El viaje de su vida - Amor en la red - Una inglesa en nueva york - Michelle Douglas - E-Book

El viaje de su vida - Amor en la red - Una inglesa en nueva york E-Book

MICHELLE DOUGLAS

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Beschreibung

El viaje de su vida Michelle Douglas Quinn Laverty tenía planeado empezar una nueva vida con sus hijos al otro lado del país. Pero cuando una huelga de las líneas aéreas interfirió en sus planes, Quinn se vio llevando en coche a Sídney a Aidan Fairhall, un prometedor político (y tremendamente guapo). Atrapados juntos en un viaje de una semana por carretera, los opuestos Quinn y Aidan iniciaron el más inesperado de los viajes, que cambiaría sus vidas para siempre. Amor en la red Nina Harrington A Andy Davies le había pedido su jefa que le organizara una cita a través de una página de contactos. Había escogido al que le parecía el mejor candidato, pero, justo antes de la primera cita, ella le dijo que la cancelara. Andy decidió ir a disculparse con él en persona. Para su sorpresa, Miles Gibson la deslumbró, dejándola aturdida por la increíble conexión que sentía con él. Una inglesa en Nueva York Scarlet Wilson Después de haber pasado un año terrible, la joven inglesa Carrie McKenzie había sucumbido a las rutilantes luces de Manhattan. Había subido al Empire State, pero no había conseguido ni una sola sonrisa de su apuesto vecino, el policía Dan Cooper. Sin embargo, un pequeño bebé abandonado la llevaría a su puerta finalmente…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 521 - marzo 2021

 

© 2014 Michelle Douglas

El viaje de su vida

Título original: Road Trip with the Eligible Bachelor

 

© 2012 Nina Harrington

Amor en la red

Título original: Truth-Or-Date.com

 

© 2014 Scarlet Wilson

Una inglesa en Nueva York

Título original: English Girl in New York

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015, 2016 y 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-175-7

Índice

Créditos

Índice

El viaje de su vida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Amor en la red

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Una inglesa en Nueva York

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Publicidad

Capítulo 1

—HOLA —Quinn Laverty trató de sonreírle al dependiente que estaba al otro lado del mostrador. Alzó la voz para que pudiera oírla por encima del ruido—. He venido a recoger el coche que reservé.

—¿Nombre, por favor?

Quinn le dio los detalles y trató de sacar la tarjeta de crédito de la cartera con una sola mano. En la otra tenía a Chase, que recargaba todo el peso de sus seis años sobre una pierna y sobre el brazo de su madre mientras se estiraba todo lo posible para llegar al mostrador con su coche de juguete.

Quinn le obligó a colocarse sobre las dos piernas y luego sonrió al cliente que estaba a su lado y que había sido «arrollado» por el coche de juguete.

—Lo siento.

—No pasa nada.

El hombre le dirigió una sonrisa y ella no pudo evitar corresponderle. Tenía una sonrisa bonita. Y unos ojos muy bonitos. Lo cierto era que…

Quinn frunció el ceño. Había algo en él que le resultaba familiar. Se lo quedó mirando y luego dejó de pensar en ello y se volvió otra vez hacia el dependiente. Tal vez fuera solo que era el modelo de hijo que su padre siempre había deseado: pulcro, profesional y respetable. Hizo un esfuerzo por no tenérselo en cuenta.

Hablando de hijos…

Miró a su izquierda. Robbie tenía la espalda apoyada en el mostrador y miraba hacia el techo con expresión soñadora. Quinn trató de contagiarse de su calma. No contaba con que aquello fuera a llevarle tanto tiempo.

Pero claro, cuando reservó el coche hacía un mes no pensaba que habría huelga de aviones en todo el país.

—Me temo que ha habido un pequeño cambio con el modelo de coche que reservó.

Quinn volvió a centrarse en el dependiente.

—¿Qué clase de cambio?

—¡Ay! —Chase apartó la mano de la suya y la miró.

—Lo siento, cariño —Quinn le acarició la mano y le sonrió, pero sintió una opresión en el pecho. Volvió a mirar al dependiente—. ¿Qué clase de cambio? —repitió.

—Ya no tenemos disponible ese modelo.

¡Pero ella lo había reservado un mes atrás!

El tumulto de la oficina de alquiler de coches no había disminuido. Percibió la frustración del hombre que tenía al lado.

—Tengo que salir hoy de Perth —murmuró él. No gritó, pero sus palabras eran tirantes.

Quinn le dirigió una sonrisa fugaz y luego se giró otra vez hacia el dependiente.

—Voy a atravesar la llanura de Nullarbor. Necesito un coche capaz de recorrer esa distancia.

—Comprendo las razones por las que reservó un todoterreno, señora Laverty, pero no tenemos ninguno disponible.

Estupendo.

No se molestó en corregirle lo de «señora». La gente lo daba por hecho constantemente.

Alzó la barbilla y se preparó para la pelea.

—Tengo mucho equipaje que meter en el coche —otra razón por la que había escogido un todoterreno.

—Por eso tenemos un coche de categoría superior para usted.

Quinn se cruzó de brazos. Había elegido aquel coche por su seguridad. Y también era uno de los mejores en cuanto a ahorro de combustible. Era el coche perfecto para cruzar el país.

—Le hemos asignado una camioneta de último modelo.

—¿Tiene tracción a las cuatro ruedas?

—No, señora.

Quinn cerró un instante los ojos, pero solo sirvió para que aspirara el aire de desesperación que había en el ambiente.

—Quiero hablar con el encargado —afirmó el hombre que estaba a su lado.

—Pero, señor…

—¡Ahora mismo!

Quinn dejó escapar un suspiro y abrió los ojos.

—Necesito un vehículo cuatro por cuatro. El consumo de combustible de esa camioneta será insostenible, y como voy a viajar a Nueva Gales del Sur, voy a gastar mucha gasolina —tendría que conducir cuarenta horas. Seguramente más—. Y, debo añadir, con ninguna de las ventajas que ofrece un todoterreno.

De pronto, conducir le parecía la peor de las ideas. Alzó un poco más la barbilla.

—Gracias, pero no quiero un vehículo de categoría superior. Quiero el coche que reservé.

El dependiente arrugó la nariz.

—Lo que ocurre, señora, es que con la huelga de aviones, entenderá que no tenemos todoterrenos disponibles en este momento.

—¡Pero lo reservé hace más de un mes!

—Lo entiendo y le pido disculpas. No le cobraremos la diferencia con el vehículo superior. De hecho, le ofrecemos un descuento y un bono regalo.

Aquello al menos era algo. Quinn no podía permitirse alejarse demasiado del presupuesto que se había marcado.

—Y lo más importante —el dependiente se apoyó con gesto confidencial sobre el mostrador—, es que no hay nada más disponible —señaló hacia la gente que había detrás de Quinn—. Si no se lleva la camioneta, otros muchos la querrán.

Quinn miró hacia atrás también y torció el gesto.

—No puedo garantizarle cuándo habrá disponible otro todoterreno.

Ella contuvo un suspiro.

—Nos lo llevamos —no tenía otra opción. Habían vendido prácticamente todas sus pertenencias. Había agotado el tiempo de alquiler de la casa y los nuevos inquilinos llegarían en unos días. Sus vidas ya no tenían cabida allí en Perth. Además, había reservado un espacio en un parque de caravanas para aquella tarde en Merredin. No quería perder también aquella reserva.

—Excelente. Necesito que firme aquí y aquí.

Quinn firmó y luego siguió al dependiente por una puerta lateral. Se aseguró de que los dos niños tuvieran sus mochilas, se habían negado a dejarlas con el resto del equipaje en la casa.

—Conserve estos papeles. Los necesitará en la oficina de Newcastle. Si espera aquí un momento, enseguida traerán el coche.

—Gracias.

El relativo silencio que había fuera era una bendición tras la cacofonía de la oficina.

Robbie se sentó en un banco cercano y balanceó los pies. Chase se arrodilló al instante en el suelo al lado del banco y se puso a jugar con su coche.

—Lo siento, señor Fairhall, ojalá pudiera ayudarle. Tengo su tarjeta, así que si cambia algo le avisaré.

¿Fairhall? ¡Claro! Sabía que le conocía de antes. Se dio la vuelta para confirmarlo de todas formas. Vaya, el que estaba a su lado en el mostrador era nada menos que Aidan Fairhall, el prometedor político. Había estado viajando por todo el país haciendo campaña en busca de apoyo. Contaba con el de Quinn.

Tenía un aire agradable y simpático. Sin duda todo estaba orquestado, pero daba la impresión de ser un hombre inteligente y educado.

La buena educación no debería minusvalorarse. En opinión de Quinn, debería apreciarse todavía más. Sobre todo en política. Le vio dejarse caer en el banco de al lado mientras el hombre con la chapa de encargado en la camisa se alejaba. Dejó caer los hombros y apoyó la cabeza en las manos. Se pasó las manos por el pelo y de pronto se quedó muy quieto. Alzó la vista para mirarla y Quinn tragó saliva, consciente de que era la segunda vez que la pillaba mirándole fijamente.

Aidan Fairhall estiró la espalda. A Quinn le latió el corazón con más fuerza. Tragó saliva otra vez y se encogió de hombros.

—Lo siento, no he podido evitar oírlo.

Él sonrió, pero parecía tenso.

—Parece que usted ha tenido más suerte.

Quinn frunció los labios.

—Teniendo en cuenta que reservé este coche hace un mes…

Aidan dejó escapar un suspiro y asintió.

—Sería una falta de profesionalidad que le cancelaran el pedido a estas alturas.

—Pero no van a darnos el coche que queríamos —intervino Robbie.

Quinn debería haberse imaginado que estaba escuchando. Su expresión soñadora la despistaba siempre.

—Pero este es mejor —afirmó, porque no quería que se preocupara. Robbie siempre se preocupaba por todo.

—Nos vamos a cambiar de casa —declaró Chase alzando la vista de su coche de juguete—. ¡Vamos a cruzar el mundo!

—El país —le corrigió su madre.

Chase se la quedó mirando y luego asintió.

—El país —repitió—. ¿Podemos mudarnos a la luna?

—Esta semana no —ella sonrió. Robbie y Chase, sus niños queridos, hacían que todo valiera la pena.

—Suena muy emocionante —dijo Aidan Fairhall mirando a Robbie—. Y, si ahora vais a ir en un coche todavía mejor, seguramente el viaje sea también mejor.

En aquel momento le cayó bien. A pesar de todos los problemas que tenía, había encontrado tiempo para ser amable con dos niños. Y no solo amable, sino también tranquilizador. Si no contara ya de antemano con su voto, se lo habría ganado en aquel momento.

—La huelga de aviones ha puesto el país cabeza abajo. Espero que termine pronto para que pueda usted llegar donde lo necesita.

Debía de tener una agenda de locura. Quinn se apoyó una mano en la cadera y le observó. Tal vez aquello fuera una bendición disfrazada. Parecía cansado. Un descanso de tanto ajetreo podría hacerle mucho bien.

Los ojos de Aidan se oscurecieron con alguna carga oculta que tendría que permanecer así porque Quinn no tenía intención de preguntarle al respecto.

—Según los rumores, este asunto va a llevar mucho tiempo —dejó caer los hombros.

Ella dio un respingo.

—Señora Laverty —un hombre salió de detrás del volante de una camioneta blanca—. Su coche.

Quinn asintió cuando le dio las llaves con una sonrisa.

—Gracias.

Aidan se puso de pie.

—Chicos, que tengáis un viaje estupendo, ¿de acuerdo? —les dijo mientras les subía las mochilas a la parte de atrás de la camioneta.

—¿Puedo sentarme donde las mochilas? —preguntó Chase subiendo.

—Por supuesto que no —afirmó su madre bajándole otra vez—. Gracias —le dijo a Aidan cerrando la camioneta.

—¿Dónde va a ir usted cuando los aviones vuelen otra vez? —preguntó Chase mientras su madre le urgía a subir al asiento de atrás.

—A Sídney.

—Eso está cerca de donde vamos nosotros —dijo Robbie—. Lo hemos mirado en el mapa —sacó el mapa que guardaba en el bolsillo de los pantalones cortos.

La mirada que le dirigió el educado político le produjo a Quinn un nudo en el estómago.

—¿Van a Sídney?

Ella cambió el peso de un pie al otro.

—A un lugar situado a un par de horas al norte de Sídney.

—¿Y podría considerar la posibilidad de…? —se interrumpió, sin duda al ver cómo se le congeló a ella la sonrisa en la cara—. No, claro que no —murmuró en voz baja.

Los niños la miraron primero a ella y luego a él.

Maldición, se suponía que aquello iba a ser un viaje familiar. Aquel viaje por carretera tenía por objetivo ser unas vacaciones para los niños, y también darles la oportunidad de hacer todas las preguntas que quisieran sobre la nueva vida en la que iban a embarcarse. En una atmósfera relajada. Otra persona, un desconocido, significaría dejar a un lado aquellas dinámicas.

—Vamos, chicos, subid al coche. Poneos los cinturones de seguridad, por favor.

Aidan Fairhall asintió con la cabeza.

—Buen viaje.

—Gracias.

Maldición. Aidan regresó al banco. Ella se subió el bolso al hombro, se aseguró de que los niños tuvieran los cinturones abrochados y luego se puso al volante. Miró hacia Aidan y se mordió el labio inferior.

—Quiere venir con nosotros —dijo Chase.

¿Por qué tenían que ser tan perceptivos los niños cuando no se quería y tan obtusos cuando se quería que fueran perceptivos?

—Tú siempre nos dices que debemos ayudar a la gente que lo necesita —señaló Robbie.

Ella se giró en el asiento y los miró a los dos.

—¿Queréis invitar al señor Fairhall a que venga con nosotros en este viaje?

Robbie se la quedó mirando.

—¿Cómo sabes su nombre?

—Lo he visto en televisión. Es un político.

—¿Vendría con nosotros todo el viaje?

—No lo sé. En cuanto acabe la huelga de aviones seguramente querrá que le dejemos en cualquier sitio que tenga aeropuerto.

—Es un hombre simpático —comentó Chase.

Quinn tenía la sensación de que estaba en lo cierto.

Robbie observó al objeto de sus conjeturas y luego se giró hacia ellos.

—Parece un poco triste.

—Sí —Quinn trató de que aquellos hombros caídos no la afectaran demasiado. Sabía perfectamente cómo se sentía. La sensación de derrota, la preocupación y la impotencia.

—Tal vez nuestro viaje sea mejor con él —afirmó Robbie.

Quinn no malinterpretó la esperanza de su mirada. Se mordió la lengua para no decir nada precipitado. Su hijo mayor ansiaba tener un modelo masculino y aquella certeza le hizo daño.

Dejó escapar un suspiro y bajó la ventanilla del copiloto.

—¿Señor Fairhall? Acabamos de tener una reunión familiar.

Él se puso de pie. No era tremendamente alto, debía de medir un metro ochenta y dos, pero tenía un cuerpo atlético que movía con elegancia. Quinn lo vio acercarse y se le secó la boca. El corazón empezó a latirle con fuerza. Trató de liberarse de aquel hechizo, pero se dio cuenta de que estaba paralizada. En ese momento lamentó haberle llamado. Hizo un esfuerzo sobrehumano y se aclaró la garganta.

—Ya que… eh… vamos en la misma dirección, hemos pensado que tal vez le gustaría que le lleváramos un tramo del viaje…

Aidan parpadeó. La esperanza iluminó su bello rostro, y sus ojos marrones emitieron una luz que la hizo tragar saliva. Eran de un tono ámbar que recordaba al fuego de una chimenea. Entonces la luz de aquellos bellos ojos se desvaneció y Quinn se echó hacia atrás en el asiento.

—No estoy haciendo esto sin pensar, señor Fairhall. Le he reconocido y me gusta su política de educación. Pero como no le conozco personalmente, si acepta nuestra invitación informaré al encargado de esa sucursal de alquiler de coches de que va usted a acompañarnos. También llamaré a mi tía para decírselo.

Aidan no dijo nada durante un instante.

—¿Por qué quiere ayudarme?

—La gente debería ayudarse siempre —se apresuró a decir su hijo mayor.

—Y parecía usted triste —añadió Chase.

La luz de aquellos increíbles ojos volvió a desvanecerse, aunque sus labios mantenían la sonrisa.

—Además, estaría bien compartir las horas de conducción… por no mencionar el gasto de gasolina. Me temo que no va a ser precisamente barato.

Se hizo un largo silencio. Pero entonces Quinn reaccionó.

—Me llamo Quinn Laverty, y estos son mis hijos, Robbie y Chase —sacó el carné de conducir y se lo tendió como prueba de identidad y para demostrarle que podía conducir—. Si decide acompañarnos, quiero que llame a alguien para que sepa con quién viaja.

Aidan le devolvió el carné.

—Yo tampoco hago esto sin pensar, señora Laverty.

—Puedes llamarme Quinn —no se molestó en explicar que no estaba casada, porque lo de «señora» le ofrecía una cierta protección.

Aidan Fairhall pertenecía al mundo de sus padres y ella no tenía intención de regresar a aquel mundo jamás.

Se estremeció. Se hizo otro largo silencio, y, finalmente, Quinn se aclaró la garganta.

—No quiero meterle prisa, señor Fairhall, pero nos gustaría salir cuanto antes.

 

 

Aidan dirigió la mirada hacia Quinn Laverty.

—Si solo fuera una cuestión profesional, no me atrevería a imponeros mi presencia de este modo, pero… —vaciló—. Tengo que cumplir con un compromiso familiar.

—Como he dicho antes, si podemos ayudar…

Seguramente aquella mujer le daría la charla durante todo el camino, señalando los fallos de la política que proponía, pero… tuvo la repentina imagen de los ojos agotados de su madre. Asintió. La alternativa era peor. Aidan esbozó una sonrisa, aunque el peso que sentía en el corazón hacía que le resultara casi imposible sonreír.

—Estoy en deuda contigo. Gracias, me gustaría mucho aceptar tu generosa oferta —sacó el móvil del bolsillo y le hizo un gesto al encargado para que volviera.

Aidan habló con el encargado, y luego llamó a su madre. Tal y como esperaba, se asustó con la noticia.

—Pero ni siquiera conoces a esa mujer, cariño, y es un viaje muy largo. ¿Cómo sabes que estarás a salvo?

Aidan trató de calmar sus temores, pero no lo consiguió del todo. Finalmente dijo:

—Si eso te hace feliz, me quedaré en Perth hasta que termine la huelga —tuvo que apretar los dientes al decirlo y recordar que su madre tenía muchos motivos para sentirse ansiosa.

—¡Pero debes llegar a tiempo para la fiesta!

Sí. Aidan contuvo un suspiro. Debía llegar a tiempo para la fiesta. Pero todavía faltaban quince días.

—Harvey cree que la situación se va a prolongar una semana. No puedo conseguir ningún billete de tren ni de avión, ni tampoco alquilar un coche. Está todo vendido.

—Oh, Dios mío.

—Esta es mi mejor opción. En cuanto termine la huelga me dirigiré al aeropuerto más cercano y llegaré a casa lo antes posible.

—Oh, Dios mío —repitió su madre angustiada.

—No creo que haya nada de qué preocuparse, madre.

Se hizo una breve pausa.

—Por supuesto, debes hacer lo que sea mejor, cariño.

De ese modo se libraba de cualquier responsabilidad y dejaba toda la carga sobre los hombros de Aidan.

—Te llamaré esta noche.

Aidan agarró su bolsa de viaje y la metió en el maletero.

—Viaja usted ligero de equipaje —observó Quinn.

Aidan subió al asiento del copiloto.

—Se supone que iba a pasar una única noche en Perth.

Quinn arrancó el motor y sacó el vehículo hacia la carretera.

—Está muy lejos para venir solo para un día.

—Dos días y una noche —se corrigió Aidan.

Quinn seguía con la mirada clavada en la carretera.

—Veo que es usted un hombre que sabe cómo aprovechar bien el tiempo.

—Ese soy yo.

Quinn Laverty tenía una cola de caballo rubia y llevaba puesto una especie de vestido enorme y desteñido que le llegaba hasta los tobillos. Había en ella algo hippy. Cuanto más la miraba, más quería seguir mirándola. Qué locura. Aidan se aflojó un poco la corbata y se giró hacia los niños.

—Robbie, Chase, encantado de conoceros. Gracias por dejarme compartir este viaje con vosotros.

—Es un placer, señor Fairhall —dijo Robbie, el mayor, con exquisita educación.

—Si a vuestra madre le parece bien, podéis llamarme Aidan.

Quinn le miró de reojo. Sus labios esbozaron una sonrisa fácil.

—Me parece bien.

Diez minutos más tarde se detuvieron frente a una casa y cargaron la parte de atrás de la camioneta con un montón de cajas y maletas. Las mochilas se colocaron en el asiento de atrás con los niños. Aidan insistió en hacer él todo el trabajo pesado.

—Adiós, Perth —dijo Quinn despidiéndose de la casa con la mano.

Los niños también agitaron las manos.

—¿Podemos jugar ahora con las consolas? —preguntó Chase.

—Podéis.

Los dos niños rebuscaron en sus mochilas. Quinn miró a Aidan y puso los ojos en blanco.

—Las han comprado especialmente para el viaje.

Seguramente habría sido un desembolso importante para una madre sola. Aunque no tenía ninguna prueba de que estuviera sola. Aidan se reclinó en el asiento mientras dejaban atrás los barrios periféricos de Perth.

—El encargado de la tienda te ha llamado señora Laverty, pero me he fijado en que no llevas anillo de casada. —mantuvo un tono de voz neutral. No quería que pensara que la estaba juzgando o condenando en ningún sentido—. ¿Estás casada, soltera o…?

Ella alzó las cejas.

—¿Importa algo?

Aidan se aflojó un poco más la corbata.

—En absoluto.

Cuando la miró, se dio cuenta de que le brillaban los verdes ojos.

—Tú primero —le retó.

Aquello le habría hecho sentirse incómodo en cualquier otra situación, pero, para su sorpresa, Aidan se relajó todavía más.

—Soltero. Recalcitrante. Nunca me he casado, nunca me he divorciado y no tengo actualmente ninguna relación.

—Ídem —respondió Quinn.

—Entonces, ¿vuelves a casa? ¿Te criaste en Newcastle?

—No.

Quinn tenía una expresión distante, y Aidan contuvo un suspiro. Había sido un mal comienzo. Se hizo un silencio y luego ella le miró con una sonrisa que resultaba algo falsa.

—¿Qué tal está yendo la campaña?

Aidan contuvo una palabrota. ¿Por qué la gente no hablaba con él de otra cosa que no fuera trabajo?

—Bien.

Se hizo otro momento de silencio. Otro mal comienzo. Por el amor de Dios, a él se le daba bien charlar de banalidades. Abrió la boca. Volvió a cerrarla. Sintió aquella familiar opresión en el pecho. Normalmente conseguía ignorarla, pero ahora no le estaba dando cuartel. La culpa la tenía aquella maldita huelga de aviones y el cambio de planes. Le había dado tiempo a pensar.

Y pensar no ayudaba en nada.

Quinn le miró con expresión adusta, y Aidan supo entonces que iba a sacar el tema que más temor le daba. Quería rogarle que no lo hiciera, pero tantos años de buena educación se lo impidieron.

—¿Cómo estáis tus padres y tú desde que tu hermano…?

Aquel era un enfoque distinto, pero… empezó a arderle el pecho. Apoyó la cabeza en el respaldo.

—Lo siento, no me contestes. Ha sido una tontería preguntarlo. Pasar el duelo en público debe de ser desgarrador. Solo quería decirte que siento mucho tu pérdida, Aidan.

Aquellas sencillas palabras le conmovieron por su sinceridad y el ardor del pecho disminuyó un poco.

—Gracias, Quinn.

Transcurrieron unos segundos. Ella se removió un poco en el asiento y agitó la coleta.

—Me mudo a un olivar.

Aidan estiró la espalda y se giró hacia ella.

—¿Un olivar?

—Sí —Quinn mantuvo la vista en la carretera, pero sonreía—. Apuesto a que no es algo que oigas todos los días, ¿verdad?

—No había oído nada parecido en mi vida. ¿Sabes algo de aceitunas?

Ella alzó la barbilla.

—Sé que las aceitunas marinadas con queso es uno de los mayores placeres de la vida.

Aidan se rio. Ella le miró con los ojos chispeantes.

—¿Y tú? ¿Sabes algo de aceitunas?

—Sé que crecen en los árboles. Que con ellas se hace el aceite de oliva. Y que las aceitunas marinadas con queso es uno de los mayores placeres de la vida.

Quinn se rio entonces y Aidan pensó que nunca había escuchado un sonido más agradable. Cerró los ojos para saborearlo mejor. Y aquello fue lo último que recordó.

 

 

Aidan se incorporó de un respingo y miró a su alrededor. Estaba solo en el coche. Consultó el reloj. Cerró los ojos y agitó el brazo derecho, pero cuando volvió a abrirlos no había cambiado la hora. ¿Se había dormido durante dos horas?

Se llevó la palma de la mano a los ojos y aspiró con fuerza el aire antes de estirarse a derecha e izquierda para relajar los calambres del cuello y la espalda. Finalmente miró a su alrededor. Quinn había aparcado bajo un enorme eucalipto para que le diera sombra. En aquel momento, Robbie, Chase y ella estaban lanzando una bola por un enorme óvalo que había delante de él. Quinn se había subido el vestido a medio muslo y se lo había recogido dentro de unos pantalones cortos de ciclista.

Aidan abrió los ojos de par en par. Vaya, estaba muy en forma…

Salió del coche y se estiró. El aire cálido le acarició la piel y se quitó la chaqueta del traje. Quinn le hizo una seña con la mano para indicarle dónde estaban los servicios.

—Están limpios —gritó.

Aidan alzó una mano para que supiera que la había oído.

Cuando volvió la encontró sentada con las piernas cruzadas sobre una manta al lado del óvalo y rodeada de bolsas.

—¿Dónde estamos?

—En Wundowie.

Aidan sacó el móvil y lo buscó en Internet.

—Llevamos viajando…

—Casi dos horas y media, pero solo estamos a una hora de Perth. Había mucho tráfico. Y también nos desviaron por una carrera —Quinn se encogió de hombros—. Todo eso llevó tiempo. ¿Quieres un bocadillo o una manzana? —abrió una bolsa y le ofreció el contenido—. También tenemos agua de sobra.

Aidan eligió la botella de agua.

—Gracias, estoy sediento.

—Pero descansado —ella se rio—. Está claro que te hacía falta dormir —escogió una manzana y le dio un mordisco—. Come algo, por favor. Odiaría tener que tirar nada.

Aidan escogió un bocadillo. Era de jamón y pepinillos.

—Gracias —trató de recordar cuándo fue la última vez que había bajado la guardia tanto como para dormirse sin querer.

Desde luego, no le había pasado desde la muerte de Daniel.

Se le quitó el apetito. Pero hizo un esfuerzo por comerse el bocadillo. No podría soportar el drama que montaría su madre si enfermaba.

Quinn y él se sentaron el uno al lado del otro en la hierba con las piernas estiradas. No hablaron mucho. Un millón de preguntas le cruzaron por la mente, pero eran demasiado personales y no tenía derecho a formular ni una sola de ellas.

Pero la inactividad le ponía nervioso. En cambio, a Quinn parecía no hacerle efecto. Alzó el rostro al cielo y cerró los ojos como si estuviera disfrutando del sol y del aire. Finalmente se puso de pie de un salto.

—Voy a correr un poco más con los niños para estirar las piernas. Si quieres unirte a nosotros, eres bienvenido.

Aidan se miró.

—No voy vestido para la ocasión.

Quinn se fijó en la corbata, los pantalones hechos a medida y los pulidos zapatos de piel.

—No —reconoció—. Ah, quería decirte que hoy solo vamos a llegar hasta Merredin —le gritó girándose mientras corría hacia los niños.

Aidan buscó Merredin en el móvil. Un cálculo rápido le indicó que estaba solo a dos horas de allí. ¿Por qué no avanzaban más? Torció el gesto y empezó a responder correos. También hizo algunas llamadas.

Se quedaron en Wundowie otros treinta minutos. Aidan hizo un esfuerzo por no estar mirando continuamente el reloj. Si solo iban a ir hasta Merredin, llegarían allí a media tarde. Media hora adicional en Wundowie no cambiaría nada.

 

 

A Aidan le habría gustado seguir trabajando cuando volvieron al coche, pero sospechaba que a Quinn le parecería de mala educación.

Se pasó una mano por el pelo. ¿En qué estaba pensando? Por supuesto que sería de mala educación. Además, los niños y ella habían estado callados para que él pudiera dormir, y no podía esperar que continuaran teniendo semejante consideración.

El hecho de que se estaba quedando sin batería fue decisivo. Guardó inmediatamente el teléfono y miró hacia el asiento de atrás.

—¿Practicáis algún deporte, chicos?

—Fútbol —contestó Robbie.

—Robbie es el más rápido de su equipo —dijo Chase.

—Tal vez no lo sea en el nuevo —murmuró el otro niño.

Quinn se puso tensa. Aidan dio un respingo. No había sido su intención adentrarse en terreno peligroso.

—¿Tú practicas algún deporte? —preguntó Robbie.

—Ya no —de pronto volvía a sentir el corazón pesado como una piedra.

—¿Por qué sales en televisión? —quiso saber Chase—. Mamá dice que te ha visto.

—Por mi trabajo. Soy político, así que voy a la televisión para contarle a la gente cómo gobernaría el país si me votaran.

Robbie frunció el ceño.

—¿Te gusta tu trabajo?

—Claro —Aidan sintió un regusto amargo en la boca.

—¿En qué consiste?

—Bueno, la mayoría de los días voy a mi despacho y asisto a muchas reuniones y… —reuniones interminables. Tuvo que hacer un esfuerzo por no sonar cansado—. Voy a la televisión y hablo en la radio, y hay gente trabajando para mí que me ayuda a crear nuevas propuestas políticas.

—¿No sería más divertido ser bombero?

—Mucho más divertido —reconoció Aidan. Dios, a su madre le daría un ataque. Estuvo a punto de echarse a reír.

—Cuando termines de ser político, tal vez puedas ser bombero —dijo Chase.

—Y también podrás jugar al fútbol —añadió Robbie.

Aidan no entendía la relación entre ambas cosas. Miró a Quinn, pero ella se limitó a sonreír.

—Mamá, ¿podemos poner uno de nuestros CD ahora?

—Les prometí a los niños que pondríamos alguno de sus CD durante el viaje.

—No me importa —eso le evitaría tener que buscar temas de conversación.

—Cantamos muy alto.

—No tienes que disculparte por eso.

Por alguna razón, aquello la hizo sonreír.

—No nos has oído cantar todavía —Quinn metió el CD en el reproductor.

Comenzó a sonar una canción infantil sobre un pato y los tres empezaron a berrear con todas sus ganas. Los niños no paraban de reírse. Aidan se acurrucó en el asiento y cerró los ojos, pero esa vez no pudo dormir.

Capítulo 2

LLEGARON a Merredin noventa minutos más tarde. Parecía que habían pasado noventa horas. Aidan había aguantado durante todo ese tiempo ruidosas canciones infantiles. Le latían las sienes y le dolía la parte de atrás de los ojos. No se unió en ningún momento al coro. Pero cuando Quinn guió el coche hacia la calle principal se sentó más recto. Miró hacia el cielo. Todavía quedaban cuatro horas de luz. Otras cuatro horas de buena conducción.

La buena educación le impedía comentarlo. Se mordió la lengua y miró las tiendas que había abiertas. Tal vez podría alquilar allí un coche.

Quinn aparcó en la calle principal y apagó el motor.

—Los niños y yo vamos a quedarnos en el parque de caravanas, pero supongo que tú estarás más cómodo en el motel.

¿Un parque de caravanas? Aidan contuvo un escalofrío. Una vez más no dijo nada, pero estaba claro que Quinn andaba un poco justa de presupuesto.

Los niños y ella salieron a toda prisa del coche. A Aidan le pesaban las piernas. Tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para obligarlas a moverse. Se preguntó de dónde sacaría Quinn toda aquella energía. Tal vez tomara vitaminas. Sin saber por qué, su imagen corriendo por el campo oval con los pantalones de ciclista le surgió en la mente y le provocó un nudo en la garganta.

Alzó la vista y vio que le estaba mirando. Aidan se sentía cansado, pero la coleta de Quinn seguía agitándose y tenía las mejillas sonrosadas. Ella esperó como si creyera que iba a decirle algo, y luego se limitó a encogerse de hombros.

—El motel está al otro lado de la carretera —señaló—. Te recogeremos a las nueve de la mañana.

Aidan sacó la bolsa de viaje del maletero.

—Estaré listo antes. Digamos sobre las seis o las siete, por si quieres ponerte en marcha antes.

—A las nueve —repitió ella girándose hacia los niños y dando una palmada—. Chase, necesito que me busques un paquete de espaguetis, y tú, Robbie, una lata de tomate.

Mientras se alejaban, Aidan oyó a Chase preguntar:

—¿Qué vamos a comprar?

—Carne picada y pan de ajo —entonces desaparecieron en el supermercado que estaba allí cerca.

Le habían dejado de lado. Una vez más. ¿Para ir a comprar al supermercado? Aidan se sacudió aquel pensamiento y cruzó la carretera para dirigirse al motel.

La habitación no estaba mal. Tal vez Merredin fuera el centro regional del cinturón de trigo de Australia occidental, pero a él le parecía un pueblo pequeño. Su intento de alquilar un coche resultó completamente fallido.

Regresó a la habitación del motel, puso a cargar el móvil y luego abrió el ordenador para mirar el mapa de Google. Frunció el ceño. ¿Qué diablos? Si continuaban viajando a aquel ritmo tardarían dos semanas en cruzar el país.

Apretó los puños, contó hasta tres, sacó una libreta de la bolsa y empezó a trazar una ruta.

Desplegó el mapa que había agarrado en la recepción del motel y marcó los puntos lógicos en los que Quinn y él podían relevarse al volante.

Aquello le llevó veinte minutos. Cerró el ordenador y miró a su alrededor. No parecía haber mucho que hacer. Abrió las puertas del armario y del escritorio. Se hizo un café que no se tomó. Sacó el móvil para llamar a su madre, se lo quedó mirando un momento y luego volvió a ponerlo en el cargador.

Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo durante lo que le pareció una eternidad. Pero cuando consultó el reloj soltó una palabrota. ¿Qué diablos iba a hacer durante el resto de la tarde, y durante toda la noche?

Se apoyó en los codos. Podía ir a buscar a Quinn y a los niños. Se sentó y tamborileó los dedos contra los muslos. Arrancó la página de la libreta y salió de la habitación.

No tardó mucho en encontrar el parque de caravanas. Ni en localizar a Robbie y a Chase. Estaban jugando a las peleas en un fuerte de juguete. Y entonces vio a Quinn. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre una manta extendida al lado de una caravana. Verla allí, bajo la luz de la tarde, le resultó tranquilizador sin saber por qué.

—Hola, Aidan —le llamó al verle—. No tienes mucho que hacer, ¿verdad?

Él estiró los hombros.

—Solo estoy explorando. Pensé en venir a ver dónde habíais acampado.

Quinn alzó el rostro hacia el sol.

—Es un lugar agradable, ¿verdad?

Aidan miró a su alrededor en busca de algo que le resultara «agradable», pero no encontró nada.

—Pensé que estarías ocupado poniéndote al día con el trabajo.

Aidan cayó entonces en la cuenta de que no se le había ocurrido llamar a la oficina. Sabían que se iba a retrasar, pero…

Eso no significaba que tuviera que dejar de trabajar. Tenía que contestar una interminable rueda de correos electrónicos. Podría fijar algunas reuniones por Skype para aquella noche.

La idea de todo aquel trabajo le cansó tanto como la idea de llamar a su madre. Cuando Quinn le señaló la manta, se dejó caer en ella, agradecido por el respiro.

No tenía derecho a estar tan cansado. Apenas había hecho nada en todo el día. Miró a su alrededor y pensó que, si fingía lo suficientemente bien, tal vez podría empezar a sentir otra vez un atisbo de interés. Tal vez.

—¿Tienes pensado quedarte en parques de caravanas todo el viaje?

—Por supuesto.

Aidan mantuvo la misma expresión, pero Quinn debió de ver a través de él porque echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Ya veo que esa no es tu idea de pasar un buen rato.

—Yo no diría eso —no era un esnob, pero tener que salir a un servicio comunitario cuando podía tener baño en la habitación…

—No lo dirías porque eres increíblemente educado.

Hacía que sonara como un insulto.

—Mira a tu alrededor, Aidan. Este lugar es mucho mejor para los niños que tu motel. La mayoría de los parques de caravanas lo son. Mira cuánto espacio verde. Los niños pueden dar patadas al balón y pasarlo bomba. Y también hay un parque de juegos vallado. Robbie ya es mayor y no se pierde, pero Chase se distrae con facilidad.

Aidan estiró la espalda al darse cuenta de que aquel lugar le daba a Quinn tranquilidad.

—No había pensado en eso.

—Normalmente hay más niños con los que pueden jugar.

Aidan vio a otros dos niños que se acercaban al parque de juegos.

—A la mayoría de los que están aquí no les molesta el ruido que hacen los niños, pero apuesto a que tú te alegras de que no estemos en la habitación de al lado de la tuya en el motel.

Aidan echó los hombros hacia atrás.

—No es un mal ruido. Solo son unas risas y algún grito.

Ella alzó las cejas.

—Pero entiendo lo que dices.

—Sería muy difícil trabajar con todo ese ruido.

Ya estaba otra vez hablando de trabajo.

Aidan se sacó de pronto del bolsillo el itinerario que había trazado y un mapa y los puso en la manta.

—He pensado que mañana podríamos llegar hasta Balladonia si queremos hacer turnos de conducción de dos horas, que es lo que recomiendan los manuales de seguridad. Luego podríamos cambiar otra vez aquí y aquí —señaló varios puntos en el mapa.

Quinn se apoyó hacia atrás en las manos y se rio.

—He visto esta película. En este caso tú eres Sally y yo Harry, ¿verdad?

Aidan se la quedó mirando. ¿De qué diablos estaba hablando?

—Cuando Harry encontró a Sally —le recordó Quinn al ver que permanecía en silencio—. La película, ¿te acuerdas? Sally es superorganizada y un poco rígida y Harry es más relajado.

A Aidan no se le ocurrió nada que decir.

—Hay una escena al principio de la película, cuando están cruzando Estados Unidos y… —la voz de Quinn perdió fuelle—. ¿No has visto la película?

Aidan negó con la cabeza.

—Pero es una de las comedias románticas más famosas de todos los tiempos

Por alguna razón, Aidan se sintió obligado a disculparse.

—Lo siento.

Quinn sonrió, tocó el mapa y sacudió la cabeza.

—No.

—¿No? —Aidan parpadeó—. Pero…

Ella se rio y luego volvió a apoyarse en las manos.

—Aidan, tienes que aprender a relajarte un poco.

En aquel momento le recordó a Daniel. Aquello tendría que haberle hecho daño.

Pero no se lo hizo.

 

 

—Yo…

Aidan se la quedó mirando como si fuera la primera vez que la veía. O como si nadie le hubiera dicho nunca que se tomara las cosas con más calma y se detuviera a oler las rosas. Quinn contuvo un suspiro. Aquel viaje, pasar tiempo con los niños y hacer que aquel cambio en su vida fuera emocionante y fácil, era importante para ella. Compadecerse de Aidan e invitarle a unirse a ellos había cambiado la dinámica más de lo que esperaba. Les había prometido a los niños unas vacaciones y no iba a faltar a su palabra.

Ocho horas de carretera no eran vacaciones para nadie.

—Seguramente tendríamos que haber comparado nuestras notas sobre el tipo de viaje que esperábamos antes de salir de Perth —Quinn se humedeció los labios—. Pero está claro que manejamos esquemas de tiempo diferentes.

Le dio un vuelco el estómago. Seguramente estaría acostumbrado a que todo el mundo corriera a su alrededor a toda prisa. Así era la gente de su mundo. Del mundo de sus padres.

«No utilices eso en su contra. Eso no le convierte en alguien como tus padres».

—He hecho algunas pesquisas por el pueblo para ver si podía alquilar un coche propio.

Quinn tragó saliva. Aquella sería una solución al problema.

—¿Y?

—Me temo que no he tenido suerte.

—Entiendo.

—Estás lamentando haberme llevado —aseguró Aidan sin rencor, pero con tono agotado.

Quinn tuvo que hacer un esfuerzo por no acercarse a él, tomarle la mano y decirle que estaba equivocado. Pero…

Quinn miró a sus niños, que en ese momento jugaban encantados con sus nuevos amigos en el parque. Una mezcla de amor y de miedo la atravesó. Echó los hombros hacia atrás y volvió a mirarle a los ojos. Seguir mareando la perdiz solo llevaría a más malentendidos.

—Aidan, has sido tremendamente educado, pero no has sido muy amigable que se diga.

—¿Perdona?

Aidan apretó tanto los dientes que se le pusieron blancos los labios. Quinn odiaba ser la causante de aquella expresión, pero continuó en sus trece.

—No has cantado con nosotros. No has participado.

Aidan se la quedó mirando con expresión desconcertada.

—Por favor, no me digas que quieres dejarme aquí en este pueblo perdido.

—¡Por supuesto que no! —¿cómo podía pensar que le abandonaría de aquel modo?

—En cuanto lleguemos a Adelaide buscaré una solución.

—De acuerdo —Quinn se mordió una uña del dedo, incapaz todavía de mirarle. Adelaide estaba todavía a seis, tal vez siete días por delante. Si pudiera hacerle entender lo importante que era aquel viaje… bueno, entonces tal vez habría hecho un mayor esfuerzo por encajar. Tal vez.

Quinn estiró las piernas.

—¿Sabes lo que creo? Creo que deberíamos romper un poco el hielo. Creo que deberíamos hacer las preguntas que se han estado interponiendo entre nosotros y quitárnoslas de encima.

Aidan parecía tan abatido que Quinn tuvo que morderse otra vez el labio inferior para no reírse. Aquel hombre llevaba la contención a un nuevo nivel.

—O mejor todavía, ¿por qué no decimos cada uno algo que pensamos que el otro quiera saber?

La expresión de Aidan no cambió, pero ella la ignoró y unió las manos.

—Sí, eso será mucho más divertido. Yo primero, ¿de acuerdo? —se precipitó a decir antes de que Aidan pudiera poner alguna objeción—. Voy a contarte por qué Robbie, Chase y yo estamos cruzando el país en coche.

Aidan se revolvió, se puso en alerta. La miró con más fijeza y estiró los hombros.

—El olivar está en el distrito vinícola de Hunter Valley, y pertenece a mi tía. Es la oveja negra de la familia —puso los ojos en blanco—. Y parece que yo he salido a ella.

—¿Tu familia te considera una oveja negra?

¡Una pregunta! Quinn contuvo el gesto para ocultar su triunfo.

—Lo cierto es que me sorprendería mucho que mis padres pensaran en mí actualmente. Son de Sídney. Me quedé embarazada de Robbie a los dieciocho años. Ellos querían que fuera a la universidad e hiciera alguna carrera brillante. Cuando decidí tener el niño, me dejaron de lado.

Aidan se quedó boquiabierto.

—¿Y tienes hermanos?

¡Otra pregunta!

—No. Así que, cuando mis padres me dieron el ultimátum, hice las maletas y me mudé a Perth.

—¿Por qué a Perth?

—Porque era lo más lejos de Sídney que podía ir sin tener que dejar el país.

Aidan se la quedó mirando durante un largo instante. Quinn contuvo el aliento y cruzó los dedos para que hubiera una cuarta pregunta.

—¿El padre de Robbie se mudó con vosotros?

—Sí, así fue —respondió Quinn sonriendo. Pero no quería contarle aquella historia—. Cuando tuve a Robbie, mi tía Mara…

—¿La oveja negra?

—Esa misma. Bueno, pues ella vino a Perth para ayudarme durante un par de semanas. Yo tenía apenas diecinueve años y un bebé recién nacido. Le agradecí mucho el apoyo y la ayuda que me brindó. No tenía por qué hacerlo. Apenas nos vimos cuando yo era pequeña, pero esas dos semanas nos unieron para siempre. Desde entonces hemos estado en contacto.

—¿Te mudas para vivir cerca de ella?

Quinn sintió una punzada de miedo en el estómago. Se removió en la manta. Estaba volviendo del revés la vida de todos. ¿Y si estaba cometiendo un error? En Perth tenían una vida muy cómoda. Pero ella no era feliz. Quinn forzó una sonrisa antes de continuar.

—Mara solo tiene cincuenta y dos años, pero ha desarrollado una artritis severa y tienen que reemplazarle la cadera. Necesita ayuda. Mis hijos no tienen familia en Perth. Creo que les vendrá bien conocer mejor a Mara.

Aidan pareció entenderlo.

—Te mudas para cuidar de ella.

—Espero que todos cuidemos de todos. Como te he dicho, tiene un olivar y su capataz se acaba de casar y se ha ido a vivir a Estados Unidos.

—¿Vas a ocupar tú su puesto?

—Sí —Quinn alzó orgullosa la cabeza. Estaba deseando enfrentarse a aquel reto. Su trabajo como administrativa en el departamento de química de la universidad de Australia occidental había dejado de resultarle interesante. Aunque lo cierto era que no le había resultado interesante nunca. Pero les había mantenido a los niños y a ella durante los últimos cinco años. Quinn trató de apartar de sí las dudas. Si las cosas salían mal en el olivar de la tía Mara podría encontrar un trabajo de oficina enseguida en alguna parte.

Contuvo un suspiro y estiró la espalda. No había ninguna razón para que las cosas no salieran bien. Quería a su tía, y los niños también. Hunter Valley era un lugar precioso y los niños disfrutarían mucho del sol y los espacios abiertos. Irían a un buen colegio y les conseguiría un perro. Harían amigos rápidamente. Y ella también. Tal vez así dejaría de sentirse tan sola.

Se giró hacia Aidan y presionó las palmas de las manos.

—Este es un momento muy emocionante para nosotros.

—Y supongo que también muy aterrador.

Quinn no quería admitirlo en voz alta, pero asintió brevemente con la cabeza y sonrió.

—Por eso este viaje es tan importante —reconoció—. Les prometí a los niños que sería como unas vacaciones. Estoy decidida a que nos tomemos nuestro tiempo y a que todo el mundo esté lo más relajado posible para poder responder a cualquier pregunta sobre nuestra nueva vida, ayudarles a calmar cualquier temor y a mirar este nuevo comienzo con ilusión.

El rostro bronceado de Aidan palideció.

—Y yo lo estoy estropeando todo.

—No, no exactamente. Pero ahora que lo sabes tal vez puedas relajarte un poco.

—Y separarme de vosotros en Adelaide.

Quinn dio una palmada en la manta y se inclinó un poco más hacia delante. Aidan olía a algo parecido al eucalipto. Quinn aspiró su aroma durante un segundo.

—Basta con que te dejes llevar un poco —le corrigió—. Es obvio que estás estresado por la huelga de aviones y por volver a Sídney, pero… estamos pegados unos a otros durante seis días aproximadamente, ¿verdad?

Aidan tragó saliva y asintió.

—Seis días. Así es.

—Entonces, ¿podrías dejar de protestar por las incomodidades y tomarte esto como una especie de regalo, como unas vacaciones inesperadas?

Aidan se la quedó mirando.

—¿Unas vacaciones? —repitió como comprobando las palabras—. Enfadarme por el retraso no va a cambiar nada, ¿verdad? De hecho, solo sirve para haceros las cosas más difíciles a ti y a los niños.

—Y a ti —Quinn sacudió la cabeza—. No quiero ni pensar el daño que le está haciendo a tu salud el aumento de los niveles de cortisol.

—¿Cortisol?

—Es una hormona que se libera en la sangre en momentos de estrés —agitó la mano al ver que la miraba fijamente—. Lo he leído en un libro.

A aquel hombre también le iría bien meditar con regularidad, pero no lo sugirió. Ya había hecho bastantes sugerencias por un día. Volvió a apoyarse sobre las manos y alzó la cabeza hacia lo que quedaba de sol. Sonrió.

—Desde luego, el tiempo es como de vacaciones —el verano había terminado oficialmente, pero no se notaba.

Aidan miró a su alrededor y asintió.

—Mira lo azul que está el cielo y la neblina dorada del horizonte. Este es mi momento favorito del día. Quisiera embeberme de todo.

Guardaron silencio durante unos instantes. Quinn confió en que estuviera saboreando la tarde tanto como ella.

—Me recuerdas a alguien —Aidan se giró hacia ella—. Ahora me toca a mí compartir contigo algo que creo que quieres saber.

Quinn tuvo que hacer un esfuerzo por no inclinarse hacia delante con la boca abierta. No contaba con que Aidan entrara al trapo de su juego.

—La muerte de Daniel ha devastado a mi familia.

Su hermano había muerto en un accidente de coche hacía en aquel momento ocho meses. Había salido en todos los titulares. Quinn se agarró a la manta. Le dolía el corazón por Aidan y por su familia.

—Era el ojito derecho de mis padres. Su muerte los destrozó —Aidan se miró las manos—. No es de extrañar, era un gran tipo.

No hacía falta que dijera cuánto había sufrido él con la muerte de su hermano. Se le notaba en la cara. Quinn sintió un nudo en la garganta.

—Desde el accidente de Danny, mi madre vive con un miedo mortal a perderme a mí también.

Entonces, Quinn vio lo que Aidan no le estaba diciendo. Tragó saliva haciendo un esfuerzo.

—Así que la huelga de aviones y este viaje por carretera son una auténtica preocupación para ella.

Y aquello era lo que le había estado perturbando. No la interrupción de su campaña política.

—Su cortisol debe de andar en estos momentos por las nubes —aseguró él señalando al cielo.

Y Aidan quería hacer todo lo que estuviera en su mano para calmar el sufrimiento de su madre. Sintió una punzada de dolor por él.

—Mis padres cumplen treinta años de casados el día veinticuatro de este mes —continuó Aidan.

Quinn suspiró aliviada. Tenía pensado llegar a casa de Mara como muy tarde el día veintidós, así que Aidan llegaría a tiempo.

—Debería estar allí ayudando con los preparativos. Hay en marcha una gran fiesta. Yo les animé a que la organizaran. Pensé que eso les ayudaría.

Quinn se preguntó entonces si Aidan no estaría dejando a un lado su propio dolor para aliviar el de sus padres. Se lo quedó mirando durante un largo instante.

—Siento mucho tu pérdida, Aidan.

—Gracias.

Se hizo entonces un silencio algo incómodo.

—¿Puedo decir algo sobre tu madre? —murmuró ella.

Aidan se quedó muy quieto y luego la miró.

—Solo si lo dices con cariño.

¿Con cariño? El corazón empezó a latirle con fuerza. Quinn se humedeció los labios y miró hacia el parque de juegos, desde donde se oían risas felices.

—No puedo imaginarme lo terrible que sería perder a uno de mis hijos —le tembló la voz—. No se me ocurre nada peor. Tu pobre, pobre madre, Aidan. Dios no quiera que pierda nunca a Robbie, pero… no puedo evitar pensar que envolver a Chase entre algodones no sería bueno ni para él ni para mí.

Aidan la miró con expresión seria.

—Ella no puede evitar el sufrimiento.

—No —pero atar a Aidan tan corto no era justo—. Volverás a casa sano y salvo —no se le ocurrió otra cosa que decir.

—Por supuesto que sí.

—Y por ahora no puedes hacer por tu madre nada más que llamarla a diario para que sepa que estás bien. ¿Puedes vivir con eso?

—Supongo que tendré que hacerlo.

—¿Sabes qué? Tal vez esto sea algo bueno. Puede que la obligue a pensar en algo que no sea su propio miedo, sobre todo si tiene que organizar una fiesta. Y puede que entonces se dé cuenta de lo irracional que es su temor.

A Aidan se le iluminó la cara.

—¿Tú crees? —se la quedó mirando un largo instante y luego sonrió—. ¿Sabes qué? La persona a la que me recuerdas es a Daniel, Quinn. Me recuerdas a mi hermano.

Capítulo 3

AIDAN se encargó del primer turno de conducción a la mañana siguiente. Pensó que iban a discutir al respecto, pero tras escucharle, Quinn se limitó a darle las llaves y se sentó en el asiento del copiloto.

Aidan la observó de reojo lo más disimuladamente que pudo. Estaba un poco pálida.

—De acuerdo, niños —Quinn se giró hacia Robbie y Chase, que estaban en el asiento de atrás—. Tenéis una hora para jugar a la consola.

Los niños soltaron una exclamación de júbilo y rebuscaron en las mochilas. Quinn se encogió de hombros al ver que Aidan la miraba de reojo.

—Sé que las cosas serían más sencillas y tranquilas si les dejara jugar todo el día, pero no creo que eso sea bueno para ellos.

—Yo tampoco —aseguró Aidan—. El aumento de la obesidad infantil es preocupante. He formado parte de una comisión de gobierno que buscaba estrategias para combatirla.

—Es bueno saberlo —Quinn contuvo un bostezo y miró por la ventanilla—. Me alegro de que nuestros impuestos sirvan para algo.

Aidan había entrado ya en la autopista del Gran Oriente y el paisaje se iba volviendo cada vez más seco. Lo único que se veía por la ventanilla eran matorrales bajos. Aidan volvió a mirar a Quinn.

—¿Has tenido una noche dura?

Ella estiró la espalda.

—La cama era dura como una roca —sonrió—. Pero esta noche voy a dormir muy bien sea como sea la cama.

Aidan decidió en aquel momento dejarla descansar todo lo que pudiera.

—¿Te importa que ponga la radio bajita?

—Me parece bien.

Pero Quinn no se durmió. Se quedó mirando los matorrales por la ventanilla. Cuando hubo pasado una hora, se giró hacia los niños.

—Ya está.

Hubo gruñidos y quejas, pero guardaron las consolas. Robbie estiró los brazos para tocar el respaldo del asiento de Aidan.

—¿Cuánto tiempo va a estar la tía Mara en el hospital?

—Si todo sale bien, solo unos días. Pero tendrá que tomárselo con calma durante unas semanas. Y la operación no está prevista hasta finales de año.

—Yo le leeré.

—Eso le gustará.

—Y yo jugaré a las cartas con ella —aseguró Chase, que al parecer no quería quedarse fuera.

—¡Cielos! Con tantas atenciones se recuperará enseguida.

Robbie se estiró para tocar el techo del coche.

—¿Qué coche vamos a usar si tenemos que devolver este?

—Vamos a compartir el coche de la tía Mara durante un tiempo y hay una furgoneta de granja que también podemos usar. Pero a la larga compraremos uno. ¿Cuál creéis que deberíamos comprar?

A continuación tuvo lugar una acalorada discusión basada sobre todo en los anuncios de televisión que les gustaban a los niños. Aidan sonreía. Y luego recordó lo que le había dicho Quinn el día anterior sobre que le consideraba poco amigable y se le borró la sonrisa de la cara. Tenía que hacer algo más que escuchar.

—¿Y qué tal una minivan? —sugirió—. Son como autobuses, pueden transportar a un equipo entero de fútbol.

A los niños les pareció una idea brillante.

—Bueno, chicos —dijo cuando volvió a hacerse el silencio—, ¿estáis contentos con mudaros?

—Sí —aseguró Chase sin vacilar.

Aidan vio por el espejo retrovisor que Robbie fruncía el ceño.

—Voy a echar de menos a mis amigos Luke y Jason.

Quinn apretó los puños. Aidan se dio cuenta de ello antes de volver a centrar la atención en la carretera.

—Ya sé que no es lo mismo, pero podrás hablar por Skype con ellos, ¿verdad?

Robbie frunció todavía más el ceño.

—¿Qué es eso?

—Es como hablar por teléfono pero por el ordenador, y podéis veros.

—¿De verdad? —al niño se le iluminó la cara—. ¿Puedo, mamá? ¿Puedo?

Quinn aflojó los puños.

—Claro que sí, cariño.

—¿Y puedo hacer Skype con papá también?

Aidan tuvo la sensación de que todos los músculos de Quinn se pusieron tensos al escuchar aquello. Se aclaró la garganta.

—No… no veo por qué no —miró hacia Robbie sonriendo—. Coméntalo con él la próxima vez que llame.

—Vale.

—¡Mirad, canguros! —exclamó Aidan señalando a la derecha y dándole gracias a la Providencia por aquella perfecta distracción.

Los niños se estiraron en sus asientos con las bocas abiertas y la expresión ansiosa mientras veían cuatro enormes canguros saltando entre los matorrales al lado del coche.

Quinn apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos.

Aidan dejó escapar un suspiro.

—Robbie, Chase, creo que ya va siendo hora de que os enseñe una canción.

—¿Es una canción divertida? —quiso saber Chase.

Aidan se frotó la barbilla con una mano.

—Tiene un submarino amarillo, ¿eso es divertido?

—¡Sí! —exclamaron los niños a coro.

Cuando terminaron de aprenderse Yellow Submarine de los Beatles habían llegado a la primera parada de descanso. Mientras Quinn extendía la manta de picnic en el parque que había detrás del restaurante de carretera, Aidan agarró el ordenador portátil y descargó la canción para que los niños pudieran escuchar la versión original. Los tres cantaron a pleno pulmón.

Cuando terminaron, Aidan se dio la vuelta y se encontró a Quinn acurrucada en la manta. Se había quedado dormida. Él se volvió hacia los niños.

—¿Qué os parece si sacamos el balón y dejamos dormir a vuestra madre?

—Estoy harto de dar patadas al balón —gruñó Chase—. Prefiero jugar a la rayuela.

¿La rayuela?

Sin decir una palabra más, Robbie se acercó al maletero del coche y sacó un colchón de plástico que una vez desdoblado formaba una rayuela a escala real.

Así que jugaron a la rayuela. Y fue muy divertido.

—Chicos, ¿os preocupa hacer amigos en la nueva ciudad?

Chase dio un salto.

—Mamá dice que va a ser muy fácil hacer amigos en la escuela. Espero que tenga razón.

Aidan le dio una palmada a Chase en la espalda.

—Bien hecho, amigo. Eso ha sido un gran salto para terminar.

Entonces le tocó el turno a Robbie.

—Mamá dice que puedo jugar al fútbol los sábados por la mañana en Pokolbin.

—El deporte es una manera estupenda de hacer amigos —Aidan dio un paso atrás para dejarle a Robbie espacio—. Eres muy rápido en esto.

—Ya lo sé —Robbie asintió, pero cuando le tocó el turno a Aidan se dio cuenta de que al niño le había gustado que se lo dijera.

—Serías más rápido si tuvieras ropa para jugar.

Aidan llegó hasta la línea de meta.

—Es verdad. Tendré que comprarme algo cuando lleguemos esta tarde a Norseman.

Robbie miró de reojo a Aidan y se mordió el labio inferior. Aunque Aidan no tuviera hijos, no hacía falta ser físico nuclear para intuir que Robbie quería preguntarle algo.

—Suéltalo, amigo —le aconsejó.

—Tienes que prometerme que me vas a decir la verdad.

¡Vaya! Aidan se frotó la mandíbula.

—Lo intentaré.

—¿La rayuela es un juego de niñas?

Aidan iba a decir automáticamente que no, que cualquiera era libre de jugar a la rayuela, y era cierto, pero… cerró la boca. Los niños podían llegar a ser muy crueles.

Se agachó delante de Robbie y de Chase y miró hacia atrás para confirmar que Quinn seguía dormida.

—De acuerdo, no debería ser un juego de niñas, pero en cierto modo lo es —no quería que nadie acosara a aquellos niños—. Así que yo no lo jugaría en la nueva escuela.

—Vale —Robbie asintió, obviamente satisfecho con la respuesta.

Chase se apoyó contra Aidan, y el calor del niño en el brazo le provocó un nudo en el estómago.

—Pero a mí me gusta jugar a la rayuela —susurró Chase.

Y nadie debería impedir que aquellos niños disfrutaran de tan inocente diversión.

—Por eso creo que deberías jugar en casa cuando quieras. Si alguien se entera y quiere meterse contigo por ello, dile que tu madre te obliga a jugar con ella —Aidan sonrió—. Vamos, ¿a quién le toca ahora?

 

 

***

Cuando se despertó, Quinn se encontró a Aidan jugando a la rayuela con Robbie y Chase. Parpadeó. Se incorporó y tuvo que volver a parpadear. ¡Parecía que se estaba divirtiendo!

Quinn sonrió. Le había desaparecido por completo el dolor de cabeza. Levantó la barbilla y apartó de sí todas las dudas que la habían perseguido durante toda la noche. Debían disfrutar de aquel nuevo comienzo, no tenerle miedo.

Aidan miró a su alrededor, como si hubiera percibido su mirada. A Quinn le dio un pequeño vuelco el corazón. Tal vez fuera lógico. Aidan parecía mucho más… humano sin la chaqueta y la corbata. Y descalzo.

—Seguro que queréis tomar algo —gritó.