Encuéntrame entre libros - Ricky Longo - E-Book

Encuéntrame entre libros E-Book

Ricky Longo

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Beschreibung

Antes de ser el sueño de alguien más, cumple los tuyos, antes de que tu corazón vuelva a romperse, enséñale a recuperarse. Es maravilloso como aquello por lo que nunca encajaste se convierte en tu punto de partida para vivir el resto de tu vida. Entre el miedo a abandonar la ciudad, en espera de un despertar, ocultándose entre guantes y abrigos, y buscando el abrir de unos ojos entre páginas de libros. Tres historias que se encontrarán para escribir una nueva. Las estrellas, el apacible verano, los días de otoño y las lluvias repentinas de Oxford, te acompañarán en un viaje que te demostrará que, aunque el destino tenga un plan escrito, existen rebeldes con tinta y pluma que se atreven a cambiarlo.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2023, Ricky Longo

© 2023, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Edith Gallego Mainar

Cubierta

Javier Leonardo Arias

Maquetación

Meritxell Matas / Cristina Segura

Corrección

María Baz / Marc Campos

Impresión

PodiPrint

Primera edición: Enero de 2023

ISBN: 978-84-18726-42-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Encuéntrame entre libros

RICKY LONGO

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Tomas (sin tilde)

Una vieja bicicleta

Bienvenido a Oxford, Rony

Tras el conejo blanco

Estrellas perdidas

Rosas blancas

Anhelando un despertar

Lagartijas y calabazas

Aroma a madera y la luz del sol

Navidad en Oxford

Cielo ámbar, ojos marrones

Siempre llueve en Inglaterra

Tomás (con tilde)

Ayúdame a recordar

Ojos oceánicos

Guantes y abrigos

Un amor para siempre

La última carta

Tránsito de Venus

Hasta siempre, Oxford

Un regalo desde muy lejos

Rebeldes con tinta y pluma

Las estrellas encuentran su hogar

Agradecimientos

Biografía

A ti, porque de todos los libros en el estante, has elegido este.

Prólogo

Mi nombre es Tomás, aunque al llegar a Reino Unido la tilde desapareció por completo. Estoy a punto de cumplir veinticuatro años y acabo de descubrir lo difícil que es alejarse de casa, vivir a miles de kilómetros y un enorme océano de distancia de las personas que amas. Sin embargo, eso es precisamente lo que me trajo aquí, el alejarme de casa era algo necesario si quería volver a empezar.

Vivo en la costa Brighton desde hace un año y llegué aquí justo después de bajarme del avión que aterrizó en Londres. Una ciudad junto al mar era exactamente lo que necesitaba. Siempre he amado el sonido de las olas y la arena, por lo que cambiarme de ciudad este verano me parece una triste pero necesaria decisión.

Parece ser que tengo una obsesión por el espacio y todas las cosas diminutas que brillan en su enorme extensión. ¿Qué si soy astrólogo? Vaya, ni pensarlo. Pero la mujer que amo cree en los astros y solía pasar horas por las noches encontrándole formas a las constelaciones. Yo, por mi lado, decidí anotarme a la carrera de negocios, aunque meses después terminé abandonándola por completo.

Hasta hace unas horas vivía de mi increíble talento para cultivar y producir vegetales, o lo que llaman un «proveedor de restaurantes». Los chefs de la costa Brighton pagan muy bien por lo que sus clientes definen como «productos orgánicos», aunque confieso que en algunas ocasiones he tropezado voluntariamente regando fertilizante sobre algunas cuantas verduras, pero nadie lo ha notado.

También debo confesar que estoy obsesionado con algo más, algo imposible de controlar: el tiempo. Porque a veces las cosas parecen tardar más de la cuenta, y bueno, no soy precisamente un hombre paciente. Claro, todo esto era antes de tomar la decisión de mudarme a Oxford este verano; no estoy muy seguro de a qué me dedicaré, ni si estaré tan pendiente del paso del tiempo.

Esta mañana decidí caminar una última vez sobre la arena de Brighton, contemplar los rayos del sol que muchos aseguran ver en tonos naranjas, aunque a mi parecer están combinados con el frío de las nubes, lo que los hace casi ámbar.

Justo ahora son las once cuarenta de la mañana y mi equipaje parece pesar más de la cuenta, por suerte en los trenes nunca se fijan en ese pequeño detalle. Además, hay algo dentro de mí que pesa más que mi propio equipaje. Un recuerdo que deseo olvidar y unos ojos marrones que anhelo volver a ver.

Tomas (sin tilde)

La ciudad de Oxford era por muchas cosas diferente a la costa de Inglaterra, sus calles estaban llenas de universitarios en bicicletas y pretenciosos sabelotodo, una parte de ellos veía el universo desde un mismo punto de vista y cualquiera que estuviera en contra de su filosofía podía pasar un mal rato en medio de discusiones sin finales absolutos.

Tomas (sin tilde) llegó en tren a las cuatro de la tarde cuando la ciudad empezaba a moverse, las universidades empezaban a soltar a todos sus albergados y unos cuantos más salían de los pequeños edificios medievales que escondían decoraciones minimalistas detrás de sus paredes. Los autobuses circulaban con lentitud sobre las calles y parecía que el ruido era inexistente.

—Es extraño que todo sea tan silencioso —expresó Tomas en voz alta mientras tiraba de la agarradera de su maleta con ruedas.

Sus ojos azules encajaban en aquel lugar, aunque el acento extranjero lo delataba de inmediato, además de su piel casi bronceada que contrastaba con la multitud de aquel continente. También su estatura, aunque no era muy alto, era el único de sus dos hermanos que había superado el metro setenta y siete. Sus orejas puntiagudas como de hobbit y su cabello castaño casi al cero por los lados y rebelde de la coronilla le daban un aspecto encantador. Llegó con mucha suerte a aquel país y se instaló como becado en la Universidad de Brighton, la cual había abandonado hacía unos meses. Aunque su renuncia a la universidad fue un disparo a sus ideales de vida, las autoridades educativas le ofrecieron una segunda oportunidad de retomar sus estudios, puesto que los motivos de abandonarlos no fueron exactamente un deseo voluntario de desperdiciar tan sustanciosa oportunidad de crecimiento. De cualquier forma, la decisión de continuar con la vida universitaria había sido postergada por unos meses mientras retomaba lo verdaderamente importante y por lo que decidió mudarse a la ciudad de Oxford, lejos de la apacible costa de Brighton.

El programa de nuevos residentes le dio la oportunidad de servir a una institución prestigiosa que ofrecía un amparo sustancioso, un salario muy bien valorado y una carta de recomendación digna de enmarcar y colgar en la pared.

Mientras se dirigía hacia aquel lugar, cuando esperaba a que el semáforo peatonal cambiara de color, sintió el vibrador de su teléfono que anunciaba la primera llamada en aquella nueva ciudad. Tomas metió la mano en el bolsillo del pantalón y tomó su teléfono, leyó el nombre de su único amigo en la pantalla y deslizó el botón verde para responder.

—Rony, amigo.

—Cuéntame todo —se escuchó la voz del inglés a través del sobresalto de las bocinas de los coches.

—Acabo de llegar, no hay mucho que contar —respondió Tomas cuando se apuraba a continuar la marcha.

—¿Aún no estás con ella?

—Aún no.

—Tranquilo, toma el tiempo necesario para conocer la ciudad y luego cuando creas que es conveniente, hazlo.

—¿Qué tal todo por allí? Dime que no has incendiado nada —respondió Tomas con una sonrisa que deseaba no embarcarse en otros temas.

—Todo bien, las cosas crecen por aquí… sabes a lo que me refiero.

—Hay una lista enorme de clientes exigentes, amigo, confío en ti.

—Lo sé, todo está bajo control. Oye, agradezco que hayas confiado en mí. Te prometo que no dejaré que tu barco de verduras se hunda.

—O que se incendie —bromeó Tomas.

—De acuerdo, he dejado el cigarrillo, algo más que agradecerte.

—Muy bien, Rony, estaré de vuelta muy pronto.

—Sé que todo estará bien, envíame una foto cuando llegues a Christ Church.

—Lo haré, es más... te llamaré en vídeo ahora, quiero que veas esto.

Tomas cambió la función de su teléfono a videollamada, el rostro sonriente de Rony apareció de inmediato en la pantalla.

—Tienes la nariz roja, ¿qué has estado haciendo? —preguntó Rony con rapidez.

Su cabello oscuro y desmechado rebelaba una edad más joven que la de Tomas, su piel lechosa y sus ojos negros y rebeldes ofrecían agradecimiento y una fraternidad auténtica.

—No he hecho nada, la ciudad es cálida pero el viento lleva de todo a tu nariz… y a todos lados —bromeó Tomas enseguida.

—Muéstrame la ciudad —demandó Rony a través del teléfono—. Wow… sí que luce antiguo —exclamó de inmediato cuando Tomas giró la cámara principal del teléfono.

—De acuerdo, eso es todo. Prometiste venir un fin de semana, hasta entonces no verás nada más de esta ciudad —dijo mientras sonreía.

—Mucha suerte, amigo, estaré aquí cuando me necesites y recuerda… volverás a verte en sus ojos.

—Te veré pronto, hasta luego. Recuerda la lista de clientes.

—Lo haré, adiós.

—Adiós.

Tomas continuó su marcha hasta la estación más cercana, divisó el autobús rojo que se acercaba, levantó su pesada maleta de ruedas y esperó a que pudiera subir. Revisó las indicaciones en su teléfono mientras tomaba asiento, calculó las paradas y el resto que debía seguir caminando, halló un tiempo para poder descansar y se quedó dormido por quince minutos.

Al despertar quedaban dos estaciones, así que se apuró a alertar sus sentidos y revisó sus bolsillos como lo hacía siempre. Notó que todo estaba en orden y se reacomodó en el asiento para prepararse a bajar del autobús.

Al tocar de nuevo el asfalto de Oxford, sus pies sintieron a través de sus tenis azules el calor de la avenida, sus pantalones beige se habían manchado en algún lugar y reveló con una mueca el desagrado que le causaba. Intentó sacudirse la mancha oscura, pero fue imposible desprenderse de ella. Retomó su marcha mientras tomaba la agarradera de su maleta, el ruido de las ruedas llenó el estrecho callejón que lo condujo hasta uno de los jardines más grandes que jamás había visto.

Al cruzar la calle, el Christ Church College le daba la bienvenida, sus caminos adoquinados y las enormes y verdosas paredes llenas de musgo que parecían tener vida propia, todo lucía como salido directamente de un cuento fantasioso y la energía cálida del sol terminaba por generar un encanto más al atravesar las hojas de los árboles y aterrizar directamente en el césped espeso.

Tomas abrió la bandeja de correo de su teléfono, leyó apresurado el cuerpo del mensaje diplomáticamente redactado y fue directo a las indicaciones de la firma digital con el logotipo de la universidad. Se aseguró tres veces de haber leído bien el nombre de la persona que lo estaría esperando y caminó deprisa cuando reconoció la hora en la pantalla del teléfono.

Empujó las puertas batientes de vidrio con marco de madera que anticipaban la entrada de piso rústico y reconoció las banderas de Inglaterra y la de la universidad, y se apuró a caminar hasta el pasillo veintitrés donde encontraría la puerta ocho. Se sintió apenado por el ruido escandaloso que las ruedas de su maleta provocaban sobre el piso y decidió levantarla para evitarse la vergüenza. Continuó su andar distraído mientras observaba las fotografías antiguas sobre los muros de la edificación, el esfuerzo acumulado en su hombro le recordó que odiaba ser zurdo, por lo que cambió el peso al otro brazo y sintió un alivio inmediato.

—Estoy a tiempo —dijo para sí mismo cuando vio la fuente junto al baño de mujeres.

Se apuró a absorber el agua que salía disparada del pequeño grifo, miró hacia los lados para asegurarse de que nadie lo veía y se lavó deprisa el rostro. Después, tomó su pañuelo celeste y se secó rápidamente antes de que alguien notara el acto de rebeldía.

Como si el tiempo le hubiera regalado los minutos exactos, la puerta ocho se abrió de pronto mientras delataba un ruido de madera crujiente.

—Thomas —pronunció un hombre con ese sonido innecesario después de la «T».

—Señor Bridge —respondió sin importarle la pronunciación de su nombre.

—Por favor, llámame Rony.

—Mi mejor amigo se llama Rony —sonrió Tomas.

—De acuerdo, dime solo Bridge.

—Intentaré hacerlo, agradezco la confianza que han depositado en mí.

—No te apures a agradecer aún T-h-omas —volvió a pronunciar Bridge—. Recuerda que estás aquí para una prueba y posterior a ello empezarás oficialmente —sonrió de último.

—Lo sé, señor… Bridge.

—Estas son las llaves de tu armario, las de tu habitación y las del cuarto de jardinería. Comenzarás allí y luego veremos en qué eres experto —anunció Bridge con una afable sonrisa.

—De acuerdo… Bueno, tengo experiencia con la tierra así que me gustará el trabajo.

—Lo sé, leí tu carta. Los vegetales orgánicos están muy de moda.

—Un poco… —dijo Tomas mientras recordaba los sacos secretos de fertilizante.

—Te mostraré la universidad —propuso Bridge, al propinarle un golpecito de recibimiento en el hombro—. Bueno, puedes dejar eso aquí mientras recorremos el lugar —sugirió, refiriéndose a la maleta ruidosa—. Luego te mostraré tu habitación.

—Está bien.

La tarde empezó a dibujar reflejos dorados en el cielo que deseaba tomarse un descanso, la noche llegó pasadas las ocho, pero antes de hacerlo, el verano invitó a las aves a cantar melodías repetitivas que resonaban en secreto entre los árboles.

Tomas se instaló en la que sería su habitación por un tiempo indefinido. Descubrió el enorme espacio vacío que quedó en el armario después de colocar su ropa, y cuando se dirigió al baño diminuto a cepillarse los dientes vio su reflejo en el espejo y notó su nariz roja, lo que le recordó a Rony; tomó un par de fotos del baño, una de ellas en el espejo reflejándose mientras se cepillaba los dientes y varias más de la habitación cálida y de los cobertores aseñorados que vestían la cama. Las envió de inmediato al número de Rony quien respondió con íconos de risas.

Después de ponerse el pijama cayó rendido sobre la cama, renunció a los cobertores y apagó la luz de la lámpara mística que adornaba la mesita de noche. La oscuridad lo cubrió mientras el sueño tardaba en buscarlo. Cuando las horas por fin parecían empezar a caminar, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.

En medio de la calurosa madrugada, la sensación desagradable de humedad lo despertó desconcertado, sintió la hendidura de sus pectorales pegada a la ropa totalmente bañada en sudor, se apuró a levantarse y se dirigió al armario sin comprender el porqué de la sobredosis de sudoración en una ciudad que no era precisamente vecina del infierno.

Tomas se desvistió hasta quedar completamente desnudo, tomó una camiseta vieja del armario y unos shorts ligeros que cubrieron sus prominentes glúteos. Se encaminó a la cama, revisó la hora en su teléfono y notó que no había transcurrido demasiado tiempo. Encendió la música y colocó de nuevo el teléfono sobre la mesita de noche. Algunos recuerdos indeseados caminaron sobre su mente y se obligó a hacerlos caer por el precipicio del olvido. Vio hacia el borde de la cama y movió su pie izquierdo, suspiró y cerró los ojos como si aquella acción presionara el botón para dormir.

A la mañana siguiente, el despertador del teléfono sonó con su canción favorita, las seis de la mañana apenas pintaba un tenue amanecer y Tomas decidió tomar una ducha mientras escuchaba el resto de canciones de su lista de reproducción.

Se vistió con su atuendo de trabajo, una camisa de mangas cortas a cuadros, un pantalón de lona dispuesto a ensuciarse, botas y una gorra de su antigua universidad.

Sus ojos azules reflejados en el espejo de cuerpo completo de la habitación capturaron los rayos del sol que entraban por la puerta del baño. Analizó su vestimenta, tomó su teléfono de encima de la cama y lo llevó al bolsillo de sus pantalones de trabajo, no se dio cuenta de la hora exacta y salió por la puerta en dirección al jardín.

Antes de decidir qué era lo que aquellas criaturas de clorofila necesitaban, Tomas analizó por completo el jardín junto al pasillo. Notó que algunas de las plantas habían sido trasplantadas recientemente y se dio cuenta de que lo hicieron sin mucho afán. Después de la inspección, corrió hasta el cuarto de jardinería, abrió la puerta y se sorprendió de que adentro todo estuviese tan ordenado y bien clasificado. Tomó un par de palas de jardín, dos cubetas para la tierra y renunció a los guantes, puesto que adoraba sentir la sensación de la tierra en sus manos.

En la próxima hora dedicó su esfuerzo en volver a trasplantar todo aquello que había visto, movió de un lado a otro las plantas sin flores y armó un pequeño corral con los restos que cortó. El jardín lucía desastroso, pero Tomas estaba seguro de que en una o dos semanas el resultado sería asombroso.

Bridge pasó a saludarle de vez en cuando y se sintió orgulloso de que Tomas tuviera tanta iniciativa, aseguró para sí mismo que llevar a aquel joven como apoyo a la institución había sido una acción acertada y no dudó en que aquello era solo un comienzo.

—Veo que has cambiado casi todo de lugar —intervino Bridge.

—Sí, realmente estas crecen mejor si están solas y en el lugar en el que estaban no habrían llegado muy lejos —dijo, refiriéndose a las plantas.

—Dejaré todo en tus manos, eres el experto.

—¿Hay algo más que necesite que haga después de trasplantar?

—Eres libre de hacer lo que quieras, es tu jardín, cuídalo y toma las mejores decisiones en cuanto a él.

—De acuerdo.

—Y, por favor, tutéame, que no tengo tantos años, ¿o me veo tan viejo? —bromeó Bridge, mientras se cubría del sol que iluminaba sus ojos verdes.

—No, señor… Bridge. Pareces casi de mi edad —respondió con timidez.

—Te veré después del almuerzo, T-h-omas —dijo Bridge—… Aguarda, ¿cuántos años tienes?

—Casi veinticuatro.

—¿Cuántos aparento yo?

—¿Veinticuatro y medio? —parafraseó Tomas.

—Me agradas, T-h-omas, me agradas —respondió mientras se marchaba.

El almuerzo reunió a los nuevos amigos en el comedor. Tomas le enseñó a Bridge a pronunciar su nombre sin la estorbosa «h», y aunque la tarea resultó sencilla, pudo notar que cada vez que Bridge dudaba de su pronunciación, sus espesas cejas marrones se elevaban y caían enseguida sobre sus perezosos párpados.

Luego, Bridge le mostró el resto de la universidad, o al menos la parte que alcanzaron a ver antes de que el cúmulo de estudiantes saliera en estampida.

Cuando llegó el atardecer Tomas se dirigió a su habitación, tomó un baño veloz y se vistió con otro de sus pantalones beige, escogió una camisa polo celeste y se calzó unos tenis increíblemente blancos. Después, tomó sus llaves y su teléfono y salió deprisa de la universidad.

Caminó por el callejón que lo había llevado hasta allí, trató de leer el nombre de aquel estrecho pasaje, pero decidió apurar el paso. Continuó hasta la avenida principal, tomó un autobús que lo condujo a la 41 Ridgeway Rd. Al llegar, atravesó la puerta de la penúltima casa de ladrillos de la calle y desapareció entre las luces del lugar.

Una vieja bicicleta

Habían pasado dos semanas desde que Oxford se convirtió en la nueva ciudad para Tomas. Las calles respiraban el aire fresco y lo convertían en un cálido vapor casi visible ante los ojos de cualquiera, los universitarios empezaban a disfrutar sus días libres y preparaban las anheladas vacaciones bajo los desafiantes rayos del sol. Los zapatos deportivos fueron reemplazados por las sandalias y las camisetas sin mangas reanudaban su protagonismo. Tomas había intentado distraerse yendo al río en un par de ocasiones, pero el cúmulo de gente lo decepcionó un poco y terminó volviendo a la universidad a embarcarse en labores que él mismo inventaba, con tal de no pensar tanto en el vaporoso calor.

Los desayunos gratis en el comedor habían empezado a acostumbrar su paladar a lo realmente exquisito; estaba el pan de vainilla que podía sumergir en un latte espumoso, el coctel de frutas que podía repetir cuantas veces quisiera, los waffles acompañados de jalea, y lo mejor de toda Europa, el delicioso y extasiante jugo de naranja.

Los recuerdos de la costa Brighton se pronunciaban de vez en cuando. En ocasiones invertía una o dos horas en videollamadas con Rony mientras el inglés le mostraba que todo, en efecto, continuaba igual; los vegetales crecían, la lista de clientes no había disminuido, y tenía un nuevo acompañante, un labrador negro de dos años que adoptó y que se había mudado con él al huerto y al cuartucho de madera que hacía de vivienda.

Rony ofreció su esfuerzo no solo para cuidar el negocio de su amigo, sino también en remodelar el viejo cuarto, instaló una pequeña cocina y mudó el baño a la parte de afuera, lo que permitía que el espacio no solo luciera, sino también fuera más grande. Tomas estaba agradecido y le prometió encontrar un largo fin de semana para viajar y agradecerle en persona todo su esfuerzo.

La costa de Brighton había sido su hogar por varios meses y extrañaba el polvoso olor a arena. Oxford era distinto; el asfalto que desaparecía en las calles adoquinadas, el río que no era precisamente interminable como el mar y el atardecer dorado que no era tan hermoso como el atardecer ámbar de aquella costa. Tomas comenzaba a imaginar su regreso, pero mientras aquella posible fecha llegaba le bastaba con reunir imágenes del pasado para armar un nuevo presente, lejos de aquel lugar que alguna vez llamó su hogar.

Sobre la cama de su habitación, Tomas esperaba el anochecer, tenía deseos de caminar cuando el cielo por fin estuviera oscuro, y aunque aquella espera en verano resultaba un poco larga, decidió pasar el tiempo realizando una de sus tareas favoritas: alejarse de la realidad con ayuda de los audífonos y la música que arrastraba océanos de recuerdos. Como el último otoño que había pasado en la costa, justo cuando conoció a Rony y empezaba sus estudios en la universidad.

En aquella ocasión, Rony conducía el camión de sus padres mientras mordía un cigarrillo con aire despreocupado, lo que lo hizo casi atropellar a Tomas, quien caminaba leyendo sus libros en dirección a su pequeño huerto. Y aunque Tomas pasó de casi perder el alma a estar increíblemente molesto, aquel peculiar incidente hizo que su amistad naciera precisamente en ese momento.

Después de un tiempo, Tomas había insistido en tomarse como tarea hacer que Rony dejara el cigarrillo, y con la testarudez con que lo hizo, lo logró para inicios del verano.

También recordó la vez en la que Rony incendió el cobertizo de su casa cuando se deshizo de uno de los últimos cigarrillos que se había llevado a la boca, la idiotez le costó medio año de salario, puesto que trabajaba en el negocio de traslado de madera de sus padres, además de un mes de idas al gimnasio acompañado por Tomas.

Rony odiaba desperdiciar sus calorías. A diferencia de Tomas, quien corría todas las mañanas por la orilla de la playa, Rony alegaba que era genéticamente delgado y que el gimnasio lo haría convertirse en un fideo con brazos, nada atractivo para las chicas de la costa que preferían a los atléticos y ejercitados como Tomas; la única desventaja era ser extranjero, un detalle un poco determinante si buscaba conseguir una relación a largo plazo, puesto que no muchos extranjeros eran conocidos por una estabilidad económica atractiva, y su caso era exactamente ese.

La noche por fin llegó. Después de navegar por los recuerdos que sí valoraba conservar, Tomas se calzó los zapatos náuticos azules, alborotó su cabello un poco y salió de su habitación hacia el centro de la ciudad. Caminó por el rocoso callejón de siempre y se dirigió a la calle Broad donde esperaba ver a una buena cantidad de personas; por sorpresa la calle estaba casi vacía y continuó caminando hasta que dejó atrás las luces y el ruido de los coches.

Los callejones con coloridas edificaciones lo abrazaban y recibían entre sus muros, por fin pudo contemplar el cielo estrellado y la luna de verano que revelaba su egocéntrica personalidad. Tomas continuó caminando entre los callejones sin perder de vista su constelación favorita y renunció a las fotografías puesto que había olvidado su teléfono en la mesita de noche, sintió el impulso de volver, pero aprovechó aquello como una excusa para regresar en otra ocasión, al fin de cuentas el verano no iba ni por la mitad y las estrellas estarían allí un rato más.

Cuando creyó que había caminado suficiente y cuando notó que el callejón empezaba a hacerse más estrecho, decidió volver. Contempló de regreso la misma constelación y la luna que cambiaba de posición hacia el norte, divisó uno de los enormes cráteres y respiró como si la luz dorada de aquella esfera luminosa le devolviera un recuerdo. Su sonrisa apareció efímera entre la noche y se ocultó cuando el ruido de la calle ensordeció el ambiente. Decidió volver y esperar a que la oscuridad se manifestara junto a la brisa vaporosa del verano.

En el último domingo de aquel mes, Tomas notó que los músculos de sus pantorrillas se habían fortalecido, puesto que las caminatas lo hacían ir de extremo a extremo cuando le apetecía en cualquier rato libre o incluso por tareas del nuevo trabajo que Bridge le encomendó en la semana; los salones que debía pulir para los seminarios de verano.

Después de tomar un baño apurado y ponerse la ropa que más le gustaba, unos pantalones beige y un polo azul, se dirigió a la 41 Ridgeway Rd.

Antes de poner un pie fuera de los adoquines de la universidad, pensó por unos instantes en lo que su mirada describió como una idea espontánea, regresó corriendo al pasillo que llevaba a la biblioteca, presentó su carné de empleado al bibliotecario y preguntó por la sección de astrología. Aquel muchacho analizó por unos segundos la pregunta, respondió que lo único que podía ofrecerle eran libros de astronomía y le indicó el pasillo en aquel enorme lugar.

Tomas caminó hasta la sección que le habían indicado, leyó un par de portadas y se dejó llevar por las imágenes y los grabados metálicos sobre el grueso cartón. «Astrología… astronomía, ¿qué diferencia puede haber?», pensó, y al fin se decidió por tres libros, los puso bajo su brazo y caminó hasta la zona de registro, donde tomó prestados los ejemplares a su nombre. Jamás había hecho aquello en su vida, eso de leer no se le daba mucho, pero la biblioteca era enorme, los libros estaban allí y parecían no oler a moho y estar intactos, al menos los de astronomía. Tomas sonrió al bibliotecario, quien le ofreció un volante de los eventos de la universidad; lo guardó entre las páginas de uno de aquellos libros y se marchó deprisa.

La mañana empezaba a dejar lugar a una calurosa tarde, el autobús se detuvo junto a la parada y Tomas caminó a aquella misma edificación en la que había entrado hacía unas semanas, tocó el timbre de la casa de ladrillos sobre la 41 Ridgeway Rd. Empujó la puerta después de hablar a través del intercomunicador, atravesó el umbral y dirigió su caminar hacia el pasillo decorado con papel tapiz.

El lugar lo recibió de forma cálida como si ya fueran amigos, las paredes no le resultaban extrañas pues ya había estado allí antes, el pasillo era estrecho y lo conducía a la cocina del primer nivel, las lámparas bien cuidadas del siglo pasado estaban encendidas y ofrecían un ambiente cálido a aquel lugar con pocas ventanas. Tomas llegó a la cocina y una mujer de unos sesenta años que lavaba los platos se alegró al verle.

—Tomas —dijo aquella mujer pronunciando como se debía.

—Elizabeth, he traído algunos libros —dijo mientras sonreía.

—¿Desde cuándo gozas de cargar con libros?

—Desde nunca, pero se me ha ocurrido algo.

Elizabeth era una mujer risueña a la que su edad no le fatigaba en absoluto, cuidaba de aquella casa de tres niveles ella sola y mantenía cada habitación reluciente desde todas las esquinas.

Aquella casa era el hogar de Elizabeth, un sitio donde las habitaciones sobraban y como Oxford no era precisamente barato, cada libra que llegaba de la renta de los cuartos servía para su muy lejano retiro, sus gustos por la música jazz y sus aportes a los refugios de animales sin hogar. Elizabeth y Tomas se conocieron en Brighton cuando ella participaba en la recaudación de fondos para los refugios, justo en el primer verano que Tomas pasó en Inglaterra.

Su original entusiasmo para una mujer de su edad terminó por sacarle la tristeza con la que Tomas había llegado a aquella costa. Después de pasar una tarde juntos, ambos coincidieron en algunas cosas, creando una amistad poco usual. Aunque Tomas no llegaba aún a los treinta y estaba un poco lejos de hacerlo, el lazo que lo unía a Elizabeth parecía tener razones fuertes.

No todas las mujeres de sesenta años en Reino Unido confiaban en extranjeros o se tomaban el tiempo de hacerlos sus amigos, y mejor aún, no todas las mujeres de sesenta años confabulaban a favor del amor, incluso cuando este tuviese inmensos muros de impedimento.

—Apuesto a que le leerás esos libros —adivinó Elizabeth mientras analizaba la mirada de esperanza en los ojos de Tomas.

—Quiero intentarlo.

—Vamos, que yo también quiero escuchar.

Ambos caminaron hacia el pasillo forrado de papel tapiz. Tomas sonreía mientras sus pasos lo llevaban a la penúltima habitación del primer nivel de aquella casa. Sus ojos se enfocaron en el abrir de la puerta, y cuando la luz de la ventana se lo permitió, pudo ver a aquella hermosa mujer sobre la cama; su piel humectada y tersa capturaba el aroma de las flores junto a ella, su cabello castaño tendido sobre la almohada blanca y su hermoso vestido primaveral que permitía darle tanta vida, aun cuando su frágil ser dependía de artefactos conectados sin remordimiento a todo su cuerpo.

—¿Quieres que encienda la radio? —preguntó Elizabeth.

—Por supuesto, quizá desee bailar conmigo y despierte —respondió Tomas mientras se sentaba junto a aquella mujer.

Elizabeth caminó hacia el aparatejo que conservaba en excelentes condiciones, lo encendió y la melodía que parecía ser familiar llenó la habitación mientras despertaba una especie de incansable esperanza.

—¿Cómo están las cosas en Christ Church? —preguntó Elizabeth, intentando que Tomas volviera a la realidad.

—Todo marcha bien. Tengo el control de casi todas las actividades y sabes que nada me gusta más que el control.

—Es una alegría que puedas estar aquí, cerca de ella, cerca de mí también.

—Las echaba mucho de menos.

—Y nosotras a ti.

—¿Has sabido algo de sus padres?

—Continúan huyendo —respondió Elizabeth con la mirada triste.

—Lo lamento —se excusó Tomas.

—Pero vamos… que has venido a leerle y estoy segura de que está esperando a que abras el primer libro.

—Ella también sabe que no soy muy de estas cosas —dijo Tomas.

—Por eso mismo, sospecho que valorará tu esfuerzo en gran manera —respondió Elizabeth mientras sonreía.

—Por favor, siéntate junto a ella, empezaré con este —afirmó Tomas mientras abría el primer libro—. Una galaxia no es infinita —leyó, mientras volteaba las hojas y Elizabeth se sentaba en el otro extremo de la cama.

Su nombre era Maddie. Llegó a la vida de Tomas como si él realmente la necesitara. Su personalidad estaba compuesta de argumentos infalibles de porqué se debe sonreír en cualquier momento de la vida. Maddie creció en Brighton y era la sobrina de Elizabeth. Fue ella quien la unió a Tomas, y aunque no necesitó demasiado esfuerzo para lograrlo, todo cambió a inicios del año, cuando Maddie fue secuestrada y devuelta en estado de coma un mes después de que sus padres pagaran la recompensa. Aquello no fue nada fácil de aceptar, Maddie pasó los últimos cinco años más terribles de su vida; sus padres se habían iniciado en el negocio de las drogas y fue precisamente eso, un ajuste de cuentas,lo que la puso en aquella situación.

Tomas conoció a Maddie en la universidad de Brighton, aunque no habían convivido en absoluto hasta que Elizabeth se tomó la libertad de presentarlos, en el momento en el que sus ojos cruzaron miradas, el universo entero les otorgó el permiso para amarse el uno al otro, como si ambos estuvieran esperando a que aquello ocurriera. Las sensaciones que emergían de sus cuerpos eran astrales y comprendían una especie de juego del destino.

Los padres de Maddie rechazaron su relación con Tomas, Elizabeth se convirtió en cómplice y encontraba cualquier manera para lograr que estuvieran juntos. La vida se empezaba a tornar más oscura en su hogar, Maddie veía muy poco a sus padres y era por eso que Elizabeth viajaba constantemente a Brighton para poder estar con ella. Aunque era una joven muy popular por la capacidad financiera de sus padres, Maddie se rehusaba a aceptar más de lo necesario para pagar los créditos de la universidad, y cada verano buscaba un trabajo distinto que le permitiera hacer sus dos cosas favoritas: equipo de ciclismo y remo en kayak en la interminable costa ámbar.

La relación entre Maddie y Tomas parecía ser indestructible, las consecuencias del rechazo de sus padres los obligaban a verse a escondidas o únicamente mientras estaban dentro de la universidad. Aquello solo logró intensificar lo que uno sentía por el otro, y además de Elizabeth, Rony servía de cómplice de aquella historia de amor en la costa Brighton.

De todos los que conocían a Maddie, Tomas era probablemente el que más esperaba volver a ver sus hermosos ojos marrones.

Mientras terminaba de leer una de las páginas del libro de astronomía, Tomas se acercó a Maddie, besó su frente y tomó su mano con fuerza, no pudo sentir aquella calidez de su tacto ni la ternura de su voz agradecida por los gestos de amor. Su corazón se entristeció ante otro día más en el que la veía dormir sin poder despertar, sin que ella pudiera abrazarlo y hacerlo sentir seguro en aquel lugar tan lejano.

Elizabeth los había dejado solos mientras terminaba de preparar la comida. Regresó cuando Tomas secaba sus lágrimas y empuñaba su mano húmeda. Elizabeth colocó su mano sobre el hombro de Tomas y agradeció el gesto de amor luego de invitarlo a almorzar aquella tarde.

—Sé que lo has intentado —expuso Elizabeth cuando veía a Tomas sin probar un bocado de comida.

—Estoy muriendo con ella —se atrevió a responder mientras sentía como todo su peso se desbordaba sobre la silla del comedor.

—Debes mantener toda esperanza, como yo lo hago.

—Vivo en la esperanza cada día de mi vida, despierto al pensar que estoy junto a ella de nuevo, junto a sus ojos que pueden verme y junto a sus manos que pueden sentir mi calor. Pero estoy sintiendo cómo empiezo a perderla —lloró Tomas al final.

—Tranquilo, Tomas, tranquilo —apurada a sostener el llanto se acercó a abrazarle.

—No puedo más, he venido a Oxford por ella, porque quiero estar cerca cuando despierte, porque quiero abrazarla cuando la pesadilla termine y necesite sentirse a salvo.

—Lo harás, sé que lo harás, estarás aquí cuando sus ojos vuelvan a abrirse y… escúchame, ustedes jamás, jamás volverán a separarse.

La tarde terminó junto a las páginas del libro de astronomía, Elizabeth le pidió a Tomas que descansara y que permitiera que Maddie pudiera hacerlo también, como si aquello fuera necesario. Tomas admitió el cansancio que lo acosaba y aceptó quedarse a dormir aquella noche en casa de Elizabeth. Ella preparó una de las habitaciones vacías. Tomas sintió un enorme agujero en el estómago que lo obligaba a odiar la idea de no dormir junto a Maddie estando tan cerca. Al final, cerró la puerta de la habitación que le había preparado Elizabeth, se dirigió inmediatamente a la cama solitaria y cerró los ojos obligándose a no abrirlos hasta el amanecer.

Cuando el sol comenzaba su ascenso, Tomas despertó apurado, vio la hora en su teléfono y corrió hasta la cocina donde encontró a Elizabeth mientras preparaba el desayuno.

—Debo irme, es muy tarde.

—Ni lo pienses, no podrás salir de esta casa con el estómago vacío —refunfuñó con amabilidad.

—No puedo, llegaré tarde.

—Prestas toda tu atención y esfuerzo a ese trabajo, de vez en cuando debes brindarte un respiro.

—Ese trabajo me permite quedarme aquí, junto a Maddie.

—No lo necesitas, a los chefsde Oxford les hace falta un buen proveedor de productos orgánicos.

—Por supuesto… —respondió Tomas con poco interés.

—Vamos, ayúdame a poner la mesa, el desayuno está listo.

—De acuerdo, tú serás la culpable si este se convierte en mi último día en la universidad.

—¿Siempre has sido tan controlador?

—Desde que nací, supongo —bromeó.

—No lo dudo. Ten…, jugo de naranja, tu favorito.

Tomas compartió apurado la mesa junto a Elizabeth. Antes de que el desayuno terminara, ella anunció que debía ir por algo importante, se paró y salió con paso desinteresado, como si no le importara que Tomas llegara tarde, parecía que le gustaba jugar con los nervios de aquel muchacho, pero tardó solo unos minutos en volver.

Elizabeth arrastraba una vieja bicicleta turquesa, a excepción de la canasta de plástico, todo lo demás parecía estar en muy buen estado, las ruedas tropezaban con las paredes del comedor y los muebles de la cocina recibieron un par de golpes. Tomas no pudo contener la risa al ver a Elizabeth empeñada en mover la bicicleta y se acercó a ayudarla.

—¿Qué haces con eso?

—Es para ti.

—¿Para mí?

—Era de Maddie, por eso es tuya ahora. Además, odio cuando te quejas porque llegarás tarde, esto impedirá que suceda.

—¿Lo dices en serio?

—Vamos, tómala, está en muy buen estado.

—Lo sé, está genial.

—Te llevará a donde quieras ir, incluso si es lejos de Oxford.

—No voy a alejarme de Oxford.

—De acuerdo… anda, que se hace tarde —respondió Elizabeth cambiando el horizonte de la conversación.

—Te veré pronto.

—Te estaremos esperando.

Bienvenido a Oxford, Rony

Tomas pasó las últimas semanas de junio yendo de un lado a otro, conoció los edificios de otras universidades concretando que el Christ Church College lucía como el más antiguo de todos, lo que le hacía un gusto tremendo, ya que disfrutaba de vivir en edificaciones antiguas, y el Christ Church College sí que lo era.

Desde que se acostumbró a la bicicleta, las visitas a la casa de Elizabeth pasaron de dos a tres días a la semana. Los miércoles encontraba una escurridiza hora para pedalear deprisa. Los viernes al atardecer, si todo marchaba bien, pasaba a por un litro de jugo de naranja y rosquillas que le recordaban a Brighton, se apuraba a llegar a la 41 Ridgeway Rd. Leía un par de capítulos del libro y volvía deprisa.

Los domingos habían empezado a representar amaneceres cerca de Maddie, Elizabeth acomodaba la habitación de siempre aprovechando que seguía desocupada, los inquilinos de aquella casa eran poco entrometidos y jamás cruzaban más que miradas de amabilidad hacia Tomas.

Los libros de astronomía por fin se habían terminado. El último martes de junio, Tomas se dirigió a la biblioteca para devolverlos, saludó al bibliotecario y notó que los volantes de eventos habían sido cambiados, pidió uno cuando salió y esta vez prestó interés a todo el contenido del papel brillante.

De regreso a la habitación en la universidad, se acostó sobre su cama y desdobló el volante al que él mismo se sorprendió al prestarle más importancia de la que creía que merecía. Leyó las primeras actividades de julio y notó que todo hablaba sobre el festival de Alicia en el País de las Maravillas. Jamás había escuchado nada sobre aquella celebración y aunque continuó sorprendido de lo mucho que llamaba su atención, creyó que no eran más que tonterías. Volvió a doblar el volante, y sintió un impulso extraño, algo parecido a la soledad, tomó su teléfono y llamó a Rony, pero no obtuvo respuesta, volvió a desbloquear el aparato con su huella dactilar y tomó una fotografía del volante. La envió al número de Rony esperando una respuesta de burla.

Minutos después cuando salía de ducharse, alcanzó a escuchar la llamada de Rony, se lanzó sobre la cama envuelto en la toalla de baño y respondió creyendo saber lo que su amigo diría.

—Dime que puedo ir a visitarte y ver juntos ese festival —dijo Rony al escuchar la voz de Tomas.

—Sabía que te haría gracia.

—¿Gracia? ¿De qué hablas? Me parece genial.

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto, compraré mis boletos de tren mañana por la mañana, seguramente se agotarán pronto.

—Aguarda, quiero estar seguro de lo que estás diciendo. ¿Vendrás a Oxford por un tonto festival?

—¿Tonto? Amigo… Habrá cientos de Alicias en busca de… de lo que sea que una Alicia esté buscando.

—Ni siquiera conoces el cuento.

—No me interesa el cuento, buscaré una Alicia real.

—De acuerdo, supongo que te veré pronto —admitió Tomas.

—Así es, amigo, el País de las Maravillas me está llamando.

El mes de julio llegó haciendo ruido, los indicios del festival empezaban a verse por todas las calles, algunas familias parecían haber estado esperando aquella temporada ya que se podían ver los decorados en todas las casas, principalmente en la calle Broad que albergaba pancartas y letreros en los comerciales de la zona, todo el mundo estaba preparado para el festival de Alicia en el País de las Maravillas y aquello parecía atraer centenares de nuevas personas a la ciudad.

En Oxford, no solo las tardes eran distintas a las de Brighton, las noches también parecían esforzarse demasiado por crear su propio encanto, la luna continuaba brillante dentro de su ilimitado espacio, las estrellas contemplaban los caminos rocosos de los callejones, y el pavimento de las avenidas reflejaba el brillo estelar de aquellas constelaciones.

Tomas pasó un primer fin de semana, que fue también el primer día de julio, en casa de Elizabeth. Su compañía parecía llenar el espacio que había dejado el indetenible descansar de Maddie, y el intercambio de recuerdos los hacía volver en el tiempo, un tiempo donde la esperanza no era constantemente explorada, pues la vida era plena y el amor parecía estar encaminado a un futuro exitoso.