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La neurocirujana Maggie Sullivan siempre había trabajado en unas condiciones de extrema presión y sabía que debía bajar el ritmo antes de quemarse por completo. El mejor lugar, sin duda, para lograrlo era Sullivan's Crossing. El nombre se lo debía al bisabuelo de Maggie, y la tierra y la encantadora tienda de ultramarinos en el cruce de caminos entre Colorado y Continental Divide pertenecía en esos momentos al excéntrico padre de Maggie, Sully. Ella se moría de ganas de poder permitirse una vida como la suya. Pero el mundo de Maggie se tambaleó de repente y tuvo que hacerse cargo de Crossing. Cuando un senderista, callado y de aspecto serio, Cal Jones, se ofreció a echarle una mano, ella sospechó enseguida de sus motivos, hasta que averiguó la verdadera razón de su aislamiento deliberado. Aunque tanto Cal como Maggie estaban inmersos en una lucha por superar la pérdida y la soledad, el tiempo compartido había despertado en Maggie la esperanza de hallar algo mejor en el horizonte… siempre que ambos lograran aprender a encontrar la paz y la curación, y quizás el amor, juntos. "Una narradora excepcional". Library Journal "Fuerte conflicto, humor y personajes muy bien caracterizados son la clave del éxito de Robyn Carr". RT Book Reviews "Con este relato sobre el balsámico esplendor de la tierra y nuestra vulnerabilidad, Carr establece la medida del romance contemporáneo. La bien elaborada trama, los personajes atractivos y bien definidos y un seductor escenario convierte la última novela de Carr en un hallazgo, no solo para las estanterías de relatos románticos, sino para cualquier colección de ficción". Booklist "Con esta dulce historia sobre las raíces y sobre nuestra vulnerabilidad, Carr marca la línea por la que se tendrán que medir las escritoras de romance contemporáneo".
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Seitenzahl: 483
Veröffentlichungsjahr: 2019
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Robyn Carr
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En el horizonte, n.º 253 - 5.6.19
Título original: What We Find
Publicado originalmente por MIRA Books, Ontario, Canadá.
Traductora: Amparo Sánchez Hoyos
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-814-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Dedicado a Nicole Brebner, mi editora, mi compañera, mi amiga.
Gracias.
Solo con vivir no basta…
Hace falta el sol, la libertad,
y una pequeña flor.
HANS CHRISTIAN ANDERSEN
Maggie Sullivan buscó refugio en el rellano de la escalera entre las plantas sexta y séptima del extremo más alejado del ala oeste del hospital, la zona menos frecuentada por los internos y residentes que corrían de una planta a otra, de emergencia en emergencia. Se sentó en el descansillo entre dos tramos de escaleras con los pies apoyados en un escalón, abrazándose las rodillas, el rostro enterrado entre los brazos. Aún no comprendía cómo podía seguir sintiendo todos los días que su corazón estaba a punto de romperse. Había pensado que era más fuerte que eso.
—Vaya, parece que algunas cosas nunca cambian —exclamó una voz familiar.
Maggie se volvió hacia su mejor amiga, Jaycee Kent. Habían estudiado juntas en la facultad de Medicina, aunque la residencia las había separado. Jaycee era obstetra, mientras que ella era neurocirujana. Y años atrás, cada vez que la vida en la facultad de Medicina les resultaba insufrible, se habían escondido no pocas veces en ese rincón para llorar. La mayoría de sus compañeros de estudios y profesores eran hombres, y se negaban a que las vieran llorar.
Maggie soltó una mezcla de risa con sollozo.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó.
—¿Y quién te dice que no estás ocupando mi sitio?
—¿Porque estás felizmente casada y tienes una hermosa hija?
—Y un horario de mierda. No duermo lo suficiente, tengo tantos días malos como buenos y… —Jaycee se sentó al lado de su amiga—, al menos, por ahora, mis hormonas están cooperando. Maggie, estás cubriendo los turnos de alguien, ¿verdad? Para pagar las facturas.
—Desde que se cerró la consulta —admitió Maggie—. Y desde que pusieron la demanda.
—Necesitas un descanso. Te estás recuperando de un aborto y tus hormonas están enloquecidas. Necesitas marcharte de aquí, alejarte de urgencias. Tómate algún tiempo libre para poder lamerte las heridas. Para sanar.
—Me ha dejado —explicó ella.
—¿Qué? —Jaycee la miró estupefacta.
—Cortó conmigo. Dijo que ya no lo soportaba más. Mi comportamiento emocional, mis numerosos problemas. Sugirió que buscara ayuda profesional.
—No sé qué decir —admitió su amiga—. Menudo imbécil.
—Bueno, es verdad que me pasaba todo el tiempo llorando —ella moqueó un poco más—. Si no estaba con él, lloraba cuando hablaba con él por teléfono. Pensé que no me importaría no tener hijos. Tengo casi treinta y siete años, trabajo muchas horas, estaba muy bien con un buen hombre que acababa de salir de un mal matrimonio y que ya tenía una hija…
—Estoy de acuerdo con todo, salvo con lo del buen hombre —observó Jaycee—. Por el amor de Dios, ese hombre es médico. ¿No sabe que todo lo que has sufrido puede afectarte? Aunque elimines todo el estrés, todavía te quedaría el aborto. La gente suele considerar un aborto como una regla copiosa, pero se trata de una muerte. Perdiste a tu bebé. Necesitas un tiempo para vivir el duelo.
—Amén —Maggie asintió mientras se llevaba un pañuelo a la nariz y soplaba con fuerza—. Así lo sentí yo. Cuando descubrí que estaba embarazada, no me hicieron falta más de quince minutos para empezar a imaginarme a ese bebé, a amarlo, o amarla.
—No pretendo hacer leña del árbol caído, pero tienes un problema con esas hormonas alterando tus emociones. Escucha, esta noche envía unos cuantos correos electrónicos. Comunica a quien tengas que hacerlo que te tomas una o dos semanas de descanso.
—Nadie, salvo tú y Andrew, sabe lo del embarazo.
—No tienes por qué dar ninguna explicación, todo el mundo sabe lo de la consulta, lo de tus exsocios, la demanda. Francamente, tus colegas no se explican cómo puedes seguir teniéndote en pie. Sal de la ciudad. Descansa un poco.
—Puede que tengas razón —observó Maggie—. Estas escaleras de cemento me están matando.
Jaycee la rodeó con un brazo.
—Igual que en los viejos tiempos, ¿eh?
Los últimos once o doce kilómetros hasta Sullivan’s Crossing eran de puro barro, y el SUV Toyota de Maggie, de color crema, estaba embarrado hasta las ventanillas. No podía decirse que fuera ninguna sorpresa. Había llovido toda la semana en Denver, recordó. Marzo era habitualmente el mes más impredecible y húmedo del año, sobre todo en las montañas. Si no era lluvia, era nieve. Pero Maggie había tenido un año tan asqueroso que apenas se había fijado.
El año anterior había sufrido tantas complicaciones médicas, legales y personales, que había tenido que cerrar la consulta hacía unos meses. Desde entonces, había estado aceptando trabajo de otras consultas, cubriendo los turnos de los médicos de guardia y trabajando en el departamento de urgencias de nivel uno, mientras intentaba encontrar el modo de desenredar el lío en el que se había convertido su vida. La decisión de marcharse, consejo de su mejor amiga y médico, obedecía a un muy necesitado descanso. Tras enviar unos cuantos correos electrónicos y realizar unas cuantas llamadas telefónicas, se encontraba camino de la casa de su padre.
Era muy consciente de que, seguramente, estuviera sufriendo una depresión. Agotamiento y tristeza. Sería lógico. Su horario de trabajo era terrible y la tensión a la que había estado sometida últimamente, también. Hacía aproximadamente un año que un par de médicos de su consulta habían sido acusados de fraude y mala praxis, y suspendidos de empleo hasta que se hubiera realizado una investigación que, seguramente, acabaría en juicio. Aunque ella no había estado al corriente de los incidentes, se había producido un escándalo, que le había salpicado de lleno. La prensa se había cebado y ella se había quedado sola, intentando mantener una consulta que se desmoronaba. Y entonces, los padres de un chico fallecido por las heridas sufridas en un horrible accidente de coche, estando ella de guardia, habían presentado una demanda por muerte por negligencia… contra ella.
Parecía imposible que el destino fuera capaz de encontrar algo más con lo que cebarse entre su ya enorme montón de problemas. Pero sí. Nunca había que desafiar al destino. Porque descubrió que estaba embarazada.
Por supuesto había sucedido por accidente. Llevaba un par de años saliendo con Andrew. Ella vivía en Denver y él en Aurora, ambos con unas carreras muy exigentes, y solo se veían cuando podían, una noche allí, otra allá. Cuando conseguían reunirse para un fin de semana entero, aquello era el paraíso. Ella quería más, pero Andrew era médico de urgencias, además de padre divorciado con una niña de ocho años. Sin embargo, la comunicación por teléfono era constante. Todos los días se intercambiaban numerosos mensajes y correos. Ella contaba con él, era su principal apoyo.
Maggie tenía sus dudas sobre si algún día se casaría y tendría una familia, pero se alegró con la sorpresa. Era lo único bueno en un año muy malo. Andrew, sin embargo, no se mostró tan feliz. Todavía se estaba recuperando del divorcio, a pesar de que ya habían pasado tres años. Él y su ex aún seguían pleiteando por la pensión alimenticia, la custodia y las visitas parentales. Maggie no comprendía el motivo. Andrew no parecía saber qué hacer con su hija cuando estaba con él. Lo primero que sugirió al descubrir lo del embarazo fue que lo interrumpiera. Le prometió que ya reconsiderarían el tema de los niños en un par de años, suponiendo que para ella fuera entonces un tema de importancia, y si su relación seguía adelante.
Maggie ni se imaginaba interrumpiendo el embarazo. ¿Solo porque Andrew se mostraba reticente? ¡Tenía treinta y seis años! ¿Cuánto tiempo más disponía para «reconsiderar el tema»?
Aunque no le había comunicado nada a Andrew, ya había tomado la decisión de quedarse con el bebé, sin importarle el impacto que pudiera tener sobre la relación. Y entonces había sufrido el aborto.
Rota de pena y dolor, Maggie se había hundido un poco más. Solo dos personas sabían lo del embarazo, Andrew y Jaycee. Maggie lloraba desconsoladamente cada noche. En ocasiones, ni siquiera era capaz de esperar a llegar a casa del trabajo, y empezaba a llorar en cuanto cerraba la puerta del coche. Y luego estaban las visitas al rellano de la escalera. Lloraba al teléfono cuando llamaba a Andrew, lloraba en sus brazos mientras él intentaba consolarla, sabiendo ella encima que él se sentía aliviado.
Y entonces un día, se lo había soltado:
—¿Sabes qué, Maggie? Ya no aguanto más. Necesitamos tomarnos un tiempo de descanso. No puedo apuntalarte, reforzarte. Necesitas ayuda, que tu vida emocional vuelva a su ser o algo así. Estás agotando mis energías, y no estoy preparado para ayudarte.
—¿Bromeas? —había querido saber ella—. ¿Me dejas tirada cuando estoy hundida? ¿Me abandonas cuando solo han pasado tres semanas desde el aborto?
—Eso es lo que hay, nena —había contestado Andrew, de una manera muy típica suya.
Esa había sido la primera ocasión en la que Maggie había comprendido que el problema era él. Y también había sido el momento en que se agotó su paciencia.
Reunió un puñado de maletas y, en cuanto empezó a llenarlas, no pudo parar. Condujo hacia el suroeste desde Denver, hasta la casa de su padre, al sur de Leadville y Fairplay. No había llamado para avisar. Sí había llamado a su madre, Phoebe, para informarle de que iba a casa de Sully y que no estaba muy segura de cuánto tiempo iba a quedarse. De momento no tenía ningún plan, salvo escapar de una vida de constante tensión, ansiedad y tristeza.
Ya era primera hora de la tarde cuando detuvo el coche frente a la tienda rural de ultramarinos que había pertenecido a su bisabuelo, luego a su abuelo y en la actualidad a su padre. Su padre, Harry Sullivan, conocido por todo el mundo como Sully, estaba en plena forma a sus setenta años y no mostraba ninguna señal de bajar el ritmo ni de pensar en retirarse. Maggie permaneció un rato sentada en el coche, reflexionando sobre qué iba a decirle, sobre cómo decirlo para que no sonara como si acabara de perder un bebé y le hubieran roto el corazón.
Beau, el labrador de cuatro años de su padre, apareció trotando, vio su coche y posó las dos patas delanteras contra la puerta, mirándola con expresión de súplica. Frank Masterson, un parroquiano que, desde que ella tenía recuerdos, era un elemento fijo en la tienda, estaba sentado en el porche, con una taza de café en la mano y un periódico en el regazo. Un vistazo le indicó que el camping estaba casi desierto, solo había un par de caravanas y otro par de tiendas plantadas en parcelas junto a la carretera que se dirigía hacia el lago. Había un hombre sentado en una silla de camping frente a su tienda de campaña. No le extrañó la escasez de personas a mitad de la semana, a mediodía de principios de marzo, el mes menos ajetreado del año.
Frank la miró un par de veces, pero ni siquiera saludó con la mano. Beau se marchó, decepcionado al ver que Maggie no se había bajado del coche. Todavía no se le había ocurrido una buena frase de saludo. Pasaron cinco minutos antes de que su padre saliera de la tienda, cruzara el porche y bajara los escalones, seguido de Beau. Maggie bajó la ventanilla.
—Hola, Maggie —saludó él, apoyándose contra el capó del coche—. No te esperaba.
—Ha sido un impulso repentino.
—¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte? —preguntó su padre al descubrir las maletas en el asiento de atrás.
—¿No me dijiste que siempre sería bienvenida? —ella se encogió de hombros—. ¿En cualquier momento?
—A veces soy un bocazas —él sonrió.
—Necesito tomarme un descanso del trabajo. De toda esa mierda. De todo.
—Eso es comprensible. ¿Te apetece algo?
—¿Sería demasiado pedirte un par de cervezas y una cama? —preguntó Maggie con cierto sarcasmo.
—¿Te va bien una Coors?
—Claro.
—Deja el coche junto a la casa. Hay cerveza en la nevera y aún no he vendido tu cama.
—Eso ha sido todo un detalle por tu parte —observó ella.
—¿Necesitas ayuda para sacar todo tu guardarropa del coche?
—No. De momento no me hace falta gran cosa. Yo me ocupo.
—Entonces vuelvo al trabajo. Nos vemos luego —su padre se despidió.
—Parece que tenemos un plan.
Maggie solo llevó una maleta a la casa, la que contenía su cepillo de dientes, pijama y vaqueros limpios. Cuando era niña, y sus padres y abuelo vivían juntos en esas tierras, se sentía feliz casi todo el tiempo. La tienda, los parroquianos y los campistas, las montañas, el lago y el valle, la fauna salvaje y el sol se encargaban de que siempre estuviera de buen humor. Pero la parte que incluía una madre desdichada, un padre con tendencia a beber en exceso y las broncas entre sus padres, esa la recordaba con tristeza. Al cumplir seis años, su madre había dicho basta a tantas penurias, a la vida rural, a llevar a Maggie a esa escuela, lejos de allí, y que no le parecía nada adecuada. Si a todo eso se le añadía un esposo que no estaba a la altura, el hartazgo estaba asegurado. Phoebe se llevó a su hija a Chicago. Maggie se pasó varios años sin ver a Sully, y su madre se casó con Walter Lancaster, un destacado neurocirujano con un montón de dinero.
Maggie lo había odiado todo. Chicago, Walter, la enorme casa, el colegio privado, el gélido paisaje lleno de cemento. Odiaba el sonido del tráfico y las sirenas. Con el tiempo había reconocido que todo aquello le había devuelto la vida a su madre. Phoebe estaba casi feliz, siendo su intratable hija la única mancha en su vida llena de color. Habían intercambiado los papeles.
Para cuando Maggie cumplió once años, visitaba a su padre con regularidad, primero unos cuantos fines de semana, luego meses enteros y algunas vacaciones. Vivía para ello, y Phoebe la chantajeaba constantemente: «Si te portas bien y sacas buenas notas, podrás pasar el verano entero en ese horrible camping, podrás comer gusanos, ensuciarte y arriesgar tu vida entre osos».
—¿Por qué no peleaste por mí? —le preguntaba constantemente a su padre.
—Cielo, Phoebe tenía razón. Yo era una mierda como padre y solo quería lo mejor para ti. Además, no siempre era fácil —le solía explicar él.
En algún momento de la etapa del instituto, Maggie hizo las paces con Walter, pero decidió ir a la universidad en Denver, cerca de Sully. Phoebe quería que fuera a una universidad de prestigio de la Ivy League. La facultad de Medicina y la residencia eran otra cosa, ser aceptado era difícil y al final uno iba a la mejor facultad y el mejor programa de residentes que te hubiera aceptado. Maggie acabó en Los Ángeles. Luego consiguió una beca para trabajar con Walter, aunque no soportaba la idea de volver a Chicago. Pero Walter era, sencillamente, uno de los mejores. Después empezó a trabajar en una consulta en Denver, cerca de su padre y el ambiente que tanto adoraba. Un año más tarde, con Walter retirado de su profesión y dedicado al disfrute del golf, Phoebe y Walter se habían trasladado a Golden, Colorado, más cerca de Maggie. Walter tenía setenta años, como Sully. Phoebe era una vibrante mujer de cincuenta y nueve.
Maggie tenía la sensación de estar más unida a Walter que a Phoebe, básicamente porque ambos eran neurocirujanos. Se sentía agradecida. A fin de cuentas ese hombre la había enviado a estudiar a buenos colegios privados, aunque ella había hecho cosas horribles para demostrarle lo inútiles y nada apreciados que eran sus esfuerzos. Había sido una auténtica niñata desagradecida. Pero Walter resultó ser un tipo amable y con clase. Había ayudado a mucha gente que le estaba eternamente agradecida, y a Maggie le habían impresionado sus logros. Además, había sido su mentor en la carrera de Medicina. Ella había sido la primera sorprendida por su amor a la medicina.
—Me parece una idea estupenda —había dicho Sully—. Si yo fuera tan listo como tú y algún excéntrico como Walter estuviera dispuesto a pagar la cuenta, lo haría sin pensármelo dos veces.
Maggie descubrió que adoraba la ciencia, pero la facultad de Medicina resultó ser la cosa más complicada a la que se hubiera enfrentado jamás, y casi todos los días se preguntaba si sería capaz de sobrevivir otra semana más. Podría haber abandonado, cambiado de rumbo o suspender, pero no, sacó unas notas brillantes, casi tanto como sus ataques de ansiedad. Sin embargo, la primera vez que sostuvo un escalpelo en la mano, sintió la llamada.
Sentada en el sofá de Sully, se bebió dos cervezas antes de tumbarse y taparse con una manta. Beau entró por la puerta para perros y se tumbó junto al sofá. La ventana estaba abierta, dejando entrar el aire fresco y limpio del mes de marzo, y Maggie se durmió, acunada por el sonido rítmico de Sully cavando una zanja en la parte trasera de la casa. Empezó soñando con el verano junto al lago, pero antes de despertar soñaba con intentar operar en un abarrotado quirófano de urgencias en el que todo el mundo gritaba, trapos ensangrentados cubrían el suelo, la gente se odiaba, arrojaba los instrumentos, y los pacientes morían uno detrás de otro. Despertó jadeando y con el corazón acelerado. El sol se había puesto y la luz de la cocina estaba encendida, señal de que Sully había estado en la casa para echarle un vistazo.
Descubrió un plato con un sándwich tapado con film plástico, y una nota: Bienvenida a casa.
Maggie se comió el sándwich, se bebió una tercera cerveza y se fue a la cama, en su dormitorio de la casa de su padre.
Despertó al oír a Sully ir de un lado a otro, y comprobó que eran casi las cinco de la mañana. Decidió volver a dormirse hasta dejar de sufrir sueños de ansiedad. Se levantó al mediodía, rebuscó en la nevera y volvió a la cama. Hacia las dos de la tarde, la puerta de su dormitorio se abrió con gran estruendo.
—De acuerdo. Ya es suficiente.
La tienda de Sully había sido construida en 1960 por el bisabuelo de Maggie. Nathaniel Greely Sullivan tuvo un hijo y una hija. Casó a la hija y le dio al hijo, Horace, la tienda. Horace tuvo un hijo, Harry, que tenía cosas mejores que hacer que trabajar en una tienda rural. Quería ver mundo y vivir aventuras, de modo que se alistó en el Ejército y fue a Vietnam, entre otros destinos, pero a los treinta y tres años se casó al fin y llevó a su bonita esposa, Phoebe, al hogar de Sullivan’s Crossing. Enseguida tuvieron una hija, Maggie, y se instalaron allí con previsiones a largo plazo. Todos los dueños de la tienda habían sido conocidos como Sully, pero Maggie era siempre conocida como Maggie.
Hubo un tiempo en que esa tienda era el único lugar en el que conseguir pan, leche, hilo o clavos en más de treinta kilómetros a la redonda, pero para cuando le tocó al padre de Maggie hacerse cargo del negocio, las cosas cambiaron, y mucho. El negocio se había convertido en un establecimiento turístico, con cuatro cabañas de un dormitorio, un camping, algunas plazas para caravanas, un muelle en el lago, una lancha motora, baños públicos con ducha, lavandería, mesas de pícnic y barbacoas. Sully había instalado algunos enchufes en el porche para que los campistas pudieran cargar sus dispositivos, y él mismo tenía televisión por satélite y Wi-Fi. Sullivan’s Crossing se asentaba en un valle al sur de Leadville, al pie de unas impresionantes montañas y junto al sendero Continental Divide Trail. El camping era barato y estaba bien gestionado, las parcelas estaban limpias, la tienda era grande y bien abastecida. Disponían de oficina de correos, de la que Sully era el jefe. Y había terminado por convertirse en el mejor lugar para conseguir cerveza y hielo, tanto para los turistas como para los lugareños.
Hasta ese lugar se aventuraban senderistas o ciclistas, esquiadores de fondo, navegantes, escaladores, pescadores, amantes de la naturaleza y campistas de fin de semana. Muchos senderistas recorrían los senderos durante un día, varios días, una semana, o más. Los que hacían la pista CDT, o la de Colorado, a menudo planeaban una parada donde Sully para reabastecerse, descansar y lavarse. Eran conocidos como los verdaderos senderistas, ya que el Continental Divide tenía una longitud de casi cinco mil kilómetros, y el de Colorado más de ochocientos, aunque ambos senderos convergían a lo largo de unos trescientos kilómetros al oeste del negocio de Sully. Así pues a ese lugar se le solía conocer como El Cruce.
Los que lo conocían lo llamaban Sully’s. Algunos de los campistas acudían en una sola ocasión y nunca más se les volvía a ver, muchos eran habituales, acudían allí para pasar un fin de semana o unas cortas vacaciones. A Maggie todos le resultaban interesantes, hombres, mujeres, jóvenes, viejos, deportistas, aspirantes a deportistas, scouts, clubes de naturaleza, raritos, algún canalla, pero los que más curiosidad despertaban en ella eran los senderistas de larga distancia, los verdaderos senderistas. Ni se imaginaba la entrega que hacía falta para abordar la CDT, por no mencionar el valor y la fuerza. A Maggie le encantaban sus relatos, que iban desde la fauna salvaje que se podía encontrar en los senderos hasta el número de uñas de los dedos de los pies que habían perdido en el recorrido.
En el amplio porche delantero de la tienda había mesas y sillas, y la gente solía quedarse allí un buen rato, aunque la tienda no estuviera abierta. Cuando hacía buen tiempo, se producían reuniones espontáneas y se encendían hogueras junto al lago. Los senderistas de largo recorrido solían enviarse a sí mismos paquetes con calcetines secos, comida, algo de dinero, incluso algún libro, artículos de primeros auxilios, un nuevo mechero para encender fuego, una o dos camisetas limpias… a Maggie le encantaba verlos abrir los paquetes que se habían enviados a ellos mismos. Era casi como Navidad.
En el tablón de anuncios frente a la tienda, Sully había colgado un enorme mapa del CDT y del sendero de Colorado, junto con otros senderos. El mapa estaba rodeado de fotos que le habían dejado o enviado. Él ponía a su disposición un libro de visitas donde los senderistas podían dejar noticias o mensajes. Cuando los libros se completaban, Sully los guardaba, y con el tiempo se habían hecho muy famosos. La gente solía pasarse horas repasándolos.
Sully’s era un lugar al que escaparse, un refugio, un punto de reunión o un lugar de recreo. A Maggie y a Andrew les gustaba acudir allí a pasar un fin de semana esquiando. Los senderos de esquí de fondo eran seguros y estaban bien señalizados. La ocupación era más baja en los meses de invierno y solían reservar una cabaña. Sully nunca había hecho ningún comentario sobre el hecho de que no solo compartieran la cabaña sino también la cama.
Antes de quedarse embarazada, y luego sufrir el aborto, esas escapadas habían resultado rejuvenecedoras. Cuando conseguían unos días libres para marcharse de sus respectivas ciudades, quedaban allí para un fin de semana o varios días, comían maravillosamente, se relajaban, hacían un poco de ejercicio al aire libre, hablaban largo y tendido, se reunían con amigos, y luego regresaba cada uno a su mundo. Andrew no quería ni oír hablar del matrimonio tras su primer fracaso y su condición de padre soltero. Maggie también había fracasado en su breve matrimonio, pero no sentía tanta aversión a intentarlo de nuevo, y siempre había pensado que Andrew al final cedería. Aceptaba el hecho de que, seguramente, no tendría hijos, al compartir su vida con un hombre que declaraba abiertamente que no quería más.
—Y cuando de repente hay un bebé en camino, ¿qué hace él? —murmuró Maggie para sí misma mientras entraba en la tienda por la puerta trasera—. Se queja de que estoy demasiado triste para poder soportarlo. Menudo bastardo.
—¿Quién es el bastardo, cariño? —preguntó Enid desde la cocina. Asomó la cabeza por la puerta, mientras Maggie se subía a un taburete junto a la encimera, y sonrió—. Me alegra verte. Ha pasado mucho tiempo.
—Lo sé, y lo siento. Últimamente en Denver la vida ha sido terrible. Estoy segura de que papá te habrá contado todo ese lío con mi consulta.
—Lo hizo. Qué médicos tan horribles, engañando a los pacientes y haciéndoles creer que necesitaban operarse de la espalda y todo eso. ¿Es el bastardo ese uno de ellos?
—Sin duda alguna —le aseguró ella, aunque no había estado pensando en ellos.
—Y esa demanda contra ti… —insistió Enid mientras chasqueaba la lengua.
—Seguramente quedará en nada —contestó Maggie con tono de esperanza, aunque no había ninguna señal que indicara que fuera a ser así.
Al menos se trataba de una demanda civil. El fiscal del distrito no había encontrado motivo para procesarla. «¿Cuánto se supone que puede aguantar una chica?». El suceso que había llevado a la demanda se había producido en una de las noches más horrorosas que recordaba haber vivido en urgencias. Cinco adolescentes habían sufrido un tremendo accidente de coche y todos se encontraban en estado crítico. Había pasado mucho tiempo en el rellano de la escalera después de aquello.
—No me preocupa —mintió mientras se concentraba en controlar un estremecimiento.
—Me alegro por ti. He preparado sopa para tu padre y para Frank. De champiñones. Con tostas de queso. Hay de sobra, por si te apetece.
—Sí, por favor —Maggie asintió.
—Te la traeré —Enid se dirigió a la esquina para llenar un plato.
La tienda no tenía una cocina muy grande, solo un estrecho espacio situado en el rincón suroeste del establecimiento. Junto a la caja registradora se situaba la barra del bar y cuatro taburetes. En el rincón opuesto había un pequeño bar en el que se servían bebidas alcohólicas y, de nuevo, una barra con cuatro taburetes. A nadie se le había ocurrido nunca intentar poner un restaurante, pero la idea de proporcionar comida y bebida había sido buena. A los campistas y senderistas se les solían acabar las provisiones. Sully vendía cerveza, vino, refrescos y agua embotellada en la zona de refrigerados, pero nunca vendía licores embotellados. No era una tienda de comestibles, sino una tienda para abastecerse de todo. Junto con comida vendía camisetas, calcetines y otros artículos como cuerdas, abrazaderas, pilas, gorras, crema solar, o artículos de primeros auxilios. Para la compra del mes había que ir a Timberlake, Leadville o quizás Colorado Springs.
Además de las mesas y sillas del porche, en el interior, junto a la estufa de hierro, había unas cuantas sillas bastante cómodas. Maggie se acordaba cuando, siendo niña, los hombres solían sentarse sobre barriles de cerveza alrededor de la estufa. En el porche trasero había una gigantesca máquina de hielo. El hielo era gratis.
Enid volvió a asomar la cabeza por la diminuta cocina. Desde que Maggie la conocía, llevaba el pelo teñido de rubio, pero las raíces eran negras. Era una mujer rolliza y cariñosa, mientras que su esposo, Frank, era uno de los típicos granjeros, flacucho y entrecano.
—¿Viene este fin de semana ese encantador doctor Mathews? —preguntó.
—He cortado con él. No vuelvas a llamarlo «encantador» —le explicó Maggie—. Es un imbécil.
—¡Oh, cariño! ¿Habéis roto?
—Me dijo que yo era deprimente —añadió ella con un mohín—. Por mí que se vaya a la mierda.
—¡Bien hecho! En realidad nunca me gustó demasiado, ¿no te lo había dicho?
—No, nunca. Dijiste que te encantaba y que íbamos a tener unos hijos muy guapos —Maggie se estremeció al pronunciar las palabras.
—Está claro que no pensaba en lo que decía —Enid se retiró a la cocina.
Segundos después, reapareció con un cuenco de sopa y una gruesa tostada con queso. La sopa era una crema de champiñones, hecha con nata de verdad.
Maggie hundió la cuchara en el plato, sopló, y probó. Aquello sabía a gloria.
—¿Por qué no eres tú mi madre? —preguntó.
—No tuve la oportunidad de serlo, solo por eso. Pero podemos fingir que lo soy.
Maggie y Enid mantenían esa misma conversación en cada ocasión. Maggie siempre había deseado tener una de esas madres dulces, amorosas y caseras, no como Phoebe, que era delgada, elegante y muy activa socialmente, esnob y remilgada. Phoebe era fría, mientras que Enid era cálida y adorable. Phoebe sabía interpretar cualquier menú mientras que Enid era capaz de curar cualquier cosa con su sopa de pollo, según la receta de su abuela. Phoebe casi nunca cocinaba y, cuando lo hacía, la cosa salía mal. Pero también era cierto que Phoebe era muy lista y, aunque sarcástica e irónica, sabía cómo hacer reír a su hija. Se desvivía por ella y se moría por su lealtad, sobre todo por gustarle más que Sully. Le había dado todo lo que ella necesitaba, y no era culpa suya que esas cosas no fueran las que Maggie quería. Por ejemplo, Phoebe la había enviado a un internado extremadamente bueno para prepararla para la facultad. Sin embargo, ella habría cambiado todo eso por vivir con su padre. Sin pensárselo bien, quizás, pero aun así… Y mientras que Phoebe jamás visitaría el camping de Sully, ni bajo amenaza de muerte, se había gastado cincuenta mil dólares en el banquete de boda de Maggie, un banquete que Maggie no había querido. Y Walter les había regalado a Sergei y a ella un viaje por Europa por su luna de miel.
A Maggie le había encantado el viaje por Europa. Pero nunca debería haberse casado con Sergei. Ella era una persona ocupada y distraída, y él muy atractivo y sexy, sobre todo con ese acento. Hacían muy buena pareja, pero ella lo había juzgado solo por sus apariencias y no había profundizado en su interior. Por suerte, o quizás no tanto, el matrimonio había sido muy breve. Nueve meses.
—Qué rico está esto —exclamó—. Tu sopa siempre consigue hacerme sentir bien.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte, cielo?
—No estoy segura. Hasta que se me ocurra algo mejor. Puede que un par de semanas.
—No deberías venir en marzo —Enid sacudió la cabeza—. Deberías saber que no hay que venir en marzo.
—Me va a hacer trabajar como una mula, ¿a que sí?
—Sin duda alguna. La única persona que no teme venir en marzo es Frank. Sully no haría trabajar a Frank.
Frank Masterson era uno de los amigotes de Sully. Tenían más o menos la misma edad, mientras que Enid tenía cincuenta y cinco. Frank decía que había tenido la buena idea de casarse con una mujer más joven, porque así tendría una buena cuidadora en su ancianidad. Frank era el dueño de un rancho de ganado cerca de allí, y que prácticamente estaba en manos de sus dos hijos, lo que le dejaba tiempo de sobra para estar siempre en Sully’s.
—¿Por qué no te vienes a trabajar con Enid por las mañanas y te ahorras la gasolina del segundo viaje? —solía preguntarle Sully—. Aquí lo único que haces es beberte mi café gratis y meterte en los asuntos de los demás.
Si hacía frío, solía sentarse dentro, cerca de la estufa. Cuando hacía buen tiempo, prefería el porche. Se daba un paseo, charlaba con los campistas o la gente que pasaba, de vez en cuando levantaba una caja especialmente pesada, para hacerle un favor a Enid, leía mucho el periódico. Era de los habituales.
Enid tenía un rostro dulce y con forma de corazón, a juego con su rollizo cuerpo. Era un fiel reflejo de su gusto por la repostería. Además de preparar bocadillos que guardaban en la nevera junto con otros artículos para preparar almuerzos, cada mañana horneaba panecillos dulces, bollos, galletas, brownies y cosas así. Frank comía un montón, pero, al parecer, no engordaba ni un gramo.
Maggie oía a Sully rascar los canalones alrededor de la casa. Setenta años y subido a una escalera, trabajando como un peón de granja, limpiando los desechos del invierno. Ese era el problema con el mes de marzo, había mucho que limpiar cara a la primavera y el verano. Antes de que su padre la viera y la pusiera a trabajar, decidió escaparse al porche para charlar con Frank.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Frank.
—Estoy de vacaciones —contestó ella.
—Ya… Una época del año muy rara para tomarte vacaciones. Aquí no hay nada que hacer ahora. ¿Viene el doctor Mathews?
—No. Ya no estamos juntos.
—Ya… ¿Por eso has venido en plena temporada del barro? ¿Para lamerte las heridas?
—No del todo. Me alegra estar aquí.
—Sí. Desde luego se te ve de lo más contenta.
«Quizás hubiera sido mejor ponerme a limpiar los canalones», pensó. De modo que optó por cambiar de tema y pasarse a la política. Sabía que Frank tenía unas opiniones muy concretas y prefería escuchar antes que contestar preguntas. Vio de nuevo a ese tipo, el campista, sentado en su silla de camping, frente a su caravana, bajo un toldo extensible. Tenía las piernas estiradas y leía de nuevo. Maggie se fijó en lo largas que eran esas piernas.
Estaba a punto de preguntarle a Frank cuánto tiempo llevaba ese tipo acampado ahí, cuando se fijó que alguien se acercaba al camping por el sendero. Llevaba una mochila grande y un palo para caminar, y algo raro en la cabeza. Maggie entornó los ojos. ¿Un casco de piloto, de cuero con orejeras?
—Frank, mira eso —Maggie se inclinó hacia delante para verlo mejor.
El hombre parecía mayor, pero eso tampoco era raro. Había muchas personas mayores caminando por los senderos, en bicicleta, practicando esquí de fondo. De hecho, estando en buena forma y jubilados, tenían el tiempo y los medios. A medida que el hombre se acercaba, la edad resultó ser solo un detalle.
—Será mejor que vaya a buscar a Sully —observó Frank mientras se levantaba y entraba en la tienda.
Según se acercaba resultó evidente que llevaba unos pantalones de vestir enrollados, calcetines negros y zapatos, también negros, que seguramente serían brillantes, y más propios de una oficina o la iglesia, en cuanto se les quitara el barro. En la cabeza llevaba ese extraño gorro de aviador de la Segunda Guerra Mundial. El conjunto se completaba con una cazadora de esquiar que parecía empapada. El hombre estaba acalorado y cojeaba.
Sully apareció en el porche con Beau meneando la cola a su lado, y Frank justo detrás.
—¿Qué demonios?
—Sí. Algo va mal —observó Maggie.
—¿Eso crees? —preguntó Sully antes de bajar las escaleras del porche para abordar al hombre.
Maggie le pisaba los talones y Frank cerraba la comitiva, mientras Enid aguardaba expectante en el porche.
—Hola, amigo —saludó Sully con las manos hundidas en los bolsillos—. ¿Hacia dónde se dirige?
—¿Esto es Camp Lejeune?
Todos intercambiaron miradas.
—Eh… eso está en Carolina del Norte, hijo —le explicó Sully al hombre, visiblemente más mayor que él—. Está un poco lejos. Suba al porche y tómese una taza de café, suelte esa mochila y quítese la chaqueta. Y, por el amor de Dios, ese ridículo gorro también. Habrá que hacer una llamada telefónica. ¿Qué hace aquí, empapado y con los zapatos del domingo?
—Quizás debería esperar un poco, por si vienen —contestó el hombre, aunque se dejó conducir hasta el porche.
—¿Quiénes? —preguntó Maggie.
—Mis padres y mi hermano mayor —explicó él—. Tengo que reunirme aquí con ellos.
—Apuesto a que también llevan uno de esos gorros tan divertidos —murmuró Frank.
—Parece un poco desorientado —observó Sully—. ¿Cómo se llama, joven?
—Eso podría ser un problema, ¿verdad? Tendré que reflexionar un rato sobre ello.
Maggie se dio cuenta de que el campista se había acercado, movido por la curiosidad. Visto más de cerca resultaba perturbador. Alto y atractivo, aunque tenía una pequeña protuberancia en el puente de la nariz. Sus caderas eran estrechas y los hombros anchos, y los vaqueros rotos y deshilachados justo donde debían. Sus miradas se cruzaron, pero ella apartó la suya.
—¿Sabe cómo se ha mojado así? ¿Estuvo caminando anoche bajo la lluvia? ¿Ha dormido bajo la lluvia? —preguntó Sully.
—Me caí a un arroyo —contestó el hombre. A pesar de unos evidentes escalofríos, sonreía.
—Seguramente por culpa de esos zapatos —señaló Frank—. Se resbaló porque no tienen suela con agarre.
—Bueno, pues ya está —anunció Maggie—. El profesor Frank ha resuelto el misterio. Vamos a quitarle esa cazadora y a conseguirle una manta. Sully, será mejor que llames a Stan.
—Lo haré.
—¿Alguien necesita que le echen una mano? —oyó Maggie preguntar al campista.
—¿Puedes traerme el teléfono, Cal? —le pidió Sully.
Sully sentó al hombre en la silla de Maggie y empezó a quitarle la cazadora y la ropa mojada. Apoyó la mochila contra la barandilla del porche y en un abrir y cerrar de ojos apareció Enid con una manta, una taza de café y una de sus magdalenas de centeno. Cal llevó el teléfono inalámbrico hasta el porche. El caballero devoró de inmediato la magdalena mientras Maggie le echaba un vistazo por encima.
—Al menos tiene apetito —murmuró Frank mientras recuperaba su silla.
Maggie se agachó delante del hombre y le pidió, con voz muy suave, permiso para quitarle el gorro. Pero antes de obtener ese permiso, se lo quitó delicadamente y dejó al descubierto un aro de cabello gris que rodeaba la cabeza, por lo demás calva. Suavemente deslizó los dedos por la cabeza en busca de algún chichón o contusión. Después lo ayudó a ponerse en pie y deslizó las manos por su torso y cintura.
—Debe haberse revolcado en el barro, señor —observó—. Apuesto a que está más que dispuesto a ducharse —el hombre no contestó—. ¿Señor? ¿Se ha lastimado en alguna parte? —insistió —el anciano se limitó a sacudir la cabeza—. ¿Podría sonreírme? Quiero una sonrisa bien grande —le pidió, para descartar un ictus cerebral.
—¿De dónde se ha escapado, joven? —preguntó Sully—. ¿Dónde vive?
—En Wakefield, Illinois —contestó—. ¿Lo conoce?
—No puedo decir que sí —contestó Sully—. Pero apuesto a que es precioso. Al menos más que Lejeune.
—¿Puede echarle leche? —preguntó el hombre mientras alzaba la taza de café.
—Pues claro, cielo —Enid le quitó la taza de las manos—. Enseguida vuelvo.
En pocos minutos el caballero estaba sentado con su taza de café con leche, temblando bajo la manta mientras Sully llamaba a Stan Bronoski. Sully podría haber recurrido a varias personas, la patrulla local, la policía estatal, alias patrulla de la autopista, incluso a los bomberos. Pero Stan era el hijo de un granjero local, y también el jefe de policía de Timberlake, a unos treinta y dos kilómetros al sur, y cerca de la intersección. La comisaría era pequeña, pero contaba con un adjunto muy inteligente y que se manejaba en Internet como un profesional, el oficial Paul Castor.
Beau olisqueó al hombre a conciencia, pero enseguida se volvió hacia Cal, que le ofreció una buena sesión de mimos.
—Stan quiere hablar contigo —Sully le pasó el teléfono a su hija.
—Parece que ese hombre se ha desorientado —le sugirió Stan a Maggie—. Pero no tengo el listado de desaparecidos de esta zona. Haré que Castor lo consulte. Voy de camino. ¿Lleva alguna identificación encima?
—Todavía no lo hemos comprobado —contestó Maggie—. Lo haré mientras tú llegas. Te vuelvo a pasar con Sully.
Maggie le pasó el teléfono a su padre.
—Habla con Stan mientras yo charlo con este caballero.
Volvió a pedirle al hombre que se pusiera de pie y con dedos ágiles le sacó una fina billetera del bolsillo trasero. Después le indicó que se sentara y abrió la billetera.
—Bueno —anunció—, aquí tenemos al señor Gunderson. ¿Roy Gunderson?
—¿Eh? —los ojos del hombre se iluminaron ligeramente.
Sully le repitió el nombre a Stan.
—Y bien Roy, ¿no se lastimó nada al caerse? —preguntó Maggie.
Él sacudió la cabeza y tomó un sorbo de café.
—¿Me caí? —preguntó al fin.
Maggie miró a su padre y enarcó una ceja.
—Un tal señor Gunderson, de Park City, Utah —anunció Sully—. Se alejó de su casa hace unos días. A pie.
—Alguien debió recogerlo en su coche —supuso Cal.
—Su permiso de conducir, que debería haber sido renovado hace diez años, indica que vive en Illinois.
—Stan dice que seguramente dispondrá de más información para cuando haya llegado aquí, pero debe de ser el mismo hombre. Demencia, ha confirmado.
—Encaja —Maggie asintió—. Ni me imagino lo que ha debido de pasar estos últimos días. Debe de haberse sentido aterrorizado.
—¿A ti te parece aterrorizado? —preguntó Frank—. Más bien parece que va de crucero.
—Dile a Stan que cuidaremos de él hasta que llegue.
Maggie se ocupó del señor Gunderson, haciéndole comer algo de sopa y agua, mientras el campista, Cal, charlaba con Sully y con Frank. Al parecer lo conocían bien. Cuando se resolviera lo del anciano, ella tenía el firme propósito de averiguar algo más sobre Cal, por ejemplo, cuánto tiempo iba a quedarse.
Tras quitarle los zapatos y los calcetines a Roy, ella le examinó los pies. No había señales de heridas o congelación, pero sí una considerable hinchazón y algunas uñas rotas. Se preguntó dónde había estado y cómo había conseguido esa mochila. Desde luego no se la había llevado de su casa, ni la había llenado él mismo. Eso sería demasiado complicado para un hombre en su estado. El mero hecho de que pudiera cargar con ella ya era milagroso.
Dos horas más tarde, con el sol ya bajo en el cielo, llegó una ambulancia para recoger a Roy Gunderson. No parecía estar gravemente herido o enfermo, pero sí desequilibrado, y Stan no estaba dispuesto a llevarlo por su cuenta. Podría intentar escaparse, saltar del coche en marcha u obstaculizar al conductor, aunque Stan tenía una reja separadora en su coche patrulla.
Lo que Maggie y Sully habían averiguado, desde luego no gracias a Roy, era que su esposa cuidaba de él en su casa, que se había marchado sin su brazalete GPS, que había caminado un rato antes de encontrarse con un viejo Chevrolet con las llaves puestas en el contacto, y que, seguramente, se lo había llevado. El robo del coche había sido denunciado cerca de su casa, pero no tenía ningún dispositivo de seguimiento. Y, dado que el señor Gunderson, no había conducido en años, nadie había relacionado la desaparición del coche con la del señor Gunderson. El coche había aparecido finalmente cerca de Salt Lake City, con la chaqueta de Roy en el interior. Desde ese punto, Roy seguramente había hecho autostop. Su estado era demasiado bueno para haber estado caminando durante días. Probablemente lo habían dejado cerca de una zona de descanso o un camping, donde debía haber tomado «prestada», la mochila. Dónde había estado, qué había hecho, cómo había sobrevivido, era un misterio.
Los paramédicos estaban a punto de subir al señor Gunderson a la ambulancia cuando Sully se sentó de golpe en los escalones de porche y soltó un profundo jadeo.
—¿Papá?
Sully se había llevado la mano al pecho. Sobre el corazón. Estaba pálido como la nieve, sudoroso, los ojos vidriosos, la respiración agitada y superficial.
—¡Papá! —gritó Maggie.
Si dices la verdad, ya no tendrás que preocuparte por recordar nada.
MARK TWAIN
Cuando se trata de tu padre es diferente, cuando tu padre es Sully, el tendero más querido a casi trecientos kilómetros cuadrados a la redonda. Maggie sintió que el pánico se adueñaba de ella, aunque esperaba que no se notara. Primero le dio una aspirina. Luego le dio una serie de órdenes a los paramédicos, aunque ella no fuera el médico a cargo y todo lo que dijera debía ser aprobado por radio. El pobre señor Gunderson acabó en el asiento trasero del coche patrulla de Stan, y Sully en la camilla. El técnico de emergencias le realizó inmediatamente un electrocardiograma, colocando electrodos sobre su pecho, cubriéndole la boca y la nariz con una mascarilla de oxígeno.
Maggie entró de un salto en la ambulancia para leer el resultado del electro. Beau ladraba y saltaba al otro lado de la puerta de la ambulancia, intentando entrar.
—¡Beau! —gritó Maggie—. No, Beau. Quieto.
Se oyó un silbido, seguido de un gemido de frustración, luego la puerta de la ambulancia se cerró y arrancaron.
—Maggie —llamó Sully, quitándose la mascarilla—. Que no nos siga. No suelo dejarlo atrás muy a menudo.
—Tranquilo, papá —le dijo Maggie tras mirar por la ventanilla—. Está delante del porche con ese tipo. Ese campista. Enid se ocupará de él.
El conductor hablaba por la radio, anunciando que iban de camino con un posible infarto.
—¿El tipo perdido con demencia? —preguntaron desde la centralita.
—Negativo, llevamos a Sully, el de la tienda. Dolor en el pecho, diaforético, presión sanguínea 190/120, pulso acelerado y débil. Su hija viene con nosotros. La doctora Maggie Sullivan. Quiere que le pongamos adrenalina y le administremos nitro. Le dio una aspirina.
—¿Está consciente?
—Estoy consciente —susurró Sully—. Maggie, aún no estoy preparado.
—Tranquilo, papá, tranquilo. Estoy aquí contigo —contestó Maggie—. Vamos a ponerte una vía.
—Tú no —insistió Sully—. ¡Estás temblando!
—¿Quieres que lo haga yo, Sully? —preguntó el joven paramédico.
—Mejor tú que ella. Mírala —Sully gimió.
—Necesitamos morfina —aseguró Maggie—. Pide una orden para la morfina y un transporte aéreo para Denver. Tenemos que llevarlo a Denver de inmediato. Y pásame el kit intravenoso.
Maggie puso en marcha el intravenoso tan rápidamente que el paramédico se quedó perplejo.
—¡Vaya!
Algunos años atrás, Walter, su padrastro, había sufrido un ictus leve. Ictus. Esa era su especialidad, y lo manejó con calma y sencillez. Fue atendido de inmediato y la recuperación fue rápida, siendo las secuelas menores, pasando a fisioterapia en cuestión de semanas. Un caso de libro.
Pero eso era totalmente diferente.
—Pásame tu móvil —le pidió al paramédico.
El suyo se había quedado en el bolso, en Sully’s. El joven se lo entregó sin preguntar y ella llamó al hospital municipal.
—Aquí la doctora Maggie Sullivan. Estoy en una ambulancia con mi padre, camino del hospital. No llevo mi móvil. ¿Puede pasarme con el doctor Rob Hollis? Es una urgencia. Gracias.
La respuesta llegó en escasos segundos.
—¿Qué tienes, Maggie? —preguntó su amigo Rob.
—Mi padre, varón de setenta años —contestó ella mientras repasaba los síntomas—. Le están haciendo un electrocardiograma, os lo podemos enviar —Maggie miró al paramédico—. Podemos enviarlo, ¿verdad?
—Sí.
—Si conseguimos un transporte aéreo en Timberlake, llegaremos enseguida. ¿Estarás allí?
—Desde luego —contestó Rob—. Procura mantener la calma.
—Estoy bien —contestó ella.
—Está hecha un manojo de nervios —murmuró Sully—. Transporte aéreo. Eso va a costar una maldita fortuna.
—Le he administrado nitroglicerina, oxígeno y morfina. Parece tranquilo. Os enviamos el electro.
Con Walter no se había sentido de ese modo. Con Walter, con el que había empezado a congeniar pasada la adolescencia, era capaz de comportarse como un médico, de manera objetiva, fría y segura. Con Sully era una hija aferrándose a su formación médica con el miedo interior de que, si algo horrible le sucediera a su padre, ella quedaría irremediablemente perdida para siempre.
En cuanto la morfina empezó a hacer efecto, Sully dejó de sufrir dolor. Su respiración era algo agitada y la presión sanguínea permanecía alta. Maggie lo vigiló de cerca mientras lo subían a un helicóptero medicalizado y permaneció a su lado mientras lo llevaban a la sala de urgencias, donde esperaba el doctor Hollis.
—Dios mío, Maggie! —exclamó Rob mientras llevaba el estetoscopio al pecho de Sully—. Eso sí que es hacer una gran entrada.
—¿Quién eres tú? —preguntó Sully.
—Rob Hollis, cirujano cardíaco. Usted debe de ser Sully —Rob tomó una sección de la cinta del electro y lo miró casi con descuido—. Vamos a hacer unas pruebas, sacar sangre, bajar esa presión sanguínea, si podemos, y luego, seguramente, en función de los resultados, iremos a quirófano para realizar una cirugía de bypass. ¿Sabe lo que es?
—Desde luego —contestó Sully con voz débil y cansada—. Soy el último de la pandilla en conseguirla.
—Maggie, esto va a tardar un poco, aunque vamos a darle preferencia. Quizás deberías ir a descansar a la sala de guardias.
—Quizás tome una cerveza y juegue un poco a las cartas, pero te aseguro que no necesita descansar —intervino Sully—. Está muy descansada.
—Me quedaré con mi padre —aseguró ella—. No os estorbaré.
—Te vas a aburrir —insistió Rob.
«No mientras siga respirando», pensó ella.
—Ya me las apañaré.
Maggie conocía a casi todo el mundo en el hospital, tanto en urgencias como en cirugía. Dada su condición de cirujana, le ofrecieron constantes actualizaciones sobre los resultados de las pruebas, la cirugía. Incluso pensó en preguntar a una de sus amigas, una enfermera del quirófano, si le podía prestar el coche para cuando Sully estuviera fuera de peligro e instalado cómodamente en la unidad coronaria. Estaba en Denver sin coche, sin bolso, tarjetas de crédito, teléfono, nada, pero había una llave de repuesto de su casa bajo el florero del patio trasero y podría rellenar un cheque para sacar dinero. Incluso podría haber un duplicado de su tarjeta de crédito. En el armario habría algo de ropa. De hecho, tenía cajones llenos de prendas.
No se aburrió ni un minuto, y ya había dormido más que suficiente antes del ataque de Sully, pero a las cinco de la mañana, de pie junto a la cama de la UCI, estaba tan agotada que apenas se tenía en pie. Estaba excitada por un exceso de cafeína, su aspecto era horrible y no se había duchado desde que hubiera abandonado Denver camino de Sullivan’s Crossing. Le recordaba a alguno de esos días durante la residencia, cuando permanecía en el hospital cuarenta y ocho horas seguidas, con unas cuantas siestas ocasionales. En esa ocasión, todo se debía al estrés.
Se fue a su casa en el coche prestado para refrescarse un poco. Localizó un viejo billetero y un bolso, encontró una tarjeta de crédito que no utilizaba muy a menudo, y a las ocho ya estaba de regreso en el hospital. A las nueve estaban despertando a Sully.
—Maggie, tienes que sacarme de aquí —le pidió su padre con voz ronca—. No me dejan en paz.
—No puedes hacer nada, salvo desplegar tu habitual encanto —contestó ella.
—Tienen una cosa para respirar que me ponen cada hora —se quejó él—. Y me muero de hambre. Y tengo la sensación de que me han abierto el pecho con una sierra Black & Decker.
—Pediré que te den más analgésicos —le ofreció Maggie mientras llamaba la atención de la enfermera agitando una mano.
—Maggie, tienes que ocuparte del negocio…
—La tienda está bien. Hace una hora llamé a Enid, le comuniqué el parte y pregunté cómo iban. Frank se quedó ayer con ella hasta la hora de cerrar, se llevaron a Beau con ellos y a estas horas deberían estar abriendo. Enid va a llamar a Tom Canaday por si tuviera tiempo libre de echar una mano. Todo está bajo control.
—Ya es hora de que Frank hiciera algo a cambio de todo ese café que se traga —Sully gruñó y cerró los ojos—. ¿Y tú qué? —preguntó.
—¿Qué pasa conmigo? Estoy aquí, contigo.
Sully abrió los ojos. Su mirada no era la habitual, cálida y traviesa. Sus ojos marrones lanzaban destellos de ira.
—No se me dan bien los hospitales. Nunca había estado ingresado.
Maggie reflexionó durante unos segundos. Sin duda debía estar equivocado.
—Ya —contestó—. ¿Nunca? Eso no es normal, Sully. Setenta años y no has pasado ni una noche en un hospital.
—Da la casualidad de que sé cómo cuidarme. Mira lo que ha pasado en cuanto me he descuidado. Me han metido un tubo por…
—Catéter —le corrigió ella.
—¡Sácamelo! ¡Ya!
La enfermera apareció con una jeringa y la inyectó en la vía.
—En unos minutos se encontrará mucho mejor, señor Sullivan.
—¿Cuánto tiempo voy a tener que quedarme aquí?
—¿En cuidados intensivos? Un día o dos nada más.
—¿Y podré irme a casa?
—Esa es una buena pregunta para el médico, pero normalmente la estancia dura de tres a ocho días.
—Yo lo haré en dos —aseguró él sin dudar.
—Hay un periodo de recuperación después de la cirugía, papá —le explicó Maggie.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Voy a quedarme contigo. Cuidarte.
—Que Dios me ayude —susurró Sully tras unos segundos.
«Vamos a necesitar más medicamentos», reflexionó Maggie.
Se necesitó no poco esfuerzo para que Maggie arreglara sus asuntos, por así decirlo.
Según Enid, Tom Canaday, su ayudante eventual, iba a ajustar su agenda para pasar más tiempo en Sully’s. Tom tenía muchos trabajos, conducía una grúa, arreglaba coches en una gasolinera, conducía una quitanieves en invierno y hacía trabajos en la carretera en verano, lo que le mantenía en la nómina del condado. Hacía una gran variedad de chapuzas y trabajos de mantenimiento por toda la zona. Cualquier cosa que estuviera bien pagada le servía, porque era padre soltero de cuatro hijos entre doce y diecinueve años. En ocasiones se llevaba a alguno con él para ayudarle, o simplemente para tenerlo cerca. Y si Tom no podía trabajar, mandaba a su hijo mayor, Jackson, el de diecinueve años.
Maggie le preguntó a Enid si podía ir a buscarla a Denver y llevarla de regreso a Sully’s para que pudiera recuperar su coche y algunos objetos, como el móvil, el bolso, algo de ropa, maquillaje y cosas así. Además, le llevaría algo de ropa y productos de afeitar a Sully, que aún tardaría en regresar a su casa, un tema que no tenía ganas de abordar con él.
Enid le aseguró que estaría en el hospital a la mañana siguiente.
—¿Podré ir a verlo? —preguntó.
—No creo que sea buena idea, Enid. Está insoportable. No ha parado de quejarse y de intentar salir de aquí desde que ha llegado, y el hecho de que apenas pueda bajarse de la cama no le ha desanimado ni un poquito.
—Yo podría haberte dicho que sería así.
Maggie estaba frente a la entrada principal del hospital, esperando a Enid, pero el que apareció en una vieja y destartalada pickup de color rojo solo podía ser Frank. Maggie suspiró. «Justo lo que necesito, dos horas a merced de Frank».
Durante todo el trayecto de regreso a Sullivan’s Crossing, Frank no paró de hablar sobre todo lo malo del gobierno, de cada teoría conspiratoria jamás imaginada, incluyendo su convicción de que las líneas aéreas comerciales estaban rociando la atmósfera con chorros destinados a bajar la temperatura de la tierra con el fin de combatir el calentamiento global.
—Del cual no existe ni una sola maldita evidencia.
Para cuando llegaron a su destino, Maggie estaba completamente agotada.
—No me puedo creer que me hayas hecho esto —le espetó a Enid.
—¿Te ha resultado un pelín charlatán, Maggie? —preguntó la mujer con una sonrisa burlona—. Cumplió con la misión, ¿no? Por aquí andamos un poco cortos de mano de obra.
Maggie se dio prisa en reunir todo lo que necesitaba y le pidió a Enid que le preparara un sándwich.
—Ya lo he hecho, cielo. Pavo y queso suizo con pan integral. Y también te he puesto una caja de galletas y magdalenas para Sully.
—Me temo que sus días de galletas y magdalenas han terminado de momento. Escucha, Enid, podríamos colgar un cartel en la puerta. Cerrar una temporada. Frank y tú no podéis llevar todo esto vosotros solos.
—Nos la apañamos, querida. La gente entiende estas cosas. Tom ha estado aquí con su chico. Y ese campista con el remolque abatible también ha estado ayudando. Un tipo muy majo, Cal.
—¡Enid! Nos robará la plata. Si tuviésemos…
—No. Es buena gente. Ha pedido alquilar la parcela por semanas. Le ofrecí la casa para que se duchara, pero dice que se las apaña.
—Seguramente es un vagabundo —insistió Maggie—. No lo conocemos.
—Tom se ofreció a quedarse alguna noche, pero, de todos modos, no hay casi nadie en el camping. Además, si surgiera algún problema, que no es probable que surja, tenemos a Cal. Cal tiene móvil.
—Seguro que la primera noche entrará en la tienda y la vaciará, y…
—Maggie, la primera noche fue hace mucho, y ya pasó sin ningún incidente. Llevas demasiado tiempo en la ciudad. No va a pasar, cielo. ¡Y menos en marzo! Nadie viene por aquí con todo este barro.
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