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El protagonista Niord es miembro del pueblo de Nordheim. La emigración le lleva junto con su pueblo a enfrentarse a la tribu del picto Grom. Tras un duro combate en el que Niord perdona la vida a su adversario, ambos se hacen amigos. Bragi, hermano de Niord se asienta junto con una parte de la tribu en el Valle de las Piedras Rotas. Grom intenta disuadirles pero nadie atiende sus razones.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
EL VALLE DEL GUSANO
ROBERT E. HOWARD
Los caminantes de Valhalla
El cielo estaba lívido, melancólico y repulsivo, con el azul del acero empañado, cruzado por estandartes de un escarlata pálido. Recortadas contra el borroso manchón rojizo se extendían las chatas colinas que son los picachos de esa árida tierra alta, una lúgubre extensión de arenas a la deriva y robledales resecos, salpicada de campos estériles donde los aparceros consumen sus vidas horriblemente inútiles en un trabajo sin frutos y un amargo deseo.
Había subido cojeando a un risco que se alzaba por encima de los demás, flanqueado a cada lado por los resecos bosquecillos de robles. La terrible tristeza y la monótona desolación de los paisajes que se extendían ante mí convertían mi alma en polvo y cenizas. Me dejé caer sobre un tronco medio podrido y la agónica melancolía de esa tierra triste pesó duramente sobre mí. El rojo sol, medio velado por los torbellinos de polvo y las capas de nubes, se hundía; colgaba a la altura de una mano por encima del borde occidental. Pero su puesta no le daba gloria alguna a las ensombrecidas dunas. Su oscuro resplandor no hacía sino acentuar la tremenda desolación de la tierra.
Me di cuenta entonces, repentinamente, de que no estaba solo. Una mujer había salido del espeso robledal y permanecía inmóvil contemplándome. La miré maravillado, en silencio. La belleza era tan escasa en mi vida que a duras penas si era capaz de reconocerla, pero sabía que esa mujer era inconcebiblemente hermosa. No era alta ni baja; delgada pero de admirable conformación. No recuerdo su vestido; tengo la vaga impresión de que iba ataviada rica pero modestamente. Pero recuerdo la extraña belleza de su rostro, encuadrado en la oscura gloria ondulante de su cabellera. Sus ojos capturaron los míos como un imán; no puedo deciros cuál era su color. Eran oscuros y luminosos, con una luz tal como nunca había visto en unos ojos. Habló y su voz, de un acento extraño, era desconocida a mis oídos y tan dorada como campanas distantes.
-¿Por que estás triste, Hialmar?
-Me confunde, señorita -respondí - Mi nombre es James Allison. ¿Buscaba usted a alguien?
Sacudió lentamente la cabeza.
-Vine para contemplar una vez más la tierra. No había pensado encontrarte aquí.
-No la entiendo –dije-. Nunca la había visto antes. ¿Es nativa de este país? No habla como una tejana.
Sacudió la cabeza.
-No. Pero conocí esta tierra hace mucho... mucho, mucho tiempo.
-No parece tan vieja -dije bruscamente-. Me disculpará por no levantarme. Como ve, sólo tengo una pierna, y la subida hasta aquí era tan larga que me veo obligado a sentarme y descansar.
-La vida te ha tratado duramente -dijo con dulzura-. Apenas te había reconocido. Tu cuerpo está tan cambiado...
-Debió conocerme antes de que perdiera la pierna -dije con amargura-, aunque podría jurar que no la recuerdo. Tenía solo catorce años cuando un mustang me cayó encima y me aplastó la pierna de tal modo que debió ser amputada. Quisiera Dios que hubiera sido mi cuello.
Así hablan los lisiados con los desconocidos: no tanto suplicando simpatía, sino con el desesperado grito de un alma torturada más allá de todo aguante.
-No te entristezcas -dijo quedamente-. La vida toma, pero también da...
-¡Oh, no me suelte un discurso sobre la resignación y el buen ánimo! -grité salvajemente-. ¡Si tuviera el poder de estrangular a cada pomposo optimista del mundo! ¿De qué he de alegrarme? ¿Qué he de hacer salvo sentarme y esperar a la muerte que se arrastra lentamente hacia mí a causa de un mal incurable? No tengo recuerdos para alegrarme, ni futuro hacia el que mirar, excepto unos cuantos años más de dolor y pena, y luego la negrura del olvido absoluto. Nunca hubo belleza alguna en mi vida, yaciendo en esta tierra salvaje y olvidada.
Los diques de mi reticencia se habían roto y mis amargos sueños, largo tiempo contenidos, se desbordaron; y tampoco parecía extraño que vertiera mi alma a esta mujer extraña que jamás había visto antes.
-La tierra recuerda -dijo.
-Sí, pero yo no comparto sus recuerdos. Podría haber amado la vida y vivir profundamente como un vaquero, incluso aquí, antes de que los colonos convirtieran el país de una tierra abierta en una sucesión de granjas enfrentadas. Podría haber vivido profundamente como cazador de búfalos, guerrero indio o explorador, incluso aquí. Pero nací fuera de mi tiempo, y hasta las hazañas de esta era cansada me fueron negadas.
Nadie puede explicar la amargura de sentirse encadenado e indefenso, y sentir cómo se reseca la sangre caliente en mis venas, y los sueños brillantes desvanecerse en mi cerebro. Provengo de una raza inquieta, luchadora y vagabunda. Mi tatarabuelo murió en El Álamo, codo a codo con David Crockett. Mi abuelo cabalgó con Jack Hayes y Bigfoot Wallace, y cayó con tres cuartas partes de la brigada de Hood. Mi hermano mayor cayó en Vimy Ridge, luchando con los canadienses, y el otro murió en el Argonne. Mi padre es un lisiado también, dormita todo el día sentado en su silla, pero sus sueños están llenos de buenos recuerdos, porque la bala que le rompió la pierna le hirió mientras cargaba en la colina de San Juan.
Pero, ¿qué tengo yo para sentir, soñar o pensar?
-Deberías recordar -dijo en voz baja-. Incluso ahora los sueños deberían acudir a ti como los ecos de laúdes distantes. ¡Yo recuerdo! Cómo me arrastré de rodillas hacia ti, y cómo me perdonaste... sí, y el estruendo y el retumbar de la tierra que cedía... ¿acaso nunca sueñas que te ahogas?
Me sobresalté.
-¿Cómo puede saber eso? Una y otra vez he sentido el remolino de las aguas espumeantes que se alzan como una montaña verde sobre mí, y me he despertado, jadeando y ahogándome... pero, ¿cómo puede saberlo?
-Los cuerpos cambian; el alma permanece soñolienta e intacta -respondió enigmáticamente-. Hasta el mundo cambia. Esta es una tierra desolada, dices, pero sus recuerdos son antiguos y más maravillosos que los de Egipto.
Meneé la cabeza, maravillado.
-O está loca, o lo estoy yo. Texas tiene recuerdos gloriosos de guerra, conquista y drama... pero, ¿qué son sus escasos centenares de años de historia comparados con la antigüedad de Egipto... en antigüedad, quiero decir?
-¿Cuál es la peculiaridad del estado como un todo? -preguntó ella.
-No sé exactamente lo que quiere decir -respondí-. Si se refiere a lo geológico, la peculiaridad que me ha sorprendido es el hecho de que la tierra no es sino una sucesión de grandes mesetas, o estanterías, alzándose desde el nivel del mar hasta los cuatro mil pies de altura, como los peldaños de una escalera gigantesca, con las pausas entre ellos de colinas boscosas. La última es el Caprock, y por encima de eso empiezan las Grandes Llanuras.
-En tiempos, las Grandes Llanuras se extendieron hasta el Golfo -dijo-. Hace mucho, mucho tiempo lo que ahora es el estado de Texas era una vasta meseta que descendía suavemente basta la costa, pero sin los accidentes y desniveles de hoy. Un poderoso cataclismo quebró la tierra en el Caprock, el océano rugió por encima de él y el Caprock se convirtió en la nueva línea costera. Después, era a era, las aguas retrocedieron lentamente, dejando los escalones tal y como son hoy. Pero al retroceder arrastraron a las profundidades del Golfo muchas cosas extrañas... ¿acaso no recuerdas las vastas llanuras que corrían desde el crepúsculo hasta los acantilados por encima del mar resplandeciente? ¿Y la gran ciudad que dominaba esos acantilados?
La miré, asombrado. De pronto se inclinó hacia mí y la gloria de su extraña belleza casi me avasalló. Mis sentidos vacilaron. Me puso las manos ante los ojos en un gesto extraño.
-¡Verás! -gritó agudamente-. Ves... ¿qué es lo que ves?
-Veo las dunas de arena y los bosques resecos ennegrecerse bajo la puesta de sol -respondí como un hombre que habla lentamente, en trance-. Veo el sol descansando en el horizonte occidental.
-¡Ves anchas llanuras que se extienden hasta acantilados resplandecientes! –gritó-. Ves las agujas, y la cúpula dorada de la ciudad, centelleando al crepúsculo! ¡Ves...
Como si la noche hubiera caído de pronto, la oscuridad me sumergió y la irrealidad, en la que lo único existente era su voz, urgente, imperiosa...
Sentí desvanecerse el tiempo y el espacio -una sensación de girar sobre golfos ilimitados, con vientos cósmicos que soplaban contra mí- y luego contemplé nubes que se retorcían, irreales y luminosas, que cristalizaron en un extraño paisaje... familiar, pero fantásticamente extraño. Vastas llanuras sin arbolado se perdían a lo lejos hasta confundirse con horizontes neblinosos. En la distancia, al sur, una ciclópea ciudad negra alzaba sus agujas contra el cielo del atardecer, y más allá brillaban las aguas azules de un mar tranquilo. Y, más cerca, una hilera de figuras se movía a través del terreno. Eran hombres altos, con cabellera amarilla y fríos ojos azules, ataviados con petos de malla y cascos con cuernos, y llevaban escudos y espadas.
Uno difería de los demás en ser bajo, aunque de fuerte constitución, y moreno. Y el alto guerrero de cabellera amarilla que caminaba a su lado... por un fugaz momento hubo un claro sentimiento de dualidad. Yo, James Allison del siglo xx, vi y reconocí al hombre que era en esa edad distante y esa tierra extraña. La sensación se desvaneció casi al instante, y yo era Hialmar, un hijo de los Rubios, sin conocimiento de cualquier otra existencia, pasada o futura.
Pero mientras narro la historia de Hialmar, me veré forzado a interpretar algo de lo que vio, hizo y fue, no como Hialmar, sino como el yo moderno. Reconoceréis esas interpretaciones en su sitio. Pero recordad que Hialmar era Hialmar y no James Allison; que no sabía ni más ni menos de lo contenido en sus propias experiencias, limitado por las fronteras de su propia vida. Yo soy James Allison y fui Hialmar, pero Hialmar no era James Allison; los hombres pueden volver la vista diez mil años atrás; él no puede mirar hacia adelante ni siquiera un momento.
Éramos quinientos y teníamos la vista clavada en las negras torres que se alzaban contra el azul del mar y el cielo. Habíamos guiado nuestro curso por ellas todo el día, desde que el primer resplandor rojo del alba las había revelado a nuestros ojos maravillados. Un hombre podía ver muy lejos en esas llanuras ralas y herbosas; a primera vista habíamos creído la ciudad cercana, pero habíamos andado todo el día, y aún estábamos a millas de distancia.
Acechando en nuestras mentes había estado la idea de que era una ciudad fantasma... uno de los espectros que nos habían perseguido en nuestra larga marcha a través de los amargos desiertos polvorientos al oeste donde, en los cielos ardientes, habíamos visto reflejados lagos tranquilos, bordeados de palmeras, y ríos serpenteantes, y espaciosas ciudades, todas las cuales se desvanecían al acercarnos. Pero esto no era un espejismo nacido del sol, el polvo y el silencio. Perfilados en el claro cielo del atardecer vimos fácilmente los gigantescos detalles de las masivas torretas y los severos contrafuertes; las torres almenadas y el titánico muro.
¿En qué oscura edad yo, Hialmar, caminé con los hombres de mi tribu a través de esas llanuras hacia una ciudad sin nombre? No puedo decirlo. Hace tanto tiempo que el pueblo de amarilla cabellera moraba aún en Nordheim y se les llamaba no arios, sino Vanir pelirrojos y Aesir de dorada cabellera. Era antes de que las grandes migraciones de mi raza poblaran el mundo, aunque migraciones menores habían empezado ya. Nos encontrábamos a años de viaje de nuestro hogar natal del norte. Tierras y mares yacían entre él y nosotros. ¡Oh, ese largo, largo viaje! Ninguna migración de pueblo alguno, ni las de mi propio pueblo, que han sido épicas, la igualó jamás. Nos habían llevado alrededor del mundo –del norte nevado a las vastas llanuras, y los valles de la montaña cultivados por el pacifico pueblo moreno... a las cálidas y asfixiantes junglas, que apestaban a podredumbre y rebosaban de vida... a través de las tierras del este que ardían con colores crudos y primitivos bajo las ondeantes palmeras, donde antiguas razas vivían en ciudades de piedra tallada... subiendo otra vez por el hielo y la nieve y a través de un brazo helado del mar... luego descendiendo por las desolaciones cubiertas de nieve donde hombres achaparrados que comían grasa de ballena huyeron chillando de nuestras espadas; al sur y al este, a través de montañas gigantescas y bosques titánicos, solitarios, colosales y desolados como el Edén después de que el hombre fuera expulsado... sobre las abrasadoras arenas del desierto y las ilimitadas llanuras, hasta que al fin, más allá de la silenciosa ciudad negra, vimos una vez más el mar.
Algunos se habían hecho viejos en ese proyecto. Yo, Hialmar, había llegado a la edad viril. Cuando di mi primer paso en el largo camino era un muchacho; ahora era un hombre joven, un guerrero probado, de miembros poderosos, con los hombros anchos y cuadrados, la garganta musculosa y un corazón de hierro.
Todos éramos hombres fuertes... gigantes mas allá de la comprensión de los hombres modernos. No existe hoy en la tierra hombre tan fuerte como el mas débil de nuestra partida, y nuestros poderosos tendones eran capaces de tan cegadora velocidad que a su lado los movimientos del mejor entrenado de los atletas modernos parecerían lentos, torpes y pesados. Nuestra fortaleza era más que física; nacidos de una raza lupina, los años de nomadeo y lucha con el hombre y el animal y los elementos en todas sus formas habían instalado en nuestras almas el propio espíritu de lo salvaje... el intangible poder que aletea en el largo aullido del lobo gris, que ruge en el viento del norte, que duerme en la poderosa inquietud de los ríos turbulentos, que resuena en los latigazos del helado granizo, el batir de las alas del águila, y acecha en el pensativo silencio de los grandes espacios.
He dicho que era un viaje extraño. No era la migración de una tribu entera, hombres, mujeres de amarilla cabellera y niños desnudos. Éramos todos hombres, aventureros para quienes incluso los caminos del nomadeo y la guerra eran demasiado apacibles. Habíamos emprendido el camino nosotros solos, conquistando, explotando y vagando, conducidos sólo por nuestro paranoico impulso de ver mas allá del horizonte.
Al principio habíamos sido mas de un millar; ahora éramos quinientos. Los huesos de los demás se blanqueaban a lo largo de aquella ruta que circundaba el mundo. Muchos jefes nos habían guiado y habían muerto. Ahora nuestro jefe era Asgrimm, envejecido en ese errar interminable... un luchador amargo y flaco, tuerto y semejante al lobo, que mordisqueaba siempre su barba grisácea.
Veníamos de muchos clanes, pero todos eran de los Aesir de dorada cabellera, excepto el hombre que andaba a mi lado. Era Kelka, mi hermano de sangre, y un picto. Se nos había unido entre las colinas selváticas de una tierra lejana que marcaba la migración más oriental de su raza, donde los tam tams de su pueblo latían incesantemente a través de la noche cálidamente estrellada. Era bajo, de miembros robustos, tan mortífero como un gato de la jungla. Los Aesir éramos bárbaros, pero Kalka era un salvaje. Tras el yacía el caos abismal de la negra jungla llena de chillidos. En su paso cauteloso había la zarpa del tigre, en sus manos de negras uñas la presa del gorila; el fuego que arde en los ojos del leopardo ardía en los suyos.
¡Oh, éramos una horda endurecida, y habíamos dejado nuestro rastro de sangre y ascuas humeantes en muchas tierras! No me atrevo a repetir las matanzas, rapiñas y masacres que dejábamos a nuestra espalda, pues retrocederíais horrorizados. Sois de una era más blanda y apacible, y no podéis entender esos tiempos salvajes cuando una jauría de lobos desgarraba a otra, y las morales y las costumbres de la vida diferían de las de esta época como los pensamientos de un lobo gris asesino de los de un gordo perro faldero dormitando ante el hogar.
Esta larga explicación la he dado para que podáis entender qué clase de hombres cruzaban esa llanura hacia la ciudad, y con tal entendimiento interpretar lo que vino después. Sin esa comprensión la saga de Hialmar no es sino un caos aullante, sin rima ni significado.
No nos asustó la visión de la gran ciudad. Habíamos devastado con las manos enrojecidas otras ciudades en otras tierras más allá del mar. Muchos conflictos nos habían enseñado a evitar el combate con fuerzas superiores cuando era posible, pero no reníamos miedo. Estábamos igualmente dispuestos a la guerra y al festín de amistad, como escogiera la gente de la ciudad.
Nos habían visto. Estábamos lo bastante cerca para distinguir las hileras de huertos, campos y viñedos fuera de los muros, y las figuras de los trabajadores que se escabullían hacia la ciudad. Vimos un brillo de lanzas en los edificios, y oímos el rápido pulso de los tambores de guerra.
-Será la guerra, hermano -dijo Kelka guturalmente, disponiendo firmemente su escudo en el brazo izquierdo.
Tomamos nuestros cinturones y asimos las armas... no de cobre y bronce como nuestro pueblo lo trabajaba aún en la lejana Nordheim, sino de aguzado acero, forjado por un pueblo vencido y hábil en la tierra de las palmeras y elefantes, cuyos guerreros armados de acero no habían sido capaces de contenernos.
Nos detuvimos en la llanura a moderada distancia de los grandes muros negros que parecían construidos con bloques gigantescos de piedra basáltica. Asgrimm se adelantó de nuestras filas, desarmado, con las manos levantadas, la palma abierta hacia fuera, como signo de parlamentar. Pero una flecha se clavó en el suelo cerca de él, trazando un arco desde las torretas, y él retrocedió hasta nuestras filas.
-¡Guerra, hermano! -siseó Kelka, rojos fuegos brillando en sus negros ojos.
Y en ese momento las enormes puertas se abrieron y de ellas surgieron filas de guerreros, sus plumas de guerra agitándose sobre ellos entre el destellar de las lanzas. El sol poniente arrancaba fuego de sus pulidos cascos de cobre.
Eran altos y de constitución esbelta, oscuros de piel, aunque ni negros ni morenos, con rasgos firmes y aquilinos. Sus arneses eran de cobre y cuero, sus escudos estaban cubiertos de chagrén verde. Sus lanzas, sus esbeltas espadas y largas dagas eran de bronce. Avanzaron en perfecta formación, unos mil quinientos, una marea de plumas en movimiento y lanzas destellantes. Detrás de ellos, los edificios estaban llenos de espectadores.
No se parlamentó. Mientras se acercaban, el viejo Asgrimm gritó como un lobo en la cacería y cargamos para enfrentarnos al ataque. No íbamos en formación; corrimos hacia ellos como lobos, y vimos el desprecio en sus rostros de halcón al acercarnos. No tenían arcos y ni una flecha fue disparada desde nuestras filas lanzadas a la carrera, ni se arrojó una lanza. Deseábamos sólo llegar al cuerpo a cuerpo. Cuando estábamos a tiro de jabalina nos enviaron una lluvia de lanzas, la mayoría de las cuales rebotaron en nuestros escudos y corseletes, y después, con un rugido gutural, nuestra carga se estrelló en el blanco.
¿Quién dijo que la ordenada disciplina de una civilización degenerada puede enfrentarse a la pura ferocidad de la barbarie? Luchaban para combatir como una sola unidad; nosotros luchamos como individuos, lanzándonos de cabeza contra sus lanzas, dando tajos como locos. Toda su primera línea se hundió bajo nuestras silbantes espadas, y las filas posteriores retrocedieron y vacilaron al sentir los guerreros el brutal impacto de nuestra increíble fuerza. Si hubieran aguantado, podrían habernos flanqueado, cercándonos con su numero superior y nos habrían degollado. Pero no pudieron aguantar. Nos abrimos paso como un arado en una tormenta de golpes martilleantes, rompiendo sus líneas, pisoteando a sus muertos mientras proseguíamos irresistiblemente hacia adelante. Su formación de batalla se derritió; lucharon contra nosotros hombre a hombre, y la batalla se convirtió en una carnicería. Pues en fuerza personal y ferocidad, no podían comparársenos.
¡Les segamos como maíz; les cosechamos como grano maduro! ¡Oh, cuando revivo esa batalla parece que James Allison le cede el sitio al acorazado y potente Hialmar, con la locura de la guerra en su cerebro y el canto de guerra en los labios! Y estoy nuevamente ebrio por el canto de las espadas, el derramarse de la sangre caliente y el rugido de la matanza.
Rompieron filas y huyeron, arrojando sus lanzas. Les pisamos los talones, derribándoles mientras corrían, hasta las mismas puertas a través de las que se precipitaron los primeros y que nos cerraron en la cara, y en la cara de los desgraciados que eran los últimos en la huida. Sin poder llegar a la zona de seguridad, arañaron y golpearon los inflexibles portales hasta que les acuchillamos. Luego fue nuestro turno de golpear las puertas hasta que una rociada de piedras y maderos arrojada desde arriba aplastó la cabeza de tres o cuatro guerreros, y retrocedimos hasta una distancia segura. Oímos a las mujeres aullando en las calles, y los hombres formaron en las paredes y nos dispararon flechas, sin gran habilidad.
Los cuerpos de los muertos cubrían la llanura desde el punto donde se habían enfrentado las huestes hasta el umbral de las puertas, y donde había caído un Aesir, habían caído media docena de guerreros emplumados.
El sol se había ocultado. Alzamos nuestro tosco campamento ante las puertas y durante toda la noche oímos llantos y gemidos dentro de los muros, donde la gente aullaba por aquellos cuyos cuerpos inmóviles recogimos y amontonamos a cierta distancia. Al amanecer, tomamos los cadáveres de los treinta Aesir que habían caído en el combate y, dejando arqueros para vigilar la ciudad, les llevamos a los acantilados que descendían lisos durante quinientos pies hasta la playa de blanca arena. Encontramos tortuosos senderos que conducían hasta abajo y, con nuestra carga, nos abrimos paso hasta el borde del agua.
Allí, con barcas de pesca varadas en la arena, hicimos una gran balsa y en ella amontonamos madera. Sobre la pila tendimos a los guerreros muertos, vestidos con sus cotas, sus armas al lado, y cortamos el cuello a la docena de cautivos que habíamos hecho, y manchamos las armas y los costados de la balsa con su sangre. Luego prendimos fuego a la madera y lanzamos la balsa al mar. Se alejó flotando sobre la espejeante superficie del agua azulada hasta no ser más que un resplandor rojo, desvaneciéndose en el amanecer.
Luego ascendimos por los senderos y nos alineamos ante la ciudad, entonando nuestros cánticos guerreros. Tomamos nuestros arcos y un hombre tras otro fue cayendo de las torretas, traspasados por nuestras largas flechas. De los árboles que hallamos creciendo en los jardines fuera de la ciudad construimos escaleras de asalto y las colocamos contra los muros. Subimos por ellas bajo la lluvia de flechas, lanzas y vigas que se derramaba sobre nosotros. Nos arrojaron plomo fundido, y cuatro guerreros ardieron cual hormigas en una llama. Entonces lanzamos una vez más nuestras saetas, hasta que ninguna cabeza emplumada asomó en los edificios.
Protegidos por nuestros arqueros, colocamos de nuevo las escalas. Mientras nos preparábamos para la ascensión que nos haría rebasar los muros, en una de las torres que se alzaban sobre las puertas apareció una figura que nos detuvo de golpe.
Era una mujer, una mujer como no habíamos visto en muchos años... cabello dorado flotando libremente al viento, lechosa piel blanca brillando a la luz del sol. Nos llamó en nuestra propia lengua, vacilante, como si no la hubiera usado en muchos años.
-¡Esperad! Mis amos tienen algo que deciros.
-¡Amos! -Asgrimm escupió la palabra-. ¿A quiénes llama amos una mujer de los Aesir, excepto a los hombres de su propio clan?
No pareció entender, pero respondió.
-Esta es la ciudad de Khemu, y los amos de Khemu son los señores de esta tierra. Me hacen deciros que no se os pueden enfrentar en la batalla, pero dicen que tendréis poco provecho si escaláis estos muros porque matarán a sus mujeres y niños con sus propias manos, y prenderán fuego a los palacios, de modo que sólo tomaréis un amasijo de piedras en ruinas. Pero si perdonáis a la ciudad, os mandarán presentes de oro y joyas, ricos vinos y raros manjares, y las muchachas más hermosas de la ciudad.
Asgrimm se tiró de la barba, reacio a olvidar el saqueo y el derramamiento de sangre; pero los hombres más jóvenes rugieron:
-¡Perdona la ciudad, viejo oso! De lo contrario matarán a las mujeres... y hemos vagado durante muchas lunas sin que hubiera ninguna mujer.
-¡Jóvenes idiotas! -gruñó Asgrimm-. Los besos y las palabras de amor de las mujeres se desvanecen y marchitan, pero la espada canta una nueva canción a cada golpe. ¿Será el falso atractivo de las mujeres o la brillante locura de la matanza?
-¡Mujeres! -rugieron los jóvenes guerreros, haciendo entrechocar sus espadas-. Deja que nos manden a sus muchachas, y perdonaremos su maldita ciudad.
El viejo Asgrimm se giró con una mueca de amargo desprecio y llamó a la muchacha de la cabellera dorada en la torre.
-Yo arrasaría vuestros muros y haría polvo vuestros capiteles, y empaparía el polvo con la sangre de vuestros amos -dijo-, ¡pero mis jóvenes son estúpidos! Enviadnos mujeres y comida... y los hijos de los jefes como rehenes.
-Así se hará, mi señor -replicó la muchacha.
Quitamos las escalas de asalto y nos retiramos a nuestro campamento.
Pronto las puertas giraron abriéndose de nuevo y de ellas surgió una procesión de esclavos desnudos, cargados con dorados recipientes que contenían manjares y vinos tales como nosotros jamás habíamos sabido que existieran. Los dirigía un hombre de rostro aquilino con un manto de plumas de vivos colores, llevando en la mano una vara de marfil y en las sienes un círculo de cobre como una serpiente enroscada, la cabeza levantada al frente. Por su porte era evidente que era un sacerdote y pronunció su nombre, Shakkaru, señalándose a sí mismo. Con él llegó media docena de jóvenes, ataviados con pantalones de seda, cinturones enjoyados y alegres plumas, y temblando de miedo. La chica del cabello amarillo permanecía en la torre y nos dijo que esos eran los hijos de los príncipes, y Asgrimm les hizo probar el vino y la comida antes de que nosotros comiéramos o bebiéramos.
Para Asgrimm los esclavos trajeron jarras de ámbar llenas de polvo de oro, una capa de llameante seda escarlata, un cinturón de chagrén con una hebilla de oro y joyas, y un tocado de cobre pulido adornado con grandes plumas.
Meneó la cabeza y musitó:
-Los oropeles y el brillo son polvo de vanidad y se desvanecen bajo el paso de los años, pero el filo de la matanza jamás se embota, y el olor de la sangre recién derramada es bueno para el olfato de un viejo.
Pero se puso los resplandecientes adornos, y después llegaron las muchachas -criaturas jóvenes y esbeltas, flexibles y de oscuros ojos, parcamente ataviadas con sedas brillantes- y él escogió a la más hermosa, aunque meditabundo, como un hombre podría escoger un amargo fruto.
Habían pasado muchas lunas desde que vimos mujeres, salvo las rechonchas criaturas manchadas de humo de los comedores de grasa de ballena. Los guerreros aferraron a las aterradas muchachas con un apetito salvaje... pero mi espíritu estaba deslumbrado por la imagen de la muchacha del cabello dorado en la torre. No había lugar en mi mente para otro pensamiento. Asgrimm me puso a vigilar los rehenes y me dijo que los matara sin piedad si el vino o la comida resultaban envenenados, o alguna mujer apuñalaba a un guerrero con una daga oculta, o los hombres de la ciudad realizaban una salida repentina contra nosotros.
Pero los hombres vinieron sólo a recoger los cuerpos de sus muertos y con grandes rituales extraños los quemaron en un gran promontorio que dominaba el mar.
Luego se nos acercó otra procesión, más larga y elaborada que la primera. Los jefes de los guerreros caminaban a los lados, sin armas, sustituidos sus arreos por túnicas y capas de seda. Ante ellos marchaba Shakkaru, levantando su vara de marfil, y entre las filas, esclavos jóvenes, sólo con mantos cortos de plumas de oro, llevaban una litera de caoba pulida con dosel e incrustada de joyas.
Dentro estaba sentado un hombre flaco con una curiosa corona en su delgada y prominente cabeza. Junto a la litera andaba la muchacha de blanca piel que había hablado desde la torre. Llegaron ante nosotros y los esclavos se arrodillaron, sosteniendo aún la litera, mientras los nobles se apartaban a cada lado, cayendo de rodillas. Sólo Shakkaru y la muchacha permanecieron de pie.
El viejo Asgrimm se les encaró, flaco, hirsuto, suspicaz, su rostro lleno de surcos, ensombrecido por las negras plumas que se agitaban sobre él. Y pensé en cuán natural aspecto de rey tenía, en pie entre sus gigantescos guerreros, espada en mano, comparado con el hombre que reposaba tendido en la litera llevada por esclavos.