabozos. Diré solamente que ninguno de aquellos condenados volvió a ser el mismo. Luigi Polazzo nunca recuperó la cordura. Long Bill Hodge fue perdiendo lentamente el juicio, y un año más tarde también a él se lo llevaron al manicomio de Bughouse Alley. Y muchos otros siguieron a Hodge y a Polazzo; algunos, cuya resistencia física había sido excelente, cayeron víctimas de la tuberculosis. Casi la mitad de aquellos hombres moriría en los seis años siguientes.

Después de cinco años de encierro en solitario, cuando me sacaron de San Quintín para asistir al juicio, volví a ver a Skysail Jack. Apenas podía distinguirle, porque la luz del sol me cegaba como a un murciélago tras cinco años de oscuridad; aun así, vi lo bastante para que se me encogiera el corazón. Le vi mientras cruzaba el patio de la cárcel. El pelo se le había vuelto blanco. Había envejecido prematuramente. Tenía el pecho hundido y el rostro seco. Le temblaban las manos como a un enfermo y se tambaleaba al caminar. Los ojos se le llenaron de lágrimas al reconocerme, pues también yo era un despojo de lo que había sido. Pesaba cuarenta y cuatro kilos. El pelo, muy canoso, me había crecido durante cinco años, al igual que la barba y el bigote. Yo también me tambaleaba al caminar, de modo que los guardias tenían que asistirme para cruzar el deslumbrante trecho del patio. Skysail Jack y yo nos miramos el uno a otro y nos reconocimos bajo nuestras ruinas.

Los hombres como él cuentan con privilegios incluso en una cárcel, de modo que se atrevió a saltarse la ley y me habló con voz rota y trémula.

—Eres de los buenos, Standing —farfulló—. Nunca cantaste.

—Pero no sabía nada, Jack —le respondí en un murmullo. No podía más que murmurar, ya que cinco años de silencio casi me habían hecho perder la voz—. No creo que la dinamita existiera jamás.

—Eso es —musitó, asintiendo como un niño—. Adelante. Nunca dejes que lo descubran. Eres de los buenos. Me quito el sombrero ante ti, Standing. Nunca cantaste.

Los guardias me hicieron continuar, y aquélla fue la última vez que vi a Skysail Jack. Hasta él acabó por creerse el cuento de la dinamita.

Dos veces me llevaron ante el Consejo de Dirección. Intentaron, sucesivamente, intimidarme y engañarme. Terminaron ofreciéndome dos alternativas. Si finalmente entregaba la dinamita, recibiría un castigo simbólico de treinta días de calabozo y después me destinarían a la biblioteca de la cárcel como recluso de confianza. Si persistía en mi obstinación y no revelaba dónde estaba la dinamita, me incomunicarían durante el resto de mi condena. Al estar condenado a cadena perpetua, esto suponía sentenciarme a permanecer incomunicado el resto de mi vida.

Sí, ya sé que California es un lugar muy civilizado. No existe tal ley en los libros. Se trata de un castigo cruel y descabellado, y ningún Estado moderno podría amparar dicha ley. Sin embargo, en la historia de California, yo soy el tercer hombre que ha sido condenado al aislamiento de por vida. Los otros dos fueron Jake Oppenheimer y Ed Morrell. Le hablaré de ellos muy pronto; durante años nos pudrimos juntos en las celdas del silencio.

Ah, otra cosa. En muy poco tiempo van a sacarme de aquí para ahorcarme; no, no por matar al catedrático Haskell. Por ello me condenaron a cadena perpetua. Me ahorcarán porque me encontraron culpable de asalto y agresión. Y esto no es simple disciplina carcelaria. Es la ley, y como tal se encuentra en los estatutos criminales.

Creo que hice sangrar por la nariz a un hombre. Nunca le vi sangrar, pero al parecer hay algunos testigos. Se llamaba Thurston. Era un guardia de San Quintín. Pesaba unas ciento sesenta libras y estaba en buena forma. Yo pesaba menos de noventa libras, estaba ciego como un murciélago por la oscuridad, y había estado recluido tanto tiempo entre los muros de la celda que los espacios abiertos me mareaban. En realidad, el mío era un caso claro de agorafobia incipiente, como supe aquel día que salí de mi encierro y golpeé al guardia Thurston en la nariz.

Le golpeé en la nariz y le hice sangrar cuando vino hacia mí y trató de agarrarme. Y por ello me van a colgar. Hay una ley del Estado de California que dice que un condenado a cadena perpetua debe ser castigado con la pena capital cuando golpea a un guardia de la cárcel, como Thurston. Seguramente la hemorragia no le molestaría más de media hora; y aun así van a colgarme por ello.

¡Y ya ve! Esta ley, en mi caso, es ex post facto. No existía cuando maté al profesor Haskell, ni fue aprobada hasta después de que recibiera mi sentencia.

Y de eso se trata precisamente: mi sentencia a cadena perpetua me dio la condición jurídica necesaria para esta ley que todavía no había aparecido. Debido a mi condición de condenado a cadena perpetua me van a colgar por haber golpeado al guardia Thurston. Es claramente ex post facto y, por ello, inconstitucional.

Pero ¿por qué habría de importarles a los abogados constitucionales la Constitución, cuando lo que quieren es quitarse de en medio al molesto profesor Darrell Standing? Ni siquiera estoy creando un precedente con mi ejecución. Hace un año, como sabrá todo aquel que lea los periódicos, ahorcaron a Jake Oppenheimer, precisamente aquí, en Folsom, por una infracción muy parecida... Pero él no era culpable de haber hecho sangrar por la nariz a uno de los guardias; él cortó accidentalmente, con un cuchillo de cortar el pan, a otro recluso.

Es extraño, la vida, las normas y las leyes de los hombres, y el modo en que se enredan sus caminos. Escribo estas líneas en la Galería de los Asesinos, en la misma celda que ocupó Jake Oppenheimer antes de que le sacaran y le hicieran lo que harán conmigo.

Ya le avisé, lector, que tenía mucho que contarle. Regresemos ahora a mi relato. El Consejo de Dirección de la prisión me dio a elegir: un puesto de confianza en la cárcel, lejos de los telares, si entregaba la dinamita inexistente; encierro en aislamiento de por vida si me negaba a entregarla.

Me pusieron la camisa de fuerza durante veinticuatro horas para que pensara sobre aquello. Después me llevaron ante el Consejo por segunda vez. ¿Qué podía hacer yo? No podía llevarles ante una dinamita que no existía. Se lo dije y me tacharon de embustero. Dijeron que yo era un caso difícil, un hombre peligroso, un degenerado, el criminal del siglo... me dijeron otras muchas cosas y después me condujeron a las celdas de los incomunicados. Me alojaron en la celda número uno. En la número cinco estaba Ed Morrell, y en la número doce Jake Oppenheimer, que llevaba diez años allí. Ed Morrell llevaba sólo un año, y estaba cumpliendo una condena de cincuenta. Jake Oppenheimer era un condenado a cadena perpetua, como yo. Por tanto, la perspectiva era permanecer allí los tres durante un largo tiempo. Y aun así, sólo han pasado seis años y ninguno de nosotros sigue incomunicado. Jake Oppenheimer fue ahorcado. A Ed Morrell le hicieron preso de confianza en San Quintín y más tarde, hace solamente unos días, le indultaron. Y aquí estoy yo, en Folsom, esperando a que llegue el día señalado por el juez Morgan, mi último día.

¡Necios! ¡Como si pudieran estrangular mi inmortalidad con su estúpido trasto de sogas y nudos! Caminaré de nuevo, sí, recorreré la Tierra una vez más, innumerables veces. Caminaré desnudo, príncipe o esclavo, sabio o bufón, me sentaré en el trono más alto, y me arrastraré de nuevo bajo el yugo.

5.

Al principio, allí incomunicado, me sentía muy solo y las horas se hacían eternas. El tiempo estaba marcado por el cambio de guardia y por el paso del día a la noche. El día no era más que un poco de luz, pero era mejor que la total oscuridad nocturna. Allí incomunicado, el día era un residuo, una miserable filtración del resplandeciente mundo exterior.

Nunca había la suficiente luz para leer. Y además, no había nada que leer. Uno sólo podía permanecer tumbado y pensar. Yo era un condenado a cadena perpetua, y parecía seguro que, de no ocurrir un milagro, por ejemplo que lograra inventar de la nada diecisiete kilos de dinamita, pasaría el resto de mi vida sumido en aquel oscuro silencio.