Una vida en siete días - Ignacio Bermúdez de Castro - E-Book

Una vida en siete días E-Book

Ignacio Bermúdez de Castro

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Beschreibung

Un hombre sale de la cárcel después de dieciséis años de encierro. A lo largo de una semana, volverá a encontrarse con la vida en Madrid, con su pasado y con el cambio que ha experimentado todo lo que lo rodeaba. Nuestro protagonista tendrá que ajustarse a un mundo al que ya no pertenece mientras hace las paces consigo mismo y con la persona que fue.

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Seitenzahl: 381

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ignacio Bermúdez de Castro

Una vida en siete días

 

Saga

Una vida en siete días

 

Copyright © 2010, 2022 Ignacio Bermúdez de Castro and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374733

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

In Memoriam Fernando Bermúdez de Castro Rebellón

Premio Planeta de Novela 1.958

 

Y por supuesto dedicado a

Alfredo y Maruxa, mis padres; a Paloma,

Nacho y Miriam, mi familia; y a Ernesto Sánchez Pombo,

maestro de periodistas y amigo del alma, sin cuyo “empujoncito”

esta novela posiblemente nunca se habría escrito.

PRIMER DÍA

Son las cinco en punto de la tarde, hora torera donde las haya, del veinticuatro de noviembre de 2008 y en apenas unos minutos abandonaré la prisión en la que he pasado los últimos dieciséis años, cuatro meses y ocho días de mi vida. La Comunidad Autónoma de Madrid dispone de siete cárceles las cuales superan su nivel de ocupación en más de un ciento cincuenta por ciento. En concreto a donde a mí me enviaron, el Centro Penitenciario Madrid II situada en el kilómetro 4,5 de la carretera Alcalá-Meco, en el municipio de Alcalá de Henares y en funcionamiento desde 1982, dispone de una capacidad de seiscientos ochenta y tres plazas y una ocupación real media de mil ciento doce internos. De los dieciséis módulos existentes, ocho de preventivos y otros tantos de cumplimiento, yo ocupaba, en el número tres de estos últimos, la celda número 8. Si se considera que mi edad asciende a cincuenta primaveras con sus correspondientes veranos, otoños e inviernos, no me equivoco al indicar que un tercio de mi tránsito por este mundo lo pasé entre rejas, el tercio que por un sinfín de motivos debiera haber resultado el mejor. Salud, dinero, familia y reconocimiento social a raudales —amor jamás— entre otras muchas razones para estar satisfecho con la vida que me había tocado en suerte. No criticaré nuestro sistema penitenciario, salvo en lo que a sobresaturación rayana en el hacinamiento se refiere y a que por razones obvias tiende a provocar la anulación de la personalidad del interno, pues no creo que actuara con honestidad si así lo hiciera. En derecho el que la hace la paga y yo la hice y pagué con creces. Bastante generosos fueron con la política de redención de penas por trabajo, estudios y buena conducta que me aplicaron —me ahorré más de tres años y medio de condena— y por permitirme sacar con cargo al erario público la licenciatura de Filosofía por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, la nunca suficientemente valorada UNED, cuna de esforzados, tediosos y solitarios devora libros —textos éstos a cada cual más ininteligibles—, onanistas del placer solitario que proporciona hacerte con conocimientos hasta entonces extraños, lo que unido a mi anterior condición de Ingeniero Industrial especializado en Organización de Empresas por la Universidad Politécnica de Madrid, hacen de mí un tipo, cuando menos, oficialmente preparado. El sistema es el que es, y con eso queda todo dicho. Nadie me mandó matar a aquel hombre con saña innecesaria cuando todo en la vida me sonreía. Prefiero no recordar las causas, la instrucción del sumario o el juicio, y a partir de la salida del centro, que durante tanto tiempo fue mi hogar, también olvidaré los años allí transcurridos, por lo menos esa es mi intención en estos momentos, aunque nunca se puede decir que jamás de esa agua vayamos a beber. Luego, como diría el páter del centro, don Anselmo Prudencio García Lamadrid, Dios dirá. No vale la pena hacerlo pues en nada me enriquecería, más bien todo lo contrario. La justicia, que no la ciudadanía que siempre me mirará como a un criminal salvo que haya intereses de por medio, me considera reinsertado, rehabilitado, curado, e intentaré vivir el tiempo que pueda restarme de la forma más placentera y cómoda posible. El dinero no será impedimento para que lo consiga pues mis padres, a los que no permití visitarme ni telefonearme ni un solo día desde que me encarcelaron, a pesar de tamaña e innecesaria crueldad por mi parte, antes de morir dejaron todo listo para que cuando su descarriado y único hijo saliera de prisión no se encontrara con problema económico alguno. No obstante se lo agradecí con mi particular estilo, no asistiendo al entierro de ninguno de los dos a pesar que Instituciones Penitenciarias contempla dicha posibilidad en casos como el mío, donde el riesgo de fuga es mínimo por no decir inexistente, entre otras razones porque un par de picoletos no se separarían de mí en todo el sepelio y posterior funeral, caso de haberlo. Ni tan siquiera lo solicité y no me avergüenzo de haber procedido de tal manera, mi carácter es así, mejor dicho, era así por aquellos tiempos. Así viva cien años más no tendré que dar palo al agua, incluso pagaron en mi nombre la indemnización en concepto de responsabilidad civil, muchos millones de los de entonces, creo recordar que cincuenta y cuatro, para que en cierto modo la esposa y dos hijos de la víctima pudieran resarcirse de la muerte de su ser querido. El dinero nunca podrá cicatrizar determinadas heridas, pero ayuda a aliviar los dolores que éstas producen. Destrocé una familia y no sentí el más mínimo remordimiento, o por lo menos no fui consciente de ello. Mi padre, Alfonso, y mi madre, Adela, eran, por lo cual ahora lo soy yo, inmensamente ricos gracias a un próspero negocio de venta de maquinaria industrial que fundaron en Madrid nada más casarse, recién llegados de su pueblo natal en la provincia de Guadalajara, Alcolea del Pinar, a mediados de los años cincuenta, y del que se deshicieron en el momento oportuno vendiéndolo a precio de oro. Gente sumamente trabajadora, realmente lo único que hicieron en su vida pues ninguna otra cosa sabían hacer, salvo mirar porque nada me faltara. Era su mayor tesoro, su bien más preciado, y en mí tenían depositadas todas sus esperanzas, a mí entender excesivas. La primera de ellas que llegara a convertirme en ingeniero y sucederles al frente del negocio familiar, cosa la cual ni tan siquiera se me pasó por la cabeza, por lo menos a corto plazo. Deseaba volar por mi cuenta y alejarme definitivamente del nido familiar. A pesar de su privilegiada posición económica hasta el último día acudieron a controlar su imperio, más de setecientos trabajadores en nómina, subcontratados aparte. A mi mujer Alicia y a mis tres hijos, dos chicas y un chico, María, Alberto y Ana, renuncio a verlos pues durante mi encierro tampoco de ellos nada quise saber sin echarles en absoluto de menos, ni siquiera sé si soy abuelo o suegro. Di orden en prisión de que devolvieran cualquier correspondencia que pudiera llegarme, salvo la de la UNED y poco más. Si acaso el primer año añoré la nostalgia de la morada familiar más que a sus inquilinos, el sentimiento de hogar es algo que una vez lo has paladeado nunca se olvida por muy mal que en él te hayan ido las cosas— la almohada, a la que tanto costó acostumbrarse, y fundamentalmente la gastada y mullida butaca, son algo que permanecerán eternamente en tu recuerdo por muy bicho raro, asocial o sociópata que uno resulte—. Mi ex esposa, la cual me pidió la separación y al año siguiente el divorcio pues así lo exigía la legislación imperante en aquella época, tenía plaza de Registradora de la Propiedad en Getafe, motivo por el que el sustento de mi prole quedó más que salvaguardado. No me pidió ni un duro, salvo el exigido por el representante del Ministerio Fiscal en concepto de pensión alimenticia al existir menores por medio, de cuyo puntual abono se hicieron cargo mis padres, y todavía imagino lo hará su albacea testamentario una vez fallecidos éstos, todo ello a pesar de tener que abandonar nuestro magnífico piso por correr su alquiler a cuenta de mi empresa, en la cual, por razones más que obvias, causé baja de inmediato. En eso se comportó, y en lo demás también, pues lo único que supe de ella por un comentario que me hizo mi abogado el primer día del juicio, es que transcurridos varios meses desde la fecha de autos, todavía no entendía el porqué de mi actuar, a pesar que siempre decía que me faltaba un hervor y que era un ser egoísta y egocéntrico en grado superlativo. No sé si superaría la impresión, que no vergüenza pues jamás la sentí, de mirarles a los ojos. Quizás Ana, la pequeña, con sus veinte años recién cumplidos fuera la única que quisiera reencontrarse conmigo, pero no creo que llegado el caso me aviniera a ello y mucho menos que su madre lo permitiera. ¿Para qué?, diría con su cuadriculada cabeza que haría insustancial al propio Renato Descartes. Los dos mayores nunca me quisieron salvo por el interés, me exprimieron hasta que el néctar se acabó, y nada me une ya a ellos. He de empezar de cero, hacer tabula rasa y actuar como aquel a quien se le quema su valiosa colección de sellos y decide rehacerla pieza a pieza, paulatinamente, sin prisa pero sin pausa, buscando denodadamente una réplica de cada ejemplar perdido entre las llamas del gran incendio que significa para todo ser humano la segunda y última parte de su vida, la contemplación de los rescoldos de su perdida juventud. La única manera que con posibilidades de éxito puede rehacerse la cotidianeidad en libertad de un ex convicto de asesinato, lo peor de una sociedad ya de por sí gravemente enferma. La cárcel se encargó de enseñármelo, llevo dieciséis interminables años con el firme convencimiento que esa sería la forma y manera de actuar y no puedo cambiar de parecer a estas alturas. Lo primero que debo hacer es adquirir la valentía suficiente para dirigirme a la que fue mi residencia hasta que me emancipé, la antaño casa de mis padres, y convertirla en algo parecido, sino a un hogar, sí a una vivienda medianamente habitable. Hoy no lo haré pues aún no estoy preparado para ello por lo que cogeré una habitación en el mejor hotel de la ciudad y dormiré hasta bien entrada la mañana, sin necesidad de que ningún amargado funcionario de prisiones me despierte con la malsonante e hiriente sirena y su aspecto, siempre lo tienen, de sheriff de película del lejano oeste, de las de medio pelo o serie B. Mi nombre poco importa, pero para hacer más cómoda la lectura identifíquenme como Pedro, así, a secas, sin apellidos, pues éstos para nada les resultarán necesarios y de todas formas son de lo más corrientes, al cabo de media hora ni los recordarían. Personalmente me considero un ser poco interesante, del montón, sin atractivo alguno ni para hombres ni para mujeres, si acaso sí para algunos animales, especialmente los perros, según suele decirse los mejores amigos que podemos llegar a tener los homo sapiens, por muy duro que resulte asumirlo. Lola, la caniche toy que regalé a mi hija Ana en su tercer cumpleaños me adoraba, supongo que básicamente por ser yo quien la bajaba a pasear y a aliviarse todas las mañanas y noches, al mediodía lo hacía la chica de servicio, y satisfacía su goloso paladar con abundantes galletas para humanos, no esas para cánidos que sólo verlas despiertan arcadas hasta al más glotón de los chuchos. Ese fue mi gran problema, afortunadamente ya superado, una inmensa inseguridad en mi mismo rayana en lo patológico. De niño era ese puteado que se encontraba en cada aula por poco que se buscara, eso sí, un magnífico estudiante, fundamentalmente en las asignaturas de ciencias puras, véase matemáticas, física, química y dibujo técnico, motivo por el que al terminar el bachillerato, y aprobar sin problema alguno la ya por entonces tan absurda y desfasada selectividad, ingresé en la Escuela de Industriales, a pesar de que años después, al comenzar mi encierro estudié desmedidamente materias de humanidades convirtiéndome en una especie de hombre del Renacimiento, una enciclopedia ambulante, el D’Alembert, Diderot o Voltaire del penal. Con el tiempo las tornas cambiaron, y en determinados momentos anteriores a mi ingreso en Alcalá, era considerado por todos, menos por mi mismo, un hombre de éxito, un triunfador. Casado con una hermosa y preparada mujer, padre de tres hijos a cada cual más de portada de revista, era la envidia de la Person Manufactured Spain, una multinacional de las nuevas tecnologías donde desde mi incorporación a la misma desempeñé un cargo de alto directivo magníficamente remunerado, director del departamento de compras para todo el territorio nacional. Dos millones y medio de las antiguas pesetas al mes, incentivos y dietas aparte, que en el año 1992 eran una pequeña fortuna, total por hablar varias docenas de veces al día por teléfono, eso sí, en un inglés que el mismísimo Shakespeare ya querría para él, aprendido durante numerosos veranos en Inglaterra y en los Estados Unidos de Norteamérica, concretamente en Londres y en San Francisco. Tres secretarias trilingües y setenta ocho personas directamente a mis órdenes, coche, chófer y el precitado piso de la empresa en pleno centro de la capital del reino, con todas las posibilidades habidas y por haber para desplazarme a los más remotos confines del planeta, por supuesto siempre en business class, cuando se me antojara y sin tener que rendir cuentas a nadie. En las comidas de empresa, varias al año, siempre me sentaban a la misma mesa que el todopoderoso Director General de la compañía, curiosamente a pesar de tener su sede social en Madrid, el último que me tocó en suerte un galés con aspecto de corsario bregado en todo tipo de cruentas batallas navales, apellidado como no, Smith, Mr. Smith. El protocolo así lo ordenaba. Fuera donde fuera, salvo en escasos estados bananeros, allí había una fábrica o en su caso una delegación de mi empresa con despacho a mi total y entera disposición. Así se lo montaban en la Person, como con el único fin de acortar el nombre le llamábamos sus empleados, exactamente doce mil quinientas veintiocho almas dispersas por todo lo largo y ancho de este mundo.

—Ya sales, Pedro —me dice Andrade, mí en cierto modo compañero de cárcel desde que hace siete años lo destinaron como jefe de mi módulo. La única diferencia entre su forma de vida y la mía era que él duerme en su casa —no está a turnos— y que ostenta conciencia de ser un hombre libre a pesar de pasarse buena parte de su vida tan enjaulado como pudiera estarlo yo—. Te deseo lo mejor.

—Gracias, me habría gustado que nos conociéramos en otras circunstancias —miento, pues en la anterior etapa de mi vida el correcto y diligente funcionario y yo nunca habríamos coincidido, no acudíamos a los mismos sitios ni nos tratábamos con la misma gente, y de haberlo hecho jamás habría reparado en él por ser extremadamente anodino. No estaba a mi altura social y nada de interés hubiera podido aportarme, pertenecíamos a mundos diferentes, a galaxias distintas—.

—Tienes el taxi esperándote, abrígate, hace una mañana de perros y sería una lástima que tu primer día de libertad acabaras pasando la noche en unas lúgubres urgencias de cualquier hospital, créeme que la mejor de ellas es peor que nuestra enfermería. Esta misma madrugada tuve que acudir con el benjamín de mis críos, y para una puñetera otitis se tiraron cuatro horas. El doctor, como quien dice recién salido de la Facultad de Medicina no tenía ni puñetera idea de lo que se traía entre manos, y al final tuvo que diagnosticar y recetar la enfermera. Maldito sistema sanitario, en eso seguimos siendo la España de cuando Europa terminaba en los Pirineos, la de Lola Flores y El Cordobés.

Me hace recordar las múltiples ocasiones que necesité acudir a urgencias con mis hijos. Entonces éramos una familia aparentemente feliz, por lo menos aristotélicamente feliz, en el sentido de dedicar nuestra vida a la proeza de alcanzar la efímera felicidad de la que hablaba el estagirita, aunque hubiéramos fracasado estrepitosamente en el intento. Nunca podrán echarme en cara que no lo intenté, convirtiéndome en el más aventajado de los peripatéticos que estudian en el mejor de los Liceos, la vida en libertad. La otra, la que transcurre entre rejas te enseña mucho, pero nada bueno salvo en lo que a sobrevivir se refiere. Algo positivo tiene que tener.

—Descuida, tengo planes mejores. —vuelvo a faltar a la verdad sin saber el por qué—. Lo de los médicos y las enfermeras suele ocurrir —mascullo—. La veteranía cuenta muy por encima que el más pomponso de los diplomas otorgado por la más exclusiva Universidad. En todas las profesiones, y en esa más que en ninguna otra.

Subo al taxi, un Mercedes de gama alta con asientos de cuero gris impropios de un utilitario llamado a ser usado exclusivamente por extraños, y soy consciente de lo mucho que ha cambiado el confort de los coches desde la última ocasión en que he montado en uno de ellos. Con independencia que debido a las revistas que llegaban a la prisión, estoy al día de las novedades existentes en el mercado automovilístico, me pregunto para qué coño querrá su propietario que en la parte trasera del mismo haya tres tipos de graduación de los climatizadores ni que su velocímetro marque doscientos ochenta kilómetros por hora, si la velocidad máxima permitida en España es de ciento veinte, sin obtener, evidentemente, respuesta alguna. Sin contar los furgones policiales que me trasladaron al Palacio de Justicia donde tiene, por lo menos donde tenía su sede la Audiencia Provincial de Madrid los tres días que duró la vista oral, y las incontables mañanas en que fui requerido para la instrucción de las diligencias en Plaza de Castilla, con toda seguridad el último flamante Audi que la Person me había asignado al mando de aquel chulesco chófer cuyo nombre ya olvidé por no haber significado nada en absoluto para mí. Si no se dedicara a conducir por y para otros, sin lugar a dudas sería proxeneta, chulo de putas que suena peor aunque signifique lo mismo. La semántica es la semántica y siempre debe cuidarse. Sus ademanes cuando no se sentía observado así lo indicaban. Entonces imaginaba, sin tener más que indicios para ello, que iba armado, lo que aparte de cierto glamour me provocaba temor, casi pánico. Por los que pudieran querer atentar contra nosotros, altos ejecutivos de una importante multinacional en una España en la que en aquellos tiempos eso estaba de moda, y porque al macarra aquel un día se le cruzaran los cables y me descerrajara a bocajarro un par de certeros disparos por el simple hecho que se le metiera en la cabeza. Tenía aspecto de ser de los que donde ponía el ojo ponía la bala. Hay gente con ocurrencias similares, sin ir más lejos yo mismo que maté sin razón alguna, exclusivamente por no saber frenar un impulso que me asaltó inesperadamente. Nunca nos advirtieron de hipotéticos riesgos que pudiéramos estar corriendo, si estabas ajeno al peligro trabajabas tranquilo y producías más, simplemente se trataba de eso, optimización de recursos humanos. Desde que pude empezar a disfrutar de los permisos de fin de semana fuera de prisión había renunciado a ellos, por lo que la ciudad se descubre ante mí en toda su inmensidad. No hubiera sabido a dónde dirigirme y siempre opté por quedarme para leer compulsivamente en mi inhóspita celda de cuatro metros de largo por dos y medio de ancho, todas tenían idénticas medidas. Litera, armario, inodoro, lavabo, mesa y silla de trabajo por mi condición de alumno de la UNED, con el correspondiente portátil sin acceso a internet —este servicio si lo había en la biblioteca— un par de anaqueles para material de estudio y la omnipresente amenaza de que la cama de arriba pudiera ocuparse en cualquier momento con un en modo alguno bien recibido recién aterrizado huésped de tan incómodo hotel pagado por papá Estado. Nunca fui aficionado a la lectura pero desde que ingresé en tan particular morada ésta se convirtió en adicción, las horas de soledad dentro de la celda te obligan a engancharte a algo y yo de las abundantes drogas que por allí circulan como, nunca mejor dicho, Perico por su casa, siempre pasé. No así dos de mis primeros compañeros de celda que amanecieron en meses sucesivos muertos como ratas con sendas agujas hipodérmicas clavadas en sus callosos brazos. Los últimos nueve años de mi estancia tuve la suerte y suficiente veteranía para disfrutar, salvo días puntuales, de una celda para mí sólo, un lujo al alcance de pocos en nuestras repletas cárceles. Por este motivo pude leer lo indecible, bien en mis “aposentos” o en la biblioteca del penal, la cual se encontraba rebosante de buena literatura desde que diez años atrás la Comunidad de Madrid procedió a una donación de cuatro mil libros de las más variadas materias. Entre el estudio y éstos, maté, nunca hablé con tanta precisión, dieciséis años, cuatro meses y ocho días de mi tránsito por el planeta Tierra. Fue lo que me llevó a sobrellevar mi aislamiento y sin ninguna duda, sin ello, hubiera optado por la vía de quitarme de en medio. Allí dentro eso es sumamente sencillo, por mucho que nuestras autoridades competentes presuman de lo contrario. Los muchos que lo intentaron mientras fui huésped de aquel aciago paraje, todos lo lograron, estadísticamente hablando un cien por cien de efectividad. Nadie los echó especialmente en falta, por lo menos en aquel lugar, y fuera seguro que tampoco, un alivio que nadie se atrevería a reconocer por lo mal visto que eso estaba y quedaba, prioritariamente esto último.

—Lléveme a un buen hotel del centro, al mejor —ruego al taxista—.

—Sales con ganas, amigo. ¿Te parece el Martin en Príncipe de Vergara? Te soplarán una buena pasta pero te tratarán a cuerpo de rey. ¿Podrás permitírtelo? Un chollo eso de estar encerrado, estancia a mesa y mantel y después a cobrar el paro. Yo como autónomo no percibiría un puñetero euro si mañana pillo cualquier mierda de enfermedad. Que injusto es este mundo, se premia al rufián y se castiga al honrado trabajador. Con Franco estas cosas no pasaban, a hostias se arreglaba casi todo, claro que tú no opinarás lo mismo. ¿Por qué te enchironaron?

No le contesto, sólo pienso que hace años aquel desaliñado e insolente conductor de desconocidos nunca se hubiera atrevido a tutearme y mucho menos a increparme de la forma que lo estaba haciendo. Algo me dice que no es trigo limpio, que es más chorizo que la inmensa mayoría de los que he dejado atrás, enjaulados. Le hubiera intimidado mi traje de Armani cuyo precio equivalía a su salario de seis meses y mi cartera marca Loewe de genuina piel de cocodrilo repleta de lo que para él resultarían incomprensibles documentos. Hoy se dirige a mí con la displicencia con que sólo se habla a los desheredados de la tierra, a los muertos de hambre, a la escoria. Que lejos se encuentra de saber que le está hablando a alguien con una fortuna valorada en varios millones de euros, cuando digo varios quiero decir muchos varios, aunque la cuantía exacta todavía la desconozca. No me importa lo más mínimo ya que he asumido mi condición de canallesca durante los años que duró mi cautiverio, pero a partir de hoy mismo eso va a cambiar, me volverán a tratar de usted, don Pedro, como antes de que mi particular descenso a los infiernos se produjera. Es lo único bueno que tiene vivir en una ciudad tan grande, que pasas desapercibido, me vestiré correctamente y con mis modales de alto ejecutivo, que conservo como si nunca hubiera dejado de serlo, nadie sospechará cual es mi turbia procedencia. Nada más llegar al hotel reservo una suite, una de las más lujosa de las que disponen —me asignan la 805— y pido que me suban una botella del mejor bourbon, nada de marcas de supermercado de barrio. De veintiún años para arriba. De ahora en adelante me resarciré de tanto tiempo de privaciones, se acabaron las latas de atún del economato de la prisión y los dos rollos de papel higiénico por semana. Defecaré cuanto y como quiera. Una nueva vida me espera y hoy me apetece pasar la noche con una mujer, a pesar, o más bien debido al tiempo transcurrido desde la última vez que eso ha sucedido, concretamente con Susana, mi amante de turno, la noche anterior a que me detuvieran por el asesinato de aquel hombre a quien todavía hoy desconozco porque llegué a odiar tan intensamente segundos antes de cargármelo, empujándolo desde el andén a la vía del Metro de la estación de la calle Goya en los instantes anteriores a que los vagones llegaran, y quedara despedazado y decapitado delante de cientos de personas que nada pudieron hacer por ayudarlo. Tan sólo yo permanecí impertérrito, ni tan siquiera intenté huir, sin sentir el más mínimo remordimiento, si acaso todo lo contrario. Solicito al recepcionista que me localice una furcia y queda en conseguírmela en menos de una hora, recomendándome a una rumana tan bella como cara, una asidua del hotel, me indica, sin que jamás hubiera recibido queja alguna, salvo por lo elevado de su cotización. Poco importa el que esté a la altura de las circunstancias o sí por el contrario me corro antes de haber logrado desnudarme. Dudo si no será mejor masturbarme y que venga algo más tarde, pero decido no cancelar mi particular cita a ciegas para intentar hablar con alguien sin sentirme observado, vigilado, y sobre todo poder tocar el cuerpo desnudo de una fémina a pesar de que no exista el más mínimo afecto entre ambos. De repente siento esa necesidad ya olvidada para mí, aunque a fuerza de ser sincero debo reconocer que es la primera vez en mi vida que recabo los servicios de una profesional del sexo, con independencia que en mi época de empleado de la Person tenía compañeros que las frecuentaban casi a diario en un complejo hotelero no muy lejano al Santiago Bernabeu. Siempre deseché sus invitaciones a acompañarles pues ese mundo no iba conmigo. La falta de libertad envilece de tal manera que sólo quien ha estado privado de ella puede entender lo que pretendo explicar. Allí dentro impedí que mis seres más queridos me visitaran y apenas un par de horas después de mi excarcelación busco desesperadamente la compañía de una mercenaria del acompañamiento. Más que follar me apetece abrazar a un semejante, en este caso a una semejante, fuera prostituta o madre redentorista, pero dudo que ninguna de estas últimas, si es que aún quedan vocaciones, se avenga a ello. Tras tantos años de sexo solitario no sé como responderé. No descarto que si resulta una mujer cultivada llegue a preferir hablar con ella de literatura sudamericana que echarle un polvo, máxime si sobre Benedetti, Vargas Llosa o Gabo García Márquez tratara nuestra tertulia. No estaría nada mal una amena conversación sobre la vida y penurias de Aureliano Buendía en Macondo, o sobre ese viejo e ingenuo coronel que no tenía quien le escribiera, mientras dejaba transcurrir los días esperando que le concedieran una pensión por haber servido en su juventud a las órdenes del inmortal personaje de Cien años de Soledad. Tal vez me equivoqué y debí pedir al empleado a la vez que alcahueta que me proporcionara una catedrática de literatura. Dios, en el que nunca creí, dirá, y yo en breve sabré la respuesta.

Llaman de recepción para anunciarme su llegada. Pienso en lo que ocurrirá en los próximos minutos y a fuerza de ser sincero debo reconocer que me excito como si me tratase de un adolescente granujiento, notando una importante sensación de estar cometiendo algo prohibido. Ante mí se presenta una joven de no mucho más de veinte años extraordinariamente hermosa, esbelta, pero con ese aire inconfundible que tienen las putas de alto copete. Sus ojos azules como el agua de la playa ibicenca donde tantos veranos pasé con mis padres, y años después con Alicia y los niños, me hacen desconfiar sino estaré ante una farsante que utiliza lentillas de un color distinto a los suyos, más normalitos ellos, para engatusar todavía más a sus clientes. Si así es poca importancia tendrá pues en modo alguno pensaba volver a verla. Recuerdo que carezco de condones y al instante reparo en que en estos tiempos que corren el bolso de la chica debe estar repleto de ellos, de todos los colores y sabores. Nata, chocolate o tuti fruti como los que nos entregaban mensualmente en prisión para los vis a vis. Desde hacía años se los regalaba a un colombiano que cada quince días recibe la visita de su esposa y que por el consumo que hace de ellos debe tratarse de un fuera de serie, de un inigualable ejemplar de semental. Lleva ocho años enjaulado por intentar meter por Barajas doce kilos de la más pura cocaína y en el mejor de los casos le quedan un par de ellos, a pesar que le sobra caudal para pagar las minutas de los más afamados abogados penalistas del país. La droga da para mucho, dinero tan fácil de ganar como de gastar si te pillan como a mi donatario de profilácticos le ocurrió. Su mujer, de aspecto frágil donde las hubiera, había sido detenida el mismo día que él pero fue absuelta en el juicio posterior por falta de pruebas ya que todas las culpas se las comió su cónyuge. Aun así se había pasado cinco meses en prisión preventiva por los cuales nadie le pidió las más elementales excusas, quizás por ser del conocimiento de todos que a pesar de quedar libre como un gorrión estaba pringada hasta el tuétano. El marido supo responderle y ella se lo agradecía con abundante sexo. Qué menos. Yo te doy tú me das, la primera regla que se aprende al cruzar la puerta de cualquier penal, poco importa el lugar geográfico donde éste se encuentre ubicado, ya que la ausencia de libertad no entiende de fronteras ni de regímenes políticos. Una putada más de la globalización, se mire por donde se mire, se coja por donde se coja.

—Siéntate, por favor. ¿Cuál es tu nombre?

—Katia —dice en un perfectamente entendible castellano, con ese inconfundible acento del Este que tan bien recuerdo de mis durante tantos años compañeros de patio carcelario. Una parte a tener en cuenta de la población reclusa española es compatriota de la joven, vinieron a la Europa próspera en busca de una vida mejor, sin conseguirlo en la inmensa mayoría de los casos, por lo que acabaron delinquiendo. Algo tuvieron que hacer para comer, y llegados a ese caso, España y su ordenamiento jurídico, les resulta un auténtico paraíso—.

—¿Puedo invitarte a una copa? ¿Quizás champagne? Pídeme lo que quieras, sino lo hay en el mini bar en cinco minutos nos lo suben del servicio de habitaciones, es lo bueno de estos lugares tan caros, si pagas obtienes lo que el dinero puede comprar, que es casi todo.

—Lo sé, vengo aquí día sí y día también, estoy por pedirles que me den de alta en la Seguridad Social —bromea para mi sorpresa la chica, a quien se le ve un desparpajo fuera de lo común, como solía decir mi madre, sabe latín, y en este caso imagino que también griego y francés—. Y que sepas que el dinero no puede comprar todo, sin ir más lejos yo no estoy en venta, simplemente te alquilo mi cuerpo durante un rato, nada más que eso. Los ricos os creéis con derecho a ser amos y señores de todo lo que se os antoje y algún día os caeréis de la burra, vosotros solitos, así la hostia será más dolorosa. Y yo que lo vea.

—Deseo que te quedes toda la noche conmigo, lo que me pueda costar no importa. El dinero no es problema y te anticipo que hace muchos años que no estoy con una mujer por lo que tal vez deje de incordiarte en escasos segundos. Si es así, igualmente quiero que permanezcas a mi lado hasta el amanecer. ¿Es posible? —odio parecer imperativo—.

—Te resultará muy caro, cuatro mil euros y no me pidas cosas extrañas, no soy una furcia de las de la Gran Vía. En mi país soy ingeniera, y si estoy dispuesta a pasar la noche a tu lado es para que mi padre enfermo pueda llevar una vida digna en Rumania. Allí las cosas no funcionan como aquí, sois más afortunados de lo que pensáis y no le dáis importancia, la costumbre os convierte en acomodaticios. Ya vendrán tiempos peores que apacigüen vuestra soberbia de nuevos ricos, estáis convencidos que con dinero todo se logra y te repito que no siempre es así. Te lo dice una prostituta, somos las que más entendemos de eso, por unos asquerosos euros tenemos que aguantar las babas de cualquier cerdo que no se ha duchado en las tres últimas semanas y que pretende follarte sin condón. Si esas son tus pretensiones en la cama olvídate, te lo advierto por adelantado para evitar posibles mal entendidos. Aún con esas no me vendo, me arriendo, intentando sacaros la mayor tajada posible.

Excusatio non petita, accusatio manifesta. Me suena a disculpa de mal pagador. Una extraña forma de comenzar una conversación con una joven contratada para darme un homenaje por mi excarcelación. No obstante reparo en que si fuera cierto era una vida en cierto modo paralela a la mía. Por ser, ambos somos ingenieros y lobos solitarios, esteparios como el Harry Haller del alemán Hermann Hesse, en el fondo los dos con problemas para acertar a distinguir entre realidad y ficción. ¿No se tratará tan sólo de una pesadilla que nos está tocando en desgracia? Lo onírico a veces es así de jodido. La alternativa sería que yo siguiera teniendo una familia unida y ella residiendo en una Rumanía saneada económicamente y sin una parte importante de su población dispersa por media Europa, malviviendo con los trabajos que los demás no quieren, eso los más afortunados que tienen donde ocupar su tiempo de forma legal.

—No hay problema por la cantidad que me solicitas, y por favor, ponte cómoda, ni siquiera sé si quiero acostarme contigo o si tan sólo lo que busco es disfrutar de tu mera presencia. Eres una joven tremendamente hermosa.

—Te resultaría más fácil cascártela y hablar con la chica de la limpieza. ¿No serás un pervertido? Te advierto que conmigo no te resultaría fácil, muchos de mis clientes son gente importante que no dudarían en ayudarme si fuera necesario. Las ventajas de ser puta fina es que la mayor parte de mis amiguitos viajan en coche oficial, y gran parte de ellos con guardaespaldas.

—Descuida, no tienes de qué preocuparte y menos ahora que me has anticipado con quién me juego los cuartos.

—¿Te juegas los cuartos? ¿Qué quieres decir con eso?

—Es una expresión muy nuestra, algo así como que hay que tener cuidado contigo si uno no quiere atenerse a las consecuencias.

—Pues tú dirás, tipo raro, por lo menos dime tu nombre. Son muchas horas las que debemos pasar juntos y por lo que parece, si no hablamos, nos moriremos de aburrimiento. Mi nombre es Katia, y no me preguntes como tantos otros si es mi nombre artístico, simplemente me llamo así, muchos tíos no entienden que no usemos un nombre guerrero para trabajar, eso les pone cachondos.

—Lo sé, ya me lo dijiste nada más entrar, el mío es Pedro. ¿Dónde aprendiste a hablar ese castellano tan correcto? Tu dicción es perfecta, muy superior a la media de los jóvenes españoles de tu edad.

—A los seis meses de llegar a España ya lo dominaba como ahora, los eslavos tenemos una facilidad especial, muchos dicen que pasmosa, para los idiomas, al margen que en Bucarest estudié castellano en el instituto. Destacaba en esa asignatura, a veces pienso que me esmeraba por alguna premonición que debí tener acerca de que aquí me ganaría los garbanzos.

No dejo de mirar sus penetrantes ojos azules, los más bellos que jamás haya visto.

—¿Es ese el verdadero color de tus ojos? Son preciosos, me recuerdan a los de mi hija pequeña, debes ser poco mayor que ella.

—Claro que es mi color natural. Oye, no es que me importe charlar contigo, pero ¿estás seguro que no quieres que nos metamos en la cama? Podrías pasarlo bien y si temes ofenderme no olvides a lo que me dedico, soy una puta, amigo, no una señorita de compañía. Aunque si me vas a pagar sin necesidad de follarme para mí, mejor, comprenderás que no hago este trabajo por amor al arte.

Vuelve a llamarme la atención la increíble facilidad con que se expresa, incluso los giros son los habituales en los castellanos parlantes. Me atrae esa chica y no deja de intrigarme lo que pensará de mí, si le pareceré un hombre atractivo o me verá tan sólo como un putero con problemas de impotencia a quien ni tan siquiera la socorrida Viagra remedia su mal.

—¿Es cierto que eres ingeniera?

—Sí, ingeniera química por la Universidad Central de Bucarest. Hace tres años que me gradué aunque ya ves que de poco me sirvió, ese título aquí sólo me vale para trabajar de ramera, de las de mil euros el revolcón pero ramera al fin y al cabo. Y mis honorarios son gracias a mis tetas postizas, no a mis conocimientos de mecánica cuántica o de química orgánica, que son muchos, pero que evidentemente no quiero que hablemos de ellos, me deprimiría recordarlos. Puse todo mi empeño en licenciarme entre las cinco primeras de mi promoción y lo logré, concretamente la tercera. En Rumanía a lo máximo que llegué fue a camarera de un bar de carretera, de esos en los cuales los camioneros acaban sus jornadas agarrándose unas cogorzas impresionantes y vomitando encima de quienes les sirven las copas. Mi padre enfermó y alguien tenía que hacerse cargo de mi madre y de mis seis hermanos, todos menores que yo. ¿Te estás creyendo mi historia o piensas qué no soy más qué una farsante intentando sacarte un buen fajo de euros? Me importa un carajo que me creas, no vine aquí a ganarme tu confianza y credibilidad.

La miro fijamente y quedo convencido de que no miente. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué va a ganar con ello? Vuelvo a pensar en Ana, lo que motiva que mi interés por ella vaya en aumento. ¿Qué será de mi hija? La supongo estudiando en la Universidad una carrera de las de postín, para a continuación meterse con una oposición a la Administración Central del Estado, por supuesto de las del Grupo A, tipo Registradora de la Propiedad como su madre, o alguna del estilo. Ésta insistirá hasta decir basta para que llegado el momento así sea, no me cabe la más mínima duda. ¿Cuál sería mi reacción si me enterara que estaba prostituyéndose como Katia? Reparo en que se me está yendo la cabeza a algo que me había prometido una y cien veces que no permitiría que ocurriera ya que todos ellos están muertos para mí. De soslayo observo que mi joven compañera de noche me mira extrañada, percatándose de mi estado de ausencia total. Antes de que pueda reaccionar se dirige a mí.

—Vuelve Pedro, has estado viajando un buen rato. ¿Sabes? Nunca he tenido un cliente tan rarito como tú, insisto en que me digas que quieres qué hagamos, no quiero timarte.

—Yo también estudié ingeniería, en mi caso Industriales. Hace de eso muchos años, posiblemente más de los que tú tienes.

—Está mal que lo pregunte, pero ya que en cierta manera somos colegas y que de algo hemos de hablar, ¿quieres decirme dónde trabajas? ¿Ejerces la profesión? No tienes aspecto de ello, más bien pareces un artista bohemio, un escultor o un pintor bien situado a quien le sobra tiempo, dinero y nostalgia de tiempos mejores. Das el aspecto de ser un hombre inmensamente triste y melancólico con un toque de pirado. Ya que no quieres que follemos, háblame de ti. Insisto, pidiéndote de antemano excusas por mi atrevimiento al preguntártelo. ¿A qué te dedicas? Por buscar un tema de conversación, sino la noche se nos va a hacer eterna. ¿No te meterás nada? No me lo monto con yonkis de mierda, la droga acabó con mucha gente querida para mí, varios familiares incluidos. Si sospecho que algún aspirante a sobarme lo es, asunto zanjado, ya llamará otro, clientela no me falta sin necesidad de mezclarme con ellos.

—Acabo de salir de prisión, dieciséis años por cargarme a un tío. ¿Sigues queriendo que continuemos charlando o prefieres largarte? Lo entendería y si lo haces te pagaré igualmente lo acordado, puedes estar tranquila, por esto último y porque soy un tipo, aunque te cueste creerlo, hoy por hoy, totalmente inofensivo. Me han castrado emocionalmente. Para lo bueno y para lo malo.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Cómo fue? Todos los ex presidiarios lo primero que sacáis a colación es que ya habéis pagado vuestra deuda con la sociedad y que sois tan honorables como el más respetable de los ciudadanos.

—Nunca lo supe. Decía Nieztsche en Así habló Zaratrusta “que muchos mueren demasiado tarde y algunos mueren demasiado pronto”.

—No entiendo por donde pretendes ir.

—Déjalo, es lo mismo. ¿Y tú qué piensas de esa opinión de los ex reclusos? ¿Crees que no somos sinceros?

—Lo que yo opine de nada sirve, lo realmente importante es cómo te encuentres tú en estos instantes. ¿Te sientes realmente libre o por el contrario te seguirás considerando un penado lo que te reste de vida? Tengo entendido que suele ocurrirles a muchos en tu situación, no se acostumbran a vivir con el peso de su conciencia y llegan a autoconvencerse de que deberían seguir encarcelados, se sienten eternos prófugos, como si estuvieran quebrantando su condena y en cualquier momento tuvieran a la policía pisándoles los talones con la intención de volverlos a encerrar.

—En todo este tiempo nunca supe porque actué así, no lo conocía de nada. Reparé en él en el anden del Metro, vi acercarse los vagones y lo empujé a la vía por el simple hecho que en ese momento me resultó imposible reprimir un impulso asesino, según múltiples estudios psiquiátricos es más frecuente de lo que puede parecer. El resto puedes imaginártelo, me detuvieron al instante sin que opusiera resistencia, el juicio, la cárcel, el divorcio, etcétera.

—Cuéntame los etcéteras, siempre resultan las partes más interesante de las historias. Los etcéteras son el alma de todo crimen, de toda historia de amor, de todo fracaso o frustración que cualquier ser humano pueda llegar a sentir. Amo los etcéteras por encima de todas las cosas, cuando menos sabes de antemano que jamás te encontrarás uno de ellos que no te aporte nada, normalmente sino bueno sí enriquecedor.

—En mi caso es mucho más simple que todo eso, mi etcétera es un tercio de mi vida en una cárcel que llegó a convertirse en mi hogar. No hay más leña que la que arde, perdí a mi familia pero con el tiempo llegué a la conclusión que no me importaba en absoluto. Me aislé del mundo y me refugié en los libros, éstos me salvaron de la desesperación y me convirtieron en un hombre nuevo y, a mi entender, más interesante, por lo menos eso me parece, aunque supongo que mi opinión al respecto es la menos válida.

—¿Qué libros leías? La lectura es mi pasión, podría pasarme horas hablando de buena literatura, más bien escuchando pues mucho no sé a pesar que todos los días leo un rato, normalmente antes de dormir, pero mucho menos de lo que desearía. Puedes imaginar que llevo una vida un tanto desordenada.

—¿Te das cuenta que te acabo de confesar que asesiné a un hombre y le das más importancia a mi principal afición? Es curioso, eres una extraña mujer, puede que hasta tengas un toque de insensata.

—Las que nos dedicamos a este oficio estamos de vuelta de la inmensa mayoría de las cosas, todo es relativo, como decía Einstein. ¿Leíste lo último de Auster?

—Leí prácticamente todo de Paul Auster, no sólo Brooklyn Follies que le catapultó al estrellato y sin la cual no le hubieran otorgado, con total seguridad, el Premio Príncipe de Asturias, sino otras obras quizás de más enjundia literaria pero menos conocidas, véase Viaje por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad y sobre todo aquellas obras en que los protagonistas aparecen obsesionados con los acontecimientos de la vida de otras personas, esas son mis predilectas, El palacio de la luna, Leviatán, La invención de la Soledad, Mr. Vértigo o Tombuctú.

—Me fascina escucharte, continua con el tema.

—Insisto Katia, no te equivoques, te acabo de contar mi crimen y tú te entusiasmas porque controlo la obra de un escritor neoyorquino. Sigues sorprendiéndome, ni tan siquiera te planteas que sea un maníaco que en estos momentos esté considerando violarte y descuartizarte.

—Pedro, soy una puta y no necesitarías violarme, me follarías sin más, para eso me pagas y en tu caso una fortuna. Y en cuanto a lo de trocearme veo en tus ojos que te gusto más enterita. ¿Crees que no me doy cuenta que te pongo como una moto? ¿Tienes ya ganas de que lo hagamos? Me resultas atractivo y no me importaría lo más mínimo, cosa rara en mí a quien siempre desagradan los clientes. Los encuentro mezquinos por el simple hecho de tener que pagar por acostarse con una mujer, aunque sea conmigo y me abonen por un polvo, normalmente de escasos diez minutos, lo mismo que gana un mileurista en un mes repleto de madrugones y de broncas con el hijo de perra de su jefe.

—Por ahora no, Katia, déjame seguir disfrutando de esta agradable conversación, la mejor que he tenido en los últimos tres lustros. ¿Quieres que te siga contando cosas de libros? Lo haré del último que leí, escrito cuando aún estaba en libertad pero que no cayó en mis manos hasta hace apenas unos días, El amante bilingüe, de Juan Marsé. ¿Lo conoces? Por tu cara deduzco que no, léelo, es la historia de un hombre engañado y abandonado por su mujer, perteneciente a la alta burguesía catalana, y de la cual permanece locamente enamorado. Narra la particular esquizofrenia que padece el protagonista y, sobre todo, la historia de una nostalgia, la nostalgia de ser otro, de burlar al espejo para acceder al fin deseado. Como la vida misma. ¿No ves algo de tu propio existir en el argumento? ¿No te pones una máscara a diario para sobrellevar tu quehacer?

—Mi trabajo es tan digno como otro cualquiera y, cuando menos, mucho más que ir cargándose a desconocidos en estaciones de Metro, sólo faltaría que tuviera que aguantar tus moralinas. ¿Por qué te crees con derecho a hablarme así?

—¿Te he ofendido? No era esa mi intención, estaba generalizando, sólo se trataba de eso. Antes de que me contestes permíteme que te hable del primer libro que leí en Alcalá-Meco, y que quizás fuera el responsable que no me quitara la vida, me dio esperanzas para seguir viviendo. El guardián entre el centeno,