En frío - Ángela Medina - E-Book

En frío E-Book

Ángela Medina

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Una joven pareja decide darse una última oportunidad pasando unos días solos en una casa en la montañaCerca de su destino, topan con un autoestopista que viaja con un perro lazarillo. El chico no es ciego, pero la temperatura ronda los cero grados y saben que sería cruel negarle la ayuda. Es temporada baja y en esa zona poco poblada todo el mundo se prepara para el frío.Dentro de unos días todo estará cubierto de nieve. De mucha nieve.Una novela psicológica entre sentimientos y reflexiones sobre las parejasRESEÑA DE PRENSA"Ángela Medina retoma en esta su segunda novela las mismas obsesiones que en Pañales y cerveza: la importancia de los objetos, el gusto por lo doméstico y el retrato de unos personajes que se convierten en esperpentos cuando creen no ser observados. Su prosa, sociópata, directa y desinfectada, resulta tan fría como el ambiente en el que se desarrolla la novela." - eepurl.comEXTRACTOSeis de la tarde de un viernes de noviembre. El todoterreno circulaba por una carretera enmarcada a ambos lados por altos molinos de viento eléctricos. Era el último tramo llano antes de llegar al pie de la montaña. El sol ya había empezado a teñir el cielo de color naranja.Bajó la visera y subió el volumen. Pisó el acelerador y pasó de 120 a 150 km/h. La música le empujaba en la última recta antes de llegar a las curvas. Los tonos bajos hacían vibrar la carrocería.El corazón empezó a acelerarse. Su pecho engordaba y sus brazos, tensos por la presión de las manos sujetando el volante, se volvían hipersensibles al tacto. Su cabeza oscilaba siguiendo el ritmo marcado por la batería, y sus labios repetían la letra de la canción, vocalizando con fuerza cada sílaba. Subió más el volumen para los últimos treinta segundos. Se unió a las guitarras y las voces desgarradas con las venas de su cuello dilatadas. Tras la última descarga, el redoble final, lo bajó.Hinchó una vez más el pecho para soltar una gran bocanada de aire y abrió su ventanilla. Echó un vistazo al asiento del copiloto. Ella, con sus pies desnudos sobre el salpicadero, le devolvió la mirada.—Me estoy meando, Jorge.SOBRE LA AUTORAÁngela Medina (San Fernando, Cádiz, 1981) se licenció en Publicidad y Relaciones Públicas, tiene un máster en Escritura Creativa y otro en Edición Profesional de Libros. Además de trabajar como creativa para diversas agencias, colabora como crítica literaria, es editora y da clases de escritura. Es autora de la novela 'Pañales y cerveza' (Demipage, 2011) y de varios relatos publicados en distintas recopilaciones.

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En frío

© de los textos, Ángela Medina 2015

© de esta edición:

ediciones la palma

www.edicioneslapalma.com

[email protected]

ISBN: 978-84-944679-6-7

La reproducción parcial o total de este libro, mediante cualquier medio, vulnera los derechos reservados.

Queda prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo y explícito de los editores.

En frío

Ángela Medina

A mi padre

Esta sería unabuena ocasión, se dijo, de dejarme llevar por la desesperación, si me encontrase aquí por efecto de la casualidad y no por mi voluntad.

El Castillo, Franz Kafka

JORGE

VIERNES

Seis de la tarde de un viernes de noviembre. El todoterreno circulaba por una carretera enmarcada a ambos lados por altos molinos de viento eléctricos. Era el último tramo llano antes de llegar al pie de la montaña. El sol ya había empezado a teñir el cielo de color naranja.

Bajó la visera y subió el volumen. Pisó el acelerador y pasó de 120 a 150 km/h. La música le empujaba en la última recta antes de llegar a las curvas. Los tonos bajos hacían vibrar la carrocería.

El corazón empezó a acelerarse. Su pecho engordaba y sus brazos, tensos por la presión de las manos sujetando el volante, se volvían hipersensibles al tacto. Su cabeza oscilaba siguiendo el ritmo marcado por la batería, y sus labios repetían la letra de la canción, vocalizando con fuerza cada sílaba. Subió más el volumen para los últimos treinta segundos. Se unió a las guitarras y las voces desgarradas con las venas de su cuello dilatadas. Tras la última descarga, el redoble final, lo bajó.

Hinchó una vez más el pecho para soltar una gran bocanada de aire y abrió su ventanilla. Echó un vistazo al asiento del copiloto. Ella, con sus pies desnudos sobre el salpicadero, le devolvió la mirada.

—Me estoy meando, Jorge.

**

Tras cuatro horas y media de viaje llegaron a una intersección. A mano izquierda, subía la carretera hacia el pueblo. A mano derecha, un camino empedrado daba a una pequeña gasolinera con tres surtidores y una caseta con tienda y cafetería. Pararon frente al surtidor más cercano.

—Podrías pagar la gasolina cuando salgas del baño —Jorge le ofreció su cartera—. Y también comprar algo para la cena.

Bajaron del todoterreno. Jorge se quedó junto al surtidor y estiró la espalda. Bostezó hasta destaponar sus oídos. Cogió una de las mangueras y llenó el depósito mientras observaba la cima de la montaña, donde unas pocas luces indicaban la posición de las casas.

Cuando acabó, sacó el paquete de tabaco de la guantera y se dirigió a la parte trasera de la caseta. Encendió un cigarrillo y se concentró en la columna de humo.

—¿Tienes fuego?

Jorge giró. Un chico con unas gafas de sol en la mano y un cigarrillo en la otra se sentaba encima de una mochila. Sujetaba con el pie la correa de un perro labrador. NO ME MOLESTES. ESTOY TRABAJANDO. El cartel se mantenía recto a pesar de que el animal se había tumbado sobre uno de sus costados.

Los restos de humo se escaparon por sus fosas nasales. Sacó el mechero, dio tres pasos y se agachó para acercárselo a la mano. El chico le miró a los ojos con una sonrisa mientras guardaba las gafas de sol en uno de los bolsillos del abrigo.

—Perdón, creía que eras…

—Ciego, ya. Es lógico.

Encendió el cigarrillo mientras se levantaba y devolvió el mechero a Jorge. Colocó al perro entre sus piernas para quitarle el arnés con el cartel. Dejó el cigarrillo suspendido entre sus labios para poder desenganchar la correa con ambas manos. La ceniza cayó sobre el lomo del animal.

—Este trasto nos ha venido bien para que pudiera entrar en el bus —retiró el cartel y se incorporó.

—Me meaba tanto —la chica apareció con dos bolsas de plástico llenas de comida en las manos. Miró al chico y al perro y después volvió la cara a Jorge—. ¿Quién es?

—Soy Iván. Encantado —inclinó la cabeza y estiró una mano.

—Miriam —pasó las bolsas a Jorge para poder darle la mano a Iván y se puso en cuclillas para acariciar al perro.

—Un placer poder hablar con alguien después de llevar tanto rato aquí tirado.

—¿Estás solo?

—Correcto. Pensé que el bus subiría hasta el pueblo —señaló con el dedo las luces en la cima de la montaña.

—Nosotros vamos ahí. Podemos llevarte —Miriam sonrió y miró a Jorge—. ¿Verdad?

**

—Entonces venís de vacaciones.

Ninguno de los dos contestó. Jorge apagó la música y puso las luces largas para concentrarse en la carretera. Giraba levemente el cuerpo cada vez que tomaba una curva. Miriam seguía con la mirada las zonas de desaceleración.

—Yo también, aunque en mi caso no son exactamente vacaciones —Iván continuó al no obtener respuesta—. Más bien válvula de escape. No tengo más plan que llegar y punto.

—Pero habrás pensado algo para empezar —Miriam se giró en el asiento de copiloto para mirarle.

—De momento llegar al hotel rural. ¿Y vosotros?

—Vamos a casa de los padres de Jorge.

—¿Puedo fumar? —Iván sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa.

Miriam le ofreció el mechero. Jorge bajó las ventanillas.

—Joder, qué frío —tuvo que rodear con la mano la llama para poder encender el cigarrillo—. ¿Hace falta?

Con la primera calada formó una nube de humo que acabó desvaneciéndose sobre el morro del perro antes de salir del todoterreno. Este se incorporó, dio varias vueltas sobre sí mismo y volvió a tumbarse dándole el trasero a Iván.

—¿Por qué viajas con un perro lazarillo? —Jorge le miró por el retrovisor.

—Es una hembra. No podía dejarla sola.

—¿Y cómo se llama? —Miriam estiró la mano para acariciarla.

—Bola de Pelo. Pero puedes llamarla Bola.

Llegaron al pueblo tras superar dos curvas más. Cruzaron una pequeña hilera de viviendas, la mayoría de dos plantas, hasta que el todoterreno paró frente a la única casa con letras de madera en la fachada.

—Pues ya hemos llegado. Este es tu hotel.

—¿Seguro? ¿No está un poco apagado? —Miriam bajó la ventanilla para echarle un vistazo.

—Es el único en todo el pueblo —Jorge se encogió de hombros.

Iván bajó del todoterreno en camisa y se colocó el abrigo y la mochila. A punto estuvo de pillarle el rabo a Bola de Pelo cuando cerró la puerta. Asomó la cabeza por la ventanilla de Miriam, con los brazos cruzados y las manos metidas en las axilas.

—Gracias por el favor —sonrió y se separó del todoterreno.

—Espera —Miriam levantó la mano para que Jorge no pisase el acelerador y observó a Iván mientras llamaba a la puerta del hotel una, dos, tres veces.

—Parece que está cerrado —Iván se giró abriendo los brazos.

—Miriam, no —Jorge susurró.

—Tú mismo has dicho que es el único hotel —le reprochó antes de asomar la cabeza por la ventanilla—. Anda, sube.

Siguieron ascendiendo un poco más hasta llegar al final de la carretera asfaltada. Entonces tomaron un tramo de gravilla y aparcaron frente a la verja de una casa que se alzaba sin nada a su alrededor salvo un par de farolas, unos cuantos pinos y un camino de piedra que, según indicaba la flecha, daba a parar a una ermita.

Jorge salió y estiró los brazos hasta que un par de vértebras de su espalda crujieron. Inspiró una gran bocanada de aire frío y lo exhaló por la boca, formando una nube de vapor. Miriam e Iván recogieron los restos de comida y bebida del viaje y se pusieron el anorak antes de bajar con Bola de Pelo.

Cero grados. La temperatura había ido descendiendo curva a curva. Volvieron la vista atrás para contemplar el pueblo.

Sacaron las mochilas y las cargaron sobre sus espaldas. Jorge agarró la funda con su bajo y Miriam las bolsas de la compra. Recorrieron el camino desde la valla hasta la entrada dejando a un lado una pequeña caseta de piedra. Jorge fue desojando llaves hasta dar con la de la puerta. Se apartó para dar paso a Miriam, que entró decidida.

—¡Joder! —se llevó la mano a uno de sus muslos.

—Lo siento, no te avisé —pasó su brazo por encima de la cabeza de ella para activar el automático y palpó la pared hasta dar con el interruptor—. El mueble de la entrada, siempre pasa.

Con la luz encendida, Miriam se llevó la mano a la zona del golpe por encima del vaquero. Dolía. No sangraba.

Iván y Bola de Pelo entraron tras ellos. Jorge abrió la primera puerta del pasillo. Una habitación con una cama y nada de decoración salvo un jarrón sobre una estantería.

—Ponte cómodo —se apartó para darle paso a Iván y cogió a Miriam por la cintura—. Vamos, te enseñaré el resto de la casa.

Abrió la puerta de enfrente. Un cuarto de baño con bañera. Al fondo del pasillo, se abría un espacio diáfano con tres enormes ventanales que enmarcaban el valle, un largo sofá, un mueble para el televisor, una mesa de comedor redonda para seis comensales y una estantería cargada de libros que llegaba hasta el techo, abuhardillado y cubierto de vigas de madera. Frente a la mesa, se encontraba la cocina, americana y con una pequeña barra sobre la que Miriam dejó las bolsas de plástico.

—No está nada mal —Miriam se descolgó la mochila y la apoyó en uno de los brazos del sofá.

—Sí, pero ven —la cogió de la mano y subieron por una escalera que nacía junto al mueble del televisor.

Llegaron a una amplia habitación, con una cama con un colchón inflado y dos sillones orejeros.

—¿No dijiste que habría nieve?

—Pronto nevará, pero escucha, lo de ese tío no es una buena idea —bajó el volumen de su voz.

—¿Y qué querías que hiciéramos?

—No deberíamos haberle recogido en la gasolinera —Jorge rodeó el cuello de Miriam con los dedos y apoyó su barbilla en la frente de ella—. Bicho, esta iba a ser nuestra madriguera. Para nosotros solos.

—Ya sé que esto no entraba en tus planes —se separó.

—¿Mis planes?

—¿Dónde están las sábanas? —suspiró—. Bajaré a ayudarle.

**

—Solo digo que nadie se presenta en un hotel sin haber hecho antes una reserva —Jorge metió una segunda pizza en el pequeño horno—. ¿Y si buscaba a algún pardillo que le ofreciera su casa desde el principio?

—¿Qué dices? Se ha quedado tirado y punto —Miriam cortaba en triángulos la primera pizza.

—No lo sabes.

—No seas paranoico.

Bola de Pelo paseaba por toda la casa haciendo ruido con las uñas de sus patas y olisqueando cada uno de los rincones. De vez en cuando, cuando alguna viga de madera crujía, soltaba un gruñido.

—¿Y de la perra qué me dices?

—¿Qué te pasa con la perra?

—¿Quién cojones viaja con la perra de un ciego?

—Ay, Jorge.

Iván salió del cuarto de baño. Miriam terminó de colocar la mesa y los tres se sentaron a cenar, con Bola de Pelo tumbada a los pies de la chica. De vez en cuando le caía algún trocito de bacon o de cebolla ennegrecida.

—¿No tenéis nada de beber? —Iván apuró el último sorbo de Coca-Cola.

—Sí, compré vino en la gasolinera —Miriam retiró su silla apoyando las manos en la mesa—. ¿Dónde lo has puesto?

Jorge le hizo un gesto para que se quedara sentada y se acercó a la cocina con la boca llena, sin apartar la vista de Iván y su media sonrisa. Tenía las piernas cruzadas y la espalda apoyada como si fuera el respaldo el que se adaptara a su cuerpo.

—¿Y el billete de vuelta? —sacó de la nevera una botella de vino blanco y rebuscó en uno de los cajones hasta dar con el sacacorchos—. ¿Puedes cambiarlo?

—No sé, pero no lo voy a pensar ahora. Es un delito tratar de solucionar el mundo a partir de las diez de la noche.

Miriam sonrió. Jorge descorchó la botella y dejó sobre la mesa tres copas de vino. Iván estiró el brazo para ser el primero en servirse.

—Un buen vino, si no fuera un sacrificio acompañarlo con pizza. Miriam, tengo una receta secreta para hacer una masa espectacular —le acarició el brazo—. Me la dieron en Italia.

—No olvides dejarla apuntada antes de irte —Jorge levantó la copa hacia Iván para que le sirviera.

—Una casa muy bonita —llenó las tres copas—. Parece que a tus padres les gustan las antigüedades.

Jorge no contestó. Se entretenía dando vueltas al vino en el interior de la copa.

—Es curioso, porque ellos son muy modernos —Miriam añadió volviendo la cara a Jorge, en un intento de suavizar la conversación—. ¿Verdad?

—Era la casa de mi tía abuela. Cuando mis padres la heredaron, decidieron dejarla tal y como estaba. Los muebles llevan siglos aquí—. Solo metieron la cocina e instalaron radiadores.

—Es más grande que en las fotos que me enviaste —Miriam levantó la vista hacia las vigas del techo.

—¿Tú no la conocías? —Iván miró a Miriam extrañado.

—No —comenzó a jugar con un borde de pizza que había dejado en el plato—. Yo entonces estaba en Londres.

—Pues yo me siento como si estuviera en mi propia casa —Iván se recostó más en su silla.

—Mañana nos acercaremos a la gasolinera y preguntaremos cuándo pasa el autobús de vuelta.

—Muy bien, chicos —Miriam se levantó soltando la servilleta al lado de su plato—. ¿Alguien quiere postre?

—Sí.

—No.

—Traeré helado.

Cuando terminaron de cenar, Jorge tiró los restos de pizza a la basura, recogió la mesa y ayudó a Miriam secando los platos, cubiertos y copas que ella fregaba. Iván le sirvió a Bola de Pelo en un plato hondo una buena cantidad de pienso que traía en su mochila y lo colocó en el suelo junto con otro lleno de agua del grifo. Después investigó por los muebles de la cocina y el resto de la casa, hasta que rescató de debajo del mueble del televisor una botella de coñac. Se lo sirvieron en los mismos vasos que el vino y se sentaron a degustarlo en el sofá.

—Me falta el puro para ser mi abuelo —Iván dio un trago a su copa y arrugó los labios—. ¿Y cuándo dices que va a nevar?

—Esta noche —Jorge se encendió un cigarrillo.

—Me temo que estaré demasiado borracho para verlo, o eso me gustaría —observó el líquido—. Deberías buscarte otro tipo de alcohol.

—Brindo por eso.

Miriam acercó su copa a la de Iván. Los cristales chocaron. Después se levantó y encendió el televisor. Pulsó las teclas del mando a distancia hasta que dio con un canal de videos musicales. Bola de Pelo, que prefería seguir tumbada, levantó la cabeza al ver que la chica se acercaba. Agarró sus patas y la levantó para bailar. Iván se unió a ellas imitando sus pasos. Cuando la perra tuvo la más mínima oportunidad, huyó y volvió a dejarse caer entre las patas de la mesa del comedor.

—¡Vamos, anímate! —Miriam se acercó a Jorge haciendo oscilar sus caderas y ofreciéndole sus manos.

—No, no, no —Jorge permaneció sentado en el sofá, sonriendo mientras ella seguía bailando delante de él—. Sabes que se me da fatal.

Miriam se dejó caer en el sofá al cabo de cuatro canciones más. Pasó uno de sus brazos por detrás del cuello de Jorge. Entonces Iván se perdió en su habitación y volvió con una cajita de madera de la que sacó una pipa. La llenó con marihuana y comenzaron a pasársela entre Miriam y él, cubriendo con nubes de humo todo el salón.

—Creo que ya voy un poco perjudicada, me voy a dormir.

—Te acompañaré —Jorge la ayudó a incorporarse suavemente.

—No, no hace falta. Todavía os queda coñac. Hasta mañana.

Miriam subió las escaleras mientras los tres, incluyendo la perra, la seguían con la mirada. Iván apagó el televisor, se sirvió una nueva copa de coñac y se sentó junto a Jorge.

—¿Por qué no te tocas algo? —Iván señaló la funda del bajo—. No sé, un Page o algo así.

—Es un bajo.

—Ah, vaya —sacó el teléfono móvil del bolsillo y pulsó algunas teclas.

—No hay cobertura en el pueblo.

—No sé por qué no me sorprende —soltó el teléfono sobre la mesa y se levantó—. Entonces creo que voy a sacar a Bola.

La perra se acercó despacio al oír su nombre y se sentó con la cabeza levantada sin apartar la vista de Iván. Este se dirigió a la habitación a coger su abrigo.

—¿De quién es?

—¿Cómo?

—La perra.

—De un amigo —se colocó el abrigo. Una pequeña Moleskine estuvo a punto de caer de su bolsillo. La empujó y subió la cremallera—. Me pidió que la cuidase, pero yo quería irme unos días, así que me la traje.

—¿Y por qué tu amigo ciego se iba a separar de su lazarillo?

—Porque tenía visita —giró sobre sus talones y clavó la mirada en Jorge—. Y ahora, si no te importa, voy a sacarla o muy pronto empapará tu centenario suelo de madera.

Jorge se quedó solo envuelto en el silencio del salón, roto de vez en cuando por el crujido de las vigas del techo. Apagó todas las luces y se colocó de pie frente a uno de los ventanales, mientras apuraba un nuevo cigarrillo y su copa de coñac. Desde arriba llegaban los leves ronquidos de Miriam. Siempre que había demasiado humo ocurría. Permaneció en la misma postura hasta que escuchó girar la cerradura de la puerta. Entonces dejó la copa sobre la mesa y subió las escaleras para evitar reencontrarse con Iván.

**

Miriam parecía estar profundamente dormida, envuelta en un edredón gordo que estrechaba contra su pecho. Se acercó a ella desabrochándose el cinturón. Se bajó los pantalones y los calzoncillos y la observó en silencio. La leve luz de las farolas que entraba por la ventana solo iluminaba la mitad de su cara. Los mechones de su pelo color miel descansaban sobre la almohada.

Agarró su pene y lo acercó despacio a los labios de Miriam, hasta casi llegar a rozarlos. Ella se movió y él retrocedió. Se quedó mirándola durante unos segundos más con los pantalones bajados mientras ella roncaba suavemente con la boca entreabierta.

Se encerró en el cuarto de baño durante unos minutos antes de terminar de desnudarse y se colocó el pijama mirando hacia la ventana, donde habían comenzado a pegarse los primeros copos de nieve. Se deslizó en la cama por su lado y acabó pegado al cuerpo de Miriam al hundir el colchón. Le acarició el pelo.

—Bicho, está nevando.

Susurró, pero ella siguió concentrada en su sueño.

SÁBADO

Los primeros rayos de sol derritieron los restos de la nieve nocturna antes de que Miriam se asomase por uno de los ventanales del salón. Observó los gigantescos árboles de color verde grisáceo que se alzaban sobre la cadena montañosa. Una alfombra esmeralda cubría el terreno a ras del suelo. Dejó abierto el ventanal para que se airease la casa mientras preparaba café y encendía el portátil. Se sentó frente a él, con su taza humeante y una manta de lana sobre los hombros. Escribió y borró un primer párrafo en tres ocasiones antes de que Iván apareciera dando los buenos días. Capítulo Uno.

—¿Sabes que Bola enciende la cafetera por las mañanas si dejas el café preparado?

—Pues no tiene pinta de hacer muchas cosas.

—Te sorprendería —alcanzó una taza de uno de los armarios de la cocina y se sirvió café—.Por cierto, ¿dónde está?

—Jorge se la ha llevado. Iba al pueblo de al lado a comprar comida. No busques leche porque no hay —se quitó la manta y cerró el ventanal—. Por lo visto esta noche ha nevado.

—Ya veo. Hay tanta nieve que la perra va a volver con sabañones.

Ambos rieron. Iván se sentó frente al ordenador y contempló la hoja casi en blanco.

—¿Qué escribes?

—Un cuento infantil.

—Mi pareja también escribía.

La puerta de la calle se abrió y Jorge y Bola de Pelo entraron. Él llevaba varias bolsas de plástico que dejó sobre la encimera. La perra, que ahora lucía un nuevo collar, volvió a tumbarse bajo la mesa del comedor con un palo entre los dientes.

—He bajado a la gasolinera. Por lo visto el dueño del hotel se ha ido un par de semanas antes de que empiece la temporada.