En el punto de mira - Tierras salvajes - Diana Palmer - E-Book
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En el punto de mira - Tierras salvajes E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

En el punto de mira Kilraven, un agente de la CIA alto, atractivo y tenaz, vivía conforme a sus propias reglas. Y una de ellas era mantenerse alejado de Winnie Sinclair, una chica de Jacobsville por la que sentía una fuerte atracción. Tímida e inocente, Winnie no sabía cómo tratar a un hombre como Kilraven, implacable y atormentado por su pasado.Winnie intuía su dolor. Ella también había sufrido, y ambos unieron sus fuerzas en una peligrosa investigación en la que había mucho en juego. La vida de Winnie corría peligro, y necesitaba a Kilraven más que nunca. Pero si querían tener un futuro juntos, el implacable agente tendría que enfrentarse a su pasado y arriesgarlo todo por su amor. Tierras salvajes El oficial de las Fuerzas Especiales, Winslow Grange, veía las ventajas económicas de emplearse como mercenario. Después de trabajar en Texas en el rancho de su amigo Jay Pendleton, volver a las selvas de Sudamérica no iba a ser un trabajo fácil, pero ¿qué era eso para un boina verde? El corazón de una mujer, sin embargo, era pisar terreno peligroso. Estando en Texas, su mayor problema había sido evitar a Peg Larson. La aparición por sorpresa de Peg se iba a convertir en una distracción inevitable, porque ella estaba decidida a demostrarle que podía serle útil dentro y fuera del campo de batalla. Grange descubriría que, una vez que la joven había conseguido traspasar su armadura, atravesar las tierras salvajes del Amazonas iba a resultarle más fácil que defenderse de sus encantos.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 112 - diciembre 2018

© 2010 Diana Palmer

En el punto de mira

Título original: Dangerous

© 2012 Diana Palmer

Tierras salvajes

Título original: Courageous

Publicadas originalmente por HQN™ Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-762-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En el punto de mira. Diana Palmer

Dedicatoria

Nota de la autora

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Tierras salvajes. Diana Palmer

Dedicatoria

Prólogo

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

En el punto de mira. Diana Palmer

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Cindy Angerett, operadora del número de emergencias del condado de Beaver, Pennsylvania, y para el personal de emergencias de todas partes, por entregar generosamente su tiempo, en horario de trabajo y fuera de él, para ayudar a quienes lo necesitan.

Nota de la autora

 

 

 

 

 

Queridos lectores:

 

De los libros que he escrito en meses recientes, este es el que más me ha afectado anímicamente. Sabía desde Un hombre sin piedad que la familia de Kilraven había sido asesinada. Sabía desde Rebelde que su hija de tres años era una de las víctimas. Pero enfrentarse a las emociones que origina una tragedia como esa, aunque sea en una novela, puede ser complicado.

Gracias a Dios, nunca he perdido a un hijo. Pero mientras escribía las escenas relativas a la tragedia de Kilraven, desarrollé un nuevo vínculo con las cajas de clínex. Este hombre, aparentemente duro como el acero, tiene un corazón muy tierno, y descubrirlo resultó fascinante.

Descubrí además un hecho sorprendente al encarar los últimos capítulos del libro. El hombre al que había señalado como culpable me informó sin ambages de que no tenía nada que ver con el asesinato (los personajes suelen tener vida propia), así que tuve que volver atrás y repensar mi estrategia y mi argumento. No me importó, en realidad. Fue bastante divertido.

Winnie empezó siendo una mujer apocada e incapaz de enfrentarse a su hermano. En el transcurso del libro, en el que trabaja como operadora del servicio de emergencias, se convierte en una fuente de serenidad y sensatez y descubre la valentía que siempre ha poseído. De hecho, se convierte en una «pequeña sierra mecánica», como la apoda su flamante suegra.

Para esta novela conté con la ayuda de Cindy Angerett, una señora encantadora que trabaja como operadora del número de emergencias. Cindy me permitió conocer a fondo su trabajo, y por ello le dedico este libro con toda mi gratitud. Tened presente, os lo ruego, que a veces cometo errores (últimamente más que nunca, porque mi mente envejece conmigo). Pero las equivocaciones que haya en el libro son mías, y me inculpo de todas ellas. Le debo la vida a una operadora de emergencias que actuó con diligencia. Son un regalo de Dios en momentos de extremo peligro. Mi afecto para todos ellos.

Gracias de nuevo a todos mis lectores por la fidelidad y la generosidad que han demostrado a lo largo de los años. Para mí, el mayor gozo de este oficio son los amigos que me permite hacer: no solo mis editores y correctores, la gente de marketing, diseño y publicidad, los libreros y los distribuidores, sino también los lectores, que se han convertido en una gran familia para mí.

 

Con cariño de vuestra mayor admiradora,

 

Diana Palmer

1

 

 

 

 

 

Kilraven odiaba las mañanas. Y odiaba especialmente las mañanas de un día como aquel, en el que se esperaba de él que acudiera a una fiesta y participara en el reparto de regalos navideños del amigo invisible. Él, sus compañeros del cuerpo de policía y todos los miembros del servicio de emergencias y el cuerpo de bomberos de Jacobsville, Texas, habían ido sacando papelitos en torno al gran árbol de Navidad del centro de operaciones del Servicio de Emergencia. Y ese día tocaba el intercambio de regalos, todos ellos anónimos.

Mientras bebía café solo en la jefatura de policía de Jacobsville, Kilraven habría deseado escapar de allí. Miró a Cash Grier, que sonrió distraídamente y siguió a lo suyo.

La Navidad era la época del año más penosa para él. Le traía el recuerdo de lo ocurrido siete años atrás, cuando su vida pareció llegar a su fin. Visiones de pesadilla lo atormentaban. Las veía cuando dormía. Trabajaba cuando le tocaba su turno y hasta se ofrecía a sustituir a otros policías de Jacobsville si les hacía falta un relevo. Se odiaba a sí mismo. Pero odiaba más aún a las multitudes. Además el día era triste en sí mismo, en cierto modo. Kilraven tenía en su casa alquilada un gran chow chow negro que le hacía compañía. Pero había tenido que regalarlo porque en su apartamento de San Antonio, al que volvería pronto, estaba prohibido tener animales. Bibb, el chow chow, había ido a vivir con un chaval del barrio al que le encantaban los animales y que acababa de perder a su perro, otro chow chow. Así que Kilraven suponía que era cosa del destino. Pero aun así echaba mucho de menos a Bibb.

Ahora se esperaba de él que sonriera y se relacionara en una fiesta, y hasta que se entusiasmara con un regalo que casi con toda seguridad sería una corbata que aceptaría y no se pondría jamás, o una camisa de talla pequeña, o un libro que nunca leería. La gente hacía regalos con buena intención, pero casi siempre compraba cosas guiándose por su propio gusto. Era rara la persona que observaba a los demás y hacía el regalo idóneo; un regalo que conservar como un tesoro.

En su trabajo (en su trabajo de verdad, no en aquel papel de policía de pueblo que había asumido como parte de su misión secreta en el sur de Texas, cerca de la frontera con México) tenía que ponerse traje de cuando en cuando. Allí, en Jacobsville, nunca se lo ponía. Quien le regalara una corbata por Navidad estaría tirando su dinero. Estaba seguro de que sería una corbata. Odiaba las corbatas.

–¿Por qué no, mejor, me atáis, me sacáis a la calle y me prendéis fuego? –le preguntó a Cash Grier con una mirada de fastidio.

–Las fiestas de Navidad son divertidas –contestó Cash–. Solo tienes que ambientarte. Seis o siete cervezas y estarás como pez en el agua.

La mirada de Kilraven empeoró.

–Yo no bebo –le recordó a su jefe temporal.

–¡Vaya, qué coincidencia! –exclamó Cash–. Yo tampoco.

–Entonces, ¿para qué vamos a una fiesta, si ninguno de los dos bebe? –preguntó el más joven de los dos.

–En la fiesta no servirán alcohol. Y, además, es una cuestión de relaciones públicas.

–Odio al público y no tengo relaciones –gruñó Kilraven.

–Sí que las tienes –contestó Cash con sorna–. Un medio hermano llamado Jon Blackhawk. Y también una madrastra, no sé dónde.

Kilraven hizo una mueca.

–No va a ser más que una hora –dijo Cash en tono más suave–. Casi es Navidad. No querrás echar a perder la fiesta del personal a estas alturas, ¿no?

–Sí –contestó Kilraven con una nota de acritud en su voz profunda.

Cash miró su taza de café.

–Winnie Sinclair se llevará un disgusto si no vas. Te marcharás muy pronto para volver a San Antonio. Le hace mucha ilusión que vayas a la fiesta.

Kilraven miró la ventana, más allá de la cual los coches circulaban en torno a la plaza del pueblo, decorada con su Papá Noel, su trineo y sus renos y un enorme árbol de Navidad. En la jefatura de policía también había un árbol adornado con colores de fiesta. Sus adornos eran únicos, por decir algo: pequeñas esposas, pistolas de juguete y diversos vehículos de emergencias en miniatura, coches patrulla incluidos. En broma, alguien lo había envuelto todo con cinta policial amarilla.

Kilraven no quería pensar en Winnie Sinclair. Durante los meses anteriores, Winnie se había convertido en una parte de su vida de la que le costaba desprenderse. Pero ella no sabía lo suyo, lo de su pasado. Alguien tenía que habérselo insinuado, porque su actitud hacia él había cambiado de pronto. Las sonrisas tímidas y las miradas de arrobo que le lanzaba se habían eclipsado, y ahora, cuando hablaban por la emisora de la policía, mientras él estaba de servicio, Winnie se mostraba educada y formal. Kilraven apenas la veía. No sabía si era buena idea relacionarse con ella. Winnie se había replegado sobre sí misma, y sería menos doloroso no acortar distancias. Desde luego que sí.

Kilraven encogió sus anchos hombros.

–Supongo que no voy a morirme por unos cuantos villancicos –masculló.

Cash sonrió.

–Voy a decirle al sargento Miller que te cante el que nos compuso.

Kilraven lo miró con enojo.

–Ya lo he oído, así que, por favor, no.

–No tiene mala voz –repuso Cash.

–No, para una carpa.

Cash soltó una carcajada.

–Como quieras, Kilraven –frunció el ceño–. ¿Es que no tienes nombre de pila?

–Sí, pero no lo uso y no pienso decírtelo.

–Seguro que en personal lo saben –se dijo Cash–. Y en el banco.

–No te lo dirán –contestó Kilraven–. Tengo un arma.

–Yo también, y la mía es más grande –replicó Cash mordazmente.

–Oye, en mi verdadero trabajo tengo que llevar la pistolera oculta –le recordó Kilraven–, y cuesta encajar una Colt 45 1911 en la cinturilla del pantalón para que no se note.

Cash levantó las manos.

–Lo sé, lo sé. Yo antes también la llevaba oculta. Pero ahora no hace falta y puedo llevar un pistolón, si quiero.

–Por lo menos no llevas un revólver, como Dunn –suspiró y señaló al subcomisario Judd Dunn, que estaba sentado al borde de su mesa, hablando con un compañero, con un Ruger Vaquero del calibre 45 metido en una bonita funda de cuero ajustada a la cintura.

–Pertenece a la Asociación de Tiro en Defensa Propia –le recordó Cash–, y esta tarde tienen un torneo. Es nuestro mejor tirador.

–Después de mí –dijo Kilraven con aire satisfecho.

–Es nuestro mejor tirador residente –fue la respuesta–. Tú eres nuestro mejor tirador emigrante.

–No voy a emigrar muy lejos. Solo a San Antonio –los ojos grises de Kilraven se volvieron sombríos–. Me lo he pasado bien aquí. Hay menos presión.

Cash imaginaba que ello se debía a la ausencia de los malos recuerdos que Kilraven no había afrontado aún: la muerte de su familia siete años atrás en un sangriento tiroteo. Lo cual traía a la mente un caso más reciente: un asesinato que el departamento del sheriff investigaba aún con ayuda de Alice Mayfield Jones, la criminóloga de San Antonio prometida con Harley Fowler, un ranchero del pueblo.

–¿Le has dicho a Winnie Sinclair lo de su tío? –preguntó Cash bajando la voz para que no le oyeran.

Kilraven negó con la cabeza.

–No estoy seguro de que convenga decírselo a estas alturas de la investigación. Su tío está muerto. Nadie va a amenazar a Winnie, a Boone o a Clark Sinclair por su culpa. Ni siquiera estoy seguro de cuál es su relación con la víctima del asesinato. No quiero disgustar a Winnie, si no es imprescindible.

–¿Alguien ha seguido la pista de la amiga con la que vivía?

–Sí, pero ha servido de tan poco como el primer interrogatorio –contestó Kilraven–. Toma tanta cocaína que no sabe ni en qué día vive. No recuerda nada que pueda sernos de ayuda. Mientras tanto, la policía está visitando puerta por puerta los locales de ese pequeño centro comercial que hay cerca de donde vivía la víctima, intentando encontrar a alguien que conozca a ese tipo. Un caso complejo. Complejo de verdad.

–Hubo otro caso, esa chica a la que encontraron en un estado muy parecido, hace siete años –recordó Cash.

Kilraven asintió.

–Sí. Justo antes de que… perdiera a mi familia –dijo titubeante–. Las circunstancias eran similares, pero no hemos podido encontrar ningún vínculo entre los casos. La chica fue a una fiesta y desapareció. De hecho, los testigos dijeron que no apareció por la fiesta, y la cita que tenía resultó ser ficticia.

Cash observó en silencio al más joven de los dos.

–Kilraven, no te recuperarás nunca, si eres incapaz de hablar de lo que pasó.

Los ojos plateados de Kilraven centellearon.

–¿De qué sirve hablar? Yo quiero al culpable.

Quería venganza. Se le notaba en los ojos, en la tensión de la mandíbula, en la postura.

–Sé lo que es eso –comenzó a decir Cash.

–Y una mierda –le espetó Kilraven–. ¡Y una mierda! –se levantó y salió sin decir nada más.

Cash, que había visto las fotos de las autopsias, no se ofendió. Se compadecía de Kilraven. Pero nadie podía hacer nada por él.

 

 

Al final, Kilraven había ido a la fiesta. Estaba junto a Cash, pero no lo miraba.

–Siento haber perdido los papeles de esa manera –dijo a regañadientes.

Cash se limitó a sonreír.

–Bah, ya no me enfado por un estallido de mal genio –se rio–. Me he ablandado.

Kilraven se volvió para mirarlo, sorprendido.

–¿Ah, sí?

Cash lo miró con fastidio.

–Fue un accidente.

–¿El qué? ¿El cubo de agua con jabón, o la esponja en la boca?

Cash hizo una mueca.

–No debió insultarme cuando estaba lavando el coche. Ni siquiera fui yo quien lo arrestó. Yo acababa de empezar a patrullar.

–Se imaginó que eras el mandamás, y no le hizo gracia que la gente viera que lo sacaban de la consulta del dentista en un coche patrulla –dijo Kilraven con desenfado.

–Evidentemente, teniendo en cuenta que el dentista era él. Había dormido a una paciente muy guapa con gas de la risa, y se lo estaba pasando en grande cuando entró la enfermera y lo pilló con las manos en la masa. Eso explica por qué se mudó aquí y por qué puso una consulta en un pueblecito, cuando había estado viviendo en una gran ciudad –argumentó Cash–. Solo llevaba un mes ejerciendo aquí cuando ocurrió, el verano pasado.

–Un grave error, insultarte en tu propio jardín.

–Estoy seguro de que se dio cuenta de ello –contestó Cash.

–¿No tuviste que pagarle el traje…?

–Le compré uno precioso –respondió Cash–. La juez dijo que tenía que ser del mismo precio que el que había echado a perder con agua y jabón –sonrió angelicalmente–. Pero no dijo que tuviera que ser del mismo color.

Kilraven hizo una mueca.

–¿Dónde demonios encontraste un traje a cuadros amarillos y verdes?

Cash se inclinó hacia él.

–Tengo contactos en la industria textil.

Kilraven se echó a reír.

–El dentista se fue del pueblo ese mismo día. ¿Crees que fue por el traje?

–Lo dudo mucho. Creo que fue más bien por la denuncia que le puse –contestó Cash–. Le dejé caer que había contactado con dos víctimas anteriores.

–Y le diste el nombre de un detective de Houston muy tenaz, según tengo entendido.

–Los detectives son muy útiles.

Kilraven seguía mirándolo fijamente. Luego se encogió de hombros.

–Bueno, yo no pienso dirigirte la palabra cuando estés lavando el coche, de eso puedes estar seguro –concluyó.

Cash se limitó a sonreír.

El centro de operaciones de emergencias estaba lleno. Las luces del enorme árbol de Navidad eran cortesía del personal de servicio. Las bombillas LED brillaban alegremente en todos los colores. Debajo había un tesoro oculto de paquetes envueltos en papel de regalo. Eran todos anónimos. Kilraven los miraba con fastidio, esperándose ya la dichosa corbata.

–Es una corbata –masculló.

–¿Perdona? –preguntó Cash.

–Mi regalo. El que me haya comprado algo, me habrá comprado una corbata. Siempre es una corbata. Tengo un armario lleno de ellas.

–Nunca se sabe –dijo Cash filosóficamente–. Puede que te lleves una sorpresa.

Entre la festiva música navideña, el director del centro de operaciones dio la bienvenida a sus invitados con un breve discurso acerca del duro trabajo que habían hecho durante todo el año y enumerando algunos de sus logros. Dio las gracias por su ayuda al personal de todos los servicios de emergencias, incluidos los sanitarios, los bomberos, la policía del estado y la del departamento del sheriff, los Rangers de Texas y los cuerpos de seguridad estatales y federales. Indicó las largas mesas de los canapés e invitó a los asistentes a servirse. Luego se repartieron los regalos.

A Kilraven le sorprendió un momento el tamaño del suyo. A no ser que fuera una corbata muy grande, o estuviera camuflada, no sabía qué iba a tocarle. Dio la vuelta a la gran caja cuadrada con evidente curiosidad.

La rubita Winnie Sinclair lo observaba por el rabillo de sus ojos oscuros. Se había dejado suelto alrededor de los hombros el pelo rubio y ondulado, porque alguien le había dicho que a Kilraven no le gustaban las coletas, ni los moños. Llevaba un bonito vestido rojo, muy recatado, con el cuello alto. Habría deseado saber algo más sobre el enigmático policía. El sheriff Carson Hayes decía que la familia de Kilraven había muerto asesinada años antes, pero Winnie no había podido sonsacarle nada más. Ahora tenían una auténtica víctima de asesinato en el condado de Jacobs (la segunda, en realidad), y en círculos policiales corría el rumor de que una mujer de San Antonio que conocía a la víctima había muerto por ello. Pero aún más insistentes eran los rumores de que el caso, archivado hacía tiempo, estaba a punto de reabrirse.

Pasara lo que pasase, Kilraven tenía que volver a su puesto federal en San Antonio después de Navidad. Winnie llevaba días muy callada y desanimada. Había sacado el nombre de Kilraven para el regalo del «amigo invisible», aunque tenía el presentimiento de que ello había sido cosa de sus compañeros. Sabían lo que sentía por él.

Había pasado horas intentando decidir qué regalarle. Una corbata no, pensó. Todo el mundo regalaba corbatas, pañuelos o trastos de afeitar. No, su regalo tenía que ser distinto, algo que Kilraven no pudiera encontrar en la estantería de una tienda. Al final, puso a funcionar su talento para el arte y le pintó un retrato muy realista de un cuervo, rodeado por un borde de cuentas de colores. No sabía por qué. Le parecía el tema perfecto para el cuadro. Los cuervos eran animales solitarios, extremadamente inteligentes y misteriosos. Igual que él. Hizo que se lo enmarcaran en la tienda de láminas del pueblo. No quedaba mal del todo, pensó. Confiaba en que le gustara. Naturalmente, no podía decirle que era un regalo suyo. Se suponía que los regalos tenían que ser anónimos. Pero de todos modos Kilraven no se daría cuenta de que era ella, porque nunca le había hablado de su afición a la pintura.

Su vida era mágica, pero solo porque Kilraven había entrado en ella. Winnie procedía de una familia muy rica, pero sus hermanos y ella rara vez dejaban que se les notara. Le gustaba trabajar para vivir, ganar su propio dinero. Tenía un pequeño Volkswagen rojo que lavaba y enceraba a mano, comprado con su salario semanal. Era su orgullo y su alegría. Al principio, le preocupaba que a Kilraven le intimidara su dinero. Pero él no parecía sentir resentimiento alguno, ni envidia. De hecho, Winnie lo había visto con traje una vez, para una conferencia a la que iba a asistir. Y su sofisticación resultaba evidente. Kilraven parecía desenvolverse como pez en el agua en todas partes.

Winnie iba a pasarlo muy mal cuando se marchara. Pero tal vez fuera lo mejor. Estaba loca por él. Cash Grier decía que Kilraven nunca había afrontado sus demonios, y que hasta que no lo hiciera no podría embarcarse en una relación de pareja. Aquello había deprimido a Winnie y había cambiado su actitud hacia Kilraven. Pero no había alterado lo que sentía por él.

Mientras Winnie lo miraba con arrobo, sin poder evitarlo, él abrió el regalo. Estaba apartado de los demás agentes de su departamento, con su cabeza morena agachada sobre el papel de envolver y los ojos grises fijos en lo que hacía. Al fin apartó la cinta y el papel. Levantó el cuadro y lo miró con los ojos entornados, tan inmóvil que parecía haber dejado de respirar. De repente levantó la vista y clavó sus ojos plateados directamente en los de Winnie. A ella se le paró el corazón en el pecho. ¡Él lo sabía! Pero eso no podía ser.

Kilraven le lanzó una mirada de enfado que podría haber detenido el tráfico, dio media vuelta y se marchó de la fiesta con el cuadro en la mano. No volvió.

Winnie se sintió fatal. Lo había ofendido. Sabía que lo había ofendido. Estaría furioso. Intentó contener las lágrimas mientras bebía ponche y mordisqueaba galletas, y fingió pasárselo en grande.

 

 

Kilraven hizo su trabajo maquinalmente hasta que acabó su turno. Luego montó en su coche y se fue derecho a San Antonio, al apartamento de su medio hermano, Jon Blackhawk.

Jon estaba viendo la repetición de un partido de fútbol. Se levantó a abrir la puerta, vestido únicamente con unos pantalones de chándal y el pelo largo y negro colgándole hasta la cintura.

Kilraven lo miró con dureza.

–¿Te estás probando el disfraz de indio?

Jon hizo una mueca.

–Solo me he puesto cómodo. Pasa. ¿No es un poco tarde para una visita fraternal?

Kilraven levantó la bolsa que llevaba, la puso sobre la mesa baja y sacó el cuadro. Sus ojos brillaban.

–Le has dicho a Winnie Sinclair lo de los cuadros de los cuervos.

Jon contuvo el aliento al ver la pintura. No solo era de un cuervo, el pájaro favorito de Melly, sino que hasta tenía aquel reborde de abalorios en los mismos colores, sobre un fondo de tonos anaranjados y rojos.

Después se dio cuenta de que su hermano le estaba haciendo un reproche. Clavó en él sus ojos oscuros.

–No he hablado con Winnie Sinclair. Nunca, si no me equivoco. ¿Cómo lo sabía?

Los ojos del más mayor de los dos seguían brillando.

–Alguien ha tenido que decírselo. Cuando descubra quién ha sido, lo estrangulo.

–Es solo una idea –dijo Jon–, pero ¿no me dijiste que Winnie llamó pidiendo refuerzos para una pelea doméstica, aunque tú no los habías pedido?

Kilraven se calmó un poco.

–Sí –recordó–. Y me salvó el pellejo. Ese tipo tenía una escopeta y tenía retenidas a su mujer y su hija porque la mujer quería divorciarse. Los refuerzos llegaron con las sirenas y las luces puestas. El tipo se distrajo y pude reducirlo.

–¿Cómo se enteró Winnie? –preguntó Jon.

Kilraven frunció el ceño.

–Se lo pregunté. Y me dijo que había sido una corazonada. La persona que llamó no le dijo nada de la escopeta, solo que el marido había entrado en la casa haciendo amenazas.

–Nuestro padre solía tener ese tipo de presentimientos –le recordó Jon–. Y le salvaron la vida más de una vez. Decía que eran sensaciones inquietantes.

–Como la noche en que murió mi familia –dijo Kilraven, dejándose caer en la tumbona que había delante del televisor con el volumen apagado–. Fue a poner gasolina porque al día siguiente tenía que salir de viaje. Podría haber ido a cualquier hora, pero eligió ese momento. Y cuando volvió…

–Tú y la mitad de la policía de la ciudad estabais dentro –dijo Jon–. Ojalá te hubieran ahorrado eso.

Los ojos de Kilraven tenían una expresión terrible.

–No puedo quitármelo de la cabeza. Vivo con ello día y noche.

–Igual que papá. Se mató bebiendo. Creía que quizá, si no hubiera ido a poner gasolina, todavía estarían vivos.

–O él también habría muerto –se acordó de la charla de Alice Mayfield Jones, la semana anterior–. Alice Jones me echó la bronca por pensar en eso, en lo que habría pasado si… –sonrió con tristeza–. Supongo que tiene razón. No podemos cambiar lo que pasó –miró a Jon–. Pero daría diez años de mi vida por atrapar a los tipos que lo hicieron.

–Los atraparemos –dijo Jon–. Te lo prometo. ¿Has cenado ya? –añadió.

Kilraven sacudió la cabeza.

–No tengo apetito –miró el cuadro que había pintado Winnie–. ¿Recuerdas cómo usaba Melly sus ceras? –preguntó suavemente–. Tenía mucho talento, aunque solo tenía tres años… –se detuvo de pronto.

Los ojos oscuros de Jon se suavizaron.

–Es la primera vez que te oigo decir su nombre en siete años, Mac –dijo en voz baja.

Kilraven hizo una mueca.

–¡No me llames…!

–Mac es un diminutivo perfecto de McKuen –dijo Jon tercamente–. Te pusieron ese nombre por uno de los poetas más famosos de los años setenta, Rod McKuen. Tengo un libro de poemas suyos por ahí. Muchos de ellos han sido musicados.

Kilraven miró las estanterías rebosantes de libros. En un rincón había cajas de plástico llenas de libros.

–¿Cómo consigues leerlos todos? –preguntó, sorprendido.

Jon lo miró con fastidio.

–Yo podría preguntarte lo mismo. Tú tienes aún más libros que yo. Y todavía más juegos de la videoconsola.

–Será para compensar que no tengo vida social, supongo –confesó Kilraven con una tímida sonrisa.

–Lo sé –Jon hizo una mueca–. Nos afectó a los dos. Después de aquello, empezó a darme miedo liarme en serio con una mujer.

–A mí también –confesó Kilraven. Observó la pintura–. Me puse furioso –dijo, señalándola–. Las cuentas son iguales que las que dibujaba Melly.

–Era una niña preciosa –dijo Jon suavemente–. No es justo que la relegues en tus recuerdos hasta el punto de que se pierda para siempre.

Kilraven exhaló un largo suspiro.

–Supongo que no. La culpa me come vivo. Puede que Alice tenga razón. Tal vez solo creemos tener control sobre la vida y la muerte.

–Puede que sí –sonrió Jon–. Tengo un poco de pizza en el frigorífico, y hay refrescos. Están poniendo un partido de fútbol estupendo. El año que viene hay Mundial.

–Bueno, vaya con quien vaya, acabarán perdiendo –contestó Kilraven. Se sentó en el sofá–. ¿Quién juega? –preguntó, señalando con la cabeza el televisor.

 

 

Winnie estaba destrozada cuando salió de la fiesta para irse a casa. Había puesto furioso a Kilraven, y justo antes de que se fuera de Jacobsville. Seguramente no volvería a verlo, y menos ahora.

–¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó su cuñada Keely cuando Winnie entró en la cocina, donde la más joven de las dos estaba haciendo palomitas.

–¿A qué te refieres? –preguntó Winnie, intentando ganar tiempo.

–No me vengas con esas –Keely la abrazó–. Vamos, cuéntaselo todo a Keely.

Winnie rompió a llorar.

–Le regalé un cuadro a Kilraven. Se suponía que no tenía que saber que era yo. ¡Pero lo sabía! Me miró fijamente, como si me odiara –sorbió por la nariz–. ¡Lo he echado todo a perder!

–¿El cuadro del cuervo? –preguntó Keely–. Pero si era precioso.

–A mí me parecía que estaba bastante bien –dijo Winnie–. Pero él me taladró con la mirada y luego se marchó de la fiesta y no volvió.

–Puede que no le gusten los cuervos –sugirió la otra mujer suavemente–. A algunas personas les dan miedo los pájaros.

Winnie se rio y asintió con la cabeza, agradecida, cuando Keely le puso un pañuelo de papel en la mano. Se secó los ojos.

–A Kilraven no le da miedo nada.

–Supongo que no. Se arriesga mucho, desde luego –frunció el ceño. ¿No le enviaste refuerzos hace poco, después de un amago de tiroteo? Hablaron de ello en el trabajo. Una de nuestras chicas es familia de Shirley, la que trabaja contigo en el centro de operaciones –le recordó Keely.

Winnie hizo una mueca. Se quitó el bolso del hombro, lo dejó en la encimera y se sentó a la mesa.

–Sí, se los mandé. No sé por qué. Tuve el horrible presentimiento de que, si no lo hacía, iba a pasar algo malo. La persona que llamó no dijo que el agresor fuera armado. Pero llevaba una escopeta y estaba tan borracho que no le habría importado matar a su mujer y a su hijita. Kilraven se metió allí a ciegas.

Estaban pensando ambas en un incidente anterior, cuando Winnie acababa de empezar a trabajar como telefonista del servicio de emergencias y no mencionó que había un arma envuelta en una trifulca doméstica. Kilraven intervino en aquel asunto y luego le echó la bronca por no haber avisado. Ahora Winnie tenía mucho más cuidado.

–¿Cómo lo sabías? –insistió Keely.

–No sabría decirte –Winnie se rio–. Siempre he tenido presentimientos de ese tipo, siempre he sabido cosas que no tenía por qué saber. Mi abuela solía poner más cubiertos en la mesa cuando ni siquiera sabíamos que iba a venir alguien. Y las visitas llegaban justo cuando ella creía. La segunda vista, lo llamaba ella.

–Un don. He oído decir que Tippy, la mujer de Cash Grier, también la tiene.

–Yo también –Winnie se encogió de hombros–. Pero no sé. Yo solo tengo presentimientos. Normalmente, malos –miró a Keely–. He tenido uno todo el día. No puedo sacudírmelo. Y no creo que sea por cómo ha reaccionado Kilraven por mi regalo. Me pregunto…

–¿Quién viene? –preguntó Boone Sinclair, entrando en la cocina. Dio un rápido beso en la boca a Keely–. ¿Esperáis a alguien? –les preguntó.

–No –contestó Keely.

–Yo tampoco –dijo Winnie–. ¿No es Clark?

Él negó con la cabeza.

–Se fue a Dallas esta mañana, a una reunión con unos ganaderos para comprarme unas reses –frunció el ceño al acercarse a la ventana–. Es un coche viejo –dijo–. Bien cuidado, pero viejo. Y hay dos personas dentro –su cara se crispó cuando una mujer salió del asiento del conductor y se acercó al lado del copiloto. Había oscurecido y se mantenía al borde de las luces de seguridad. Boone la reconoció por su forma de andar. La mujer se dirigió a la persona que había dentro del coche, que le pasó un pañuelo por la ventanilla. Sonrió, inclinó la cabeza y se volvió hacia la casa. Titubeó un momento antes de subir los escalones de la puerta principal. En ese momento, Boone pudo verla con claridad. Era el vivo retrato de Winnie, se dijo. Su rostro se endureció.

Keely comprendió que pasaba algo por la expresión de ambos. Winnie estaba mirando por la ventana, al lado de Boone, y sus ojos oscuros brillaban como sirenas. Antes de que Keely pudiera preguntar nada, Winnie estalló:

–¡Es ella! ¿Cómo se atreve a venir aquí? ¡Cómo se atreve!

2

 

 

 

 

 

Winnie salió al recibidor hecha una furia. Tenía la cara crispada por la rabia.

–¿Quién es? –le preguntó Keely a Boone, alarmada.

El semblante de su marido se había endurecido.

–Nuestra madre –dijo con acritud–. No la hemos visto desde que se fue. Huyó con nuestro tío y se divorció de mi padre para casarse con él.

–Ah, Dios –dijo Keely, mordiéndose el labio. Miró la cara de enfado de su marido–. Creo que me voy arriba. Será mejor que la veáis a solas.

–Yo estaba pensando lo mismo. Luego te lo cuento todo –dijo Boone suavemente, besándola.

–De acuerdo.

 

 

Winnie ya había abierto la puerta. Miraba con odio a aquella versión envejecida de sí misma.

–¿Qué haces tú aquí? –preguntó con furia.

La mujer, alta y elegante, con el pelo entrecano pulcramente peinado y vestida con un traje de pantalón oscuro, parpadeó como si la pregunta la pillara por sorpresa. Frunció el ceño.

–¿Winona? –preguntó.

Winnie se volvió y entró de nuevo en el cuarto de estar.

Boone entornó los ojos.

–Si vienes buscando dinero… –comenzó a decir con frialdad.

–Tengo un buen trabajo –contestó su madre, perpleja–. ¿Por qué iba a querer vuestro dinero?

Él titubeó, pero solo un momento. Se apartó con expresión severa y la dejó pasar. Ella llevaba un maletín. Miró a su alrededor como si no reconociera la casa. Hacía mucho tiempo que no vivía allí.

Se volvió hacia Boone, muy solemne y formal.

–Tengo algunas cosas para vosotros. Eran de vuestro padre, pero vuestro tío se las llevó cuando se… cuando él y yo… –puntualizó, hablando entre dientes con esfuerzo–… cuando nos fuimos de aquí.

–¿Qué cosas? –preguntó Boone.

–Recuerdos de familia –contestó.

–¿Por qué no ha venido contigo nuestro tío?

Ella arqueó las cejas.

–Murió hace un mes. ¿Nadie os lo ha dicho?

–Lo lamento –dijo Boone con rigidez–. Será triste para ti.

–Me divorcié de tu tío hace doce años –dijo ella llanamente–. Ahora vivía con una mujer que se gana la vida trapicheando con drogas, vendiendo metanfetamina en la calle. Ella también es adicta –señaló su maletín–. Le dije que estas cosas pertenecían a la familia de su novio y que, si no las devolvía, emprenderíais acciones legales contra ella –tenía una expresión decidida–. Su sitio está aquí.

Boone le indicó que entrara en el cuarto de estar. Winnie estaba rígidamente sentada en un sillón, acogedora como una cobra.

Su madre se sentó elegantemente en el sofá y miró la repisa de la chimenea, sobre la que colgaba un cuadro del difunto padre de Boone, Winnie y Clark. Lo miró con tristeza unos segundos. Luego puso el maletín sobre la mesa baja y lo abrió. Sacó varias cosas, algunas de oro, entre ellas varias joyas de enorme valor.

–Estas pertenecieron a vuestra bisabuela –les dijo–. Era una dama andaluza de alta cuna que vino aquí con su padre a vender un valioso semental a un ranchero. Vuestro bisabuelo era el capataz del rancho. Tenía muy poco dinero, pero grandes sueños, y era muy trabajador. Ella se enamoró y se casó con él. Gracias a su herencia pudieron comprar estas tierras y construir la casa original –sonrió–. Decían que, cabalgando, era capaz de ganar a cualquier vaquero, y que una vez lidió a un toro que había embestido a su marido usando su mantilla como capote. Le salvó la vida.

–Hay un retrato suyo arriba, en el cuarto de invitados –dijo Boone en voz baja mientras tomaba en sus manos fuertes y morenas uno de los broches.

–¿Por qué te has molestado en traer estas cosas? –preguntó Winnie con frialdad.

–Esa mujer las habría vendido para comprar drogas –contestó su madre con sencillez–. Me sentía responsable de ellas. Bruce se las llevó cuando nos fuimos –su rostro se endureció–. Creía que había sido excluido premeditadamente de la herencia de vuestro abuelo. Se puso furioso cuando vuestro padre heredó el rancho. Quería vengarse.

–Así que te corrompió y te obligó a escaparte con él –dijo Winnie con una sonrisa glacial.

–No me obligó –contestó amablemente su madre–. Yo era tonta e ingenua. Y no espero que me acojáis con los brazos abiertos porque haya vuelto con unos cuantos recuerdos de familia –recogió su maletín y se levantó. Miró a sus hijos–. ¿Clark está aquí?

Boone dijo que no con la cabeza.

–Tenía una cita.

Ella sonrió con tristeza.

–Me habría gustado verlo. Ha pasado tanto tiempo…

–Porque tú has querido, ¿no? –dijo Winnie. Se levantó con los ojos centelleantes–. Papá te odiaba por haberte marchado, y yo me parezco a ti. Así que pagué por su dolor. Pagué por cada día que sufrió.

–Lo siento –dijo la mujer entrecortadamente.

–Lo sientes. ¡Lo sientes! –Winnie se levantó la blusa y se dio la vuelta–. ¿Quieres ver cuánto deberías sentirlo?

Boone contuvo el aliento al ver su espalda. Tenía dos cicatrices. Cruzaban su columna como surcos blancos.

–Nunca me habías dicho que eso te lo hizo él –le reprochó, furioso.

–Me advirtió que, si te lo decía, Clark y tú correríais la misma suerte –dijo ella entre dientes, bajándose la blusa.

Su madre hizo una mueca. Y también Boone.

–Hacía años que quería verte –dijo Winnie, poniéndose roja–. Quería decirte lo mucho que te odiaba por marcharte y dejarnos solos.

Su madre se limitó a asentir con la cabeza.

–No te lo reprocho, Winona –dijo con voz serena y firme–. Me porté muy mal con todos vosotros –exhaló un largo suspiró y sonrió con tristeza–. No os lo creeréis, pero yo también tuve que pagar el precio.

–Pues yo me alegro –le espetó Winnie–. Ahora, por favor, márchate. Y no vuelvas.

Dio media vuelta y subió corriendo las escaleras.

Boone acompañó a su madre y abrió la puerta. Tenía una expresión implacable, pero la miraba con curiosidad, sobre todo al ver que había otra persona en su coche. No era un coche nuevo, pero estaba bien conservado. Boone se fijó en su ropa. No era de las mejores tiendas, pero tampoco era barata. Llevaba zapatos de cordones y suela ancha. Iba impecablemente limpia, hasta las uñas. Boone se preguntó a qué se dedicaba. Parecía una mujer sensata.

–Gracias por devolver esas cosas –dijo pasado un minuto.

Gail Rogers Sinclair lo miró con sereno orgullo.

–Te pareces a tu padre cuando nos casamos –arrugó el ceño–. ¿No leí en el periódico que te habías casado este año?

–Sí. Se llama Keely. Trabaja para un veterinario del pueblo.

Ella asintió con la cabeza.

–Su madre fue asesinada.

Él parpadeó.

–Sí.

–Al menos ese crimen se resolvió rápidamente –repuso ella–. Ese nuevo asesinato en Jacobsville trae de cabeza a los federales. No creo que vaya a ser fácil atrapar al culpable –escudriñó sus ojos–. Puede que tu tío esté relacionado con el caso –dijo con calma–. No estoy segura aún, pero puede que os traiga mala prensa. Intentaré echar tierra sobre el asunto, pero estas cosas suelen acabar por salir a la luz. Siempre hay algún periodista ambicioso que quiere labrarse un nombre en la profesión.

–Eso es verdad –Boone sentía curiosidad: quería saber por qué conocía tan bien el caso–. ¿Qué tienes tú que ver con eso? –preguntó.

–Eso es información confidencial –dijo, suavizando sus palabras con una sonrisa–. Tengo entendido que Winnie trabaja como operadora de los servicios de emergencias. Estoy muy orgullosa de ella. Es muy generoso por su parte, trabajar para ganarse la vida. No tendría por qué hacerlo.

–Sí. ¿Qué tiene que ver nuestro tío con el asesinato?

–Aún no lo sé. El asunto todavía se está investigando. Es complicado –añadió–. Muy, muy complicado, y puede que haya implicada gente importante. Pero no debería salpicaros a vosotros tres –añadió–. El asesino no tiene nada que temer de vosotros –miró su reloj–. Tengo que irme. He venido a hablar con una amiga y llego tarde. Lamento no haber visto a Clark. ¿A qué se dedica?

–Trabaja conmigo en el rancho –dijo Boone. Estaba sopesando su actitud, su indiferencia por la riqueza de la familia, y su tristeza–. Quizá deberíamos hablar algún día –dijo.

Ella le sonrió con mirada serena.

–No hay nada más que decir. El pasado no puede cambiarse. Cometí errores que no puedo corregir, ni compensar. Ahora me dedico a mi trabajo y procuro ayudar donde puedo. Cuidaos. Me ha alegrado mucho veros a los dos, incluso en estas circunstancias –lo miró un momento, con tanto dolor en los ojos y el semblante que Boone se sintió culpable.

Por fin se dio la vuelta y bajó los escalones, camino del coche. Boone la observó con el ceño fruncido y las manos en los bolsillos. Ella se metió en el coche, habló con la persona, más baja, que iba sentada en el asiento del copiloto, encendió el motor y se alejó lentamente.

 

 

Winnie bajó cuando el coche se marchó. Tenía los ojos húmedos y la cara colorada por la rabia, a pesar de que Keely había intentado tranquilizarla arriba.

–Se ha ido, entonces. ¡De buena nos hemos librado!

Boone estaba pensativo.

–Ojalá me hubieras contado lo que te hacía papá.

Ella logró esbozar una sonrisa cansada.

–Quería decírtelo. Pero temía lo que podía hacer él. Me odiaba de verdad. Decía que era el vivo retrato de mi madre, pero que iba a asegurarse de que no siguiera sus pasos.

–Te mandaba a la iglesia cada vez que la abrían –dijo él suavemente.

–Sí –Winnie se rodeó con los brazos–. Y amenazaba a todos los chicos que venían a verme. Acabé por no relacionarme con nadie –suspiró–. Supongo que soy una reprimida.

–También eres muy buena –dijo Boone. La abrazó con ternura–. ¿Sabes?, a pesar de lo mucho que sufrimos de pequeños, no nos ha ido tan mal, ¿no?

–A ti no, desde luego –dijo ella, limpiándose las lágrimas. Sonrió–. Me encanta Keely. No solo es mi mejor amiga, ahora también es mi cuñada.

Boone se puso serio.

–Le salvaste la vida cuando le picó esa serpiente de cascabel –dijo suavemente–. Habría muerto, y la culpa habría sido mía –su semblante se endureció–. No sé por qué creí esas mentiras sobre ella.

–Seguro que el detective que contrató tu exnovia fue muy convincente –dijo–. No deberías mirar atrás. Keely te quiere. Nunca dejó de quererte, ni siquiera cuando creía que la odiabas.

Él sonrió.

–Yo era un caso perdido.

–Bueno, todos somos víctimas de nuestra infancia, supongo. Papá también fue muy duro contigo.

–A mí no podía doblegarme –recordó–. Se ponía furioso conmigo, pero me respetaba.

–Seguramente por eso no te trataba como a mí –suspiró–. Ella se marchó hace doce años. Yo tenía diez. Diez años de edad.

–Yo era técnicamente un adulto –recordó él–. Y Clark acababa de empezar en el instituto –sacudió la cabeza–. Sigo sin entender por qué dejó a papá por nuestro tío. Era un tipo muy superficial, sin verdadero carácter, además de un vago. No me sorprende que estuviera vendiendo drogas. Siempre buscaba el modo más fácil de conseguir dinero. Papá tuvo que sacarlo más de una vez de la cárcel por robar.

–Sí –Winnie miró los recuerdos familiares que descansaban sobre la mesa–. Es sorprendente que nuestra madre nos haya traído todo eso. Podría haber sacado un montón de dinero, si lo hubiera vendido.

–Sí, un montón –dijo Boone. Arrugó el ceño, recordando lo que había dicho su madre sobre la posible relación de su tío con los sospechosos del asesinato cometido en el pueblo. Miró a Winnie, pero no dijo nada. Su hermana estaba demasiado alterada todavía. Aquello podía esperar–. Me pregunto quién iba con ella en el coche –añadió de repente.

Winnie se volvió.

–Puede que fuera su novio –dijo con sequedad–. Desde arriba se veía que era un hombre. Pero parecía muy bajito.

–No es asunto nuestro –dijo Boone. Tomó un broche con un pequeño retrato de una linda muchachita española de unos quince años, vestida de negro y con mantilla. Sus labios rojos y la rosa que llevaba en el pelo, bajo el encaje negro de la mantilla, eran los únicos toques de color de la miniatura. Tenía el cabello largo, negro y brillante y una extraña sonrisilla en los labios. Una sonrisa misteriosa. Boone sonrió–. ¿Quién será? –dijo.

–Dale la vuelta. Puede que estén sus iniciales o algo así –sugirió Winnie mientras se limpiaba los ojos con un pañuelo.

Boone dio la vuelta al retrato. Frunció el ceño.

–Llevaba una pegatina. Señorita Rosa Carrera y Sinclair –silbó–. ¡Pero si es nuestra bisabuela cuando se casó! Debería haberlo imaginado, pero el retrato que tenemos arriba se pintó cuando era mucho más mayor.

Winnie miró la miniatura, la tomó en sus manos y observó el bello rostro de la muchacha.

–Era muy guapa –se rio–. ¡Y toreaba con una mantilla! Debía de ser muy valiente.

–Tenía que serlo, si lo que papá contaba sobre nuestro bisabuelo era cierto.

–Tienes razón –Winnie dejó el broche y miró las demás joyas–. Cuántos rubíes –dijo, pensativa–. Debían de encantarle.

–Deberías elegir algunos para ponértelos –sugirió su hermano.

Ella se echó a reír.

–¿Y dónde voy a ir con joyas tan caras? –preguntó–. Trabajo en los servicios de emergencia del condado de Jacobs. ¿Qué crees que dirían las chicas si me vieran llegar así? A Shirley le daría tal ataque de risa que se caería de la silla.

–Deberías salir más –dijo Boone, muy serio.

Ella le lanzó una larga y triste mirada.

–Ahora ya nunca saldré. Kilraven se marcha después de Navidad –dijo. Su rostro se entristeció–. Le di el cuadro del cuervo en la fiesta. Me miró como si hubiera cometido un crimen delante de sus narices y se marchó sin dirigirme la palabra –se sonrojó–. Nunca lo había pasado tan mal.

–Creía que los regalos eran anónimos.

–Sí. No sé cómo sabía él que era mío. Nunca le he dicho que pinto.

–Es un pájaro raro –comentó Boone–. Tiene sentimientos. Igual que tú –añadió con una sonrisa–. Mandar refuerzos cuando pensabas que iba a meterse en una disputa doméstica en la que no había armas…

Ella asintió con la cabeza.

–También se puso furioso por eso. Pero le salvé la vida.

–Deberías ir a ver a Tippy, la mujer de Cash Grier. Ella también tiene esos presentimientos.

–Ella sabe cosas –dijo Winnie–. Pero yo no soy tan precisa, aunque tenga una especie de don mental. Solo me siento incómoda justo antes de que pase algo malo. Como hoy –dijo en voz baja–. Me he sentido mal todo el día. Y ahora sé por qué.

–Es verdad que te pareces a ella –iba a añadir que su madre también solía tener presentimientos que luego se hacían realidad, pero no lo hizo.

–Sí –dijo Winnie en tono cortante. Miró las joyas–. No debería haberme portado tan mal con ella. Ha hecho algo bueno. Pero jamás podrá compensarnos por lo que nos hizo.

–Ella lo sabe. Dijo que no había venido buscando nuestro perdón.

Winnie arrugó el ceño.

–¿Por qué ha venido?

–Iba a encontrarse con alguien.

–¿Tiene un novio aquí, en el condado de Jacobs? –preguntó su hermana secamente.

–No, insinuó que era un asunto de trabajo –él también arrugó el ceño–. ¿Sabes?, parecía saber mucho sobre ese asesinato que hubo en Jacobsville hace poco.

–¿Por qué?

Boone hizo una mueca.

–No pensaba decírtelo, pero parece que nuestro tío podría estar relacionado con el caso.

Ella dejó escapar el aliento.

–Genial. Ahora resulta que no solo nos robó a nuestra madre: ¡también es un asesino!

–No, no me refería a eso –dijo él–. Creo que tal vez tenga alguna relación con la gente involucrada en el asesinato. Por lo que ha dicho, el tío tomaba muchas drogas.

–No me sorprende. A mí nunca me gustó –confesó ella–. Siempre se estaba metiendo con papá, intentando competir con él en todo. En aquella época me parecía muy triste, porque todo el mundo se daba cuenta de que no podía compararse con nuestro padre en los negocios, ni en el cuidado del rancho, ni en ninguna otra cosa.

–Nuestro padre tenía algunas buenas cualidades. Pero pegarte así no era una de ellas –añadió Boone con frialdad–. Si lo hubiera sabido, le habría dado una buena paliza.

–Lo sé. Fue solo una vez –dijo ella en voz baja–. Y había bebido. Fue justo después de que mamá y él se vieran aquella vez, cuando pensaba que ella quería volver. Poco después de que se escapara con el tío. Papá volvió a casa furioso y muy callado, y estuvo unos dos meses bebiendo como un cosaco. Entonces fue cuando me pegó. Después se arrepintió, y prometió que no volvería a hacerlo. Pero de todos modos me odiaba por parecerme a ella.

–Lo siento.

–Yo también –dijo Winnie con un suspiro–. Aquello me volvió en cierto modo contra los hombres, al menos en lo que respecta al matrimonio.

–Excepto en el caso de Kilraven.

Ella se sonrojó y lo miró con enojo.

–Seguramente no volverá a dirigirme la palabra, después de lo que ha pasado en la fiesta. No entiendo por qué se enfadó tanto –suspiró–. Aunque la verdad es que tampoco entiendo por qué pinté un cuervo. No es uno de mis temas habituales. A mí me gusta pintar flores. O retratos.

–Tus retratos son muy buenos.

–Gracias.

–Podrías ganarte la vida como retratista, o como ilustradora, incluso.

–Nunca he tenido vocación –contestó ella–. La verdad es que me encanta mi trabajo.

–A Keely también –dijo Boone con una sonrisa indulgente–. Está bien trabajar cuando a uno no le hace falta.

–Nadie lo sabe mejor que tú –dijo ella, riendo–. Trabajas más en el rancho que tus propios empleados. Aquel periodista de El rancho moderno tuvo que aprender a montar para entrevistarte sobre los nuevos métodos tecnológicos que empleas, porque solo te encontraba en el campo.

–Van a sacarme en portada –masculló él–. No me importó participar en el reportaje. Creo que ayuda a mejorar la imagen pública del sector ganadero. Pero no me gusta la idea de verme en un expositor de revistas.

–Eres muy guapo –dijo Winnie–. Y no es mala publicidad. Aunque jamás serás capaz de convencer a un vegetariano de las ventajas del engorde de las terneras para uso alimentario –añadió con una risa.

Boone se encogió de hombros.

–Mientras en los restaurantes la gente siga pidiendo filetes bien jugosos, hay pocas probabilidades de que los rancheros acabemos criando animales domésticos.

–¿Cómo dices?

–Bueno, podríamos ponerles pañales a las terneras y meterlas en casa…

Ella le dio un golpe.

–Me voy a la cama –dijo–. Y cuando suba voy a decirle a Keely lo que acabas de decir.

–¡No! –gimió él–. Solo era una broma. ¡Keely sería capaz de hacer algo así!

Winnie se rio.

–No tendríamos sitio. Bailey es tan grande como una ternera.

El viejo pastor alemán levantó la cabeza en su cómoda colchoneta colocada junto a la chimenea y meneó la cola.

–¿Lo ves? –dijo Winnie–. Sabe que es una ternera.

Boone sacudió la cabeza. Se agachó para acariciar al perro. Miró a Winnie.

–¿Estás bien?

–Claro –titubeó–. Gracias.

–¿Por qué?

–Por ser mi hermano. No dejes las joyas por ahí –le advirtió–. Si Clark las ve cuando vuelva, nos pedirá alguna para su amor de turno.

–Bien pensado –dijo Boone con una sonrisa–. Voy a guardarlas en la caja fuerte y el lunes las llevaré al pueblo para guardarlas en el depósito del banco.

–Podría haberlas vendido y no nos habríamos enterado nunca –contestó Winnie en voz baja–. Me pregunto por qué no lo ha hecho. Su coche no es nuevo. Y su ropa está bien, pero no es muy cara.

–Cualquiera sabe –dijo Boone.

–¿Te dijo adónde iba?

Él sacudió la cabeza.

–Solo dijo que iba a ver a una persona.

–¿A estas horas? ¿A quién conocerá aquí? –dijo Winnie, pensativa–. Antes era amiga de Barbara, la dueña de la cafetería. Pero Barbara me dijo hace años que no sabía nada de ella.

–Puede que sea alguien recién llegado al pueblo –dijo Boone–. En todo caso, no es asunto nuestro.

–Supongo que no. Bueno, me voy a la cama. Ha sido un día muy largo.

–Para ti, sí, desde luego –dijo su hermano compasivamente–. Primero, Kilraven, y luego nuestra madre.

–Bueno, a partir de ahora las cosas solo pueden mejorar, ¿no? –preguntó ella, sonriendo.

–Eso espero. Dile a Keely que voy a hacer un par de llamadas y que enseguida subo. Que duermas bien.

Winnie sonrió.

–Tú también.

 

 

Kilraven acababa de parar el coche en el camino de entrada de su remota casa alquilada en Comanche Wells cuando vio un sedán aparcado allí. Siempre cauteloso, empuñó su 45 automática antes de abrir la puerta del coche. Pero cuando salió y vio quién era su visita, volvió a guardarla en la funda.

–¿Qué demonios haces aquí a estas horas de la noche? –preguntó.

Ella sonrió.

–Traigo malas noticias, me temo. No he podido localizarte en el móvil, así que me he arriesgado a venir.

Kilraven se detuvo junto al coche.

–¿Qué ocurre, Rogers? –preguntó, porque sabía que tenía que ser algo gordo, si había viajado hasta allí desde San Antonio.

Ella no le corrigió. Su apellido había sido Sinclair, pero después de divorciarse de Bruce había recuperado su apellido de soltera. Ahora se hacía llamar Gail Rogers. Se apoyó en el coche y suspiró, cruzando los brazos sobre el pecho.

–Se trata de Rick Márquez –dijo–. Alguien le tendió una emboscada en un callejón, cerca de su apartamento, y le dio por muerto.

–¡Santo cielo! ¿Lo sabe su madre?

Gail asintió con la cabeza.

–Está en el hospital, con él. Se ha dado un susto de muerte. Pero no está grave como parecía en un principio. Está muy magullado y tiene una costilla rota, pero sobrevivirá. Está hecho una furia –se rio–. El que le dio esa paliza va a desear no haber oído nunca su nombre.

–Por lo menos Márquez vivirá para contarlo –dijo Kilraven. Hizo una mueca–. Este caso se pone cada vez más interesante, ¿no crees?

–El responsable de esos asesinatos parece creer que el número de cadáveres ya no importa.

–Se siente acorralado y está desesperado –dijo Kilraven. Entornó los ojos–. Vigila tus espaldas. Tú corres tanto peligro como Márquez. Deberían dejarte en las oficinas hasta que tengamos alguna pista sobre lo que está pasando.

–No pienso quedarme sentada detrás de una mesa mientras los demás se arriesgan –contestó Gail con calma.

–Aun así…

Ella levantó una mano.

–Déjalo. Soy muy terca.

Kilraven suspiró.

–Está bien. Pero ten mucho cuidado, ¿de acuerdo?

–Claro. ¿El forense ha encontrado algo interesante en el cuerpo del pueblo?

–Alice Jones es quien se encarga del caso. Tiene un trozo de papel que están analizando, pero no me ha dicho nada nuevo. El senador Fowler está colaborando, de todos modos. Le afectó mucho que una de sus empleadas apareciera muerta. Alguien intentó que pareciera un suicidio, pero no hizo bien los deberes. Le puso la pistola en la mano equivocada.

–Ya me he enterado –dijo Gail–. Menuda chapuza.

–Eso es lo que me preocupa –Kilraven se mordió el labio inferior–. Voy a pedir una baja temporal para ocuparme del caso. Ahora que el senador Will Sanders ha dejado de ponernos obstáculos en el camino, tal vez consigamos alguna pista. Y ahora que Márquez está fuera de combate, necesitarás ayuda. Y yo tengo buenos contactos.

–Lo sé –Gail sonrió–. Quizá consigamos resolver tu caso. Eso espero.

–Yo también –su rostro se crispó de dolor–. Llevo siete años esperando que ocurra algo que nos ayude a resolver el caso. Y puede que la clave sea este último asesinato.

–Bueno, las cosas van a ir despacio –dijo Gail–. Seguimos sin conocer la identidad del hombre al que encontraron muerto en el condado de Jacobs, y la de los responsables del asesinato de la empleada del senador Fowler. Y ahora también tenemos que investigar la agresión de Márquez –sacudió la cabeza–. Debería haber buscado trabajo de repostera en un restaurante.

Él le lanzó una mirada de burlona sorpresa.

–¿Sabes cocinar?

Gail lo miró con fastidio.

–Sí, sé cocinar. Con mi sueldo, ¿quién puede permitirse comer fuera?

Él se echó a reír.

–Vente a trabajar conmigo. A mí me pagan las dietas.

–No, gracias –contestó ella, alargando las manos con las palmas hacia arriba–. He oído hablar de tus hazañas.

–Son todo mentiras de mis colegas, que están celosos –contestó él.

–Colgarte de un helicóptero en vuelo con una sola mano y disparar una automática sobre el mar –dijo ella, recalcando la última palabra.

–Eso no es verdad –contestó él altivamente. Ella se limitó a mirarlo–. Bueno, no iba colgado de una mano –titubeó. Luego esbozó una sonrisa–. También enganché la pierna a un trozo de red de carga y así me sujeté.

–Me voy a casa –dijo Gail, riendo.

–Cierra bien las puertas –le aconsejó él con firmeza.

–Puedes apostar a que sí.

Gail se sentó tras el volante y cerró la puerta. A su lado, una figura en sombras lo saludó con la mano. Kilraven le devolvió el saludo. Se preguntaba quién sería el acompañante de Gail. No lo veía claramente en la oscuridad, pero parecía joven. Tal vez fuera un novato, pensó. Dio media vuelta y se dirigió hacia su casa.

3

 

 

 

 

 

Kilraven se sentía incómodo cuando se acordaba de lo disgustada que parecía Winnie Sinclair en la fiesta de Navidad. Cuando logró superar su enfado inicial, se dio cuenta de que Winnie no podía conocer la fascinación de su hija por los cuervos. A fin de cuentas, ¿quién podía habérselo dicho? Solo lo sabían Jon y él. Bueno, y su madrastra, la madre de Jon. Pero Cammy no tenía contacto con Winnie.

Había, además, otra cosa. ¿Cómo sabía él que el cuadro lo había pintado Winnie? Los regalos eran secretos. Resultaba inquietante estar tan seguro de que había sido ella, y haber acertado. Las lágrimas de Winnie al ver su mala cara se lo habían confirmado. Kilraven lamentaba haberse portado así. Pero aquellas muertes seguían perturbándolo. No conseguía encontrarse en paz. En siete años, el dolor no había disminuido.

Winnie sentía algo por él. En otra época, en otro lugar, aquello le habría hecho sentirse halagado. Pero ya no le interesaban las mujeres. Había salido con Gloryanne Barnes antes de que ella se casara con Rodrigo Ramírez, pero aquello solo había sido amistad y compasión. Lo de Winnie, en cambio, podía ser muy distinto. Por eso procuraba que no se le notara que se sentía atraído por ella. Por eso la evitaba. Aunque evitarla, pensó, no había servido para que dejara de desear acercarse a ella.

Pronto volvería a San Antonio. Pensaba pedir una excedencia para intentar resolver el caso archivado que llevaba siete largos años atormentándolo. Tal vez al fin pudiera encontrar paz, si el asesino era llevado ante la justicia.

Era una suerte que el senador Fowler y su protegido, el senador Sanders, hubieran dejado de ponerles trabas para reabrir el caso. Pero era una pena que hubiera implicado algún político importante, aunque fuera tangencialmente. Su nombre convertiría el caso en noticia, y los tabloides harían su agosto. Kilraven hizo una mueca de horror al pensar que podía ver las fotos de las autopsias mientras hiciera cola en la caja del supermercado, junto a las cuales se exponían los periódicos sensacionalistas. A algunos periodistas parecía traerles sin cuidado el derecho a la intimidad de la familia. A fin de cuentas, una primicia era una primicia.

Intentó relegar el caso al fondo de su mente, como había hecho todo el día. Solo le quedaban unos días en Jacobsville. Haría su trabajo y luego recogería sus cosas y se marcharía a casa. Y, entre tanto, intentaría explicarle a Winnie Sinclair por qué había reaccionado tan violentamente en la fiesta de Navidad. No quería darle alas, pero era incapaz de marcharse con el recuerdo de su expresión de dolor impreso en la retina.

 

 

Winnie acababa de pasar media hora agotadora dirigiendo a dos coches policiales hacia un supermercado en el que se había desatado un tiroteo. En realidad, solo había tres supermercados en todo el condado. El autor del robo, un joven casado con un largo historial de errores de juicio, se había emborrachado y había decidido conseguir algún dinero rápido para comprarle un abrigo a su mujer. Cuando el dependiente sacó una escopeta, el joven le disparó en el pecho y se encerró en la tienda con el herido mientras los clientes llamaban a la policía.