En brazos de la tentación - Heidi Rice - E-Book
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En brazos de la tentación E-Book

Heidi Rice

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Beschreibung

¿Cómo había podido acabar Kate en el despacho de Zack Boudreaux, dueño del hotel donde se alojaba, en ropa interior? Zack parecía dar por hecho lo peor y no era para menos. No tenía ropa ni billete de vuelta a casa, sólo le quedaba la esperanza de que él la ayudase…Y lo hizo. Primero con un albornoz y luego dándole un trabajo. Como su asistente personal, Kate estaba deseando cumplir todas las órdenes de su atractivo jefe...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Heidi Rice

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En brazos de la tentación, n.º 354 - septiembre 2022

Título original: The Tycoon’s Very Personal Assistant

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-052-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ya le he dicho que no soy una chica de vida alegre —dijo Kate Denton, cambiando de postura en el sillón de cuero y fulminando con la mirada al hombre que tenía al otro lado del escritorio de caoba.

Estaba con el jet lag, nerviosa e iba en ropa interior debajo del albornoz del hotel, así que supo que aquella mirada no tendría todo el efecto deseado.

Él no respondió. Los insistentes golpecitos que estaba dando con la pluma en el escritorio resultaban ensordecedores en aquel silencio. El brillante sol de Las Vegas entraba por el ventanal que tenía a su derecha, ensombreciéndole el rostro y haciendo imposible adivinar su reacción.

«Qué mala suerte», pensó Kate. «Después de vivir la experiencia más humillante de toda mi existencia, me interroga un gerente de hotel con complejo de Dios ».

Todavía tenía el estómago hecho un nudo. ¿Cómo se le había ocurrido pedir que la llevasen a ver al gerente? Le había parecido buena idea cuando el botones la había amenazado con llamar a la policía, pero en cuanto la habían subido a los despachos del ático, había empezado a tener dudas. Aquel tipo no se estaba comportando como otros gerentes de hotel a los que había conocido.

En esos momentos, se sentía todavía más intimidada que un rato antes.

Era evidente que los gerentes de hotel tenían mucho más poder en Estados Unidos que en Inglaterra. Hasta el Despacho Oval habría resultado chabacano al lado del de aquel tipo. El suelo estaba cubierto por una lujosa moqueta azul y los ventanales llegaban hasta el techo, exhibiendo la envidiable situación del hotel, que se erguía sobre la principal avenida de Las Vegas. Pero no eran sólo las vistas lo que le causaba vértigo en esos momentos. La habitación era tan grande que tenía espacio para una zona con tres enormes sofás de cuero, y Kate reconoció en la pared del fondo el cuadro de un pintor moderno cuyas obras costaban millones. También se había fijado en que aquel gerente tenía ni más ni menos que tres secretarias montando guardia fuera del despacho.

Era normal que tuviese complejo de Dios.

—¿Una chica de vida alegre? ¿Quieres decir una prostituta? —inquirió él con voz profunda, haciendo que Kate se estremeciese—. No recuerdo haberte dicho que seas una prostituta, cielo.

Ella se puso tensa al oír cierta diversión en su voz.

—¿Quién le ha dado permiso a llamarme cielo? —replicó.

—No necesito permiso —le dijo él—, teniendo en cuenta que estabas intentando forzar una puerta de mi hotel vestida con un sujetador y un tanga.

Kate tragó saliva.

—No es un tanga, son unas recatadas braguitas —se defendió Kate.

Entonces recordó el momento en que el jefe de botones la había sorprendido y le había puesto el albornoz. Notó que se ruborizaba. De repente, el hecho de llevar puesto algo más que un tanga ya no le pareció relevante. Y habérselo dicho al gerente la avergonzó.

Los golpes de su bolígrafo la sacaron de sus pensamientos.

—Llevase lo que llevase puesto, estaba causando un alboroto.

A Kate le quemaron las mejillas. ¿Qué le pasaba a aquel tipo? Era ella la que había sido maltratada. Era cierto que había levantado la voz y le había dado varias patadas a la puerta, pero era normal, se había quedado en el pasillo del hotel prácticamente desnuda.

—Estaba intentando volver a entrar en la habitación.

—Sí, pero no era tu habitación, ¿verdad? —dijo él, inclinándose hacia delante y apoyando los codos en el escritorio.

La luz del sol iluminó por fin sus facciones y a Kate se le aceleró el pulso. El rostro era increíblemente bello y masculino. Tenía los ojos verdes, las cejas negras, los pómulos marcados y el pelo moreno y corto. Sólo le faltaba un cartel de «irresistible» sobre la cabeza.

Y, tal y como la estaba mirando, Kate se preguntó si estaría esperando a que se derritiese. Ella se apretó el cinturón del albornoz, decidida a no babear.

Por suerte, era inmune a los machos alfa.

—Era mi habitación o, al menos, eso se suponía —respondió, abrazándose al notar el frío del aire acondicionado.

Él la recorrió con la mirada y Kate sintió deseo. Bueno, tal vez no fuese completamente inmune.

—No estás en el libro de registro del hotel —replicó el gerente, mirándola a los ojos—. Y el señor Rocastle, que es el cliente que ocupa esa habitación, ha puesto una queja contra ti. Así que, ¿por qué no me das una razón para que no te eche a la calle con tus recatadas braguitas?

Kate se puso rígida al oír aquello. ¿Se estaba burlando de ella?

Andrew Rocastle la había engañado, había intentado agredirla sexualmente y la había humillado. Y a ese tipo le parecía gracioso.

—No es culpa mía que el señor Rocastle no haya puesto mi nombre en el libro de registro esta mañana. Pensé que había reservado habitaciones separadas para los dos —espetó, enfadada con Andrew—. En cualquier caso, no tengo por qué darle ninguna explicación. Nada de esto es asunto suyo. Usted es el gerente del hotel, no mi madre.

 

 

Zack Boudreaux arqueó las cejas. Era menudita, pero tenía agallas. Él no se consideraba un hombre arrogante, pero estaba acostumbrado a que las mujeres fuesen mucho más agradables con él. Era la primera vez que se enfrentaba a semejante nivel de hostilidad.

En circunstancias normales, no tendría que haberse enterado de un incidente de tan poca transcendencia, pero el gerente de The Phoenix tenía el día libre y su ayudante estaba haciendo un curso, así que el botones le había pasado el problema a la secretaria de Zack. Él había oído jaleo en el despacho de al lado y había llamado a la secretaria para ver qué ocurría, por curiosidad. Lo cierto era que, después de haber terminado de preparar su viaje a California, no había tenido nada que hacer por primera vez en diez años, y había estado aburrido.

En cuanto aquella fierecilla había entrado en su despacho vestida con un albornoz y de muy mal humor, se le había pasado el aburrimiento.

Sabía que era un placer malsano, pero se estaba divirtiendo. Sobre todo, al imaginársela en el pasillo sólo con la ropa interior.

—No soy el gerente de este hotel, sino el dueño —le dijo—. Es mío, junto con otros dos en el sudoeste.

—Pues enhorabuena —replicó ella, aunque la frase perdió efecto cuando Zack vio una pequeña expresión de pánico en su rostro.

—Y cualquier cosa que ocurra en mi hotel es asunto mío —continuó él sin dejar de mirarla a los ojos—. Siempre me preocupo por que así sea.

Habló con firmeza. Si había ganado una fortuna jugando al póker en su juventud, no había sido enseñando sus cartas demasiado pronto. Todavía no quería dejarla marchar. Había causado un alboroto y sentía curiosidad por el motivo.

—En ese caso, tal vez pudiera preocuparse por conseguir que me devuelvan la ropa —contraatacó Kate.

Zack hizo una mueca. Con el pelo rubio suelto, los carnosos labios haciendo un puchero y aquellos ojos azules turquesa echando chispas, estaba muy guapa, y también muy enfadada y muy sexy. Parecía un hadita con problemas para controlar su ira.

No pudo evitar sonreír.

Ella entrecerró los ojos peligrosamente al verlo.

—Perdone, ¿le parece divertido? —le preguntó con claro acento inglés.

Su acento debía haberle recordado al té aguado y a los pomposos aristócratas que tanto había odiado durante sus años de adolescencia en Londres, pero le resultó tan sexy que, en su lugar, pensó en sábanas revueltas y en una piel suave y caliente.

Se aclaró la garganta y contuvo la sonrisa.

—Yo no utilizaría precisamente la palabra divertido.

Ella se aferró a las solapas del albornoz e intentó no ruborizarse más.

Él apartó la vista al sentir la punzada del deseo.

—No te preocupes, recuperarás tu ropa —le dijo—, pero antes quiero saber cuál es tu relación con el señor Rocastle y qué ha hecho éste para que quieras poner una reclamación a mi hotel por daños y perjuicios.

 

 

Kate intentó comportarse con naturalidad.

—Soy su secretaria, o lo era antes de esto —respondió levantando la barbilla y haciendo un esfuerzo por mantener los nervios a raya—. Y él ha querido que nuestra relación pasase a otro nivel, pero yo, no. Así que se lo he dicho.

Tal vez contándoselo todo a aquel entrometido adonis estadounidense, éste perdería el interés y la dejaría marchar. La ardiente mirada que le había dedicado un momento antes, como si con ella pudiese traspasar el albornoz que Kate llevaba puesto, había hecho que se le acelerase el pulso.

¿Cómo podía parecerle atractivo? Tal vez fuese guapo, pero, por lo poco que sabía de él, también era un cerdo demasiado seguro de sí mismo e insensible. Era dueño del hotel, ¿y qué? Eso no le daba derecho a reírse de ella.

—Ya veo —dijo él en tono monótono, como si Kate estuviese allí sentada para entretenerlo—. ¿Y tú le dijiste todo eso desnuda?

—Iba a darme una ducha, no sabía que sólo había reservado una habitación.

La frustración hizo que los ojos se le llenasen de lágrimas. Parpadeó con furia, decidida a no llorar.

¿Cómo podía haber sido tan tonta?

Si se hubiese dado cuenta antes de por qué la había contratado Andrew, tal vez hubiese podido salvar parte de su orgullo, pero se había esforzado tanto en impresionarlo, en demostrarle que se merecía que le diese aquella oportunidad, que había terminado haciendo el ridículo.

Intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta.

—Sigo pensando que esto no es asunto suyo —dijo, agarrándose al albornoz—. ¿Va a denunciarme o no?

Él tardó dos segundos en contestar, pero a Kate le parecieron dos décadas. Y seguro que él lo sabía.

—Supongo que no —respondió, dejando caer la pluma encima de la mesa.

Kate se sintió aliviada.

—Gracias —dijo, intentando hacerlo con naturalidad—. Entonces, me marcho.

Y se puso en pie.

—Espera, todavía no hemos terminado —la detuvo él.

Y, para su desgracia, se puso también de pie y le dio la vuelta al escritorio para acercarse a ella.

Era muy alto. Alto y delgado y con los hombros anchos. Kate bajó la cabeza e hizo un esfuerzo para no dejarse caer de nuevo en el sillón.

—No creo que tengamos nada más de qué hablar —le dijo con voz un tanto temblorosa.

—Bueno, no sé —contestó él muy despacio—. Quédate ahí —añadió, señalándola con el dedo antes de inclinarse sobre el escritorio y tomar el teléfono—. Boudreaux —dijo por el auricular.

Aunque furiosa, Kate obedeció, ya que imaginó que necesitaría el permiso del dios del sexo para poder entrar en la habitación de Andrew a recuperar su ropa.

—Ajá —dijo él al teléfono—. ¿Ha dicho adónde iba?

Luego siguió escuchando, con la vista clavada en la cara de Kate, apretando los labios un segundo después.

—¿Y su identificación? —añadió por teléfono, en tono molesto.

Se pasó una mano por el pelo y juró entre dientes. Los mechones de pelo volvieron a colocarse en su sitio. Kate pensó que se debía de haber gastado una pequeña fortuna en aquel corte.

—Claro. No, no te molestes. Yo lo solucionaré —terminó, colgando el teléfono y dirigiéndose a Kate de nuevo—: Será mejor que te sientes.

Había irritación en su voz, pero en su mirada tenía un cierto cariño que Kate no había visto en ella hasta entonces. Se sentó con un nudo en el estómago y se quedó esperando.

Él se apoyó en el borde del escritorio y cruzó las piernas a la altura de los tobillos. Lo tenía tan cerca, que Kate podía oler su íntimo aroma a jabón y a hombre. Se concentró en la raya perfecta de sus pantalones, intentando no fijarse en el modo en que la cara tela se le pagaba a los muslos.

—Rocastle se ha marchado —le anunció él.

Kate levantó la barbilla y respiró aliviada al darse cuenta de que no tendría que volver a ver a aquel gusano.

—Si pudiese darme la llave de su habitación, iría a por mi ropa, me vestiría y me marcharía —le dijo.

—No va a ser tan fácil —contestó él, afligido—. Se ha llevado tu equipaje.

—¿El qué? ¿Todo?

Él asintió.

—Todo, salvo tu documentación.

—Pero ¿por qué? —preguntó Kate sorprendida.

Él descruzó los brazos y apoyó las manos en el escritorio, echando la parte superior del cuerpo hacia delante.

—Ha pedido en recepción que te dijesen que estás despedida y que se lleva tus cosas y tu billete de vuelta a casa para cubrir con ello los gastos.

—Pero…

Kate sintió pánico.

¿Cómo era posible que Andrew le hubiese hecho algo así? Tenía que saber que la dejaba tirada.

—No puede hacerlo. Son mis cosas —continuó, indignada—. ¿Cómo voy a volver a Londres?

 

 

Zack había imaginado que se volvería a enfadar. De hecho, había deseado volver a ver brillar sus ojos de ira, pero al verla confundida y desesperada, la situación dejó de parecerle divertida.

El novio, jefe o lo que fuera, parecía todo un elemento. Tal vez la chica estuviese loca como una cabra, pero el otro había sido muy calculador al marcharse dejándola sólo con la ropa interior.

Ella bajó la cabeza, cerró los puños con fuerza y respiró. Cuando volvió a levantarla, no parecía enfadada, sino destrozada. La humedad de sus ojos acentuaba el azul del iris. Respiró de nuevo y se irguió en la silla, pero no derramó ninguna lágrima. Él sintió una extraña opresión en el pecho que reconoció como admiración.

—¿Quieres que llame a la policía? —le preguntó, pensando que sería lo lógico.

Kate negó con la cabeza.

—¿Podría pedirle un favor?

Él pensó que iba a pedirle dinero. No le sorprendería. La chica estaba en un apuro y, a juzgar por su acento y por su comportamiento, debía de ser la hija rica y mimada de algún británico estirado. No obstante, se sintió un tanto decepcionado.

—Dispara —le dijo.

—¿Podría darme trabajo?

—¿Trabajo?

—Sí, he trabajado de camarera y tengo mucha experiencia en hoteles.

—¿Has limpiado váteres? ¿Me estás tomando el pelo?

Podía imaginarse a la reina de Inglaterra haciéndolo antes que a aquella chica.

—No, no le estoy tomando el pelo —respondió ella ofendida.

—¿Tienes visado de trabajo? —le preguntó él, sin saber por qué. No quería ponerla a trabajar de camarera, ni limpiando váteres, no le parecía bien.

—Sí, tengo doble nacionalidad. Nací en Nueva York.

—De acuerdo. Mira, podemos encontrar una solución, si quieres, pero no necesitas un trabajo. Sólo necesitas que la policía hable con tu novio y…

—No es mi novio —lo interrumpió Kate.

—Bueno, pues lo que sea, pero no puede robarte tus cosas.

—No pienso ir a llorarle a la policía, ni a nadie —respondió ella—. Era sólo ropa, se la puede quedar. Y el billete de avión, lo mismo, lo había pagado él.

—¿No se te está olvidando algo?

—¿El qué? —preguntó Kate.

—Que no puedes trabajar de camarera en ropa interior.

Ella parpadeó y luego apartó la mirada. Le temblaron los hombros y él volvió a sentir presión en el pecho.

Se sentía como si acabase de darle una patada a un perrito.

 

 

—En eso tiene razón —admitió Kate, obligándose a mirarlo de nuevo. ¿Seguiría pareciéndole que su situación era divertida o, peor, que era patética?

No podía ir a la policía. Su orgullo no se lo permitía. Prefería tener que ir por la calle desnuda antes que volver a ver a Andrew, pero sólo llevaba veinte dólares en el bolso. El día anterior, al llegar al trabajo, no había esperado que su jefe le dijese que se iban a Las Vegas de viaje de negocios. Se había quedado sin trabajo. Había llegado al límite de su única tarjeta de crédito. Sus amigos no tenían tanto dinero como para ayudarla a volver a casa. Y habría preferido amputarse una pierna antes que pedirle nada a su padre.

Llevaba desde los diecisiete años ganándose la vida sola. Estiró los hombros, intentó controlar el pánico que hacía que le temblasen las manos. Ella se había metido en aquel lío, ella sola tendría que salir.

Le dolió el estómago sólo de pensar en estar a merced del hombre que tenía delante. Odiaba estar en deuda con nadie. En especial, con alguien como él, un hombre rico, seguro de sí mismo y dominante, pero su orgullo ya se había llevado suficientes golpes aquel día.

Cerró los puños.

—Sé que es mucho pedir, pero, si empezase a trabajar mañana mismo, ¿podría adelantarme algo de dinero?

 

 

Zack se dio cuenta de que le había costado un gran esfuerzo pedírselo. Estaba todavía más pálida que un rato antes y muy tensa, y él sintió la necesidad de borrar aquella expresión de derrota de sus ojos.

No era el tipo de hombre que rescataba a damiselas en peligro. Sobre todo, a damiselas con la actitud de aquélla, pero no pudo evitar querer ayudarla.

Tal vez fuese por su mezcla de valentía y vulnerabilidad. O quizás por su sinceridad. Podría haber utilizado su belleza, algún truco femenino, pero no lo había hecho. Eso tenía que reconocérselo.

—La suite está pagada hasta pasado mañana —mintió, sabiendo que a Rocastle le devolverían el dinero—. Le pediré la llave al botones y haré que te suban algo de ropa.

Ella lo miró sorprendida y aliviada al principio, y con cautela después.

—No… —empezó, pero luego cambió de idea—. Es muy generoso por su parte —volvió a dudar, pero después se puso en pie—. Siento haber sido tan grosera, he tenido un día muy duro.

—No pasa nada —respondió él, sintiéndose culpable por haberle metido más presión.

—Me llamo Kate, por cierto —añadió, tendiéndole la mano—. Kate Denton.

Kate. Dulce, sencilla y llana. No le pegaba el nombre, pensó Zack mientras le daba la mano.

—Zack Boudreaux. Encantado de conocerte, Kate —le dijo, sorprendido consigo mismo al darse cuenta de que era verdad—. ¿Qué talla llevas? —le preguntó, mirándola de arriba abajo, aunque fuese imposible saberlo con aquel albornoz.

—Una talla ocho americana.

Se ruborizó al decírselo y a Zack le gustó. Era evidente que no era del todo inmune a él.

—Empezaré a trabajar mañana a primera hora —continuó Kate en tono profesional.

Zack sonrió.

—Seguro que me despierto al amanecer por culpa del jet lag —añadió, hablando muy deprisa.

Sí, era evidente que la estaba poniendo nerviosa. La idea lo agradó.

—El jefe de personal se pondrá en contacto contigo —le dijo él.

Aunque no iba a darle trabajo. Le pediría al botones que le diese doscientos o trescientos dólares, que le subiese algo de ropa y la ayudase a comprarse un billete de vuelta a casa. Era lo menos que podía hacer por ella, después de lo mucho que lo había divertido.

—No se olvide de descontar el coste de la ropa de mi sueldo —le dijo ella antes de marcharse, dándose la vuelta para ir hacia la puerta.

Zack la observó. Iba descalza, como una niña, aunque la posición de sus hombros y el seductor balanceo de sus caderas al andar le dijesen que era toda una mujer.

Iba a echarla de menos, qué tontería, acababa de conocerla y no había sido precisamente simpática con él.

Se sentó frente al escritorio y decidió escribir una lista de cosas que debía hacer antes de marcharse a California al final de la semana.

 

 

Veinte minutos más tarde, seguía sentado a su escritorio, con la pluma en la mano, sin haber escrito nada.

—¡Vaya! —arrancó la hoja de papel, la arrugó y la hizo volar hasta la papelera. Era normal que no pudiese pensar, había una hadita de ojos azules y pelo rubio que tenía ocupada su cabeza.

¿Por qué lo fascinaba tanto Kate Denton? Era guapa, pero no era su tipo. Le gustaban las mujeres esbeltas, sofisticadas y, casi siempre, predecibles. Y aquélla no parecía ser precisamente predecible.

Se levantó, dejó la pluma encima del escritorio y se frotó la nuca.

Tal vez ése fuese el problema.

Desde que había dejado de jugar, diez años antes, y había invertido todo su tiempo y su dinero en construir su imperio, las mujeres con las que había salido habían sido guapas, educadas y fáciles. Ninguna le había replicado ni retado como Kate Denton. ¿Cuántos años hacía que no sentía la emoción de la caza?

En el pasado, había disfrutado de la emoción de las cartas, y después, de la ambición que había tenido por cambiar su vida, por sacarla del oscuro mundo en el que había crecido, de garitos y casinos clandestinos. Con treinta y dos años, después de diez trabajando muy duro, había logrado aparecer en la portada de la revista Fortune, y Newsweek lo situaba entre los diez principales empresarios de Estados Unidos. Tenía una casa en la playa, en las Bahamas, y un avión privado. Y la franquicia The Phoenix había pasado de ser de un pequeño hotel con casino en Las Vegas, a ser una marca de referencia en todo el sudoeste.

Se acercó a la ventana y apoyó la mano en el cristal. Veinte pisos más abajo, la principal avenida de Las Vegas estaba vacía bajo el sol de la tarde. Sin el encanto de la noche, el glamur de las miles de luces de neón, la calle parecía hastiada, abandonada. Aquélla era una ciudad que había sido construida con la promesa del dinero fácil, con el que conseguir los deseos de la gente. Era una promesa que podía destruir vidas, había estado a punto de acabar con la suya, y él había decidido que, si de verdad quería escapar de su pasado, no podía seguir formando parte de ella. Ya había llevado la marca The Phoenix a Nuevo México y a Arizona con gran éxito y por fin estaba preparado para vender su hotel insignia y salir para siempre de Las Vegas y del negocio de los casinos.

Dejó caer el brazo. Según lo que le había dicho Monty, que era su mejor amigo y director comercial, cuando lo había llamado desde California el día anterior, sólo faltaban un par de semanas para que Zack pudiese dar el paso final. Así que no podía distraerse en esos momentos.

Pero con su sueño a punto de convertirse en realidad, ¿por qué se sentía tan hastiado como la ciudad a la que había llegado a despreciar?

Después de haber conocido a la fascinante Kate Denton, se había dado cuenta de que conseguir lo que durante tanto tiempo había perseguido sólo resolvería una parte de su problema. También tendría que darle un giro a su vida personal. Durante los últimos diez años, sólo había tenido alguna aventura poco satisfactoria. Se había dedicado más bien a trabajar, en vez de a disfrutar. En esos momentos, tenía unos días libres por primera vez en mucho tiempo, no habría mejor momento para disfrutar.

Zack se giró y miró el sillón en el que se había sentado Kate Denton. Sí, tal vez fuese una distracción, pero también sería un reto. Y a él siempre le habían encantado los retos.

Tomó el teléfono y recordó su cautivador rostro, su pelo rubio, aquellos increíbles ojos azules, los labios carnosos, y no hizo ningún esfuerzo por negar que la deseaba.

Volátil o no, merecía la pena hacer el esfuerzo. Apostaría doble contra sencillo.

Mientras marcaba el número del jefe de botones, dejó que la mezcla de adrenalina y deseo corriese por sus venas. Ya se sentía mejor. Más vivo, más excitado que en muchos años.

Tal vez sólo dispusiesen de un par de días para disfrutar el uno del otro, pero iba a disfrutarlos al máximo.