El viaje - Miguel Collazo Toledo - E-Book

El viaje E-Book

Miguel Collazo Toledo

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Beschreibung

En el planeta llamado Ámbar, los descendientes de un malogrado intento de colonización han extraviado toda noción de su origen, todo contacto con el saber, la historia y los vestigios de sus enigmáticos ancestros. Viven, o mejor, existen, sin orden social alguno, sin propósito más allá del minúsculo ahora, ajenos a la conciencia de un mañana, de un universo en derredor e, incluso, de sí mismos. Sin embargo, siempre habrán de surgir los extraños, los diferentes: aquellos que, a plena razón o no, reconstruirán la maquinaria de la curiosidad y harán de nuevo rodar las ruedas civilizatorias. El viaje es, pues, una aventura de la mente, de los desafíos de la idea antes que del cuerpo mismo, en pos de reconquistar lo que nos hace humanos por derecho más que por herencia: la sed de indagar, la voluntad de emprender.

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Seitenzahl: 319

Veröffentlichungsjahr: 2024

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El viaje

Miguel Collazo

Todos los derechos reservados

© Miguel Collazo, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2024

La Colección Biblioteca del Pueblo tiene el objetivo de ponera disposición del público obras cumbres de la literatura cubanaen formato digital.

ISBN: 9789591026590

Tomado del libro impreso en 2022Edición y corrección: Michel Encinosa Fu / Dirección artística: Suney Noriega Ruiz / Diseño de colección: Frank Alejandro Cuesta / Realización de cubierta: Luis Eduardo Fariñas / Ilustraciónde cubierta: Restricción, mixta-tela (2005) Ebenezer Leyva González / Emplane: Yuliett Marín Vidiaux

E-BookEdición-corrección, diagramación pdf interactivoy conversión a ePub: Ramón Caballero Arbelo /Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Reseña del autor y la obra

MIGUEL COLLAZO (La Habana, 1936-1999) es uno de los más resplandecientes «raros» de la literatura cubana. Considerado entre los pioneros de nuestra ciencia ficción, su obra narrativa se extendió a ámbitos tan diversos como el horror, el fantástico y el realismo más descarnado y extremo en su interpretación de lo cotidiano. Entre sus obras destacan El libro fantástico de Oaj (1966), El viaje (1968), Onolorla (1971), El arco de Belén (1975), Estancias (1985), Estación central (1993), Dulces delirios (1996) y El hilo del ovillo (1998).

En el planeta llamado Ámbar, los descendientes de un malogrado intento de colonización han extraviado toda noción de su origen, todo contacto con el saber, la historia y los vestigios de sus enigmáticos ancestros. Viven, o mejor, existen, sin orden social alguno, sin propósito más allá del minúsculo ahora, ajenos a la conciencia de un mañana, de un universo en derredor e, incluso, de sí mismos.

Sin embargo, siempre habrán de surgir los extraños, los diferentes: aquellos que, a plena razón o no, reconstruirán la maquinaria de la curiosidad y harán de nuevo rodar las ruedas civilizatorias. El viaje es, pues, una aventura de la mente, de los desafíos de la idea antes que del cuerpo mismo, en pos de reconquistar lo que nos hace humanos por derecho más que por herencia: la sed de indagar, la voluntad de emprender.

Índice
Reseña del autor y la obra
NOTA AL LECTOR
PRIMERA PARTELas máquinas
IJalno
IIEl símbolo de la elipse
IIIVet
IDenna
IILos Cuantas
III
IAtes y Bulis
IIAtbar
IIINalis
IAmir
IIDatté
IIIJarve
IDilnes
IILa montaña
IIIAnsial
SEGUNDA PARTECásel
TERCERA PARTEArnes
CUARTA PARTECadars
QUINTA PARTELos hombres de los proyectos

NOTA AL LECTOR

De esta obra me separan, en el tiempo, alrededor de diez años, y en la concepción general de la literatura, algo mucho más profundo y diverso sobre lo cual no encuentro en esta nota lugar apropiado para hablar. Me contentaré con decir que no creo haber asumido la «ciencia-ficción» como género en sí, con todas las formulaciones que ello implica; la he tomado, más bien, como un medio para desarrollar ciertas cuestiones de carácter sicológico o filosófico que en determinado momento necesité elaborar dentro de un plano o una dimensión diferentes. La he tomado, además, sin preocuparme en absoluto por seguir o no una línea «ortodoxa», en cultivar o enriquecer el género, o en presentar ese género desde un sesgo no usado, sensacional o sorprendente. Sencillamente necesité ese ámbito, de la misma manera que tal vez mañana necesite otros. Solo quisiera añadir que me ha resultado imposible hacer todas aquellas correcciones que hubiera deseado para esta reedición, no tanto por ese tiempo transcurrido como por la peculiar y enredada naturaleza de la obra, escrita, por lo demás, casi en un rapto. Me he tenido que limitar, pues, a ciertos ordenamientos externos del texto, o sea, a dividir la obra en partes y capítulos subtitulados; también, y siempre que la flexibilidad del asunto así lo permitía, logré en alguna medida «aclarar» determinados pasajes cuya extrema oscuridad dificultaban la buena inteligencia de la obra. En cuanto a la rareza de los nombres... en realidad no me atreví a modificarlos; después de todo, ¡quién sabe cómo se llamarán los hombres dentro de dos mil o tres mil años!

M. C.Acosta, 8 de marzo de 1980

PRIMERA PARTELas máquinas

IJalno

1Beres y Bímer

Jalno caminó entre las ruinas y recordó que alguna vez en el tiempo aquel lugar había tenido un aspecto completamente distinto. Su hijo, Beres, tomó un gajo fósil y, distraídamente, trazó unos dibujos en la arena. Jalno se quedó mirándolo: ¿por qué siempre aquella desidia, aquel desgano? ¿ No los había traído él a ese lugar por algo su­mamente importante? ¿No se lo había gritado cien veces en los oídos? En realidad, él había estado enfermo, muy enfermo. Durante los últimos años su mente ofuscada, y solo su mente, había creado todo aquel desorden. Pensándolo bien, ya nadie podría tener un rumbo, una dirección…

Jalno se limpió la cara con las manos, y vio en torno suyo que los hombres removían las piedras. ¡Maldita manera de trabajar aquella! ¿Por qué mientras estos quitaban esas piedras aquellos las volvían a poner en el mismo sitio? ¿Por qué, de pronto, se sentaban sobre los escombros como si se les hubiese olvidado todo lo que tenían que hacer? ¿Por qué jugaban; por qué bailaban así; por qué se dormían unos sobre otros? En fin, ¿a quién culpar? Jalno sacudió la cabeza y terminó por decir que todo estaba bien: ya él no podría mover siquiera una piedra. Después de todo, aquello sería para el disfrute y bien de los otros, no de él. Aquí estaban, y aquí echaban su suerte. Por otra parte, las máquinas estarían siempre bajo esas ruinas, esperando… Al menos, eso había dicho Nur B, su padre. «Sí, aquí deben estar todavía –pensó Jalno–, limpias, relucientes y hermosas». Sí, con toda seguridad allí estaban, bajo sus pies, tan iguales a sí mismas como cuando él era niño.

Cerró los ojos. ¿Para qué servirían esas máquinas?

Bueno, no era cuestión de preocuparse. Ya las máquinas sabrían para qué. Las máquinas lo sabían todo; por algo eran máquinas. Probablemente hasta sabían que ellos estaban allí, buscándolas. ¡Maldita sea, si apenas había que remover un poco los escombros para que aparecieran!

Beres se paró sobre las ruinas con los brazos abiertos; su cuerpo se reflejó en pedazos dispersos de metal y plástico. Bímer, el otro hijo de Jalno, trepó con sigilo por algún lugar, y ya en lo alto dio un grito, aterrorizado: creía estar suspendido en el aire.

Jalno dijo que aquello era una bóveda, convencido de que eso lo explicaría todo. Bímer se deslizó por el plástico transparente, gritando, tratando de clavar las uñas en aquella materia pulida y al parecer inexistente; de pronto cayó por una grieta.

Ahora Jalno señalaba un poco indeciso el lugar donde debían escarbar. ¿Aquí o allí, o quizá un poco más allá? ¡Cuánto había cambiado aquel sitio!

El pequeño Borles cargó una piedra y la dejó caer, levantando una nube de polvo; y los demás se quedaron mirando la nube como si aquello fuese lo más divertido del mundo.

El día casi declinaba.

Jalno volvió a dar órdenes. Estaba cansado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo cansado que estaba. Dentro del pecho algo le latía con furia, y su brazo derecho comenzaba a paralizarse.

Después de un tiempo incalculable, los hombres parecieron recordar, de modo espontáneo, la razón por la cual estaban allí. Pero al rato Jalno notó que el trabajo avanzaba más lenta, más caóticamente que nunca. Entonces se puso a remover piedras, con furia, casi con odio. Apenas había comenzado cuando algo le estalló dentro del cuerpo y lo hizo caer como fulminado, retorciéndolo en el polvo. Luego se quedó quieto; movió todavía la cabeza y dirigió la vista hacia Beres. Los ojos se le apagaron. Beres se le acercó y estuvo observándolo un momento; después sacudió uno de sus brazos. «Bien», pensó Beres, el viejo Jalno se había dormido profundamente. Lo cargó y se lo llevó lejos, dando vueltas sin saber dónde ponerlo; finalmente lo acomodó lo mejor que pudo entre unas piedras, a la sombra de las flores gigantes. Bostezó y estiró los brazos. Era bueno dormir; y se tendió junto al cuerpo de su padre, velando su sueño, esperando, mientras los demás seguían removiendo los escombros, revolviéndolo todo.

Pero Jalno no despertó.

Bímer llegó más tarde, con el rostro sucio y lleno de desaliento. Dijo que allí no había nada.

Beres sabía que cuando despertara Jalno se encontrarían las máquinas… Pero, ¿para qué decía Jalno que servían? En fin, Jalno sabía para qué, eso bastaba. Bímer tocó el cuerpo de su padre. Estaba frío. Lo sacudió con fuerza. Beres fue a protestar, y vio la mueca en el rostro de su hermano. Los dos se miraron un rato, mientras un rayo de luz enrojecía sus cabezas.

Bímer dijo:

—Estas cosas pasan… Uno se duerme un día, se duerme demasiado y… ¿No lo ves? Nadie duerme con los ojos abiertos.

Quiso decirle que su padre desaparecería, que se convertiría en arenas o en polvo. Estaba muerto.

—¿Muerto?

Sí; dormido para siempre. Los símbolos tal vez. Probablemente la fuerza de los símbolos. ¿Y qué habría que hacer con él? Dejarlo, dejarlo ahí sencillamente. Echarle un poco de arena encima podría ser una buena idea. Arena para que los demás no lo vieran. Pronto empezaría a ponerse muy feo. Beres miró a su hermano con asombro: ¿por qué se pondría feo? Beres sacudió la cabeza y escupió sobre las arenas; dijo que se pondría feo porque la carne se le iría cayendo a pedazos, y luego se pondría sucia y negra y con mal olor. Ya él había presenciado eso una vez, cerca del valle. A Gorse, su tío, le sucedió lo mismo. ¿No lo recordaba? Bueno, él era muy pequeño, y Beres probablemente no había nacido. Bímer recordaba que el hermano de Jalno estaba tendido en la hierba, rodeado por algunos de sus hijos; estaban Crilma y Solmes y también Vet.

Beres estaba como pensando; de pronto se rio. Bueno, eso había sido cerca del valle; el valle era malo. Pero allí sería distinto. Bímer no quiso contestarle; se quedó mirándolo muy serio. Beres bajó la cabeza desconcertado. Cuando la alzó nuevamente, sus ojos estaban llenos de terror. ¿Qué le ocurriría a su padre? ¿Le dolería perder la carne a pedazos? Bímer asintió. Los dos se abrazaron. Oscureció rápidamente, tan rápidamente que tuvieron que buscar a tientas el cuerpo de Jalno para cubrirlo de arenas.

2

Al otro día los hombres abandonaron el trabajo. Lo de las máquinas no tenía sentido. Nadie sabía para lo que servirían, nadie sabía siquiera qué cosa eran las má­quinas. Solamente Jalno, y ahora Beres y Bímer decían que ya no se podría contar más con él. Entonces nada más había que hacer, dijeron los hombres, y se disper­saron. Borles se quedó rezagado, y luego volvió junto a los hermanos. Le gustaba el asunto de las máquinas. Si se lo permitían, él solo removería las piedras y la arena y lo que hubiese allí, hasta alcanzar las máquinas.

Beres dijo que estaba bien, y miró a su hermano.

Bímer le dio un codazo, suspiró y se puso a escarbar sin mucho entusiasmo.

Era fatigoso trabajar allí con aquel sol, y luego caminar durante horas para buscar agua y alimento entre las rocas y la enredada vegetación, allá, al oeste de las flores. La mayor parte del tiempo la empleaban en esto, o en discutir sobre la forma y manera de limpiar aquel sitio. De tiempo en tiempo se acercaba alguien y se ponía a observar el trabajo durante horas, y luego se iba; o llegaba uno y decía cómo debían hacerse las cosas, y daba instrucciones y Beres lo alejaba de allí con una pedrada.

Un día, Borles se sentó sobre una piedra y dijo que lo habían engañado, que Jalno lo había engañado. Sin pensarlo mucho, Beres lo golpeó en el rostro, y Borles corrió y comenzó a escarbar otra vez. Después de innumerables días de trabajo, abandonaron definitivamente el asunto. No había máquinas. Sí, decía Borles, los habían engañado. Jalno había inventado todo eso por el simple gusto de burlarse de ellos. Beres lo volvió a golpear; luego él y Bímer se fueron al valle, acaso porque les había entrado una gran curiosidad respecto a lo malo que pudiese ser, acaso porque estaban cansados del desierto, o acaso, según creía Borles, porque habían enloquecido.

«Es la fiebre del sol», pensaba Borles. Pero él tampoco se quedaría en la soledad del desierto. Recogería sus cosas e iría tras ellos; a lo mejor lograba convencerlos; o los convencía la proximidad malvada del valle; o en fin, se convencía él mismo. De cualquier manera, no era bueno quedarse en el desierto. Por otra parte, Beres y Bímer debían saber que él, a pesar de todos sus desalientos, seguía con la idea de las máquinas metida en la mente, inquietándolo. Jalno le había hablado alguna vez de esas cosas, le había dado ciertas explicaciones que él no había entendido en absoluto, quizá porque el propio Jalno no tenía una idea muy clara sobre las máquinas.

En verdad, Jalno nunca fue agradable para Borles; lo llamaba Ratón Etrusco, Paloma, y también Arcanoé. Y aunque Borles comprendía que aquellas eran palabras sin sentido, lo irritaba mucho el tono despectivo en que Jalno las decía; y además, él se llamaba Borles y no Arcanoé ni ninguna otra cosa por el estilo. Bien, ahora no habría más un Jalno. Estaba dormido y no se despertaría más, y eso era muy bueno. Beres y Bímer no eran malos, sobre todo Bímer, porque el otro tenía las manos muy ligeras, y un día sabría lo que era un Borles verdaderamente colérico. Ojalá nunca ocurriera eso, y Beres aguantara sus manos.

Y Borles, caminando distraídamente, había penetrado en el valle y los bosques. Cuando alzó la cabeza y tuvo conciencia del lugar en que se hallaba, el gran miedo entró en él, paralizándolo.

No podía ser, al valle no se podía entrar, y si se entraba… Allí todo era distinto, incluso el tiempo; hasta él mismo, ¿no sería pronto algo distinto? Recordaba que, cierta vez, Jalno le había dicho:

—Arcanoé, nunca cruces el límite del desierto, porque más allá de esas distancias está el valle, y nadie regresó jamás de él.

En aquella ocasión Borles (lo recordaba ahora) había creído que Jalno trataba simplemente de atemorizarlo con algún propósito oscuro. Todos los propósitos de Jalno eran oscuros. Bien, nadie regresaba del valle; después de todo, ¿qué significaba eso? Tal vez no regresaban porque les gustaba el valle; les gustaba tanto que habían decidido quedarse allí para siempre. Eso había pensado Borles entonces. Pero ahora Borles miraba alrededor con el cuello rígido. ¿Por qué había seguido a Bímer y a Beres? Ellos no parecían estar por esos lugares, y él estaba solo y lleno de miedo. Vio a sus pies la niebla escurridiza, entre las hojas; sintió el olor de cosas muertas y maceradas; el suave pero irresistible desgarramiento de los símbolos, el desplazamiento de ciegas masas de calor anhelantes, el azote, la flagelación del follaje y la humedad. Estaba encorvado, expectante.

—Beres... –se atrevió a llamar. Y el viento sopló sobre su boca, y un poco más tarde oyó su voz lejos, metida entre el follaje negro.

Estaba seguro de haber oído, además del casi irreconocible tono de su voz en el eco, un ruido como de pasos sobre una arena muy suave, una arena mezclada con fango. «Quizá Beres y Bímer», pensó; pero también algo más, alguna cosa crujiente y absurda. Bajo una frondosa rama, Borles observaba el lado derecho del bosque. A pocos pasos de él corría el agua del arroyo; una parte de su mente estaba atrapada por el misterio de las aguas en movimiento.

«Arcanoé, el agua corre en el valle...». Ese ruido de agua sobre piedras y símbolos, alejándose, arrastrándolo todo hacia el otro lado del mundo… «Paloma, cuídate de la misma agua que bebes cuando la veas correr… ¿Sabes tú a dónde van esas aguas? Ratón, Ratón, ¡la entrada del abismo está por el otro lado del mundo!».

El agua del arroyo, el abismo, y más allá, pensaba Borles con horror, más allá todavía algo peor: ¡el mar!

Sí, Jalno no había tratado de atemorizarlo: ¡era cierto! ¿No estaba sintiendo todas esas cosas?

Y Borles se dolía, se compadecía de sí mismo. Borles, pobre Borles; el cielo del valle desciende y trata de aplastarte, de unirse a las arenas y convertirse en un gran remolino para llevarte. ¿Cómo podrás defenderte? Todo aquello era tan inmenso, y él era tan pequeño, ¡tan pequeño!

Comenzó a retroceder. Uno de sus pies se enredó entre las raíces y lo hizo caer. Sus brazos extendidos hacia atrás se hundieron en el agua, y luego su cuerpo, suavemente, de manera angustiosa, se deslizó sobre el fango resbaladizo de la orilla. El agua abrazó a Borles violentamente; lo sacudió; lo golpeó con piedras y arenas y briznas; entró en sus pulmones como para que no gritara más. Sus manos desesperadas se cerraron sobre algo. Era un brazo, pero no lo pensó: era cualquier cosa donde aferrarse y huir del agua y del dolor.

—¡Qué tonto eres! –gritó Beres tirando de él.

Borles vio borrosamente el rostro de Beres, como algo hermoso y distante; se aflojó; se abandonó completamente.

Bímer frotó sus mejillas, y luego, volteándolo, frotó y presionó la espalda. Borles resopló y echó agua por la boca y la nariz.

«Esto es lo que debía hacer…», pensó Bímer un poco asombrado. Beres tocó la piel de Borles y miró a su hermano, y recordó a Jalno: «El agua que corre, ¡cuidado!». Miraba el cuerpo de Borles y, en cambio, lo veía incólume. No había sido vulnerado, no estaba sangrante ni roto. Estaba, además, limpio. El agua, pues, nada malo le había hecho; solo había arrastrado la suciedad.

Bímer pareció adivinar sus pensamientos. Dijo:

—Jalno hablaba muchas cosas. Aquí estamos, Beres, y nada malo ha ocurrido ni ocurrirá. ¿Es acaso malo el valle? Yo, más bien, lo encuentro agradable.

—Bímer, yo casi creo que me gusta, que me gusta más que ningún otro sitio —y miraba alrededor dando vueltas. Se sentía ligero, limpio, lavado por el aire acariciador del bosque. Sopló entonces sobre el rostro de Borles y le habló al oído.

Tenía buenas noticias para él: ¿no quería las máquinas?, pues había máquinas. Allí, en el valle, y también toda una ciudad; lejos, detrás de aquellos bosques. ¿Por qué Jalno no les había hablado nunca de eso? Él debía saberlo. No solamente el valle no era malo, sino que también en el valle había hombres. Pero Jalno decía que el valle era malo, que nadie vivía en el valle…

Sí, Jalno inventaba cosas. Probablemente algo debía ser cierto, o alguna razón tendría para engañarlos, o a lo mejor, ni siquiera tenía una razón, nadie podía negarlo ni asegurarlo, nadie había entendido nunca a Jalno y ya nadie podría entenderlo. Y pensándolo bien, ¿valía la pena entenderlo?

—Olvidemos a Jalno –dijo Beres, y Borles se sintió satisfecho de oír tales cosas, aunque, sin embargo, se sentía incapaz, temeroso de negar a Jalno. ¿Acaso el valle, de pronto, no podría transformarse en algo malo y Jalno tener entonces mucha razón?

No, se decía Borles, no era bueno negar a Jalno completamente. Sí, algunas cosas… Otras, en fin… Nadie podía inventar tantas cosas como Jalno; era imposible, alguna verdad habría en todo eso. Bímer dijo que habían visto la ciudad; al menos, algo que, coincidiendo con las vagas descripciones de su padre, lo parecía.

—La gente tenía la piel como tú –dijo Beres mirando las aguas–, como tú ahora, Borles.

Borles se quedó pensando: «La ciudad de Jalno existe; las máquinas también…». Y se dijo que estaba en lo cierto; no negar completamente a Jalno, no creer tampoco todas sus historias.

3El valle

Bímer y Beres habían visto la ciudad, pero se habían hecho una idea falsa de ella (y eso era seguramente lo que le ocurría siempre a Jalno). De todos modos, el mun­do del valle no era realmente lo que imaginara Jalno. Era, en todo caso, tan malo o tan bueno como el desierto, como lo sería el mar, sin duda; como todas las cosas. El valle era, sencillamente, distinto. También los hombres del valle habían tenido una especie de Jalno, que los ate­morizaba, encerrándolos en prohibiciones y misterios. Pero ahora sabían por boca de Borles que no había, pues, límites ni tierras feroces.

¡Jalno!, ¿por qué no podía olvidarlo? «Arcanoé, busquemos las máquinas; sin ellas estamos perdidos. Antes de la catástrofe, Nur B, mi padre, dijo que las máquinas estarían siempre allí, esperándonos. ¿Comprendes, Paloma? ¡Las máquinas!».

Le hubiera gustado tener en ese momento delante de él a Jalno para preguntarle qué había de bueno en las máquinas. Estaban ahí, extrañas, inútiles. No servían para nada, o para muy pocas cosas. Eran, además, estúpidas y peligrosas.

No sería mala idea destruirlas. ¡Por supuesto que no sería mala idea! Encima de todo, las máquinas tenían la maldita virtud de enloquecer a la gente. ¿Qué había pasado con Bímer? Bímer se había ido lejos, y un día Beres fue a buscarlo y lo encontró del otro lado del valle, rodeado de máquinas y con una sonrisa demente, fija en el rostro.

Borles se había tendido sobre la menuda hierba del valle y escuchaba el relato de Beres.

Beres le contaba que no le había gustado el rostro de Bímer, ni aquellas máquinas a las cuales –Beres no sabía cómo– había dotado de movimiento. Beres le dijo también que una tarde su hermano fue a buscarlo, y no iba caminando como hasta entonces lo habían hecho todos, sino montado sobre una máquina que lo llevaba de un lado para otro según su antojo. No, a Beres no le había gustado eso.

Pero Bímer no quería dejar sus máquinas, ni regresar; se sentía bien. Acariciaba las máquinas y le decía:

—Mira, Beres, mira todo lo buenas que son. Nuestro padre tenía razón. Seguramente hay muchas otras cosas en las cuales tenía razón.

Viendo la cara de loco de su hermano, Beres se inclinaba a pensar lo contrario. No, Jalno no tenía razón; estaba loco como su hermano.

«Sí», pensaba Borles oyéndolo, pero ya él estaba lo suficientemente decepcionado como para creer en una cosa o en otra. Beres, igual que Jalno –¿no era después de todo su hijo?–, podría estarle inventando esa historia. Un detalle: había muchas máquinas en la ciudad, ¿por qué servían solo las que había llevado Bímer? Bueno, qué importaba. Él, por su parte, no quería saber nada de las máquinas, lo hicieran sentirse bien o no. Además, Borles ya no pretendía sentirse bien; le bastaba con no sentirse demasiado aterrorizado. Un día se dormiría para siempre, una tarde cualquiera, y todo terminaría.

En el valle no se estaba mal ni bien, y eso era suficiente. Cuando venía la tormenta, Borles tenía un techo, y durante las noches no estaba condenado a contemplar los astros. Estaba libre de las amenazas del cielo. ¿Qué más podía desear? Si Bímer era feliz con sus máquinas, muy bien, él se alegraba. Si alguien quería ir al desierto, no haría como Jalno, no lo atemorizaría. Después de todo, uno buscaba su lugar, o mejor: lo encontraba. Y su lugar era siempre el menos malo, o el que uno creía que lo era. Allí, en la ciudad, en las ruinas, entre los escombros, Borles tenía su sitio. Y si alguien llegara de pronto diciéndole que había encontrado algo mejor, él no lo seguiría. Ya no correría más, ni gritaría de noche atacado por el miedo, por el miedo grande; porque siempre habría temores y pequeñas angustias, y cosas y sensaciones que no sabría explicarse. Pero estaba bien. No podía exigir, no queríaexigir.

El mundo del valle le había traído cosas nuevas; por supuesto, algunas malas y otras buenas. Entre las buenas estaba, por ejemplo, la de tener siempre, o casi cuando se le antojara, una mujer al alcance de la mano. No era la vida del desierto nada agradable en ese sentido: caminar y dormir donde de pronto quisiera venir la noche; desear, rabiar por una mujer y verla rodar de aquí para allá; y esperar hasta que un día, tal vez el menos propicio, ella estuviera frente a uno con esa cosa hermosa en los ojos mirándolo. Sí, el valle había traído angustias nuevas, pero había traído también a las mujeres, y Borles no se movería de allí.

Tampoco Bímer se alejó definitivamente; hacía visitas regulares a la ciudad y un día anunció que regresaría con sus máquinas.

Borles lo oyó desde lejos y bostezó. Le parecía un ser tan ajeno a él; era como si nunca lo hubiese conocido, como si hubiera llegado de pronto y él ni siquiera supiera su nombre.

Sin embargo, Bímer comenzó a infiltrarse en su vida, o en parte de ella. A Borles no le preocupaba mucho que se llevara a sus hijos y les hablara de las máquinas, pero luego, y eso sí lo irritaba, los niños regresaban a él con ideas extrañas y lo atormentaban con preguntas absurdas, y cada día notaba que su compañía era para ellos menos grata. Bien, pensaba Borles, si algún día abrían la boca para decirle que habían decidido irse, él seguramente no esperaría a que terminasen de hablar. Les diría: «¡Váyanse, pues!». ¿Qué bueno traían los niños?, sobre todo esa Orna, ese Larte, ¡ese ruidoso Bumis! Sí, tal vez ni esperaría a que ellos lo dijeran; tal vez ni esperaría siquiera a que ellos lo pensaran. Si sus hijos preferían al loco Bímer y a la locura de sus máquinas, perfectamente, ¡alláellos!

¡Bímer y las máquinas! Bueno, hasta Beres se estaba entusiasmando con el asunto. En fin, eso no era extraño; eran hermanos, hijos de un Jalno no muy agradable que imaginaba cosas y las daba por ciertas. Bien, que se fueran con ellos. Les cedía con gusto sus hijos. Pero luego, ¡ni una lágrima, ni una queja!

¡Las máquinas!

Pensar que a él una vez lo inquietaron esas cosas, y estuvo destrozándose las uñas durante meses.

¿Máquinas para hacer qué? ¿Para hacer lo mismo que hacía Bímer?

Si Bímer y sus máquinas, si Beres y algunos otros, si sus propios hijos, si a todos ellos juntos se les estaba ocurriendo ahora la idea de construir casas como las que había en la ciudad, ¡perfectamente! Estaba muy bien eso. Como si de pronto se les antojara destruirlas todas (¡excepto la suya!) y hacer otras completamente distintas. Perfectamente. Podían hacer cualquier cosa, cualquier cosa menos venir a molestarlo a él, a Borles.

Borles tenía su techo –ni mejor ni peor lo quería–, y no necesitaba nada más, ni deseaba descubrir que necesitase algo más. Todo estaba bien, ¡bastante bien!

4Las naves

Bímer se despertó sintiéndose muy mal.

La luz se filtraba suavemente a través de la pequeña vidriera multicolor del techo, y los lindos matices de los colores adornaban su cama, hecha de hierbas frescas y olorosas. Amanecía; afuera el viento soplaba frío y seco. Solamente alzando la cabeza, escuchando, Bímer sabía que todo estaba bien. Sin embargo, su malestar persistía.

Vio a Borles que venía acercándose, mirando hacia su casa. Luego lo oyó golpear a la puerta, y el fino metal azul de la puerta sonó largamente como una campana. De un salto se puso en pie y abrió la puerta.

Borles, al verlo, se turbó tanto que dio media vuelta y se alejó rápidamente. Bímer corrió tras él y lo sujetó por un brazo.

Borles lo saludó; dijo que regresaba a su sitio porque se acercaba una tormenta.

¿Qué tormenta? El cielo brillaba, no había nubes, Bímer soltó su brazo. ¿No había ido Borles a verlo por algo? De pronto Borles estaba agarrando con fuerza las manos de Bímer. Sí, había ido por algo, no sabía exactamente qué; se sentía mal, ¡se ahogaba!

Borles estaba completamente aplastado, era otra vez el miedo, ¡el gran miedo! Se derrumbó a sus pies. Bímer se arrodilló a su lado. En realidad, no se habían tratado mucho esos últimos años; después de la muerte de Jalno todo había cambiado. Cada cual se había dedicado a sus asuntos, a vivir lo mejor posible, a crear aquellas pequeñas cosas que hacían la vida más pasajera. Sí, habían limpiado y arreglado un poco aquellas ruinas. No habían sido años malos... Y sin embargo, ahora parecía que nada había sido bueno.

Tal vez las máquinas, el valle...

—Yo también –dijo Bímer– he amanecido mal, inexplicablemente mal. Probablemente estamos ya muy viejos y no nos hemos dado cuenta de eso.

No, pensaba Borles, no era precisamente eso. Durante toda la noche la imagen de las tres flores gigantes del desierto había estado apareciendo insistentemente en sus sueños, sacudidas por un viento de tormentas, y el cielo…

Bímer se inclinó hacia él con el rostro demudado.

—¿Acaso otra lluvia de símbolos, Borles?

En ese instante los ojos de Borles se abrieron; no lo miraban a él; hacia delante, como traspasándolo.

—¡Eso –gritó Borles–, los símbolos!

Bímer y Borles huyeron sin rumbo, rodaron sobre la hierba y las piedras, sobre los tallos erectos y quebradizos, luego se quedaron quietos, expectantes, abrazados y tendidos en el suelo. Borles agarró la cabeza de Bímer y lo obligó a escuchar el rumor de la tierra.

—Escucha, ¡escucha! –gritaba Borles–. ¿No oyes?

Las orejas de Bímer estaban calientes, le ardían. Sí, oía los ruidos del bosque, el viento, el lejano oleaje del mar…

—¡Escucha bien!

El rostro de Borles, su aliento, su sudor, todo eso le venía encima. Ahora sí se sentía mal Bímer. Se incorporó, empujándolo violentamente. Corrió hacia la casa.

—¡Cuidado! –gritó Borles.

Bímer se agachó, se cubrió instintivamente la cabeza con las manos, como si algo fuera a golpearlo. Borles saltó sobre él y lo hizo caer.

—Quieto –jadeó en sus oídos. Sintieron una presión sobre sus cabezas, un zumbido; la sangre goteó de sus narices.

Bímer vio la sangre y comenzó a llorar. Se abrazó a Borles; lo besó. Tenía miedo.

«No mirar hacia lo alto», recordaban.

Nur B, el abuelo de Bímer, había sufrido la lluvia. Pero estaba supuesto que ese fenómeno no ocurriría más. A Bímer le parecía estar escuchando a Jalno:

—Mis padres me dijeron que no ocurriría más en nuestro mundo, que estuviese tranquilo. Yo tenía miedo todas las noches y solo podía dormir abrazado a Selna. Mi madre era hermosa, Bímer; creo que era lo más hermoso del mundo. Era tan suave, tan tranquila, tan olorosa, ¡tan tierna! Bueno, tú nunca la conociste. Tus abuelos eran tan distintos a nosotros; tanto que no te lo podrías imaginar. Ven, Bímer, ¿también tú tienes miedo?

¿Jalno?, pensaba Borles. ¿Podía creérsele algo? ¿Existió alguna vez ese Nur B? ¿Hubo realmente una lluvia de símbolos? Borles se retorció como si lo aguijonearan. Bímer se tendió sobre él y lo sujetó por los hombros.

—Tranquilo, Borles. Parece que ya todo pasó. No fue la lluvia, no sé lo que fue…

Borles estaba mirando hacia lo alto, asombrado; su cuerpo se enfrió. Bímer dejó de ejercer presión sobre sus hombros, volteó la cabeza siguiendo el curso de su mirada.

—Máquinas –susurró Borles–. ¡Máquinas en el cielo!

Bímer las vio; había tantas que el valle se oscureció. Miró entonces sus manos, y vio en ellas su símbolo. Se incorporó rápidamente tirando de un brazo de Borles.

—¡Huyamos, Borles!

El otro no parecía capaz de moverse.

—¿No te das cuenta? –gritó Bímer–. ¡Esas máquinas no tienen nuestro símbolo!

Borles se levantó sin prisa; el otro lo sacudía, pero él no dejaba de mirar hacia las alturas. Su rostro había perdido toda expresión; dio unos pasos vacilantes y se detuvo. ¿Qué significaba aquello, que podría ser? Nunca había visto nada igual; nunca se imaginó siquiera que pudiesen existir tales máquinas…

Mientras Bímer tiraba de él, Borles presionaba su cabeza con las manos, como si quisiese aplastarla o estuviera exprimiéndose un recuerdo. De pronto se le iluminó el rostro.

¡Máquinas voladoras! ¿No serían esas las verdaderas máquinas de Jalno? Bímer pensó por un momento dejarlo allí abandonado y correr a refugiarse, pero no se decidió.

—Huyamos –insistió.

—¡Son las máquinas de Jalno! Estas sí… Él me lo decía, Bímer, tu padre: «Escucha, Ratón, las máquinas sirven para todo, sirven también para volar». ¿Comprendes, Bímer? «Una nave es eso, Ratón: una máquina que vuela. ¡Qué estúpido eres, Arcanoé», me decía. Son las naves de Jalno, Bímer…

Bímer fue a decirle que estaba equivocado, pero no tuvo necesidad. Las ondas del símbolo desconocido crujieron al expandirse sobre la atmósfera, y los dos fueron arrastrados de la misma manera que el viento arrastra las hojas secas y los granos de arena. Los vestigios de ciertos símbolos del planeta se alzaron y formaron casa en lo alto, entonces vieron las nubes de fuego y de relámpagos a lo largo del horizonte, y luego, dos naves, de las miles que había en los cielos, descendieron rápidamente, agrandándose hasta adquirir proporciones gigantescas.

En la penumbra que sobrevino, Bímer y Borles, abrazados fuertemente, esperaron la violencia que seguramente se desataría sobre ellos.

«¡Qué tonto eres, Arcanoé!».

IIEl símbolo de la elipse

1Teles

Ya no había dudas: aquel símbolo era la Elipse.

Entonces no podían ser estas las máquinas de que hablara Jalno. ¿De qué máquinas, pues, se trataba?

Bímer no comprendía. En verdad, ya no quería esforzarse para comprender. Borles estaba a su lado, estaba muy junto a él, por lo general abrazado a él, y nunca se separaba tanto como para estar fuera del alcance de sus brazos.

Borles decía que ahora sí todo se había acabado para él; ni siquiera había un lugar que fuese menos malo que otro. Las ventajas del valle habían desaparecido de golpe, y de golpe todo se había oscurecido.

Al final Jalno tenía razón: el valle era malo. Y si Jalno hubiera dicho que todo era malo, hubiese tenido también mucha razón.

Borles y Bímer estaban encerrados en aquella habitación, con tablas y piedras contra la puerta. La única luz que les entraba procedía de un pequeñito ojo de cristal en el techo, color violeta; y ya Borles estaba pensando que tal vez fuera bueno taparlo.

¿De dónde venía aquel símbolo angustioso? Ni Borles ni Bímer se atrevían a salir y averiguarlo. Tenían algunas ideas de lo que ocurría porque Teles, el hijo de Bímer, iba y les contaba algo; necesitaba gritar para hacerse oír, ya que ellos no abrían la puerta. Teles les contaba que las naves estaban del otro lado del valle, tranquilas y blancas; al parecer inofensivas.

—¡Ya te crees tú eso! –gritaba Borles.

Bímer preguntaba insistentemente.

—¿Hay hombres en las naves? ¿Qué hacen?

Bueno, los hombres, aquellos hombres, no se habían movido mucho. Teles los veía a veces caminar junto a las naves, pero no parecían decididos a alejarse demasiado de ellas.

—Sí, sí –decía Bímer–; pero, ¿qué hacen?

—Bueno, caminan...

—¡Algo tienen que hacer!

—¡Qué sé yo! –gritaba Teles–. ¡Son extraños!

Borles quería saber de qué manera eran extraños. Además, pensaba, ¿cómo siendo hombres podían ser extraños? Teles trataba de explicar cosas que para él mismo resultaban confusas. A pesar de todo, Borles llegó a entender que aquellos hombres se parecían bastante, o debían parecerse, al abuelo de Bímer, al padre de Jalno, ¡al maldito Nur B!

Y Bímer le explicaba a Teles cómo habían sido sus abuelos.

Sí, decía Teles, llevaban como Nur B ropas de brillantes colores. Todos vestían igual, con ligeras diferencias; no tocaban las arenas; no se arrastraban; no se acostaban en cualquier parte. Estaban limpios, limpios como nada en el mundo lo estaba.

Borles soltaba las manos de Bímer y se sentaba en la oscuridad. «Nur B», pensaba. Las ideas venían con cierto orden, pero en un punto determinado todo se confundía. Sí, Jalno había hablado de gente semejante. Había vivido con ellos de niño, y no había sufrido porque existía un símbolo común para todos ellos. ¿Cómo esos nuevos hombres, siendo hombres, podían estar regidos por otro símbolo cualquiera, un símbolo, incluso, que era furioso y opuesto, irresistible?

Teles guardaba silencio. A través de las hendiduras de la puerta escuchaban su respiración. Bueno, repetía Teles, eran extraños pero no malos. Él no entendía mucho de símbolos como entendían Borles y su padre, pero acercarse a ellos no provocaba nada malo… Beres, por ejemplo, se había acercado bastante a ellos. Una vez se acercó tanto que ellos empezaron a gritar, llamándolo, y luego se rieron. Y Beres se asustó, y él no sabía dónde había ido a esconderse; lo cierto era que no lo había visto más. No, no era malo acercarse a ellos; él mismo estaba decidido a hablar con los hombres. En cualquier momento atravesaría el valle para averiguar muchas cosas y salir de ciertas dudas que tenía.

«¿Qué dudas?», preguntaban Borles y Bímer; y Teles decía solamente que algunas dudas. No era bueno estar encerrados así; ¿es que pensaban Bímer y Borles, y ahora también Beres, estar encerrados para siempre, esperando que se fueran? ¿Y si no se iban nunca? A lo mejor les gustaba el lugar; a lo mejor habían venido a quedarse. ¿No habían pensado en eso? Además, ocultarse no remediaba nada. De todos modos estaban sufriendo el símbolo, o acaso lo sufrían por estar encerrados. A él, por ejemplo, no le hacía daño el símbolo. ¿Tampoco habían pensado en eso?

Bímer y Borles se miraban en la penumbra y apenas veían sus rostros. Aquella oscuridad era agradable, tranquilizadora. No, no saldrían... ¡No podían salir! Borles consideraba, por otra parte, que el asunto radicaba en que Teles, siendo más joven, estaba más lejos del símbolo original; que a lo mejor ya casi no tenía símbolo. Por eso no sufría.

—¿Tampoco tú has pensado en eso? –dijo Borles.

Teles tiró una piedra al aire.

—¿Estás ahí, Teles? –preguntó su padre.

—Estoy.

—¿No has pensado en lo que dice Borles?

—Puede que tenga razón. Sí, ¿por qué no?

Pero Teles pensaba que ellos, sencillamente, tenían miedo. Y lo tendrían aunque fuesen más jóvenes.

Borles decía que estaba bien, que era bueno que Teles, si él lo había decidido, cruzara el valle y fuera al encuentro de esos hombres, y luego les contara. Sí, estaba bien. Ellos no se moverían.

2Orna

Las naves que habían quedado en el cielo desaparecieron una mañana; pero del otro lado del valle dos naves blancas dormían apaciblemente bajo el calor del sol.

Larte, Bumis y la pequeña Orna salieron al encuentro de Teles dando grandes voces. Teles cerró los ojos. Esos tres hijos de Borles siempre andaban juntos, siempre haciendo mucho ruido… ¿Cómo Bímer los había soportado tanto tiempo enseñándole sus máquinas? ¿Qué provecho podía sacarse de ellos? Nada absolutamente. Nada en el mundo era importante para ellos; solo jugar y dar gritos y burlarse de todo.

Y ahí venían ahora.

Teles les rogó que no lo siguieran, pero Orna se agarró