Ella - Sue Watson - E-Book

Ella E-Book

Sue Watson

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Beschreibung

Tres personas. Un matrimonio. Un asesinato. Mi apuesto marido, Tom, me lo ha dado todo: nuestro precioso hijo y nuestra nueva casa junto al mar, que es todo lo que podía soñar. Quiero confiar en él, pero sé que no ha sido sincero sobre el verdadero motivo por el que quería mudarse aquí. Por mi parte, yo tampoco he sido del todo honesta con él… Cuando Tom me besa y sirve una copa de vino para brindar por la primera noche en nuestra casa de ensueño, me prometo a mí misma que intentaré olvidar el pasado. Por el bien de nuestro hijo, mantendré unida a esta familia, cueste lo que cueste. Desde que nos mudamos aquí, solo he hecho una amiga: Chloe. Me encantan nuestras largas charlas, aunque haga preguntas indiscretas sobre mi matrimonio. A Tom no le gusta que pase tiempo con ella, pero he visto cómo la mira, y es mejor tener a los enemigos cerca… Si crees que sabes lo que ocurre en mi matrimonio, te equivocas. Solo tres cosas son ciertas: uno de nosotros miente, uno de nosotros está en peligro y uno de nosotros es un asesino. --- «Un libro verdaderamente bueno. Te prometo que te dejará alucinado». Jessica's Book Biz ⭐⭐⭐⭐⭐ «Cinco estrellas para este thriller lleno de giros, imposible de soltar, ¡¡y qué final!!… Este libro tiene muchos momentos que te dejan boquiabierto… Lo recomiendo muchísimo. ¡Imprescindible!». Arcreview_by_m ⭐⭐⭐⭐⭐ «Hacía mucho que no encontraba un libro que no pudiera dejar de leer… Como alguien que lee thrillers habitualmente, siempre soy algo escéptica cuando veo palabras como "adictivo" para describir una historia, sobre todo porque rara vez es cierto. Pero este libro sí merece esa descripción». Jessicamap Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una historia trepidante y absorbente que te mantendrá entretenido». Heather Adores Books ⭐⭐⭐⭐⭐ «La escritura de Sue Watson me pareció absolutamente adictiva. La historia se me metió bajo la piel y hasta me descubrí conteniendo la respiración en algunos momentos… Este libro está lleno de un suspense escalofriante que me mantuvo pegada a las páginas. Si disfrutas con un buen thriller psicológico, no te decepcionará». The Burgeoning Bookshelf ⭐⭐⭐⭐⭐ «Me enganchó desde el prólogo y me tuvo leyendo sin parar hasta el final». Bookreviewercakemaker ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Este libro tiene, sin duda, el giro más grande que he leído este año!». Rach.has.no.shelf.control ⭐⭐⭐⭐⭐

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Seitenzahl: 441

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ella

Sue Watson

Ella

Título original: You, Me, Her

Copyright © Sue Watson, 2024. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: Raquel Luque Benítez © Jentas A/S.

Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S.

ISBN 978-87-428-1422-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

First published in the English language in 2024 by Storyfire Ltd, trading as Bookouture.

––

Para Louise Bagley, por estar siempre

ahí y hacerme reír.

PRÓLOGO

Me siento junto a la piscina y sumerjo los pies en el agua fría, que me pellizca la carne, me corta la respiración y me recuerda que nunca se puede confiar en ella. Después de un verano abrasador, el otoño empieza a colarse por el jardín, y observo cómo la brisa se desliza por la superficie de la piscina mientras me viene a la mente la primera noche que pasamos en nuestro nuevo y hermoso hogar. Las cosas eran muy diferentes: sentados bajo un tórrido y ambarino sol, hacíamos planes mientras disfrutábamos de un vino bien frío, con el corazón lleno de esperanza y la promesa implícita de un final feliz.

Pero nada es lo que parece, y los nubarrones pueden aparecer en cuestión de segundos. Un verano de vino frío y sol puede volverse tan oscuro y gélido que puede hacernos temblar, incluso con el calor. Si hubiera sabido lo que había tras la puerta de nuestra nueva y preciosa casa, nunca habría venido. Pero nunca sabemos lo que está por llegar, y la vida puede cambiar en cuestión de segundos, en un viaje en coche, en la playa o en nuestro hogar.

Me pongo el albornoz y vuelvo a la casa. Después, corro las cortinas, una tras otra, y cierro con llave todas las puertas.

UNO

Todo es perfecto: la noche es cálida; el vino, frío; y la puesta de sol se funde lentamente con el mar. Mi marido, Tom, ha preparado la cena más maravillosa, y estamos sentados en la terraza de nuestra nueva casa con vistas al mar, frente a la costa de Cornualles.

—Por un nuevo comienzo —dice, alzando su copa hacia la mía. Noto un brillo de emoción en sus ojos cuando extiende el brazo por encima de la mesa para estrecharme la mano.

Estamos a principios de junio, y la promesa de un verano se extiende ante nosotros; una brillante alfombra de arena y sol, nuestra pequeña familia reunida por fin.

Sonrío y bebo un sorbo de vino. No hay nada mejor que esto.

—Te has superado —digo—. Esta casa es perfecta. Has trabajado muy duro, Tom. Vi el potencial cuando la compramos, pero nunca imaginé que la cambiarías tantísimo en tan solo ocho meses.

Él sonríe, se alegra de verme feliz.

—Sí, ha sido duro, especialmente contigo y con Sam en Mánchester, pero ya casi está acabada.

—¿Casi? Está perfecta.

—Creo que necesitamos una cocina nueva… —Se recuesta en la silla, mirando hacia la casa a través de las enormes puertas de cristal.

—La cocina está bien, Tom; estoy contenta con la que tenemos. —Sigo su mirada: los anteriores propietarios tenían buen gusto y no tengo ningún problema con los muebles, robustos y de color crema, ni con la isla rematada con una encimera de madera de tonos marrones y dorados.

—¿No te parece un poco anticuada? —me pregunta.

—No, don Perfecto. Nunca estás satisfecho, ¿verdad? —le contesto riéndome entre dientes—. Vale, puede que no sea una cocina moderna, brillante y futurista, pero es bonita y funciona a la perfección. Y no puede tener más de diez años: sería un crimen quitarla y sustituirla.

—¿Puedo enseñarte algunos planos que he mandado hacer?

—Tom —digo en voz baja—, llevas prácticamente un año entero derribando muros y… Paremos un momento y disfrutemos de ello. No necesitamos nada más, todo está bien. Llevo mucho tiempo esperando esto, nada más —murmuro, recorriendo con la mirada la preciosa terraza antes de posar los ojos en Tom, mi marido, el amor de mi vida.

Esta tarde, después de meses separados, he viajado seis horas desde Mánchester hasta la casa de nuestros sueños en Cornualles. Sam, nuestro hijo de cuatro años, me ha acompañado; ha estado dormido la mayor parte del trayecto, pero se ha despertado cuando nos hemos detenido y, en cuanto ha visto a Tom esperando nervioso en la puerta, ha gritado: «¡Papá!». He visto el alivio en el rostro de Tom al acercarse el coche y, cuando me he detenido, se ha dirigido hacia nosotros, ha abierto la puerta y ha cogido a Sam con ternura.

—Bienvenidos a casa —ha dicho, sujetando a nuestro hijo con un brazo y tendiéndome el otro mientras salía del vehículo. Después de tantos meses separados, hemos sentido un gran alivio al estar juntos de nuevo, y nos hemos quedado un rato abrazados.

—Estoy deseando echarle un vistazo mañana —le digo. Ya he visto los cinco preciosos dormitorios, la cocina que da a una terraza enorme y el salón, en tonos verdes, que me enseñó por FaceTime. Fue frustrante estar atrapada en Mánchester vendiendo el piso mientras Tom se paseaba por las exposiciones de muebles de Cornualles, pero ha hecho un gran trabajo.

—Solo deseo que este lugar sea perfecto —dice—. No quiero que te arrepientas nunca de haberte ido de Mánchester.

—No lo haré. Yo también decidí mudarme aquí, cielo. Aunque puede que tarde un poco en acostumbrarme; parece tan irreal… —Y entonces, de repente, recuerdo por qué estamos aquí, cómo hemos podido permitirnos una casa tan impresionante. La compramos con la herencia de mi padre—. Aunque noto un sentimiento agridulce… Si pudiera elegir, preferiría que mi padre siguiera con nosotros —añado.

—Yo también —responde, cogiendo de nuevo mi mano—. He pensado mucho en él mientras he estado aquí.

—Hace cuatro años que lo perdimos, pero aún parece que fue ayer. —Siento que se me llenan los ojos de lágrimas e intento sonreír—. No quiero estropear este momento.

—Cariño, era tu padre; tienes derecho a llorar.

—Lo sé, pero me siento culpable. Todo el dinero que dejó… Es estupendo, pero no puedo evitar estar triste. Se quedó en esa vieja casa del norte, reparándola, negándose a encender la calefacción, y ahora nosotros estamos aquí… —No puedo terminar la frase. La culpa me ahoga—. Nunca he soñado con vivir en un sitio como este —digo al cabo de un momento, señalando el jardín.

Estoy encantada con el precioso césped, en el que Sam puede jugar, y con la idea de lo que el jardín puede llegar a ser. Pero todo esto me hace sentir un mezcla de alegría y tristeza, y no puedo evitar compararlo con la frugal existencia de mi padre en nuestra vieja casa familiar. Cuando murió, el valor de la casa había aumentado de forma espectacular y, junto con algunas buenas inversiones, obtuvimos más dinero del que jamás hubiera imaginado. Nos hemos mudado muy rápido de nuestro pequeño piso de Mánchester a esta casa encalada en lo alto de un acantilado de Cornualles, y todo ello mientras aún intentamos asimilar su muerte.

Mi marido me observa, preocupado.

—No te preocupes, soy feliz y sé que me encantará estar aquí, es solo que… me cuesta conciliar lo que tenemos con la vida que tuvo mi padre.

—Yo siento lo mismo. —Tom asiente—. Ojalá pudiera estar aquí para disfrutarlo con nosotros… Lo que quiero decir es que mires a tu alrededor.

Ambos contemplamos la terraza, el suelo de piedra india, la impecable balaustrada de cristal con vistas a la playa. Tom ha elegido los mejores materiales, ha estudiado detenidamente los catálogos, la complejidad de los papeles pintados, los matices de los distintos colores de pintura y los suelos empedrados. Este lugar es mérito suyo, de su talento.

—Para ser un hombre que se dedica a las finanzas, tienes buen ojo para la decoración —digo con admiración.

—El día que vimos esta casa te dije que la convertiría en el hogar de nuestros sueños. Prometí que sería perfecta, y no he renunciado a nada —responde con una sonrisa.

Le devuelvo la sonrisa, pero no es la primera vez que me pregunto si podemos permitirnos lo mejor. La mayor parte de la herencia se ha invertido en esta casa, y yo gano muy poco como periodista independiente, solo por algún que otro artículo que me encargan.

—Nunca pensé que viviría en un sitio así, y mucho menos que sería el dueño —dice mientras enciende las velas de la mesa—. Ya está, he turboalimentado el romanticismo —añade con una sonrisa.

Nunca lo había visto tan feliz, y sé que yo también puedo serlo aquí, solo necesito tiempo.

—Me alegra mucho tener un jardín para Sam; por fin dispone de un sitio donde poder jugar —añado, pensando en el minúsculo piso que acabamos de dejar atrás: sin jardín, solo con un pequeño parque a varias calles de distancia. A continuación, teniendo en cuenta la actitud relajada, el ligero bronceado y el esbelto físico de Tom, añado—: Te sienta bien estar aquí.

—Sí, me encanta este sitio, pero quiero que tú también sientas lo mismo.

—A mí también me gusta —respondo. ¿Cómo no va a gustarme esto? Tom se ha ocupado de todo: de las paredes del dormitorio, que van de un verde grisáceo al azul más pálido; de la suave transición a tonos verde azulado; y de los sofás de terciopelo verde intenso del salón. Desde la pared del dormitorio principal, cubierta de fotos nuestras, hasta las nubes pintadas a mano en el techo del dormitorio de nuestro pequeño… esta casa ha sido para Tom una obra de amor—. No sabía que tuvieras tanto talento para el diseño de interiores. La casa parece tan única… Tiene mucho estilo. ¿Seguro que no te ayudó nadie?

—Todo lo he hecho yo solo. Me alegro de que te guste. Me hace feliz saber que tú eres feliz —me dice, apretando mi mano.

Me esfuerzo por sonreír, pero, a pesar de lo hermoso que es este lugar, necesitaré tiempo para acostumbrarme a vivir tan cerca del mar. Siempre me costará lidiar con el pasado, pero la determinación de Tom de hacer las cosas bien me reconforta. Este es su lenguaje del amor: no me compra regalos caros ni es hombre de grandes detalles; Tom arregla tuberías y saca los cubos de la basura. Y ahora, con nuestra recién llegada riqueza, me está construyendo la casa de nuestros sueños.

Nos sentamos en silencio durante un rato, ambos inmersos en nuestros propios pensamientos, solo visibles para nosotros mismos.

—Hemos hecho lo correcto, ¿verdad, Tom? —le pregunto, sabiendo que estará a la altura, porque en los momentos de duda, mi marido siempre tiene palabras tranquilizadoras.

Toma aire; conoce el procedimiento.

—Rachel, sabes que sí. Estás haciendo exactamente lo que tu padre quería que hicieras. Él te dijo: «Sigue adelante, deja de vivir en el pasado, crea nuevos recuerdos y una nueva vida».

—Lo sé, pero vivir junto al mar… ¿Es esto lo que quería decir?

—Sí, seguro que sí, y te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para que Sam y tú seáis felices aquí. Me alegro muchísimo de que mi familia haya vuelto a casa. Después de todo lo que has pasado, te mereces ser feliz, Rachel.

—¿Qué habría hecho sin ti? —murmuro—. Has ayudado a borrar los malos recuerdos.

—Nunca los borraremos, Rachel, solo tenemos que entrelazarlos cuidadosamente en tu pasado para que no afecten a tu presente. Nunca podrás borrar lo que ocurrió.

Acerca su silla a la mía para poder rodearme con el brazo, y ambos contemplamos la vista.

—Es nuestra, toda nuestra —dice, casi susurrando.

—Sí, gracias a mi padre y… a ti, por supuesto.

—Sí. Por ti, Roger. —Levanta la copa al cielo—. Mi segundo padre. Todos los días lo echo de menos.

—Brindo por nosotros y por estar aquí. —Alejo todo el dolor hacia el pasado mientras levanto mi copa con una mano y tiendo la otra a Tom. Nuestros dedos se rozan, y me siento segura. Lo he echado en falta, Tom es mi refugio. Casi estoy en casa, aunque aún no la sienta mía… todavía no.

Vuelvo a mirar hacia fuera para contemplar la puesta de sol. Debo relajarme, disfrutar del momento y dejar de preocuparme. Repito mi mantra en silencio para acallar los pensamientos que se agolpan en mi cabeza: «No va a pasar nada malo».

—Rachel, no hay necesidad de sentirte culpable por vivir tu vida —me dice con delicadeza—, así que deja de castigarte por algo que no fue culpa tuya ni de nadie.

Respiro hondo e intento verlo todo de otra manera.

—Tienes razón, no existe eso de ser demasiado feliz, y tengo que perdonarme y permitirme un poco de esa felicidad. Que todo sea perfecto no significa que algo horrible esté esperándome. ¿Verdad?

—Exacto. Este es tu momento, ahora tienes que dejar todo atrás.

—Sí, este es nuestro final feliz. —Brindamos y, mientras lo hacemos, algo detrás de él me llama la atención—. Mira, podemos ver las nubes que pasan junto al sol —digo, observando cómo las sombras se mueven a través del cristal y se plasman a lo largo de la amplia pared blanca de la cocina.

—¿Qué? Pero si no hay nubes —dice, girándose para mirar la pared, con un tono de alarma en su voz.

Miro hacia el cielo y tiene razón: está despejado. Entonces, ¿por qué se mueven las sombras por la pared?

Se me eriza el vello de la nuca.

—Tom, ¿hay alguien en la cocina?

DOS

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Estamos sentados fuera, y la voz procede del interior. Es una voz de mujer, y la intimidad implícita sugiere que es alguien que conocemos. Pero no es una voz que reconozca.

Tom se levanta tan rápido que casi acaba tirando su plato de la mesa, pero lo empuja hacia atrás, se aleja de mí y se dirige hacia la cocina.

—¿Hola? —repite la voz. Esta vez, un leve temblor de incertidumbre tiñe el tono dulce de antes.

—¿Hola? ¿Quién está ahí? —pregunta mi marido. Me devuelve la mirada y se encoge de hombros mientras camina hacia las puertas abatibles de cristal que separan la cocina de la terraza. Pero, antes de llegar, aparece la mujer.

Ella sonríe, pero yo me siento muy incómoda: ¿una desconocida acaba de entrar en nuestra casa?

—Hola —le dice a Tom, que parece tan sorprendido como yo.

La mujer y yo nos miramos fijamente.

—Oh, me acabo de dar cuenta… —dice, nerviosa, mirándome a mí y luego a Tom—. ¡Eres la señora Frazer! No tenía ni idea de que estabas aquí.

—Nos has asustado entrando así; tenemos un timbre, Chloe —dice Tom, sin sonreír.

La mujer parece incómoda.

—Lo siento, tengo las llaves que me diste —dice, sosteniéndolas en una mano—. No sabía que estabais… aquí.

Tom me mira.

—Chloe —añade—, esta es Rachel, mi mujer.

—Hola… —empiezo, mientras ella se recupera rápidamente y cruza la terraza, dirigiéndose hacia mí con los brazos abiertos. Es más joven que yo, quizá de unos treinta y pico años. Tiene el cabello rubio, de longitud media, y rasgos delicados; es hermosa de una manera frágil.

—¡Rachel! ¿Así que tú eres la señora Frazer? —Ahora me está abrazando. Todavía no tengo ni idea de quién es Chloe.

—Oh, Dios, pensarás que soy horrible al entrar así, pero solo venía a dejar esto. —Abre su enorme bolso y saca varias hojas de papel amarillo—. No sabía que te hubieras mudado ya, tu marido me dijo que lo harías la semana que viene. Te he traído esto. —Se vuelve hacia Tom, que coge el montón de papeles.

—Facturas —dice Tom, dirigiéndose a mí—. Chloe trabaja para la inmobiliaria a la que le compramos la casa.

—Chloe. Chloe Mason. —Retrocede un poco para mirarme.

—Oh, ya veo… ¿por eso tienes las llaves? —Ahora tiene sentido.

—Rachel, eres igual de guapa, o incluso más, en carne y hueso —comenta.

—¿En carne y hueso? —Sonrío inquisitivamente.

—Sí, he visto fotografías tuyas por la casa.

—Odio que me hagan fotos. Tom siempre está haciendo fotos…

—Bueno, ya veo por qué. Eres guapísima. Me encanta esa foto tuya con el vestido rojo. Pareces una estrella de cine.

—Bueno, eres muy amable, pero creo que te equivocas. Ni siquiera estoy segura de tener un vestido rojo —respondo, un tanto incómoda por su comentario sorprendentemente íntimo.

—Créeme, estás fabulosa. El rojo es sin duda tu color —dice con entusiasmo.

—Gracias —respondo, intentando recordar el vestido y la ocasión. No sé si es sincera o pone demasiado esfuerzo.

—Chloe se ha portado muy bien; me dejó entrar en la casa para tomar medidas antes incluso de firmar los contratos —dice Tom, rompiendo el silencio—. Eso probablemente sea ilegal, ¿verdad? —le pregunta medio sonriendo.

Chloe suelta una risa nerviosa y añade:

—¡Las mejores cosas lo son!

—Bueno, te lo agradezco mucho… Los dos te lo agradecemos —dice Tom, acercándose a mí, y desliza su brazo alrededor de mi cintura.

—No te hemos ofrecido una copa —le digo.

Chloe se pone la mano en el pecho en señal de disculpa.

—Gracias, Rachel, pero no quiero interrumpir vuestra velada romántica. No os molestaré ni un minuto más. —Señala los platos vacíos que hay sobre la mesa sin hacer ademán de moverse.

Sigue allí de pie, sonriéndonos a los dos, y, tras unos segundos incómodos, le digo:

—Como nuestra agente inmobiliaria, es justo que te quedes a tomarte algo para celebrarlo.

Mientras me dirijo a la cocina a por otra copa, paso junto a Tom y le lanzo una mirada. Espero que coopere, que le pida que se quede, que le asegure que no interrumpe nada y que es bienvenida, pero no lo hace. Se queda ahí, de pie, como si no fuera consciente de lo que está ocurriendo.

—Tom —le digo, abriendo mucho los ojos.

De repente, parece darse cuenta de lo que intento comunicarle y se encoge de hombros con indiferencia. Está agotado, y yo también, pero no podemos ser groseros. Tom esboza otra media sonrisa mientras coge nuestros dos platos vacíos de la mesa y le acerca un asiento.

—Hemos abierto una botella de vino blanco, ¿quieres? —le pregunto, levantando la botella.

—Me encantaría, gracias. Por cierto, me gusta mucho tu camiseta —dice—. Es un tono de rosa precioso, te queda muy bien. ¿Dónde la has comprado?

—La compré hace unos años durante mis vacaciones en Santorini; es bonita y fresca, ideal para una cálida noche como esta.

—Me encantaría ir a Santorini, nunca he estado. ¿Viajaréis este verano?

—No —niego con la cabeza—, queremos pasarlo aquí y, además, ya nos hemos gastado bastante dinero en la mudanza. No podemos permitirnos unas vacaciones. ¿Y tú?

—Tenía la esperanza de ir a Italia, pero no va a poder ser.

—Oh, lo siento, ¿ha pasado algo?

—Mi novio me ha dejado.

—Lo siento mucho.

—Pensaba que era el amor de mi vida, que nos casaríamos y tendríamos hijos, ¿sabes?

Percibo el brillo de sus lágrimas; parece muy vulnerable y, de repente, quiero abrazarla.

—¿Cuándo ha ocurrido? ¿Cuánto tiempo llevabais juntos? —le pregunto, y luego hago una pausa, dándome cuenta de que la estoy bombardeando a preguntas, probablemente lo último que necesita en este momento—. Lo siento, hago demasiadas preguntas. Me temo que son gajes del oficio. Me entrenaron para hacerlas.

—¿Eres espía? —pregunta con talante serio.

—No, soy periodista. ¡Siempre buscando una historia! —Sonrío disculpándome.

—¡Guau! Qué interesante. No me importa, puedes preguntar lo que quieras. Estuvimos juntos casi un año y lo dejamos la semana pasada. —Hace una pausa y creo que va a echarse a llorar, pero consigue contenerse—. No es solo la persona lo que echas de menos; son los planes que tenías. —Me mira como un niño miraría a un adulto, y noto su dolor—. Por no hablar de las entradas que compramos para unos conciertos y de las vacaciones en Italia, que he tenido que cancelar y de las que he perdido la fianza.

—Vaya, eso es echar más leña al fuego.

—Sí, me lo merezco por intentar sorprenderlo con unas vacaciones. Resulta que tenía una sorpresa mayor para mí.

—¿Y no lo viste venir?

—En absoluto. Todo iba de maravilla y, un minuto después, decidió que lo nuestro no funcionaba. —De repente, esboza una sonrisa, levanta su copa y, chocándola contra la mía, añade—: ¡Por las vacaciones para solteros!

Repito sus palabras y miro a Tom, que está desplomado en una silla, aparentemente indiferente a nuestra conversación. Creo que está esperando a que se vaya, pero a mí me da un poco de pena. Recuerdo mi última ruptura, hace años, y la soledad era lo peor.

—Estábamos a punto de tomar el postre, ¿te gustaría acompañarnos? —le sugiero.

—Oh, ni soñarlo. Es vuestra primera noche juntos aquí, ¿no?

—Es la primera de muchas. Quédate un rato; no es muy elaborado, solo he preparado una ensalada de fruta. —Me levanto para ir la cocina.

—¿Estás segura?

—Siéntate, Rachel, yo la traigo —dice Tom, pasando por mi lado, y desaparece en el interior.

—Tom, no te olvides de la nata —le digo mientras me disponía a sentarme de nuevo, pero, como no responde, miro a Chloe y vuelvo a levantarme—. Lo siento; aunque me haya oído, no va a encontrarla en la nevera. Vuelvo enseguida.

Ella sonríe con simpatía, y es evidente que reconoce la idea femenina tan habitual de que los hombres no saben hacer nada en casa, mientras me arrepiento de dejarme llevar por los estereotipos. Ni siquiera es cierto: Tom es perfectamente capaz en la cocina; de hecho, cocina mejor que yo. La única razón por la que necesito ayudarle es porque he abarrotado la nevera de comida con el pedido en línea que hice ayer a lo loco. Cualquiera que no fuera yo necesitaría un GPS para encontrar la nata y el bol de ensalada de fruta en medio de la montaña de yogures, quesos y mantequilla que he creado.

—Hombres… —murmura Chloe, poniendo los ojos en blanco.

No puedo evitarlo: imito su expresión, y siento la necesidad de establecer un vínculo con esta mujer. Todas mis amigas se han quedado en Mánchester y ya las estoy echando de menos.

—Nata —me repito a mí misma, mientras entro en la cocina. Intento recordar en qué lugar exacto del frigorífico la he metido. Es estupendo recibir invitados, aunque solo sea uno. Disfruto con el papel de anfitriona buscando los enseres para el postre, charlando y cogiendo platos de más. En cuanto sirva el postre, pondré algo de música. He echado de menos recibir a nuestros amigos y me imagino organizando una cena aquí. Esta casa es perfecta para tener invitados, y esta ocasión resulta ser un miniensayo para las cenas de verano, cuando hayamos hecho nuevos amigos. Quizá también venga Chloe.

Se supone que Tom está buscando la ensalada de fruta, pero parece mirar distraídamente la nevera abierta. Sonrío para mis adentros; puede que mi opinión un tanto sexista sea cierta después de todo y que esto sea demasiado complicado para él.

—¿Qué estás haciendo, amor? —pregunto.

No contesta.

—¿Estás bien? —Dejo caer la mano en su espalda.

—¿Qué? Oh, lo siento, sí… estoy bien. Estoy intentando recordar para qué he venido.

Se me escapa una leve risa.

—Ya somos dos con niebla mental. —Sonrío, me abro paso y busco en la nevera el bol de fruta—. Chloe parece simpática —susurro.

—Tenía ganas de pasar una velada contigo —responde, sin apartar los ojos de la parte trasera de la nevera.

—Lo sé, yo también, pero sentía que debía ofrecerle que se quedara… Parece triste.

—Esperemos que no se quede mucho tiempo —responde un poco más alto de lo necesario.

—¡Shhh! ¡Tom, va a oírte!

—¿Necesitáis ayuda? —se escucha desde fuera.

—No, gracias —respondo, alegre, ignorando la pataleta de mi marido.

—Definitivamente, no ha elegido el mejor momento —murmura.

—Desde luego, pero…

—Sabe que es tu primera noche aquí; no debería haberse presentado sin avisar.

—No sé si lo sabía, pensaba que llegaría la próxima semana… Se supone que sería así. Quizá esperaba encontrarte solo. —Estoy de broma, pero también estoy alerta. Ha venido a dejar los documentos, pero desconozco si esperaba ver solo a Tom y no a mí.

—No confío en ella —me dice—, y tú tampoco deberías.

—¿Por qué?

No obtengo respuesta. Se queda de pie, frente a mí, negando con la cabeza.

No puedo evitar sentir una leve alarma.

—No te entiendo. ¿Por qué no confías en ella?

—Porque no. No puedes contarle nada —añade, intentando abrirse paso.

—Tom —le digo entre susurros—, dime por qué.

—Porque es peligrosa.

TRES

—¿Qué quieres decir con que es peligrosa? —susurro, pero Tom sigue caminando hacia la terraza, dejándome confundida e intranquila en la cocina.

¿De qué demonios está hablando? La observo desde la ventana mientras sigue en la terraza, relajada en la silla junto a la mesa, con la tenue luz de las velas iluminando su pálida piel y una brisa ligera que hace ondear el bajo de su vestido. ¿Peligrosa? Su novio la dejó la semana pasada, parece estar a punto de llorar todo el tiempo y lleva un vestido de algodón rosa con florecitas. No me parece peligrosa.

Encuentro la nata, cojo tres cucharas y vuelvo a la terraza.

—Voy al baño —dice Tom justo cuando llego.

Se me encoge el corazón cuando nos deja solos; no tengo miedo, pero ahora me siento un poco paranoica.

«No puedes contarle nada». ¿Qué diablos ha querido decir con eso?

Me siento incómoda, y algo me dice que ella se ha percatado, teniendo en cuenta el enorme esfuerzo que hace por reavivar nuestra conversación anterior.

—¿Dónde está Sam? —pregunta.

—Durmiendo —le respondo. Después de que Tom me haya dicho que es peligrosa y que no le cuente nada, me siento paranoica.

—¿Te gusta la reforma que ha hecho tu marido en la casa? —me dice mientras le acerco la jarra que está en la mesa, instándola a que se sirva.

—Sí, y apenas reconozco el lugar. —Siento que ahora estamos en un terreno un poco más seguro y le sirvo una copa de vino, sonriendo levemente—. Lo que quiero decir es que no es constructor ni nada de eso —añado, tratando de mantener una conversación simple, pero me siento cohibida, no estoy segura de lo que no debo decir.

—Sí, lo sé, es banquero —comenta con un tono monótono—. Lo conocí cuando trabajaba para UKB.

—Ah, ¿el UK Bank? —Levanto la vista justo cuando Tom vuelve a aparecer por la puerta de la terraza—. No sabía que erais compañeros. —¿Por qué Tom no lo ha mencionado?

—Yo no nos llamaría compañeros exactamente. —Ahora Chloe parece incómoda; tal vez pensaba que yo lo sabía—. Tom era un pez gordo, y yo, solo una subordinada.

—Espero no haber quedado como el «pez gordo» —dice Tom.

—No, al contrario —responde Chloe con rapidez, y luego se gira hacia mí—: Solía confundirme con las cifras de los préstamos basados en activos, pero Tom siempre tenía mucha paciencia.

—Sí, lo recuerdo —agrega él con una sonrisa—. Costó un poco desenredar tus cálculos…

—Mi supervisor solía perder los papeles, pero Tom no. Eras bastante paciente conmigo… —dice mirándolo.

—No echo de menos ese lugar —señala Tom, sin devolverle la mirada—. Irme de allí fue lo mejor que pude hacer.

—Marcharnos fue una decisión difícil —le explico a Chloe.

—Perdí mi trabajo poco después de que te fueras —continúa Chloe—. Todavía me da rabia.

—Pero ahora tienes un buen trabajo en la inmobiliaria, ¿no? —le pregunto, sintiendo la necesidad de consolarla… y de cambiar de tema.

Ella se encoge de hombros y lanza una mirada a Tom.

—¿Ahora tienes trabajo? —le pregunta.

Él asiente.

—Sí, me ha venido bien. He tenido tiempo para trabajar en la casa y pronto me saldrá un trabajo como asesor.

—Sí —murmuro, aún sorprendida de que no haya mencionado que conocía a nuestra agente inmobiliaria de una vida anterior.

—Me encanta la combinación de colores —dice Chloe cambiando de tema, algo muy intuitivo por su parte. Es evidente que ha captado la reticencia de Tom a hablar de su salida del banco.

—A mí también me gusta, ha sido todo obra de Tom. No puedo atribuirme ningún mérito.

—Gracias, Rachel, pero estás infravalorando tu propio papel de decoradora por FaceTime. —Tom sonríe y me coge la mano.

—Qué monos sois —dice Chloe con admiración.

—¿Se puede ser guapo a partir de los cuarenta? —pregunto, sintiendo cómo me ruborizo.

—Ya estás otra vez menospreciándote —dice Tom, acariciándome la mano con un gesto tranquilizador.

—Creo que se refería a ti, Tom —bromea Chloe, y ambas nos echamos a reír. Es divertida, y no puedo evitar que me caiga bien.

—¿Postre? —pregunto mientras echo un poco de fruta en un cuenco, y se lo doy a Chloe, antes de hacer lo mismo con Tom.

—Los dos estáis acostumbrados a vivir en la ciudad, ¿creéis que seréis felices aquí?

—Por supuesto, me encanta —contesta Tom enseguida, entusiasmado—. Me gustaba esta zona cuando estaba trabajando aquí. Aunque solo estuve unas pocas semanas, me conquistó poco a poco.

—Sí, Tom siempre ha querido esto: después de trabajar en este sitio, volvió a Mánchester quejándose de la calidad del aire y del ruido del tráfico.

—Yo llevo aquí toda mi vida, no me imagino en ningún otro sitio —dice Chloe. Se termina la fruta y aparta el cuenco.

No le ofrezco café como haría habitualmente, porque sé que Tom está cansado y sería agradable pasar un rato juntos los dos solos después de tanto tiempo separados. Pero Chloe parece disfrutar de nuestra compañía y empieza a hablarme de las tiendas de la zona, los mejores restaurantes y los ganchos para turistas que hay que evitar. Es una fuente de conocimiento y me sería útil como periodista para alguna sección nueva; además, es una compañía agradable, a pesar de lo que Tom ha dicho sobre ella.

Pero Chloe no se alarga más de la cuenta y se dispone a marcharse:

—Muchas gracias, chicos, os dejo para que disfrutéis de vuestro romántico reencuentro. El postre estaba delicioso, Rachel, y tu casa es fabulosa. Sé que vais a ser felices aquí.

—Lo siento, ha sido un día largo; ninguno de los dos es una buena compañía esta noche —le digo mientras la acompañamos a la puerta.

—Tonterías, habéis sido muy amables invitándome al postre. Siento haberme presentado por sorpresa. Disculpadme de nuevo por aparecer sin avisar.

Nos despedimos y, tras decirle adiós con la mano, volvemos dentro, cogidos del brazo.

—¿Por qué no me has dicho que tú y Chloe trabajabais juntos? —le pregunto.

—Por nada, no tiene importancia. Y no trabajábamos juntos, solo en la misma empresa.

—Ya, pero eras muy paciente con sus cifras de préstamos basados en activos… —me burlo.

—Mmm… En realidad, no me acuerdo de eso —dice, poniendo los ojos en blanco—. No me acuerdo de ella.

—Pero sí que te acordabas de que es peligrosa, ¿no?

—Bueno, solo de las habladurías de la gente. Decían que causaba problemas, sembraba cizaña, mentía… Oí que montó un buen escándalo cuando la despidieron.

—¿De verdad? ¿Por qué la echaron?

—Por algún problema con un tipo en el trabajo, la verdad es que no conozco los detalles.

—Vaya.

—Es una de esas personas que se ganan la confianza con zalamerías, quieren enterarse de la vida de todo el mundo y van contando mentiras.

—¿En serio? —respondo mientras me siento a la mesa, donde los platos de fruta vacíos atraen a las avispas. Revolotean a nuestro alrededor, deseando posarse sobre los platos pegajosos y la jarra de nata. Intento ignorarlas—. Pues me ha engañado. Parece divertida, simpática y…

—También lo son los psicópatas, así es como te atrapan. —Agita el brazo al aire con rabia para espantar una avispa perezosa.

—Tom, no es una psicópata. —Me hace gracia su cometario—. No he visto ninguna malicia, solo simpatía y calidez. Creo que has pasado demasiado tiempo solo. ¿Recuerdas que el año pasado escribí para una revista el artículo: «Diez maneras de detectar a un psicópata»? Pues te prometo que, por lo que he visto esta noche, Chloe no encaja en el perfil.

Tom esboza una media sonrisa y añade:

—Lo es, te lo aseguro.

—¡Deja de ser tan dramático! —Ahora sí que me echo a reír—. No puedes etiquetar de psicópata a alguien a quien apenas conoces.

—¡Te digo que está loca! —dice mientras gira el dedo índice en la sien. A estas alturas, ya se ríe de sí mismo, al tiempo que se envuelve la mano en una servilleta.

—¿Qué estás haciendo…? —le pregunto, y, de repente, le da un puñetazo a una avispa desprevenida. El fuerte golpe en la mesa me sobresalta—. Dios, Tom —digo, con los nervios a flor de piel—. Tú eres el único psicópata aquí; no tenías por qué matarla. —Frunzo el labio al ver el insecto aplastado sobre la mesa.

—Era eso o que nos picara. ¿Te ha picado alguna vez una avispa? —murmura, levantándose, y utiliza la servilleta para recoger la avispa muerta.

—Sí, y no me mató —le digo, asqueada, mientras envuelve con la servilleta el cuerpo aplastado, como si fuera un sudario.

Ver esto me da escalofríos, pero me contengo de decir nada más mientras él se dirige a la cocina con la servilleta. Justo cuando desaparece, suena una notificación en su móvil y lo miro distraídamente para ver quién le ha escrito. Se me revuelve el estómago: en la pantalla aparece el nombre de Chloe.

CUATRO

Se me seca la boca al coger el teléfono. Miro, pero no puedo ver el mensaje; solo Tom puede abrirlo.

—¿Era mi móvil? —pregunta, despreocupado, mientras vuelve a la terraza, secándose las manos con un paño de cocina.

Dejo el teléfono, sintiéndome un poco culpable por haberlo mirado. No me gustaría que él mirara el mío.

—Sí, parece que Chloe te ha enviado un mensaje.

—¿Chloe? Si acaba de irse, ¿qué quiere? —murmura mientras recoge el resto de los platos, y los lleva dentro sin ni siquiera mirar el teléfono.

—¿No quieres leerlo? —le pregunto. Yo sí quiero, pero está claro que Tom no tiene ninguna prisa por hacerlo. Lo oigo colocar los platos en el lavavajillas antes de regresar tranquilamente al exterior.

Por fin coge el teléfono de la mesa y se lo acerca al rostro para desbloquearlo.

—Me sorprende que tengas guardado el número de una mujer peligrosa —comento en tono de broma.

—Es nuestra agente inmobiliaria, por eso lo tengo —responde, distraído. Luego aparta la vista del teléfono y me mira. Sonríe despacio, casi con coquetería—. ¿Estás celosa, Rachel?

—¿Debería estarlo?

—Bueno, soy un tío atractivo, he estado solo aquí… y soy irresistible para las mujeres. —Me guiña un ojo antes de volver al móvil—. Por suerte para ti, Chloe no es mi tipo, pero tengo su número porque es nuestra agente inmobiliaria.

—Era nuestra agente inmobiliaria. ¿Cuánto «seguimiento» te está haciendo? —Estoy bromeando, pero también pienso que enviarle un mensaje de texto a los pocos minutos de marcharse y quedarse con nuestras llaves es algo más que un simple seguimiento de una agente inmobiliaria.

Tom está mirando su teléfono.

—Dice: «Tu mujer es encantadora» —lee, con el ceño fruncido.

—¿Por qué te manda un mensaje para decirte eso? —Mi mente empieza a imaginar todo tipo de razones, y ninguna de ellas es buena.

—Dios sabe por qué —responde Tom con desdén.

—Déjame verlo. —Le tiendo la mano.

—¿No me crees? —me reta, llevándose el móvil al pecho a la defensiva.

—Sí, por supuesto —miento—. Solo quería ver si hay algún emoji o algún tipo de contexto que me estoy perdiendo.

Me pasa el móvil despacio, y me preparo para lo que pueda ver. Pero es exactamente lo que ha dicho: nada de emojis, nada de beso… solo: «Tu mujer es encantadora».

—Te he dicho que está loca.

—Has dicho que era peligrosa. ¿Ahora también está loca?

Parece molesto.

—¿No te basta con este mensaje? Es la prueba de que busca problemas. Va difundiendo chismes.

—¿Y cómo va a causar problemas ese mensaje?

—Míranos: tú estás celosa y paranoica, y yo estoy a la defensiva —dice, alzando las manos.

—No estoy celosa ni…

—Estamos discutiendo, Rachel. Es justo lo que ella quiere que hagamos.

—¿Por qué?

—¡Es lo que hace! —exclama con irritación.

—Esta noche ha entrado sola, ¿por qué le diste las llaves de nuestra casa si no te fías de ella? —le pregunto. Sus palabras no cuadran con sus actos.

—Le di las llaves a la inmobiliaria, y ella trabaja allí. Tienen un juego por si hace falta que entre el contratista o el gestor si yo no estoy.

—Pero las obras ya están terminadas… No hace falta que entre nadie.

Suspira.

—No iba a decir nada, quería que fuera una sorpresa, pero le pedí presupuesto a un contratista local para hacer una cocina nueva.

Se me cae el alma a los pies.

—¿Por qué? Tom, ya te lo he dicho: no necesitamos una cocina nueva, y no podemos permitírnosla.

—Quería darte una sorpresa.

—Pues lo siento, no sería una sorpresa; sería un disgusto. No podemos permitirnos ese gasto.

—Perdona, tienes razón, me he dejado llevar. Me ha encantado reformar esta casa, pero lo único que no he cambiado es la cocina.

—Podemos parar un poco, ver cómo va tu trabajo y cuántos encargos consigo yo como autónoma.

—Yo soy el que trabaja para los bancos y, sin embargo, tú eres la que se maneja mejor con el dinero. La ironía no se me escapa —dice con una sonrisa.

—Quiero que esto funcione, pero obviamente supone un cambio enorme y aún me pone nerviosa vivir junto al mar.

—Claro, y te agradezco que te mudaras por mí, no lo he olvidado, pero no te lo habría propuesto si no creyera que podríamos ser felices aquí. Si pudieras dejar atrás el pasado, por tu propio bien, por el mío y… por el de Sam —dice con dulzura.

—No puedo —murmuro con los labios fruncidos—. Tengo miedo.

Suspira y, rodeándome los hombros con el brazo, se inclina hacia mí. Su aliento me roza el rostro. Irracionalmente, me hace pensar en el agua envolviéndome la cara, absorbiéndome.

—¿De qué tienes miedo, Rachel? —pregunta en voz baja.

Me quedo mirando la mesa, con la boca cerrada, incapaz de responder.

Cuando al fin lo hago, es con un tono bajo y tranquilo, casi como un gemido.

—Sabes exactamente de qué tengo miedo.

A pesar de los temores que aún se arremolinan en mi cabeza, nos vamos a la cama, donde nos abrazamos durante la noche, y yo intento olvidar.

A la mañana siguiente, me despierto en nuestro precioso dormitorio, el sol brilla y me siento positiva y preparada para enfrentarme al mundo. Es un mundo muy distinto al que dejamos atrás, en aquel pequeño y estrecho piso de Mánchester, y me encanta nuestra nueva casa, tan amplia. Es luminosa y espaciosa, las paredes están recién pintadas y la enorme cama que compramos para el dormitorio principal me resulta de una máxima ostentación. Pero lo mejor de estar aquí es abrir los ojos y ver a Tom tumbado a mi lado.

—Buenos días —dice con voz ronca mientras abre los ojos—. Es bueno tenerte en casa.

—En casa… —repito. Aún no la siento como tal, pero estoy segura de que pronto lo será.

Odiaba la idea de vivir junto al mar: me aterra el agua. No sé nadar, así que no es la opción más obvia. Pero sé la ilusión que le hace a Tom esta idea y, además, también le debo a Sam una vida al aire libre, lejos de la mugrienta ciudad. No puedo dejar que el pasado me impida abrazar este maravilloso futuro, pero la verdad es que lo hace, y ayer, cuando mi mejor amiga, Rosa, me llamó mientras metía las últimas cosas en el coche, me di cuenta. Dejaba mi ciudad natal, y habría dado cualquier cosa por quedarme en la fría y lluviosa Mánchester. Era mi hogar, pero ahora tengo que hacer que este lugar también lo sea.

Salgo de la cama, le doy un beso en la cabeza a un Tom somnoliento y atravieso el pasillo hasta la habitación de Sam, decorada con una temática de dinosaurios. Es su primer día de guardería, y + nunca he estado tan nerviosa.

—¿Dónde está papá? —son sus primeras palabras.

Percibo un atisbo de ansiedad después de meses separados.

—Está aquí, cariño, se está levantando. ¿Recuerdas que te dije que papá estaba aquí haciendo que nuestra casa fuera especial? Pues bien, ahora estamos aquí con él, y esta mañana empiezas la guardería… Ya eres un niño grande.

Veo un destello de incertidumbre en su carita: no tiene ni idea de lo que es una guardería. Es hijo único y pasó sus primeros dieciocho meses en confinamiento, así que me preocupa cómo se desenvolverá entre niños que no conoce.

Después, mientras desayunamos los tres juntos, le digo a Tom en voz baja:

—¿Hacemos bien en llevarlo hoy?

Para deleite de Sam, estamos desayunando tostadas con mermelada utilizando una caja de cartón como mesa improvisada. Además de algunos otros muebles, estamos esperando a que llegue la mesa de cocina de verdad, y aún tenemos poca vajilla, ya que todavía quedan muchas cajas de la mudanza por desempaquetar.

—Podríamos esperar unas semanas, dejar que se adapte… Lo veo tan pequeño… —continúo.

—Lo sé, cariño, pero ni en una semana ni en un mes será fácil. Necesita relacionarse con otros niños. Le vendrá bien y le preparará para el colegio —insiste Tom entre susurros.

Sam levanta la vista.

—¿Qué es el colegio? —pregunta, a pesar de que llevamos semanas repasando los conceptos de guardería y colegio.

—Ya te lo he dicho, cielo, es un sitio con muchos amigos y personas buenas que te enseñan cosas. Recuerda que primero es la guardería y luego el colegio, cuando seas un niño mayor —le explico mientras le acaricio el pelo. Me cuesta imaginar a este pequeño saliendo de casa, y mucho menos yendo al colegio. Quiero abrazarlo y tenerlo siempre conmigo.

—Pero hoy papá te va a llevar a la guardería. Será muy divertido, vas a conocer a muchos amigos nuevos, jugarás y…

—¿Gur… dería? —tartamudea con la palabra. Es adorable—. ¿Papá también viene?

Miro a Tom, que enseguida lo tranquiliza:

—Por supuesto, pero no creo que quieras que me quede. Estarás con tus nuevos amigos y eres tan guay que no necesitas que papá se quede, campeón —añade con una sonrisa cariñosa.

A Sam le tiembla el labio inferior, así que intervengo.

—Pero papá y yo iremos a recogerte más tarde, cuando hayas terminado de jugar con tus nuevos amigos.

Esto parece aplacarle lo suficiente como para volver a su tostada, pero ahora la mordisquea con desconfianza, no con el entusiasmo de siempre.

—Venga, colega —se entusiasma Tom—, ¡vamos a la guardería!

Nos levantamos de la mesa a la vez y nos dirigimos al vestíbulo.

—No tardaré —dice Tom mientras le tiendo una chaqueta ligera para Sam—. No necesita una chaqueta. Estamos en junio, Rachel. —Su frente se arruga con desconfianza.

—El aire del mar puede ser frío —respondo. No discuto con Tom; quiero que Sam se la ponga—. Es Cornualles, no Florida. Sam siente el frío. —Sigo tendiéndole la chaqueta.

La coge, suspira y se enrolla la chaqueta bajo el brazo.

—Cuando vuelva, te haré un tour completo —dice.

—¡Genial! Estoy deseando ver el jardín. Puede que ahora me dé una vuelta.

—No entres en el jardín amurallado —dice con firmeza.

—¿Por qué? —Ahora estoy intrigada.

Se limita a negar despacio con la cabeza.

No consigo entender la expresión de su rostro, ¿me está tomando el pelo? Llevamos tanto tiempo separados que siento que tengo que conocerlo de nuevo.

—El jardín amurallado es una sorpresa: quiero ser yo quien te lo enseñe.

—¿Qué has hecho con él? —Entorno los ojos, me giro para mirar por la ventana y mi corazón da un respingo. Me parece ver una puerta arqueada en la pared.

—Te he dicho que es una sorpresa.

Anoche, en la oscuridad, no me fijé en la puerta, y como estuvimos ocupados acostando a Sam y entreteniendo a Chloe, ni siquiera bajé al jardín.

—¿Has puesto tú esa puerta? —pregunto, señalando el arco, recién construido pero con un aspecto envejecido e integrado, como si siempre hubiera estado ahí, en el precioso y antiguo muro.

Sonríe sin mirarme.

Por lo que recuerdo, dentro del jardín amurallado no había más que un terreno baldío; me muero por saber qué ha hecho ahí. Me envió fotos de la casa a medida que la iba terminando, pero no me mandó ninguna del jardín.

—Supuse que aún no habías empezado con el jardín —añado.

Se encoge de hombros, divertido.

—¿Por qué eres tan misterioso? —No puedo borrar la sonrisa de mi cara.

—Ya te lo he dicho: es una sorpresa.

—Es una sorpresa, mamá —repite Sam con la misma voz, y los dos le sonreímos.

—Venga, colega, que vamos a llegar tarde —dice Tom, cogiendo a Sam de la mano mientras se dirigen hacia la puerta.

—¿Es un jardín secreto? —pregunto con un tono infantil, para diversión de Tom.

—Ten paciencia, volveré pronto —responde en voz baja, como si hablara con Sam. Sabe que mi libro favorito cuando era pequeña era El jardín secreto, y no me sorprendería que el jardín que ayudó a diseñar tuviera ecos de aquella historia.

—Dile adiós a mamá —le dice a Sam, y a mí se me revuelve el estómago.

Desde que nació, solo ha estado conmigo o con Tom; a los dos nos ha tocado ausentarnos por trabajo, pero nunca al mismo tiempo. Hoy es el primer día en que no estará con ninguno de nosotros. Me digo a mí misma que la guardería le vendrá bien, pero, al ver que se marchan, siento que me rompo por dentro. Intento contener las lágrimas, pero mi sonrisa se convierte en una mueca. Deseo con todas mis fuerzas ir con ellos, acompañar a Sam y estar con él hasta que ya no pueda más. Pero es imposible… No debo transmitirle mi ansiedad a Sam, y lo mejor es que me quede en casa su primer día. Es lo correcto y, como ha dicho Tom, podría alterarme y ponerme a llorar en la guardería, y eso desestabilizaría a Sam. Ahora apenas puedo contener las lágrimas mientras me agacho en la puerta de entrada para besar la mejilla regordeta de mi pequeño.

—Adiós, cariño, pásatelo muy bien —le digo, fingiendo alegría mientras le hago cosquillas.

Sam se ríe.

—¡Otra vez, mamá! ¡Quiero cosquillas!

Esto dura unos segundos, hasta que Tom dice:

—Vamos, Sam. A los niños grandes no les hacen cosquillas sus mamás.

—¡Tom, tiene cuatro años! —exclamo, sintiendo un leve pinchazo en el pecho.

No contesta, y probablemente sea lo mejor. Mis niveles de ansiedad están por las nubes, y si me llevara la contraria, podría acabar llorando delante de Sam justo cuando se estén yendo, y eso no aparece en los libros de crianza.

Los veo bajar por la entrada en dirección a la guardería; la manita de Sam, entrelazada a la de Tom. Tienen la misma complexión delgada, la misma forma de andar, y mientras desaparecen bajo el sol de finales de primavera, se me revuelve el estómago de angustia.

CINCO

Con Sam y Tom de camino a la guardería, la casa está en silencio, y siento la necesidad de abrir las grandes puertas de cristal que dan a la terraza y salir al exterior. Ahora pienso en mi padre y en que, gracias a su dinero, vivimos en este hermoso lugar y nuestro hijo tendrá una vida mejor. Solo espero poder vivir yo también una vida mejor aquí y dejar atrás mis demonios, como él habría querido.

Me recuerdo que, pase lo que pase, al mudarnos aquí y dejar aquel diminuto apartamento del norte, hemos hecho lo correcto para nosotros como familia. Estábamos ahorrando para algo más grande, pero, justo antes de la llegada del covid, descubrí que estaba embarazada de Sam. De pronto, nos vimos atrapados por el confinamiento. Yo estaba asustada y embarazada, preocupada por el bebé y por mi padre, que vivía solo. Lo que debería haber sido una época feliz —con Tom y yo yendo juntos de la mano a las ecografías, o con mis amigas organizando una baby shower— se convirtió en aislamiento y preocupación. Y entonces mi padre enfermó de covid y lo ingresaron de urgencia cuando yo estaba de ocho meses.

Fue una de las peores épocas de mi vida: no podía ver a mi padre, tenía que ir sola a los controles del embarazo y nadie organizaba baby showers. Cumplimos las normas: nos mantuvimos en nuestra burbuja, fuimos buenos ciudadanos, cuidamos nuestras vidas y las de los demás. Di a luz en el hospital sin mi marido, y mi padre murió sin su familia cerca, solo con una enfermera sosteniéndole la mano. No pudo estar con su hija, nunca llegó a conocer a su nieto recién nacido, y yo no pude despedirlo con un funeral.

Bajo los escalones que llevan al jardín y paseo por el césped, con la mirada fija en el jardín amurallado que se extiende más allá. La casa se construyó originalmente en tres plantas, y el arquitecto la ha mejorado situando el dormitorio principal en la planta baja; la cocina y la sala de estar en la planta intermedia; y más dormitorios en la planta superior. Esto significa que podemos salir directamente de nuestro dormitorio a un pequeño jardín que, a su vez, da acceso al jardín amurallado. También significa que podemos acceder al dormitorio desde el jardín, razón por la cual me aseguré de cerrar por dentro esta mañana. Entonces, ¿por qué ahora está abierto?

Me dirijo con precaución hacia la puerta entreabierta. No hay otra forma de llegar al jardín que a través de la casa. ¿Tal vez por encima de un muro? Miro a mi alrededor: los muros son altos; nadie podría entrar sin que yo lo viera. ¿O quizá sí?

Abro la puerta con cuidado.

—¿Hola? —llamo, sabiendo que si alguien contesta, probablemente me desmaye del susto. Avanzo un poco más por el dormitorio, dándome cuenta de repente de lo vulnerables que somos durmiendo así, en la planta baja. Ahora deambulo con más confianza, abro armarios, compruebo el baño en suite y miro con cuidado detrás del cristal esmerilado de la ducha. Nada. Vuelvo al dormitorio, donde las fotos sobre el cabecero me tranquilizan: eran tiempos felices, nosotros dos, y más tarde, los tres, también felices. Veo la foto a la que se refería Chloe, en la que aparezco con un vestido rojo brillante; la tomaron en una gala de premios de periodismo. Gané el premio a la mejor periodista novel de mi región y estaba eufórica; se nota el brillo en mis ojos. Chloe tiene razón: ese vestido rojo me quedaba bien. Tendría unos veinticinco años y aún no había sentido el peso de la vida. No me daba cuenta de lo atractiva que era en aquel entonces. Nunca nos damos cuenta, ¿verdad?

Miro la foto de mi pequeño con sandalias de plástico azules, de pie en la playa, su cara mirando hacia el sol, su sonrisa sincera. Alcanzo la caja que está encima del armario, donde la dejé ayer; mi valiosa mercancía traída desde Mánchester. Me siento en la cama y la abro despacio. Introduzco la mano y paso los dedos por las sandalias, de un plástico azul brillante, frías al tacto. Las caliento con cariño entre mis manos, recordando lo pequeño que era. En la caja también hay una camiseta de rayas doblada, algunas fotos y un perrito peludo que solía abrazar y morder cuando era bebé. La caja de recuerdos de mi bebé… Qué rápido pasa el tiempo.

Al cabo de unos minutos, vuelvo a guardar los recuerdos en la caja, la coloco de nuevo encima del armario y me doy la vuelta para marcharme. Pero, para mi sorpresa, las puertas acristaladas están cerradas. Estoy convencida de que las he dejado abiertas, pensando que si alguien había logrado entrar, necesitaría una vía de escape rápida. ¿Habrá sido el viento? Pero hoy no hay viento, ni siquiera una mínima brisa. Siento la necesidad imperiosa de salir, de marcharme de la habitación y estar fuera, así que me dirijo con rapidez hacia las puertas y las abro. Mientras, vuelvo a mirar a mi antigua yo en la pared, con el vestido rojo y los ojos brillantes, y me pregunto si aquello fue lo mejor que llegaré a vivir.

Salgo de nuevo al jardín, asegurándome de cerrar bien las puertas, y me pregunto fugazmente cuándo vio Chloe esa foto mía… y por qué ha estado en mi dormitorio.