Encuentro de una noche - Michelle Smart - E-Book

Encuentro de una noche E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

La exigencia de ella: cinco millones. La oferta de él: el matrimonio   Cuando los intentos de la camarera Layla por ponerse en contacto con Sebastiano Russo, tras un encuentro sexual espontáneo y apasionado, resultaron inútiles, no le quedó más remedio que idear un plan para volver a verlo y poder decirle que estaba embarazada. Mantener a su futuro hijo era prioritario para Layla, por lo que le pareció muy razonable exigir a Sebastiano una pequeña parte de su fortuna. Pero él le dio un ultimátum: doble o nada si se casaba con él en Sicilia para desviar la atención pública de inconvenientes titulares económicos.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Michelle Smart

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Encuentro de una noche, n.º 3146 - marzo 2025

Título original: Heir Ultimatum

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410744561

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Sebastiano Russo tuvo que reconocer que Londres estaba espectacular aquel atardecer en que la suave luz del sol creaba un halo dorado en los edificios. El helicóptero en que viajaba desde Edimburgo aterrizó en la azotea de uno de ellos, la elegante sede de uno de los clubes privados más exclusivos del mundo.

Como era habitual, Lazlo, el gerente del Diamond Club, estaba allí para recibirlo y acompañarlo al interior.

Como Sebastiano no tenía ganas de charlar ni de buscar la compañía de otros miembros del club, se dirigió a su suite privada. Haber perdido de golpe mil millones hacía que no deseara estar en compañía de otros, sobre todo porque el motivo de haberlos perdido se debía a su propia estupidez.

Al menos allí podría desconectar. Las instalaciones y los servicios de Diamond Club le proporcionaban lo que necesitaba cuando quería librarse del estrés en sus viajes a Londres. Como representante de Russo Banca Internazionale, la imagen lo era todo, por lo que cualquier comportamiento potencialmente escandaloso se llevaba a cabo a puerta cerrada.

Hacía siglos que la familia Russo poseía y dirigía el banco con discreción. Los clientes, que tenían que depositar un mínimo de cinco millones de euros para abrir una cuenta, valoraban los altos intereses y el servicio personalizado.

Desde que Sebastiano había tomado el timón, los beneficios del banco se habían duplicado. Si la pérdida de los mil millones se hacía pública, su reputación y la del banco se resentirían. ¿Quién confiaría su fortuna a un hombre que no sabía cuidar la suya propia?

Esa noche se dedicaría a reflexionar él solo. Al día siguiente convocaría a su equipo para hablar de cómo limitar los daños.

Llevaba tres meses sin acudir al Diamond Club. La última vez había dado una fiesta en la suite que acabó de una manera inesperada. Nunca había tardado tanto tiempo en volver.

Pero esa noche no habría fiesta. La única compañía que deseaba era la de una botella de whisky y la de alguien que se lo sirviera.

Cuando llegaron a la suite de Sebastiano, Lazlo le dio las buenas noches y desapareció con su discreción habitual. Era una de las muchas cosas que a Sebastiano le gustaban del club. El personal no solo estaba excelentemente preparado, sino que también era capaz de darse cuenta del estado de ánimo de los clientes con una simple mirada y adaptarse a lo que intuía que requerían.

Ya había informado con antelación de que solo necesitaba a un camarero esa noche. Se quitó la chaqueta y la corbata y las dejó en el respaldo de un sillón del vestíbulo. Después se quitó los gemelos y se dirigió al salón. Se detuvo en seco al ver a la persona que estaba allí.

Con el pecho oprimido, agarró un taburete y se sentó a la barra del bar.

–Layla –dijo con un leve gesto de asentimiento–. Creí que ya no trabajabas aquí.

De haber sabido que aún seguía allí, habría dicho a Lazlo que quería que le sirviera otro camarero.

Lo último que deseaba era volver a ver a la única empleada del club con la que había pasado la noche.

Ella esbozó una sonrisa que le acentuó los altos pómulos.

–Sigo aquí, aunque por poco tiempo. ¿Quieres un whisky con un cubito de hielo?

Él buscó en su hermoso rostro un indicio de reproche o de mal humor, sin hallarlo. Nada indicaba que Layla no fuera a comportarse con la profesionalidad que lo había impulsado a solicitar que fuera ella quien siempre atendiera el bar durante su estancia.

–Sin hielo y que sea en vaso grande.

Ella le sonrió comprensiva, como si se le hubiera introducido en la mente y hubiese visto el enorme error que le había arruinado el día y tal vez el resto de la vida.

Le sirvió el whisky y él se lo bebió de un trago.

–Ponme otro.

Solo cuando notó que el alcohol comenzaba a hacerle efecto, disminuyó el ritmo y se tomó el tercero a pequeños tragos.

–Pon música. Lo que quieras, salvo jazz.

–¿Algo alegre?

Él asintió.

Ella tecleó en una tableta y en cuestión de segundos la música comenzó a sonar.

En los dos años que Layla llevaba trabajando en el club había demostrado ser la empleada que mejor anticipaba las necesidades y deseos de Sebastiano. Con la ayuda del whisky y la música, la angustia y la opresión que sentía en el pecho disminuyeron.

Las promesas hechas después de hacer el amor no se hacían en serio, se dijo. Era algo que sabía todo el mundo. Layla era una persona adulta y su lenguaje corporal no indicaba que estuviera enfadada porque no la había llamado. Y él tenía la impresión de que se alegraba de verlo.

Habían pasado una noche estupenda, de esas que no se olvidan.

Se relajó aún más y levantó el vaso.

–¿Me acompañas?

Los azules ojos de ella brillaron y sus blancos y bonitos dientes mordieron el labio inferior de la boca que, hacía tres meses, había besado cada centímetro de la piel de Sebastiano.

–Tal vez después.

Él enarcó una ceja ante lo sugestivo de su tono y ella lo imitó.

Sebastiano sintió un escalofrío.

Había reconocido esa mirada. Era la que habían intercambiado hacía tres meses, horas antes de que él echara a los invitados de la suite.

Tal vez no tendría que olvidar las preocupaciones ahogándolas en whisky, se dijo. Había otras formas mucho más placenteras de librarse del mal humor. Y aún no había experimentado un placer mayor que el que le había proporcionado Layla con las piernas enlazadas a sus caderas y arañándole la espalda, mientras él la penetraba.

Ella se inclinó para volver a llenarle el vaso y el escote de la blusa se le abrió lo que a él le permitió vislumbrar los pequeños y erguidos senos que le cabían perfectamente en la boca.

Al observar la dirección de su mirada, Layla esbozó una sonrisa. Se inclinó de nuevo apoyando la barbilla en el puño y murmuró:

–¿Deseas algo más?

Sebastiano tuvo entonces la certeza de que había sido intencionado dejarle ver el sujetador de encaje negro.

La intensidad del escalofrío aumentó. Estaba lo bastante cerca de ella para oler su suave perfume. Recordó el sabor de sus perfectos senos y sintió un cosquilleo en la lengua al recordar la textura de los rosados pezones.

–Tal vez después.

Ella esbozó la sonrisa torcida que la caracterizaba y que era su único defecto. Ni siquiera era eso, ya que, sin ella, su rostro sería de una extraordinaria belleza. Con ella, era espectacular y sexy. Era una sonrisa que prometía noches eróticas, que él sabía que se hacían realidad.

Saber que la piernas de Layla podrían estar muy pronto alrededor de su cuerpo de nuevo…

–¿Cómo es que sigues trabajando aquí?

Ella se encogió de hombros.

–He cambiado de planes.

–¿Así que vas a quedarte?

–No, este es mi último turno.

Él volvió a mirarle los senos antes de levantar el vaso y mirarla a los ojos.

–Me sonríe la fortuna.

–Pues no lo parecía cuando has entrado.

Su intuición era verdaderamente excepcional.

–He tenido un día horrible.

Ella lo miró, compasiva.

–¿Quieres contármelo?

–He perdido mil millones de euros.

El personal del Diamond Club estaba entrenado para no reaccionar ante los secretos o rumores que escuchaban durante su trabajo, pero Layla lo miró con los ojos como platos.

Él se bebió lo que le quedaba en el vaso y se pasó el pulgar por la boca.

–¿Quieres saber cómo?

Ella se irguió y agarró la botella.

–Solo si quieres contármelo.

Sebastiano sabía que no divulgaría lo que le contara.

–Anoche quebró una empresa de la que soy el principal accionista. Ahora tengo mil millones menos.

Ella hizo una mueca y volvió a llenarle el vaso.

Él le dio un sorbo.

–Debería haberla vendido. Había señales de advertencia.

Después de pasarse todo el día furioso por su estupidez, seguía sin saber por qué no había seguido lo que le dictaba su instinto. Cualquiera con un poco de sentido común hubiera vendido una empresa que se había vuelto tóxica.

–No estoy acostumbrado a meter la pata.

–Eres un ser humano. Todos nos equivocamos alguna vez.

–Yo no.

Ella volvió a poner el codo en la barra y a sujetarse la barbilla con el puño.

–¿Quieres saber lo que creo?

Sorprendido, ya que Layla rara vez comentaba lo que le confiaban, Sebastiano se encogió de hombros.

–Claro.

–Creo que trabajas demasiado.

–Tengo muchas responsabilidades.

–Lo sé, pero ¿cuánto hace que te tomaste un descanso? –preguntó ella mirándolo de la forma más sexy imaginable.

–Descanso a menudo.

–Me refiero a descansar de verdad, a tomarte unas vacaciones, a hacer un viaje por el Mediterráneo en tu yate, pero sin la secretaria ni el abogado ni el contable. Seguro que si los llamas y les dices que vengan, estarán aquí dentro de unos minutos.

Él sonrió sin poder evitarlo y ella le recompensó con otra sonrisa torcida.

–Dudo que desconectes en algún momento –prosiguió ella–. Seguro que lees los correos electrónicos incluso el día de Navidad.

–Piensa en cuánto más dinero perdería si no los leyera todos los días.

–Podrías permitirte el lujo de perder mil millones diarios durante un mes y aún te quedarían miles.

–Prefiero conservarlos todos.

–Entonces sigue mi consejo, tómate unas vacaciones y recarga las baterías –sus rostros se hallaban separados por escasos centímetros–. ¿Sabes qué es lo que es bueno para el estrés?

–¿El whisky?

Ella lanzó una breve carcajada y se le acercó aún más. Un mechón de su sedoso cabello le hizo cosquillas en la mejilla, mientras ella susurraba:

–Un buen masaje.

–Pues me parece que estoy dispuesto a recibirlo.

–Estaba segura. ¿Llamo al spa?

Él ladeó la cabeza. Sus labios estaban a punto de rozarse. El dulce aliento de ella aumentó la excitación que le corría por las venas. Le introdujo la mano en el cabello murmurando:

–Preferiría que me lo diera otra persona.

Ella lo besó en los labios y se los lamió, pero antes de que él pudiera responder, se apartó.

Con los ojos llenos de sensualidad, le sonrió.

–Voy a por aceite para el masaje. Ponte cómodo en la habitación.

 

 

Sebastiano se quitó toda la ropa, salvo el bóxer, con el pulso acelerado.

No se esperaba aquello al decidir terminar el día en el club ahogando las penas. Lo único que se esperaba era una tremenda resaca.

La última vez que se le había acelerado el pulso fue la noche que pasaron juntos, hacía tres meses, cuando ya llevaba dos años fantaseando con Layla.

Su belleza lo había dejado alucinado al conocerla. Layla, una mujer alta, delgada y rubia que podía ser portada de cualquier revista, había entrado en la suite con botellas de champán para la fiesta que iba a celebrar. Y cuando le sonrió, él pensó que no había una criatura más sexy en el mundo.

Pero era una empleada a la que pagaban por satisfacer sus deseos. Formaba parte de su mundo, pero no pertenecía a él. Seducirla habría sido un abuso de poder, lo cual no implicaba que no pidiera que fuera ella quien le sirviera siempre en el bar, cuando estaba en el club, para disfrutar de su belleza, de su compañía y de la sensación de que lo escuchaba hablar de su vida porque verdaderamente le interesaba, no porque le pagaran para hacerlo.

Estaba seguro de que el escalofrío que acompañaba sus conversaciones era mutuo. Mientras alineaba las copas para la fiesta le dijo que probablemente sería la última en la que trabajara, porque dejaba el trabajo.

La intención de él de estar de fiesta hasta el amanecer se desvaneció y despidió a los invitados a medianoche. También a los empleados, salvo a Layla.

Era indudable lo que sucedería en cuanto se quedaran solos. Se abrazaron antes de que el último invitado abandonara el pasillo. Fue la noche más sensual y emocionante de sus treinta y cinco años, hasta el punto de que le pidió el número de teléfono y le prometió que la llamaría. En ese momento tenía la intención de hacerlo.

Por eso lo sorprendió tanto verla tras la barra, a su llegada.

Había pasado tiempo suficiente para creer que no volvería a verla. Y ahora, no recordaba por qué había cambiado de opinión con respecto a llamarla.

Otra noche con la mujer que llevaba dos años apareciendo en sus fantasías…

Estaba sentado en la cama, apoyado en la cabecera, cuando ella apareció con una botellita de aceite de masaje en la mano.

Le miró lenta y desvergonzadamente el torso desnudo, mientras se mordía el labio inferior. Eso bastó para que él volviera a excitarse.

Con el rostro de una sirena de Hollywood y el cuerpo de una supermodelo, Layla era espectacularmente atractiva. A Sebastiano se le hizo la boca agua.

Ella caminó hacia la cama con paso seductor. La corta falda negra dejaba ver las largas y firmes piernas. Al llegar a los pies de la cama, ella le acarició la pantorrilla.

–Date la vuelta –murmuró.

Él la obedeció y apoyó la mejilla en la almohada.

¿Por qué no la había llamado?

Ella se acomodó a su lado. El frío aceite en la espalda lo sobresaltó. Ella rio quedamente.

De rodillas a su lado, le extendió el aceite por la espalda y los hombros. Después le masajeó los músculos. Agarró el brazo que tenía más cerca y se lo extendió para poder masajeárselo mejor.

Sebastiano se sentía tan bien que, si sus senos no le hubieran rozado la espalda al estirarse para masajearlo el otro brazo, se habría relajado y dormido. Pero se vio atrapado entre el placer y el dolor: el placer que le proporcionaban las manos de ella y el dolor que le producía la excitación.

Sintió los labios de ella en la nuca.

Gimió. Se habría dado la vuelta, si ella no le hubiera besado el lóbulo de las orejas y susurrado:

–Cierra los ojos y no te muevas.

Acostumbrado a ser el que seducía, la novedad de ser seducido aumentó su deseo. No se había imaginado que el peor día de su vida acabaría de modo tan erótico. Casi merecía la pena haber perdido mil millones.

Ella se sentó a horcajadas en la parte inferior de su espalda.

–No abras los ojos ni te muevas.

Sebastiano obedeció.

Ella le masajeó el brazo derecho y uno de sus senos le acarició la mejilla. Él volvió a gemir y se contuvo para no abrir la boca y…

Notó un metal frío en la muñeca. En la décima de segundo que tardó en abrir los ojos, Layla se bajó de la cama.

Él tardó otra décima de segundo en darse cuenta de que lo había esposado a la cabecera.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A Layla le latía el corazón con tanta fuerza que temió ponerse a vomitar.

Temblaba por el deseo que le había provocado la seducción y por el valor que había necesitado para llevar adelante su plan.

El único momento en que había flaqueado había sido al verlo entrar en la suite, en que creyó que el corazón le estallaría.

Desde que, hacía tres horas, le habían dicho que Sebastiano Russo llegaría esa noche, se había centrado en lo que necesitaba hacer. Lo peor había pasado, pero lo que venía a continuación la hizo temblar aún más.

–No me imaginaba que te gustaran las perversiones –dijo Sebastiano, con el acento siciliano que aún seguía derritiéndola, aunque no debería.

Él se giró todo lo que pudo hasta tumbarse de espaldas y apoyar la cabeza en la cabecera de la cama. La miró con ese brillo lascivo en los verdes ojos que había conseguido llevarla a aquella situación.

La verdad era que todo él había provocado que se hallara en aquel lío. Por algo los hombres altos, morenos y guapos eran los protagonistas de las novelas románticas, y ella era tan vulnerable a su atractivo como cualquier otra mujer.

Y Sebastiano era tremendamente sexy. Había notado su magnetismo desde que lo vio por primera vez.

Como medía un metro y setenta centímetros, Layla pocas veces tenía que levantar la cabeza para mirar a un hombre a los ojos. Tuvo que hacerlo con Sebastiano, y el verde de sus ojos la atrapó. Que tuviera un bello rostro cincelado y un magnífico cuerpo delgado y musculado era secundario. Eran los ojos los que la habían seducido, su forma de hacer que se sintiera que era la primera mujer a la que miraban.

Se había acostado con él sin engañarse sobre qué clase de hombre era. Seguía sin saber por qué lo había hecho.

A sus veinticuatro años solo había estado con un hombre, una larga relación que acabó cuando se licenciaron en la universidad, él aceptó un trabajo a trescientos kilómetros de Londres y ambos decidieron que la distancia era excesiva para mantener la relación.

Desde entonces, ella había recibido muchas proposiciones, pero se respetaba demasiado para acostarse con cualquiera en la primera cita. Cuando los pocos con los que había salido se percataban de que no iban a llevársela a la cama inmediatamente, la dejaban.

Y resultó que lo único que necesitaba para que dicho respeto por sí misma desapareciera a la primera oportunidad era un hombre que le revolucionara las hormonas.

Incluso ahora, tras la noche pasada juntos y las semanas que llevaba aferrada al teléfono, con el corazón acelerado cada vez que sonaba, Sebastiano seguía provocándole el mismo deseo que la noche en que se le había entregado.

No se había hecho ilusiones antes de hacer el amor, pero por la mañana, cuando le dijo que quería volver a verla, se lo creyó. De no haber estado sumergida en la euforia de haber hecho el amor, se habría percatado de que solo eran palabras, de que no hablaba en serio, y habría recordado que, a pesar de su magnífica apariencia y su innegable encanto, Sebastiano, en el fondo, era un multimillonario mimado, egoísta y arrogante.

Odiaba que su físico aún la afectara tan profundamente. Había habido momentos en que, mientras le masajeaba la espalda y aspiraba el perfume de su colonia, se había sentido abrumada por el deseo de darle la vuelta, unir su boca y su cuerpo a los de él y dejarse llevar por la pasión.

Tuvo que respirar hondo para no hacer lo que quería.

¿A qué jugaba?, se preguntó Sebastiano, mientras ella se dirigía a la puerta sin mirarlo.

Cuando lo hizo, su mirada lo dejó helado.

–¿Layla?

–Quédate donde estás –respondió ella, como si pudiera irse de allí, esposado como estaba–. Voy a enseñarte una cosa.

–¡Layla! –gritó tirando de la esposa, cuando ella desapareció–. ¡Layla!

Ella volvió al cabo de unos segundos, los suficientes para que él se diera cuenta de que no podría librarse sin la llave de las esposas.

Layla volvió con un gran bolso. Apretó los dientes al mirarlo con ojos temerosos.

–Será mejor que me sueltes –dijo él en tono de advertencia. No quería seguir jugando a aquel juego, fuera el que fuese.

Ella hizo una mueca, cerró los ojos y volvió a abrirlos.

–Enseguida.

–Suéltame ahora mismo.

Ella sacó un sobre del bolso y se lo tendió.

–Lo primero es lo primero.

–¿Qué es eso? ¿Una petición de rescate?

Ella esbozó una sombría sonrisa.

–En cierto modo.

Él la miró, incrédulo. Le costaba creer lo que sucedía.

–¿Te has vuelto loca?

–Probablemente. Un embarazo puede hacer que una mujer pierda el juicio.

Sebastiano volvió a quedarse helado.

–Estoy embarazada de tres meses. El sobre contiene una ecografía y la fecha del futuro nacimiento del bebé. Se te dan bien los números, así que verás que las fechas demuestran que eres el padre. Aunque es innegable, ya que eres el único hombre con el que he estado desde hace años, pero sé que querrás pruebas. También tengo una carta de la comadrona en que confirma la fecha de la concepción.

Layla cerró los ojos con fuerza. Había tenido que rogar a la comadrona que la escribiera.

Pensó también durante un tiempo en rogar a Sebastiano, pero decidió que lo que había hecho era la única forma de protegerse y proteger a su hijo.

Hacía dos meses que se había hecho la prueba de embarazo. Estuvo a punto de desmayarse al ver que era positiva.

–¿Me has esposado solo para decirme que estás embarazada?