En la memoria habito - Karen M. Zárate - E-Book

En la memoria habito E-Book

Karen M. Zárate

0,0

Beschreibung

Para entender el presente es necesario releer la historia, porque aquello que está escrito en el tiempo es lo que mantiene viva nuestra memoria. Carla es una joven que está transitando los últimos años de la secundaria. En la búsqueda por conformar su identidad, reflexiona incansablemente acerca de quién es, deconstruyendo las indiferencias que han sacudido los sucesos ocurridos en nuestro país. Su padre, un reconocido profesor de historia del siglo XX, le transmitirá su experiencia y su pasión por descubrir la verdad. En ese camino de la interpretación, las historias se cruzarán atisbando por la memoria, para arraigarla desde el amor, y la más remota y pura inocencia. En la memoria habito derriba el muro del silencio y rememora aquello que es capaz de sobrevivir a través de los años. Se reconstruye y viaja al pasado para hacerle frente a una época que dejó profundas heridas, muchas de ellas imposibles de cicatrizar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 251

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Zárate, Karen M.

En la memoria habito / Karen M. Zárate. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2021.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-54-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2021, Karen M. Zárate

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2021, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-54-0

1º edición: julio de 2021

1º edición digital: julio de 2021

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

 

Para entender el presente es necesario releer la historia, porque aquello que está escrito en el tiempo es lo que mantiene viva nuestra memoria.

 

Carla es una joven transitando los últimos años de la secundaria. En la búsqueda por conformar su identidad, reflexiona incansablemente acerca de quién es, deconstruyendo las indiferencias que han sacudido los sucesos ocurridos en nuestro país.

Su padre, un reconocido profesor de historia del siglo XX, le transmitirá su experiencia y su pasión por descubrir la verdad. En ese camino de la interpretación, las historias se cruzarán atisbando por la memoria, para arraigarla desde el amor, y la más remota y pura inocencia.

En la memoria habito derriba el muro del silencio y rememora aquello que es capaz de sobrevivir a través de los años. Se reconstruye y viaja al pasado para hacerle frente a una época que dejó profundas heridas, muchas de ellas imposibles de cicatrizar.

 

 

Sobre Karen M. Zárate

 

Karen M. Zárate nació el 12 de diciembre de 1990, en Chacabuco, Buenos Aires. Es licenciada en Comunicación Social, graduada de la Universidad Nacional de La Plata. Desde los dieciocho años hasta la fecha se desempeña en redacción, producción y labor periodística. Autora de la trilogía literaria Eterna Clara (2018; 2019), declarada de interés legislativo por la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires (2020), y del poemario ilustrado La complicidad de los cuerpos (2019, Bärenhaus).

 

Comparte sus escritos y recitados en Instagram: @karenm.zarate

 

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Karen M. ZárateNota de la autoraDedicatoriaSerPrimera parte123456789Segunda parte1011121314151617Tercera parte18192021222324252627Cuarta parte28293031Sin olvidoBreve historia de detenidos desaparecidos de ChacabucoCentro ilegal de detenciónBibliografía y fuentes consultadas

Nota de la autora

Entre estas líneas escritas, aún conservo el recuerdo de aquella tarde de invierno en la que la calidez del sol, y a orillas de una inmaculada luz, la curiosidad se pronunció en carne viva, con un dejo de nerviosismo, y un absoluto e inigualable respeto por quien me abriría las puertas, no solo de su casa, sino de su historia, la que todavía conserva en la memoria como el más valioso de todos sus tesoros. Ese que compartiría conmigo, nada más, ni nada menos, que con una joven que todavía se pregunta cómo es que la indiferencia ha sido, y continúa siendo, el peligro más atronador de todos los tiempos.

Con su figura dulce y maternal, pero con las fuerzas de una increíble y arrolladora mujer, dialogamos como si nos hubiésemos conocido desde toda una vida. Lo cierto, es que su rostro, para quien escribe, resultó familiar, porque, cuando se pone en voz alta lo que otros callan, es imposible hacer oídos sordos ignorando la crudeza de la verdad. Nuestra verdad.

Y lo cierto es que, indefectiblemente, experimenté aquella sensación de que ella también pareció conocerme desde mucho tiempo antes de que se concretara aquel glorioso encuentro. ¿Cómo no creerlo? Si previo a la entrevista, me mostró sus flores más encantadoras, los jarrones moldeados con sus propias manos, y el mate dulce, con rastros de jengibre, más exquisito que he probado.

Ana María me transportó al año setenta y seis. Y regresé con un sabor amargo, colmado de impotencia y de un profundo dolor que, aún, persiste en su mirada y que, finalmente, terminó por mimetizarse con la mía. Y, así y todo, retorné con la obligación humana y democrática de jamás olvidar.

Un intenso temblor se estiraba por su garganta, mientras los recordaba como si hoy estuviesen presentes. Y, con un tono desgarrador, expresó que supieron ver a través de las paredes: tenían una mirada diferente. Ellos y unos treinta mil más.

Gracias, Ana María, por recobrar sus historias, desde el lugar doloroso que tocó a tu puerta hace, ya, más de cuarenta años y que reclama, aún hoy, por justicia. Pude oír sus latidos y percibir el orgullo de un padre, el de una hermana y el de una cuñada, por ser quienes fueron: jóvenes, que se amaron profundamente, comprometidos en lucha con la ilusión de cambiar algo de este mundo en el que les arrebataron la vida. Los desaparecieron, no así a sus voces.

Gracias a las y los compañeros de la Comisión Memoria y Justicia de Chacabuco. También pude escucharlos a través de las palabras colmadas de un inquebrantable amor.

Gracias al Museo y Archivo Histórico de Chacabuco por la calidez con la que me reciben cada vez que esta soñadora, medio a los tumbos, busca infinidad de respuestas.

Ana María, que entre estas líneas escritas, encuentres un manto de paz y de esperanza para Carmen y Roberto. Este es mi mayor deseo y mi más preciado legado.

 

Chacabuco, agosto 2019

Si bien algunos personajes han sido construidos con testimonios verídicos, y el Golpe de Estado Cívico Militar del 24 de marzo de 1976 se registra en la Argentina como la historia más oscura del país, esta novela es expresamente de carácter ficcional.

Para quien haya sabido

transformar el dolor en su mayor fuerza

y el no olvido en una infalible resistencia.

 

A María del Carmen,

Roberto,

José Alberto,

Haroldo,

Jorge,

Liliana,

Eduardo,

Marta Mónica,

 

y a las treinta mil semillas

que serán todas nuestras flores.

Ser

Mi nombre es Carla. Carla Belmont. Así, a secas. Hija única. Una adolescente de dieciséis años que, con el tiempo, se declaró fervientemente vegetariana. Confieso que solía probar algunos bocados de pescado cuando me cumplían el capricho de pedir Sushi. Cena para fifí, me decía papá cada vez que, con extrema delicadeza, apoyaba las bolsas sobre la mesa para no derramar la salsa de soja.

No perduró demasiado porque, finalmente, el vegetarianismo, que había comenzado como rechazo hacia la carne porque no me apetecía, se convirtió en una filosofía de vida. Filosofía que mamá no comprendía. Una moda que, para papá, pronto acabaría.

La nueva juventud, Silvia, argumentaba en broma. Lo rememoro nostálgica. Los extraño, pero sé que están mejor. Por lo menos, estando juntos, es mucho más sencillo de sobrellevar. Eso me tranquiliza.

El otro día supe que intentaron reconciliarse. Conmovedor, sobre todo, cuando existe la posibilidad del perdón. Conociéndola a mamá sé que le dará una segunda oportunidad, pero no creo que olvide. No es por rencor, es para recordarse que, ella, no fue la culpable.

Las intenciones de Marquí, como lo apodé, seguramente sean demasiado buenas; y demasiado aceleradas para conseguir recuperarla.

Mamá es estupendamente tranquila. Cuando digo tranquila es en sentido literal. Se maniobra a paso lento, no es costumbre su enfado y, para ella, el tiempo no es un problema del que preocuparse. Ahora lo comprendo.

A diferencia de Silvita, papá es un torbellino. Su energía, su manera de ver la vida bañada en optimismo y su agilidad para resolver las situaciones, me cautivan. Sí, me contagió su astucia y su entusiasmo. Amo su inteligencia, más allá de sus errores. ¡Nadie es perfecto! También, en este momento, lo entiendo.

Corporalmente soy igualita a mamá. Cabellera rubia, ojos color miel, tez blanquecina, demasiado para mi gusto, estatura media. Nada extravagante, pienso. Aunque papá me recuerde que soy la mujer más hermosa de la faz de la tierra. Me sonrojo.

¿Es exagerado? Aún intuyo que todo padre quiere hacer sentir a su hija como a una princesa. Está bien, mientras advirtamos que los castillos, los bosques encantados y las hadas existen solamente en los cuentos de ficción.

¡Y ni me pregunten por el príncipe azul! Ese sí que fue un invento tan irreal. ¿A quién se le ocurrió semejante exorbitancia de ser? Fuerte, valiente, buen mozo y caballero, sobre todo, héroe destinado a rescatar a su dama para convertirla, en un futuro cercano, en reina y cuidarla en las inmediaciones de sus aposentos. Una cosa es el fetichismo de lo que se crea alrededor del amor y otra, bien distinta, es el amor en todo su esplendor.

Me repugna tanta descripción embelesada. Como sospecharán, tengo un drama con el sexo opuesto, pero se los contaré otro día cuando resuelva cuál es mi propósito.

Sin embargo, no puedo negar que papá, para mí, sí es un héroe. El único que para hacerlo no necesita capa, ni espada, aunque se haya mandado las suyas. Jamás podré perdonarle que le haya roto el corazón a mamá: eso de perdonar, pero no olvidar, lo heredé de ella. Y, en esa, la banco a Silvita.

Viven días grises. Lo sé y me parte el alma, si es que todavía la conservo.

Me encuentro sola y observo a mi alrededor. Está fresco, mi cuerpo logra percibirlo. Mis manos temblequean, estoy un poco sudorosa, y mis pelos vuelan con las ráfagas que azotan en este sitio.

No tengo miedo, tengo curiosidad. Me provoca saber qué hay al final de ese camino en el que brilla una tenue luz; aunque, todavía, no estoy preparada para cruzarlo. Intuyo que algo o alguien me detiene. Sin preocupaciones, a esta altura, no llevo prisa y eso es lo que más me divierte.

Reflexiono, ¿cómo es que llegué a esta instancia? Repentinamente surgen imágenes como si pertenecieran a otra vida. Como si todo aquello que aprendí, se desvaneciera por completo y, cuando atina a querer borrarse de la memoria, resurge a gritos.

Las voces me envuelven disipándose entre mis oídos. Los cinco sentidos se alarman cuando quiero dormirme. Es un cansancio aterrador y agobiante, que me mantiene en vilo, y atenta a lo que vendrá.

Es impredecible. Soy impredecible. Acá, las cosas son muy diferentes a las que, alguna vez, supe conocer, pese a que arrastro una historia conmigo, la que define mi calma. No estoy perdida, lo sé. Solo tengo que descubrir el camino a casa.

Los veo, los distingo. Escucho sus carcajadas, también el llanto y la tristeza que los une. Me prometieron volver. Sé que no romperán con su palabra. Y yo sé que aquí estaré, así sea lo último que haga.

Primera parte

1

—¡Buenos días! A levantarse. No querrás llegar tarde por enésima vez al colegio —dijo a las apuradas desde la puerta de ingreso al dormitorio.

—La vas a espantar si continuás alzando la voz de esa manera, Marco.

—¡No seas exagerada, Silvia! La reprenderán, nuevamente, si no llega a tiempo. Y sabés cómo son de estrictos en esa escuela —contestó mientras miraba su reloj pulsera.

—El mundo no se acaba por llegar tarde a clases y te recuerdo que fuiste vos quien la inscribió en ese colegio tan conservador —pronunció tomándole la mano, cuando lo besó en su rosada mejilla.

—Conservador, no. Disciplinado, sí —respondió con dulzura.

—Puedo oírlos murmurar desde acá —expresó con la voz ronca—. ¿Tengo que ir, mamá? Me duele el estómago.

Ambos se contemplaron, ya conocían la estrategia de la chiquilla para evitar cumplir con su única obligación: finalizar la secundaria.

—Esta vez no sucederá. Ya mismo te levantás para desayunar, Carla.

—¡En verdad me duele, mamá! Seguramente fue por ese pedazo de carne que te empeñaste en que comiera, Silvia.

—¿No empezarán a discutir a esta hora de la mañana, verdad, chicas? —preguntó con una sonrisa que asomaba en su rostro.

—No, Marco. Pero ya que insistís, podrías ser vos quien le diga que en esta casa lo primordial es estudiar. Ahora, si me permiten, iré a encender la cafetera. En cinco minutos te quiero en el comedor, Carla. ¡No olvides abrigarte que está fresco!

Emitió un largo y tendido suspiro apretando su cara contra la almohada. —¡Por qué! —exclamó.

—Porque tener la posibilidad de aprender es lo más maravilloso que hay. Te propongo que te levantes, te laves la cara y verás cómo todo se aclara. Solo es cuestión de saber mirar con otros ojos. Hay tantos jóvenes como vos que...

—Ya sé —lo interrumpió—. Jóvenes como yo que quisieran tener mis oportunidades. ¡Ay, papá! No hace falta que me lo repitas todo el tiempo.

—Parece que sí. Vivís en la queja —le sonrió girando sobre sus pasos y añadió—: hoy puede ser un gran día, señorita.

—Lo será para vos que no tenés que soportar las hormonas flotando por el aire en esa estúpida escuela —murmuró de mala gana.

Todo su cuerpo se predisponía a avanzar en cámara lenta cuando se trataba de hacer lo que no le gustaba y eso implicaba tener que tolerar a sus compañeros de secundaria, y a uno en particular.

Se apresuró, inquieta. Sabía que cuando Silvia ponía el grito en el cielo era porque acudía a su última pizca de paciencia. Y no pretendía que su madre, que era la dulzura personificada, llegara a ese extremo. Aunque, si se lo proponía, conseguía sacarla de sus casillas en un santiamén.

A Silvia, le disgustaban las discusiones, particularmente aquellas que giraban en torno a la política. Ser mansa, le hacía revolver las tripas cuando escuchaba a su marido dialogar en cólera con sus parejas amigas sobre la situación que atravesaba al país.

Por aquella época, un 2015 abarrotado en elecciones nacionales, la famosa grieta estaba más ferviente que nunca entre los simpatizantes y militantes que se disputaban los destinos de la patria.

En fin, un pleno agosto que ponía sus ojos y toda la carne al asador para definir las presidenciales. Una Córdoba, capital, eufórica por los colores partidarios de un amarillo que buscaba derrotar en las urnas al proyecto nacional y popular, que cumpliría sus doce gloriosos años para la memoria de los argentinos y las argentinas. La historia, más adelante, sería testigo de los globos y de una realidad diferente para una república que supo crecer y desmoronarse en poco menos de cuatro años.

Para ese entonces, a la familia Belmont dejaría de interesarle la política. Todo, excepto una cosa, dejaría de interesarles.

Se recogió el pelo con una cola de caballo tirante. Ese día, la humedad no colaboraba con el nido con el que se había despertado en su cabeza. ¡Duchate tarde, Carla! Sos un desastre, se retó. Ni el calor de la planchita la salvaría ese día.

Sin demasiadas ganas, se colocó el uniforme escolar y cuando estuvo lista, sujetó su mochila y su campera de cuero negro, que tenía reposando sobre el perchero, disponiéndose a descender por las escaleras que separaban los ambientes.

—¡No te lo digo más, Carla! —expresó con euforia su madre.

—No grites que estoy al lado tuyo, Silvita —le hizo saber sentándose a su cercanía.

Compartieron el desayuno. Era un hábito familiar. Marco, leía el diario “La Voz”, como era su costumbre, mientras las mujeres servían las infusiones y las tostadas con dulce de leche y manteca.

—Pa. ¡Papá!

—¿Qué hija?

—Tu tostada —indicó con una sonrisa asomándose por sobre sus labios.

—Gracias. Estaba concentrado.

—¿Qué leés tanto? A veces quisiera poder ser constante con la lectura.

—Leo actualidad, es importante mantenerse informado. Pero, la tenés.

—¿El qué?

—La constancia en la lectura.

—No, no lo creo, Marquí —contestó un tanto apagada.

—Claro que sí, hija. Solo que no lo ves.

—¿Cómo así? Ay, papá. Vos y tus ocurrencias.

La observó, porque había veces en que no comprendía a su niñita. Pero sí entendía que era propio de la edad. —¿Sabías que Jorge Luis Borges, alguna vez, consideró que el libro es una extensión de la imaginación y de la memoria?

—No. Y tampoco tengo idea de Borges —se sonrojó avergonzada.

—A su tiempo. Comenzaré por obsequiarte una novela de un autor norteamericano que, en su momento, me marcó muchísimo porque fue el inicio de mi amor por la literatura.

—¿Y quién tuvo el honor de provocar eso en vos?

—Sidney Sheldon, el gran maestro del suspenso.

—Me intriga —musitó, aunque no tenía ni idea a quién se refería. No conocía la prosa del escritor argentino, mucho menos la de un autor yankee.

—Y cuando leas sus historias, no vas a querer perder su rastro.

—Lo que digas —mencionó levantando los hombros como si nunca llegase a esa instancia o a conectarse con ese amor platónico por los libros.

—Tomá tu café con leche, Carla. Se te va a enfriar.

—Obedecé a tu madre, que vas a llegar tarde otra vez.

Las mujeres se miraron, porque Marco podía ser increíblemente tentador e inclusive, encantador con sus historias y experiencias, pero cuando se trataba de cumplir con sus quehaceres cotidianos podía mutarse un tanto obsesivo.

—¿Alguien te dijo alguna vez que sos un poco obse, pa?

—Sí, Silvita me lo recuerda todos los días desde que la conozco —comentó guiñándole el ojo derecho a su mujer.

—Mejor me voy antes de que comiencen con sus reproches matrimoniales matutinos.

—Tu padre y yo nos queremos. Y con eso basta, Carlita.

—¡Guácala!

—¿Guácala, qué?

—Guácala eso que hacen cuando les estoy dando la espalda.

—¿Darnos un beso en la boca? ¡Ya lo entenderás cuando estés enamorada!

—Eso, ¡nunca! —se prometió mientras se despedía de sus padres para emprender camino hacia la escuela. Pero, previamente, debía pasar por Margarita, su mejor amiga desde la infancia y con quien enfrentaría el mayor de sus pesares.

2

Marco Belmont. Descendiente francés. Así lo indican sus antepasados. Belmont, como la población y comuna francesa, en la región de Champaña-Ardenas, creada en 1789 durante la Revolución Francesa y donde, para el siglo XX, fue escenario de importantes batallas de la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Según las profundas investigaciones de Marco, un acérrimo devorador de los procesos históricos, de allí su profesión y su devoción por la Historia del siglo XX, actualmente, Belmont cuenta con tan solo cincuenta y cuatro habitantes.

Su pecho se infla cuando, por las noches, rastrea en su notebook las imágenes que hacen invocar su pasado y al típico pueblo rural. Aunque, jamás consiguió que Silvita tuviera la misma admiración hacia sus generaciones pasadas.

Marquí conoció su amor por la historia, ya desde pequeño, al descubrir su fanatismo por los personajes inventados, mundos recónditos e increíbles, amores impredecibles, sitios escondidos y viajes a través del tiempo, gracias a la voluminosa biblioteca de su padre. Treinta años después, desempeñarse como profesor en la Universidad Nacional de Córdoba, es lo que hace mantenerlo vivo junto a sus mujeres.

Revivir, a través de la reflexión crítica, el pasado para comprender la realidad del presente, su mayor propósito. De allí, su enérgico entusiasmo transmutable a sus estudiantes fascinados por las estratégicas y dinámicas clases con las que se encuentran tres veces a la semana.

Con un vasto conocimiento sobre la Revolución Rusa, el nazismo, fascismo y estalinismo; la crisis de los 30; las Guerras Mundiales y la Guerra Fría, lo hicieron un experto de ese escenario mundial articulando aspectos políticos, económicos, sociales y culturales.

Silvia y Marco, se conocieron un febrero de 1999, escalando una de las maravillas naturales de Córdoba: el cerro Uritorco. En medio de la vegetación y de los caminos que lo circundaban, vieron nacer un torbellino de amor a primera vista.

Ella, bonaerense, de turismo con dos de sus mejores amigas. Él, en su tercera caminata en soledad para reencontrarse consigo mismo en las alturas de aquel paraíso.

Silvia viajaba a sus diecisiete años, por primera vez, lejos de sus padres. Las vacaciones organizadas junto a Lara y Claribel, las tenían eufóricas. Villa Carlos Paz fue su destino. Recorrer lo que escondían las sierras, su gran objetivo.

—¡Buenos días, dormilonas! Hoy comienza nuestra aventura —exclamó mientras deslizaba las cortinas de la ventana del hotel en el que se hospedaban en cercanías del Reloj Cucú.

—¿Qué horas es, nena? —preguntó refregándose los ojos.

—Las cuatro y media de la mañana, Larita. Ahora a levantarse que nos esperan las mejores vacaciones del mundo.

—Vos que nunca querés correr, ¿sugerís hacerlo en nuestras vacaciones? —interrumpió Claribel.

—Correr, no. Aprovechar los siguientes diez días en una de las provincias más bonitas que tiene la Argentina, sí. ¿Se van a quedar el resto de la jornada tiradas o qué?

Observaron a su amiga porque, por más de que les disgustara madrugar, tenía razón. Habían esperado el verano con ansias y parte del plan era conocer cada rincón que ofrecía ese paradisíaco lugar. Calmo, risueño, que hacía olvidar el ruido y la contaminación visual de la gran Capital Federal.

El hotel céntrico, tres estrellas, nada extravagante, incluía el desayuno y la cena y, por unos cuantos pesos más, movilidad y guía turística. Entre todos los paseos que se proponían, las chicas optaron por escalar mil novecientos setenta y nueve metros del mítico Uritorco. Luego, disfrutarían de un día de playa y del paisaje del Valle de Traslasierra en Mina Clavero, visitarían La Falda con sus mágicas Siete Cascadas y, finalmente, conformarían una de las postales más hermosas de las sierras cordobesas disfrutando del río en Playas de Oro y El Fantasio.

Esa primera mañana, debían alistarse temprano. Serían siete horas de caminata por el cerro, entre ascenso y descenso. Además, de las tres horas de viaje en autobús hasta llegar a Capilla del Monte. Y las otras tres de regreso.

En una mochila, que irían rotando sobre sus hombros durante la caminata, colocaron todo lo necesario para sobrevivir a la aventura. Protector solar, dos juegos de toallas, tres pares de soquetes, además de los que llevaban puestos con sus zapatillas deportivas, abrigos para la caída del atardecer, algunas provisiones y botellas con agua. Con eso bastaría. El viaje trascurriría el día entero y, para cuando quisieran acordar, dormirían en el colectivo como tiernos bebés.

—No olviden las gorras y los anteojos de sol. No vaya a ser que nos insolemos en nuestro primer día —sentenció Lara. Era la más protectora de las tres, ganándose el título de “mamá, Larita”.

—¡Sí, mamita! —exclamaron a viva voz sus amigas.

—Me lo agradecerán cuando lleguemos a la cima, sanas y salvas —respondió sacándoles la lengua.

Junto al resto del contingente tomaron el desayuno, casi con el estómago revuelto, y a las cinco en punto el guía turístico ordenó partir. El horario de regreso hacia Carlos Paz estaba previsto para las dieciocho horas. Para su retorno, la cena del hotel estaría esperándolas.

Claribel, se ubicó del lado de la ventanilla. Cubrió su rostro con la gorra verde flúor y balbuceó —no me despierten hasta que pongamos un pie en ese bendito cerro. Ahora, si me disculpan, procederé con lo mejor que sé hacer: dormir.

El viejo que iba a su lado, la miró divertido. Flamante juventud, se dijo. Algunos turistas, quienes compartían el viaje, recorrerían Capilla del Monte y sus atracciones, como la famosa calle techada, sus puestitos; y el balneario.

Para ser tan de madrugada, la idea no fue descabellada y, a tan solo unos pocos kilómetros, Silvia y Lara, también quedaron rendidas en sus asientos pasajeros.

Fue así como, desde un profundo sueño, Silvia se despabiló con los rayos del sol que se encolaron en su rostro. Bebió un sorbo de agua y miró el reloj que indicaba las siete de la mañana. Aún restaba una hora para llegar a destino.

Estiró su cuerpo hacia el pasillo. Claribel, continuaba desmayada. En ese movimiento, consiguió despertar a Larita, quien ya estaba un poco inquieta.

—¿Te desperté? —consultó en susurro.

—Más o menos. Aunque ya estaba con las antenas paradas.

Soltó una carcajada. —Vos y tus comentarios, Lara —dijo y prosiguió—: tengo una idea.

—¿Qué se te ocurrió?

—Vamos a conocer qué nos tiene preparado el cerro Uritorco.

—Y si a eso vamos, Sil. Pero quedan algunos kilómetros para llegar.

—No, boba. Podemos adelantarnos con este tríptico. Muero por experimentar eso que se dice —arremetió dándole un golpecito al papel que tenía entre sus manos y que llevaba información del lugar.

—¿Y qué se dice?

—Se dice que es conocido por sus prácticas esotéricas frecuentes y por los avistamientos de Ovnis —presumió eufórica.

—Los Ovnis no existen, Silvia —dijo incrédula—. Aparte, ¿cómo estás tan segura?

—Porque en enero de 1986, el gobierno local difundió fotografías y artículos sobre una zona del Cerro El Pajarillo donde la vegetación resultó quemada, sosteniendo que un Ovni la había provocado.

—Puras patrañas, Silvia. ¿De dónde sacaste eso?

—Investigué, Larita —se precipitó.

—¿En dónde? ¿En los diarios?

—Puede ser.

—¿No te das cuenta de que es puro fomento mitológico extraterrestre para enganchar a turistas como nosotras?

—No, nena. Elijo creer.

 

Naturaleza con Altura, así lo indicaba el cartel que daba la bienvenida al cerro Uritorco y que detallaba los parajes y descansos que se podrían disfrutar en medio del paisaje. Eran cinco: Mirador del Caminante, Posta del Silencio, Hondonada del Buey, Quebrada del Viento y Valle de los Espíritus. Luego, la cima. La brisa entre las piedras y la energía de aquel lugar considerado como la sexta maravilla natural cordobesa.

—¿Lograste despertarte, Claribel? —consultó Lara.

—Más o menos —respondió con un largo y tendido bostezo.

—Si no te despertás ante tamaña maravilla, estás perdida —manifestó Silvia.

—¡Shhh! Vos dejame a mí. Seré la primera en llegar a la cima —masculló en tono burlón.

—¿Listas? —Lara señaló con su dedo índice hacia la máxima elevación de las Sierras Chicas.

—Preparadísimas —clamó Silvia.

—Por supuesto, siempre listas —sonrió Claribel.

Hacia el final de la cola de espera para ingresar reposaba Marco en uno de los banquitos dispuestos alrededor. También llevaba una mochila, no muy cargada, unos pantalones largos y una remera mangas cortas. La experiencia supo enseñarle que era preferible escalar cubriendo su cuerpo de la vegetación.

Se acercó sigilosamente hacia las chicas que se veían animadas por comenzar el ascenso. —¿Primera vez? —inquirió.

La sorprendió. —Sí, primera vez y primeras vacaciones juntas —indicó un tanto cortante.

—Marco —se presentó extendiéndole la palma de la mano, sin poder sacarle la vista de encima. Los ojos color ámbar, como la más exquisita miel, lo ahogaron en un profundo delirio.

—Silvia. Sil, para todo el mundo —mencionó estirando su brazo para devolverle el gesto.

—No creas que yo soy todo el mundo, Silvita —arremetió cuando se saludaron cruzando las miradas—. ¿Necesitan un guía? Es la tercera vez que intentaré escalar a puro trote.

Entretanto, Lara, encontrándose impedida en evitar escuchar la conversación que su amiga mantenía con aquel desconocido, se acercó.

—¿Qué tal? Soy Lara, mejor amiga de Sil —los interrumpió casi espantada porque veía mucha confianza entre los dos.

—¡Jaja! Cómo si eso fuera cierto. Yo soy su mejor amiga —se abalanzó Claribel.

—Mis amigas —dijo ruborizada Silvia.

—¿Señoritas? —bisbiseó asentando con su cabeza—. Le comentaba a Silvita si deseaban un compañero experto en las alturas.

—¿Silvita? Sil, en todo caso —sugirió Lara, a quien no le apetecía el atrevimiento de aquel joven. La incomodaba. ¿Y este de dónde salió?, reflexionó.

—¿Experto, vos? Pero si tenés casi la misma edad que nosotras, nene —atinó en decir Claribel.

Las observó de arriba hacia abajo, como quien busca los detalles. —Sí, visto y considerando la vestimenta que llevan puesta, al lado de ustedes puedo ser un excelente experto.

—¿Qué tiene de malo nuestra vestimenta? —Silvia interrogó con el ceño fruncido.

—De malo nada, si pensaban que irían a la playa a tomar sol —rio provocadoramente.

—Pienso que estamos más que cómodas con nuestros shorts. Más, todavía, por las altas temperaturas —explicó formalmente Larita.

—Seguro que estás muriendo de calor con ese pantalón jogging descolorido —sentenció Claribel.

—Seguro, pero fui más precavido que ustedes. ¿Me siguen?

—No podemos separarnos del grupo —comentó Silvia.

—No lo haremos. Sobre todo si alguna alimaña les pica las piernas al aire libre.

—¡Ay!, no —cantaron al unísono las tres tomándose las menudas extremidades.

—Te dije que el experto soy yo —runruneó dulcemente al oído de Silvia.

No se despegaron ni por un momento. La electricidad corporal, que se había desatado entre los dos, los mantenía mimetizados al punto de provocar un estallido de feromonas.

Se rozaron intencionalmente. Se provocaron. Se sedujeron perdiéndose entre los colores de los pastizales verdes y amarillentos que formaban parte de aquel paisaje.

Sudorosos. Extasiados en la intimidad de querer fingir que nada ocurría, cuando el universo se había interpuesto entre los dos. Un día cualquiera, donde toda una vida estuvieron separados por setecientos kilómetros, donde las posibilidades de encontrarse eran descabelladamente mínimas. Y sin embargo, casualidad fueron sus pupilas.

Intentaron no apresurarse, pero el verano del noventa y nueve se había proclamado glorioso y dadas las circunstancias, ínfimo.

La Posta del Silencio, el segundo descanso, cobró significado cuando, a más de mil doscientos metros de altitud, dejaron que el grupo, incluidas sus amigas, avanzara para robarse hasta el aliento.

La cálida brisa, el roce de los molles y helechos; el ardor de la piel y el dulzor de los labios vieron caerse, sobre la pradera, a dos jóvenes envueltos en llamas.

No hubo tiempo para conocerse. La complicidad de los cuerpos, habló por ellos.

—Quiero saber qué historia tiene guardada para mí tu piel —musitó enardecido mientras la saboreaba.

Ella, perdida en la locura de no saber lo que estaba haciendo, pero de querer con todas sus fuerzas hacerlo suyo, tomó un profundo respiro y apenas pronunció:

—Soy tu mapa y tu sendero. Tengo sed de ser descubierta.