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Él quiere… lo que no puede tener. La última persona a la que el multimillonario griego Leander Liassidis quería ver era a Kate Hawkins. De hecho, había huido de su propia boda pactada para escapar de la atracción que sentía por ella. Esa mujer era exasperante, irresistible... ¡y ahora estaba en la puerta de su casa! Kate, la dama de honor en la boda de Leander, sabía que sería difícil llevarlo de vuelta con su futura esposa. Lo que no esperaba era encontrarse con una ardiente necesidad en su mirada, ni una explosiva conexión entre ellos. Kate sabía que ceder a su deseo sería imperdonable. Pero ¿podría perdonarse alguna vez a sí misma si se alejaba de un vínculo tan poderoso?
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Seitenzahl: 204
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2024 Michelle Smart
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Novio a la fuga, n.º 222 - abril 2025
Título original: The Forbidden Greek
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410745520
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Viajar en jet privado era tan increíble como Kate Hawkins había imaginado. La tripulación de cabina atendía todas sus necesidades y caprichos, sirviéndole una variedad de comida con la que los pasajeros de las aerolíneas comerciales solo podían soñar, junto con todas las bebidas posibles que sus papilas gustativas pudieran desear, tanto alcohólicas como no alcohólicas. Tenía su propia sala de estar, un comedor, un baño e incluso un dormitorio con un colchón tan cómodo que había que ser un insomne de primera categoría para no quedarse dormido en él. O estar demasiado agotada por la tarea que te habías impuesto como para desconectar el cerebro lo suficiente para dormir.
En el transcurso de treinta y ocho horas, Kate había viajado a siete países diferentes en dos continentes, atravesado tantas zonas horarias que no tenía ni idea de si era domingo o lunes dondequiera que estuviera en el cielo, y si Leander Liassidis no se encontraba en la siguiente parada, existía una alta probabilidad de que hiciera algo más que dar patadas al suelo y gritar de frustración como había hecho en Manhattan.
Sacó la lista que Helena había escrito y miró con mal humor los lugares que aún quedaban por tachar. «¿Cómo podía un solo hombre poseer tanto?». El imperio inmobiliario de Kate consistía en su dormitorio de la infancia, al que había regresado a tiempo completo después de conseguir su título de Veterinaria hacía dos años. Leander, el exitoso magnate de la tecnología que valía miles de millones, poseía catorce propiedades, y si resultaba que había comprado otra que Helena desconocía, existía una probabilidad de que se tirara del avión. La claustrofobia la había golpeado de verdad.
Para cuando le pidieron que se abrochara el cinturón para el aterrizaje, ni siquiera se molestó en preguntar dónde estaba el aeropuerto privado al que iban a aterrizar. Todas las propiedades de Leander se encontraban a treinta minutos en coche de un aeródromo. Ni siquiera pudo reunir un atisbo de interés por la vista del océano Pacífico lamiendo las costas arenosas de California durante el descenso.
–La siguiente parada será en las Islas Caimán –dijo Kate a su tripulante favorito con una sonrisa cansada mientras abandonaba el avión. Estaba convencida de que tendría que viajar a cada maldito país de la lista antes de encontrar al novio fugitivo y arrastrarlo de vuelta a Grecia. Tal como se sentía, tendría que resistir el impulso de matarlo. Quizás se conformaría con mutilarlo nada más.
–Esperaremos su llamada.
Como en todas sus paradas anteriores, la eficiente tripulación se había encargado de organizarlo todo y había un coche para recibirla al pie del avión. Agradeció mentalmente no haber entrado en un horno como le había sucedido en Manhattan antes de desplomarse en el asiento trasero.
No habían salido del aeródromo cuando sus pesados párpados comenzaron a luchar con su cerebro hiperactivo para mantenerse abiertos. ¿O era para cerrarse? Las imágenes de la boda parpadeaban en sus retinas, las voces resonaban en su cabeza. La conmoción de ver al gemelo Liassidis equivocado esperando en el altar, lo surrealista de escuchar a Leo recitar los votos en nombre de Leander, la cara de Helena, la hermosa novia, pálida por la impresión de lo que Leander había hecho, la promesa de Kate de encontrarlo y traerlo de vuelta, Leo dándole acceso a un jet de la empresa y…
Sus ojos se abrieron de repente. Se había dejado vencer por el sueño durante unos segundos y en ese momento se encontraba siendo conducida por un camino bordeado de altos árboles con carteles de prohibido el paso colocados a intervalos intermitentes. Frente a ellos se alzaba una enorme mansión con fachada de cristal que, aunque estaba rodeada de árboles, daba al océano. El conductor se detuvo con suavidad al pie de un amplio camino curvo que conducía a lo que ella supuso era la entrada principal.
Al salir, Kate estiró el cuello hacia arriba, tratando de asimilarlo todo, buscando señales de vida, esperando que en cualquier momento apareciera el guardia de seguridad para informarle educadamente de que el señor Liassidis no se encontraba en la residencia y que no podía contactar con él porque estaba disfrutando de su luna de miel.
Y eso era cierto, el único problema era que se trataba del señor Liassidis equivocado.
Supuso que cualquiera de los guardias de seguridad en Atenas, Roma, Milán, Viena, Frankfurt, Londres, Nueva York y Toronto podrían haberle mentido, pero no había percibido vida detrás de aquellas puertas cerradas. Sin embargo, en esa ocasión…
Con las piernas exhaustas, arrastrándose por la mitad del camino, justo cuando pensaba que aquel era el escondite perfecto, apareció frente a ella el inevitable guardia de seguridad.
Leander Liassidis divisó el todoterreno negro aparecer entre la vegetación y frunció el ceño.
Supuso que aquello significaba que el esbirro de su hermano finalmente lo había encontrado.
Al salir de la piscina, se secó el cuerpo empapado con una toalla. No necesitaba decirle a Mason que despidiera al visitante. Ya había dejado claras sus instrucciones al respecto. Leander no estaba. Se encontraba en su luna de miel. Su visitante se marcharía de Marina Sands con las manos vacías.
Se preguntó cuántas de sus propiedades habría visitado el esbirro antes de llegar hasta allí. Podría averiguarlo si quisiera, pero se había autoimpuesto un apagón comunicativo. Desde que se aseguró de que Leo había dado un paso al frente y tomado su lugar, no había querido saber nada del mundo exterior.
Por primera vez en su vida, necesitaba soledad. Aparte de su personal doméstico californiano, cuya lealtad y discreción estaban aseguradas, solo su asistente personal conocía su ubicación. Sheree llevaba diez años con él. Acostumbrada a mentir para ayudarlo, su lealtad y discreción también estaban garantizadas.
Con la toalla sobre los hombros, abrió una cerveza fría y bebió un buen trago. El sabor amargo coincidía con lo que sentía hacia sí mismo por no haber seguido adelante con la boda.
Leander amaba a Helena. La conocía desde que ella era un bebé. Luego se había convertido en una encantadora niña que lo seguía como un cachorro cada vez que sus familias se reunían –lo cual sucedía a menudo, ya que tenían negocios en común y mantenían una relación muy cercana–. Era la única mujer constante en su vida que no era de su sangre. Se había convertido en una mujer hermosa e inteligente, y él siempre esperaba con ansias encontrarse con ella, adoraba su compañía. Lo único que no tenía era ninguna inclinación romántica hacia ella. Tal vez era por exceso de familiaridad, tal vez porque era como una hermana para él, fuera cual fuera la razón, nunca había mirado a Helena con los mismos ojos con los que miraba a otras mujeres, e incluso si lo hubiera hecho y si hubiera sido correspondido –lo cual no era así, pues a ambos les pasaba lo mismo–, nunca habría actuado al respecto por la simple razón de que la amaba demasiado como para herirla.
Sin embargo, la había herido. Había roto su promesa, y le desgarraba el corazón pensar en el dolor y la confusión que su huida había debido de causarle.
En algún momento del futuro cercano regresaría a su Grecia natal y la enfrentaría, enfrentaría también a su hermano, y asumiría el papel de esposo que había prometido representar para ella, pero ese momento aún no había llegado, y se bebió el resto de su cerveza para ahogar la acidez en su garganta ante la idea de fingir una demostración de amor ante el mundo hasta que Helena resolviera su herencia y pudieran disolver su matrimonio de mentira.
Tenía que aclarar sus ideas.
Abriendo otra cerveza, se tranquilizó con la promesa de pasar el resto del día emborrachándose. Cuando estaba a punto de entrar para ducharse, una pausa en la brisa del océano le trajo el susurro de una voz.
Se le erizó el vello de la nuca.
En cuatro zancadas rápidas llegó a la barandilla de cristal que se asomaba sobre el camino hacia su casa.
Kate miró la cara del guardia de seguridad y puso los ojos en blanco.
–A ver si lo adivino… ¿El señor Liassidis no está aquí?
–El señor Liassidis está de…
–Luna de miel –terminó ella la frase–. Y no pueden contactar con él.
–Lamento que haya hecho el viaje en vano.
Era exactamente lo que esperaba, lo mismo que había experimentado durante sus paradas en las otras casas de Leander. Y sin embargo…
No había nada en el comportamiento o la expresión del guardia que le hiciera pensar que mentía, pero algo se sentía diferente, lo suficiente como para que Kate cruzara los brazos sobre el estómago y dijera:
–No le creo.
–No puedo hacer nada respecto a lo que usted crea, señora, pero el señor Liassidis no está aquí y ahora debo pedirle que se marche.
Miró por encima de él hacia arriba, intentando ver a través del cristal que bloqueaba tan eficazmente la vista del hermoso interior de la casa.
–Tiene que marcharse.
Ignorándolo, continuó examinando el exterior de la casa más espectacular que había visto jamás.
–Debo insistir.
–¿Debe? –El instinto de Kate le gritaba que el guardia de seguridad mentía. Había alguien en aquella casa, podía sentirlo en los huesos.
–Señora, no quiero tener que usar la fuerza.
Eso la hizo volver a la realidad.
–Ponga un dedo sobre mí y lo demandaré hasta el fin del mundo, ¿entendido? –Se llevó las manos a la boca y gritó–: ¡Sé que estás ahí, Leander Liassidis! ¡Sal y deja de esconderte!
–Esta es su última oportunidad. Está allanando la propiedad. O se marcha voluntariamente o la llevo a su coche. Puedo darle indicaciones hasta la comisaría más cercana si quiere.
–Lo que quiero –respondió Kate, llevándose las manos a las caderas– es que su jefe deje de esconderse como un bebé llorón.
–Mason, déjala subir.
La mirada de Kate se movió hacia donde había retumbado aquella voz grave con marcado acento.
Allí, con las manos agarrando la barandilla de cristal oscuro, estaba Leander.
La sensación de triunfo superó su sorpresa ante su aparición, y no pudo resistirse a sacarle la lengua al guardia mientras pasaba junto a él. Moviéndose tan rápido como sus cortas piernas le permitían, temerosa de que el hombre al que habían enviado a buscar en una persecución inútil desapareciera tan repentinamente como había aparecido, Kate no estaba segura de si era el alivio o la furia la emoción más fuerte que la invadía. Al menos sus instintos funcionaban, así que eso era un punto a favor. Había sabido que Leander estaba allí desde el momento en que se bajó del coche. No sabía cómo, pero lo había sabido.
La parte superior del camino conducía a amplios escalones de mármol que se abrían en abanico, un lado llevaba al balcón y el otro a la casa misma. Leander había abierto una sección de la barandilla para ella, y pasó como una exhalación, más que lista para desahogarse con él. Pero todos los insultos que quería lanzarle se le atascaron en la lengua cuando se giró para enfrentarlo y se encontró con Leander vestido tan solo con un bañador negro ajustado. La toalla alrededor de su cuello apenas lo cubría.
–¡Vaya! –Kate se dio la vuelta, cerró los ojos con fuerza y los cubrió con una mano–. ¿Puedes ponerte algo de ropa?
–Si mi estado de desnudez te molesta, ya sabes el camino de vuelta a tu coche –dijo él con sarcasmo a su espalda.
–Llevo los últimos dos días intentando encontrarte. No me iré a ninguna parte sin ti y lo sabes, así que ponte algo de ropa antes de que vomite por todas partes.
Leander suspiró con fastidio.
–Puedes mirar. Ya estoy decente.
–¿Seguro?
–Las baldosas de aquí fuera costaron una fortuna. No quiero que las arruines con tu vómito.
Bajando la mano con cautela, Kate abrió los ojos y giró la cabeza solo para volver a cerrarlos inmediatamente. Lo único que él había hecho fue envolverse la toalla alrededor de la cintura.
–Eso no es estar decente.
–No sabía que eras una flor tan delicada.
–Solo cuando mis ojos están sangrando.
–¿Has viajado todo este camino para insultarme?
Aún de espaldas a él, Kate apretó el agarre de su pequeño bolso e imaginó que era su cuello.
–Leander, me mudo a Borneo en una semana y, como bien sabes, tengo un millón de cosas que hacer antes de irme, así que deja de hacer el tonto y ponte algo de ropa. Necesitarás ir vestido para el vuelo de vuelta a Grecia, así que, hazlo ahora o descubrirás que ni siquiera he empezado con los insultos.
Hubo un silencio breve pero cargado de tensión.
–¿Cómo decirlo…? No.
–¿A qué dices que no? –preguntó ella indignada.
Sintió como él se alejaba.
–A todo –respondió Leander–. No voy a ir a ninguna parte, así que ahórrate el esfuerzo. Vuelve a tu coche, regresa al aeropuerto, vuela a casa y empieza a hacer las maletas para tu nueva vida.
Furiosa, ella dio media vuelta.
Leander se había sentado en uno de los sofás exteriores en forma de L de color gris claro que rodeaban la piscina, con ambos brazos descansando perezosamente sobre el respaldo, una botella de cerveza en la mano y las largas piernas bronceadas estiradas. Se había puesto unas gafas de sol y tenía la mirada fija en el cielo, como si estuviera evaluando el tiempo. Si Kate pudiera controlar el clima, haría que le cayera una lluvia helada encima.
–Pues no me iré a ninguna parte sin ti. Le prometí a Helena y a ese hermano tuyo que te arrastraría de vuelta a Grecia y eso es lo que voy a hacer.
–Dile a ese hermano mío que volveré a Grecia como prometí antes de que termine la luna de miel, pero será cuando yo lo decida, así que vuela lejos, florecilla, y arruínale el día a otro.
–No. –Al ver una botella de cerveza sin abrir en un cubo con hielo sobre la mesa, Kate la tomó y quitó la tapa con los dientes.
–Bonito truco.
–¿Verdad? –Se dejó caer en el sofá más cercano al de él e imitó su pose, aunque mantuvo la mirada fija en su rostro–. Uno de mis hermanos me lo enseñó el día que cumplí dieciocho.
–Podrías ir a arruinarle el día a él en lugar de a mí.
–He arruinado muchos días a mis hermanos a lo largo de los años, lo que significa que tengo mucha práctica en molestar a los hombres, y ahora me voy a quedar aquí a molestarte hasta que cedas y vueles conmigo de vuelta a Grecia.
Su mandíbula se tensó, pero su voz grave mantuvo la calma que había tenido desde su llegada.
–Kate, vete a casa. No me voy a ir.
–Le prometí a Helena que te arrastraría de vuelta –repitió ella con terquedad–. Y, a diferencia de otros, yo no rompo mis promesas.
–Le dije a Leo que volvería antes de que terminara la luna de miel, y lo dije en serio.
–Sí, escuché el mensaje que le dejaste. ¡Qué suerte que lo oyera a tiempo para ocupar tu lugar! También le dijiste a Helena que la esperarías en el altar. Se lo prometiste.
La fuerte mandíbula de él se tensó de nuevo.
–Leonidas me sustituyó.
–Sí, y no está nada contento por tener que fingir ser tú, y Helena está preocupada de que abandone toda esta farsa antes de que termine la luna de miel. Y sabes lo que eso significa: si no está casada, tendrá que esperar dos años más para recibir su herencia, y necesita ese dinero ya.
–Leo no la abandonará. –Por fin apartó los ojos del cielo y volvió su mirada velada hacia ella–. Deberíais dejar de preocuparos. Volveré antes de que termine la luna de miel. No habrá ningún daño.
–¿Cómo puedes decir eso con cara seria? Tu hermano está furioso, tus padres están… –Negó con la cabeza–. En realidad, no sé qué piensan tus padres. Siguieron con la farsa, pero si te fijabas bien podías ver su desconcierto. Y en cuanto a Helena…
–Helena consiguió el matrimonio que quería.
–¡Con el hermano equivocado! Y él tampoco está nada contento. Tengo la sensación de que le gusta Helena tanto como yo te gusto a ti.
–¿Qué quieres decir con eso?
Ella rio.
–Vamos, Leander. No finjas. Sé que no te gusto y tú sabes que lo sé porque Helena me preguntó qué había hecho yo para ofenderte.
En los casi quince años que Kate y Helena habían sido amigas, Kate había oído hablar mucho de Leander Liassidis, pero las circunstancias habían hecho que, hasta que Kate voló a la isla griega de los Liassidis la semana anterior a la boda, nunca lo hubiera conocido. Había estado deseando conocer por fin al hombre del que Helena siempre había hablado tan bien, segura de que se llevarían bien, y durante los primeros días de su encuentro sus esperanzas se habían cumplido. Leander era tan divertido, sociable y encantador como su amiga había prometido. La quinta noche de su estancia, había llevado a las dos inglesas a Atenas para una noche de comida y baile en una discoteca exclusiva cerca de su apartamento ateniense. Kate lo había pasado genial, y cuando terminaron la noche en su apartamento, había estado más que feliz de que la fiesta continuara: los tres y un puñado de amigos de Leander bebiendo cócteles, tomando chupitos y bailando hasta el amanecer.
Era primera hora de la tarde cuando por fin arrastró su cuerpo con resaca fuera de la preciosa habitación de invitados donde se había desplomado –literalmente–, y aunque tenía que ser la peor resaca de su vida, seguía eufórica por la diversión que habían compartido. En muchos sentidos, había sido la celebración que ni siquiera sabía que deseaba, su oportunidad de festejar que estaba a solo unas semanas de comenzar su nueva vida y cumplir todos los sueños que había tenido desde que era una niña de siete años.
Prácticamente había entrado bailando en la cocina de Leander y lo encontró desplomado sobre la isla de la cocina, que era más grande que su cama. No recordaba exactamente qué había dicho, pero había hecho una broma sobre las resacas y, cuando él levantó la cabeza, algo destelló en su rostro antes de cerrar los ojos y decir con voz ronca, que hasta ese momento había sido cálida:
–Me duele la cabeza. Agradecería algo de silencio.
Aunque dolida por su inesperada frialdad, supuso que era la resaca hablando e intentó no tomárselo como algo personal, esperando que el Leander jovial reapareciera pronto. Y así fue. El Leander jovial había vuelto por completo antes de que regresaran a la isla…, pero no para Kate.
No la ignoraba exactamente, pero había algo frío, casi despectivo en su nueva actitud hacia ella. Le había molestado, pero solo cuando estaba tomando el sol junto a la piscina de los Liassidis la tarde siguiente, mientras Helena había ido a su habitación a buscar su cargador portátil, y Leander apareció en la terraza, le echó un vistazo y, sin decir palabra, dio media vuelta y se marchó, supo que realmente le había tomado antipatía.
Se lo había mencionado a Helena porque le preocupaba y temía haber hecho algo sin querer que lo hubiera ofendido. Si fuera así, se habría disculpado.
–Le dijiste a Helena que no tenías ningún problema conmigo, pero no soy estúpida, Leander. Y, francamente, ya ni siquiera me importan tus razones. Necesitas…
–No quería herir a Helena con la verdad, pero estaré encantado de decirte las razones por las que me desagradas –la interrumpió él, quitándose las gafas de sol y clavando sus ojos marrones en ella–. Eres como una abeja zumbando en mi oído. –Hizo un gesto brusco con los dedos y el pulgar para enfatizar e inclinándose hacia delante–. No sabes cuándo callarte y lo que sale de tu boca apenas vale el aire que gastas en expulsarlo. Es de suponer que conseguiste que alguien hiciera tus exámenes de veterinaria por ti, porque eres el vivo ejemplo de la rubia tonta de la que solía bromear la generación de nuestros padres.
Se puso en pie y, con el labio superior curvado en una mueca de desprecio, añadió:
–Dile a Helena y a mi hermano que volveré antes de que termine la luna de miel, como ya prometí. Ahora puedes marcharte de mi propiedad.
Leander aún sentía los latidos de su corazón mientras se duchaba. De todas las personas que podían enviar a buscarlo, ¿por qué ella?
Se limpió la espuma deseando borrar la expresión dolida de Kate.
Sabía que Leo enviaría a alguien. Su gemelo nunca había confiado en su palabra desde hacía catorce años. Sabía que si le decía que llovía él abriría una ventana para comprobarlo.
Así que no le extrañaba en absoluto que Leo enviara a alguien para exigir su regreso a Grecia. Había preparado a su personal. Permanecería aislado hasta tener la cabeza en orden y las emociones bajo control. Una semana bastaría.
Pero la habían enviado a ella.
¿Por qué se había descubierto? Si no hubiera sentido ese impulso de comprobar si la voz era suya, Kate se habría marchado sin saber que él se encontraba allí.
Esperaba que no se tomara a pecho sus crueles palabras, pero necesitaba deshacerse de ella.
Leander entró en la sala y sus planes se desvanecieron de golpe.
Kate estaba recostada en uno de sus sofás, concentrada en su teléfono.
–Aquí estás –dijo ella alegremente–. Empezaba a preguntarme si habías vuelto a huir.
–Te dije que te fueras.
–Ya le he enviado un mensaje a Helena. Le he prometido hacer todo lo posible para que vuelvas. Considérame tu huésped hasta que aceptes regresar.
–De ninguna manera.
–He dejado mi ropa en el avión, así que tendré que pedirte algo prestado…
–Esto está fuera de discusión. Tienes que marcharte.
–No puedo. He despedido al conductor.
–Llamaré a mi chófer.
–No me iré sin ti, Leander. A menos que planees echarme usando la fuerza, tendrás que aguantarme hasta que hagas lo correcto: volver a Grecia y sacar a Helena y Leo del lío en que los has metido.
–¿Cuántas veces tengo que decirte que volveré a Grecia antes de que termine la luna de miel?
Ella volvió su mirada al teléfono y deslizó el dedo por la pantalla.