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Quince cuentos de autores clásicos que muestran formas diversas de ver a los vampiros, seres fantásticos que tienen presencia en la literatura desde tiempos remotos. De la mano de estas atractivas criaturas, esta recopilación de Maykel Reyes constituye un paseo excitante por el mundo del suspenso y del terror. Lo invitamos a sumergirse en sus páginas y aventurarse a vivir una experiencia imaginativa alucinante.
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Seitenzahl: 516
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Colección al cuidado de Gretel Ávila Hechavarría
Perfil de la colección: Nydia Fernández Pérez
Edición y corrección: Suntyan Irigoyen Sánchez
Diseño, cubierta e ilustraciones: Yalier Pérez Marín
© Maykel Reyes Leyva, 2013
© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2013
ISBN 978-959-08-2261-2
Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,
calle 2, no. 58,Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba
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Para Daniela, mi wampirita del alma.
Para Iván Triana, que sabe del poder de los vampiros.
La sangre es Vida
Drácula
Bram Stoker
Somos inmortales. Y lo que tenemos ante nosotros
son las fiestas suntuosas que la conciencia no puede
apreciar y que los seres humanos no pueden conocer
sin arrepentirse. Dios asesina y nosotros también;
indiscriminadamente. Él arrasa a ricos y pobres
y nosotros hacemos lo mismo; porque ninguna
criatura es igual a nosotros, ninguna tan parecida
a Él como nosotros, ángeles oscuros no confiados alos
límites hediondos del infierno sino por Su tierra y
todos Sus reinos.
Entrevista con el Vampiro
Anne Rice
Pero mantente firme en no comer la sangre,
porque la sangre es la vida,
y no debes comer la vida con la carne.
Deutoronomio12:23
Son quince los relatos que integran esta antología, quince maneras distintas de ver a los vampiros. Hoy es muy difícil encontrar a uno de ellos en estado puro, sobre todo en el cine y el comic. El vampirismo suele aparecer como consecuencia de un virus creado en un laboratorio (arma biológica que, como el monstruo de Frankenstein, termina por volverse contra su creador) o en seres provenientes de otro lugar del Universo, dispuestos a todo por conquistar este planeta. Lo cierto es que fuese cual fuera la forma tomada, es indiscutible el hecho de que el nosferatu es el único ser maligno que permanece en constante cambio.
Es muy probable que el vampiro sea, de todos los espectros del mal, el de más influencia tanto en la literatura como en el cine. Su buena salud (debido quizás a la sangre como dieta única) le ha permitido trascender los límites del tiempo y del espacio. Ha superado con creces los relatos protagonizados por el Diablo —ente supremo del Mal—, las brujas, los muertos vivientes (zombies), los hombres lobos y cualquier otra criatura de espíritu perverso.
La palabra vampiro comenzó a ser usada en la Europa del siglo XVIII. Fue incluida por primera vez en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la novena edición de 1843. Su origen está en la palabra vampire, que ya era usada en inglés y francés y que, a su vez, provenía del término vampir, de la lengua alemana, derivada del polaco wampir y este del eslavo arcaico oper, que significa ser volador, beber o chupar e incluso lobo, además de que con esa palabra se hacía referencia a un tipo de murciélago hematófago.
Sus nombres varían, como es lógico, dependiendo del lugar de procedencia. Así encontramos al brucolaco (griego), al kuei-jin (japonés), al strigoï (rumano moderno), al upior (polaco), al upir (ruso antiguo), al vampir (búlgaro), al vampyrus (latín), al vrolok (eslovaco) y al vurdalak (ruso moderno), por solo citar algunos ejemplos.
De vampiros se viene hablando desde las antiguas leyendas hebreas,1 y nos sorprendería saber el tremendo alcance que llegó a tener el mito en todos los rincones del mundo. Incluso en Cuba, en donde la figura del no-muerto no llegó a echar raíces, el mito se unificó a otro bien conocido, el de las brujas, esas hermosas mujeres que durante la noche poseían la facultad de transformarse en horrendas ancianas y alzaban el vuelo montadas en escobas para ir en busca de bebés a los cuales beberles la sangre a través del ombligo.2
1Lilith, la esposa de Adán que antecedió a Eva, fue la primera mujer vampiro de la historia y, de hecho, el primer vampiro en pisar la faz de la Tierra.
2Varias anécdotas de este tipo aparecen en Mitología cubana, de Samuel Feijóo.
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que se escribió el primer cuento de vampiros. En la presente selección aparece una muestra de ellos, tantos que podremos notar, gracias al orden cronológico que poseen las historias, los cambios sufridos por los no-muertos con el cursar de los años. Pero si se quisiera hacer un estudio más profundo sobre el tema, lo recomendable sería no conformarse con estos cuentos e ir también tras las novelas vampíricas.
En su desarrollo a través de la literatura, notamos que en un inicio el reviniente era indiferente a la luz del sol y no necesitaba ocultarse en un ataúd para pasar el día («El entierro», de Lord Byron; «El vampiro», de John William Polidori). En cambio, ya en Drácula, del novelista irlandés Bram Stoker (1847-1912) y también en «Carmilla», como veremos más adelante, la noche se convierte en un aliado indiscutible de la criatura y en un enemigo irreconciliable de los mortales, además de que el ataúd se vuelve un elemento importante de su caracterización. Si antes el vampiro podía convertirse en un murciélago (Drácula), en las Crónicas vampíricas, de Anne Rice ya no hay transformación orgánica, aunque el nosferatu sigue siendo capaz de volar, solo que sin la necesidad de alas. El ataúd continúa siendo necesario para su supervivencia. Pero un poco más acá en el tiempo, notamos que en la saga Crepúsculo, de Stephanie Meyer, son capaces de salir de día y no necesitan del ataúd, pues ni siquiera duermen. En Entrevista con el vampiro, por ejemplo, Louis aclara que el miedo al ajo, al agua bendita y a la cruz no son más que supersticiones sin ningún basamento real. Pero cuenta la lección recibida por Lestat, su creador y «maestro», el vampiro más famoso después de Drácula, cuando este le advierte que beber sangre de un cadáver puede acarrearles la muerte.
Si en un inicio el reviniente estaba obligado a pernoctar en su tierra natal y a acechar a los miembros de su propia familia (como en «Carmilla», de Joseph Sheridan Le Fanu), ya en Drácula puede viajar largas distancias, siempre y cuando traiga consigo un poco de la tierra del cementerio donde está enterrado. En la actualidad, en sagas como Diario de un vampiro, de L. J. Smith, los no-muertos viajan con absoluta libertad, debiendo preocuparse únicamente por la luz del sol. Asimismo, el vampiro con forma humana creado por Polidori se ve violentado por la criatura invisible y sin forma reconocible de «El Horla», de Guy de Maupassant. Y si antes el nosferatu debía temerle a los vivos, ahora también sería aconsejable que se cuidara de sus semejantes, pues algunos de ellos (inmunes a la luz del sol) han jurado exterminarlos con el objetivo de proteger a la humanidad, como es el caso de Blade (el vampiro negro, mitad humano, mitad chupasangre,3 salido de los cómics), de D. (el damphir cazador de vampiros, protagonista de un anime) y de Saya (una chica japonesa que, sable en mano, aniquila a cuanto vampiro se le atraviesa en el camino). Para complicar más las cosas, ahora los licántropos (hombres lobos), le han declarado la muerte a los vampiros, como en la saga fílmica Bajo Mundo y la obra literaria Crepúsculo.
3A los que poseen esta condición se les llama damphir.
Sin embargo, hay cosas que parece no van a cambiar nunca: la necesidad de sangre (no necesariamente humana, pero sí la preferida, aunque en ciertas culturas se aseguraba que el deseo de sangre en los no-muertos no era primordial y sí el fluido vital, es decir, la energía psíquica), los colmillos aterrorizantes, la fuerza suprahumana, la velocidad supersónica y la facultad de pasar desapercibido en medio de la sociedad. Razones suficientes para temerle a un vampiro.
Vampiros: pesadillas del inframundo
En pocas palabras pudiera decirse que un vampiro es una criatura maligna obligada a beber sangre para mantenerse activa. A lo largo de la historia, dos tendencias han intentado responder a la pregunta ¿qué es un vampiro? Una de ellas pretende que son muertos que regresan a la vida para martirizar la existencia de los vivos, una suerte de demonios condenados por toda la eternidad a girar en torno a los humanos. La otra tendencia, popularmente aceptada, nos dice que no están muertos (ni tampoco vivos), pues como consecuencia de su condición permanecen en esta vida sin pertenecer a ella.
Cuentan las leyendas populares de diferentes países que un niño nacido con dentición es un candidato perfecto a convertirse en vampiro. También lo es el pequeño que nace séptimo de un total de siete varones. Y, además, aquel sujeto que se atreva a beber vino durante la Cuaresma. Y los perjuros, y los suicidas, y los excomulgados, al igual que aquella persona que —tras ser mordida por uno— beba de la sangre del no-muerto.
Por suerte, a pesar de su fascinante inmortalidad, los vampiros tienen sus limitantes. Por ejemplo, la imagen de Cristo, la cruz y el agua bendita son objetos que logran ahuyentarlos.4 La efectiva utilización del ajo como protección contra sus ataques es un elemento que ya aparece en el antiguo Egipto. Si se le lograba decapitar, colocarle un ajo en la boca evitaba su resurrección. No pueden, bajo ningún concepto, atravesar terrenos sagrados como los de una iglesia. La luz del sol, capaz de destruirlo, es quizás el más popular de sus puntos débiles. Pero también lo es el hecho de estar obligado a dormir bajo su tierra natal, so pretexto de quedar vulnerable a la acción humana y a la pérdida de sus facultades sobrenaturales.5 A esto se le suma que el vampiro no puede volver a su tumba si no recupera la tapa de su ataúd (escondida previamente al salir del mismo), no proyecta sombra, no se refleja en los espejos, y solo una estaca de madera clavada en su corazón (seguido de la decapitación y quema de dicho órgano con carbón de leña hervido) tiene la capacidad de exterminarlo. Agreguemos que ningún vampiro puede entrar en una casa si antes no ha sido debidamente invitado a hacerlo, hecho explotado en series de televisión como Diario de un vampiro y de filmes como Déjame entrar, basada en la novela homónima de John Ajvide Lindqvist y publicada en 2004.
4Nos referimos, en este caso, a la figura del vampiro tradicional.
5Por ello Drácula, el personaje creado por Bram Stoker, en su viaje desde Transilvania hasta Inglaterra lleva consigo cajas enormes de tierra.
Sin embargo, todas estas debilidades quedan minimizadas ante sus poderes, entre los que sobresalen los siguientes: el vampiro puede transformarse en el animal que desee (Drácula se convertía en murciélago y en lobo; Carmilla en un gato); es inmortal (en Entrevista con el vampiro, Lestat el vampiro y Armand el vampiro, todas de Anne Rice, se reitera el hecho de que Armand es el vampiro más antiguo del mundo y, por ende, es casi imposible liquidarlo); tiene la fuerza de veinte hombres (en una pelea contra él, un simple mortal lleva todas las de perder); puede engrandecer o empequeñecer su tamaño a voluntad, incluso transformarse en niebla si es necesario (si no me creen, pregúntenle a la pobre Lucy Westenra o al infeliz Renfield, quienes no pudieron escapar a la sed de Drácula); y consigue hipnotizar a sus víctimas a distancia, convirtiéndolas en marionetas de su deseo.
Sobre Carmilla
Pocas veces un personaje literario tiene el poder suficiente para influir tanto en la literatura como en el cine, dos géneros que, aunque se retroalimentan bastante bien, poseen idiomas distintos. Drácula, de Bram Stoker, es un buen ejemplo de ello. Desde su aparición, en 1897, ha sido reeditado incontables veces y algo parecido sucede con sus adaptaciones a la pantalla grande.
Algo semejante viene ocurriendo con Carmilla, del también irlandés Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873). La primera vez que se publicó se hizo por entregas en la revista The Dark Blue, en las ediciones correspondientes a diciembre de 1871 y enero, febrero y marzo de 1872. Desde entonces se ha reeditado incontables veces, siempre con gran aceptación. Y el cine no quiso dejar pasar de largo sus adaptaciones.
No es difícil darse cuenta del por qué de la influencia. Precursora en su género, Carmilla sobresalió de inmediato por su fuerte contenido erótico, principalmente su carácter lésbico, tema tabú para la época, pero planteado con una sutileza digna de destacar. Fue una de las primeras historias de vampiros en ser escrita. Las que le siguieron mantuvieron la estructura básica de esta matriz, empezando por el ataque, pasando luego a la muerte-resurrección, y terminando en la caza-destrucción del maléfico ser. «Carmilla» tiene muchas de las características del terror gótico, resalta el estereotipo popular del vampiro y acentúa la perplejidad de los personajes ante los sucesos sobrenaturales que presencian.
Sheridan Le Fanu se basó abiertamente en la historia real de la condesa Elizabeth Bathory, conocida con el sobrenombre de la Condesa Sangrienta, para escribir Carmilla. Aquí encontramos el primer punto en común (la nobleza), pues el personaje protagónico del cuento tiene un vínculo estrecho con el de la condesa Bathory. La semejanza se extiende hacia la descripción física (ambas son damas muy altas y con un elegante porte, pelos exquisitamente largos y negros, ojos grandes llenos de misterio, bocas sensuales y menudas, manos alargadas como agujas y pieles blancas), pasa por el oscuro carruaje en el que Mircalla se pasea durante la noche para seducir a sus víctimas, la presencia de su tutora Darbula (muy parecida a Dorotoya Csentes, tutora de Elizabeth), y termina en que Mircalla es la última de su dinastía maldita. Pero no fueron estos los únicos elementos utilizados por el autor para enriquecer su obra. El lesbianismo o bisexualidad de los personajes reales aparecen también en los ficticios. Y hasta los gatos fueron aprovechados, pues Elizabeth Bathory era dueña de un ejército de felinos negros y ya dijimos en cuál animal Carmilla prefiere transformarse durante la noche para llevar a cabo sus ataques.
¿De qué va Carmilla?
El personaje principal, Laura, nos narra la manera en que su vida pasa de común a desconcertante cuando aparece una hermosa joven de nombre Carmilla, que resulta ser un vampiro. A medida que la historia transcurre, Carmilla comienza a mostrar un comportamiento bastante romántico hacia el personaje principal. La anécdota tiene lugar en Styria, sitio donde el padre de Laura (un funcionario austriaco retirado) consiguió comprar a buen precio un castillo abandonado. Carmilla hace su aparición primera justo en el inicio del cuento. Se mete en la cama de Laura cuando esta solo tiene seis años de edad. La niña se duerme en sus brazos hasta que la despierta la terrible sensación de dos agujas clavándosele en el pecho. Pero ni ella, ni su niñera, ni el ama de llaves encuentran a nadie en la habitación. Al parecer, «la dama», como la llama Laura, desapareció debajo de la cama.
Carmilla reaparece tiempo después. En ese entonces ya Laura tiene diecinueve años. El carruaje en el que viaja Carmilla se descompone enfrente del castillo. Laura reconoce de inmediato a la dama que la visitó doce años antes, quien debe permanecer allí para poder recuperarse. Poco a poco, Carmilla comienza a visitar a Laura con la forma de un gato y la de un fantasma. Para Laura no pasa desapercibido el increíble parecido de Carmilla con el del retrato de 1698 de la Condesa Mircalla Karnstein, de quien ella misma es descendiente. El resto, como se verá, posee el suspense típico de una novela policíaca y la melancólica pasión de un relato de amor. Pero este romance lésbico marcaría para siempre la posterior literatura de vampiros. Es imposible decir más sin revelar el final de la historia.
Carmilla, madre de Drácula
En el cuento de Joseph Sheridan puede captarse la evolución que hasta el momento había tenido el mito vampírico. Una persona solía convertirse en vampiro justo después de haberse suicidado o de haber sido mordido en vida por un vampiro. Esto demuestra que Le Fanu entendía al vampiro como un muerto que regresa y no como un espíritu demoníaco. Según este tipo de mito, el vampiro regresa con el objetivo de atacar a la familia y a los seres queridos, y estaba obligado a merodear el área que rodea su tumba. Para muchos —y este aspecto sigue vigente— el vampiro es muy capaz de encajar en sociedad sin levantar sospechas. Sus colmillos, tal y como sucede en las películas, no son visibles la mayor parte del tiempo. Las mordidas se daban en el cuello o en el pecho.
Hay otros puntos comunes entre el cuento y el mito desarrollado hasta 1872. Uno de ellos es el hábito nocturno de Carmilla (aunque no estaba limitada a vagar en la oscuridad), seguido por la fuerza extraordinaria y la capacidad de adoptar diferentes formas, principalmente de animales. También dormía en un ataúd.
La fascinación despertada por Carmilla, influyó de manera definitiva en autores posteriores. Fue esta, sin dudas, una de las fuentes de inspiración para Bram Stoker. Según ciertos análisis, los primeros intentos de Stoker para escribir la novela que lo lanzaría a la fama debieron haber coincidido con la popularidad de Le Fanu a comienzo de la década de 1870. Aunque sus biógrafos y críticos no saben cuándo fue el momento exacto en que el autor se tropezó con Carmilla y ni siquiera están seguros de que la influencia haya tenido lugar en la realidad; todo parece indicar que de las historias de vampiros escritas en la Inglaterra del siglo XIX, solo Carmilla influyó directamente en la obra de Stoker. Esto es resaltado en el inolvidable encuentro entre Jonathan Harker y las vampiresas del castillo al poco de comenzar Drácula. Tal y como sucede en Drácula, antes, en Carmilla, un simple mordisco del vampiro no tiene necesariamente que convertir a la víctima en otro vampiro, ni acabar con su vida. El no-muerto puede alimentarse de su presa durante cierto tiempo hasta que esta se consume poco a poco.
Sobre Sheridan Le Fanu
Joseph Sheridan Le Fanu6 nació en Dublín, Irlanda, el 28 de agosto de 1814. Provenía de una familia de alcurnia, emparentada políticamente a la del dramaturgo Richard Brinsley Sheridan. Su abuela Alice Sheridan Le Fanu, y su tío segundo J. Sheridan Le Fanu, fueron ambos dramaturgos. Su sobrina, Rhoda Broughton, se convirtió en una novelista de éxito.
6Un capítulo en la historia de la familia Tyrone (1839), La casa junto al cementerio (1863), La mano de Wylder (1864), Tío Silas (1864), Guy Deverell (1865), Vidas encantadas (1868), La profecía de Cloostedd (1868), El misterio de Wyvern (1869), La rosa y la llave (1871), En un vidrio misterioso (1872) y El vigilante y otros cuentos de terror (1894, póstumo).
Le Fanu fue educado por su padre, que era clérigo. Tuvo tutores privados hasta que finalmente estudió Derecho en el Trinity Collage, del que se graduó en 1839. Fue nombrado auditor de la Sociedad Histórica. Pronto abandonaría las leyes para estudiar Periodismo. La carrera literaria de Joseph Sheridan Le Fanu se inició formalmente en 1838. A partir de entonces y hasta su muerte consiguió publicar infinidad de relatos. Fue editor, desde 1861 hasta 1869, del Dublín University Magazine. Ahí publicó muchos de sus trabajos por entregas. Formó parte de la plantilla de varios periódicos, incluyendo el Dublín Evening Mail.
Con la muerte de su esposa, en 1858, sobrevino el pesimismo. Su aislamiento social lo hizo merecedor del sobrenombre El Príncipe Invisible. Sin abandonar el ostracismo, dedicó el tiempo que le quedó de vida a su obra literaria. Así vieron la luz algunos de los mejores cuentos fantásticos y de terror de su tiempo.
Luego de su muerte, ocurrida el 7 de febrero de 1873, Le Fanu cayó en casi un siglo de olvido, pese a seguidores de la talla de Henry James7 y Dorothy Sayers. Esto solo puede explicarse con una sola razón: durante décadas los críticos literarios miraron con mala cara a los autores de ficción fantástica y de terror.
7Autor de una fabulosa novela de «miedo» titulada Otra vuelta de tuerca.
En vida se hizo popular por sus cuentos y novelas de misterio. Sus fantasmas literarios representan uno de los primeros ejemplos del género de horror en su forma moderna. No por gusto se ha dicho en múltiples ocasiones que Le Fanu es el padre del cuento de fantasmas irlandés en la época victoriana. Si juzgamos la trascendencia de su obra, es curioso que su aportación no haya sido mejor considerada. Una característica fundamental de sus relatos es que no siempre triunfa la virtud ni se brinda una explicación simple a los fenómenos sobrenaturales que acontecen. Otra característica a tener en cuenta es la perfección con que solía construir las intrigas, siempre de gran intensidad. Era lo que podríamos llamar un escritor de atmósferas y efectos. Salta a la vista desde la primera lectura de sus obras, la maestría con que disponía la escena, llena de detalles acertados y eficaces. Una opinión al respecto de Henry James no podía pasar de-sapercibida: «Teníamos la acostumbrada novela del señor Le Fanu junto a la cama, la lectura ideal para después de medianoche en una casa de campo».
Sus historias más leídas, incluso hoy día, son «Tío Silas», «La rosa y la llave» y la colección de cuentos En un vidrio misterioso, de la cual «Carmilla» forma parte. Si bien no es la primera historia de vampiros que se escribió, este cuento marcó, sin lugar a dudas, un antes y un después en la narrativa vampírica, llegando con el tiempo a convertirse en un auténtico clásico que se lee con soltura. Y no por gusto. Su autor supo atraer la atención de los lectores al mostrar una relación con evidentes matices de lesbianismo, y es que en las historias de terror los escritores fueron capaces de tratar el sexo de maneras que no les eran permitidas en otros temas literarios.
Carmilla en el celuloide
Carmilla (el personaje) apareció por primera vez en el séptimo arte bajo el titulo Vampyr, la bruja vampiro, en 1932, del director Carl Theodor Dreyer. Este es un filme de inquietante belleza, con la cual Dreyer quería dar «la sensación de soñar despierto y demostrar que lo terrorífico no está a nuestro alrededor, sino más bien en nuestro propio inconsciente».
Décadas después, en 1964, reapareció con el nombre La maldición de los Karnstein, pero bajo la tutela de Camillo Mastrocinque. Y más adelante volvió al ataque en la llamada Trilogía de los Karnstein, conformada por Las amantes vampiros (1970), del director Roy Ward Baker; Lujuria para un vampiro (1971), de Jimmy Sangster; y Las mellizas del Diablo, realizada en el mismo año que la anterior, pero dirigida por John Hough.
Sangre y rosas, una coproducción italofrancesa de 1960, dirigida por Roger Vadim, retoma el tema con la intención evidente de hacer una película de arte, además de un ensayo de terror. El propio Vadim reconoció en su momento que como era esta una historia predecible, sus esfuerzos estuvieron encaminados en enfatizar las implicaciones lésbicas detrás de la elección que hace Carmilla de la joven Karnstein.
En Las vampiros, de 1970, el director Jesús Franco nos muestra una curiosa película cargada de erotismo y sadismo. Aquí se combina Carmilla con elementos de la novela Drácula, al contarnos la historia de una descendiente del conde, una hermosa mujer de nombre Nadina, que vive en una isla abandonada.
Otra de las películas de terror lésbico derivada de Carmilla es, sin dudas, La novia ensangrentada, del director Vicente Aranda y estrenada en 1972. Las protagonistas en este caso serán una joven frígida recién casada y una enigmática mujer que resultará ser un vampiro.
Gabrielle Beaumont estrenaría en 1989 Carmilla, una versión hecha exclusivamente para la televisión y que, según los críticos, es una de las mejores adaptaciones a la obra literaria.
Carmillade J. Sheridan Le Fanu, de 1998, es una de las tantas versiones del clásico. Su sinopsis: una joven decide ir en busca de su hermana y termina cayendo en las garras de una mujer nombrada Carmilla, no totalmente en contra de su voluntad.
En 1999, el director Jay Lind estrenó Carmilla, una versión donde se muestra a la lésbica vampiro acechando a los habitantes de las tierras de Long Island.
Más recientemente, en el anime Vampire Hunter D, también se trae a colación a esta sangrienta mujer vampiro e incluso, se tomó de base para la comedia Asesinos de vampiresas lesbianas, donde Carmilla es el enemigo principal.
Para finalizar, una advertencia…
Todo lo que sigue a esta página no debe ser leído en un espacio abierto y mucho menos de día. Es conveniente buscar una habitación cerrada, procurar que sea de noche y que la única luz que caiga sobre estas letras provenga de una lamparita. Si estas condiciones están creadas, habrá dado usted el primer paso para adentrarse en un mundo aparentemente mítico y cuya existencia real está probada gracias a la existencia de numerosas leyendas y testimonios, provenientes la mayoría desde la remota Edad Media. A falta de un nombre mejor, llamaremos a ese lugar «inframundo».
Al penetrar en él, no encontrará ningún letrero dándole la bienvenida. De hecho, usted no es bienvenido (salvo que quiera servir de alimento a algún chupasangre). El paseo que daremos por el inframundo será rápido y todo lo sigiloso que podamos, para evitar que cualquier criatura desagradable note nuestra presencia. Será, eso sí, un paseo instructivo y difícil de olvidar. Estaremos completamente solos y al salir, si es que salimos, tendremos la sospecha de haber descubierto el umbral hacia un universo paralelo que nos ha sido ocultado desde hace siglos por causa del miedo y el terror.
¿Ya estamos listos? Pues allá vamos…
Anónimo. Este fragmento de historia pertenece a Las mil y una noches, texto árabe anónimo del Oriente Medio medieval. Compuesto por tres grupos de relatos, el libro describe de forma fantástica la India, Persia, Siria, China y el Egipto de entonces. Entre las historias más sobresalientes están Aladinoy la lámpara maravillosa, Simbad el marino y Alí Babáy los cuarenta ladrones. El núcleo de estos cuentos está formado por un antiguo libro persa llamado Los mil mitos. El compilador es, supuestamente, el cuentista Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar, que vivió durante el siglo ix. Se tradujo por primera vez en 1704 y luego en 1835, causando un gran impacto en el Occidente del siglo xix. La leyenda cuenta que quien sea capaz de leer toda la colección se volverá loco.
El rey de que se trata tenía un hijo aficionadísimo a la caza con galgos, y tenía también un visir. El rey mandó al visir que acompañara a su hijo allá donde fuese. Un día entre los días, el hijo salió a cazar con galgos, y con él salió el visir. Y ambos vieron un animal monstruoso. Y el visir dijo al hijo del rey: «¡Anda contra esa fiera! ¡Persíguela!». Y el príncipe se puso a perseguir a la fiera hasta que todos le perdieron de vista. Y de pronto la fiera desapareció del desierto. Y el príncipe permanecía perplejo, sin saber hacia dónde ir, cuando vio en lo más alto del camino una joven esclava que estaba llorando. El príncipe le preguntó: «¿Quién eres?». Y ella respondió: «Soy la hija de un rey de reyes de la India. Iba con la caravana por el desierto, sentí ganas de dormir, y me caí de la cabalgadura sin darme cuenta. Entonces me encontré sola y abandonada». A estas palabras, sintió lástima el príncipe y emprendió la marcha con la joven, llevándola a la grupa de su mismo caballo. Al pasar frente a un bosquecillo, la esclava le dijo: «¡Oh, señor, desearía evacuar una necesidad!». Entonces el príncipe la desmontó junto al bosquecillo, y viendo que tardaba mucho, marchó detrás de ella sin que la esclava pudiera enterarse. La esclava era una vampiro, y estaba diciendo a sus hijos: «¡Hijos míos, les traigo un joven muy robusto!». Y ellos dijeron: «¡Tráenoslo, madre, para que lo devoremos!». Cuando lo oyó el príncipe, ya no pudo dudar de su próxima muerte, y las carnes le temblaban de terror mientras volvía al camino. Cuando salió la vampiro de su cubil, al ver al príncipe temblar como un cobarde, le preguntó: «¿Por qué tienes miedo?». Y él dijo: «Hay un enemigo que me inspira temor». Y prosiguió la vampiro: «Me has dicho que eres un príncipe...». Y respondió él: «Así es la verdad». Y ella le dijo: «Y entonces, ¿por qué no das algún dinero a tu enemigo para satisfacerle?». El príncipe replicó: «No se satisface con dinero. Solo se contenta con el alma. Por eso tengo miedo, como víctima de una injusticia». Y la vampiro le dijo: «Si te persiguen como afirmas, pide contra tu enemigo la ayuda de Alah, y Él te librará de sus maleficios y de los maleficios de aquellos de quienes tienes miedo».
Entonces el príncipe levantó la cabeza al cielo y dijo: «¡Oh, tú, que atiendes al oprimido que te implora, hazme triunfar de mi enemigo, y aléjale de mí, pues tienes poder para cuanto deseas!».
Cuando la vampiro oyó estas palabras, desapareció. Y el príncipe pudo regresar al lado de su padre, y le dio cuenta del mal consejo del visir. Y el rey mandó a matar al visir.
George Gordon Byron, sexto Lord Byron. Nació en Londres, Inglaterra, el 22 de enero de 1788. Fue considerado uno de los escritores más versátiles e importantes del Romanticismo. Adquiere renombre no solo por sus escritos, sino también por su vida extravagante y escandalosa. Muchos han atribuido sus capacidades extraordinarias a un trastorno bipolar, conocido también como depresión maníaca. Se inclinó por los desheredados, los marginados, los miserables. En 1883 su editor publicó diecisiete volú-menes sobre toda su obra, incluyendo la biografía de Thomas Moore. Su poema «Don Juan» fue uno de los poemas largos que más influyó a nivel social, político, literario e ideológico en Inglaterra. Se involucró en revoluciones en Italia y Grecia, donde murió de malaria en la ciudad de Missolonghi, el 19 de abril de 1824.
En el año de 17..., después de haber meditado por algún tiempo sobre la posibilidad de viajar por países que hasta ahora los viajeros no frecuentan mucho, partí en compañía de un amigo, a quien me referiré como August Darvell.
Era unos años mayor que yo, un hombre de fortuna considerable y familia de prosapia. Ventajas que él ni devaluaba ni sobreestimaba gracias a su gran capacidad. Algunas circunstancias singulares en su historia personal lo habían convertido para mí en objeto de atención, interés y hasta de estimación, que no disminuían ni sus modales reservados, ni las ocasionales muestras de angustia que a veces le acercaban a la enajenación mental.
Yo era todavía un joven y había empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con él era reciente: asistimos a las mismas escuelas y universidad; mas su paso por ellas me había precedido, y él ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el mundo, mientras yo estaba todavía en el noviciado. Durante ese tiempo, escuché detalles en abundancia tanto de su vida pasada como de la presente y, aunque en estas narraciones había muchas e irreconciliables contradicciones, podía yo inferir que él no era un ser común, sino alguien que, aun cuando se esforzara por no ser conspicuo, seguía siendo notable.
Había trabado conocimiento con él e intenté conquistar posteriormente su amistad, pero parecía que esta era inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido aparentaban, para entonces, o haberse extinto o concentrarse en él. Tuve suficientes oportunidades para observar que sus sentimientos eran intensos; pues aún cuando los podía controlar, le era imposible encubrirlos por completo. Sin embargo, tenía la facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de modo que resultaba difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior; y las expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque ligeramente, por lo que resultaba inútil tratar de escudriñar su origen.
Era manifiesto cómo lo dominaba una angustia incurable; pero nunca pude descubrir si era a causa de la ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno solo o de todos estos, o sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una enfermedad. Existían circunstancias supuestas que habrían podido justificar su atribución a cualquiera de estas causas; pero como antes dije, estas eran tan contrarias y contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.
Se supone generalmente que donde hay misterio existe también la perversidad: no sé cómo pueda ser esto, pero es un hecho que en él existía el primero aunque no podría atestiguar los alcances de la segunda y estaba poco dispuesto, en lo que a él se refería, a creer en su existencia. Recibía mi proximidad con bastante reserva; mas yo era joven y difícil para el desaliento; y, con el tiempo, tuve éxito al entablar, hasta cierto punto, ese vínculo común y esa confianza moderada de los intereses mutuos y cotidianos que crean y cimientan la comunión de empeños, y la frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad según las ideas de quienes utilizan esas palabras para su expresión.
Darvell había viajado ampliamente; me dirigí a él para que me aconsejara respecto al viaje que pretendía realizar. Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para acompañarme; además, era una perspectiva improbable, basada en la vaga inquietud que había observado en él y a la cual daba renovada fuerza el entusiasmo que parecía sentir hacia tales temas y su aparente indiferencia por todo lo que lo rodeaba muy de cerca.
Al principio insinué mi deseo y después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo la esperaba en alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y, al término de los preparativos necesarios, comenzamos nuestra travesía.
Después de viajar por varios países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el este, de acuerdo con nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de estas regiones que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.
La complexión de Darvell, que, dada su apariencia, debía haber sido en su juventud más robusta de lo normal, estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo atrás, sin que mediara ninguna enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tisis; sin embargo, cada día se debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía ni se quejaba de fatiga; no obstante, era evidente que se estaba consumiendo: se volvía cada vez más y más silencioso e insomne y, por fin, se alteró de tan notable manera que mi preocupación aumentó de forma proporcional al peligro que yo consideré que lo amenazaba.
A nuestra llegada a Esmirna, nos habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la cual intenté disuadirlo debido a su indisposición, pero fue en vano: parecía existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales que no correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un simple viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero no me opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía y un cargador.
Habíamos recorrido la mitad del camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los contornos más fértiles de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y deshabitada a través de los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas chozas que aún subsisten sobre las destrozadas columnas de Diana «las paredes sin techo de la cristiandad expulsada y la aún más reciente pero total desolación de las mezquitas abandonadas», cuando la súbita y vertiginosa enfermedad de mi compañero nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas coronadas de turbantes eran el solo indicio de que la vida humana había morado alguna vez en ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas horas atrás; no se podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña siquiera, y esta «ciudad de los muertos» parecía ser el único refugio para mi desafortunado amigo, quien se veía próximo a convertirse en su siguiente morador.
En esta situación, busqué por los alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más comodidad: al contrario del aspecto usual de los cementerios mahometanos, los cipreses de este eran escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría de las tumbas estaban derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las más grandes y bajo de uno de los árboles más frondosos, Darvell se apoyó, inclinándose con gran dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos encontrarla, aunque me dispuse ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero él deseaba que yo permaneciera con él; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro cargador, que fumaba con gran tranquilidad, le dijo:
—Suleiman, verbena su (o sea, trae un poco de agua) —y continuó describiéndole con gran detalle el punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos, algunos cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.
Dije a Darvell:
—¿Cómo supo esto?
—Por nuestra posición —repuso—, usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y no podría haberlo estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.
—¡Usted ya ha estado aquí! ¿Cómo nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar semejante donde nadie puede permanecer un momento más sin pedir ayuda?
A esta pregunta no recibí respuesta alguna. Mientras tanto, Suleiman regresó con el agua y dejó al guía y a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su sed, Darvell revivió por un momento; y albergué la esperanza de que pudiese continuar, o por lo menos regresar, y lo exhorté a intentarlo. Él guardó silencio. Parecía poner orden en sus pensamientos antes de esforzarse al hablar.
—Este es el fin de mi jornada —comenzó— y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La cumplirá?
—Desde luego; pero tengo mejores intenciones.
—Yo no tengo esperanzas, ni deseos, sino este: oculte mi muerte a todo ser humano.
—Espero que no se presente la ocasión; usted se recuperará y...
—¡Silencio!, así debe ser: prométalo.
—Sí.
—Júrelo por lo más —aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.
—No hay razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mí es...
—No puedo evitarlo, debe usted jurar.
Pronuncié el juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.
—En el noveno día del mes —continuó—, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe ser ese) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...
—¿Para qué?
—Ya lo verá.
—¿Dice usted que el noveno día del mes?
—El noveno.
Cuando hice la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y sonrió. Habló, no sé si para sí mismo o para mí, pero las palabras solo fueron:
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quiere decir?
—No importa; usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.
Entonces procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:
—¿Ve usted esa ave?
—Desde luego.
—¿Y la serpiente que se retuerce en su pico?
—Sin duda: no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.
Se rió de una manera espectral y dijo lánguidamente:
—Todavía no es el momento.
Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell, por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.
Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleiman y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado. La tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante mahometano.
Cavamos lo más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.
Entre el asombro y la pena, no podía derramar una lágrima.
John William Polidori. Nació en Londres, Inglaterra, el 7 de septiembre de 1795. Hijo de un emigrado político italiano y de una institutriz inglesa. Fue médico personal de Lord Byron. Su cuento «El Vampiro» logró el aplauso del público luego de provocar un escándalo originado por la adjudicación de su autoría, pues su primera edición fue presentada como “una historia de Lord Byron”. Polidori siempre quiso sobresalir en el campo de las letras, pero lo cierto fue que apenas alcanzó a vivir bajo la sombra de Byron. Se dice que Polidori descargó en este relato todo el odio que sentía hacia Byron, por lo que el lord representaría al vampiro psíquico que absorbía la personalidad de Polidori. El 24 de agosto de 1821, con solo veintiséis años, se quitó la vida usando para ello un poderoso veneno: ácido prúsico.
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, solo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada solo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del «ennui», estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas, aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber solo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia solo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan solo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura. Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de sus solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes—, pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo.
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida. Se enteró gradualmente de que lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces solo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando este le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, lord Ruthven jamás negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la que generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo. Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva. Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no solo respecto a su hija, sino también al carácter de lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la inconsciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que le creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de lord Ruthven. Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de lord Ruthven.
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