El viejo notario - Ignacio Bermúdez de Castro - E-Book

El viejo notario E-Book

Ignacio Bermúdez de Castro

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Beschreibung

"El viejo notario es una novela que bien puede narrar uno de los muchos episodios de la España negra. De la España real." Con 75 años, don Ángel Espinosa Trebollez es uno de los más respetados abogados en A Coruña. Es profesor de derecho en la universidad donde se educan a los más prometedores abogados, pero también lleva los casos mas apasionantes y criminales de España. En un mundo donde los peores crímenes se cometen por las personas con el poder, don Ángel Espinosa se arma con el código civil y su creencia en las instituciones del Estado, para poder derrocar el crimen en su ciudad. Se enfrentará a los más honorables personajes, así como a los más corruptos en esta trama vibrante donde los acontecimientos suceden a un ritmo inesperado para sorpresa del lector, que no puede evitar ir de sobresalto en sobresalto. El viejo notario presenta una trama criminal al estilo de los mejores crímenes nórdicos que revolucionan la novela policiaca. El viejo notario es una novela llena de aventuras que no te puedes perder, y de emociones, sorpresas y sentimientos encontrados al adentrarse a los lugares más oscuros de nuestra sociedad.

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Seitenzahl: 295

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Ignacio Bermúdez de Castro

El viejo notario

 

Saga

El viejo notario

 

Imagen en la portada: Shutterstock

Copyright ©2012, 2023 Ignacio Bermúdez de Castro and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392423

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A José Ramón Fariña Agrelo, lector voraz y amigo ejemplar

PRÓLOGO

Al más puro estilo de los escritores nórdicos que revolucionan la novela policíaca, Ignacio Bermúdez de Castro, nos presenta en las siguientes páginas una ficción en la que ha integrado todos los ingredientes de la novela negra que, a decir del autor italiano Maurizio Giovanni, es la que mejor refleja las cosas como son. Solo que la historia ideada por Bermúdez de Castro no acontece en las calles y tugurios de Nueva York, Oslo o Berlín, sino en el Finisterre; donde se dice que el mundo toca a su fin. Acontece en las ciudades de A Coruña, en la que se levanta el faro que alumbró el fin del mundo, y en la de Compostela, donde los peregrinos finiquitan su promesa.

Usted, amigo lector, va a compartir las siguientes páginas con personajes de muy distinta ralea. Se va a encontrar con honorables notarios, prostitutas, policías corruptos, elegantes damas de la alta sociedad de vida oscura, mafias policiales, honestos agentes, y todos ellos inmersos en una trama vibrante donde los acontecimientos se suceden a un ritmo inesperado para sorpresa del lector que no puede evitar ir de sobresalto en sobresalto.

El viejo notario es un torrente de aventuras impensables, pero también un caudal de emociones, sorpresas, sensaciones y sentimientos. Internarse en estas páginas es hacer un viaje a los bajos fondos, a los despachos de decisión y a las alcantarillas de nuestra sociedad. Es introducirse en un mundo que puede resultar menos desconocido de lo que pudiera parecernos. Y que, sin embargo, está ahí.

Esta obra de Bermúdez de Castro es lo más parecido que pueda pensarse en la novelística española actual a la novela negra nórdica. Podría ser perfectamente una obra de Henning Mankell o de Camila Läckberg si no fuera porque el escritor gallego ha querido situarla en su entorno vital.

El viejo notario es una novela que muy bien puede narrar uno de los muchos episodios de la España negra. De la España real.

Ernesto S. Pombo

CAPÍTULO UNO

Era fácil adivinar que don Ángel Espinosa Trebollez, setenta y cinco años mal llevados debido a su pésima salud de hierro, viudo, notario jubilado, Cruz de Honor de San Raimundo de Peñafort, nieto, hijo y padre de fedatario público, algo más que habitual en esta profesión con fama de ser de las mejor remuneradas en España, empezaba a inquietarse debido a que su reloj de pulsera de oro, marca Rolex, grabado con la inscripción latina correspondiente al lema de su profesión, Nihil prius fide (nada por delante de la fe), y regalo de sus compañeros del Ilustre Colegio Notarial de A Coruña el día de su jubilación—fecha que, según él mismo destacaba frecuentemente, le sepultaron en vida—, le indicaba que el retraso de su alumno más prometedor, Ramón Mercader, rondaba ya los treinta segundos. Su puntualidad, prusiana más que británica, era para él —apodado don Immanuel por los oficiales de todas y cada una de las notarías de las que fue titular a lo largo de su dilatada carrera profesional en atención al filósofo idealista alemán Kant, famoso por su insultante rutina— la mejor de las virtudes, y para los numerosos alumnos que preparaba, año tras año, con la intención de aprobar las célebres oposiciones a notarías, un auténtico calvario, un tostón como la copa de un pino varias veces centenario. Mercader era puntual, pero siempre hay que ser condescendiente con ese par de minutos, no más, que se pueden perder por motivos ajenos a la propia voluntad. Entiéndase, un atasco, problemas de aparcamiento, un café excesivamente caliente, y para de contar. Desde mucho antes que don Ángel dejara el ejercicio de la profesión, y echara el cerrojo a su notaría en el Cantón Grande de A Coruña hace más de un lustro, y a pesar de que en modo alguno lo necesitara para vivir, pues era hombre poseedor de un importante patrimonio fruto de muchos años de actividad profesional magníficamente retribuida, el excéntrico preparador de los ejercicios al título de notario se dedicaba a tomar los temas a sus alumnos —nunca a mujeres, dado que era un misógino compulsivo y militante que cuestionaba constantemente que una fémina pudiera llegar a dar fe pública de nada—, como si la vida misma le fuera en ello, poniendo todo su empeño y sapiencia jurídica, paciencia ninguna, pues quien carece de algo poco o nada puede hacer por ofrecerlo, en que sus muchachos, como él con suma indiferencia les llamaba, sacaran cuanto antes, y con el mejor de lo números posibles —el escalafón a la larga resultaba fundamental en la vida de un integrante de este gremio, se hartaba de reiterar continuamente, soporíferamente, como solo él sabía hacerlo—, los intrínsicamente complicados exámenes para ejercer de por vida la noble, prestigiosa, y por qué no decirlo, cómoda labor de fedatario público. Según cualquier diccionario de la Lengua Española, por elemental o esencial que fuera, un notario es aquel funcionario público facultado para dar fe de los contratos, testamentos y otros actos extrajudiciales, conforme a las leyes. Funcionario varón debiera decir, precisaba el viejo maestro. O sea, una vez superadas las pruebas de ingreso en el Cuerpo, un auténtico chollo que permitía a quien ostentaba tal condición, vivir sin problema económico alguno el resto de sus días, por muchos que estos pudieran llegar a ser.

Cada martes y jueves, de seis a siete de la tarde, desde hacía cuatro largos años, Mercader acudía puntualmente a su cita con el maestro, hombre recalcitrantemente agnóstico y anticlerical —frecuentemente comentaba que lo único bueno que trajo la II República a España en 1931 fue la quema de conventos con curas y monjas dentro—, a su domicilio en una céntrica calle de su ciudad natal, también la suya, A Coruña, en la denominada Ciudad Vieja, y para ser más concreto, en la calle de Tabernas, la zona conocida como milla de oro de la provinciana localidad. Hoy se dice periférica localidad, como si quien dicho término hubiese acuñado pensara que los nativos de las mismas se tomaran como un insulto ser de provincias. Menuda majadería, la cual resultaba fruto exclusivo de las reminiscencias de un centralismo tantos años instalado en suelo patrio.

Personalmente a Ramón Mercader le encantaba vivir en su ciudad, por lo que no le quedaba otro remedio que asumir su condición de provinciano, periférico, o como demonios quiera denominarse su estatus de no madrileño. ¿Qué otra cosa podría ser? No tendrá problemas el país para andar, día sí y día también, con estas chorradas de contenido exclusivamente semántico. Con don Ángel todo era liturgia. A las seis menos cinco en punto, ya estaba sentado en su dieciochesco y escasamente funcional sillón con respaldo de cuero repujado con motivos heráldicos, rococó a más no poder, frente a su no menos antediluviana mesa de nogal, repleta de cajones, todos y cada uno de ellos con su pesada llave de hierro que en modo alguno desmerecería a la del cofre de cualquier bucanero o filibustero de poco pelo de la Isla de la Tortuga, en el siglo XVI, tallada con el escudo familiar, y heredada de su abuelo, el notario, manejando ansioso el cronómetro —única licencia hacia la modernidad que se permitía este personaje propio de novela caballeresca—. Sobre la misma reposaban multitud de textos legales, fundamentalmente códigos, los cuales nunca utilizaba en sus clases, pues como él mismo afirmaba, no tenía necesidad de ello dado que se los sabía todos y cada uno de ellos de memoria. No era petulancia, sino la más exacta de las realidades. Su vida entera fue un claro ejemplo de dedicación al estudio del Derecho, y quince lustros dan para mucho.

El joven se sentó en su habitual confidente, no mucho menos vetusto que el utilizado por Espinosa. Como cada día, era poseedor de una inquietud que muchos denominarían nerviosismo. Se tomó sus habituales segundos antes de dirigirse a su mentor

—Buenas tardes, don Ángel. Cuando le parezca empezamos.

—Buenas tardes, Mercader. Pongámonos pues a ello sin más demora. Tiene sesenta minutos para exponer los temas 10, 11, 12 y 13 del temario de Derecho Civil Español, Común y Foral. Debe usted esmerarse, pues el último día estuvo cierta y preocupantemente deficiente. Esa novia suya le está distrayendo de forma alarmante. Un opositor a notarías debe llevar vida de monje, más aún, de anacoreta, y dejarse de estúpidos romances o amoríos. Ya tendrá tiempo para ello cuando obtenga plaza y abra despacho en la más céntrica de las calles de esta ciudad, antes de dar el salto al Paseo de la Castellana, en Madrid.

—Quizás tenga razón, pero ando un poco confundido con mi relación con Ana, mi chica. Se me pasará, de hecho ya tengo las ideas algo más claras. Lo del martes no volverá a ocurrir, le doy mi palabra. Puede estar seguro, insisto, en que así será.

—Eso espero, lo primero es lo primero. Y nada de perturbaciones propias de adolescentes. A esa cazafortunas hoy mismo la quiero fuera de su vida. Cuando apruebe tendrá a todas las mujeres que desee rendidas a sus pies. Cuente con ello. Siempre ocurre de esa forma y manera, y usted, con esa planta, no va a ser la excepción. He tenido alumnos más feos que Cuasimodo de Notre Dame, que una vez notarios se llevaron a las mujeres más bellas jamás imaginadas. La erótica de pertenecer a toda élite.

Mercader maldijo la hora que le presentó a su actual compañera. Le cogió tirria nada más conocerla. Sabía de su odio al que denominaba el sexo débil, de hecho era leyenda en la comunidad de vecinos de su inmueble lo espantosamente mal que se llevaba con su esposa, y las broncas descomunales que se escuchaban desde las viviendas colindantes, pero nunca imaginó que la cosa pudiera llegar a tanto. Hasta se rumoreaba que su mujer recibía brutales palizas, pero nadie se atrevió a denunciar a todo un señor notario con despacho en la plaza. La saludó displicentemente, y apenas la miró cuando se despidieron en plena calle Real, la arteria principal de la ciudad, una tarde en que paseaban del brazo bajo la cotidiana lluvia del invierno coruñés, haciendo tiempo para ir al cine —por supuesto un domingo—. ¿Qué otro día, si no, se podría haber permitido semejante lujo asiático?

Por lo demás, siempre la misma rutina, día tras día, mes tras mes, año tras año. Desde la finalización de su licenciatura en la Facultad de Derecho de la Universidad de A Coruña, no hizo otra cosa que estudiar el tedioso, mítico e inabarcable programa de notarías. Su extensión seguía ostentando la consideración de legendario entre los opositores españoles a todas las ramas del saber. Ciento treinta y cinco temas de Derecho Civil Español, Común y Foral; treinta y tres de Legislación Fiscal; cincuenta y nueve de Derecho Mercantil; setenta de Legislación Hipotecaria; cuarenta de Legislación Notarial; veintitrés de Derecho Procesal; trece de Derecho Administrativo; y varios temas de matemáticas financieras. Un total de, variable según las convocatorias, aproximadamente cuatrocientos temas. Los ejercicios de la oposición, como el Reglamento Notarial les denomina, son cuatro: los dos primeros orales, y el tercero y el cuarto escritos. Se extrae una bola con un número de un saco repleto de ellas, normalmente la que peor se sabe el examinando, y a cantar cuatro temas en sesenta minutos. Esto último en los dos primeros ejercicios. En el tercero, en un período máximo de seis horas, redactar un dictamen, y en el cuarto, con el mismo tiempo a disposición del aspirante a plaza, un caso eminentemente práctico: redactar una escritura, liquidar un impuesto o resolver un complejo supuesto de contabilidad. Una coña marinera eso de llegar a ser notario en España. Eso sí, como se dice en la Galicia natal del opositando Ramón Mercader, una vez las sacan, los afortunados se pasan la vida entera “a velas vir”.

Lo cierto es que Mercader se metió a intentar ser notario un poco por inercia. Sacó la carrera, si no con brillantez sí con holgura, dado que nunca le quedó ni una sola asignatura para septiembre, y como era de los que se comía el mundo, se echó los trastos a la cabeza y a conseguir lo más complicado. O registros de la propiedad o notarías eran las dos únicas opciones, ya que si había que trabajar duro, por lo menos ganar el dinero a espuertas. Y al final, se inclinó por las segundas. Ya fueron dos las veces que se presentó, y dos también las ocasiones en que lo tumbaron. En la primera de ellas, celebrada en Cuenca en febrero de 2006, se hizo un lío espantoso entre el contrato de préstamo y el de mandato —según don Ángel se parecen como un huevo a una castaña—, y dos años después, en abril del 2008, y en Las Palmas de Gran Canaria, le tocó la maldita bola correspondiente al tema 97 de la parte de Derecho Civil, el “Régimen económico matrimonial en Aragón”, y consideró lo más decoroso pedir excusas al Tribunal y retirarse, para de esa manera ni perder ellos el tiempo ni, sobre todo esto último, perderlo él. Pero no desesperó. Estaba plenamente convencido que algún día sería notario en una importante capital de provincia. ¿Por qué no, pasados unos años, en Madrid o Barcelona? Eso, decía a sus íntimos una y otra vez, como que se llamaba Ramón Mercader López. La conjunción de su nombre y primer apellido no respondía a ideología izquierdista alguna de sus progenitores. Sus padres, Félix y Asunción, cuando decidieron llamarle Ramón, lo hicieron como homenaje al hermano mayor de su progenitor, el tío Moncho, pero en modo alguno por querer que durante toda su vida compartiera nombre y apellido con el camarada Ramón Mercader, el valiente ejecutor, según los instigadores del crimen, de la justicia marxista—leninista, y asesino, por el primitivo método de descargar un feroz golpe de piolet en cabeza ajena, del, según el sanguinario Stalin, traidor a la revolución proletaria soviética, León Trotski. Poco sabía de este último, salvo su condición de organizador clave de la Revolución de Octubre soviética, y del feroz Ejército Rojo. Eso y que, a espaldas del muralista mejicano Diego Rivera, se beneficiaba a su esposa, la tullida debido a un accidente de tráfico, y también pintora, Frida Kahlo.

El caso es que llamándose como semejante individuo, fuese héroe o fuese villano, pues Mercader solo ostentaba conocimientos de Derecho, y según sus examinadores no los suficientes, andaba por la vida a sus veintiséis años recién cumplidos, aburrido como una ostra especialmente aburrida, metido en la tediosa aventura de opositar al meritorio Cuerpo de notarios del Reino de España. Hasta que la suerte, que por costumbre le abandonaba en los exámenes, se le cruzó un día en forma de espléndida fémina, y provocó que su esfuerzo resultase, sino llevadero, cuando menos soportable. Ana — la fijación de su mentor— era su novia, compañera o como quisiese llamarse, con la cual convivía desde hacía once meses. Era filóloga, y profesora en el instituto más emblemático de su ciudad, el “Eusebio da Guarda”, en la coruñesa Plaza de Pontevedra. Un auténtico bombón que, y por razones que se le escapaban hasta al propio interesado, se colgó de él desde el primer día. Hasta que la conoció tenía como regla general, —y ahora también, pues así es costumbre convertida en norma escrita o ley entre los opositores— cogerse las tardes de los sábados, y los domingos enteros, libres, sin tocar un libro ni un apunte, y normalmente aprovechaba para salir solo, emborracharse y echar, cuando la ocasión se ofrecía, algún polvo que otro con chicas autóctonas que sabían, o mejor dicho se imaginaban, que en breve se convertiría en un mirlo blanco. A pesar de su aburrido quehacer diario, en modo alguno tenía aspecto de lo que realmente era, un empollón capaz de recitar, si no estaba presionado, que es cuando realmente no es imprescindible encontrarse especialmente lúcido, todo el Código Civil de memoria, del primero al último de sus 1.976 artículos, Disposiciones Transitorias y Adicionales incluidas. Tenía fama de ser bien parecido, de estatura suficiente para que pocas mujeres quedaran fuera del alcance de sus posibilidades en cuanto a razones de longitud se refiere, moreno y de ojos verdes, y si hay algo que le gustara más que el marisco propio de su Galicia natal, especialmente los crustáceos, eran las componentes del sexo opuesto. En sus tiempos de universitario era un buscavidas nato que disparaba a todo aquello que se moviera, normalmente con puntería digna de importante elogio. Su escopeta, por usar un eufemismo muy de moda por aquellos tiempos, estaba permanentemente cargada, y sin el seguro jamás puesto. No se podía perder ni un segundo en preparar el arma, o la presa sería abatida por otro de los muchos depredadores que se encontraban en el mismo pub, discoteca o lugar que se terciara. Tuvo un par de, podría llamarles novias, de una de las cuales estuvo profundamente enamorado, o tal vez atrapado por un descomunal deseo sexual, pues en la cama resultaba inigualable. Era compañera de aulas en la Facultad, y en tercero de carrera falleció en un accidente de circulación en Oleiros, muy cerca de A Coruña, una noche en la que salió con un grupo de amigos y se pasaron de rosca con el alcohol, empotrándose contra un inmenso eucalipto a pie de carretera. Murieron los cinco ocupantes del vehículo, tres chicas y dos chicos, el mayor de ellos de veintidós años. Su entorno, quede claro, nunca consumió drogas de ningún tipo, si acaso algún canuto de hachis o marihuana, pero poca cosa y por probar. Una gran estudiante que sin duda alguna habría aprobado notarías, o lo que se hubiese propuesto, sin el más mínimo problema. Ramón siempre le decía, principalmente por su perfecto dominio del francés y del inglés, sobre todo de la lengua de Voltaire, que la imaginaba de diplomática, destinada en algún exótico país del Lejano Oriente. Era el desparpajo hecho mujer, una personalidad despampanante y arrolladora, y eso, frente a un Tribunal de oposiciones, era y sigue siendo, muy importante, o aún más que eso, determinante. No es lo mismo decir que el artículo 1.902 del Código Civil recoge que “el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”, de forma soporífera, tartamudeando y con los nervios a flor de piel jugándote malas pasadas, que con la gracia con que esta chica salía de apuros en los exámenes orales de la Facultad. Fue memorable la Matrícula de Honor obtenida en su examen de Historia del Derecho, asignatura del primer curso de la licenciatura —los mismos se llevaban a cabo delante de todos aquellos que quisieran escucharlos—, una brillante exposición sobre el corpus iuris civilis, la recopilación que reúne en un solo cuerpo de Ley todas las obras de Justiniano conocidas desde la edición de Dionisio Godofredo, en Ginebra, en 1583, como digna de enmarcar. Un auténtico bellezón, y una importante inteligencia reunidas en alguien que podría llegar a convertirse en la compañera con que todo hombre desearía compartir su vida entera.

Su muerte le dejó marcado, amargado, derrotado por un par de años, durante los cuales se dedicó exclusivamente a estudiar. Cuando la libido llamaba a su puerta, por cierto y a pesar de la infinita tristeza que sentía, bastante a menudo, lo arreglaba con una paja insulsa pero reparadora. No era lo mismo que estar con Sofía, así se llamaba su deseada y añorada compañera, pero iba tirando hasta mejor ocasión. Qué otro remedio le quedaba. Después, una vez licenciado en leyes, la dedicación en cuerpo y alma al estudio le hizo desconectar de su promiscuo pasado, y convertirse en cazador exclusivamente de fin de semana. Hasta que Ana se cruzó en su camino, un sábado en un local de moda del verano coruñés. La vio y en seguida la deseó, bestialmente, irracionalmente. Cual sería su sorpresa que al cabo de un escaso período de tiempo, apenas media hora, se encontraba tomando una copa con ella y con un par de amigas no menos atractivas, que al observar que había química entre ellos, orgánica no inorgánica, desaparecieron muy discretamente. Dos Gin-Tonic más tarde, con total seguridad de Beefeater aunque el detalle carezca de importancia, y se permitió el homenaje de llevársela a un céntrico hotel, colindante con el instituto donde impartía e imparte clases de literatura a adolescentes granujientos carentes del más mínimo interés por las glosas, las jarchas o los sonetos de Quevedo. Un cuatro estrellas, la ocasión lo merecía, pues sin lugar a dudas con Ana echó el mejor polvo de su vida, el polvo de siglo, que diría Michael Douglas a Sharon Stone en Instinto Básico, la película de Paul Verhoeven que calentó durante años a varias generaciones de jóvenes, y no tan jóvenes, del mundo entero. Sexo globalizado, y el cruce de piernas de la Stone, irrepetible. Ana le hizo olvidar las veladas compartidas con la tantas veces recordada Sofía. A mayores de una cara hermosa a rabiar, tenía un cuerpo escultural machacado en un gimnasio del cual era asidua desde hacía varios años. Le arrancó de lo más profundo de sus entrañas cuatro orgasmos esa misma noche, y él consiguió, sin mayores problemas, la nada despreciable cifra de cinco. Todo un récord. A partir de entonces empezaron a verse a diario, a ella dedicaba encantado sus dos horas de ocio antes de la cena y de las siete horas de obligado y reparador sueño, hasta que pocos meses después, no más de tres, se trasladó a vivir a su casa con gran disgusto de sus padres, los cuales le mantuvieron la asignación mensual, quinientos euros, hasta entonces exclusivamente para sus gastos personales, ya que el hospedaje y la pensión completa corrían por cuenta de la casa. Son buena gente, siempre guerreando entre ellos, y Ramón les quería y respetaba sinceramente. Ellos le inculcaron unos valores que pronto se encargó de amontonar en su particular baúl de los recuerdos.

A su lado, evidentemente, su calidad de vida se incrementó ostensiblemente. Tenía vivienda propia heredada de su abuela paterna, y un sueldo más que digno para los tiempos que corren, dos mil doscientos veintidós euros con cuarenta y ocho céntimos, una vez descontadas las oportunas retenciones de Hacienda y de la Seguridad Social, dos pagas extras aparte, que compartía generosa y desinteresadamente con él, ya que ni en una sola ocasión le echó en cara su escasa aportación a la economía doméstica. Se dedicaba exclusivamente a estudiar, y rara era la noche que no hacían el amor hasta quedarse profundamente exhaustos antes de conciliar el sueño. Ana, ya fue mencionado, era multiorgásmica, y Mercader se sentía como un titán escuchando sus repetidos aullidos de placer. Fueron más o menos dos años esperanzadores, llenos de sosiego, hasta que empezó a sentirse mal, a tener pesadillas horribles, a obsesionarse con cientos de situaciones absurdas e irrelevantes, y sobre todo, recordando hasta mortificarse las palabras de don Ángel referentes a su compañera, a la cual últimamente se refería como esa hija de perra aspirante a cazar a un notario, y vivir a su costa toda su vida. Su animadversión hacia ella era flagrante, impropia de un hombre de la inteligencia del anciano profesor. Incuestionablemente eso afectó tanto a la buena marcha de su preparación, como a su relación de pareja. Un martes cantó los temas no todo lo bien que el viejo deseaba, y de inmediato amenazó con expulsarle de su academia de seguir así las cosas, tras echarle la más descomunal de las broncas.

—Ya se lo advertí, Mercader, deshágase de ella o no vuelva el próximo día. Es la vergüenza del grupo, y no voy a permitir que se mofen de mí los miembros del Tribunal por preparar a ineptos como usted. Lárguese ahora mismo, antes de que me arrepienta y le invite a cambiar de preceptor.

Su único error fue prorratear mal el tiempo de los cuatro temas que tenía que exponer esa tarde. Nada más que eso. Le dedicó veinte minutos a la “Hipoteca de bienes vendida con pacto de retro” en detrimento de los diez que tardó en cantarle el tema anterior del programa, relativo a la “Hipoteca del derecho de usufructo”. Todo su desatino fue ese. Lo normal es dedicarle quince minutos a cada uno de los temas, pero ese día se equivocó en el cálculo. El enfado lo achacó al exceso de celo de don Ángel, aunque como situaciones similares se repitieron en las semanas siguientes, empezó a inquietarse, aunque sabiendo de antemano que fuese lo que fuese lo que le ocurriera al anciano, tenía que seguir a su lado, pues el porcentaje de aprobados de sus alumnos era galáctico en comparación con el resto de colegas que se dedicaban a la enseñanza, y ya era tarde para cambiar de tutor. Quizás el problema no fuera otra cosa que se encontraba excesivamente sensible, y le daba demasiada importancia a las regañinas recibidas, pero aún con esas en ese momento se le ocurrió pensar, y lo preocupante es que no era la primera vez, que Ana realmente no le convenía, y que a ella se debían todos sus males.

Su primer encontronazo con su compañera y anfitriona fue inesperado. Ella comentó en varias ocasiones que le encontraba raro, pero sin darle excesiva importancia. Una noche mientras hacían el amor, la sacudió con extrema violencia hasta arrancarle un prolongado y profundo alarido de dolor. Deseó golpearla sin piedad, y la odió de una manera descontrolada y sin motivo alguno, pues de ella no recibía más que cariño, apoyo moral y atenciones. ¿O eran solo muestras de su interés por que se convirtiera en notario lo antes posible? En ese instante únicamente se paró a pensar en que las palabras de su maestro no eran tan absurdas como en un primer momento imaginó, y volvió a ser presa de una irreprimible admiración por él. Representaba todo lo que aspiraba a ser en la vida. Había logrado, en su caso a la primera oportunidad, convertirse en un miembro de la más prestigiosa élite profesional del Estado. Significaba lo que él ansiaba más que nada, su completa felicidad, motivo este por el que debía seguir sus consejos y abandonarla. Solo existía un mundo para él, las leyes, los reglamentos, los códigos, no una vulgar meretriz que solo sabía satisfacerle en la cama, y para eso cada vez más de Pascuas a Ramos. Le asqueaba el simple hecho de pensar en ella.

—Me estás haciendo daño, Ramón. ¿Qué te ocurre? Estás como ausente. Regresa a esta cama de una maldita vez, o vete de ella para siempre.

No supo que decir, optó por terminar la faena y darse la vuelta sin articular palabra. En ese momento lo que acababa de ocurrir le importaba más bien poco. Llegó a pensar que hubiese preferido mil veces acostarse con Sofía, y maldijo aquél ya lejano día en que perdió la vida en un estúpido accidente de tráfico. Un letal eucalipto que nunca debió ser plantado.

—¿Quieres hacer el favor de hablarme? Te estás comportando como un hijo de la gran puta. Acabo de preguntarte que es lo que te está sucediendo, y tú, muy propio de ti, solo ofreces la callada por respuesta.

Ramón se preguntó si tendría razón. Le confundieron las palabras de la chica, y se quedó paralizado, sin saber cómo proceder ni qué contestar, prometiéndose a si mismo que nada, ni tan siquiera parecido, le iba a volver a ocurrir, pero en el fondo siendo consciente de que estaba, como suelen decir sus paisanos gallegos, desbardallando. En su vida ninguna mujer le había tratado tan bien como Ana, ni tan siquiera, ni de lejos, la tan invocada Sofía, ya que sus pocos años le hacían comportarse de forma más irresponsable y alocada. Aún no había pasado ni un par de minutos desde el incidente cuando la abrazó y se disculpó, echándole la culpa a las inhumanas oposiciones que se había metido a preparar. A pesar de ello, pasados unos minutos de su aparente arrepentimiento, volvió a odiarla con desmedida virulencia. Si cabe más que antes. Era una cretina petulante cuando le hablaba del realismo mágico de Gabriel García Márquez. Gabo, le llamaba como si le conociera de toda la vida. Ese estúpido colombiano tiene menos categoría que cualquier notario de pueblo. ¿Qué sabrá él lo que es meterse entre pecho y espalda cuatrocientos temas de la más complicada de las ciencias, el Derecho? Seguro que no sabe lo que es una enfiteusis, o una prescripción adquisitiva, y tiene un Nobel, el muy patán. Está claro que nada significa ser poseedor de semejante galardón, salvo ser de la cuerda de los académicos suecos. El mundo al revés, en las antípodas de la cruda realidad. Escritores de best-sellers, solo eso es lo que son.

—No volverá a ocurrir —le dijo por decir—. Hoy no pasé un buen día. Tuve una bronca con Ansorena, mi compañero de tardes con don Ángel.

—Sé perfectamente quién es Ansorena. Siempre te cayó bien Antonio.

—Sí, pero a medida que se acerca la fecha del primer examen vengo observando que ha empezado a tratarme como a un competidor, un potencial rival. Y es consciente de que conmigo tiene poco que hacer. Es muy estudioso, pero bastante torpón. Como se suele decir de un tiempo a esta parte, bastante corto.

—No te obsesiones con semejante chorrada, aún quedan muchos meses para el que será uno de los días más importantes de tu vida. Si apruebas el primer ejercicio, el resto será coser y cantar. Estoy convencida de ello, y para celebrarlo te propongo que retomemos lo que tan impetuosamente acabas de interrumpir. Me he quedado a medias, y eso a las mujeres, aunque lo hombres os creáis que no, también nos molesta y nos impide conciliar el sueño. Con esto de la igualdad estamos consiguiendo, eso sí, poco a poco, parecernos a vosotros en derechos, pues en obligaciones somos iguales, sino más pringadas, y todo ello desde que el mundo es mundo.

—Debes perdonarme, pero en estos momentos me resultaría imposible excitarme. Estoy frío como un pingüino en un iglú.

—¿Estás frío o terminaste por tu cuenta el revolcón sin pensar minimamente en mí? ¿Ya no te resulto atractiva? ¿Qué coño te pasa? Vuelve a ser tú, Ramón, y déjate de gilipolleces.

—Sabes que sí me gustas, pero el estrés apaga las pasiones como el agua lo hace con el fuego. Es muy duro pasarse catorce horas al día debajo de un flexo, sin la certeza de que el día de mañana vayas a conseguir tu tan ansiada meta. La incertidumbre del opositor se ha convertido en el tópico del ser humano desesperado por excelencia.

—De acuerdo, te perdono tu error de hoy si el sábado próximo nos vamos al balneario de Mondaríz a relajarnos. Falta nos hace a los dos. Los críos en el instituto llevan unos días insoportables. Están como una jauría de perros frente a una chucha en celo. Mi trabajo también es estresante, ¿sabes? Y por cierto, nunca olvides que yo también tuve que pasar por el calvario de unas oposiciones —lo que pretendía decirle, a su manera y con la mayor delicadeza del mundo, es que no se creyera el ombligo del mundo—.

—De acuerdo. Hablamos de ello durante la semana.

—No hay nada que hablar, Ramón. Nos vendrá de perlas, y te haré olvidar durante unas horas la puñetera Legislación Hipotecaria, y demás ramas del Derecho. Mucho hay que podar en ese inmenso árbol que es la Ciencia Jurídica.

Ahí se interrunpió la conversación. En ese momento, Mercader volvió a sentir asco de la empalagosa personalidad de su compañera. La hubiera estrangulado con sus propias manos, lentamente, placenteramente, principalmente por haber incomodado a su mentor con su arrogancia de maestrilla de escuela. Cela, Vargas Llosa o García Márquez. ¿Quiénes coño eran esos escritorzuelos en comparación con Savigny, el célebre jurista alemán del XVIII? ¿O incluso en comparación con don Ángel, notario del Reino de España? Ella era el auténtico obstáculo para que pudiera llegar a conseguir su objetivo. Estaba convencido de que la muy imbécil solo pensaba en fornicar, importándole en absoluto sus estudios, por lo que tomó la firme decisión de que la próxima vez que le montara otro numerito de ese estilo, le partiría las piernas. Se iba a arrepentir de haberle robado dos horas de sueño. Llegó a la conclusión de que le estaba utilizando exclusivamente para medrar socialmente, y se resistía a dar por buena esa idea. Se repetía, obsesivamente, que tenía que dejarla, o por el contrario nunca sería capaz alcanzar el objetivo en el que llevaba invertidos tantos años. Mientras, intentaría dormir unas cuantas horas, las cuales, fueran las que fueran, dada la hora de la noche que era, en ningún caso serían suficientes, y al día siguiente jueves, tarde de cantar temas, no lograría estar, una vez más, a la altura de lo que se esperaba de él. Si eso ocurriera juró cagarse en sus muertos. A la muy furcia, la vida no le había enseñado todavía que la venganza se sirve en plato frío. Al final iba a tener razón su instructor cuando le decía con aire de inmensa arrogancia y prepotencia: poco para usted, Mercader, poco para usted. Si siguen juntos le auguro un estrepitoso fracaso en los próximos ejercicios. Tiene que dejarla y volver a vivir con sus padres, pues en su vida, por el momento, no hay espacio para amoríos que a nada conducen. Recuerde la frase de don José Ortega y Gasset al respecto: “el amor es un estado de enajenación mental transitorio que conduce a la imbecilidad”.

CAPÍTULO DOS