Emparejada con un príncipe - Kat Cantrell - E-Book
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Emparejada con un príncipe E-Book

Kat Cantrell

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Beschreibung

El príncipe Alain Phineas, Finn, le entregó su amor a Juliet Villere... y ella le traicionó. A pesar del deseo que aún sentía por ella, Finn no iba a volver a dejarse llevar por sus sentimientos, ni siquiera cuando una casamentera eligió a Juliet como la pareja perfecta para él. Entonces, el destino, personificado en los miembros de la familia real, decidió intervenir en su relación. Atrapados en una hermosa isla, tendrían que permanecer cautivos hasta que Finn fuera capaz de convencer a Juliet de que se casara con él, terminando así con un enfrentamiento que duraba ya mucho tiempo.

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Seitenzahl: 216

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Katrina Williams

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Emparejada con un príncipe, n.º 129 - mayo 2016

Título original: Matched to a Prince

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8121-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Cuando el sol estaba a punto de ocultarse sobre el cielo de Occidente, Finn dirigió el helicóptero a la costa. Su turno había terminado y, como siempre, no se pudo resistir a bajar lo suficiente hasta el mar y provocar que el poderoso chorro de aire rizara la azulada superficie del Mediterráneo.

Una garza se alejó de la turbulencia tan rápido como se lo permitieron sus alas, deslizándose por las corrientes de aire con poética belleza. Finn jamás se cansaría de la vista que se dominaba desde la cabina. Jamás se cansaría de proteger la costa del pequeño país que era su hogar.

Cuando aterrizó sobre la equis, apagó el rotor y salió de la cabina antes de que las aspas del Dauphin se detuvieran por completo. El rostro solemne del chófer de su padre lo observaba desde la distancia. Finn no necesitó saber más para comprender que su padre requería su presencia.

–¿Has venido a criticar mi modo de aterrizar, James? –le preguntó Finn con una sonrisa. Sabía que no. Nadie volaba un helicóptero con más precisión y control que él.

–Príncipe Alain –dijo James inclinando la cabeza con deferencia–. Su padre desea hablar con usted. He venido para llevarle.

Finn asintió.

–¿Tengo tiempo de cambiarme?

No sería la primera vez que Finn se presentaba ante el rey con su uniforme de guardacostas de Delamer, pero lo llevaba puesto desde hacía diez horas y tenía las piernas mojadas por un encontronazo con el Mediterráneo mientras rescataban a un nadador que había calculado mal la distancia a la costa.

Todos los días, Finn protegía a la gente mientras sobrevolaba un magnífico panorama de reluciente mar, montañas en la lejanía y pedregosos islotes a poca distancia de la costa.

James le indicó el coche.

–Creo que sería mejor que fuéramos inmediatamente.

El hecho de que su padre quisiera verlo seguramente tenía que ver con una cierta fotografía en la que Finn se tomaba chupitos de Jägermeister en el vientre de una bella rubia o con las acusaciones de corrupción a las que se enfrentaban dos de sus compañeros de correrías.

Un blogger había bromeado con que el título oficial de Finn debería ser príncipe Alain Phineas de Montagne y de Escándalo. Al rey no le resultaba tan divertido. El monarca había tratado de combatir la mala prensa con el anuncio oficial del inminente compromiso de Finn, una medida desesperada para conseguir que su hijo sentara la cabeza.

Hasta aquel momento, no había funcionado. Tal vez si su padre pudiera anunciar el nombre de la afortunada novia, la medida podría surtir efecto.

Finn se detuvo en seco ¿Y si su padre había elegido a alguien? Esperaba que no. Cuanto más pudiera posponer lo inevitable, mucho mejor.

Sin embargo, era consciente de que su vida no le pertenecía y de que debería plegarse a la voluntad de su padre, fuera esta cual fuera. No obstante, Finn, como siempre, encontraría el modo de salirse con la suya.

Se metió en el coche y se acomodó en el asiento trasero. Trató de contener el miedo mientras el edificio administrativo de los guardacostas de Delamer desaparecía a sus espaldas y el paisaje del hermoso país se desplegaba a través de las ventanas.

La estación más turística había comenzado oficialmente. Unos llamativos puestos se alineaban en el paseo marítimo, por el que paseaban parejas de la mano y jóvenes madres empujando sillas de bebes. Para Finn, no había un lugar más hermoso en toda la Tierra. Le daba a Dios las gracias todos los días por el privilegio de vivir allí y por tener la oportunidad de servir a su pueblo. Era su deber y lo hacía de buen grado.

El coche se aproximó a las majestuosas verjas del palacio en el que Finn había pasado toda su vida hasta que su madre le permitió mudarse. No había tardado mucho en darse cuenta de que estorbaba. El palacio era el hogar del rey y de la reina y, después, de Alexander y Portia, el príncipe heredero y de su esposa. Finn estaba tan abajo en la línea de sucesión que no existía posibilidad alguna de que pudiera ser rey. No le preocupaba.

Una cuadrilla de trabajadores se afanaba en los jardines que rodeaban el palacio para mantener el famoso diseño de cuatro pisos que rodeaba la fuente principal, que sostenía una estatua del rey Etienne I, que consiguió la independencia de Delamer de Francia hacía ya dos siglos.

Otro empleado, también de aspecto muy solemne, condujo a Finn al despacho que su padre utilizaba para asuntos informales. Un alivio. Eso significaba que Finn podría prescindir del protocolo en aquella ocasión.

Cuando Finn entró, el rey levantó la mirada de los papeles que tenía sobre el antiguo escritorio, que había sido un regalo del presidente de los Estados Unidos. Finn prefería los regalos que se podían beber, en especial si venían con un corcho.

Con una ligera sonrisa, su padre se levantó y señaló el sofá.

–Gracias por venir, hijo. Me disculpo por no haberte avisado con más tiempo.

–No hay problema. No tenía ningún plan. ¿Qué ha sucedido? –preguntó Finn mientras se sentaba en el sofá.

El rey Laurent se cruzó de brazos y se apoyó en el escritorio.

–Tenemos que progresar en lo de encontrarte una esposa –dijo.

Finn se rebulló en el incómodo sofá.

–Ya te dije que me contentaría con quien tú eligieras.

Mentira. Él simplemente toleraría a quien su padre eligiera. Si su esposa y él terminaban siendo amigos, tal y como había ocurrido con sus padres, genial. Sin embargo, aquello era pedirle mucho a un matrimonio concertado. No era que Finn no hubiera conocido el amor. Lo había vivido con la única mujer por la que se había permitido sentir algo.

El rostro de Juliet, enmarcado por un sedoso cabello castaño, inundó su pensamiento. Tragó saliva. Cien rubias con chupitos no eran capaces de borrar el recuerdo de la mujer que lo había traicionado de la manera más pública y humillante posible.

–Sea como fuere, se me ha sugerido una opción que no había considerado. Una casamentera.

–¿Una qué?

–Una casamentera de los Estados Unidos se ha puesto en contacto conmigo a través de mi secretaria. Ha pedido una oportunidad para trabajar para nosotros haciendo una unión de prueba. Si no te gustan los resultados, no nos cobrará.

A Finn le olía mal aquel asunto.

–¿Y por qué te has parado a considerar algo así?

¿Se trataba de otro plan para someterlo a su padre? ¿Había pagado el rey a aquella casamentera para preparar una unión con una mujer que fuera leal a la corona y que, por lo tanto, él pudiera controlar fácilmente?

–Esa mujer le presentó su esposa a Stafford Walker. He hecho suficientes negocios con él para saber que sus recomendaciones son sólidas. Si esa mujer no hubiera mencionado su nombre, jamás habría considerado la idea –suspiró el rey mientras se frotaba el entrecejo con gesto cansado–. Hijo, quiero que seas feliz. Me gustó lo que esa mujer me dijo sobre un proceso de selección. Tú necesitas a alguien muy concreto, que no tenga mala prensa. Esa mujer me prometió emparejarte con la esposa perfecta para ti. Me pareció un buen trato.

Un fuerte sentimiento de culpa se apoderó de Finn.

–Lo siento. Has sido muy paciente conmigo. Ojalá…

Había estado a punto de decir que ojalá supiera por qué había causado tantos problemas, pero conocía perfectamente la razón. Unos ojos del color de la hierba fresca, una piel resplandeciente y una obstinación más fuerte que las verjas de palacio.

Tal vez aquella casamentera pudiera encontrar a alguien que pudiera sustituir a Juliet en el corazón de Finn. Podría ocurrir.

–He hecho que investiguen minuciosamente a esta casamentera, Elise Arundel, pero te recomiendo que lo hagas tú por tu cuenta. Si no te gusta la idea, no lo hagas, pero yo he tenido tan poca suerte para encontrarte una candidata… En realidad, candidatas no faltan –añadió el rey sonriendo por primera vez desde que Finn entró en el despacho–. El problema es que no existe la que pueda contigo.

Finn sonrió también.

–Al menos en eso estamos de acuerdo.

Finn se parecía mucho a su padre. Los dos tenían grandes corazones y unas personalidades más grandes aún, todo ello con un gran sentido del deber que formaba parte innata de ellos como miembros de la realeza. Amaban profundamente a Delamer y al pueblo al que servían.

El padre conseguía hacerlo con gracia y propiedad. Finn, por otro lado, tendía a tener fallos que a los fotógrafos les encantaba inmortalizar. Por supuesto, una fotografía jamás podría reflejar el corazón roto que lo empujaba a buscar la manera, fuera la que fuera, de borrar el dolor.

Lo comprendía todo y no le importaba la idea de casarse, en especial para salvarse de la vorágine de los medios. Encontrar a una mujer a la que pudiera amar al mismo tiempo sería una bendición añadida. Sentar la cabeza y tener hijos le atraía si pudiera hacerlo con alguien que le diera lo que tan desesperadamente necesitaba: un refugio en el que pudiera ser un hombre en vez de un príncipe.

Las probabilidades de que una casamentera encontrara a la candidata ideal… Bueno, tenía más posibilidades de apostar mil al rojo y ganar.

–Hablaré con la señora Arundel.

Finn se lo debía a su padre. Debía tratar de encontrar el modo de detener lo que le causaba sufrimiento. También se lo debía a su país. Debía reflejar una imagen positiva de los Couronne en la prensa internacional. Si eso significaba aceptar a la candidata que eligiera la casamentera y procurar que todo saliera bien, así lo haría.

Los ojos del rey reflejaron alivio. Su padre lo quería mucho y deseaba lo mejor para él. ¿Por qué no podía él hacer lo que debía, como hacían siempre sus hermanos? Alexander sería el rey algún día, y tenía siempre presente lo que era su deber. El comportamiento del heredero estaba por encima de todo reproche. Alexander jamás les había causado a sus padres un momento de preocupación.

Finn, por el contrario, era el hermano juerguista. Por suerte, no se le necesitaba. Un matrimonio ventajoso sería su oportunidad para hacer algo bien, algo que fuera de valor para la corona.

–A ella le gustaría que volaras a Dallas, Texas, para conocerte en persona –dijo el rey–. Tan pronto como sea posible.

Dallas. Finn nunca había estado allí. Por lo menos se podría comprar un sombrero vaquero.

–Tengo turno mañana, pero puedo ir pasado.

El rey le colocó una mano en el hombro a Finn.

–Me parece bien.

Finn bajó la cabeza y se encogió de hombros.

–Ya veremos. ¿Qué es lo peor que me puede ocurrir?

Finn se arrepintió inmediatamente de haber pronunciado aquellas palabras. El escándalo lo perseguía sin que pudiera librarse de él. La traición de Juliet había sido el primero, pero ciertamente no el último. Simplemente había sido el que más le había dolido.

Ese había sido el desencadenante de todo. Ella le había hecho tanto daño… Finn la amaba desesperadamente y descubrió que ella no sentía lo mismo. Si ella le hubiera amado, jamás habría participado en una protesta contra todo lo que era importante para él: su padre, el ejército y las bases de la estructura de gobierno a las que había jurado lealtad eterna.

Menuda ironía… Las dos cosas que más le gustaban de Juliet eran la pasión y el compromiso que ella tenía por su familia. Sin esos sentimientos, ella sería un ser sin interés ni brillo. Sin esos sentimientos, la protesta no habría tenido lugar.

No importaba. Juliet se había encargado de aplastar todos los sentimientos que tenía hacia ella. A excepción de la ira. De la ira aún disponía a montones.

Con cierta tristeza, dejó que James lo llevara de vuelta a la base de guardacostas donde tenía aparcado su Aventador. Toda su vida se podía resumir en una única frase: una espada de doble filo. Fuera como fuera como la blandiera, terminaba cortándole. Sería hombre y príncipe hasta el día en el que muriera. Parecía que el destino le impedía satisfacer ambas facetas al mismo tiempo.

Sin embargo, un pequeño hilo de esperanza le empujaba a creer que aquella casamentera podría ayudarle a cambiar las cosas.

 

 

Juliet Villere no comprendía la fascinación de los estadounidenses por la conversación sobre temas triviales. Resultaba muy aburrido.

El salón de baile estaba a rebosar. No era el lugar en el que le apetecía estar, lo que, unido además al deseo de evitar seguir hablando sobre el ridículo juego que los confusos estadounidenses denominaban fútbol, la empujó a terminar en un rincón. La pared le protegía la espalda y le proporcionaba un estupendo escudo para evitar las miradas que le hacían arder la piel.

¿Por qué no le había dicho nadie que una transformación exterior no la transformaba también mágicamente en su interior? Ni el maquillaje ni el elegante vestido podían convertir a Juliet en alguien a quien le gustara el lápiz de labios. Ni las fiestas.

Sin embargo, estaba en deuda con Elise Arundel por haberla aceptado cuando salió huyendo de Delamer para buscar algo que pudiera curar por arte de magia el dolor continuo que le había producido la traición de Finn. Aquella era la única razón por la que había accedido a asistir a aquel evento de tanto postín, que contaba con muchos de los clientes de Elise. Tal vez ella no se diera cuenta si Juliet se marchaba de la fiesta y regresaba a la casa de Elise, donde Juliet residía hasta que la casamentera le encontrara un esposo en los Estados Unidos. Solo estaba a un par de kilómetros de allí y había practicado a andar con tacones lo suficiente como para que no le dolieran los pies.

Entonces, se percató de que Elise la estaba observando.

–¿Te estás divirtiendo? –le preguntó Elise al llegar a su lado.

–Sí, mucho.

Elise se percató inmediatamente de la ironía de aquellas palabras y sonrió.

–Te invité a esta fiesta para que puedas practicar a relacionarte socialmente. Esconderte en un rincón no te va a ayudar a conseguirlo.

–No tengo nada que decir sobre fútbol… –dijo ella mientras se colocaba la cinturilla del vestido verde que Dannie Reynolds, su nueva amiga, le había ayudado a elegir–. Por eso, me estoy relacionando con los beneficios de la soledad.

Elise se echó a reír.

–En ese caso, baila con alguien. Así no tendrás que hablar.

Juliet sacudió la cabeza. Ella tan solo había bailado con Finn y no quería que aquello cambiara.

Un dolor agudo y fuerte le atenazó el estómago. Cruzar el Atlántico no le había ayudado a olvidarse de él. Finn le hizo pedazos el alma hacía más de un año. ¿No debería haberse olvidado ya de él?

Sin embargo, el anuncio de su inminente compromiso le había hecho el daño suficiente para hacerla huir de Delamer a Dallas.

–No veo por qué tengo que bailar con uno de esos hombres.

Como no veía motivo para tener uñas postizas ni para pintarse los labios. Sin embargo, no le correspondía a ella cuestionar la fórmula que Elise utilizaba en su empresa.

–Ninguno de ellos será mi pareja –añadió–. Y, además, solo piensan en el deporte.

Juliet hizo ademán de poner mala cara, pero recordó que no podía hacerlo. En realidad, se suponía que tampoco debía ser tan franca a la hora de hablar. Su futuro esposo querría una esposa refinada que tuviera habilidad para mezclarse con la alta sociedad, no una mujer que resultara descarada.

¿Cómo iba a poder fingir de ese modo durante el resto de su vida? Seguramente, del mismo modo que fingía que el corazón no se le había roto cuando perdió al hombre que amaba, a su hermano pequeño y la vida que llevaba en Delamer.

Podía soportar cualquier cosa si eso conseguía emparejarla con un esposo que pudiera ayudarla a quedarse en los Estados Unidos y así no tener que ser testigo de cómo Finn se casaba con otra mujer.

Elise sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

–No, no. No te contengas. Dime lo que sientes realmente. ¿Qué te parece si te ahorro más suspense y te digo que tengo pareja para ti?

Juliet sintió que el corazón se le paraba. Ya estaba. La razón por la que había ido a Estados Unidos.

¿Cómo sería su futuro esposo? ¿Le gustaría nadar y navegar? ¿Podría ella pedirle que la llevara de vacaciones a la playa? ¿Le importaría que su familia viniera a visitarla ocasionalmente? ¿Tendría una bonita sonrisa y se reiría mucho?

Lo más importante, ¿sería ella capaz de sentir algo por él para poder llenar el vacío que había dejado Finn en su interior?

Aunque Elise le garantizara una unión por amor, seguramente sería demasiado esperar que ese hombre pudiera reemplazar a Finn.

Tendría que conformarse. No le quedaba otra.

Tragó saliva para aplacar la quemazón que de repente sintió en la garganta.

–No te ha llevado mucho tiempo. Terminé el cuestionario ayer mismo.

Elise se encogió de hombros y se volvió a mirar hacia la pista de baile. Al hacerlo, le dio a Juliet un suave golpecito con el hombro.

–A veces, en cuanto cargo el perfil, no se me relaciona con alguien que ya esté en el sistema y tenemos que esperar hasta que entren nuevos clientes. En tu caso, saltó inmediatamente.

Juliet quería preguntar el nombre y, al mismo tiempo, quería esconderse debajo de la mesa.

Aquel hombre seguramente esperaría una cierta clase de mujer, una que pudiera servir de anfitriona en sus fiestas, relacionarse con sus amigos y sonreír constantemente mientras charlaban sobre fusiones de negocios y pagos de impuestos. Y de fútbol. Esa mujer no era ella.

Quería marcharse a su casa. Entonces, pensó de nuevo en la vida que tendría en Delamer. Allí, vería todos los días el helicóptero de Finn volando por el cielo azul. O se encontraría con fotografías de él cortando la cinta en una nueva escuela… Jamás olvidaría aquella fotografía…

Una niña que asistía a la escuela primaria que él había acudido a inaugurar se le acercó y le rodeó el muslo con los brazos justo en el momento en el que Finn cortaba la cinta. Al terminar, Finn se inclinó sobre ella para darle un beso en la mejilla. El momento quedó inmortalizado por medio de las cientos de cámaras y de teléfonos móviles que estaban presentes.

Juliet no podía olvidar aquella muestra de la naturaleza cercana y encantadora del príncipe. Era un hombre tan agradable, con un sentido del humor que a ella le encantaba… hasta que se dio cuenta de la testarudez y la obstinación con la que Finn se negaba a ver el daño que él le había hecho al ponerse del lado de su padre. No había manera de razonar con Finn, y eso mancillaba el resto de sus buenas cualidades.

En Delamer, había también recordatorios constantes del vacío que la muerte de su hermano Bernard había dejado.

Cualquier esposo era mejor que todo eso.

–¿Qué ocurre si no me gusta el hombre que tu ordenador haya elegido? –le preguntó Juliet.

–No hay verdades absolutas. Si no te gusta, encontraremos a otra persona, aunque me podría llevar un tiempo. Sin embargo… Me gustaría que mantuvieras la mente abierta sobre las posibilidades. Este hombre es perfecto para ti. Jamás he visto dos personas que fueran más compatibles. Ni siquiera Leo y Dannie estaban tan bien alineados y mira lo bien que ha salido esa unión.

Juliet asintió. Dannie y Leo Reynolds eran ciertamente una de las parejas más enamoradas de todos los tiempos, y ni siquiera se habían visto antes del día en el que se casaron. Si Elise decía que ese hombre era la pareja perfecta para Juliet, ¿por qué dudarlo?

–Esta noche tenía un motivo adicional para invitarte a esta fiesta –confesó Elise–. Tu pareja estará aquí también. Vendrá muy pronto. Pensé que si os conocíais en un acto social te quitaría a ti presión.

Su pareja.

Juliet había esperado poder tener tiempo para conocer detalles sobre él antes de conocerlo. Se tocó el cabello. Al menos, conocería a su futuro esposo mientras estaba absolutamente impecable. Una pequeña victoria.

Respiró profundamente. Su hermano Bernard querría que fuera feliz, que siguiera con su vida. El recuerdo de la sonrisa de su hermano le dio ánimos.

De repente, un revuelo entre todos los presentes captó la atención de Juliet. Los invitados estiraban el cuello para tratar de ver y susurraban entre ellos mientras señalaban hacia la puerta principal.

–¿Qué es lo que pasa? –preguntó.

Elise susurró una palabra muy poco femenina.

–Esperaba poder tener algo más de tiempo para explicarme. Es tu pareja –dijo tras aclararse la garganta–. Ha llegado temprano. Creo que eso es una buena cualidad en un hombre. Es decir, además de todas las otras que tiene, claro está. ¿No te parece?

Su futuro esposo, asumiendo que todo fuera según el plan, acababa de entrar en el salón de baile. El pulso de Juliet se desató.

–Claro. ¿Pero por qué me parece que estás tratando de convencerme de algo? ¿Es que tiene dos cabezas o algo así?

–Para encontrar tu pareja, he hecho algo muy poco ortodoxo –confesó Elise mientras se mordía el labio. Entonces, agarró a Juliet del brazo–. Algo que espero que comprendas. Ha sido una prueba. Decidí que si el ordenador no os emparejaba, no te diría nada. No te contaría nada y os encontraría otra pareja a cada uno de los dos.

–¿De qué estás hablando? ¿Qué has hecho?

Elise sonrió débilmente.

–Has hablado tanto de él… Comprendí que aún lo tenías en tu corazón. No me podía considerar una casamentera si no os daba la oportunidad de redescubrir por qué os enamorasteis en un principio.

Juliet comenzó a sentir un sudor frío.

–¿De quién te he hablado yo?

–Del príncipe Alain. De Finn –respondió Elise. Entonces, señaló la entrada–. Él es tu pareja.

–¡Dios mío, Elise! –exclamó Juliet con incredulidad e ira a la vez–. Dios mío…

Efectivamente, allí estaba Finn. En el salón de baile. Él era su pareja. No el apacible estadounidense que se conformaba con ver el fútbol y que la salvaría del sufrimiento que Finn le había causado.

–Abre la mente –le recordó Elise. Entonces, le agarró la mano para obligarla a dar un paso al frente y tiró de ella hacia la puerta del salón–. Ven a saludarle. Dame diez minutos. Deja que os explique a los dos y luego me puedes regañar todo lo que quieras por lo que he hecho. O podéis pasar ese tiempo recuperando vuestra relación. Tal vez incluso dándoos una oportunidad. Vosotros elegís.

Juliet observó con avidez la multitud, buscando un rostro familiar. De repente, se encontró con un fuerte cuerpo vestido de traje oscuro y flanqueado por un discreto equipo de seguridad que se dirigía hacia ella.

Finn. Exactamente como lo recordaba su corazón.

Alto, guapo, seguro de sí mismo. Con toda seguridad el hombre que podría soportar el peso de una corona a pesar de que era improbable que así fuera. Músculos duros y definidos ocultos bajo un esmoquin que no conseguía disimular la belleza de su cuerpo. El cabello oscuro tenía, a pesar de que siempre lo llevaba muy corto, cierta tendencia a rizarse cuando lo dejaba crecer un poco. Y aquella maravillosa sonrisa…

Hasta que se detuvo delante de Elise y vio a Juliet. La sonrisa se heló un poco al mirar alternativamente a las dos mujeres.

–Señora Arundel, me alegro de volver a verla.

Finn extendió la mano y asió la de Elise antes de darle un suave beso en la mejilla como si fueran viejos amigos. Entonces, se dirigió a Juliet.

–Señorita Villere. Qué sorpresa tan agradable. No sabía que estaba usted en este lado del mundo.

A pesar del hielo de su voz, Juliet sintió que el estómago le daba un vuelco, como le ocurría siempre que estaba junto a Finn.

–La sorpresa es mutua –le aseguró ella, casi sin poder respirar. Las paredes del salón parecían cerrarse sobre ella y arrebatarle así el aire que flotaba en la sala–. Sin embargo, me reservo todavía la opinión sobre si es agradable o no.

Su lengua la había vuelto a traicionar. De repente, fue consciente del modo en el que la miraban muchos de los presentes y comprendió que muchas personas eran testigos de la reunión pública entre el príncipe Alain y una mujer que sin duda conocía. No se tardaría mucho en buscar fotos y vídeos, además de noticias sobre el escándalo.

La expresión de él se ensombreció.

–Asegúrese de informarme cuando lo decida. Si me perdona, tengo un asunto que tratar con la señora Arundel que no es de su interés.