El vagabundo de las estrellas - Jack London - E-Book

El vagabundo de las estrellas E-Book

Jack London

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Beschreibung

El vagabundo de las estrellas es la última novela que escribió Jack London. Es una feroz crítica de la tortura y de la pena de muerte, y una metáfora del placer emancipador de la lectura. Convicto por asesinato en la cárcel de San Quintín, Darrell Standing es sometido al castigo adicional de verse inmovilizado en una terrible camisa de fuerza. El tormento físico le dará acceso a otro plano de existencia en el cual puede recorrer sus vidas pasadas. La historia se desarrolla en 1913 y la novela es tan actual que no podemos sino estremecernos al leer uno de sus últimos párrafos: "He oído que Europa está en crisis desde hace dos años, y que hubo despidos masivos, y que ahora les llega el turno a los Estados Unidos. Eso significa que pronto puede haber una crisis económica, tal vez un ataque de pánico financiero, y que habrá más parados el próximo invierno, y que las colas del pan serán largas...". Por todo ello esta novela, formada por los relatos de las diferentes vidas de su protagonista, es un homenaje a la imaginación y a su enorme poder de evasión. "Pocas obras literarias son tan capaces como esta de hacernos sentir físicamente, casi dolorosamente, el peso de lo que nos encadena y el poderío de lo que nos hace infinitos. Ahora la releo y envidio a los jóvenes que vayan a conocerla por primera vez" Fernando Savater

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Seitenzahl: 540

Veröffentlichungsjahr: 2013

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EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS

Jack London

Título original: The Star Rover

© del prólogo: Fernando Savater

© de la traducción: Héctor Arnau

Edición en ebook: mayo de 2013

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-15564-84-3

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Ana Patrón y Susana Rodríguez

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Ilustración

LA IMAGINACIÓN COMO LIBERTAD

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Ilustración

Contraportada

Jack London

(San Francisco, 1876 - Glen Ellen, 1916)

John Griffith Chaney. Novelista y cuentista estadounidense de obra muy popular, en la que figuran clásicos como La llamada de la selva (1903), que llevó a su culminación la aventura romántica y la narración realista de historias en las que el ser humano se enfrenta dramáticamente a su supervivencia. Muchos de sus títulos han alcanzado difusión universal.

En 1897 London se embarcó hacia Alaska en busca de oro, pero tras múltiples aventuras regresó enfermo y fracasado, de modo que durante la convalecencia decidió dedicarse a la literatura. Un voluntarioso período de formación intelectual incluyó heterodoxas lecturas (desde Kipling a la filosofía de Nietzsche) que le convertirían en una mezcla de socialista y fascista ingenuo, discípulo del evolucionismo y al servicio de un espíritu esencialmente aventurero.

LA IMAGINACIÓN COMO LIBERTAD

Fernando Savater

Los escritores estimulan la imaginación de sus lectores por medio de las historias que les cuentan; pero unos pocos logran también ese mismo objetivo con sus propias biografías: Voltaire, Tolstói, Yukio Mishima… Es un caso nada infrecuente, sobre todo entre escritores norteamericanos, desde Edgar Allan Poe y Melville hasta Dashiell Hammett. Y Jack London, por supuesto.

La vida de John Griffith, que firmó su obra imperecedera —o más modestamente, que durará junto a las más longevas hasta el acabamiento universal— como Jack London, lo tiene todo para despertar el interés y, si no me equivoco, la simpatía de la mayoría de los aficionados a la literatura. Hijo de un astrólogo y una adepta al espiritismo, fue un niño miserable, autodidacta esforzado, que vagabundeó por oficios tan diversos como cazador de focas en Japón, peón caminero en Canadá y los Estados Unidos o buscador de oro en Alaska. Después se hizo periodista y más tarde novelista, llegando a ser autor de algunos de los primeros bestseller de Norteamérica. Políticamente militó siempre en movimientos de izquierda —con los que su individualismo radical no hizo nunca, sin embargo, buenas migas del todo—, por lo que en sus novelas trata de compaginar el afán de aventuras del héroe solitario con la preocupación social del sujeto concernido por la colectividad. Pasó de la miseria a la opulencia, se arruinó varias veces, abusó del alcohol, acometió numerosos viajes y dos conflictivos matrimonios, hasta que finalmente se suicidó a los cuarenta años. No sé qué opinarán ustedes —la verdad es que me trae sin cuidado—, pero yo le tengo por uno de los personajes más simpáticos de la historia de la literatura.

Las obras más célebres de Jack London son sin duda sus novelas del Gran Norte —La llamada de la selva y Colmillo Blanco—, su ambiguo thriller marino El lobo de mar y su relato semiautobiográfico Martin Eden, así como numerosos cuentos magistrales. Pero mis preferencias se decantan por dos narraciones mucho más extrañas, su epopeya prehistórica Antes de Adán y, sobre todo, El vagabundo de las estrellas, que para mí será siempre El peregrino de la estrella, porque así se llamaba la traducción en la editorial valenciana de antes de la guerra donde la leí por primera vez siendo adolescente.

Esta novela admirable, a mi juicio única en el sentido más noble de la palabra (que no excluye, sino que casi supone, las numerosas imperfecciones y hasta deformidades de la auténtica innovación), contiene diversos relatos y numerosas perspectivas: es un cuento fantástico y una despiadada crítica social de los abusos de poder, una novela de aventuras y una meditación metafísica sobre nuestro destino, un canto a la imaginación humana y una reivindicación de la libertad y del coraje. Sobre todo, es una privilegiada metáfora del placer emancipador de la lectura, el cual juntamente se encarga de mostrar y demostrar.

Mucho antes de que la expresión «realidad virtual» se hiciera trivialmente común en nuestros días, este libro nos habla del espíritu como acaparador de todas las virtualidades si sabemos potenciarlo de modo conveniente, aun en las circunstancias menos favorables o más atroces. El peregrinaje anímico y la multiplicación vital que el protagonista encarcelado logra por medio de la tortura está al alcance de cualquier verdadero lector, o incluso de quien sea capaz de imaginar sin cortapisas o sin temor.

Pocas obras literarias son tan capaces como esta de hacernos sentir físicamente, casi dolorosamente, el peso de lo que nos encadena y el poderío de lo que nos hace infinitos. Ahora la releo y envidio a los jóvenes que vayan a conocerla por primera vez.

Capítulo 1

Durante toda mi vida he tenido conciencia de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créanme, lectores, lo mismo les ha sucedido a ustedes. Regresen mentalmente a su niñez, y recordarán esta conciencia de la que hablo como una experiencia propia de la infancia. En aquel momento no habían cobrado una forma fija, no habían cristalizado; eran aún plásticos, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación —¡ay!— y de olvido.

Han olvidado muchas cosas, queridos lectores, y, aun así, al leer estas líneas, recuerdan vagamente las brumosas visiones de otros tiempos y de otros lugares que presenciaron con ojos infantiles; hoy les parecen sueños. Sin embargo, aun siendo sueños, por tanto, ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Nuestros sueños se componen de una grotesca mezcla de cosas ya conocidas. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando ustedes eran tan solo niños soñaron que caían desde grandes alturas; soñaron que volaban por el aire como vuelan los seres alados; les acosaron arañas de innumerables patas y demás criaturas salidas del fango; oyeron otras voces, vieron otras caras inquietantemente familiares, y contemplaron amaneceres y ocasos distintos a los que hoy, al mirar atrás, saben que alguna vez contemplaron.

En fin, de acuerdo, esas visiones de la infancia son visiones de otros mundos, de otras vidas, de cosas que nunca habían visto en la vida misma que ahora están viviendo. ¿De dónde surgen, entonces? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizás, cuando hayan leído todo lo que voy a escribir, encontrarán respuesta a las incógnitas que les he planteado y que ustedes mismos, antes de llegar a leerme, seguro que también se habían planteado.

Wordsworth lo sabía. No era profeta ni vidente, sino un hombre normal y corriente como ustedes o como cualquier otro. Lo que él sabía, lo saben ustedes y lo sabe cualquiera, pero él lo expuso más acertadamente en aquel poema que comienza así: «Ni en la completa desnudez ni en el olvido total...».

Y sí, es cierto, los recuerdos de esta prisión de carne se ciernen sobre nosotros apenas nacemos, y todo lo olvidamos demasiado rápido. Y sin embargo, aun recién nacidos, sí que recordábamos otros tiempos y lugares. Nosotros, niños indefensos, sujetos en brazos o arrastrándonos a cuatro patas por el suelo, soñábamos que volábamos por el aire. Sí, y soportábamos el tormento de aterradoras pesadillas, con seres oscuros y monstruosos. Nosotros, niños recién nacidos, sin ninguna experiencia, nacimos con miedo, con el recuerdo del miedo: y la memoria es experiencia.

En cuanto a mí, cuando apenas empezaba a hablar, a una edad tan tierna que todavía emitía sonidos para expresar si tenía hambre o sueño, ya sabía que había sido un vagabundo de las estrellas. Sí, yo, que nunca había balbuceado la palabra «rey», recordaba que una vez había sido el hijo de un rey. E incluso recordaba que alguna vez también había sido esclavo, e hijo de esclavos, y que había llevado una argolla alrededor del cuello.

Y más todavía. Cuando tenía tres años, y cuatro, y cinco años, aún no era yo mismo. Era solamente una transformación en curso, un flujo del espíritu todavía caliente en el molde de mi carne en un tiempo y en un espacio concretos. En aquel tiempo, todo lo que había sido en las miles de vidas anteriores se agolpaba en mí, confundiendo el flujo de mi espíritu, en un esfuerzo por convertirse e incorporarse a mi persona.

Qué estupidez, ¿no? Pero recuerden, lectores —espero viajar lejos con ustedes, a través del tiempo y del espacio—, recuerden que he pensado mucho sobre todas estas cuestiones; que a lo largo de noches de sangre, de oscuros esfuerzos que duraron años y años, he estado a solas con mis muchas otras identidades y he podido contemplarlas y examinarlas. He pasado toda clase de infiernos en diferentes existencias para traerles noticias que compartiremos en esta hora, mientras leen cómodamente estas páginas.

Y volviendo a lo anterior, les decía que a la edad de tres, cuatro o cinco años, yo todavía no era yo. Simplemente estaba materializándome mientras tomaba forma en el molde de mi cuerpo, y todo el tiempo pasado, con su potencial indestructible, se forjaba en la mezcla de mi ser para determinar cuál sería la forma definitiva. No fue mi voz la que gritó en la noche por temor a cosas de sobra conocidas, pero que yo, en verdad, ni conocía ni podía conocer. Lo mismo sucedía con mis rabietas infantiles, con mis amores, con mis risas. Otras voces gritaban a través de mi voz, las voces de hombres y mujeres de otras épocas, de todos mis antepasados ocultos entre sombras. Y el gruñido de mi rabia se fundía con el de bestias más antiguas que las montañas; y los gritos histéricos de mi infancia, con todo el rojo de su ira, no desentonaban con los gritos bárbaros e ininteligibles de bestias pregeológicas anteriores a Adán.

Y así se descubre el secreto. ¡La ira roja! La que me ha aniquilado en esta, mi vida presente. Por culpa de ella, dentro de unas semanas, seré llevado desde esta celda hasta un lugar más elevado, con una plataforma inestable, adornada en su parte superior por una soga larga y tensa; y allí me colgarán del cuello hasta que muera. La ira roja ha podido conmigo en todas mis vidas, porque ella ha sido mi catastrófica e infortunada herencia desde los tiempos del lodo primigenio, antes de los albores del mundo.

Ya es hora de que me presente. Ni estoy loco ni soy un lunático. Quiero que lo sepan, para que puedan darles el debido crédito a los hechos que pretendo explicarles. Soy Darrell Standing. Algunos de ustedes, al leer este nombre, me habrán reconocido de inmediato. Pero permítanme que exponga mi caso a la mayoría que no me conoce. Hace ocho años, yo era catedrático de Agronomía en la Facultad de Agricultura de la Universidad de California. Hace ocho años, el aletargado pueblecito de Berkeley quedó conmocionado con el asesinato del catedrático Haskell en uno de los laboratorios del departamento de Mineralogía: Darrell Standing fue el asesino.

Yo soy Darrell Standing. Me encontraron con su sangre todavía en las manos. Ahora bien, no voy a discutir sobre lo justo o lo injusto de este asunto con el profesor Haskell. Era una cuestión entre él y yo. El caso es que, en un acceso de furia, cegado por la misma ira roja que me ha maldecido a lo largo de las épocas, maté a mi compañero. Las actas del juicio demuestran que así fue; y, por una vez, estoy de acuerdo con el tribunal.

No, no me van a ahorcar por ese asesinato. Me condenaron a cadena perpetua. Por entonces, yo tenía treinta y seis años; ahora tengo cuarenta y cuatro. He pasado ocho años en San Quintín, la cárcel estatal de California. Cinco de esos años los pasé privado de luz, en la oscuridad: «aislamiento total», así lo llaman. Los hombres que son capaces de soportarlo lo llaman la muerte en vida. No obstante, durante esos cinco años conseguí un grado de libertad que pocos hombres han alcanzado jamás. A pesar de hallarme totalmente recluido, no solo fui capaz de viajar por todo el mundo, sino también de viajar por distintas épocas. Quienes me encerraron durante esos años, insignificantes al fin, me regalaron, sin tan siquiera ser conscientes de ello, el esplendor de los siglos. En realidad, gracias a Ed Morrell, deambulé por las estrellas durante cinco años. Pero Ed Morrell es otra historia. Les hablaré de él más adelante. Tengo tanto que contar que apenas sé por dónde comenzar.

Está bien, comencemos. Nací en tierras de Minnesota. Mi madre era la hija de un inmigrante sueco. Se llamaba Hilda Tonnesson. Mi padre se llamaba Chauncey Standing, americano de pura cepa. Sus antepasados se remontaban hasta Alfred Standing, un sirviente, o si lo prefieren, un esclavo, que llegó desde Inglaterra a las plantaciones de Virginia hace ya mucho tiempo, antes aun de que un joven Washington explorara las tierras vírgenes de Pennsylvania.

Uno de los hijos de Alfred Standing luchó en la Guerra de Independencia; uno de sus nietos, en la Guerra de 1812. No ha habido desde entonces una guerra en la que no haya tomado parte alguno de los Standing. Yo, el último de los Standing, que moriré muy pronto y sin descendencia, luché como soldado raso en Filipinas, nuestra última guerra, y para ello renuncié, en el mejor momento de mi temprana carrera, a mi cátedra en la Universidad de Nebraska. ¡Santo cielo, cuando renuncié iba camino de convertirme en decano de la Facultad de Agricultura de aquella universidad! ¡Yo, el vagabundo de las estrellas, el ferviente aventurero, el Caín peregrino de los siglos, el sacerdote militante de los tiempos más remotos, el eterno poeta, el soñador lunático olvidado por los siglos, a quien jamás se mencionará en los libros de historia!

Y heme aquí, con las manos manchadas de sangre en el Corredor de la Muerte de la cárcel estatal de Folsom, esperando el día decretado por la maquinaria del Estado para que sus esbirros me envíen lejos, muy lejos de aquí, al lugar al que ellos, ingenuamente, denominan la oscuridad; la oscuridad a la que tanto temen, la que puebla sus fantasías de supersticiones y terrores; la oscuridad que les conduce, sumisos y quejumbrosos, ante los altares de sus dioses antropomórficos creados por el miedo.

No, jamás seré decano de ninguna facultad de Agricultura. Y sabía mucho de agricultura. Era mi profesión. Nací para ello, me crie para ello, me eduqué para ello: era todo un maestro. Tenía un don. Puedo saber a simple vista qué vaca da leche con mayor porcentaje de nata, y dejar que el test de Babcock verifique la exactitud de mis pronósticos. Con tan solo mirar, ya no la tierra, sino un paisaje, puedo dictaminar las virtudes y deficiencias del terreno. No necesito papel tornasol para determinar si un suelo es ácido o alcalino. Repito, el cultivo de la tierra, en su más alto sentido científico, era y sigue siendo mi don. Y aun así el Estado, en representación de todos sus ciudadanos, cree que puede acabar con todos mis conocimientos colocándome una soga alrededor del cuello y valiéndose de la abrupta sacudida provocada por la ley de la gravedad: ¡toda mi sabiduría, incubada a través de los siglos, fraguada mucho antes de que los primeros rebaños nómadas pastaran en los campos de Troya!

¿Maíz? ¿Quién conoce el maíz mejor que yo? Lo que conseguí en Wistar es la mejor prueba de ello; allí incrementé la producción anual de maíz de cada condado de Iowa por valor de medio millón de dólares. Eso es historia. Muchos de los agricultores que viajan hoy en día en sus automóviles saben quién hizo posible ese automóvil; muchas chicas y chicos enfrascados en el instituto en el estudio de sus libros de texto apenas podrían imaginarse que todos sus sueños de una educación superior fueron posibles gracias a mis estudios sobre el maíz en Wistar.

¡Por no hablar de la gestión de una granja! Soy capaz de calibrar el derroche de actividad de una explotación sin estudiar registro alguno, tanto de la granja como de la mano de obra, la distribución de los edificios o del trabajo. Escribí un libro sobre todo eso, con gráficas incluidas. Sin duda alguna, en este mismo instante cien mil granjeros se estarán estrujando la cabeza ante sus páginas antes de apagar sus pipas e irse a la cama. En cambio, yo no necesitaba ni gráficas ni manuales; con solo mirar a un hombre me bastaba para conocer su predisposición, su coordinación y el porcentaje de toda la actividad que malgastaba.

Y aquí debo concluir el primer capítulo de mi narración. Son las nueve en punto, y en el Corredor de la Muerte eso significa que se apagan las luces. Ahora mismo puedo oír el sonido de los zapatos de goma del guardia, que viene a reprenderme porque mi lámpara de queroseno sigue aún encendida. ¡Como si los vivos pudieran censurar a un condenado a muerte!

Capítulo 2

Soy Darrell Standing. Muy pronto me sacarán de aquí para ahorcarme. Mientras tanto, digo lo que tengo que decir y escribo en estas páginas acerca de otros tiempos y otros lugares.

Tras conocer mi sentencia, vine a pasar el resto de «mi vida natural» a la prisión de San Quintín. Resulté ser un incorregible. Un incorregible es un ser humano indeseable; al menos esa es la connotación que tiene la palabra «incorregible» en la psicología carcelaria. Me convertí en un incorregible porque detestaba toda actividad innecesaria. Aquella cárcel, como todas las cárceles, era un escándalo, una afrenta al ahorro de esfuerzos. Me destinaron a los telares de hilo, donde la desidia y la ineficacia no tardaron en sacarme de mis casillas. ¿Cómo podría ser de otra manera, si el control y la eliminación del derroche de actividad eran mi especialidad? Antes de que se inventasen los telares a vapor, tres mil años antes, yo ya me había podrido en prisión en la antigua Babilonia y, créanme, no miento cuando afirmo que en la Antigüedad nosotros, los esclavos, tejíamos en telares manuales con más eficacia que los reclusos en los telares a vapor de San Quintín.

Aquel derroche de energía era inaceptable, y me rebelé. Traté de enseñar a los guardias unos cuantos métodos mucho más eficaces. Como pago, fui amonestado, arrastrado al calabozo y privado de luz y de alimento. Al salir, intenté trabajar entre el caos y la total incompetencia de las salas de telares. Me rebelé de nuevo y una vez más me enviaron al calabozo metido, además, en la camisa de fuerza. Me colgaron de los pulgares, obligándome a permanecer en la posición del águila, con las alas extendidas mientras era golpeado por guardias cuya inteligencia apenas les alcanzaba para intuir que yo era diferente a ellos, es decir, no tan imbécil como ellos.

Durante dos años soporté esta persecución sin sentido. Es horrible para un hombre estar completamente atado y quedar a merced de las ratas. Porque los guardias, esas bestias estúpidas, eran ratas, ratas que me roían la inteligencia, dejando los nervios sanos de mi espíritu y de mi conciencia en carne viva. Y yo, que en el pasado había sido uno de los más valerosos combatientes, en aquella vida presente ya no podía luchar. Yo era un granjero, un ingeniero agrónomo, un catedrático atado a su escritorio, un esclavo del laboratorio, interesado únicamente en la tierra y en el aumento de su productividad.

Combatí en Filipinas porque esa era la tradición de los Standing. No tenía habilidad para el combate. Me resultaba absurda la introducción de sustancias extrañas y nocivas en los cuerpos de aquellos pequeños negros. Era grotesco contemplar cómo la Ciencia prostituía todo el valor de sus logros y el ingenio de sus inventores para introducir con violencia aquellas sustancias en los cuerpos de los habitantes de los pueblos negros.

Como decía, en obediencia a la tradición de los Standing, fui a la guerra y descubrí que no tenía aptitudes para ella. Y también lo creyeron así mis oficiales, que me nombraron auxiliar de intendencia; y como auxiliar, desde un escritorio, luché en la Guerra Hispano-Estadounidense.

Por tanto, no fue por ser un tipo combativo, que no lo era, sino por ser un pensador y porque me enfurecía el derroche de energía de las salas de telares, por lo que fui perseguido por los guardias una y otra vez, hasta que lograron convertirme en un «incorregible». Mi cerebro funcionaba, y fui castigado por ello. Así se lo dije al alcaide Atherton, cuando mi actitud incorregible se había vuelto tan notoria que me llevaron hasta su despacho privado y me tiraron sobre la alfombra para tener unas palabras con él. Así le dije entonces:

—Sería absurdo suponer, querido alcaide, que esas ratas que usted tiene como guardias pudieran desalojar de mi cabeza ideas que me parecen de lo más obvio y de las que estoy plenamente convencido. La organización de esta cárcel es, en general, desastrosa. Usted no es más que un político. Es posible que haya sido capaz de manejar a todos los responsables del entramado electoral de San Francisco para lograr un puesto como el que ahora ocupa: pero usted no sabe tejer yute. Sus telares llevan cincuenta años de atraso...

Pero ¿para qué continuar con el sermón? Le demostré lo estúpido que era, y como resultado él decidió que yo era un incorregible incurable.

Ya lo dice el refrán, «cría fama...». Pues bien, el alcaide Atherton acabó justificando mi mala fama. Se lo puse muy fácil. Cargaron sobre mí las faltas de muchos otros convictos, y pagué por ellas en el calabozo, a pan y agua, colgado de los pulgares, de puntillas, durante largas horas, cada una de ellas más larga que cualquiera de mis vidas anteriores.

Los hombres inteligentes pueden ser crueles. Los hombres estúpidos son monstruosamente crueles. Los guardias y todos los que trabajaban allí, del alcaide para abajo, eran monstruos estúpidos. Lean con atención y verán lo que me hicieron. Había un poeta en la cárcel, uno de los reclusos, un falso poeta, un degenerado de frente amplia y mentón hundido. Era un impostor. Un cobarde, un informante. Un cerdo soplón: soy consciente de lo extraño que puede parecer que un catedrático de Agronomía escriba estas palabras, pero uno aprende muchas barbaridades cuando está condenado a pasar en la cárcel el resto de su vida.

Este falso poeta se llamaba Cecil Winwood. No era la primera vez que le condenaban, y a pesar de ello, como era un perro cobarde y llorón, su última sentencia fue tan solo de siete años. Había hecho méritos para reducir considerablemente su condena. La mía era para toda la vida. Y, aun así, este degenerado miserable, desesperado por ganar unos cuantos años de libertad, logró añadir una buena porción de eternidad a mi condena de por vida.

Les contaré lo que ocurrió del revés, de otro modo, pues yo mismo no llegué a entenderlo hasta mucho más tarde. Este Cecil Winwood, en un intento por conseguir los favores del capitán de patio de la prisión y, por tanto, los del alcaide, la junta directiva, la junta de perdones, y el gobernador de California, organizó una falsa fuga. Tres cosas hay que destacar en primer lugar: (a) Cecil Winwood era tan odiado por sus compañeros que no le habrían permitido que apostara ni siquiera una onza de tabaco Bull Durham en las carreras de chinches (y las carreras de chinches eran el pasatiempo preferido de los convictos); (b) yo era el que más y peor fama había criado de todo el penal; (c) para su plan, Cecil Winwood necesitaba a los de peor fama, los de cadena perpetua como yo, los desesperados, los incorregibles.

Pero los condenados a cadena perpetua detestaban a Cecil Winwood y, cuando este se les acercó con su maravilloso plan de fuga colectiva, se rieron de él y le dieron la espalda, acusándole de no ser más que un sucio chivato. Pero al final logró engatusar a cuarenta de los más resentidos del redil. Se les acercaba una y otra vez y les contaba que tenía cierta influencia en la prisión por ser hombre de confianza en la oficina del alcaide, lo que le facilitaba el acceso permanente a la enfermería.

—Demuéstralo —dijo Long Bill Hodge, un montañés condenado a cadena perpetua por el asalto a un tren, y que durante años había desarrollado una obsesión por escapar para poder matar al que fuera su compañero en el asalto, quien había declarado en su contra.

Cecil Winwood aceptó el reto. Aseguró que podía drogar a los guardias la noche de la fuga.

—Hablar es gratis —dijo Long Bill Hodge—. Lo que queremos son hechos. Droga a uno de los guardias esta noche. Hoy estará Barnum. Es un cerdo. Ayer le dio una paliza al pobre Chink en el Corredor de los Locos y, además, estando fuera de servicio. Hoy le toca el turno de noche. Drógale y haz que pierda su trabajo. Si lo consigues, hablaremos contigo.

Long Bill me contó todo esto más tarde en el calabozo. Cecil Winwood puso reparos ante la inmediatez de la prueba. Pidió que le dejaran algo de tiempo para poder sustraer la droga de la enfermería. Se lo concedieron, y una semana más tarde, anunció que estaba listo. Cuarenta condenados a cadena perpetua, todos bien curtidos, esperaron a que el guardia Barnum cayera dormido durante su turno. Y Barnum se durmió. Le pillaron y fue despedido al día siguiente.

Por supuesto, aquello convenció a los presos. Pero le quedaba por convencer al capitán de patio de la cárcel. Para ello, Cecil Winwood le ponía diariamente al tanto del progreso del plan de fuga, todo imaginado e inventado por él. El capitán de patio exigió pruebas y Winwood se las dio. Yo no me enteraría de todos los detalles hasta un año más tarde; tal es la lentitud con que se filtran los secretos de las intrigas en prisión.

Winwood aseguraba que los cuarenta hombres que pretendían fugarse, todos de su confianza, contaban ya con tanto poder en la prisión que se disponían a introducir armas automáticas con la ayuda de los guardias a los que habían sobornado.

—Demuéstramelo —debió exigirle el capitán de patio.

Y el poeta impostor se lo demostró. En la panadería, el trabajo nocturno era algo habitual. Uno de los presos, un panadero, se encargaba del primer turno de noche. Era un soplón del capitán de patio, y Winwood lo sabía.

—Esta noche —le dijo al capitán— Summerface pasará una docena de automáticas del 44. En su próximo permiso, traerá la munición. Pero esta noche me entregará las automáticas en la panadería. Allí dentro tiene usted un buen soplón. Mañana le pasará su informe.

Summerface era uno de esos típicos guardias paletos, fuerte, robusto, procedente del condado de Humboldt. Era un tío bobo e ingenuo, de buen carácter, que tan solo trataba de ganarse unos dólares traficando con tabaco entre los convictos. Aquella noche, a la vuelta de un viaje a San Francisco, trajo consigo unos siete kilos de excelente tabaco. Ya lo había hecho antes en alguna ocasión y solía entregar la mercancía a Cecil Winwood. Así que precisamente aquella noche, sin maldad alguna, le entregó su carga en la panadería. Se trataba de un pesado fardo de inocente tabaco envuelto en papel. El panadero soplón, desde su escondite, vio cómo le entregaba el paquete a Winwood y a la mañana siguiente se lo comunicó al capitán de patio.

Pero entonces la imaginación desbocada del poeta impostor fue demasiado lejos. Él fue el responsable del error que me costó cinco años de confinamiento solitario, en esta condenada celda desde la que ahora escribo. Y durante todo aquel tiempo no supe nada al respecto. Ni siquiera sabía del plan de fuga con el que había engatusado a los cuarenta condenados de por vida. No sabía nada, absolutamente nada. Y los demás sabían muy poco. Los presos no sabían que se la estaban jugando.

El capitán de patio tampoco sabía que a él también se la estaban jugando. Y Summerface era el más inocente de todos. En el peor de los casos, solo habría podido sentirse culpable por pasar de contrabando un poco de tabaco inofensivo.

Volvamos al estúpido y trágico descuido de Cecil Winwood. A la mañana siguiente, cuando se encontró con el capitán de patio, se sentía exultante. Su imaginación no conocía límites.

—Muy bien, el material entró tal como dijiste —le felicitó el capitán de patio.

—Y hay suficiente como para hacer volar por los aires media prisión —dijo Winwood.

—¿Suficiente qué? —preguntó el capitán.

—Dinamita y detonadores —prosiguió el muy imbécil—. Unos diecisiete kilos. Su soplón vio cómo Summerface me lo entregaba.

En ese mismo instante, al capitán de patio casi le da un infarto. La verdad es que ahora no puedo más que compadecerle... ¡Diecisiete kilos de dinamita perdidos en la cárcel!

Dicen que el capitán Jamie —ese era su apodo— se sentó y apoyó la cabeza entre sus manos.

—¿Dónde está? —gritó—. ¡La quiero ya! ¡Llévame hasta ella inmediatamente!

Y justo entonces, Cecil Winwood se percató del error que había cometido.

—La enterré —mintió, y no tenía más remedio, porque hacía mucho rato que había distribuido entre los reclusos los pequeños paquetes de tabaco.

—Muy bien —dijo el capitán Jamie tratando de no perder los nervios—. Llévame allí ahora mismo.

Pero no había explosivos enterrados a los que pudiera llevarle. Ni existían ni habían existido más que en la imaginación del desgraciado de Winwood.

En una prisión tan grande como San Quintín siempre hay escondrijos. Y mientras Cecil Winwood guiaba al capitán Jamie tuvo tiempo de sobra para inventar una excusa.

Como declararían más tarde el capitán y el propio Winwood ante la junta directiva, de camino hacia el supuesto escondrijo, el poeta aseguró que él y yo habíamos ocultado juntos la dinamita. ¡Y yo, recién liberado tras cinco días en el calabozo y ochenta horas con la camisa de fuerza; tan deshecho que hasta el guardia más estúpido podía ver que era incapaz de trabajar en los telares; yo, al que habían concedido un día de descanso para recuperarse del severo castigo, fui acusado de haber escondido junto a él los diecisiete kilos de inexistentes explosivos!

Winwood condujo al capitán Jamie hasta el supuesto escondite. Por supuesto, no encontraron ni rastro de la dinamita.

—¡Dios mío! —mintió Winwood—, Standing me la ha jugado. La ha desenterrado y la ha escondido en algún otro sitio.

Al capitán de patio no le acabó de convencer aquel «¡Dios mío!». Airado, en el ardor del momento, pero con absoluta sangre fría, se llevó a Winwood a su despacho, cerró las puertas y le dio una paliza tremenda. Todo salió a la luz ante la junta directiva. Pero eso fue más adelante. En aquel momento, incluso mientras era apaleado, Winwood juraba que todo lo que había contado era cierto.

¿Qué podía hacer el capitán Jamie? Estaba convencido de que había diecisiete kilos de dinamita ocultos en algún lugar de la prisión y de que cuarenta condenados a cadena perpetua, desesperados, estaban a punto de fugarse. Y sí, evidentemente, Summerface fue llamado a filas; y aunque repetía una y otra vez que el paquete contenía tabaco, Winwood juraba que era dinamita; y el capitán le creyó.

Y a estas alturas de la representación es cuando aparezco yo o, mejor dicho, cuando salgo de escena, porque me apartaron de la luz del sol y de la luz del día para encerrarme en los calabozos; y allí, en las celdas de castigo, lejos del sol y de la luz del día, estuve pudriéndome durante cinco años.

Estaba desconcertado. Acababan de sacarme del calabozo, y yacía todavía adolorido en mi celda habitual, cuando me llevaron de nuevo al calabozo.

—Y ahora —le dijo Winwood al capitán Jamie—, aunque no sabemos dónde se encuentra la dinamita, al menos está segura. Standing es el único que sabe dónde está y no saldrá ni una sola palabra suya del calabozo. Los hombres están listos para la fuga. Podremos cogerlos in fraganti. Yo soy el que ha de dar la señal. Les diré que será esta noche, a las dos, y que, después de haber drogado a los guardias, abriré las celdas y les entregaré las automáticas. Si a las dos en punto de esta noche no sorprende a los cuarenta hombres, cuyos nombres le daré, vestidos y bien despiertos, entonces, capitán, puede tenerme incomunicado el resto de mi condena. Y una vez tengamos a Standing y a los otros cuarenta encerrados en los calabozos, dispondremos de todo el tiempo del mundo para localizar la dinamita.

—Aunque tengamos que derribar la cárcel piedra a piedra —añadió con entusiasmo el capitán Jamie.

Hace ya seis años de aquello. Durante todo este tiempo no han logrado encontrar los inexistentes explosivos, y han registrado la prisión de arriba abajo cientos de veces, buscándolos. Y aun así, hasta el último día que estuvo en el cargo, el alcaide Atherton siguió creyendo en la existencia de la dinamita. Incluso a día de hoy, el capitán Jamie, quien todavía es capitán de patio, cree que la dinamita se halla oculta en algún lugar de la cárcel. Ayer mismo, en un último esfuerzo, vino desde San Quintín hasta Folsom para tratar de hacerme confesar. Y yo sé que no vivirá tranquilo hasta que me cuelguen.

Capítulo 3

Todo aquel día permanecí tumbado en el calabozo, estrujándome los sesos buscando las posibles razones de este nuevo e inexplicable castigo. La única conclusión a la que pude llegar era que algún soplón me habría echado la culpa de cualquier infracción con la intención de ganarse el favor de los guardias.

Mientras tanto, el capitán Jamie, impaciente, se preparaba para la noche, y Winwood corría la voz entre los cuarenta condenados de que estuvieran listos para la fuga. Dos horas después de medianoche todos los guardias de la prisión estaban preparados para cumplir las órdenes; lo cual también incluía a los del turno de día, que deberían haber estado durmiendo. Cuando dieron las dos en punto, se abalanzaron sobre las celdas de los cuarenta hombres. Estaban perfectamente sincronizados; abrieron todas las celdas al mismo tiempo y todos los hombres que Winwood había nombrado, sin excepción, fueron sorprendidos fuera de sus literas, completamente vestidos y agazapados justo al otro lado de la puerta. Por supuesto, esto corroboró la sarta de mentiras que el poeta impostor había fabricado para el capitán Jamie. Los cuarenta reclusos fueron descubiertos cuando estaban a punto de fugarse. De nada sirvió que todos protestaran y acusaran a Winwood de haber planeado la fuga. La junta directiva prefirió creer a un solo hombre y decidió que los cuarenta presos mentían con el fin de salvarse. Asimismo, la junta de perdones también lo creyó, y antes de que transcurrieran tres meses, Cecil Winwood, impostor y poeta, el más despreciable de los hombres, fue indultado y puesto en libertad.

Y sí, es que la trena, o el trullo, tal como llaman los presos a la cárcel, es una verdadera escuela de filosofía. Ningún recluso puede pasar en ella muchos años sin que se desmoronen sus más preciadas ilusiones, sus sueños más justos. La verdad prevalece, nos enseñan, y el crimen siempre sale a la luz. Pues bien, he aquí una excelente prueba de que el crimen no siempre sale a relucir. Tanto el capitán de patio, como el difunto alcaide Atherton, como la junta directiva de la cárcel siguieron creyendo en la existencia de aquella dinamita que nunca existió más que en la turbia y desbocada mente del degenerado impostor y poeta Cecil Winwood. Y Cecil Winwood todavía vive, mientras que yo, el único completa y verdaderamente inocente entre todos los hombres que tuvieron que ver con este asunto, subiré al patíbulo dentro de unas semanas.

Y ahora debo relatar cómo irrumpieron los cuarenta condenados en la quietud de los calabozos. Estaba durmiendo cuando la puerta exterior que da al pasillo de la galería se abrió con estruendo y me despertó.

—Algún pobre diablo —me dije; y pensé que le estarían dando una buena tunda, pues oía el ruido de unos pies en plena refriega, el impacto sordo de los golpes sobre la carne, los repentinos gritos de dolor, los insultos, las blasfemias y el sonido de cuerpos arrastrados. Al fin y al cabo, todos los hombres éramos maltratados del mismo modo. Una tras otra, las puertas de los calabozos se abrieron con violencia, y uno tras otro fueron metiendo los cuerpos a empellones, arrojándolos o arrastrándolos. Y continuamente llegaban grupos de celadores con más reclusos apaleados a quienes seguían golpeando, y se abrían las puertas de más calabozos para recibir los ensangrentados cuerpos de unos hombres cuyo único delito había sido anhelar la libertad.

Sí, ahora, al rememorarlo, pienso que uno ha de ser un gran filósofo para sobrevivir al continuo desgaste de experiencias tan brutales como esta a lo largo de años y años. Yo soy uno de esos filósofos. He soportado ese tormento durante ocho años y ahora, finalmente, como no han podido librarse de mí de otra manera, han invocado a la maquinaria del Estado para atarme una soga alrededor del cuello y que el peso de mi propio cuerpo me deje sin aliento. Sí, ya sé que los expertos aseguran ufanos que el cuello de la víctima se rompe al caer por la trampilla. También sé que las víctimas, como el viajero de Shakespeare, nunca regresan para testificar lo contrario. Pero nosotros, los que hemos vivido en la trena, sabemos de casos, silenciados desde el mismo patíbulo, en los que el cuello de la víctima no se rompe.

Por lo demás, ha de ser un espectáculo fascinante eso de ahorcar a un hombre. Nunca he visto un ahorcamiento, pero algunos testigos presenciales me han contado los detalles de docenas de ellos, de manera que sé lo que me va a ocurrir. De pie en la trampilla, atado de pies y manos, con el nudo en el cuello y la capucha negra en la cabeza, me dejarán caer hasta que el impulso de mi propio peso se detenga bruscamente por la tensión de la cuerda. Entonces los doctores se acercarán a mí. Uno tras otro se relevarán, y se subirán a un taburete, sujetándome con los brazos para que no me balancee como un péndulo, y acercarán el oído a mi pecho para contar los apagados latidos de mi corazón. A veces transcurren veinte minutos desde que se abre la trampilla hasta el momento en que el corazón deja de latir. Sí, créanme, de verdad, cuando cuelgan a un hombre se aseguran científicamente de que acabe bien muerto.

Espero que no les importe si dejo a un lado mi relato y sigo divagando, pues me gustaría plantearle un par de cuestiones a la sociedad. Tengo derecho a divagar y a preguntar lo que quiera, pues en muy poco tiempo me sacarán de aquí para hacerme eso mismo. Si el cuello de la víctima se rompe gracias a la eficaz disposición del nudo y de la soga, al cálculo eficaz del peso de la víctima y la longitud de la cuerda, ¿por qué entonces esposan a la víctima? La sociedad, en su conjunto, es incapaz de responder a esta pregunta. Pero yo sé por qué; como lo sabe también cualquiera que haya presenciado un linchamiento y haya visto a la víctima levantar sus manos, aferrarse a la soga y aliviar la presión del nudo en su cuello para poder respirar.

Les haré otra pregunta a los acomodados y engreídos miembros de esta sociedad, cuyas almas no se han acercado nunca al fuego del infierno. ¿Por qué cubren la cabeza y el rostro de la víctima con una capucha negra antes de dejarle caer por la trampilla? Por favor, recuerden que dentro de muy poco pondrán esa capucha negra sobre mi cabeza. Tengo, por tanto, derecho a preguntar. ¿No será que esos esbirros, oh queridos ciudadanos, que sus esbirros temen contemplar en el rostro aterrorizado de la víctima el crimen que cometen en su nombre?

Recuerden, por favor, que no les estoy haciendo esta pregunta en el siglo xii después de Cristo, ni en los tiempos de Cristo, ni en el siglo xii antes de Cristo. Yo, que seré ahorcado en este mismo año, el año 1913 d.C., se lo pregunto a ustedes, supuestos seguidores de Cristo, a ustedes, cuyos perros cobardes me sacarán de aquí y cubrirán mi rostro con una capucha negra para no contemplar el horror que me causan mientras aún estoy vivo.

Y ahora volvamos a lo que pasó en los calabozos. Cuando se marchó el último guardia y cerraron el portón con gran estruendo, los cuarenta hombres, apaleados, descorazonados, comenzaron a hablar y a hacer preguntas todos al mismo tiempo. Pero inmediatamente, bramando como un toro para que se oyera, Skysail Jack, un marinero descomunal, ordenó que se hiciera silencio para poder pasar lista. Los calabozos estaban llenos, y uno por uno, calabozo por calabozo, fueron gritando los nombres todos los presentes. De este modo, se aseguraban de que todos los calabozos estaban ocupados por presos de confianza, para que ningún soplón pudiese estar escondido y a la escucha.

Solo de mí dudaban los convictos, pues yo era el único hombre que no había tomado parte en el plan. Me hicieron pasar un interrogatorio. Solamente pude decirles que esa misma mañana acababa de salir del calabozo y de la camisa de fuerza, cuando, sin motivo aparente, me habían encerrado de nuevo tras haber estado fuera apenas unas horas. Mi fama de incorregible estaba a mi favor y no tardaron en reanudar la conversación.

Fue entonces, mientras estaba allí tumbado escuchándoles, cuando oí hablar por primera vez del plan de fuga que habían tramado. «¿Quién había dado el chivatazo?», se preguntaban, se seguían preguntando; y esa misma noche hallaron la respuesta. Puesto que Cecil Winwood era el único ausente, la sospecha sobre él se hizo general.

—Solo queda una cosa por hacer, muchachos —dijo finalmente Skysail Jack—. Pronto se hará de día, nos sacarán de aquí y nos harán pasar un infierno. Nos pillaron a punto de escapar, con la ropa puesta. Winwood nos la jugó y dio el chivatazo. Nos sacarán uno a uno y nos van a moler a palos. Somos cuarenta, cualquier mentira acabará por descubrirse. Así que, muchachos, cuando os hagan cantar, decid solo la verdad, toda la verdad, y que Dios nos pille confesados.

Y allí, en aquel oscuro pozo de crueldad inhumana, de calabozo en calabozo, con las caras contra los barrotes, los cuarenta condenados a perpetua juraron solemnemente ante Dios que dirían la verdad.

De poco les sirvió, sin embargo. A las nueve en punto, los guardias, matones al servicio de los engreídos ciudadanos —bien comidos y bien descansados— que forman el Estado, se lanzaron sobre nosotros, que no solo no habíamos desayunado, sino que ni siquiera habíamos bebido una gota de agua. Y los hombres recién apaleados son propensos a la fiebre. Me pregunto, queridos lectores, si algún día podrían llegar a imaginar el estado de un hombre recién vapuleado, o «reventado», como le dicen en la cárcel. Pero no, no se lo explicaré. Bastará con que sepan que estos hombres, apaleados y en estado febril, llevaban ya siete horas sin agua.

A las nueve llegaron los guardias. No eran muchos, aunque tampoco eran necesarios muchos más, porque abrían los calabozos de uno en uno. Iban armados con palos de picos, un instrumento muy útil para «disciplinar» a un hombre indefenso. De uno en uno, fueron abriendo los calabozos para castigar y apalear a los condenados. Al menos fueron ecuánimes: a mí también me dieron una buena paliza. Y esto no fue más que el principio, los preliminares del interrogatorio que cada hombre iba a sufrir él solo, ante la única presencia de las bestias a sueldo del Estado. Era solo un anticipo de lo que podíamos esperar de la sala de interrogatorios.

He pasado por casi todos los tormentos de la vida en prisión, pero el peor de todos ellos, mucho peor que lo que pretenden hacer conmigo dentro de unos días, fue aquel que sufrimos durante los días posteriores en los calabozos.

Long Bill Hodge, el robusto montañés, fue el primero en ser interrogado. Regresó dos horas después o, mejor dicho, lo trajeron de vuelta y lo tiraron sobre las losas de piedra de su calabozo. Se llevaron entonces a Luigi Polazzo, un matón de San Francisco, de la primera generación americana de origen italiano, que les insultó, se rio de ellos y les desafió a que descargasen su ira contra él.

Pasó un buen rato antes de que Long Bill Hodge pudiese dominar el dolor y decir algo mínimamente coherente:

—¿Qué es eso de la dinamita? —preguntó—. ¿Quién sabe algo de la dinamita?

Y, por supuesto, nadie sabía nada, por mucho que fuera la pregunta más repetida en el interrogatorio.

Luigi Polazzo estuvo de vuelta en poco menos de dos horas, y volvió hecho una piltrafa, delirando, incapaz de responder a las preguntas que le llovían desde los calabozos, donde los hombres que habían de pasar por lo que él había pasado querían saber a toda costa qué le habían hecho y qué le habían preguntado.

Durante las siguientes cuarenta y ocho horas, Luigi fue interrogado dos veces más. Después de aquello, convertido en un tarado, farfullando, lo trasladaron al Corredor de los Locos. Su constitución sigue siendo fuerte, su espalda amplia, su nariz grande, su pecho ancho y su sangre pura; pero seguirá babeando, diciendo cosas sin sentido, en el manicomio, hasta mucho después de que a mí me hayan colgado y haya así escapado del tormento de los penales de California.

De uno en uno, se los fueron llevando. De uno en uno, también, los traían de vuelta, unos aullando de dolor, otros delirando en la oscuridad. Y mientras estaba allí tumbado, escuchando los lamentos, las quejas y toda la palabrería de aquellas mentes confundidas por el dolor, me pareció recordar, de manera vaga, reminiscente, que alguna vez, en algún lugar, había estado sentado en lo alto, indiferente y orgulloso, y había escuchado coros similares de lamentos y quejas. Más tarde, como después se verá, identificaría este vago recuerdo y sabría que aquellos lamentos y quejas eran los de los miserables esclavos remeros encadenados a sus bancos, a quienes oía desde lo alto, en la toldilla, cuando era un soldado que viajaba en una galera de la Antigua Roma. Aquello ocurrió cuando era capitán y me hice a la mar rumbo a Alejandría, de camino hacia Jerusalén... pero esa es una historia que contaré más adelante. Mientras tanto...

Capítulo 4

Mientras tanto, después de haber sido descubierto el plan de fuga, padecimos los horrores del calabozo y, en ningún momento, durante aquellas interminables horas de espera, dejé de ser consciente de que también yo, como los otros convictos, tendría que soportar el tormento del interrogatorio; y que sería traído de vuelta, hecho trizas, y arrojado, a través de la puerta metálica, sobre el suelo de piedra de mi calabozo.

Vinieron a por mí. Sin gracia ni cortesía, a puro golpetazo, insultándome, me llevaron ante el capitán Jamie y el alcaide Atherton, ambos escudados en la fuerza de media docena de salvajes guardias —pagados con los impuestos que los ciudadanos abonan al Estado— que permanecían en la habitación para echar una mano en todo aquello que se les ordenase. No hubo necesidad, sin embargo, de utilizar sus servicios.

—Siéntate —ordenó el alcaide Atherton, señalando una silla.

Y yo, tumefacto y dolorido, sin haber probado el agua durante todo un día y una noche, desmayado de hambre, debilitado por una paliza que se sumaba a los cinco días en el calabozo y a las ochenta horas en la camisa de fuerza, abrumado por las calamidades del destino del hombre, temeroso de lo que estaba a punto de sucederme tras observar lo que les había sucedido a los otros, yo, un miserable desecho de aquel que anteriormente fuera profesor de Agronomía en la facultad de una apacible ciudad universitaria, dudaba si aceptar o no la invitación a tomar asiento.

El alcaide Atherton era un hombre corpulento, muy fuerte. De repente, sus manos se abalanzaron sobre mí y me agarró por los hombros. Yo era como una pluma entre sus manos, que me alzaron del suelo y me estrellaron contra la silla.

—Ahora —dijo mientras yo jadeaba, atragantándome de dolor—, cuéntamelo todo, Standing. Escupe, suéltalo todo si sabes lo que te conviene.

—No sé nada de lo que ha pasado... —comencé.

Aquello fue todo lo que pude decir. Dio un salto y, gritando, se abalanzó como una bestia sobre mí. Me volvió a levantar por el aire y me aplastó contra la silla.

—Sin tonterías, Standing —me avisó—. Confiesa. ¿Dónde está la dinamita?

—No sé nada de ninguna dinamita —protesté, y de nuevo me levantó y me volvió a estrellar contra la silla.

He soportado torturas de toda clase, pero ahora que reflexiono sobre ello en la tranquilidad de estos, mis últimos días, estoy seguro de que ninguna fue como la que sufrí en aquella silla. Golpearon mi cuerpo contra aquella dura silla hasta que dejó de parecer una silla. Trajeron otra, y al momento quedó destrozada. Fueron trayendo más y más sillas, y una y otra vez la eterna pregunta sobre la dinamita.

Cuando el alcaide Atherton se cansó, fue relevado por el capitán Jamie; luego el guardia Monohan ocupó el lugar del capitán Jamie para seguir reventándome contra la silla. Siempre preguntaban por la dinamita, la dinamita. «¿Dónde está la dinamita?», y no había dinamita en ningún sitio.

Y eso que, hacia el final de la sesión, yo habría dado la mitad de mi alma inmortal por unos cuantos gramos de dinamita que poder confesar.

No sé bien cuántas sillas más destrozó mi cuerpo. Me desmayé tantas veces, que al final lo recuerdo todo como una pesadilla. Fui conducido, medio empujado, medio arrastrado, de vuelta a la oscuridad. Cuando recobré el conocimiento, vi que había un soplón en mi celda. Era un pobre drogadicto, un tipo de rostro pálido, condenado a poco tiempo, capaz de cualquier cosa con tal de conseguir un poco de droga. Tan pronto como le reconocí, me arrastré hasta la reja y grité hacia el pasillo:

—¡Hay un soplón conmigo, compañeros! ¡Es Ignatius Irvine! ¡Cuidado con lo que decís!

La explosión de improperios que siguió hubiera hecho temblar a gente mucho más curtida que Ignatius Irvine. Daba lástima verlo tan asustado, mientras todos los convictos, los adoloridos condenados a perpetua, rugiendo como bestias, le amenazaban con las cosas horribles que le harían en los próximos años.

De haber algún secreto, la presencia de un soplón en el calabozo habría mantenido callados a los hombres. Pero como todos habían jurado decir la verdad, hablaron abiertamente ante Ignatius Irvine. El gran misterio era la dinamita, de la que sabían tan poco como yo. Recurrieron a mí. Me rogaron que, si sabía algo sobre la pólvora, confesara y les salvara a todos de desgracias mayores. Y solo pude decirles la verdad: que no sabía nada de nada.

Antes de que los guardias se lo llevaran, el soplón me contó algo que confirmaba la gravedad del asunto de la dinamita. Evidentemente, hice correr la noticia: en todo el día no había funcionado una sola rueda en toda la cárcel. Los miles de reclusos, en vez de trabajar, habían permanecido encerrados en sus celdas, y se decía que ninguna de las fábricas volvería a funcionar hasta que apareciese la dinamita que alguien había escondido en algún lugar del recinto.

Y los interrogatorios continuaron. Siempre de uno en uno, sacaban a rastras a los reclusos de sus calabozos y los devolvían, ya arrastrados, ya cargando con ellos, inconscientes. Dijeron que el alcaide Atherton y el capitán Jamie, agotados por el esfuerzo, se relevaban cada dos horas. Mientras uno dormía, el otro interrogaba a los reclusos. Y dormían, con la ropa puesta, en la misma habitación en la que iban apaleando a aquellos robustos hombres.

Hora tras hora, en la oscuridad del calabozo, aumentaban la locura y el tormento.

Créanme, sé de lo que hablo, la horca no es nada comparada con el modo en que se puede apalear a un hombre hasta la muerte y, sin embargo, seguir viviendo. Como ellos, yo también sufrí el dolor y la sed; pero a mi sufrimiento se añadía el hecho de que yo era consciente de los sufrimientos de los demás. Había sido un incorregible durante dos años, mi sistema nervioso y mi cerebro se habían endurecido ante tanto sufrimiento. Es aterrador ver destrozado a un hombre que antes ha sido fuerte. En aquel momento, había a mi alrededor cuarenta tíos duros a quienes estaban reventando. Y a medida que los presos comenzaban a suplicar que les llevaran agua, el lugar se iba convirtiendo en una locura de aullidos, sollozos, murmullos y desvaríos de hombres en pleno delirio.

¿No se dan cuenta? Nuestra verdad, la pura verdad que confesábamos, era nuestra condena. Al escuchar a los cuarenta hombres decir lo mismo con tal unanimidad, el alcaide Atherton y el capitán Jamie llegaron a la conclusión de que se habían aprendido el testimonio y lo recitaban de memoria como loros.

Desde el punto de vista de las autoridades, su situación era aún más desesperada que la nuestra. Según supe después, se había convocado a la junta directiva de prisiones por telégrafo, y dos compañías de la milicia estatal se apresuraban hacia la prisión.

Era invierno, y las heladas son frecuentes incluso en el templado invierno californiano. No teníamos mantas en los calabozos. Tengan en cuenta, por favor, el horrible frío que se siente, con el cuerpo cubierto de magulladuras, al tumbarse sobre la piedra helada. Al final nos dieron agua. Entre burlas e insultos, los guardias corrían con las mangueras de incendio y lanzaban los potentes chorros contra nosotros, calabozo por calabozo, hora tras hora, golpeando de nuevo nuestros cuerpos doloridos, maltratados de nuevo por la violencia del agua, hasta que el agua nos llegaba hasta las rodillas, agua por la que antes suplicábamos y que ahora ansiábamos que desapareciera.

Me saltaré el resto de lo que ocurrió en los calabozos. Diré solamente que ninguno de aquellos condenados a cadena perpetua volvió a ser el mismo. Luigi Polazzo nunca recuperó la cordura. Long Bill Hodge fue perdiendo lentamente el juicio, y un año más tarde también a él se lo llevaron al Corredor de los Locos. Y muchos otros siguieron a Hodge y a Polazzo; algunos, cuya resistencia física se había deteriorado, cayeron víctimas de la tuberculosis carcelaria. Casi la mitad de aquellos hombres moriría en los siguientes seis años.

Después de cinco años de encierro en solitario, cuando me sacaron de San Quintín para asistir al juicio, volví a ver a Skysail Jack. Apenas pude distinguirle, porque la luz del sol me cegaba como a un murciélago tras cinco años de oscuridad; aun así, vi lo bastante como para que se me encogiera el corazón. Le vi mientras cruzaba el patio de la cárcel. El pelo se le había vuelto canoso, había envejecido prematuramente. Tenía el pecho hundido y la cara demacrada. Le temblaban las manos como a un enfermo y se tambaleaba al caminar. Los ojos se le llenaron de lágrimas al reconocerme, pues también yo era una triste sombra de lo que había sido. Yo pesaría unos cuarenta kilos. Tenía el pelo también muy canoso y no me lo había cortado en cinco años, al igual que la barba y el bigote. Yo también me tambaleaba al caminar, de modo que los guardias tenían que asistirme para atravesar aquel trecho del patio bajo un sol cegador. Skysail Jack y yo nos miramos el uno al otro y nos reconocimos bajo nuestros despojos.

Los hombres como él gozan de privilegios incluso en una cárcel, por lo que se atrevió a saltarse la ley y me habló con voz quebrada y temblorosa.

—Eres de los buenos, Standing —masculló—. Nunca cantaste.

—Pero no sabía nada, Jack —le respondí, susurrando. No podía más que susurrar, ya que cinco años de silencio casi me habían hecho perder la voz—. No creo que hubiera ninguna dinamita.

—Eso es —musitó, asintiendo con la cabeza de modo infantil—. Aférrate a eso. Nunca dejes que lo descubran. Eres de los buenos. Me quito el sombrero ante ti, Standing. Nunca cantaste.

Los guardias me hicieron continuar, y aquella fue la última vez que vi a Skysail Jack. Hasta él acabó por creerse el cuento de la dinamita.

Dos veces me llevaron ante la junta directiva en pleno. Todos sus miembros intentaron, sucesivamente, intimidarme y engañarme. Terminaron por ofrecerme dos alternativas: si finalmente les entregaba la dinamita, recibiría un castigo simbólico de treinta días de calabozo y después me destinarían a la biblioteca de la cárcel como recluso de confianza; si persistía en mi obstinación y no revelaba dónde estaba, me tendrían incomunicado durante el resto de mi condena. En mi caso, al estar condenado a cadena perpetua, equivalía a permanecer solo, incomunicado en una celda de castigo, el resto de mi vida.

Y sí, oh sí, ya sé que California es un lugar muy civilizado. No existe tal ley en el código. Se trata de un castigo cruel e insólito, y ningún Estado moderno podría amparar dicha ley. Sin embargo, en la historia de California, yo soy el tercer hombre que ha sido condenado al aislamiento de por vida. Los otros dos fueron Jake Oppenheimer y Ed Morrell. Les hablaré de ellos muy pronto; durante años nos pudrimos juntos en el silencio de aquellas celdas.

Ah, otra cosa. En muy poco tiempo me llevarán a la horca. No, no por matar al catedrático Haskell; ese crimen mereció nada más la cadena perpetua. Me van a colgar porque me encontraron culpable de asalto y agresión. Y esto no es simple disciplina carcelaria. Es la ley, tal como se puede leer en los estatutos de lo criminal.

Creo que hice sangrar por la nariz a un hombre. Nunca le vi sangrar, pero al parecer hubo testigos. Thurston, así se llamaba. Era un guardia de San Quintín. Pesaría unos setenta kilos y estaba en buena forma. Yo pesaría menos de cuarenta kilos, estaba ciego como un murciélago por causa de la prolongada estancia a la sombra, y había estado recluido tanto tiempo entre los estrechos muros de la celda que los espacios abiertos me mareaban. En realidad, el mío era un caso claro de agorafobia incipiente, como supe de repente aquel día que salí de mi encierro y le di un puñetazo al guardia Thurston en la nariz.

Le golpeé en la nariz y le hice sangrar cuando se cruzó en mi camino y trató de agarrarme. Y por ello me van a colgar. Según una ley del estado de California, si un condenado a cadena perpetua como yo golpea a un guardia de la cárcel como Thurston, debe ser castigado con la pena capital. Seguramente la hemorragia no le debió de molestar más de media hora; y aun así van a colgarme por ello.

¡Y ya ven ustedes! Esta ley, en mi caso, es ex post facto. No existía cuando maté al profesor Haskell, ni se promulgó hasta después de que recibiera mi sentencia a cadena perpetua. Y de eso se trata precisamente: mi sentencia a cadena perpetua me dio la condición jurídica necesaria para una ley que todavía no había aparecido. Al ser un condenado de por vida, me van a colgar por agredir al guardia Thurston. Es claramente ex post facto y, por tanto, inconstitucional.