Encuentro en Berlín, muerte en Ucrania - Pepe Ribas - E-Book

Encuentro en Berlín, muerte en Ucrania E-Book

Pepe Ribas

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Beschreibung

Ernesto Usabiaga es un joven activista chileno, hijo de una mujer torturada, que deja el país tras un desengaño profesional. Se instala en Berlín, la ciudad que le ofrece la posibilidad de iniciar una nueva vida y donde descubre la historia familiar oculta. Allí conoce a Maksim Kazantev, un cosaco ucraniano conectado con los oligarcas y los servicios secretos, del que Ernesto se enamora y que al mismo tiempo le atemoriza. Esta relación pasional será el comienzo de las semanas más convulsas, esclarecedoras y decisivas en las vidas de Ernesto y de Maksim; unas vidas que verán peligrar entre los hilos ocultos que trenzan los gaseoductos y las tramas de quienes los controlan. El tablero de ajedrez geopolítico del antiguo bloque soviético, el drama de los refugiados a causa de las guerras, el amor familiar y la búsqueda de la identidad individual y colectiva son los ejes de esta novela —a la vez trepidante historia de espionaje y viaje descarnado por los últimos cien años de la historia europea y sudamericana— que nos invita a recuperar la memoria y perseguir la reconciliación.

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I

 

 

 

Llevaba escrito en la camiseta el lema «EL ÚLTIMO TERRITORIO», para que el enlace lo identificase sin pérdida de tiempo. Ernesto Usabiaga miró a derecha e izquierda, la calle parecía tranquila. Era domingo, 8 de julio de 2007. Berlín, distrito de Mitte. Sacó el móvil del bolsillo y, antes de apagarlo, comprobó la hora. Faltaban cuatro minutos para las diez de la noche. En ese momento, una ráfaga de viento barrió los adoquines arremolinando latas, botellas vacías y restos de periódicos. El aire arrastró también algunos de sus remordimientos.

Había atravesado el pasadizo que da al patio interior de Rosenthaler 39 y recorría el callejón entre destartalados edificios de tres plantas cubiertas de grafitis y pasquines rotos. Avanzaba entre los transeúntes tratando de aparentar indiferencia cuando observó por el rabillo del ojo a una pareja de japoneses filmando. Por nada del mundo podía aparecer en el vídeo con la caja de bombones. Ernesto giró en redondo, retrocedió hasta la entrada y se fue calle abajo. Cuando estuvo frente a la vidriera del Starbucks Coffee, se detuvo para asegurarse de que ningún curioso lo acechaba. No tardó en ver a los japoneses grabando los maniquíes del escaparate de una tienda de moda, en la misma Rosenthaler.

Cruzó los dedos y respiró, no muy seguro de poder mantenerse frío y sereno mientras llevara el material encima. Era la hora y no se entretuvo. Al llegar a la plazoleta donde terminaba el patio interior, frente a la entrada del Esch Club, un hombre flaco, de tez morena, nariz ancha y pelo azabache, le colgó una bolsa del hombro sin mediar palabra. Ernesto subió los peldaños de la entrada del club y se encerró en el baño. Abrió la bolsa, contó los billetes y orinó tranquilo.

El hombre esperaba en la plazoleta entre las figuras de unos autómatas de diez metros de altura hechas de hierro forjado. Las estrambóticas esculturas eran el reclamo de la tienda de cómics de la planta superior del edificio. Como todo estaba en orden, Ernesto le entregó la falsa caja de bombones. El enlace, parecido a los de las anteriores entregas, se fue hacia la calle. Cuando lo perdió de vista, decidió tomarse una copa en el Esch Club.

Había acumulado mucha tensión desde que Stanislav le había dado el material y las instrucciones en una de las mesas de una terraza de Kurfürstendamm dos horas antes. El paquete, de poco más de un palmo de largo y medio de ancho, estaba envuelto con papel de regalo negro y un lazo rojo. Ernesto sabía que dentro iba un disco de memoria de gran capacidad.

Le había recalcado que estuviera atento como un zorro. No debía arriesgarse. Si se fijaban en él, debía fingir que estaba de paseo y desaparecer. Stanislav era el hombre enjuto, con cara de ratón y dos dientes de oro que había encriptado la información de Maksim en un disco duro. Del bolsillo de la cazadora extrajo, de mala gana, un papel con un número de móvil que depositó sobre la mesa, junto a la jarra de cerveza. Ernesto entrevió el estuche de una pistola y se turbó. Las armas le daban pavor.

—Cítalo a las diez en punto. Media hora antes le envías un mensaje de texto indicándole el lugar. Esta vez elígelo tú, próximo a Hackescher Markt. Ahí tienes la camiseta que debes ponerte.

Siempre que Stanislav le hablaba sentía una opresión en el pecho. No había forma de borrar de su expresión una amenaza latente, aunque sus ojos no dejaran de buscar piernas bonitas. Por la acera se aproximaba una belleza alta y exuberante, con minifalda roja y melena negra hasta la cintura.

Stanislav estaba algo bebido.

—Y ahora te largas.

Ernesto había parado un taxi antes de que el ruso abordara a la chica. Tenía poco tiempo para esconder en el paquete el lápiz de memoria que le había pasado Maksim, del que Stanislav, por supuesto, no sabía nada. Faltaban ochenta y cuatro minutos para la cita y esperaba encontrar la solución en un bazar turco abierto los domingos.

—Al ciento noventa y dos de Karl Marx Strasse, en Neukölln.

 

La entrega —la más peligrosa que había realizado, por la información que contenían el disco duro y el lápiz de memoria, según le había advertido Maksim— había concluido sin el menor contratiempo. Necesitaba una copa y decidió quedarse.

En el Esch, al fondo del salón, había una pequeña tarima que hacía de escenario. Un grupo interpretaba una pieza de psycho noise de baja intensidad. Quien tocaba el sintetizador, un músico rubio, casi albino, vestido de negro, que merodeaba por la tienda de vinilos donde Ernesto había trabajado, le lanzó una mirada que él devolvió con una media sonrisa.

El ambiente en tinieblas, solo iluminado por los focos y las velas que resaltaban las esculturas budistas que lo decoraban, más el humo de los porros y los cigarrillos, resultaba reconfortante. Ernesto se acercó a la barra y pidió una cerveza a la chica que la atendía, que no paraba de servir copas. La recordaba de cuando descubrió junto al club, tres días después de aterrizar en Berlín, el pequeño museo de Otto Weidt, quien había regentado una factoría de cepillos y escobas donde trabajaban judíos ciegos y sordomudos. La fábrica había sido declarada «empresa de utilidad pública» por orden del Ejército de Tierra del Tercer Reich.

Desde hacía diez años, Ernesto guardaba una foto del lugar, fechada a media contienda. Pero seguía sin saber qué hacía allí su abuela alemana, Inge Weide, vestida con el uniforme de la Cruz Roja o algo parecido, un misterio familiar que le intrigaba desde que esa imagen llegó a sus manos.

Ernesto Usabiaga era chileno, tenía treinta y dos años, y acababa de cerrar una misión comprometida que cumplía por lealtad a su amante y para ganarse un dinero que necesitaba para seguir viviendo en Berlín. Aunque Stanislav lo ignorase, el Esch, un club manejado por un colectivo radical que programaba actuaciones de artistas emergentes, era un lugar conocido. Ante cualquier emergencia no le habría resultado difícil esconderse en las carboneras abandonadas, donde Weidt había ocultado judíos, que no eran ni ciegos ni sordomudos, para salvarles la vida.

El paisaje, a pesar de que los mugrientos ventanales habían sido reparados hacía ya mucho, probablemente a los pocos años de la reunificación, había cambiado poco. Las deterioradas ventanas del cine Central, en la misma plazoleta que el club, las de la tienda de cómics y las de las naves colindantes seguían tal cual, pese a las bombas y a los años transcurridos. Aún así, el lugar parecía devastado.

Los músicos dejaron de tocar de improviso y se esfumaron por una puerta trasera que daba al patio contiguo, como si temieran un atentado inminente. Entre la confusión, el barullo de voces y las protestas del público, Ernesto se aproximó al pequeño escenario e hizo un gesto a las tres jovencitas que ocupaban un sofá reciclado en busca de un lugar donde sentarse. La que estaba en uno de los extremos se hizo a un lado. A Ernesto le divirtió su facha. Llevaba el pelo teñido de rojo, el flequillo en punta y un moñito redondo sobre cada oreja. Cuando se hubo acomodado con la bolsa oculta entre el almohadón y la rabadilla, la chica se inclinó hacia él y vomitó una ristra de improperios contra los músicos chiflados. A Ernesto se le escapó una carcajada.

La pieza del nuevo grupo que saltó a escena era algo así como el zumbido de un tren con sirenas, bombos y explosiones convenientemente mezcladas que producían un efecto hipnótico y desolador. Los músicos iban con rodilleras y brazaletes de cuero, y hacían sonar la batería a manotazos. Un cincuentón calvo y huesudo, sentado en un taburete alto, le pasó un porro. Ernesto dio unas caladas al ritmo de la percusión. Luego se lo pasó a la chica del pelo rojo, tomó la jarra de cerveza y se la acabó de un trago.

Era tarde, el antro se había llenado de jóvenes enloquecidos, llevaba miles de euros en la bolsa y Maksim Kazantev lo aguardaba en casa.

 

Tras introducir una moneda de un euro en una las ranuras, las gigantescas figuras del exterior, que representaban monstruos prehistóricos, movieron párpados, bocas, picos y patas chirriando. El chileno tuvo que esquivar a varios jóvenes bebidos o drogados, que transitaban por la zona a aquellas horas agradables del verano. Frente al museo de Otto Weidt, su mente hilvanó recuerdos. Se sintió culpable por descuidar la búsqueda de Inge Weide, su abuela, iniciada un año atrás. No tenía excusa, debía esforzarse en buscar a su familia alemana: telefonearía cuanto antes a Rose Hofmannsthal, la historiadora que coordinaba la red de memoriales de la resistencia alemana y con quien había establecido una buena amistad a los pocos meses de llegar a Berlín.

Traspasó el portal que daba acceso al patio interior y anduvo por Rosenthalerstrasse hasta la parada del tranvía de Hackescher Markt. Las putas que se pavoneaban por la acera lo abordaron con descaro. Lo altas que eran, sumado a una estilizada delgadez de barbies danzantes sobre tacones altos y puntiagudos, le despertó la curiosidad. Como el tranvía tardaba, paró un taxi de vuelta al sepulcro posmoderno de Prenzlauer Berg.

 

Maksim Kazantev le abrió la puerta del apartamento; iba descalzo, con un albornoz de astracán medio abierto cuya negrura contrastaba con la piel blanca y el color rojizo del vello del pecho. Tenía cuarenta y cuatro años, era un poco más alto y musculoso que Ernesto, con un cráneo perfecto y los cabellos rojos rasurados al uno. Colocó los billetes en la máquina de contar y, tras verificar que estaban todos y que la numeración era la correcta, introdujo el dinero en una caja fuerte, oculta tras la fotografía en blanco y negro de un tren humeante. A continuación, se sirvió un vaso de vodka.

—¿Introdujiste lo que te di, tal como te dije? —le preguntó mientras se sentaba en un sofá de cuero blanco.

—Sí.

—¿Te vio alguien? ¿Estás seguro de que no había cámaras?

—Por supuesto que no. Manipulé el paquete en el baño de un locutorio de Neukölln y nadie pudo verme.

Maksim se levantó para correr las cortinas de la cristalera que daba a la terraza. Luego se bebió otro vaso de vodka y le susurró al oído:

—Quiero que te pongas el traje que más me excita. Está en una bolsa de plástico oscuro en el primer cajón del armario.

Maksim sacó un gramo de coca de una caja de plata, que con cautela distribuyó en rayas sobre el cristal de la mesa baja. Volvió a llenarse el vaso y sirvió otro a Ernesto, que ya no veía con tan buenos ojos las noches de lujuria. Le agobiaban tanto sexo, tanto vicio y tanta locura. Por Maksim sentía una atracción obsesiva, a pesar de haber sido en Chile un joven reprimido por culpa de una educación severa, pero el ruso se estaba volviendo fetichista y Ernesto añoraba la sexualidad cariñosa que tanto le había ayudado, cuando se intercambiaban intimidades sobre sus vidas tan dispares. ¡Cuánto había crecido gracias a aquel hombre que había sido como un maestro!

Maksim debía comprender que la relación anduvo bien hasta que la coca empezó a hacer su trabajo. Aun así, en el baño, Ernesto se quitó la camiseta. Aunque aún no le hubiera pagado, según sus cálculos había ganado suficiente dinero como para despreocuparse del tema durante una buena temporada. Mas, por mucho que intentara alejarse, se sentía atrapado en una dependencia que le impedía concentrarse en asuntos en los que el ruso no estuviera involucrado. Se contempló en el espejo sin complejos y se vio esbelto. Se perdió en el vestidor. Tenía talento para los disfraces y las caladas de porro lo mantenían desinhibido. Reapareció enfundado en el traje de charol negro, con el látigo en la mano. Accionó las pantallas de plasma de los dos televisores y reguló los jadeos de las películas porno hasta un tono de duermevela. Cuando Maksim apagó las luces, el reflejo de las pantallas sumergió la habitación en el morbo escenográfico de una sala de operaciones.

—¡Aspira! —ordenó Maksim.

Atrapado por la pasión, el propósito de enmienda se vino abajo. Ernesto, con furia de arrabal, descorrió una larga cremallera y le ordenó insolente que se arrodillara junto a él. Maksim avanzó a cuatro patas con los ojos comidos por el deseo.

—Chúpamela hasta el fondo —exigió Ernesto. Maksim se aproximó a gatas balbuceando y Ernesto se dejó ir.

Un latigazo contra el suelo impuso el juego de la noche.

Concluido el ritual, abrazados en la bañera, Ernesto le dijo entre risas:

—El paquete que me entregó Stanislav llevaba un lazo, y se me ocurrió comprar una bola de adorno en un bazar turco, meter dentro el lápiz de memoria que me diste y pegarlo al lazo.

Maksim lanzó una carcajada con ojos sardónicos y le mordió suavemente la oreja.

—¡Un adorno turco!

Maksim se levantó y fue en busca de los albornoces.

—Está bien. Tu ingenio te da derecho a algo más de la paga acordada.

Desnudos bajo las sábanas, Maksim lo abrazó. Iba a repetirle que bajo ninguna circunstancia hablase con Stanislav sobre su encargo, pero decidió no volver a hacerlo. Le susurró que a la mañana siguiente iba a Uzhogorod en avión, una pequeña ciudad de los Cárpatos donde vivía su madre, y al cabo de un minuto se dio la vuelta y se durmió.

Ernesto no conseguía conciliar el sueño y empezó a sudar. La última mirada de Maksim lo había transportado a otro tiempo, cuando su padre se escapaba de casa a medianoche y él lo espiaba por la rendija de la puerta entreabierta de su habitación hasta oír el motor del ascensor. En aquella época, el adolescente no podía comprender por qué sus padres estaban siempre peleados. Durante la niñez y la adolescencia solo la abuela Aurora le había dado verdadero cariño. Una mujer casi anciana, que no era chilena sino española, que había sobrevivido a una guerra mítica y lejana y que vivía en Valparaíso.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. De vez en cuando se oía el motor de algún coche. Los reflejos de los faros barrían las paredes del apartamento, y el zumbido reverberaba en la noche de una ciudad que cultiva el silencio a cualquier hora. Con los ojos enrojecidos, Ernesto oyó la voz grave del padre revoloteando en su interior como si fuera el estribillo de una copla siniestra, recordándole que era su hijo y que debía dejar de condenarlo.

Sentado al borde del lecho con ojos de búho, empezó a emitir silbidos y a batir palmas con la esperanza de que Maksim dejara de lanzar bufidos. Nada. De un salto se puso en pie, fue hasta el sofá de la sala y apartó la ropa que había quedado desparramada. Se durmió al entrever, bajo los párpados, la silueta de Villa Angol, la apacible hacienda donde vivieron sus abuelos Usabiaga, junto al océano Pacífico. Las balconadas, las columnas clásicas del patio central, los arcos, la palmera, los muebles art déco y los escondrijos del jardín permanecían parapetados en su imaginación. Él había heredado parte de la hacienda y la casa de los guardeses. Con nostalgia, soñó que la reconstruía con la ayuda de Maksim, el primer hombre al que había querido.

 

A las seis de la mañana sonó el móvil de Maksim. Ernesto se despertó. Desde el salón se escuchaban palabras entrecortadas en ruso, entre exclamaciones inquietantes provenientes del dormitorio. Solo entendió dos palabras: «Kiev» y «general». Cuando colgó, Maksim fue hasta el sofá donde Ernesto trataba de dormirse de nuevo. La luz de la mañana se colaba entre las cortinas. Maksim, fuera de sí, lo agarró sin contemplaciones, lo puso bocabajo y lo penetró sin condón.

—Te doy una hora para evaporarte. Llévate todas tus cosas de esta casa. En una semana tienes que haber desaparecido de Alemania —le gritó con ojos desorbitados en cuanto se puso de pie.

—¿Qué?

Ernesto, perplejo, no sabía cómo calmar a aquel hombre que de repente había enloquecido.

—Stanislav te citará el viernes por la mañana en el hotel. Él te dará el código de la cuenta corriente del banco suizo donde abonarán tu paga. Nunca le digas que has medio vivido aquí. Nuestra relación ha terminado. Y ya sabes, si no quieres problemas mantén la boca cerrada para que no te piquen la lengua las avispas. —Y apostilló—: Jamás ha habido nada entre nosotros.

Maksim era temperamental, pero hasta la fecha jamás había demostrado semejante crueldad. ¿Cómo podía haber cambiado de actitud tan de repente? La llamada era el detonante. ¿Acaso había surgido algún problema con la entrega? Él había pasado el disco duro de Stanislav y ocultado discretamente el lápiz de memoria de Maksim. El problema quizá viniera de ese general de la llamada, o de Stanislav. Con los rusos nunca se aclara uno. Estaba aterrado por la posibilidad de que Stanislav hubiese descubierto lo que él había ocultado. Ernesto recogió sus cosas apresuradamente, sin conseguir apenas tragar saliva. En los minutos que le quedaban debía azuzar el ingenio en busca de un final distinto. No podía fallar.

Durante las dos últimas horas que pasaron juntos, Maksim se rindió entre abrazos.

—A quién coño le importa nuestra historia. Te voy a dar ahora el dinero por el trabajo de estos meses. Quizá no me alcance para pagarte la última entrega. Es mejor que Stanislav no te vuelva a ver en la vida. Si Stanislav intuye algo y lo cuenta, le volaré los sesos. Pero ocurra lo que ocurra, nunca me aborrezcas. Ya no soy el mismo y solo te pido tiempo. Soy un hombre casado, tengo tres hijos y una posición complicada.

—Quizá regrese a Chile. Aunque necesitaré más de una semana para poner en orden mis ideas.

Ernesto no pensaba regresar, y menos teniendo dinero y una promesa pendiente que cumplir en la capital de Alemania.

II

 

 

 

Ernesto salió abatido y con ideas paranoides del apartamento de Maksim. Echó a andar a paso vivo por Eberswalderstrasse en dirección a la parada del tranvía. Pero a medio camino cambió de idea. Se desvió para dejar la maleta en la cervecería de un amigo peruano por si necesitaba huir. Veía el espectro de Stanislav tras los troncos de los árboles de los solares abandonados y de la calle.

—¿Cómo estás? —quiso saber el peruano nada más verlo entrar por la puerta.

—Liado. Guárdame la valija un par de días, por favor. Poca ropa, libros, películas.

La voz de Ernesto resonó en el establecimiento.

—Toma algo, estoy solo. —El peruano levantó la maleta—. ¡Uf, pesa mucho! Espera que la meta en el sótano. —Volvió la cabeza para observarlo por el rabillo del ojo mientras la arrastraba—. ¿Te dejó la chica?

—Ahora no puedo contarte nada. Mañana recojo la valija, me acompañas a casa y vamos al cine.

El peruano se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Tanta premura tienes que no quieres tomar nada? Tu cara no miente: la chica te dejó. ¡Ah!, ahora que lo pienso, los martes libro.

Algunos fines de semana, antes de conocer a Maksim, Ernesto había trabajado de camarero en ese local. El peruano era un buen colega, pero en aquel momento no estaba para confidencias. Salió del establecimiento.

Solo llevaba una mochila colgada al hombro con su dinero, el portátil y lo esencial. Regresaba a la habitación alquilada desde hacía un año en casa del músico alemán Jürgen von Klüber, una habitación amplia y luminosa frente a los tilos y castaños que envuelven Landwehrkanal en uno de los cruces más bucólicos de Kreuzsberg. Afortunadamente, Stanislav no conocía la casa de Paul Lincke Ufer y lo situaría en la fonda turca en la que vivían licenciados recién llegados del Este, la que había sido su primera morada en la ciudad y se encontraba en la zona más poblada del barrio de Neukölln. Ernesto siempre se refería a ella, en tono jocoso, como el «off Estambul».

Maksim y Ernesto habían sido cautos y, desde el principio, ocultaron a Stanislav su historia. Tan solo habían coincidido en tres ocasiones por estrictos motivos laborales. Maksim nunca le presentó a ningún empleado de su oficina berlinesa ni a nadie más. Maksim tampoco quiso conocer a Jürgen von Klüber. Cada vez que Ernesto hablaba de él o de su música, Maksim simulaba no oírlo. No pensaba mezclarse con nadie en su presencia. Sin embargo, en más de una ocasión, lo había descubierto escuchando y grabando alguna de sus composiciones más conocidas. ¡Buena música, aunque algo rara!, murmuraba Maksim.

Jürgen sabía de la existencia de alguien en la vida de Ernesto que, además, le daba trabajo; pero no que fuera hombre ni que fuese eslavo. A Rose Hofmannsthal, la historiadora que lo ayudaba a buscar los rastros de su abuela alemana, tampoco le contó nada.

 

Ernesto se había detenido junto al puesto de bebidas donde había pedido un capuchino. No era posible compartir la confianza, los negocios y la cama con un hombre que dependía en todo momento de una organización. El reto consistía en cómo deshacerse de la fascinación vivida durante los últimos seis meses. La necesidad obsesiva de experimentar nuevos juegos era lo que más miedo le daba. Maksim le había enseñado a ejercitar su instinto sin prejuicios, pensaba que si no se ejerce dominio y posesión sobre el otro jamás se alcanza el vértigo del placer. Aún sonreía al rememorar los comentarios de Maksim ante las pinturas de Die Brucke y los diálogos picantes de los espectáculos de burlesque berlinés, unos comentarios que se prolongaban hasta el dormitorio.

—El compromiso entre dos hombres es complicidad y goce, jamás una atadura como las mujeres pretenden hacer a través de los hijos. Tampoco olvides que los celos son pasión, y que las pasiones mal llevadas suelen acabar en odio y venganza.

Maksim, pese a su excéntrica amoralidad, no era mala persona. En muchas ocasiones también se dejaba llevar por la grandilocuencia y el sentimentalismo eslavo. Era cosaco, y Ernesto conocía su pasión por los libros antiguos sobre el tema. Pero ignoraba que no era ruso sino ucraniano y que se había involucrado de forma clandestina en una organización cosaca tras el estallido de la Revolución Naranja ucraniana. Antes de las elecciones presidenciales de 2004, el entonces candidato Víktor Yúshchenko sufrió una extraña enfermedad. Maksim Kazantev fue uno de los primeros en sospechar y convenció a Yúshchenko para que, sin pérdida de tiempo, ingresara en un hospital de Viena. Allí descubrieron que el mal provenía de un envenenamiento por dioxinas que le desfiguró la cara y diezmó su fortaleza. Viajó a Viena y consiguieron salvarlo de una muerte segura. Pese a ello, y con esfuerzo, se presentó a las elecciones y pasó a la segunda vuelta: la del archiconocido fraude electoral, cuando el pueblo de Kiev se congregó pacíficamente en la plaza de la Independencia e inició la Revolución Naranja en favor de las libertades en Ucrania, contra el fraude y la asfixiante corrupción sistémica. Tras intensas negociaciones, hubo una nueva votación. Víktor Yúshchenko, en coalición con Yulia Timoshenko, ganó frente al rusófilo Víktor Yanukóvich. Maksim Kazantev era de los que creía que tras el envenenamiento de Yúshchenko y el fraude electoral estaba Putin, el nuevo zar.

 

Sentado en un banco de la calle, mirando a derecha e izquierda, decidió que tiraría la tarjeta del móvil a un váter público tras salvar la información importante. Faltaban nueve minutos para la llegada del tranvía. Por supuesto, cambiaría de número. Stanislav no podría localizarlo y Maksim, en cuanto se le hubiera pasado el mal trago, podía encontrarlo en el teléfono fijo de casa de Jürgen von Klüber o a través del e-mail. Disponer de una cierta cantidad de dinero tras años de penuria le dio aplomo. Se levantó y decidió caminar unos minutos. Las desordenadas cábalas de Ernesto se diluyeron en la neblina berlinesa de aquel mediodía de julio. No corría viento ni parecía que fuese a llover. La atmósfera pesaba. Se detuvo un instante para mirar dónde ponía el pie. La acera estaba llena de losas rotas y hundidas.

Dio un rodeo hacia otra parada del M10 y pasó por delante de Mauer Park. Rose Hofmannsthal, la historiadora que tanto le había ayudado a sobrellevar la cotidianidad berlinesa hasta que conoció a Maksim, y que también le había puesto en contacto con Jürgen von Klüber, le contó que, tiempo atrás, en aquel lugar había ocurrido una tragedia. Los hechos salieron a relucir cuando, tras deambular por los puestos al aire libre una tarde de mercadillo dominical, se sentaron en la hierba del parque entre teclados improvisados y gente que bailaba. La historia de la que le hablaba era la de una anciana de Berlín Este que se lanzó desde el balcón de un cuarto piso tratando de alcanzar el otro lado del muro. Al verla asomada al balcón, y a punto de tirarse, los jóvenes del Oeste extendieron una tela elástica para evitar el impacto. Sin embargo, la vieja erró en el impulso y fue a estrellarse contra el suelo del mismo lado. Los guardias retiraron sus restos en el acto y una tanqueta de agua limpió la sangre del suelo. Al otro lado se produjo un gran revuelo; pusieron velas, flores, y cantaron canciones de John Lennon.

Se entretuvo en el pequeño descampado que solo había visto desde el lado opuesto de la calle. Aún quedaba una parte del muro y un tablón con fotografías de la ciudad dividida. Al observar los balcones de las fotos, una certeza lo atravesó como un rayo: Maksim jamás lo empujaría al vacío desde su terraza.

 

La terraza de Maksim había cobrado vida en cuanto la primavera despejó los hielos. Ernesto y él pasaban horas tendidos apaciblemente al sol en tumbonas de diseño, observando los brotes de los castaños de la calle o cuidando las jardineras de la terraza. Una tarde, Maksim llegó del despacho de un humor excelente. Ernesto le confesó sin vehemencia y como de pasada, para no provocar rechazo, que estaba harto de mover vinilos en un almacén húmedo y oscuro, y que la precariedad económica le impedía estudiar cine y dar con el rastro de su abuela alemana. Maksim le preguntó entonces acerca de su pasado profesional. Con desgana, fue revelándole las vicisitudes de Manjares, la publicación radical en defensa del medio ambiente que había fundado en Chile con su mejor amigo, Leandro Aparicio, y el boicot publicitario al cual se había visto sometida por parte de las empresas del cobre y del vino, que despreciaban su empeño en señalar a los responsables de que Chile siguiera siendo un espejismo.

—Finalmente, mi amigo se cansó, me dejó solo y tuve que cerrarla.

A Ernesto se le había nublado la vista.

—¿Deudas? —preguntó Maksim escuetamente y mirándolo a los ojos.

—Aún debo cinco mil euros. Pero lo peor vino luego. No puedes imaginar mi desesperación los días que pasé vagando por redacciones y casas de conocidos en busca de un trabajo. Mis colegas me despreciaban por publicar los escándalos financieros de las multinacionales de la energía que todos conocían.

Maksim se quedó pensativo. En su país también la prensa estaba amordazada.

—Como ya no creo que la política o el periodismo puedan cambiar nada, aprovecho la distancia que me da estar en Europa para pensar qué voy a hacer con mi vida.

—¿Por qué tienes tanta obsesión por la lectura?

Ante esa súbita pregunta, Ernesto se levantó sonriente para decirle:

—Te revuelve, te da vida; trastoca los puntos de vista heredados; une el pasado con el futuro, salva la memoria… —Ernesto tomó aire y declamó en tono de mofa— y te mete en asuntos ajenos que te ayudan a cosechar lo propio.

A continuación, bajó la cabeza, extendiendo los brazos en busca de un caluroso aplauso. Necesitaba un poco de humor. Revolver la historia de Manjares lo sacaba de quicio.

—Te voy a hacer un regalo. La jauría, de Émile Zola. La leí en fotocopia en Moscú en mi etapa estudiantil. Zola explica la vida de un especulador insaciable que transforma las piedras de las nuevas edificaciones de los bulevares en oro, en el París del siglo XIX.

Cuando Maksim le preguntó por la familia, Ernesto, sentado junto a él, le contó la historia de su madre. Y, tras la explicación, sentenció:

—Mi mamá se muestra impasible ante cualquier acontecimiento, habla poco y nunca cuestiona nada. Nunca —remarcó—. Desmoraliza, porque no hay forma de sacarla del letargo mental. Está permanentemente deprimida.

Miró el cielo a través de la ventana.

—… Y mi padre, mi padre siempre fue un emprendedor. Algo fuerte tuvo que pasar en su matrimonio durante los dos últimos años que estuvieron juntos. Ninguno de los dos me ha contado nada. Mi madre fue cayendo en un pozo negro y mi padre vive casi todo el tiempo en San Benito, California, muy metido en su bodega y elaborando buenos vinos.

Días después, tras un viaje de negocios de Maksim por el Cáucaso, Ernesto se explayó con relatos del Liceo Alemán del Verbo Divino, de Bellavista, y de la Ponti, la Universidad Católica. Pero siempre que hablaba de ello, volvía una y otra vez a Villa Angol, la casa de sus abuelos en Valparaíso.

Una noche de nieve, a principios de marzo, Ernesto le contó la promesa que le hizo a su abuela Aurora días antes de que muriera. Y le enseñó la famosa foto con la que la abuela paterna le había descubierto a la abuela materna. Cuando nombraba a su abuela de Valparaíso, transmitía una energía contagiosa.

—¡Qué diferente fue mi infancia! —Maksim se acurrucó sobre el pecho del chileno tiernamente—. Disciplina, juguetes de madera, colas, prohibiciones, miedo…, mucho miedo a la autoridad, y, sobre todo, terror al confidente. —Y, alzando la cabeza en busca de sus ojos, le confesó que, en la mili, un superior lo violó—. Nunca se lo he contado a nadie; por favor, no hagas preguntas.

Las vidas de las abuelas europeas de Ernesto despertaban en Maksim urgencia por hurgar en su propio pasado y por conocer a su madre biológica, de quien nada sabía.

—Imagínate que sí, que está viva, búscala y no tengas miedo —le repetía entonces Ernesto. En esos momentos, Maksim lo miraba embobado, con una alegría interior desconocida, e incluso se olvidaba del juramento de no hurgar en el pasado que le había hecho a su padre poco antes de su muerte. Y lo más curioso es que Maksim la buscó y a principios de abril la encontró.

Una mañana fría pero soleada, mientras asaba en la barbacoa de la terraza un pescado del Báltico para Ernesto, Maksim le propuso un trabajo temporal bien remunerado dentro de su organización.

—Antes de darte el trabajo te presentaré a Stanislav Bromsky, pues será él quien te haga los encargos —le advirtió Maksim—. Pero jamás le insinúes que existe un lazo entre tú y yo. En nuestro trabajo no se tolera.

Maksim le contó que Stanislav, de origen tártaro, había nacido en Atyrau, al oeste de Kazajistán, adonde fue a parar su familia, deportada por decreto de Stalin; que en la actualidad era ciudadano de la República Autónoma de Crimea, en el extremo sur de Ucrania, y que era un programador informático muy reconocido. Pero le ocultó la labor que ambos desempeñaban en los servicios secretos ucranianos. Sin embargo, una noche, poco tiempo después, Maksim le reveló que Stanislav era un razvedchiki cibernético, algo así como un hacker tártaro encargado de explorar territorio enemigo por encargo de algún Estado. Y Ernesto se lo imaginó como si fuera un sicario cibernético.

Cuando Maksim estaba de viaje, Ernesto trataba de evitar los tiempos muertos que una existencia sin normas ni rutinas podía producir, cuidando tres matas de margaritas que había plantado en el alféizar interior de la ventana de la cocina. Como era invierno y no crecían, compró lámparas especiales de las que se usan con las plantas de marihuana. También paseaba por las calles desnudas de Berlín, cuyo paisaje, sin el verdor de la vegetación, con frío y panza de burro en el cielo, mostraba las heridas de la guerra con una autenticidad perturbadora.

 

La mañana en que regresó a la habitación de Paul Lincke Ufer decidió que no podía perderse en vaguedades. Debía ocultar el dinero en un lugar seguro de la casa y mandar cinco mil euros a Chile para saldar sus deudas con Leandro Aparicio. También pretendía ponerse en contacto con su madre o con Herminia. Hacía más de un mes que no atendían al teléfono y el crudo invierno chileno, tras los problemas de salud padecidos los años anteriores, era una amenaza que podía dañar de forma irreversible los pulmones de su madre.

Eva Ramírez, separada definitivamente del padre de Ernesto hacía catorce años, compartía con Herminia Wojkiewicz una casita de una planta rodeada de un pequeño jardín en el apacible barrio de Bellavista. Ambas eran amigas desde el orfanato católico al que fueron a parar de muy crías. Los años en que la salud se lo permitía, su madre daba clases de literatura alemana en una escuela de Santiago a cambio de una paga escasa. Desde que Ernesto estaba en Europa, también vivía del alquiler del apartamento de Providencia, donde Ernesto había vivido los últimos años de universidad y tuvo su sede la revista. Su madre era una mujer abatida, que se mostraba casi siempre ajena, en un infinito brumoso. Pocas veces daba su opinión sobre algo, y cuando hablaba de literatura lo hacía como si hubiera olvidado lo mucho que había leído.

¿Cuándo oyó decir por vez primera que su madre había estado en una celda de castigo?

De lo que no cabía duda era de que su madre, tras el golpe de Estado, había caído presa y había sido torturada. El padre de Ernesto, un joven oficial del Ejército chileno, fue quien finalmente la interrogó. Lo que no estaba claro, como en más de una ocasión le había sugerido su buen amigo Leandro Aparicio, era si su padre, además de interrogarla, también la había violado.

Ernesto Usabiaga seguía sin saber qué había de verdad en aquello y por qué su madre ocultaba la existencia de Inge Weide (su abuela). En las sobremesas familiares nunca habían hablado seriamente de casi nada. El misterio predisponía a un sinfín de conjeturas y él había ido a Berlín en busca de pistas que pudieran ayudar a desvelarlas. Pero la obsesión que ahora torturaba a Ernesto se llamaba Stanislav. Cuanto más pensaba en él, más miedo sentía.

Stanislav era un tipo frío y calculador, un sádico de labios finos, ojos negros, carrillos chupados, tez oscura y cuerpo espigado que, mientras se tocaba el bolsillo donde llevaba la pistola, decía que la sumisión da dinero y la traición se paga con la vida. Ernesto tenía claro que Stanislav, que desconocía la piedad y los escrúpulos, mostraba la crueldad del resentido en cada uno de sus actos, y daba por supuesto que Stanislav sí sería capaz de recurrir al veneno o empujarlo al vacío desde cualquier precipicio para deshacerse de él.

A medida que avanzaba en dirección a la casa de Paul Lincke Ufer, veía con mayor claridad las tácticas de Stanislav para tenerlo controlado. Por el contrario, pese a no conocer el contenido de lo que entregaba, Ernesto llevaba la cuenta de los pases. Y se acordaba de algunos de los teléfonos de los contactos, que hablaban un pésimo alemán con fuerte acento eslavo. Podía recordar rostros, direcciones, fechas. Ernesto también conocía el hotel donde se hospedaba Stanislav cuando viajaba a Berlín: el Hyatt, de Potsdamer Platz.

La noche en que Maksim se lo presentó, cenaron en la terraza de la Cantina Degli Angeli, en Bergmannstrasse, bebieron mucho vino y el interrogatorio al que le sometió Stanislav fue implacable. Ernesto tuvo el acierto de parecer corto de miras y no habló de la revista. Consiguió ser cauto con una naturalidad que a él mismo lo dejó perplejo. Luego pensó que sus abuelos le habían enseñado a afrontar las situaciones difíciles desde pequeño y que había recibido una educación esmerada. Pese a encontrase a miles de kilómetros pisoteando lo que tanto le habían enseñado, conocía las reglas y necesitaba el trabajo. Pasó la prueba.

Ernesto recordaba como si la oyera de nuevo la intimidad que le contó sin venir a cuento, tras el quinto vaso de vodka, mientras Maksim estaba en el baño: «El sexo hay que practicarlo con las profesionales que mejor se entreguen. Si alguna te atrapa, nada de cuelgues. Una mejor te espera en Internet o en la habitación de un hotel. Y en ciertos hoteles hasta tienen mazmorra». E hizo un gesto con el puño mientras con la otra mano simulaba una vagina y se le iluminaba el rostro.

La única ocasión en que establecieron cierta intimidad real fue tras la cuarta entrega, cuando Stanislav puso a prueba su hombría. Una tarde lo citó en la suite del Hyatt, donde aguardaban una travesti colombiana y una chica de Tallin, ataviadas con lencería extrema. Ernesto mantuvo relaciones con esta última, que, en un momento dado, dejó escapar una advertencia contra Stanislav en un susurro, mientras hacía como si le lamiera la oreja. «No es ruso, es cruel, mitad checheno, mitad kazajo». Dedujo que la chica no era una profesional de agencia ni de la calle, sino más bien una mujer desesperada. Aparentó no oírla e hicieron el amor. En algún momento, Stanislav abrió un armario y Ernesto reconoció al instante varios discos duros, aparatos electrónicos, cables de ordenador y dos pistolas entre látigos, trajes de látex y juguetes sexuales.

Al volver a casa, dudó sobre la conveniencia de informar o no a Maksim de la juerga. Decidió que era mejor no hacerlo.

 

El tranvía era el transporte más directo para ir a Kreuzberg. A medio camino, reconoció las enormes lagartijas verdes pintadas en las paredes lisas de los bloques de viviendas de Bersarin Platz, en el barrio de Friedrischshain. Había acompañado varias veces a Jürgen hasta aquella plaza, que era puro Este. Iban a Dense, una de las tiendas de vinilos en las que Jürgen hablaba de otros músicos con el chico que atendía, además de escuchar novedades, el mismo lugar donde Ernesto descubrió por su cuenta a un compatriota, un músico de renombre, Ricardo Villalobos. Días después consiguió entrevistar al músico chileno para el fanzine de unos amigos en Santiago. Escribir siempre le aligeraba la existencia.

El sonido constante de las ruedas del tranvía deslizándose suavemente lo transportó, de nuevo, ante la chica más guapa de la pensión turca de Karl-Marx Strasse, el lugar donde se había hospedado en Berlín al llegar de Girona, el 19 de abril de 2006, con heridas en la sien y en la mandíbula, sin ninguna perspectiva de futuro y muy desorientado.

Los turcos que regentaban la pensión eran rudos, apenas hablaban alemán y no sabían dónde estaba Chile. Era una familia muy numerosa y ninguno dirigía la palabra a los huéspedes, solo gesticulaban entre ellos e iban a lo suyo. Un barbudo moreno con una barriga prominente, que siempre llevaba un periódico en la mano y vestía chilaba, exigía a diario el pago de la habitación mediante un brusco movimiento de mano, el ceño fruncido y la mata de pelo de las cejas erizada. A cualquier hora, el pasillo olía a guisos y a especias. Y por las noches, las mujeres, tocadas por velos de vivos colores y una especie de batas floreadas que en algunos casos llegaban al suelo, devoraban las series de los canales turcos en la cocina, al fondo del área prohibida a los clientes. Mientras, los hombres jugaban a las cartas o al backgammon y fumaban shisha en una sala contigua, donde cualquiera de ellos se echaba a dormir cuando más le apetecía.

En la pensión solían alojarse emigrantes recién llegados de países del Este y de las antiguas repúblicas soviéticas, que observaban de reojo a las jóvenes turcas. Algunas repelían las insinuaciones con miradas de recelo y amenaza, huyendo por el pasillo para esconderse en el laberinto de habitaciones privadas antes de reaparecer cubiertas con capas oscuras. Otras parecían encantadas y hubieran seguido la juerga a no ser por los gestos, casi violentos, de sus hermanos. En los dos meses que Ernesto vivió en la fonda nunca llegó a saber el número de habitaciones ni su disposición. Alquilaban cuatro que daban al jardín abandonado de la parte trasera del edificio. Los árboles y las ventanas transformaban lo lúgubre en decente y luminoso.

Ernesto solo se relacionó con una de las chicas, la más esbelta, la que menos hablaba y siempre leía. Los movimientos pausados y la voz clara de la joven contrastaban con los gestos y los vozarrones del resto de la comunidad.

La cuarta mañana de estancia en Berlín quedó sellada la complicidad entre ellos.

Ernesto ya había dado con el callejón del museo de Otto Weidt y se encontraba algo más animado. Fue entonces cuando chocó con Nazand en el rellano de la escalera de la pensión. La chica lo miró fijamente antes de cubrirse la cabeza con un velo celeste; sus ojos saltones, de un verde que intimidaba, habían advertido las magulladuras, aún visibles, en la cara de Ernesto.

—Soy Nazand— le dijo de frente, y extendió la mano con delicadeza.

Irradiaba paz. Aquella noche intimaron en el cibercafé contiguo al portal de la pensión. En Berlín, una mujer de otro mundo se había dado cuenta de la angustia que lo carcomía por dentro.

—Eran tres, iban encapuchados y me cosieron a palos en un parque público de Girona. No los conocía de nada.

—¿Te robaron?

—No, no. No se trataba de eso. Pero ahora ya no estoy en Girona, estoy aquí, y necesito un trabajo. Tampoco puedo regresar a Chile, mi país. Allá soy un apestado y nadie me acogería.

Por mucho que llevase la cabeza cubierta y mantuviese el decoro, los turcos que llenaban el local observaban inquietos cómo una de las suyas coqueteaba con un extranjero. Nazand era diferente a las demás musulmanas de la pensión por algo más que su belleza y el clan al que pertenecía. Ninguno de aquellos hombres se atrevía a intimidarla como hacían con las otras. Ernesto percibía cuchicheos a su alrededor, pero mantuvo la compostura, midiendo la sonrisa y los gestos en todo momento por temor a las costumbres musulmanas.

Un día, Nazand descubrió cómo entrar en la habitación de Ernesto sin ser descubierta. Por ahí se coló una intimidad que Ernesto necesitaba tras los trances en los que se había visto envuelto.

Nazand le contó la historia de un pueblo perdido en un lago rodeado de flores, próximo a la frontera norte de Irak, y la de un muchacho a quien iban a ejecutar. Por lo visto, el muchacho pensaba emigrar a Alemania para casarse con ella antes de que lo detuvieran. Nazand también le contó cómo el nacionalismo turco segaba al pueblo kurdo atrapado en Turquía. Lo hizo con frialdad y sin sentimentalismo. Ernesto supo entonces que muchos turcos de Berlín eran exiliados kurdos.

—Me gustaría ir a la universidad. Estudiar Derecho o Medicina, ayudar a los míos. Aunque lo que más me tienta es la Historia —afirmaba Nazand mientras repasaba los títulos de los libros y películas que Ernesto amontonaba en la estantería. Cogió un libro de Rilke.

—¿Te gusta la poesía? –le preguntó él, seducido por una candidez que hasta entonces no había visto en Europa.

Ambos permanecían acurrucados, contemplando la luna a través de la ventana abierta de la habitación, sin rozarse.

—Aún no sé lo suficiente. Leo y releo a Evdilê Gorani, y en voz alta repito las historias que más les gustan a mis dos hermanos pequeños.

Una noche, Nazand entró desesperada en la habitación de Ernesto. Sus padres habían muerto a causa de una bomba turca que explotó en la casa familiar. Entre sollozos, le contó que su familia pertenecía a la guerrilla kurda.

Ernesto recordaba la noche en que le dijo que había encontrado una habitación confortable en casa de un músico alemán, al otro lado del canal, en Paul Lincke Ufer. También que el alemán le había propuesto un trabajo en un almacén de vinilos.

Ernesto pensaba aquel domingo de paranoia que la joven kurda, a quien no había vuelto a ver, podría recordar las señas de su nueva casa y, sin intención de hacer daño, ponerlo en peligro al dárselas a Stanislav, o a cualquier ruso que se lo preguntara.

La mañana en que Jürgen fue a buscarlo en su camioneta para conducirlo a la nueva casa, Nazand, antes de ayudar con los bultos y saludar al alemán con la misma exquisitez que guardaba con él, les ofreció una infusión con sabor a anís. Jürgen, impresionado por la dulzura de la muchacha, o con ganas de saciar su ego, le dio una tarjeta, además de invitarla a un concierto en la Kleiner Saal del Konzerthaus, mientras le explicaba lo buen músico que era, con una oratoria ordenada entre entusiastas acotaciones. La muchacha asistió al concierto.

Ernesto no había vuelto a Karl-Marx Strasse. Un año después se veía obligado a hacerlo con urgencia, reprochándose no haber prestado más atención a aquel otro susurro inocente. Quién sabe si tras él estaba la dicha.

III

 

 

 

A las siete de la mañana, Ernesto abrió de par en par los ojos. La habitación se le apareció como en sueños. Llevaba cuatro noches durmiendo en casa de Jürgen. El músico seguía de gira en Estados Unidos. Los rayos de sol se colaban tenues a través de la cortina del ventanal. Lo deleitaban el aroma y la frescura que desprendían los castaños empapados por la llovizna caída durante la noche. Encendió un cigarrillo y apoyó la espalda en la almohada. Cuando en Santiago trabajaba en la revista, jamás se habría imaginado vivir sin rendir tributos ni temer las habladurías.

Permaneció recostado un buen rato, contemplando la estancia; el armario, la mesa de trabajo, el sofá, el espejo, los libros de historia europea del siglo XX ordenados por temas, junto a los DVDS de los documentales que consideraba indispensables. Se fijó en la reproducción de una pintura neoexpresionista que colgaba de la pared, una inquietante obra de Rainer Fetting en la cual aparecían seis figuras desesperadas, con el agua hasta la cintura.

Luego saltó de la cama desnudo y se plantó ante el espejo. Inconscientemente, se recogió la cabellera hacia arriba, dejando las orejas a la vista. Estaba convencido de que Maksim reaparecería. En numerosas ocasiones le había confesado, medio en broma, que jamás hombre alguno le había despertado tanto deseo. Ernesto, al recordar este tipo de halagos, sentía un ansia irresistible. Pero tenía que rehacer su existencia en Kreuzberg. En cuanto se sentía culpable por haber aceptado aquel cuerpo pelirrojo y potente y aquel trabajo secreto, bajaba volando la escalera, subía a la bicicleta y pedaleaba por la senda de tierra que bordea el canal bajo las sombras de una vegetación espesa hasta un prado donde leía al sol alguno de los libros que Rose le había recomendado. Cuando las lecturas sobre la Segunda Guerra Mundial lo agobiaban, se iba a comer una pizza a la terraza de una trattoria que estaba abierta a todas horas, punto de encuentro de pacíficos marihuaneros. La algarabía proveniente de las mesas del exterior, siempre llenas, oxigenaba sus preocupaciones. Una graciosa camarera argentina, algo rellenita, le servía una pizza sin tener que esperar la media hora de rigor. Se llamaba Graciela y, en cuanto podía, se sentaba frente a él y le contaba peripecias de su compañía de teatro experimental, aprovechando que Ernesto siempre iba a comer a las horas en que había menos gente.

El martes, tras recoger la maleta e ir al cine con el peruano, cenaron juntos en la trattoria y luego Ernesto aguardó hasta el cierre sentado en el puente del canal. Graciela le propuso ir a un local bohemio de Weserstrasse. En cuanto entraron en el bar vio el cartel que colgaba al otro lado de la barra: «Congratulations, You just left the hetero-normative sector». El agradable murmullo de las conversaciones traspasaba las bocanadas de humo. Graciela y Ernesto intercambiaron desordenadamente retazos de sus vidas. Acabó durmiendo con Graciela; Ernesto estaba decidido a probar con las mujeres. Por mucho que hubiera vivido una historia homosexual mantenía sus dudas. ¿Buscaba apoyo masculino por falta de padre, placer con hombres o ambas cosas a la vez? Se citaron para otro día, pero estaba claro que, en cualquier caso, Graciela no era la mujer de su vida.

De nuevo en casa, Ernesto comenzó a escribir un correo a Leandro Aparicio en el que le anunciaba el envío por correo postal del dinero que le adeudaba por la revista y la intención de quedarse un año más en Berlín para estudiar cine documental.

En septiembre de 2005, Leandro había abandonado la pasión por el riesgo, las artes y los asuntos de la revista en favor de la familia y un trabajo bien remunerado. Ernesto, antes de echar el cierre, había denunciado en un artículo el pago de comisiones ilegales a políticos por parte de una multinacional eléctrica, gestionada por un tío de Leandro. Con la excusa de la construcción de una inmensa presa para la producción de energía eléctrica, las trasnacionales se apropiaron de una buena porción de territorio mapuche e inundaron territorios que los mapuches consideraban sagrados. Desde entonces, su antiguo colega había tenido otro hijo y él había experimentado en Europa dos aventuras en las antípodas de lo que se suponía que debía ser su vida. Ernesto había roto con casi todo sin saber aún en qué clase de persona se estaba convirtiendo.

Continuó escribiendo: «Querido Leandro. He ganado mucha plata traficando secretos al servicio de un ruso que ha sido mi amante. Un amante que me ha enseñado a dinamitar el mundo heredado. No sabes, Leandro, lo mucho que he aprendido y lo apasionante que resulta ponerse un antifaz y perder el pudor. Con imaginación, la angustia a la que la costumbre te condena se desvanece e inventas un nuevo principado, sin más reglas que las que exige la sensación». Borró el comentario del email, pero le dio un ataque de risa al imaginar el susto que se habría llevado su amigo al leer la crónica de su historia con el ruso.

A continuación se masturbó, recreando en su imaginación escenas que había vivido con Maksim.

 

Pasó la tarde del viernes buscando en Google bibliografía sobre el periodo entre el fin de la Primera Guerra Mundial y 1948. Cuando miró el reloj y se dio cuenta de la hora maldijo la pantalla del ordenador: Rosa Luxemburg Platz estaba a media hora en metro. Se le había pasado la sesión de tarde del cine Babylon y no llegaba a Katyn, de Andrzej Wajda. Decidió entonces leer Historia de un alemán, de Sebastian Haffner, en un chiringuito bajo los tilos, junto al canal Landwehr. En algún momento abandonó la lectura para llamar a Montse Campins, que dirigía un espacio de arte experimental en Girona y estaba al corriente de sus peripecias con el hombre que lo había traído a Europa. Durante los tres meses que Ernesto pasó en la pequeña ciudad catalana, Montse y él se habían hecho amigos y fue ella quien le prestó los dos mil euros con los que pudo huir a Berlín. Serían las nueve de la noche cuando en el Centre d’Art Sant Dionís le comunicaron que Montse estaba en Bogotá montando una exposición.

Más tarde, Ernesto se acercó al barrio gay de Berlín Oeste, que no conocía. Al salir de la estación de metro, durante un buen rato consideró qué hacer, mientras contemplaba embobado los coches y autobuses. Las calles arboladas que circundan los alrededores de Nollendorf Platz estaban en penumbra. A los berlineses les gusta contemplar las estrellas con cielo despejado. Al final, decidió cenar en la terraza de un apacible restaurante paquistaní, en Maassenstrasse. Luego disfrutó como un niño de los sabores de un helado en el café Berio y deambuló por Motzstrasse, observando de soslayo los escaparates de correajes, prendas y juguetes sexuales hasta que se encontró en un antro lleno de hombres rapados, en Martin Lutherstrasse.

La mayoría de los tipos vestía pantalones de cuero negro ajustados y llamativas camisetas naranjas, rojas, amarillas. Algunos llevaban cinturones, piercings y pulseras de remaches. Casi todos permanecían expectantes y algunos deambulaban de un extremo a otro bebiendo cerveza, olisqueándose entre sonrisas fingidas y provocando roces como gatos en celo. Ernesto escuchaba los acelerados latidos de su corazón, así como los pasos de las botas militares y de los botines puntiagudos que se perdían entre los escalones ruinosos que bajaban a la caverna. La tensión casi se respiraba. Con la boca reseca, un ligero escozor en los ojos y sin saber si se atrevería a bajar, se fijó en un cuarentón alto y robusto que no llevaba camiseta. Aunque rapado, tenía una franja de pelo rasurado en medio de la calva; los ojos cenizos resultaban abrasivos y en las facciones arias bien proporcionadas se dibujaban las huellas del alcohol.

El hombre se plantó delante de él acariciándose el labio superior con la lengua hasta que se quedó rígido como una esfinge presumiendo de abdomen musculoso. Junto a ellos, una pareja se restregaba obscenamente los pezones y las nalgas con una expresión en el rostro de las que uno no olvida. Ernesto rechazó el flirteo por culpa de un repentino temblor en las piernas y se refugió en la esquina más solitaria de la barra, dispuesto a beberse unas cuantas cervezas de más hasta ver qué hacía. Añoraba las embestidas con la sensualidad explosiva que ponía Maksim en el acecho. Solo el paso del tiempo borraría la atracción que sentía por el cosaco. Con el cuerpo adulterado por el alcohol festejaba, sin embargo, la cadena de insensateces vividas desde que salió de Chile; sonrió por vez primera en el antro.

—¿De dónde eres? —le preguntó el chico que servía.