En la alegría y en la tristeza - Chantelle Shaw - E-Book

En la alegría y en la tristeza E-Book

Chantelle Shaw

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Podía permitirse ella el lujo de caer de nuevo en brazos de aquel playboy? El corazón de Gina Bailey se aceleró cuando vio a Lanzo di Cosimo, diez años después de su tórrido romance con él. Ya no era aquella chiquilla ingenua de años atrás. Tras sufrir un continuo maltrato por parte de su exmarido, y rotos los sueños de formar una familia, había levantado un muro alrededor de su corazón. Sin embargo, Lanzo daba la sensación de buscar una relación a más largo plazo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 212

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Chantelle Shaw

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

En la alegría y en la tristeza, n.º 2287 - enero 2014

Título original: The Ultimate Risk

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4019-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Sin duda todas las mujeres recuerdan a su primer amante», reflexionó Gina.

No iba a ser ella la única en sentir que el corazón se estrellaba contra las costillas al divisar al otro lado de la sala al hombre del que una vez estuvo locamente enamorada...

La breve relación había tenido lugar diez años atrás, pero Lanzo seguía siendo uno de los más codiciados solteros de Europa. Sus fotos aparecían con regularidad en las revistas del corazón. Gina no podía dejar de mirarlo, consciente del cosquilleo que sentía en la boca del estómago, el mismo que había sentido a los dieciocho años.

¿Se había percatado él de su presencia? Casi dejó de respirar cuando Lanzo se giró hacia ella. Durante unos segundos sus miradas se fundieron, pero Gina la desvió rápidamente, fingiendo estar observando a los demás invitados de la fiesta.

La habitual tranquilidad de Poole Harbour se había visto alterada por el campeonato internacional de fueraborda que se celebraba allí ese fin de semana. Considerado el deporte acuático de mayor riesgo, las carreras se habían desarrollado durante todo el día en la bahía, pero en esos momentos las potentes embarcaciones descansaban en el muelle.

Era sin duda un deporte que atraía a la gente guapa. El restaurante donde se celebraba la fiesta estaba repleto de bellas modelos, bronceadas, rubias, luciendo generosos pechos y minúsculas faldas. A su alrededor revoloteaban los hombres, pilotos, mecánicos y demás miembros de la tripulación de los equipos de fueraborda.

Gina nunca había comprendido que alguien quisiera arriesgar su vida por diversión y no le interesaban las carreras. Tampoco se encontraba a gusto en la fiesta y si había acudido a ella había sido únicamente porque su viejo amigo, Alex, acababa de ser nombrado gerente del exclusivo restaurante Di Cosimo, y le había pedido su apoyo moral.

Y aun así era ella la que necesitaba ese apoyo moral. Le temblaban las piernas y la cabeza le daba vueltas, sin tener nada que ver la copa de champán que se había tomado.

Le había impresionado profundamente volver a ver a Lanzo. No se le había ocurrido que siguiera en el mundo del fueraborda, ni que pudiera asistir a la fiesta. Cierto que era el dueño del restaurante, pero no era más que uno de tantos repartidos por el mundo y pertenecientes a la cadena Di Cosimo. Tampoco había estado preparada para la reacción que había experimentado al verlo. El estómago se le había agarrotado y el vello se le había puesto de punta al observar el dolorosamente familiar perfil.

Su aspecto era impresionante: piel olivácea, rasgos esculpidos, cabellos negros y sedosos sin el menor atisbo de gris a pesar de sus treinta y cinco años. Lanzo di Cosimo parecía un modelo, alto y musculoso, impecablemente trajeado.

Pero no era solo el físico. Lanzo exudaba un magnetismo sensual que llamaba la atención. Haciendo gala de una enorme seguridad en sí mismo, devastadoramente sexy, era imposible de ignorar. Y las mujeres que revoloteaban a su alrededor no hacían nada por ocultar la fascinación que despertaba en ellas.

El multimillonario playboy sentía la misma pasión por los deportes de riesgo que por las rubias de largas piernas, ninguna de las cuales compartía su vida durante mucho tiempo antes de ser sustituida por la siguiente. Diez años atrás, Gina no había acabado de entender qué había visto en ella, una morena del montón, pero con dieciocho años se había sentido demasiado embelesada como para reflexionar seriamente sobre ello. A Lanzo no le había supuesto ningún esfuerzo llevársela a la cama. Para él no había sido más que una compañera de colchón para aquel verano que había pasado en Poole y seguramente no había sido su intención romperle el corazón, de eso solo podía culparse ella misma.

El tiempo había sanado las heridas de aquel primer amor. Ya no era la chiquilla ingenua de una década atrás. Resistiéndose al impulso de volver a mirar a Lanzo, se dirigió hacia el enorme ventanal que se asomaba a la bahía.

 

 

Lanzo se giró levemente para poder seguir observando a la mujer del vestido azul que había llamado su atención. La conocía, pero no conseguía recordar de qué. Estaba vuelta de espaldas hacia él, lo que le permitía admirar la sedosa mata de cabellos color castaño que casi alcanzaba su cintura. Quizás había llamado su atención porque era muy diferente de las rubias que solían asistir a las fiestas después de las carreras. Con evidentes muestras de irritación se apartó de la que intentaba llamar su atención pegándose a su cuerpo.

Era una chica muy joven y estaría mucho más guapa sin tanto maquillaje. Llevaba una ajustada minifalda y unos tacones ridículamente altos que le hacían parecer una cría de jirafa. No debía tener mucho más de dieciocho años, pero su mirada invitaba claramente a que se la llevara a la cama. Años atrás se habría sentido tentado, admitió para sus adentros, pero ya no era aquel veinteañero dominado por la testosterona. Se había vuelto más selectivo y ya no le interesaban las colegialas.

–Felicidades por ganar la carrera –exclamó la rubia casi sin aliento–. Los fuerabordas me parecen de lo más excitantes. ¿Qué velocidad alcanzan?

–La embarcación tiene una velocidad punta de unos ciento ochenta y cinco kilómetros por hora –contestó Lanzo intentando controlar su impaciencia.

–¡Madre mía! –la joven sonrió con expresión inocente–. Me encantaría probarlo.

Lanzo no pudo reprimir un respingo. El Falcon era una maravilla de la ingeniería marítima y valía un millón de libras.

–Los barcos de carreras no son lo más ideal para hacer turismo. Están hechos para la velocidad –explicó–. Te divertirías mucho más en un crucero. Tengo un amigo que podrá darte una vuelta por la costa –murmuró mientras soltaba la mano de la joven, que lo tenía agarrado de un brazo, y se alejaba de su lado.

 

 

Gina observaba la puesta de sol que teñía de oro el mar y las copas de los árboles de la isla Brownsea. Se alegraba de estar en casa. Había pasado la mayor parte de los últimos diez años viviendo y trabajando en Londres y casi había olvidado la sensación de paz que le invadía cuando se acercaba a la costa.

Sin embargo, pensar en su hogar, y más concretamente en el piso ultramoderno con vistas al mar, le producía más ansiedad que placer. Tras perder su empleo en una empresa local, era incapaz de seguir pagando la hipoteca. La situación era horriblemente similar a la vivida con la casa que Simon y ella habían comprado en Londres. Él había perdido su trabajo y ella se había convertido en la única fuente de ingresos del hogar.

Tras abandonar a Simon, la casa había sido vendida, pero, a causa de las deudas, no le había quedado nada de dinero. La falta de ahorros le había obligado a pedir un crédito para comprar el piso. Y en esos momentos, parecía que su única opción era venderlo antes de que el banco la desahuciara.

Su vida no estaba resultando tal y como la había planeado: al terminar la carrera se casaría, tendría dos hijos, un niño llamado Matthew y una niña, Charlotte. Había conseguido la carrera y el matrimonio, pero también había descubierto que los embarazos no se generaban a la carta, y que los matrimonios no eran siempre eternos.

Su mano acarició inconscientemente la cicatriz que le atravesaba la mejilla, junto a la oreja y seguía hasta el cuello, y sintió un escalofrío. Jamás había pensado que a los veintiocho años estaría divorciada, desempleada y, al parecer, estéril. Sus grandes planes se habían derrumbado y la perspectiva de perder el piso que había comprado tras regresar a Poole con la esperanza de empezar una nueva vida lejos de los amargos recuerdos del matrimonio fracasado, era la gota que colmaba el vaso.

Perdida en sus pensamientos, dio un brinco al oír una voz a su lado.

–¿Qué te parece? –preguntó Alex cargado de tensión–. ¿Crees que hay suficiente variedad de canapés? Pedí al cocinero que los preparara de distintos tipos, incluyendo vegetarianos.

–La fiesta es estupenda –le aseguró Gina a su amigo–. Deja de preocuparte. Eres demasiado joven para que te salgan canas.

–Admito que he descubierto unas cuantas desde que me ocupo del restaurante –Alex soltó una carcajada–. Lanzo di Cosimo exige lo mejor para sus restaurantes, y es importante que le impresione esta noche.

–Pues opino que tu trabajo ha sido brillante. Todo es perfecto y los invitados parecen contentos –Gina hizo una pausa y continuó en un tono intencionadamente casual–. No pensé que el jefe de la cadena Di Cosimo fuera a venir.

–Pues sí. Lanzo visita Poole dos o tres veces al año. Si hubieras regresado a casa más a menudo en lugar de vivir en Londres, seguramente te lo habrías encontrado alguna vez –bromeó él–. Suele venir para las carreras fueraborda, y hará un año compró una casa en Sandbanks –rio–. Parece increíble que una pequeña franja de arena en Dorset se haya convertido en uno de los lugares más caros del mundo para vivir –de repente se puso tenso–. Y hablando del rey de Roma...

Gina sintió que el estómago le daba un vuelco. Lanzo se dirigía hacia ellos y no servía de nada que se recordara que era una mujer adulta y que hacía tiempo que había superado lo suyo. El corazón galopaba con fuerza y volvió a ser aquella camarera en ese mismo restaurante, diez años atrás.

Lanzo poseía una mirada hipnótica, quizás debido al sorprendente color de sus ojos. Unos ojos marrones hubieran encajado más con su complexión olivácea, pero los suyos eran de un vívido verde, bordeados por unas espesas pestañas negras.

El tiempo había hecho lo imposible mejorando la perfección. A los veinticinco había sido elegante y muy atractivo, con un cierto aire infantil, pero una década después se mostraba como un hombre robusto, sexy y desmesuradamente hermoso. En el rostro anguloso y de mandíbula cuadrada, los labios destacaban carnosos y sensuales.

Algo se removió en su interior, algo más profundo que la mera atracción sexual. La reacción física fue intensa y Gina se sonrojó al sentir la mirada de Lanzo sobre sus pezones, claramente marcados bajo el vestido.

Muchos años antes, ese hombre la había acunado en sus brazos y ella había estado convencida de que sería el hombre de su vida. Pero desde entonces habían sucedido muchas cosas. Había huido de un matrimonio violento, sabiéndose fuerte e independiente. Sin embargo, en un instante de locura, deseó que Lanzo la volviera a abrazar y le hiciera sentirse segura, como solía hacer hacía diez años.

Rápidamente recordó que él nunca la había querido. La idea de que pudiera enamorarse de ella, tal y como ella se había enamorado de él, solo había sido una ilusión.

–Una fiesta estupenda, Alex –Lanzo saludó al gerente del restaurante sin apartar la vista de Gina–. La comida es excelente, tal y como se espera de un restaurante Di Cosimo.

–Gracias –sonrió Alex–, me alegra que le guste –de repente fue consciente de la atención que despertaba Gina en su jefe–. Permítale presentarle a mi buena amiga, Ginevra Bailey.

–Ginevra, un nombre italiano –Lanzo la miró intrigado mientras le estrechaba la mano.

Tenía la piel suave y pálida, en contraste con la suya y, de repente, en su mente se formó la erótica imagen de esa mujer desnuda con las piernas enlazadas entre las suyas. Besó el dorso de la mano con delicadeza y sintió un inmediato ataque de lujuria.

–Mi abuela era italiana –Gina recuperó la mano de un fuerte tirón–, me pusieron el nombre por ella –murmuró con frialdad, agradecida de su capacidad para ocultar sus sentimientos. Al parecer, nadie se había dado cuenta de que el corazón le latía con tal fuerza que apenas podía respirar. Rápidamente apartó la vista.

Los ojos verdes emitieron un destello y Lanzo la estudió con el ceño fruncido. Gina era consciente de intrigar a ese hombre, pero no tenía la menor intención de recordarle que en una ocasión habían sido amantes. Afortunadamente no parecía haberla reconocido. Seguramente no había vuelto a pensar en ella desde que le había anunciado el regreso a su casa en Italia al finalizar el verano. Ella, en cambio no lo había olvidado.

Lanzo entornó los ojos. Algo en esa mujer apelaba a un lejano rincón de su memoria. Recorrió con la mirada la perfecta figura, resaltada por un vestido de seda azul marino que se abrazaba a sus curvas. De haberla visto anteriormente, jamás la habría olvidado.

Su rostro era un perfecto óvalo de piel sedosa como la porcelana. Los ojos, de un intenso color azul, eran casi del mismo tono que el vestido. De nuevo, algo se encendió en su mente, un lejano recuerdo de una mirada azul como el mar. Seguramente le recordaba a alguna amante del pasado cuyo nombre se le escapaba.

Alex hizo un leve movimiento y Lanzo comprendió que estaba mirando fijamente a la hermosa joven. Resistiéndose a la tentación de hundir los dedos en la mata de sedosos cabellos castaños, respiró hondo. Hacía mucho tiempo que no se excitaba con tanta rapidez, y la reacción le sorprendió aún más puesto que sus preferencias solían dirigirse hacia las rubias espigadas. Esa mujer era un conjunto de voluptuosidad que estaba ejerciendo un profundo impacto en su libido, y a Lanzo no le cabía duda que intentaría llevársela a la cama a la primera ocasión.

–Espero que te guste la fiesta, Ginevra –murmuró–. ¿Eres aficionada a los fueraborda?

–No, no le encuentro el menor atractivo a los deportes de riesgo –contestó ella secamente.

Su empeño en disimular el efecto que le producía ese hombre resultó algo exagerado y Alex se vio obligado a intervenir.

–Gina es la responsable de los arreglos florales. Los centros de mesa son preciosos ¿verdad?

–Desde luego –Lanzo admiró el despliegue de rosas rojas y blancas entrelazadas con hiedra–. ¿Eres florista, Gina? –de nuevo frunció el ceño ante lo familiar que le resultaba el diminutivo de su nombre.

–Solo como aficionada –contestó ella.

Su marido la había animado a asistir a un carísimo curso de arreglos florales, y también a otro, aún más caro, de alta cocina francesa, para que fuera la perfecta anfitriona en las innumerables recepciones de negocios que ofrecía. Las clases de cocina no le servían de gran cosa en esos momentos, dado que solo cocinaba para sí misma, pero había disfrutado con la decoración del restaurante aquella noche.

–La florista que tenía contratada se puso enferma –explicó Alex–. Por suerte, Gina se ofreció a decorar las mesas –uno de los camareros llamó su atención al otro lado de la sala–. Parece haber algún problema en la cocina –murmuró–. ¿Me disculpan?

Gina sintió aumentar la tensión a medida que Alex se alejaba de ellos. No es que estuviera a solas con Lanzo, el restaurante estaba abarrotado de invitados, pero tenía la sensación de estar metida en una burbuja con ese hombre.

«Sin duda todas las mujeres recuerdan a su primer amante», insistió. Su reacción ante Lanzo era la normal cuando se vuelve a encontrar a alguien del pasado. Sin embargo, en el fondo, sabía que había algo más. Antes de casarse había tenido un par de parejas, pero ningún hombre, ni siquiera Simon en los mejores momentos de su matrimonio, había despertado el descontrolado deseo que sentía, violento y casi primitivo.

Lanzo había sido muy especial para ella. Aunque su aventura no había durado mucho tiempo, saberse deseada por un playboy internacional, había supuesto una inyección de autoconfianza. Gracias a él, la tímida adolescente se había convertido en una mujer segura de sí misma, dueña de una exitosa carrera y que más tarde había llamado la atención de un banquero londinense, igual de exitoso que ella.

Pero si Lanzo le había insuflado confianza, Simon se la había arrancado a golpes. Por culpa del desastroso matrimonio, ya no confiaba en su juicio sobre los demás. Se avergonzaba de no haberse dado cuenta de la personalidad que ocultaba Simon bajo su encantadora superficie. Y en esos momentos se sentía dolorosamente vulnerable ante la fuerte masculinidad de Lanzo.

Afortunadamente, un camarero se acercó a ella y le ofreció otra copa. Normalmente solo bebía una, consecuencia de las embarazosas borracheras que solía protagonizar Simon en los actos sociales. Pero esa noche necesitaba distraerse de la abrumadora presencia de Lanzo y se apresuró a tomar un trago de champán.

–De manera que no te gustan las carreras de fueraborda –murmuró él con su fuerte y sexy acento–. ¿Hay algún deporte acuático que sí te guste?

–De niña, me gustaba navegar por la bahía. Es una actividad mucho más pacífica que surcar el mar a una velocidad imposible –señaló ella.

–Pero no libera tanta adrenalina –Lanzo sonrió divertido al ver cómo Gina se sonrojaba–. ¿Vives aquí, Gina?

–Sí, nací aquí –la manera en que Lanzo pronunciaba su nombre le hacía estremecerse–. Soy la cuarta generación de Bailey en nacer en Poole, pero también me temo que seré la última. No tengo ningún hermano que transmita el apellido –era consciente de estar parloteando, pero siempre era mejor que el incómodo silencio que permitiría a Lanzo oír el fuerte latido de su corazón. Respiró hondo e invocó a su habitual calma–. ¿Se quedará mucho tiempo en Poole, signor di Cosimo?

–Lanzo –le corrigió él–. Tengo asuntos de negocios que tratar, pero espero regresar pronto –estudió el arrebolado rostro y sonrió–. Quizás antes de lo que había pensado.

Gina se sintió atrapada por una poderosa fuerza que le impedía desviar la mirada del rostro de Lanzo. Estaban solos en una habitación llena de gente, unidos por una fuerte química que les mantenía bajo su poder.

Lanzo observó los profundos y oscuros ojos y sintió hervir la sangre. Esa mujer lo había intrigado desde que la había descubierto mirándolo desde el otro extremo de la sala. Le sucedía constantemente. Las mujeres se lo quedaban mirando desde que era adolescente. Pero era la primera vez que él había reaccionado con tanta fuerza.

El estruendo de una bandeja de copas estrellándose contra el suelo devolvió a Gina a la realidad. Estaba peligrosamente cerca de Lanzo y comprendió, por el brillo en los verdes ojos, que había estado mirándolo boquiabierta como una impresionable adolescente. La vergüenza volvió a incendiarle las mejillas.

–Iré a buscar una escoba –murmuró antes de alejarse, agradecida a la pobre camarera que intentaba recoger los cristales con las manos.

Lanzo la vio marchar y se puso duro al contemplar el vaivén del redondo trasero bajo el ajustado vestido de seda.

¡Gina! De repente la había recordado, a pesar de que su aspecto era muy distinto del de la tímida camarera que lo había seguido a todas partes con la devoción de un cachorrillo, ansiosa por complacerle durante ese verano que había pasado en Inglaterra.

No sabía que su nombre completo fuera Ginevra, pero encajaba a la perfección con la mujer en la que se había convertido. Normal que no la hubiera reconocido, se dijo a sí mismo. Esa elegante mujer de figura torneada y una larga mata de cabellos castaños no se parecía en nada a la chica que lo había encantado con su inesperada naturaleza apasionada durante las pocas semanas en que fue su amante aquel verano años atrás.

¿Seguiría siendo una amante tan generosa y sensual como la que se le había aparecido en sueños durante meses después de haber regresado a Italia? La vida le había enseñado a no revivir el pasado, pero estaba dispuesto a hacer una excepción, decidió. Sus ojos emitieron un brillo de determinación que habría preocupado seriamente a Gina de haberlo visto.

Capítulo 2

 

A pesar de ser casi las once de la noche, aún no había oscurecido del todo. El cielo color índigo aparecía salpicado de estrellas cuando Gina salió del restaurante. El agua de la bahía estaba en completa calma y la salada brisa resultaba relajante. Le encantaban los días largos y las noches templadas de junio.

–No sabía que aún vivieras en Poole –una figura surgió de entre las sombras y el corazón de Gina falló un latido al reconocer a Lanzo–. Vengo a menudo y no te he visto nunca.

Gina lo miró sobresaltada al saberse reconocida. La expresión en los ojos verdes le aceleró el pulso. Era la mirada de la pantera acechando a la presa. «Solo es un hombre», se recordó. Pero su trémulo cuerpo le indicaba que Lanzo nunca era «solo», lo que fuera.

–A lo mejor me viste, pero no me reconociste –contestó ella secamente.

–Te recordaría perfectamente, Gina –susurró Lanzo–, aunque debo admitir que no lo hice de inmediato esta noche. Has cambiado mucho desde que nos conocimos.

Lanzo deseaba hundir los dedos en la mata de sedosos cabellos, pero había percibido una tensión en la joven, un destello de desconfianza en los ojos azules. Sabía que Gina era tan consciente como él de la tensión sexual, pero por algún motivo se empeñaba en ignorarla.

–Tus cabellos, sobre todo, están muy distintos –observó.

–No me lo recuerdes –gruñó Gina, mortificada ante el recuerdo de la permanente que había tenido como objetivo hacerle parecer más mayor y elegante que con la cola de caballo que llevaba desde los seis años, y que había transformado sus cabellos en una indomable maraña con la textura del acero. En lugar de mayor y sofisticada, lo que había parecido era un caniche obeso–. No entiendo cómo has podido reconocerme.

Lo cierto era, pensó Lanzo, que no se había fijado mucho en ella en su primera visita a Poole para la inauguración del restaurante Di Cosimo. Gina era una empleada más, una camarera a tiempo parcial que ayudaba en las noches de mucho trabajo.

La recordaba como una chiquilla tímida con la irritante costumbre de mirar al suelo cada vez que la hablaba, hasta que le había tomado la barbilla y levantado el rostro para encontrarse con unos ojos del azul más intenso que hubiera visto jamás.

La insulsa camarera había resultado ser mucho más interesante de lo que había esperado. Poseía una piel inmaculada y unos carnosos labios que invitaban a ser besados. Desde entonces había empezado a fijarse más en ella, siendo correspondido, a pesar de que se sonrojaba violentamente cada vez que sus miradas se cruzaban.

Aquel verano de hacía diez años había supuesto un respiro en su vida. Alfredo había fallecido en primavera y aún no había conseguido aceptar la muerte de la persona a quien consideraba un segundo padre, el hombre que se habría convertido en su suegro de no haber sido por el incendio que había arrasado la residencia di Cosimo cinco años antes.

El rostro de Cristina ya no era más que un lejano recuerdo, como una foto desenfocada, y el dolor ante su pérdida ya no se clavaba como un cuchillo en su corazón. Sin embargo, jamás olvidaría a la dulce chiquilla de quien se había enamorado.

Alfredo, que era viudo, y los padres de Lanzo se habían mostrado encantados cuando les había anunciado el compromiso con Cristina. Pero la tragedia se había cebado con ellos una semana antes de la boda.

La habitual punzada de culpabilidad le agarrotó el estómago y dirigió la mirada hacia el horizonte, perdido en sus lúgubres pensamientos. Jamás debería haberse marchado en ese viaje de negocios a Suecia. Cristina le había suplicado que no lo hiciera porque necesitaban hablar. Lanzo estaba conmocionado con el anuncio del embarazo. No estaba preparado para ser padre. Ambos habían decidido esperar al menos cinco años.

Su juventud, veinte años, y el empeño en hacer que su padre se sintiera orgulloso de él al verlo al frente de la empresa familiar, no era excusa. Sabía que había herido a Cristina con su falta de entusiasmo por la llegada del bebé. Lanzo se había negado a hablar de ello y había insistido en proseguir con el viaje de negocios e, ignorando las lágrimas de Cristina, había subido a ese avión rumbo a Suecia.

En menos de veinticuatro horas había comprendido su error. Amaba a Cristina y amaría a su hijo. Impaciente por regresar a su casa, la reunión le había resultado insufrible, y su excesiva duración le había obligado a pasar otra noche fuera. A la mañana siguiente había sido recibido en Italia por Alfredo quien le había comunicado la terrible noticia de que sus padres y Cristina habían fallecido en el incendio que había destruido la villa Di Cosimo.