Elige tu filosofía de vida -  - E-Book

Elige tu filosofía de vida E-Book

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Esta fascinante selección de ensayos reúne a quince destacados filósofos que abordan lo que significa vivir según determinadas filosofías de vida. Desde filosofías orientales (como el taoísmo o el budismo), pasando por filosofías clásicas de Occidente (como el estoicismo o el epicureísmo), o cuatro grandes religiones (hinduismo, cristianismo, judaísmo e islam), hasta filosofías contemporáneas (como el existencialismo, el pragmatismo, el humanismo secular o el altruismo), cada uno de los colaboradores nos brinda un relato vivaz y personal del modo en que a todos ellos les resulta significativa la práctica de la tradición filosófica de su elección. Elige tu filosofía de vida no solo proporciona una guía para que los lectores puedan escoger su propia filosofía de vida, sino también un oportuno retrato de lo que en el siglo XXI significa llevar una vida sometida a examen.

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Edición a cargo de Massimo Pigliucci, Skye C. Cleary y Daniel A. Kaufman

Elige tu filosofía de vida

Budismo, confucianismo, taoísmo, aristotelismo, estoicismo, epicureísmo, hinduismo, judaísmo, islam, cristianismo, cultura ética, existencialismo, pragmatismo, altruismo, humanismo secular

Traducción del inglés al castellano de Fernando Mora

Título original: HOW TO LIVE A GOOD LIFE A Guide to Choosing Your Personal Philosophy

© 2020 by Massimo Pigliucci, Skye C. Cleary, and Daniel A. Kaufman

All rights reserved

© de la edición en castellano:

2021 Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Esta página es una extensión de la página de créditos

© de la traducción del inglés al castellano: Fernando Mora

Composición: Pablo Barrio

Revisión: Amelia Padilla

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Abril 2021

Primera edición en digital: Febrero 2024

ISBN papel: 978-84-9988-849-1

ISBN epub: 978-84-1121-257-1

ISBN kindle: 978-84-1121-258-8

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

Introducción por Massimo Pigliucci, Skye C. Clearly y Daniel A. KaufmanGrupo I. Filosofías antiguas de Oriente1. Budismo, Owen Flanagan (Universidad de Duke)2. Confucianismo, Bryan W. Van Norden (Vassar College)3. Taoísmo, Robin R. Wang (Universidad Loyola Marymount)Grupo II. Filosofías antiguas de Occidente4. Aristotelismo, Daniel A. Kaufman (Universidad Estatal de Misuri)5. Estoicismo, Massimo Pigliucci (City College de Nueva York)6. Epicureísmo, Hiram Crespo (Sociedad de Amigos de Epicuro)Grupo III. Tradiciones religiosas7. Hinduismo, Deepak Sarma (Universidad Case Western Reserve)8. Judaísmo, rabina Barbara Block (Templo Israel de Springfield, Misuri)9. Cristianismo, Alister McGrath (Universidad de Oxford)10. Islam progresista, Adis Duderija (Universidad de Griffith, Australia)11. Cultura ética, Anne Klaeysen (Sociedad para la Cultura Ética de Nueva York)Grupo IV. Filosofías modernas12. Existencialismo, Skye C. Cleary (Universidad de Columbia y Barnard College)13. Pragmatismo, John Kaag y Douglas Anderson (Universidad de Massachusetts)14. Altruismo eficaz, Kelsey Piper (Vox)15. Humanismo secular, John R. Shook (Universidad de Búfalo)ConclusiónNotasColaboradoresAcerca de los editoresCopyrights

Introducción

¿Por qué una filosofía de la vida?

¿Tenemos alguna idea, aunque sea vaga, de la manera en que funciona el mundo? ¿Tenemos idea de cómo comportarnos de manera correcta con otras personas? Si respondemos de modo afirmativo a ambas preguntas, felicidades, ¡tenemos una filosofía de la vida! Una filosofía de estas características es un marco compuesto, como mínimo, de una metafísica (es decir, el relato de cómo funciona el mundo) y una ética (esto es, un conjunto de principios o directrices que exteriorizar cuando interactuamos con los otros). La verdadera cuestión, entonces, no es si tenemos una filosofía de la vida, sino más bien si resiste el escrutinio, es decir, si es o no una buena filosofía de la vida.

La mayoría de nosotros no hacemos aquello que Sócrates insiste en que debemos hacer: examinar nuestra vida, ya que, como dijo, no merece la pena vivir una vida sin examinar, lo cual es, obviamente, una exageración, puesto que muchas vidas no examinadas sí que son dignas de ser vividas, tanto por aquellos que las han vivido como por los que las han examinado posteriormente (por ejemplo, al escribir la biografía de otra persona). Sin embargo, en nuestra opinión, Sócrates acertaba en algo: examinar nuestra vida, al menos de vez en cuando, puede ayudarnos, si resultase necesario, a efectuar pequeñas correcciones en el rumbo que esta sigue y, ocasionalmente, incitarnos a efectuar cambios radicales en nuestro camino de desarrollo. Eso es lo que nos ha ocurrido a dos de nosotros, y creemos que la experiencia ha sido sumamente positiva y transformadora.

Como detalla en el capítulo 12, Skye comenzó su vida adulta según lo que ella describe como una buena «abeja obrera capitalista», inscribiéndose en un programa MBA a pesar de las objeciones de su novio de aquel entonces, quien pensaba que ya le dedicaba a él muy poco tiempo y que, en cualquier caso, pronto se casarían, de manera que… ¿cuál era la utilidad? Entonces asistió a una clase de filosofía, y su profesor le dio un libro de la filósofa existencialista y conocida feminista Simone de Beauvoir. El efecto en Skye fue extraordinario, pues tal como recuerda: «Fue como si me hubiese visto iluminada por el mundo que había fuera de la caverna de Platón. La filosofía entró en mi vida, me sedujo danzando y destruyendo de manera elegante todas las suposiciones y expectativas que mantenía acerca de la existencia».

Massimo, por su parte, estaba absolutamente seguro de que desarrollaría su vida como científico y, durante más de un par de décadas, eso fue lo que hizo, siendo su filosofía personal una versión muy sensata del humanismo secular (capítulo 15). Pero, en la cima de su carrera, se vio acosado por la crisis de la mediana edad. En lugar de comprarse un Ferrari rojo (que de todas formas no hubiese podido pagar), volvió a la universidad, se doctoró en Filosofía y cambió de campo de estudio. Además, comenzó a explorar alternativas a su aceptación temprana –a la edad de 15 años– y poco crítica del humanismo secular, tras abandonar la Iglesia católica (capítulo 9) y por casualidad (¡vía Twitter!) descubrir la filosofía grecorromana del estoicismo (capítulo 5). Fue un flechazo a primera vista, y su vida no ha sido la misma desde entonces (para mejor, si es que queremos saberlo).

Algunos de los colaboradores en este volumen han tenido experiencias similares, mientras que otros no. Pero todos ellos se sintieron muy felices cuando les pedimos que nos brindasen una reflexión pública acerca de la elección de su filosofía de vida y explicasen que es lo más destacable de dicha elección y por qué ha funcionado en su caso. Al concluir el libro, nos habremos visto expuestos a un vertiginoso conjunto de perspectivas filosóficas acerca de la existencia: desde antiguos enfoques orientales como el budismo, el confucianismo, el hinduismo y el taoísmo, hasta occidentales como el aristotelismo, el epicureísmo y el estoicismo; desde venerables tradiciones religiosas como el judaísmo, el cristianismo y el islam, hasta más modernas como la cultura ética, el existencialismo, el altruismo eficaz, el pragmatismo y el humanismo secular. Podrían haber sido muchas más, por supuesto: procedentes de áreas geográficas tan dispares como África, Norteamérica y Sudamérica; de ámbitos filosóficos como el utilitarismo, de tradiciones religiosas como el jainismo, el sijismo y el rastafarianismo, o de movimientos más orientados políticamente como el feminismo, el anarquismo, el liberalismo, el conservadurismo y el marxismo. Y tal vez tengan cabida en una próxima edición. Después de todo, esta no es una enciclopedia, sino una muestra cuyo principal objetivo es exponer que existen muchas maneras de vivir una filosofía de vida, y que merece la pena reflexionar sobre las diferencias, así como acerca de los puntos compartidos (véase la «Conclusión»).

El lector advertirá que no establecemos una distinción clara entre filosofías de vida y religiones, ya que creemos que hay buenas razones para ello. Es cierto que algunas de las tradiciones que mencionamos son, obviamente, más filosóficas (aristotelismo, epicureísmo, existencialismo, altruismo eficaz, pragmatismo, humanismo secular), mientras que otras tienen evidentemente un cariz más religioso (hinduismo, judaísmo, cristianismo, islam). Por otra parte, algunas de ellas poseen claros elementos de ambos campos (budismo, confucianismo, taoísmo, estoicismo, cultura ética). En nuestra opinión, aunque existe una línea de demarcación, esta es bastante difusa y su aplicación discutible, en cualquier caso; por otro lado, también resulta bastante inútil. Mientras un sistema de pensamiento cuente con los dos componentes mencionados al principio (es decir, una metafísica y una ética), estará cualificado para figurar en esta antología. En la medida en que la metafísica incluye una referencia significativa a una realidad trascendental, y en particular a un dios o varios dioses, esa tradición estará más del lado de la religión que de la filosofía, si bien esa diferenciación no resulta crucial.

Esto también supone algo que podría sorprender a muchos lectores: todos tenemos una filosofía de vida, porque nos hemos visto expuestos a ella cuando éramos niños. La mayoría de las veces, esa filosofía resulta proceder de la religión, pero… ¡por supuesto, los humanistas seculares y los existencialistas también tienen hijos! De hecho, aunque nos encantaría ver un estudio sociológico sistemático sobre este tema, es probable que sea comparativamente raro que la gente elija de manera consciente su filosofía de vida, como lo han hecho Skye y Massimo, y aun así, nadie empieza realmente desde cero.

¿Por qué leer entonces la colección de ensayos que el lector tiene en sus manos? Al menos por tres razones distintas. La primera de ellas, para apreciar la gran variedad de perspectivas filosóficas que existen acerca de la vida y entender mejor a otros seres humanos que han elegido vivir según una filosofía distinta a la nuestra. La comprensión es el principio de la sabiduría y la compasión. En segundo lugar, porque es posible que deseemos conocer algo más sobre nuestra propia filosofía vital, ya sea elegida o heredada; nuestros autores son algunos de los mejores y más brillantes en su campo, y los capítulos de que consta el libro constituyen una lectura esclarecedora. Por último, es posible que también nos hayamos cuestionado nuestra actual visión de la vida, del universo y de las cosas, y la lectura sobre otras perspectivas puede reforzar nuestras propias creencias, incitarnos a experimentar con otra filosofía, o quizás incluso provocar que lleguemos a una nueva mezcla ecléctica de ideas.

Los capítulos de este libro son presentados en el orden cronológico aproximado de aparición de las diferentes tradiciones de la historia humana. Aunque el libro está escrito para ser leído de principio a fin, debemos sentirnos libres para sumergirnos en las diversas tradiciones en la medida en que llamen nuestra atención. También queremos señalar que, aunque muchos de los capítulos han sido escritos por académicos, este no es un libro erudito y no se dedica a teorizar y analizar críticamente las cosas de forma objetiva y desapegada. Sus autores participan activamente en las filosofías de vida de su elección, reflexionan sobre lo que significan en su propia existencia, y sus escritos proporcionan un atisbo de cómo se ve el mundo a través de sus respectivas ópticas. Por consiguiente, consideramos que este libro es, sobre todo, una apertura a nuevas posibilidades.

La filosofía, como probablemente ya sepamos, significa literalmente «amor a la sabiduría». Y, aunque en su moderna versión académica, tiende a estar muy especializada y alejada de la vida cotidiana (casi como cualquier otra disciplina académica), el filosofar ha sido una actividad que ha cambiado la vida de muchas personas en todas las culturas durante más de dos milenios y medio. Hagámonos entonces el favor de dialogar con algunos de estos pensadores, utilizando la presente colección como una puerta abierta a un mundo de ideas que tendrá consecuencias sorprendentes y sumamente prácticas para la forma en que vivimos nuestra vida.

MASSIMO PIGLIUCCI, SKYE C. CLEARY y DANIEL A. KAUFMAN

Grupo I.Filosofías antiguas de Oriente

Budismo, confucianismo y taoísmo

Las filosofías orientales, en particular las tres más conocidas –budismo, confucianismo y taoísmo–, tienden a tener la reputación, en Occidente, de estar relacionadas con el yoga y la meditación. Aunque, sin duda, estos forman parte de sus contenidos, los artículos de Owen Flanagan, Bryan Van Norden y Robin R. Wang muestran que esta es una concepción demasiado simplificada, incompleta y falaz. El riesgo de decantarse por determinadas partes o aspectos, como la meditación o el yoga, en ausencia de una comprensión más completa de la filosofía subyacente, es que solemos dar lugar a cultos comercializados del yo, esquilmando tarjetas de crédito y calorías en las tiendas dedicadas a la venta de productos de este tipo, lo cual, por supuesto, está muy lejos de lo que enseñaban el Buddha, Confucio y Laozi. El budismo, el confucianismo y el taoísmo son filosofías de vida que nos aportan, sobre todo, guías prácticas para el comportamiento ético.

Según ciertas estimaciones, el budismo es, en la actualidad, la cuarta «religión» más importante del planeta, tras el cristianismo, el islam y el hinduismo, agrupando en torno a 500 millones de personas, o casi el 7% de la población mundial.1 Es difícil precisar cuántas personas siguen el confucianismo y el taoísmo, porque cuando se hacen encuestas en Corea y China, por ejemplo, solo un pequeño porcentaje afirma pertenecer oficialmente a la «religión» del confucianismo, aunque la mayoría de ellos implemente y siga un estilo de vida confuciano. El confucianismo es más una afiliación cultural y filosófica que religiosa, por lo que las ideas y textos confucianos siguen ejerciendo profundas influencias culturales sobre miles de millones de personas.

Las prácticas populares del budismo, el confucianismo y el taoísmo podrían haber sido incluidas como religiones en el Grupo III, pero creemos que merecen su propia sección, no solo porque se originaron en Asia, sino también porque no adoran a las deidades de la misma manera que tradiciones religiosas más ortodoxas (como el hinduismo). A menudo hacen referencia a deidades o entidades espirituales –y existen ritos religiosos y templos asociados a ellas–, pero los intelectuales de estas tradiciones suelen considerarlos como «medios hábiles», es decir, recursos para justificar o explicar a la gente las enseñanzas filosóficas. Además, se centran en el individuo, o en la persona en el marco de la sociedad, más que en un dios, y, como sostiene Flanagan, el budismo en particular se presta muy bien a la secularización para quienes buscan una filosofía espiritual y ética que no sea necesariamente religiosa.

Siddhartha Gautama, más conocido como «el Buddha», fue un príncipe indio que vivió en torno a los años 500-400 a.C. A la edad de veintinueve años, abandonó su palacio para conocer la vida de sus súbditos y se vio sorprendido por la enfermedad y el sufrimiento que presenció. Se convirtió entonces en asceta y, a la edad de treinta y cinco años, meditó bajo un árbol bodhi durante cuarenta y nueve días, alcanzando, según la leyenda, la iluminación. A partir de entonces, se dedicó a difundir su sabiduría sobre el modo de alcanzar la iluminación. Al igual que el taoísmo y el estoicismo (que no tardaremos en abordar), el objetivo del budismo consiste en aliviar el dolor y el sufrimiento. Las fuentes más importantes de nuestro dolor existencial son emociones como la ira, el rencor y la culpa, que nos infligen sufrimiento tanto a nosotros mismos como a los demás. Los budistas controlan –o, como dice Flanagan, «desinflan»– su ego poniendo en práctica virtudes como la compasión, la bondad amorosa, la alegría empática y la ecuanimidad. «El imperativo ético –sostiene Flanagan– siempre es amar, y en el momento en que aparezcan el sufrimiento, la violencia, la crueldad y el odio, sustituirlos por la compasión y el amor». Esto forma parte del camino que nos permite liberarnos de nuestros apegos y del interminable ciclo de renacimientos, de manera que hallemos un estado de serenidad y, en última instancia, alcancemos el nirvana. Sin embargo, no siempre es tan sencillo como suena, y Flanagan nos plantea el problema de si un budista mataría a Hitler, un experimento mental que puede abocarnos a un espasmo cerebral.

Al tiempo que el budismo florecía en la India, China tuvo su propia edad de oro de la filosofía. Entre los años 770 y 221 a.C. acaeció una intensa guerra interestatal en China, pero también un vibrante debate intelectual en el que diferentes pensadores discutían sobre las soluciones a los problemas del país, lo cual estimuló un amplio entusiasmo por la educación y el aprendizaje que dio lugar, a medida que las nuevas ideas fluían y prosperaban, a lo que se denomina el periodo de las «Cien escuelas de pensamiento». Fue ese el momento en que se desarrollaron el confucianismo y el taoísmo, junto con el mohismo (una forma de consecuencialismo imparcial), la Escuela de los Nombres (que se ocupaba de la dialéctica y la filosofía del lenguaje), el legalismo (una filosofía de gobierno basada en leyes claras que se aplican estrictamente) y la Escuela del Yin-Yang (que trataba de comprender y tratar de controlar el curso de la historia mediante el uso de conceptos como el yin, el yang y las Cinco Fases).

Kongzi, más conocido en Occidente como Confucio, abogaba por la compasión hacia los demás y por la integridad personal. Kongzi afirmaba que tenemos obligaciones especiales con quienes están vinculados a nosotros mediante relaciones personales como el parentesco. El énfasis en la piedad filial es uno de los aspectos más conocidos del confucianismo. Sin embargo, los confucianos también hacen hincapié en que debemos mostrar compasión no solo por las personas cercanas a nosotros, sino por «todos los seres bajo el Cielo», ya que todos somos interdependientes. La manera confuciana consiste en tratar a todas las personas como si fuesen nuestros propios hermanos, padres o hijos, puesto que existimos en el marco de las relaciones y son las relaciones positivas las que constituyen una buena vida.

La compasión hacia los demás es una manifestación de benevolencia, una de las cuatro virtudes cardinales propugnadas por Confucio, junto con la rectitud (integridad ante las tentaciones), la sabiduría y el decoro (habilidad para seguir convenciones sociales como la etiqueta y el ritual). El confucianismo es similar al budismo en su defensa de la compasión. Sin embargo, el budismo considera que los apegos son fuente de sufrimiento, mientras que el confucianismo argumenta que una vida positiva es una existencia rica en apegos sanos, es decir, a la familia, los amigos y la humanidad en general. Los confucianos y los budistas también están en desacuerdo sobre la naturaleza del yo. Para el budista, somos seres transitorios que carecemos de una esencia fija, mientras que los confucianos sostienen, como señala Bryan Van Norden, que negar el hecho de la existencia individual «es como cerrar los ojos para no ver la nariz, aunque la nariz siga estando donde debe estar».

Otra filosofía influyente que surgió a partir de las Cien Escuelas de Pensamiento fue el taoísmo o la «Escuela del Camino», fundada por los sabios Laozi y Zhuangzi.2 Mientras el confucianismo se ocupa de la armonía social, el taoísmo está interesado en que el individuo viva en armonía con la naturaleza y el flujo natural del universo. Como explica Robin Wang, nos alineamos con el Tao (el camino) poniendo, por así decirlo, nuestra mente a dieta. De ese modo, desentrañamos la enmarañada maleza de la ansiedad y la preocupación que obstruyen nuestra mente, dejando espacio libre para la agudeza y la iluminación. Nos preparamos para la incertidumbre y la aceptamos siguiendo el flujo del mundo, pero también nos ocupamos de asumir el control de nuestro cuerpo y nutrirlo como si fuese un jardín. La felicidad no se deriva necesariamente del nirvana o de las relaciones, sino más bien de confiar y seguir el flujo, o, como Mamá Wang señala a sus hijas, de «comer bien, hacer ejercicio diario, dormir mucho y estudiar en la escuela». La visión última del taoísmo, sin embargo, es una transformación espiritual que proyecta la vida humana finita en un cosmos infinito.

1. Budismo

Owen Flanagan

Permítanme hablarles de la primera vez en que experimenté de manera intensa que el budismo era una forma de vida completamente extraña, muy atractiva y, al mismo tiempo, inimaginable para mí –dado que ya estaba bien socializado en otra forma de concebir el mundo– y, sin embargo, digna de ser emulada, convirtiéndome en un tipo diferente de persona con una economía de corazón y de mente completamente distinta. Desde aquel momento, he tratado de ser más como esa persona, absorbiendo algo de la sabiduría y de los hábitos budistas del corazón, aunque todavía soy, en buena medida, un ser híbrido.

Corría el mes de marzo del año 2000, y me encontraba en Dharamsala (India), una estación de montaña en las estribaciones del Himalaya, durante cuatro días de reuniones con el decimocuarto Dalái Lama, Tenzin Gyatso, algunos de sus compañeros budistas y un grupo de científicos occidentales, en su mayoría psicólogos y neurocientíficos, para debatir el tema de las emociones destructivas y cómo superarlas (véase Goleman 2003, para un informe sobre estas reuniones).

Después de un día, más o menos, de conversaciones, se tornó evidente que los budistas tibetanos creen que la ira, el odio y la gama de emociones afines son categóricamente malas, siempre injustificadas, equivocadas e «insanas», como suelen decir. Esa declaración era sorprendente por sí misma, puesto que nosotros, los habitantes del hemisferio norte, no descartamos categóricamente la ira como inapropiada, aunque sí trazamos límites en torno a su expresión o magnitud, como cuando decimos «no te enfades demasiado» o «no te enfades hasta ese punto». La ira, después de todo, es considerada por los cristianos como un pecado mortal. La mayoría de nosotros no consideramos que no debamos enfadarnos nunca (incluso si fuésemos capaces de mostrar semejante grado de autocontrol), o que la ira siempre sea negativa. Para nosotros, la ira justificada demuestra que percibimos y nos preocupamos por algo que nos parece valioso. La ira y el rechazo cotidiano solo demuestran que somos seres humanos. Como mínimo, esperamos y toleramos una cierta cantidad de este tipo de emociones. Luego está el hecho de que la mayoría de las personas que conozco han sido educadas en la creencia de que sentir y expresar indignación es correcto, permisible y, posiblemente, en ocasiones hasta necesario. A veces, debemos experimentar y expresar una ira justificada, puesto que es algo que merecen ciertas personas o situaciones.

Sé que hay estrategias de afrontamiento y reglas de educación –«contar hasta diez», sublimar o «aplacar» el enfado–, normas que nos impiden expresar la ira, o que tratan de contenerla, si bien no experimentar ira en absoluto me parece antinatural, extraño e inhumano. De nuevo, el trabajo para no enfadarse ante pequeñas frustraciones tiene sentido y es ciertamente posible. Pero, a excepción de la rara avis del temperamento de los santos, no enfadarse nunca –con el cosmos, con los dioses o, sobre todo, con la gente malvada a causa de sus atrocidades– se me antoja cercano a una imposibilidad psicológica. Sin embargo, tenemos también otro problema, aún más alucinante: los budistas creen que la ira puede ser eliminada en los mortales, que hay prácticas que realmente funcionan para que sea posible no experimentarla, prácticas capaces de extirparla y de limpiar el alma de las tendencias hacia este tipo de emoción.

Me encontré planteando este experimento mental al Dalái Lama. Imaginemos que alguien se encuentra en un espacio público –como un parque o un cine– y se da cuenta de que está sentado junto a Hitler, Stalin, Pol Pot o Mao, dispuestos a llevar a cabo los genocidios que perpetraron. Nosotros, las personas como yo, pensamos que es apropiado, de entrada, experimentar ira moral, posiblemente indignación, contra Hitler y otros personajes similares y, en segundo lugar, que no solo sería adecuado sino posiblemente necesario, poner fin a su vida, suponiendo que uno tuviera los medios adecuados para hacerlo. ¿Pero qué es lo que pensaban a este respecto los budistas tibetanos?

El Dalái Lama se giró –como siempre, como un león– para consultar a los altos lamas que estaban sentados tras él. Transcurridos unos minutos de conversación susurrada en tibetano con su equipo, se volvió hacia nuestro grupo y señaló que uno debería matar a Hitler (de hecho, con alguna ostentación marcial en el modo –de mezclar prácticas culturales– en que un guerrero samurái lo haría), porque ese acto pondría fin a una mala, muy mala, cadena causal kármica. Así pues, su respuesta fue: «De acuerdo, mátalo, pero no te enfades».

¿Qué podía significar aquello? ¿Cómo tenía sentido pensar en un ser humano matando a otro, viéndose motivado a quitar la vida a otro ser humano, sin sentir ni activar un conjunto de actitudes reactivas como la ira, el resentimiento o la culpa?

La idea es que Hitler es una especie de tumor maligno en la forma en que se desarrolla el mundo. No eligió ser la persona malvada que era; y por ese motivo merece compasión pero no ira. Y también debe morir por razones compasivas: por compasión hacia él, pero también hacia todos aquellos que puedan sufrir a causa de su horror.

Los estoicos, que eran excelentes guerreros, pensaban algo similar, es decir, que cuando se requiere una acción eficaz contra un enemigo, incluyendo su eliminación, emociones como el miedo y la ira se interponen en el camino, nos inmovilizan y hacen que nos quedemos cortos, o que nos excedamos, socavando el logro de nuestros objetivos. En su libro De la ira, y en desafío directo a Aristóteles, Séneca escribe: «Es más fácil excluir las emociones perniciosas que gobernarlas». La persona madura es disciplinada y reflexiva, mientras que la persona enfadada es indisciplinada y descuidada; «la ira se aviva con asuntos poco importantes que se ciernen en la periferia del caso».

Séneca, al igual que otros estoicos, pensaba que confundimos la necesidad ocasional de la guerra y el castigo severo con la necesidad de la ira. Aristóteles –señala– proclama que la ira es útil para el soldado, aunque no para el general. Sin embargo, los buenos soldados, los buenos guerreros estoicos nunca se enfadan; de lo contrario arruinarían aquello que, a veces tristemente, tenemos que hacer. La recomendación de Séneca para la ira es: «Extirpar la raíz y la rama… ¿Puede la moderación estar relacionada con un mal hábito?».

Llegué a entender más tarde que el requisito para extirpar la ira en los casos budista y estoico tiene que ver con la primacía de la ética en ambas filosofías. El objetivo de la ética es hacer el bien, reducir el dolor y el sufrimiento (dukkha) y, si es posible, aportarnos felicidad. En cambio, el objetivo de la ira, al menos en su manifestación habitual, consiste en herir, hacer daño e infligir sufrimiento; sin embargo, nunca debemos aspirar a hacer tal cosa. La ira es sierva del ego voraz que exige satisfacción, siendo dicho ego voraz y avaricioso, que trata de destruir lo que se interpone en su camino, el principal problema y la causa de nuestro sufrimiento pero nunca la solución.

En el caso del budismo, existe una razón adicional para oponerse a la ira, que tiene que ver con la metafísica budista única de la actividad humana. Hitler y todos los personajes de su calaña constituyen nodos de maldad en la forma en que se desarrolla el universo. El hecho de detenerlos constituye un imperativo práctico. Pero nosotros, que nos hallamos en posición de detenerlos y tenemos el deber de hacerlo, debemos hacerlo con amor y compasión. Hitler, después de todo, podría ser cualquiera de nosotros, nuestro hijo o nuestro padre. El imperativo moral siempre consiste en amar, sustituir por compasión y amor allí donde haya sufrimiento, violencia, crueldad y odio. Este afán de vivir de manera compasiva, de tratar de aliviar el sufrimiento de todos los seres sensibles, es una noción clave en el budismo, la cual se presenta como la única respuesta sensata a la situación universal del sufrimiento. Allí donde hay sufrimiento, tratamos de aliviarlo y de aportar felicidad.

En la fértil ecología espiritual del norte de la India, durante el siglo V a.C., había una plétora de prácticas espirituales que proponían soluciones al problema del samsara, el ciclo del nacimiento y la muerte. En primer lugar, el samsara se refiere al hecho de que todo lo que surge o nace termina muriendo, se descompone y dispersa. Todas y cada una de las cosas –plantas, animales y personas– nacen y mueren. Cada uno de nosotros perderá a otros seres a los que ama y también se perderá para la gente que nos ama. Saber, incluso en el momento de nacer, que el precioso e inocente niño padecerá los ataques de la fortuna y que, finalmente, envejecerá y morirá, ensombrece la felicidad de acoger a un recién nacido en el mundo.

El concepto de samsara plantea un problema más profundo en la filosofía india que en las tradiciones abrahámicas, para las cuales la vida en la Tierra constituye un único ciclo –cenizas a las cenizas, polvo al polvo– con una existencia después de la muerte (en el cielo o en el infierno) que ocurre para cada ser vivo tan solo una vez. En cambio, las tradiciones filosóficas indias, entre ellas el budismo y el jainismo –con la excepción de los filósofos materialistas denominados charvakas–, consideran que la reencarnación es un ciclo perpetuo de nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte que se repite a lo largo de innumerables existencias.

Cada una de las filosofías en liza brinda formas de entender el ciclo repetitivo del samsara y propone diferentes prescripciones para liberarse de él, una emancipación definitiva del ciclo de renacimientos a través de múltiples encarnaciones en formas animales y humanas, incluyendo posiblemente demonios y ángeles en los reinos interiores y exteriores.

Hay que señalar, en este punto, que existen alrededor de 500 millones de budistas en el mundo,1 la mitad de los cuales viven en China, donde constituyen una minoría (poco más del 18% de la población). La inmensa mayoría del resto se encuentra en distintos países de población budista en su mayor parte, entre ellos Tailandia, Myanmar, Bután, Camboya, Sri Lanka, Laos, Vietnam, Japón y Corea del Sur. En la India, donde se inició el budismo, los budistas alcanzan menos del 2%. Norteamérica cuenta con cerca de 4 millones de budistas, en torno al 1,4% de la población. Si bien la mayoría de ellos proceden del este y el sur de Asia (el budismo japonés de Tierra Pura es la mayor secta), hay, sobre todo en los ambientes «espirituales pero no religiosos», un número creciente de personas blancas acomodadas que se identifican con el budismo.

Según la tradición brahmánica, dominante en la India durante el siglo V a.C., de la que el budismo constituye la respuesta, la liberación del samsara se produce principalmente mediante la realización de rituales solo accesibles a la casta sacerdotal, es decir, los brahmanes. La liberación (moksha) implica desvincularse tanto del cuerpo como de la mente, en cuyo momento el atman, un diamante en bruto, permanente e inmutable, que es nuestra propia esencia, se ve absorbido (en realidad, reabsorbido) en su fuente en el seno del universo: Brahman. La liberación (moksha) suele requerir numerosas reencarnaciones durante las cuales uno manifiesta, a través de su pertenencia a una casta elevada, que merece el ascenso definitivo a la categoría de los seres plenamente iluminados.

El Buddha apunta a los pilares gemelos de Brahman y atman. El Buddha no niega que pueda haber una fuente trascendental que subyace a la creación, como Brahman, pero insiste en que el apoyo sobrenatural de Brahman no es algo que los seres humanos puedan reconocer de una forma u otra (nótese que no trató el renacimiento con el mismo escepticismo). Se trata de un asunto esotérico que no tiene relación con los problemas prácticos de vivir y mitigar el sufrimiento. En cuanto al atman permanente, Siddhartha es lo que podríamos llamar un empirista radical. La experiencia nos enseña que todo es transitorio y, por tanto, el yo también lo es. No poseemos un atman. Claro que somos personas o seres psicofísicamente conectados y continuos que existen durante un tiempo. Y también somos conscientes. La conciencia crea y mantiene la historia de quiénes somos, pero no tenemos un atman.

El concepto budista de no-yo (annata, anatman) es difícil y propenso a interpretaciones erróneas. Adviértase que acabo de decir que hay personas (yo soy una de ellas) y que las personas somos conscientes. Tanto yo como los demás individuos existimos y también tenemos distintas personalidades y temperamentos; lo que ocurre es que no poseemos una esencia inmutable llamada atman.

Podemos evitar una cierta cantidad de gimnasia filosófica y de intentos anacrónicos de asimilar lo que los budistas entienden por no-yo a las doctrinas de Aristóteles, Locke, Hume, William James o Parfit, reconociendo que la declaración de Siddhartha de que cada uno de nosotros es anatman –no atman– resulta, de entrada, una aseveración negativa en un contexto histórico muy específico. Era la respuesta a lo que él consideraba que era el misticismo y el autobombo de los brahmines, quienes se felicitaban a sí mismos afirmando que su esencia (atman) era una y la misma que la esencia del cosmos (Brahman). Ambas doctrinas esotéricas no cuadraban con la observación del Buddha de que todo es transitorio. Todo fluye y no existen las esencias permanentes, ni el Brahman que está detrás del universo, ni el atman que reside en nosotros. Las últimas palabras del Buddha fueron: «Todo es transitorio. Sed diligentes».

No es difícil imaginar lo que el Buddha diría sobre las almas abrahámicas en la medida en que son concebidas como inmortales. Pero es importante darse cuenta de que no hablaba directamente con los representantes de esas religiones o con nosotros, tipos modernos y seculares, sino que formaba parte de una situación histórica diferente y mantenía con ellos un debate distinto. En How Buddhism Began, Richard Gombrich escribe:

Se oponía a la teoría del alma upaniṣadica. En las Upaniṣads el alma, ātman, se opone tanto al cuerpo como a la mente; y, por ejemplo, no puede ejercer funciones mentales como la memoria o la voluntad. Es una esencia, y por definición una esencia no cambia. Además, se afirma que la esencia del ser vivo individual es, literalmente, idéntica con la esencia del universo…

Una vez que comprendemos cuál era la argumentación contraria del Buddha, nos percatamos de que era algo en lo que muy pocos occidentales han creído nunca y de lo que la mayoría ni siquiera han oído hablar.2

En cualquier caso, si bien la salvación brahmánica (moksha) procede de una acción ritualista escrupulosa, la salvación budista (nirvana) se deriva sobre todo de la excelencia ética. Porque si hay algo que se ve recompensado –o es, muy posiblemente, su propia recompensa–, no es el ritual sino la virtud. La excelencia ética está abierta a individuos de cualquier categoría social y no depende de creencias religiosas de ningún tipo. El universo de alguna manera lleva la cuenta de la cualidad moral de nuestras acciones (karma) y nos recompensa o castiga de acuerdo con dicha cualidad moral. Como escribe Gombrich: «No veo cómo puede exagerarse la importancia de la ética en el mundo del Buddha, que considero un punto de inflexión en la historia de la civilización».3

Este «carácter ético del mundo» sugiere una interesante observación de cómo y por qué el budismo, desde la década de los 1950, se ha tornado tan atractivo para los occidentales. La mayoría de los curiosos del budismo, e incluso de los «practicantes» occidentales (muy pronto hablaremos de ellos), se siente atraída por el budismo porque lo conciben como algo compatible con la sensibilidad laica. Por ejemplo, aunque Jack Kerouac y Allen Ginsberg no eran religiosos, eran muy elegantes y les encantaba el budismo. Durante la guerra de Vietnam, los monjes budistas se revelaron como valientes mártires que se autoinmolaban en aras de la paz, mientras que los hippies mostraron interés por el budismo como fuente de su mantra «paz, amor y felicidad». En la década de los 1980, se introdujo la meditación budista como un modo de higiene psicológica personal para los estresados «amos del universo» y como alternativa segura al Valium. A finales de los años 90 y durante la década del 2000, el carismático Dalái Lama afirmó que el budismo acertaba en tres facetas fundamentales: era amigo de la ciencia, aportaba una ética para el nuevo milenio, y era un camino seguro a la felicidad. Todo esto es una muy buena noticia para los buscadores espirituales de una sociedad donde la creencia religiosa compartida ya no es el medio de cohesionar moralmente a la comunidad y en la que la ciencia se toma muy en serio.

Sin necesidad alguna de creer en Dios, el budismo parecía una forma de vida ética y seria. De hecho, el Buddha histórico se declaró ajeno a la panoplia de deidades que, con el tiempo, se convertirían en los dioses oficiales del hinduismo. A través de los muchos sabores del budismo, la mayoría no se siente impresionado por los argumentos cosmológicos referentes a la existencia de Dios, no encontrando razón alguna para plantear una primera causa, en oposición a un infinito retroceso sin principio de la materia y la energía.

Además, si bien la doctrina del Buddha relativa al no-yo no es en sí misma una visión naturalista del yo, no concibe a los seres humanos como animales al 100%, una visión favorecida por filósofos, psicólogos y neurocientíficos. Sin embargo, el budismo tiene el potencial de ser leído de esa manera, ya que, al igual que otras concepciones de carácter más biológico, hace hincapié en el cambio y la transitoriedad.

Aunque los espíritus abundan en el budismo clásico, y la conciencia puede migrar de la muerte a la vida, los budistas no rinden adoración a un Dios creador todo bondadoso y lleno de amor. Incluso se muestran escépticos ante la idea de que necesitamos a Dios para explicar por qué hay algo en lugar de nada. Dada esta falta de fundamento metafísico profundo y la ausencia de motivos que expliquen nuestra existencia, tal vez no constituya sorpresa ninguna que algunos interpreten el budismo como algo similar al existencialismo al insistir en la urgencia de llevar una vida honesta por sí misma, dado que no existe la guía de un poder superior que infunda sentido a las cosas, o que establezca un único camino correcto.

El desarrollo del budismo occidental, o lo que algunos llaman budismo moderno, es en muchos aspectos bastante inusual. Aunque ninguna de las sectas budistas en los países donde el budismo es una tradición establecida conciben el yo de manera naturalista –la mayoría son dualistas y, por tanto, consideran los estados mentales como no-físicos– y, si bien casi ninguna secta niega el renacimiento, el budismo está siendo adoptado por personas que son naturalistas, agnósticas y ateas y está experimentando cambios. El gran atractivo del budismo para los naturalistas seculares de tipo «espiritual pero no religioso» se deriva del hecho de que el budismo original se presta muy fácilmente a ser desmitificado o naturalizado y sigue siendo, sin embargo, extremadamente serio desde un punto de vista ético. El mundo, recordémoslo, está imbuido de eticidad.

Por lo general, describo el budismo moderno, el tipo de budismo que encontramos en la actualidad en Nueva York y San Francisco y alrededores, como una trenza formada por tres hilos. El primer hilo consiste en la sabiduría budista, una metafísica mínima y una teoría de la naturaleza humana de acuerdo a la cual:

Todo es transitorio y, por tanto, también el lector, yo mismo y nuestras queridas relaciones.El mundo es un lugar frágil y plagado de sufrimiento (dukkha).Una de las principales causas del sufrimiento, y la única causa bajo control humano, es la codicia del ego.El ego es adquisitivo y propenso a la ira y la cólera cuando no consigue lo que quiere (aunque, de hecho, no lo necesite).Desinflar el ego nos hace estar más atentos a lo que está fuera de nosotros, a la riqueza y la desgracia ajenas.Todo lo que ocurre forma parte de un gran desarrollo.Las oportunidades para aprovechar y mejorar el desarrollo del mundo o de nosotros mismos son pocas y muy distantes entre sí.Si queremos aprovechar las oportunidades para disminuir el sufrimiento en nosotros mismos o en los demás, debemos estar atentos y conscientes.

El segundo hilo de esta trenza es la ética. Según el Buddha original, la ética (sila) consiste en las siguientes cuatro virtudes convencionales:

Resolución correcta: aspirar a alcanzar aquello que es bueno, más allá de la lujuria, avaricia o mala voluntad.Sustento correcto: desempeñar un trabajo que no dañe, directa o indirectamente, a otros seres sensibles.Discurso correcto: decir la verdad y abstenerse de cotilleos.Acción correcta: no matar, no tener una conducta sexual inapropiada y no ingerir intoxicantes.

A ello debemos añadir estas cuatro virtudes excepcionales:

Compasión: la disposición a aliviar el sufrimiento de todos los seres.Bondad amorosa: la disposición a llevar la felicidad a todos los seres.Alegría empática: la disposición a sentir alegría, en lugar de envidia, por las excelencias y logros de los demás.Ecuanimidad: la disposición a experimentar que el bienestar de todos los seres es tan importante como el propio; va acompañada de serenidad al aceptar que uno no es el acontecimiento principal del universo.

La tercera y última hebra que hace que este cordón sea extremadamente poderoso es el mindfulness o meditación. Los primeros budistas seleccionaron y pusieron en práctica algunas joyas entre los miles de técnicas procedentes de la disciplina mental y física del yoga que tiene su origen en la India.

La meditación en la respiración, la postura corporal y el flujo de conciencia ayudan a comprender la transitoriedad y la ausencia de yo, así como a perfeccionar la capacidad de atención y autorregulación. Nuestra respiración, nuestros dolores, preocupaciones, deseos, obsesiones y ansiedades van y vienen. Ninguno de ellos nos define. Nada en nuestra experiencia es idéntico y no percibimos en ella ningún yo permanente. Pero sí vemos que el «yo» persiste sin ninguno de los deseos, ansiedades, obsesiones que nos limitan, lo cual podría contribuir a romper el apego a la idea de que somos lo más importante en el universo y, en el caso de identificaciones extrañas o insanas, ayudarnos a percibir que esas identificaciones no nos definen.

La meditación también se utiliza como medio hábil para el desarrollo ético, de manera muy similar a la forma en que los atletas visualizan exactamente lo que quieren hacer en la carrera antes de que esta comience. Por ejemplo, la meditación de la bondad amorosa (metta) implica imaginarse a uno mismo en una determinada situación, por ejemplo, en la que una persona hambrienta necesita la comida que nosotros tenemos y queremos conservar. Lo ideal es que experimentemos, o trabajemos para llegar a experimentar, que nos sacrificamos y compartimos la comida. También hay técnicas para desarrollar habilidades específicas, para ser más pacientes, controlar la ira, o para ser más valientes y comprensivos. El objetivo es convertirse en una persona más sensible al sufrimiento ajeno y sintonizar con la respuesta que nos permita disminuirlo.

La idea es que, para ser realmente budistas, para que el budismo se convierta en nuestra filosofía de vida, debemos tener algún conocimiento de las tres ramas de la triple cuerda. Esto parece un requisito bastante plausible, pero reviste una implicación interesante. Cuando los estadounidenses se enteran de que estoy interesado en el budismo, me preguntan si lo practico. Casi siempre quieren decir si medito, y más específicamente si medito mucho. No me preguntan si creo en la transitoriedad y en el no-yo, o si trato de practicar una ética basada en la compasión y la bondad amorosa.

La idea de que el budismo tiene que ver con la meditación es una peculiaridad de Occidente. En el año 2011, escribí una columna en el HuffPost sobre lo que llamé «budistas burgueses» en la que señalaba que el budista laico promedio en el este y sudeste de Asia medita muy poco, más o menos la misma cantidad de tiempo que reza el cristiano norteamericano promedio. Buena parte de la meditación que se hace en Norteamérica y Europa, que se anuncia como budista o inspirada en el budismo, sirve de herramienta para estar más descansado y sereno. Tiene que ver con el yo, pero no con ser menos egoísta.

Esto me lleva a la pregunta de si ser budistas nos hará más felices. Hay demasiada exageración a este respecto. ¿Y qué hay de verdad en ello? Parece demasiado bueno para ser cierto. El budismo nos advierte de las apelaciones al ego, y no podemos concebir una mejor publicidad para el ego que la promesa de felicidad. No olvidemos que el budismo original se centraba en dukkha, el problema de aliviar el sufrimiento de todos los seres sintientes, incluido uno mismo. Pero aliviar el sufrimiento no es lo mismo que conseguir que uno sea feliz. He aquí una moraleja sobre la prisa por mezclar ambos conceptos.

En mayo del año 2003, escribí un artículo para New Scientist, titulado «El color de la felicidad», en el que informaba sobre dos estudios preliminares sobre el «efecto positivo» del budismo en (cómo se revela de manera exacta en el cerebro de) un monje meditador. Para mi asombro, agencias de noticias como Reuters, la BBC y las radios públicas canadiense y australiana se apresuraron a resumir el mensaje de mi ensayo con una hipérbole de tipo: «¿Los budistas guían a los científicos a la “Sede de la Felicidad?”». Matthieu Ricard, monje meditador nacido en Francia, fue declarado la persona más feliz del mundo. Y yo era uno de los científicos que había descubierto el punto de felicidad en su cerebro (¡aunque ni siquiera lo sabía!).

Hice (demasiadas) muchas entrevistas en los medios de comunicación en un intento inútil de sofocar o, al menos, frenar el entusiasmo prematuro ante la idea de que los cerebros de los budistas son extremadamente juguetones en el departamento de la felicidad, y, por consiguiente, que los dueños de estos cerebros son personas inusualmente felices, tal vez las más felices de todas. Además, la meditación (sea lo que sea esta) es la responsable de los cerebros muy felices dentro de las personas muy felices. Me preguntaron cuándo había descubierto que los budistas eran las personas más felices que jamás hayan vivido y en qué lugar exacto del cerebro se localiza el punto de la felicidad. La revista Dharma Life, en un divertido titular, llamó «Detectives de la Alegría» a los científicos Richie Davidson y Paul Ekman, quienes efectuaron los primeros estudios sobre el monje meditador citado.

Había bromeado durante años sobre la manera en que la sección de noticias científicas del New York Times informaba sobre los descubrimientos neurocientíficos. Como la mayoría de mis amigos, creía que muchos de sus chistes hiperbólicos eran tontos, aunque inofensivos. Sin embargo, lo que se decía del budismo no era nada divertido. En primer lugar, me estaba ocurriendo a mí. En segundo lugar, la situación parecía orwelliana y, por tanto, vagamente peligrosa. Sentía que muchos de los budistas que conocía y respetaba estaban muy dispuestos a comprar la exageración y vender su propia marca budista de aceite de serpiente, reclamando para ello la etiqueta de la neurociencia como el camino a la felicidad. Siendo alérgico a las soluciones espirituales mágicas y unívocas, tuve que hacerme el escéptico. Mi amigo budista holandés Rob Hogendoorn y yo acuñamos una palabra para lo que estaba pasando: «buddshit». Cada tradición espiritual es propensa a la mierda en su propio nombre. «Buddshit» es simplemente una mierda distintivamente budista. La afirmación de que el budismo posee el camino a la felicidad es «buddshit».

Era desconcertante, pero no del todo sorprendente, que el budismo se anunciara a sí mismo como el camino idóneo a la felicidad. No era sorprendente porque, bueno, los occidentales modernos dirán que quieren la felicidad más que cualquier otra cosa. El Dalái Lama, dirigente de la secta Geluk y el budista más famoso de la Tierra, sucumbió a esa táctica publicitaria con su libro del que es coautor, El arte de la felicidad (1998). La felicidad es la moneda de cambio del reino. Después de todo, la búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable.

Pero, de nuevo, era desconcertante que el atractivo del budismo fuese la promesa de felicidad, porque el budismo original no prometía felicidad. El budismo original de hace 2.500 años ofrecía prácticas que mitigan el sufrimiento. Y el Buddha original, no más que Confucio o Jesús, no era alguien al que podríamos llamar feliz de acuerdo a los estándares modernos. Siddhartha Gautama, como ya he dicho, no personalizó, ni hedonizó, ni egoizó el universo, sino que lo dotó de un carácter ético.

A pesar de todo ello, hay una cierta verdad en la idea de que el budismo es una filosofía que podría ofrecer algo de lo que necesita o quiere la gente moderna occidental. Y lo que el budismo nos ofrece es una perspectiva metafísica, una ética y un conjunto de prácticas que, consideradas en conjunto, deflaccionan el ego y permiten, si tenemos suerte, disminuir una buena cantidad de pensamiento mágico y suministrar una cierta dosis de serenidad y ecuanimidad.

El budismo pretende, en primer lugar, ofrecer una solución, en la medida de lo posible, al principal problema existencial al que estamos abocados los seres humanos, es decir, la manera de minimizar el sufrimiento, lo cual implica superar el propio yo y deflaccionar el ego. Al ser imposible, la felicidad no significa mucho, o no es la principal cosa que nos ofrece el budismo clásico, por lo menos hasta que uno ha vivido incontables vidas, momento en el cual, si equiparamos la felicidad a la consecución del nirvana, uno se torna feliz convirtiéndose en nada, nada en absoluto, vacío de cualquier deseo.

Pero, si el budismo no nos brinda la idea estándar de la felicidad, entonces, ¿qué es lo que nos ofrece? Lo que el budismo puede suministrarnos es un sentimiento relativamente estable de serenidad y satisfacción, pero no el estado de ánimo que suele ser buscado y promovido en Occidente como el mejor tipo de felicidad. Este estado de serenidad y satisfacción se deriva, en cualquier caso, de la sabiduría de la transitoriedad y del no-yo, del mindfulness y del cultivo de las virtudes de la compasión, la bondad amorosa, la alegría empática y la ecuanimidad. Si nos envolvemos con esta triple cuerda, nos alinearemos con aquello que es sabio y bueno y que es capaz de proporcionar significado, si es que algo puede hacerlo. ¿Seremos felices? Tal vez, pero el asunto no es ese.

Lecturas recomendadas

Conze, Edward. Buddhism: Its Essence and Development. Mineola, NY: Dover, 1951/2003.Dalái Lama y Howard Cutler. The Art of Happiness: A Guide for Living. Nueva York: Riverhead, 1998. Un argumento de venta para el budismo como forma de alcanzar la felicidad. [El arte de la felicidad: Manual para la vida. Madrid: Kailás Editorial, 2004].Flanagan, Owen. The Bodhisattva’s Brain: Buddhism Naturalized. Cambridge, MA: MIT Press, 2011. Mi intento de defender, más allá de falsedades, la metafísica y la ética budista.Goleman, Daniel. Destructive Emotions: How Can We Overcome Them. Nueva York: Basic Books, 2003. Un informe sobre las reuniones científico-filosóficas, mantenidas en el año 2000, con el Dalái Lama para debatir sobre la ira y otras emociones destructivas. [Emociones destructivas: cómo entenderlas y superarlas. Barcelona: Kairós, 2003].Gombrich, Richard F. How Buddhism Began: The Conditioned Genesis of the Early Teachings. Nueva Delhi: Munshiramm Manoharlal, 1996/2002. Un clásico, altamente fiable, sobre filosofía budista.Wright, Robert. Why Buddhism Is True: The Science and Philosophy of Meditation and Enlightment. Nueva York: Simon & Schuster, 2017. Defensa del budismo como forma de vida para los norteamericanos contemporáneos. [Por qué el budismo es verdad: la ciencia y filosofía de la meditación y la iluminación. Madrid: Gaia Ediciones, 2018].

2. Confucianismo

Bryan W. Van Norden

¿Por qué nos gusta tanto Einstein? Porque, obviamente, nos gusta. Pensemos en todos los pósteres en las habitaciones y memes de internet con su figura y las citas (por lo general, falsas) que se le atribuyen. Einstein también es retratado, siempre de manera favorable, en innumerables películas y programas de televisión. ¿Pero por qué su rostro evoca, instintivamente, esa respuesta tan positiva en todos nosotros?

La popularidad de Einstein, lo creamos o no, se debe a la influencia del antiguo filósofo griego Platón (fallecido en el siglo IV a.C.). Platón sostenía que la contemplación teórica es la vida ideal para los seres humanos. Las personas que estudian materias como las matemáticas puras, la física teórica y la filosofía han trascendido el apego a los asuntos mundanos de la vida ordinaria y son mejores que el resto de nosotros: más puros y casi dioses.

Sin embargo, en su novela Cuna de gato, Kurt Vonnegut pone en duda este ideal del científico desapegado y sobrehumano. El personaje de Felix Hoenikker constituye una caricatura de los científicos que desarrollaron armas nucleares sin pararse a pensar en las implicaciones éticas de lo que hacían. (Hoenikker recibe el nombre de «padre de la bomba atómica», un título otorgado en la vida real al físico J. Robert Oppenheimer, quien dirigió el Proyecto Manhattan). Hoenikker es retratado como una persona brillante y dotada de una curiosidad insaciable. Pero también carece de amigos, no conoce el amor y el resto de los seres humanos –incluyendo a sus propios hijos– le resultan completamente indiferentes. Hoenikker inventa una substancia, denominada «hielo-9», que permite a cualquier individuo que la posea, aunque sea solo una gota, acabar con toda la vida en la Tierra. A él no le preocupa quién controla el hielo-9, ni las consecuencias que se derivarán de ello.

Quiero subrayar que no tengo ninguna razón para creer que Einstein u Oppenheimer fuesen realmente como Hoenikker. Pero no me cabe duda de que algunos grandes científicos sí que lo son. Wernher von Braun se sintió igualmente feliz construyendo cohetes para los nazis durante la Segunda Guerra Mundial o construyéndolos para la NASA en la Guerra Fría. (Como el comediante Tom Lehrer una vez bromeó en una parodia sobre Von Braun: «Una vez que los cohetes están en el cielo, ¿a quién le importa dónde caen? ¡Ese no es mi departamento!», dice Wernher von Braun). A pesar de ello, no me propongo llevar a cabo una cruzada anticientífica. Después de todo, la filosofía dio a luz a la ciencia natural, ¡y le deseamos a nuestra progenie todo lo mejor! Mi única esperanza es que se cuestione la suposición platónica de que una vida es más admirable o digna de ser vivida solo porque implica el ejercicio de la razón puramente teórica.

Pero entonces, ¿qué es lo que hace que la vida merezca la pena? Los seguidores de Confucio (551-479 a.C.) responderían que lo que define una buena vida son las relaciones amorosas con el resto de los seres humanos. El paradigma de las relaciones amorosas nos lo proporciona la familia ideal, en la que los padres guían y educan a los hijos, mientras que los hermanos se cuidan unos a otros. De modo parecido, los supervisores y los líderes políticos tienen que trabajar por el bienestar de sus subordinados, y también debemos tener compasión por nuestros amigos, por los miembros de nuestra comunidad y por todas las demás personas, tal como lo haríamos con nuestros propios hermanos. Como señala un confuciano:

Los seres humanos son mis hermanos; y todos los seres vivos, mis compañeros […]. Todos quienes bajo el cielo están cansados, discapacitados, exhaustos, enfermos, sin hermanos, sin hijos, viudos o viudas, todos son mis hermanos indefensos y no tienen a nadie más a quien recurrir. Cuidarlos en estas circunstancias es la práctica de un buen hijo.1

Esto nos conduce a una visión de los seres humanos definida en buena medida por las relaciones que establecemos. ¿Quién soy yo, por ejemplo? Soy Bryan Van Norden, pero decir eso supone identificarme en relación