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En la segunda mitad de la década de los setenta, Barcelona vivió una explosión libertaria cuyos ecos se replicaron, en mayor o menor medida, en gran parte de España. Se vivía la etapa más creativa en un país en el que había teatro independiente sin teatros, vanguardias sin escuelas ni museos, lectores y compradores de libros sin bibliotecas públicas. Una parte de la generación más joven supo cultivarse y crear sin reglas ni mandatos: las consignas, si existían, las arrastraba la brisa hasta el camión de la basura.
Como en una coreografía acelerada y delirante, Pepe Ribas (fundador de la mítica revista Ajoblanco) evoca aquella efervescencia libertaria que se desarrollaba sobre un confuso trasfondo social de ilusión y miedo, libertad y un atrevimiento hasta la asfixia, en el que todo parecía posible. El espejismo terminó desvaneciéndose: las instituciones y los partidos políticos maniobraron para, primero encauzar, y luego ahogar, esta fuerza libertaria demasiado imprevisible para la ortodoxia política (tanto de derechas como de izquierdas). Envolvieron la contracultura en diseño, sentimiento nacional y negocio, la alegría se transformó en interés individual y en neurosis. De compartirlo casi todo se pasó a la competitividad y a la insatisfacción bañada en alcohol. La heroína empezó a sembrar la calle de cadáveres y delincuencia. Pero ese espejismo no fue en vano: gran parte de su legado ha permeado hasta nuestros días a través del ecologismo, el feminismo, la liberación sexual y la cultura libre e independiente.
SOBRE EL AUTOR
Pepe Ribas (Barcelona, 1951) estudió Derecho en la Universidad de Barcelona. A los veintiún años fundó la revista literaria Ajoblanco, que en 1977 llegó a vender cien mil ejemplares y que fue una de las publicaciones más influyentes de la época en el ámbito hispánico. Es maestro de la Fundación de Nuevo Periodismo Latinoamericano, imparte cursos y conferencias sobre periodismo y temas de actualidad y colabora habitualmente en La Vanguardia. Es autor de "Kavafis", "Los 70 a destajo" y "Encuentro en Berlín".
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Seitenzahl: 470
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Pepe Ribas
ángeles bailando en la cabeza de un alfiler
La explosión libertaria de 1976-1977
primera edición: octubre de 2024
© Pepe Ribas Sanpons, 2024
© Libros del K.O., S. L. L., 2024
Calle San Bernardo 97-99, entresuelo 8
28015 Madrid
isbn: 978-84-19119-75-9
código bic: JFC, 3JKJ
imagen de cubierta: Fondo revista Ajoblanco
maquetación: María OʼShea
corrección: Isabel Bolaños y Melina Grinberg
DÍAS DE PLAYA, VERANO DE 1975
Me veo desnudo en la orilla de una playa encajonada entre rocas rojas recortadas por la tramontana. Contemplo el mar. Hace un momento, lo que parecía una tribu prehistórica armada con palos nos ha lanzado varios pedruscos desde lo alto, entre gritos guturales, por bañarnos en pelotas. Por suerte no ha aparecido la Guardia Civil. Tras el bárbaro incidente, la quietud ha vuelto al paisaje. En las playas de la bahía no hay nadie. El divulgador de la contracultura norteamericana Luis Racionero, repuesto de la negociación con los nativos, se ha dormido bajo la sombrilla junto a Carmen Iglesias, mecido por el suave batir de olas contra la orilla.
Fernando Mir vaga en un islote rocoso frente a la pequeña cala. Bajo los efectos de un LSD compartido, las melenas rubias y las barbas desplegadas lo han transformado en un Poseidón sin tridente.
Los efectos del sacramento van a la baja mientras las dudas bailan al son de los recuerdos. Cuando me asusto ante el reto que debo asumir, veo imposible la continuidad de la revista Ajoblanco. Tengo veintitrés años. Pienso en el otro camino, en mis compañeros de Derecho y en la seguridad futura que ofrece un equipo de abogados. Enseguida me da el brote y decido tomar una actitud en el lado opuesto de la duda. Me estoy inventando una vida y, aunque el mundo en que nací me tiente, navego por un paraje rebelde en busca de otro tipo de hacienda.
El ácido ha multiplicado los colores, los brillos del paisaje y de mi mente, y vivo en la otra realidad. Formo parte de la naturaleza y soy un átomo ínfimo que contiene el todo. El alucinógeno no tiene anfetamina y he traspasado un bucle de iluminaciones.
Fernando, Carmen, Luis y yo hemos huido de Barcelona para instalarnos en Menorca, donde mi madre ha arreglado una casita de huerto.
Tres puntales de la contracultura nos hemos visto obligados a desaparecer de escena: los dibujantes underground de El Rrollo Enmascarado, a una casita perdida en Ibiza por temor a que la policía registre la que fue sede de su creatividad compartida. El Ministerio de Información y Turismo ha suspendido la revista Star de forma indefinida. La editorial que edita la revista Ajoblanco debe tres facturas a la imprenta y dos meses de alquiler. Desde hace más de un mes, el despacho de Ajoblanco se ha quedado sin gente. No tenemos dinero.
En ese momento mi mente viaja al 26 de julio de 1975, al festival de Canet Rock. Revivo la furia y energía de treinta mil jóvenes venidos de toda España escapando del autoritarismo franquista y del ordeno y mando de los partidos clandestinos que solo buscan tomar el poder; por detrás de una piedra aparece el fantasma de Pau Riba, el Frank Zappa catalán, vestido con el pankini verde fosforito y la guitarra de colores colgada al hombro, como un espectro que recita verdades: «Si a Franco lo ves como un elefante en busca de la caverna donde morir, dejas de tenerle miedo».
Pau lleva ocho años en guerra contra la familia patriarcal, contra el catalanismo conservador al que llama cultureta, contra la España negra, contra la imposición derechista de la América de Nixon-Kissinger-Ford y contra el sistema capitalista que solo piensa en ganar más y más dinero sin importar el cómo. «Ja s’ha mort la besàvia!», recita en una de las canciones de Dioptria, un disco antológico que grabó con el grupo Om de Toti Soler. En el 68, Pau descubrió el hippismo y fundó una comuna pionera en las faldas del Tibidabo, punto de encuentro de fumetas, músicos rebeldes de aquí y de Sevilla, escritoras incipientes como Montserrat Roig, poetas, dibujantes, viajeros, periodistas en busca de la ruptura con el mundo impuesto tras la Segunda Guerra Mundial.
Pau dice:
—Las campañas en contra del LSD en las revistas Life y Blanco y Negro las leía como un poseso.Fueron el mejor reclamo, explicaban con todo lujo de detalles los efectos que provocaba. Lo probé y desperté a otra realidad: el hippismo, la reivindicación de la naturaleza virgen de capitalismo, el amor libre, el pacifismo y el antirracismo.
En un extremo del recinto del Canet Rock, los organizadores de Zeleste y de Pebrots han creado una Rambla con los puestos de venta de la contracultura hispana. Los jóvenes se dejan atrapar por el reclamo dibujado por Toni Puig en nuestro tenderete:«Se pintan caras». Muchos jóvenes están ansiosos por hacerse con un ejemplar atrasado del Ajo, se sientan en la tumbona de nuestro puesto y Toni Puig u Hormaza Ben Zohar, el rey de los freaks, les pintan las caras. Fernando Mir y Quim Monzó van de un lado a otro en busca de chicas.
En el chiringuito contiguo, el vendedor de fanzines y pósteres alternativos Picarol cambia duros a cuatro pesetas y, en el siguiente, Nazario, el rey de las historietas underground, en plena jarana con los otros dibujantes de El Rrollo Enmascarado, ofrece a cualquiera que pase una papelina llena de aceitunas; dispara los huesos con la boca, apuntando al agujero que ha dibujado en el centro de un culo gordo y peludo: «Tiro al ano». Fernando se come una aceituna, escupe el hueso y da en el blanco.
—Si algún día te pillo verás cómo descubres para lo que vale un buen rabo —afirma Nazario con voz de cazalla y acento andaluz. Nazario es adicto a las pollas a cualquier hora y en cualquier situación.
—¡Pero si Fernando Mir es un mujeriego de éxito! —exclama Racionero entre risitas de envidia.
Nazario nos conduce a Fernando y a mí a la parte de atrás del chiringuito de El Rrollo, descorremos una tela y nos metemos en el descampado donde un pequeño escenario alternativo aguarda la actuación de Oriol Tramvia. En un rincón de la explanada está aparcada la furgoneta de un melenudo valenciano. El tufo a hachís afgano se cuela hasta los pulmones. Nazario abre el maletero y saca de una bolsa un ejemplar de La piraña divina. Lo hojeamos y nos da la risa.
—Mirad, mirad, el Valle de los Caídos durante la fiebre del sábado noche, cuando un montón de fieles contemplan las eyaculaciones milagrosas de la polla incorrupta de san Reprimonio. —Nazario enciende un porro y se bebe un lingotazo de whisky que lleva en una cantimplora—. Mirad este ángel hermafrodita completamente poseído por el ácido mientras eyacula sobre la lengua del dibujante que soy yo.
Más allá del descampado, hay una alambrada. Y al otro lado, una fila de guardias civiles armados hasta los dientes. Algunos parecen extasiados ante unas parejas que hacen el amor al borde de la alambrada.
Las autoridades han prohibido actuar a Sisa por defender el anarquismo en la revista Fotogramas. Cuando a medianoche suena por los altavoces su canción «Qualsevol nit pot sortir el sol», cesan los abrazos de los durmientes sobre las colchonetas, se desperezan de golpe y se ponen de pie. La oscuridad se puebla de velas, de mecheros encendidos, y una mujer vestida de blanco, con una bengala en la mano en plan estatua de la libertad, emerge de entre una de las torres de sonido del escenario y se eleva colgada de un cable sujeto a una grúa. Vuela entre banderas piratas, petardos y haces de luz.
En algún momento, la Guardia Civil descubre el paquete de ejemplares de La piraña divina. El sargento pregunta: «¿Quién es el autor de esta grosería?», nadie abre la boca y los requisa todos. Dos días después, el juzgado dicta el secuestro de la publicación de la que nunca supieron quién fue el autor.
Aterrados por el secuestro, los miembros de El Rrollo ven policías debajo de las camas, en el fondo de los armarios y en el salón de los espejos. Nazario, bautizado como la Tita mayor, harto de soportar a heteros, se va a Huelva en busca de polvos y nuevas historietas. El resto, capitaneados por Mariscal, emigran a Ibiza, a Cal Americano, una casa en medio del campo, donde perfeccionarán las técnicas del tebeo underground.
Los de El Rrollo no son los únicos que sufren un secuestro editorial. La revista underground Star —que Juanjo Fernández publica usando una licencia de tebeos y álbumes de cromos de su padre— había sacado en junio un número dedicado a El gato Fritz, de Robert Crumb. Un padre maricón, rescatado de «su enfermedad» mediante una serie de electroshocks, compró un ejemplar para su hijo pequeño, creyendo que el gato de la portada era un simpático gato Félix. Al ver el interior y leer las historias, se escandalizó por su contenido pornográfico y lo denunció en una comisaría de policía. A finales de julio, se ordena el secuestro del número trece de la revista, que ya acumulaba varias multas por escándalo público en los números cuatro, seis, ocho, nueve y doce. La portada del número seis, realizada por Farry, el jefe del colectivo de El Rrollo Enmascarado, había satirizado a Hitler y puesto la revista en el punto de mira del Ministerio de Información y Turismo. Tras la publicación del gato Fritz, los funcionarios pudieron por fin colmar su ansia destructiva. «Tú tienes permiso de tebeo y tu publicación no es un tebeo, es una revista. A partir de ahora te secuestraremos todos los números que publiques», le dijeron a Juanjo Fernández.
Los del Ajo también tuvimos que salir zumbando de Canet por razones aún más escabrosas. Toni Puig nos dio el aviso a Fernando y a mí, minutos antes de la actuación que despertó más entusiasmo de aquel Canet Rock, la del grupo teatral Comediants y la Companyia Elèctrica Dharma.
—Desapareced, la policía sigue mi pista y puede buscar también la vuestra. Yo me voy esta misma mañana a Grecia en tren. No regresaré hasta septiembre.
Iñaki Pérez Beotegui, alias Wilson, dirigente de ETA a la fuga, había pasado un día entero en el despachito de Ajoblanco de la calle Aribau. Wilson había participado en la operación Ogro que mató a Carrero Blanco, el presidente del Gobierno nombrado por Franco. Un bombazo oculto en un túnel bajo la calzada por donde cada día pasaba el coche de dicha autoridad cuando iba a misa. El coche voló por los aires y partió la cornisa más alta de un convento de la calle Claudio Coello de Madrid en 1973.
Toni, sabiendo que el despacho estaba cerrado en aquellas fechas, le prestó la llave a Wilson. Días después hubo un soplo, y el 30 de julio la policía lo detuvo. El registro policial en la comuna de Sant Mario fue exhaustivo. Por Ajoblanco no pasaron, al menos, la portera nunca lo comentó y era muy cotilla.
Pero lo más sensato fue desaparecer un tiempo.
Nos fuimos a Menorca.
DE NABUCCO A AJOBLANCO
Al regresar de Menorca tras aquellos días de serenidad y de huida menorquina en compañía de Carmen, Luis y Fernando, tuve buenas noticias: las ventas del número seis de Ajoblanco, el de junio, habían triplicado las del cinco. Francisco, el empresario textil que nos había dado el empujón económico al nacer, estaba dispuesto a apostar de nuevo. Luis Racionero se comprometió a meter doscientas mil pesetas y yo había conseguido incorporar a pequeños accionistas.
Podíamos reinventar la revista.
¿Qué era Ajoblanco?
Ajoblanco no había nacido de la nada. El antecedente fue el movimiento Nabucco, un grupo poético universitario, tendencia Dadá, influido por Antonin Artaud, Ezra Pound y Tristan Tzara. Buscábamos —con la megalomanía ingenua de los ángeles jóvenes— el arte total. Lo fundamos cinco amigos de la Facultad de Derecho, enloquecidos por leer a los escritores malditos, a finales de 1972. Entre huelgas y asambleas fallidas, los Nabucco montamos la primera muestra de poesía universitaria en la Facultad de Derecho de Pedralbes.
Una mañana bajé de la clase de prácticas de Administrativo bastante agitado y me fui al bar. En una mesa del fondo estaban José Solé y Antonio Otero. Nos habíamos conocido hacía poco en la barra del bar de la facultad. Otero recitaba un extracto de LosCantos de Maldoror con ojos de lechuza por los carajillos que se había bebido. Contaron que habían redactado un manifiesto delirante con diez preceptos y que lo habían colgado en la cristalera del bar. «Hemos convocado la primera muestra de poesía universitaria». En estas llegó Alfredo Astor, otro aspirante a poeta que leía a Kafka. Tras escuchar el lío que nos traíamos entre manos recuerdo que murmuró: «En cuanto he leído en la convocatoria que se prohíbe la participación de los funcionarios de Parques y Jardines y que ninguno de los diez preceptos enunciados tiene valor, he sabido que era vuestra».
Alfredo, un diablo de bucles dorados, ojos azules, piel muy blanca y pelliza marina cargada al hombro, encandilaba a todas las chicas de la facultad. En cosa de minutos revolotearon dos o tres muchachas alrededor de la mesa hasta que alguien buscó sillas para que se sentaran con nosotros. José les preguntó si habían leído El gran Gatsby. Como no sabían nada de dicha novela, José se explayó, explicándoles con todo lujo de detalles ciertos secretos que, según él, guardaban Daisy Buchanan y Jay Gatsby, los protagonistas del libro, en una cabaña secreta de Coney Island, no lejos de la gasolinera donde Daisy había atropellado a la amante de su marido. Elena Casanovas, nuestra musa, llegó a mitad de la narración y sí la había leído y aplaudió los cambios en el argumento que había introducido el parlanchín de José.
—Amable mesero, esto hay que celebrarlo. Haga el favor de escanciarme una nueva libación —dijo Antonio Otero.
Jaume, el camarero canoso que había visto pasar muchas promociones, era toda una institución en la facultad. Por la noche servía copas en la Bodega Bohemia, un cabaret popular del barrio Chino.
La comisión de cultura, tomada por las diferentes facciones comunistas, vio con malos ojos cómo las paredes de mármol del inmenso hall de la facultad se cubrían de cientos de poemas que no citaban la lucha de clases. El juicio bufo que preparábamos con textos de Pound y Artaud mezclados con discursos de Lenin, Mao y Sacristán, el teórico marxista local, fue tan criticado por los ortodoxos que lo dejamos correr. Algunos de ellos no dejaban de bramar las imposiciones de la extrema izquierda y nos aconsejaban las lecturas del recién nacido «Frente favorable a la memoria militante». Lo conveniente, decían, es leer historia, literatura y psicología marxista y asistir a los seminarios sobre Historia Económica dirigidos por el líder de Bandera Roja, Jordi Solé Tura.
Otros comunistas, más afines a nuestras ideas, colgaban en las paredes carteles informativos escritos a mano en los que se mofaban de la ortodoxia con humor socarrón: «Snoopy dice: “Fuera los estudiantes de la facultad”», en vez de «Fuera la policía de la universidad».
Un día, en una reunión de comité de curso, uno del PSUC dijo:
—Camaradas, en estos momentos tan graves no hay tiempo para la libido; cuando todo el mundo sabe que las pocas mujeres de Bandera Roja ascienden por vía vaginal.
Y otra:
—¡Antes ramera que bandera!
Los Nabucco y otros independientes buscábamos las múltiples capas del subconsciente en las lecturas de los heterodoxos además de Lautréamont, como Poe, Bataille, Sade, Blake, Apollinaire, los visionarios y los lúcidos. Nos iba un arte cargado de combustible.
Nos acercamos a Rosa Regàs, editora de La Gaya Ciencia, para publicar un manifiesto en su editorial. José Solé y yo pasamos una semana yendo a todos los saraos intelectuales de la gauche divine con Rosa. Una belleza salvaje, con piernas de yegua brava, melena roja y buena cabeza.
Desistimos de redactar el dichoso manifiesto. Nosotros no buscábamos poltronas ni premios ni cargos ni reglas. Tampoco aceptábamos jerarquías y debatíamos las sentencias de los intelectuales sin el más mínimo pudor. Éramos otra historia a medio inventar. Lo fundamental, no caer en dobles verdades ni en farsas que escamotearan el dominio de los unos sobre los otros. En cualquier caso, éramos inaceptables para cualquier ortodoxia.
Por aquel tiempo, finales de 1972, cayó en mis manos un manual de contracultura, California Trip, origen y fundamento de fugas y nuevas lecturas publicado en la editorial Kairós, a contracorriente de lo que marcaban los progres marxistas y los intelectuales antifranquistas. Otra editorial rara, Júcar, de Gijón, creó unas colecciones que tenían que ver con el mundo rockero y contracultural. La serie Los Juglares fue rotunda. Bob Dylan, Joan Baez, The Who, Boris Vian, Rod Stewart, The Beatles, The Rolling Stones, The Kinks, Raimon, Georges Brassens… con las letras de las canciones traducidas.
La cotidianidad universitaria era una huelga tras otra entre ideología revolucionaria y represión policial. Unos pocos estudiantes manipulaban las asambleas. Cinco o seis miembros de un determinado grupo político tomaban la palabra y se la iban pasando sin dejar hablar a los demás. Los rollos eran tan demagógicos que, a la media hora, el noventa por ciento de los asistentes había abandonado la asamblea. Entonces «los más politizados» decidían: «ha llegado el momento de votar la huelga». Así fue cómo los futuros cuadros políticos aprendieron a gestionar la transición y la democracia. Quienes defendíamos la voluntad mayoritaria queríamos clases para aprender y también luchar contra el franquismo desde el sentido común y no con posturas ideologizadas previas. Los miembros de los grupúsculos nos tildaban de burgueses, traidores, inmaduros, frívolos o pijos.
Descalificar al contrario fue la estrategia por excelencia.
Las huelgas provocaban los cierres de la facultad por orden gubernativa. El franquismo seguía su curso, algo magullado, pero mantenía el autoritarismo, reprimía y perseguía con eficacia a los partidos que querían restaurar la República e instigaban la revolución leninista, maoísta o trotskista. Una parte importante de los estudiantes nos vimos abocados a montar clases clandestinas en los lugares más inesperados e ir en pandilla en busca de profesores que quisieran arriesgarse a darlas.
En tercer curso me eligieron delegado y viví un desengaño tras una traición que me alejó de la carrera y de la abogacía. Sin este incidente, Ajoblanco no existiría.
El Gobierno exigía un decano para la facultad surgido de una terna de catedráticos elegida por un claustro extraordinario. El claustro debía estar integrado por todos los catedráticos, tres profesores numerarios, un representante de los no numerarios y un estudiante por curso. De la terna, el Gobierno elegiría al que más le conviniera. Las diferentes facciones comunistas presionaron para que los delegados estudiantiles de los cinco cursos eligiéramos al demócrata Manuel Jiménez de Parga como candidato único. Sin terna, buscaban el escándalo que supondría el cierre definitivo de la Facultad de Derecho de Barcelona.
Los estudiantes sabíamos que los catedráticos liberales votarían a José María Latorre, un demócrata, catedrático de Derecho Romano. Por tanto, habría dueto en vez de terna. Sin embargo, un profesor de la extrema izquierda, representante de los profesores no numerarios (PNN), votó en el claustro al catedrático fascista de Derecho Canónico que había importado el Gobierno hacía poco desde Valladolid. Yo estaba sentado a su lado y pude ver cómo introducía en la urna la papeleta con el nombre del único catedrático de la extrema derecha fascista. ¡Menuda traición!
La composición de la terna provocó graves protestas callejeras. Los estudiantes de todo el distrito no adscritos a ningún partido clandestino, junto a los del PSUC de varias facultades, decidimos encerrarnos en la catedral como protesta y repetir algo así como la Capuchinada de 1966, cuando quinientos estudiantes, profesores e intelectuales se encerraron en el convento de los Capuchinos de Sarrià para elegir a los miembros del Sindicato de Estudiantes. La acción estuvo coordinada por los comunistas del PSUC y los curas de izquierdas.
Unos mil estudiantes coordinados por el grupo de independientes nos reunimos y reagrupamos con sacos de dormir y comida en los jardines del colegio de los Jesuitas de Sarrià. Habíamos negociado el permiso con los curas. Organizados, emprendimos la marcha hacia la catedral en pequeños grupos. Nos íbamos a encerrar. Un grupúsculo maoísta denunció a la policía nuestros planes de ocupación cuando aún estábamos en la parte alta de la ciudad. Las tácticas estalinistas de control fueron la práctica habitual de la extrema izquierda autoritaria que miraba con recelo la implosión contestataria de estudiantes independientes, ajenos a la obediencia de las jerarquías de los partidos clandestinos.
Los altercados en todo el distrito universitario provocaron la clausura de la facultad por decreto de la autoridad gubernativa. El cierre duró hasta los exámenes, convocados de forma extraordinaria y en el último minuto, para el mes de julio.
Los cinco Nabucco aprovechamos el lapsus para emprender un viaje en dos coches destartalados en plan hippie por Italia, Yugoslavia y Grecia. El palier de uno de los coches se partió en Dubrovnik. No existían recambios de Renault en Yugoslavia. Antonio Otero, el más lector del grupo y el más irónico, telefoneó a su novia, Dánae Barral, la hija del editor, y esta le comunicó que estaba embarazada.
Antonio regresó a Barcelona y los otros cuatro pudimos proseguir el viaje en el dos caballos de Alfredo Astor, el poeta más fóbico del grupo. Por las carreteras sinuosas del sur de Yugoslavia y en los youth hostels de distintos lugares de Grecia, conectamos con hippies del norte de Europa que se dirigían a la India. Viajaban en camionetas desvencijadas y apuntaban formas de vida basadas en la generación beat de Neal Cassady y Jack Kerouac. El trapicheo y los encontronazos con otras culturas, el trueque, la estafa y el apoyo se solapaban entre quienes te encontrabas. En verdad fue un viaje iniciático de dos meses. Como nos quedamos sin dinero, Alfredo Astor, el de los bucles dorados, y yo nos dedicamos a tocar la guitarra por las calles de Atenas, hasta que intimamos con un joven norteamericano que había cogido amebas, procedente de Nepal. Su intención era dar la vuelta al mundo desde California, pasando por Asia y Europa. Yo le propuse:
—Si nos pagas el viaje de vuelta, mis padres te cuidarán en mi casa hasta que estés bueno y te devolveremos lo prestado.
Poco a poco me fui creando un pensamiento propio a tenor de vivencias, lecturas y conversaciones con unos y con otros. Nunca me he centrado en un solo grupo. Algunas noches de aquellos años de huelgas y cierres, subía al desolado castillo de Montjuïc en el Seat 600 de mi madre. Aparcaba discretamente para que ningún guardia me diera el alto y me refugiaba, bajo el castillo, en una pequeña hendidura del acantilado frente a Can Tunis y el mar. Mi cueva secreta fue uno de esos lugares que debo a mi padre. Años atrás, cuando yo era niño, el Ayuntamiento construyó el Jardín Botánico en aquella zona de la montaña. Mi padre me llevó varias veces con el ingeniero de Parques y Jardines. Así descubrí aquellos parajes de la montaña que acababan en el cementerio.
En mi pequeña hendidura en lo más abrupto de la montaña, soñaba futuros y soñaba poemas hasta que el sol despuntaba en el horizonte marino. Me sentía un lobo estepario en busca de la solución a un acertijo. ¿Qué hacer en el futuro y cómo vivir? Observaba las fábricas, las luces del puerto y el crujir del Mediterráneo bajo la oscuridad del cielo. En ocasiones, las estrellas me despertaban la sed en favor de un mundo sin amos, sin esclavos, y leí a Camus, a san Agustín, a Giordano Bruno, a Tomás Moro, a Jung. Soñaba con huir de un país rancio y estéril, estudiar sociología en alguna universidad californiana, hacerme escritor. Pero luego pensaba en mis padres ya mayores y me daba cuenta de que irme lejos, con el amor que me profesaban, era una crueldad.
Necesitaba escapar del control de la sociedad franquista, escapar de la apacible quietud de una familia que vivía fuera del tiempo, escapar de una universidad muerta, escapar del izquierdismo autoritario que ambicionaba heredar el poder que el franquismo menguante iba a ceder. También necesitaba resolver las dudas acerca de mi identidad sexual. Quería ser poeta y quería acabar mi primera novela.
Antes del verano, Flora, la dueña de un pequeño restaurante, había prometido prepararnos en septiembre la sopa típica del pueblo de Málaga donde había nacido. Convoqué a mis compañeros de Nabucco José Solé, Tomás Nart, Antonio Otero y Alfredo Astor en el restaurante Putxet. También a Ana Castellar, mi confidente y la madre abadesa de Fontclara. La llamábamos así porque la rectoría estaba construida sobre los restos de un pequeño monasterio medieval.
El 13 de septiembre de buena mañana, José Solé llevó al restaurante almendras tiernas de la Secuita, una finca de Tarragona, para que la madre de Flora cocinara el ajoblanco con «las mejores almendras de Tarragona».
El restaurante Putxet era coqueto y familiar. Los manteles a cuadros rojos y blancos sugerían familiaridad. En un extremo había una tarima con una mesa alargada donde solían cenar los arquitectos, escritores y filósofos de la gauche divine. Las noches en que Rosa Regàs, envolvente y seductora, presidía la mesa de los poetas novísimos e intelectuales y arquitectos divinos, las polémicas entre unos y otros se agudizaban. Algunos jóvenes rebeldes íbamos al local a curiosear y a tomar la sabrosa tortilla de patata que nos preparaba Flora por poco dinero.
José Solé Fortuny, el alma del grupo Nabucco, trataba a artistas desde crío a través de las relaciones de su padre, un abogado respetado de la izquierda comunista que daba la cara y defendía a los perseguidos. Lo sorprendente era la impresionante erudición de cultura europea de nuestro amigo con solo veinte años. Nunca te cansabas de escucharlo. José ha sido el mejor narrador de historias literarias que he conocido. Murió joven, de un cáncer de garganta.
Tomás Nart era de Lleida; el más bonachón del grupo. Estaba fascinado con Platón y también era virgo.
Con la excusa de celebrar el cumpleaños común, montamos la cena del reencuentro tras un verano en el que cada uno había campado a su aire. También vino Kelles, la novia de Alfredo, el de los cabellos rubios ensortijados, el más poeta, el más rebelde y el más neurótico. Ligaba con éxito, tenía visiones y le poseía una angustia causada por las imposiciones de un padre autoritario. La apariencia nórdica de Alfredo contrastaba con la de Antonio Otero, moreno y más bajo. Antonio era un lector empedernido con facha de judío errante centroeuropeo. Fue el que regresó precipitadamente de nuestro viaje iniciático. Estaba a punto de dar el primer nieto al famoso editor, Carlos Barral.
Antes del postre me levanté de la mesa, descansé la palma de la mano sobre un hombro de Ana por detrás y alcé mi copa de cava con la otra mano.
—Os quiero dar una noticia.
—¡Qué!, ¡qué!…
Di un sorbo, alcé la copa y, observando sus rostros, dije:
—Voy a crear una revista de arte y cultura con quien quiera seguirme fuera de los círculos de la universidad. Y la distribuiré por todos los kioscos de España. ¿Quién me sigue?
Todos levantaron la copa armando un vocerío.
Flora abrió otra botella de Codorníu y brindó con nosotros.
El suelo del restaurante pareció elevarnos ante las miradas ajenas.
Nacía otra época. Nacía otro mundo.
Ana Castellar se integró en el equipo y fue el personaje clave de los primeros tiempos. Había sido secretaria de Carlos Barral y seguía trabajando en el mundo de la edición. Inmediatamente nos pasó contactos imprescindibles con distribuidores y periodistas, compartió conocimientos técnicos y nos brindó continuas estancias colectivas en su rectoría de Fontclara, en el Baix Empordà, una casona fría, junto a una ermita románica, reconstruida con poco dinero en medio de unos campos de arroz abandonados entre chopos y almeces. En poco tiempo, Fontclara se convirtió en la comuna escuela de Ajoblanco. La habitación de la chimenea no era grande, el suelo estaba cubierto por una alfombra y muchos almohadones. Fue el lugar donde, tumbados como los romanos frente al fuego de la chimenea en la que asábamos alcachofas o costillas de cordero, debatimos e inventamos los dos primeros años de Ajoblanco. Sus integrantes proveníamos de diferentes clases sociales. En ningún momento nos interesó conocer el apellido de ninguno de nosotros. La conexión apasionada bastaba.
Fontclara fue un centro de reunión de gente de lo más diversa entre bailes, toqueteos, noviazgos y cantidad de visitas de los intelectuales progres que formaban el grupo de la gauche divine, que venían atrapadas por una curiosidad no exenta de morbo. Éramos jóvenes, gamberros, cultos y de buen ver. Nos disfrazábamos y bailábamos rock desgarrado o soul. Los himnos de Fontclara de aquel entonces fueron Mahagonny de Kurt Weill y «Tubular Bells» de Mike Oldfield. La comuna de Fontclara potenció la mezcla heterodoxa que dio alas al grupo de Ajoblanco en sus inicios. Queríamos hacer posible lo imposible, sin bravuconadas y con mucho humor.
Once días después de aquel 13 de septiembre de 1973 en el que Flora cocinó ajoblanco, la sopa típica de su pueblo, el azar propició el choque fortuito entre dos mundos. Fue en un cruce de calles del Ensanche barcelonés.
El estudiante poseído por un vitalismo embravecido que era yo, callejeando tras comprar Utopía de Tomás Moro en la librería del Drugstore de paseo de Gràcia, dio de bruces con un joven de la Cataluña central de la cuenca del Llobregat, la más industrial de Cataluña, huido del seminario. Él caminaba comiendo un chucho de crema y llevaba la cazadora cubierta de granos de azúcar. Nos miramos, surgió una chispa y nos sentamos en un banco del paseo. Acabó el chucho entre suspiros, abrió el libro que yo había comprado y sonrió. Me divertían las gafitas redondas que llevaba. Le daban aspecto de poeta alejandrino. En aquel banco iniciamos una conversación que dura ya cincuenta años. Nos hicimos amigos de por vida.
Toni Puig trabajaba de maestro y vivía en una comuna con un actor de Els Joglars, otro de Comediants y una naturista anarquista discípula del doctor Capo. Yo estaba acostumbrado a otro grupo humano y a otra cultura, la de los hijos de los fabricantes instruidos. El mundo catalanista de Toni me impactó. A los tres días de dar con él, Toni Puig se integró en el equipo fundador de la revista aún por nacer. Y trajo a jóvenes con talento que provenían del catalanismo progresista. El fotógrafo Pep Rigol, el cineasta Albert Abril, el grafista Quim Monzó, el diseñador conceptual Cesc Serrat, el musicólogo Claudi Montañá, el poeta Biel Mesquida y Tom, el especialista en cómics que resucitó la revista Matarratos. Algunos militaban en el incipiente independentismo revolucionario, Cesc en el arte conceptual y Albert en el cine político. Otros, como Luis Racionero y María José Ragué eran contraculturales; Fernando Mir buscaba el hippismo, Damià Escuder practicaba el budismo a la catalana y Ana Castellar y los Nabucco la pasión por lo literario y los libros bien escritos.
Muchos jóvenes nacidos entre 1946 y 1955, seducidos por la poesía beat, el impulso del rock combativo, los porros, los textos contraculturales, el Mayo del 68, el amor entre negros y blancos, el sexo libre, la astrología, la alquimia y la espiritualidad mística de san Juan de la Cruz, buscábamos experiencias de desbloqueo. Seguíamos con pasión las noticias provenientes de California, París, Ámsterdam, Londres o Berlín. Corrían tiempos rebeldes, de gran vitalidad global, en los que las brasas de la guerra civil y de la Segunda Guerra Mundial, el silencio de los padres, la carcunda franquista y la falta de conexión con las culturas emergentes de otros países habían caducado. Estábamos mudando el equipaje y los nuevos sueños nos hacían volar a través de la poesía y de las letras de las canciones: ¡Viva el amor libre! ¡Paz y no guerra! ¡Imaginación al poder! Sin preámbulos, conectabas con jóvenes sin apellido de distintas clases sociales y de nacionalidades diversas en busca de experiencias. La desconfianza y el temor a los desconocidos fueron desterrados hasta del vocabulario. Podías ir, casi sin dinero, en autostop hasta la India o a Ámsterdam, y dormir en casa de un extraño que acababas de conocer en la calle. Había que dar rienda suelta a los encuentros fortuitos puesto que cada experiencia despertaba un vuelo. Alquilar un piso de ochenta metros cuadrados en el centro de la ciudad podía costar menos de cuatro mil pesetas, más o menos el quince por ciento del sueldo de un trabajador de una oficina de correos. Y por entrar en un club o en una discoteca, si no consumías, nadie te preguntaba. Se podía vivir el mundo alternativo con cuatro perras.
Las greñas y el pelo largo, los tejanos y los pantalones acampanados, las faldas floreadas, fumar porros y hablar en argot distinguía a los raros de la juventud convencional. La claridad seguía siendo difusa, se entrecortaba y no te atrevías más que a dar vueltas y vueltas antes de romper y lanzarte.
En España, las letras de Bob Dylan, los Doors, los Rolling, Syd Barrett, The Who, la sección marginal de la revista Fotogramas; en Barcelona, los programas de Radio Juventud de José María Pallardó y Françoise Caüet, Al mil por mil y El clan de la una; en Madrid, Radio Popular, y en Sevilla, el programa Nata y fresa de Joaquín Salvador.Tambiénalgunos textos de Disco Exprés, los libros de contracultura editados por Kairós o por editoriales sudamericanas y los viajes sin dinero ni fecha de regreso transformaron el imaginario de los más jóvenes.
En Sevilla, en Morón, en el Campo de Gibraltar y en Torremolinos también hubo emisoras y programas de radio raros, con gente que iba y venía de Marruecos a California y que se cruzaba con los genios gitanos del cante que les enseñaban a tocar la guitarra.
Barcelona fue una ciudad privilegiada. Durante años, la plaza Real había sido parada obligatoria en la ruta hippie del norte de Europa y de California a la isla de Ibiza. En su entorno de callejuelas, los hippies extranjeros intercambiaban música y libros con los gitanos del barrio de Gràcia y del Somorrostro y con los niños malos de los institutos que pasaban la tarde en los futbolines. También conectaban con aquellos que abandonábamos las facultades. Ese intercambio propició la apertura de una serie de garitos y bares de putas en los que los gitanos pincharon rock y soul rabioso mientras los jóvenes corrompíamos nuestros gustos mojigatos en un laberinto de callejas en las que jamás entró el franquismo.
Jazz Colon fue el punto de encuentro y donde el Indio ponía el mejor rock and roll recién llegado de Londres y de California desde antes de 1970. La pista central era ovalada y sobre ella caían ráfagas de palpitantes rayos de luz de todos los colores. Estaba rodeada de pequeños palcos. En un lateral, la barra medio oscura abría el trajín hacia los lavabos. En el invierno sublime de 1974, cuando estudiaba en la universidad por las mañanas y preparábamos el lanzamiento de Ajoblanco por las tardes y noches, ya en el despachito de Aribau, tuve el primer tropezón en el Jazz Colon. Bailaba como un poseso en medio de la pista sin ver nada más que destellos, cuando un joven me agarró por la cintura y se quedó mirando fijo mis pantalones con la cabeza agachada a media altura.
—Los quiero —me dijo.
Y me pasó la mano por la pantorrilla hasta tocar los botones de la bragueta.
—…te los cambio. Los míos son Lee y llevan cremallera.
Sus ojos hinchados me atraparon. En un rincón de la pista me quité los pantalones. Gerardo se quitó los suyos y así intercambiamos pantalones sin que nadie mostrara la menor extrañeza. Él era gitano. Luego me llevó a una fiesta en la playa del Somorrostro en torno a una gran hoguera sobre la arena. Antes, en una especie de pequeño vagón de madera, no lejos de la playa, una parienta que era pitonisa me tiró las cartas y me dijo que del tronco de mi árbol nacerían siete brancas muy grandes que se irían ramificando hasta el infinito. Le pregunté si quería decir que tendría siete hijos. Me respondió tajante: siete vidas seguro, hijos no sé.
En 1973 tenía convicciones libertarias, una sexualidad confundida, una imaginación desbordante y una culpabilidad en fase de extinción. Estaba harto de que mi almohada fuese la compañera silenciosa de sueños, frustraciones y maravillas. Pensaba que se podían cambiar muchas cosas mediante una publicación alternativa que nos enseñara a vivir por nuestra cuenta, sin ataduras ni atavismos. Estaba seguro de que éramos muchos los afectados por la falta de libertades. Queríamos una revista nueva realizada por jóvenes rebeldes de aquí y de ahora sin necesidad de copiar lo que otros hacían en lugares próximos o lejanos. Nada de modas. Lo trascendente era descubrir por nosotros mismos nuevos deseos y nuevas posibilidades en nuestro entorno. Y compartir los descubrimientos con otros en parecidas tesituras. La vestimenta y la manera de enrollarnos nos acercaba. Había que buscar lo colectivo, la calle, el sexo, la creatividad libre y cuanto pudiera contribuir a inventar una vida sin represiones.
No era solo estética. Era ética, estética, magia, prácticas y un misticismo que despertara un nuevo imaginario. Todo sumaba. «La libertad de los otros prolonga la mía hasta el infinito», decía Bakunin. No pretendíamos la revolución, buscábamos una mutación.
Un personaje clave del proyecto fue un amigo de mis hermanas, Francisco Marsal. Un buen empresario textil recién separado de su mujer en una época en que las separaciones eran tabú. La forma en que le contamos el proyecto y los objetivos le gustaron, puso cien mil pesetas en la sociedad y nos asesoró hasta el último número de la primera época de Ajoblanco. Su exmujer emigró a París y él disponía de tiempo libre. Al salir de la fábrica, solía pasar por el despacho y nos ayudaba a plantear cómo administrar el proyecto. Tras las reuniones, en ocasiones, nos invitaba a cenar en el Chicoa, un restaurante de la calle Aribau cuya decoración rústica nos complacía. En ocasiones éramos siete u ocho. También ayudaba por el placer de escuchar la voz de jóvenes inquietos de procedencias diversas con discursos divergentes. Por mi parte, haber estudiado derecho y pertenecer a una familia con más de cinco generaciones de fabricantes y excelentes artesanos me ayudó a pilotar la nave.
Tan importante como el dinero fue cumplir con los numerosos trámites burocráticos. Quien quiera conseguir un imposible no puede esquivar ningún paso. Los cabos sueltos son armas para la derrota, pensaba agazapado en la cueva secreta de la montaña de Montjuïc en noches de luna llena. Redactamos los estatutos sociales de una sociedad anónima, alquilamos un local, sede y domicilio social, por tres mil pesetas al mes. Lo pintamos y decoramos nosotros mismos. Buscamos muebles viejos en los Encantes. Luego fuimos a un notario de izquierdas a firmar la constitución de una sociedad editorial. En aquellos tiempos aún estudiaba derecho y me tomé el papeleo como una clase práctica.
Para conseguir el permiso no solo había que cumplir los requisitos, fue imprescindible disponer de las influencias oportunas para que el Ministerio lo otorgara. Fui paciente, tenía experiencia negociadora frente a las autoridades puesto que había sido delegado de curso. Para obtener el dichoso permiso hice todo lo que pude entre octubre de 1973 y septiembre de 1974. Por suerte, durante este periodo estuvo al frente del Ministerio de Información y Turismo el único político aperturista del régimen, Pío Cabanillas. Ese enano infiltrado en el Gobierno concitaba las iras del «búnker», así bautizamos a la extrema derecha, mientras los editores progresistas del país, capitaneados por Carlos Barral, de Seix Barral, y Jaime Salinas, de Alianza, artífices del boom latinoamericano y de los premios internacionales de literatura, aprovecharon el lapsus para publicar libros más arriesgados. Era el momento oportuno y no lo dudé pese a los vaticinios negativos de mis amigos comunistas del PSUC.
Usé la influencia paterna en el arranque, y enseguida pasé a actuar por mi cuenta con decisión. Un amigo abogado recién licenciado, Félix Vilaseca, puso empeño en la tramitación del expediente. Viajé a Madrid las veces que hizo falta. ¡Qué grima me dieron los ascensores del Ministerio de Información y Turismo! Penetraba en la cueva del franquismo que manejaba la información y la propaganda del turismo, el nuevo negocio que alimentaba a los constructores corruptos del régimen. Puertas misteriosas cerradas a cal y canto, el tecleo de las máquinas de escribir, los trajeados funcionarios de bigotito afilado que iban y venían con desgastados portafolios bajo el brazo y que te miraban de soslayo por larguísimos pasillos con luz de fluorescente. No había más remedio que soportar el olor de una burocracia franquista en fase de oportunista recreación ideológica. Los jóvenes funcionarios querían medrar y ya sabían que al franquismo le quedaba poca cancha. Europa se aproximaba por necesidad de supervivencia. Aproveché el ímpetu de mi juventud para ganarme a las secretarias cincuentonas, bastante pasotas, que vestían faldas plisadas de color gris y jerséis de cuello alto. Las seduje mediante historias medio inventadas para que mis papeles corrieran más aprisa que otros. Recuerdo el día que, acentuando la voz grave de locutor de radio, les solté una máxima de Goethe: «Sé valiente y poderosas fuerzas acudirán en tu ayuda». Se estremecieron cuando les dije que las furias eran ellas.
Presenté el proyecto como una oportunidad de conectar a los jóvenes no dogmáticos, el futuro del país, mediante una publicación cultural que nos permitiera expresar nuestras inquietudes y aprender a gestionar el porvenir. Hacía tiempo que se habían roto los esquemas de posguerra. El español medio, durante años condenado a trabajar en silencio, empezaba a interesarse por la política, mientras los aspirantes a dirigente preparaban ya sus estrategias para captar adictos y seguidores. Las férreas cadenas de la dictadura empezaban a oxidarse en las zonas industriales del país y en Barcelona venían resquebrajándose desde 1960. Incluso había manadas de hippies, de músicos raros y de antros llenos de contracultura desde finales de los años sesenta.
No sin esfuerzo me di cuenta de que el hombre clave para conseguir el permiso era José María Armero, un auténtico pez gordo y abogado influyente en el sector aperturista, además de ser el presidente de la agencia de prensa Europa Press. Armero sería pieza crucial en el encuentro entre Adolfo Suárez y el comunista Santiago Carrillo en febrero de 1977. La reconciliación de los comunistas con los sectores falangistas más aperturistas hizo posible la primera parte de la Transición, la más libre y la que, con toda probabilidad, evitó un nuevo golpe de Estado de la ultraderecha y del Ejército y que acabó con el golpe de Estado del general Armada.
Roger Jiménez, el director izquierdista de la delegación barcelonesa de la agencia Europa Press, fue el puente que me puso en contacto con Armero. Llamé por teléfono a la oficina de Madrid del personaje y le dije a su secretaria:
—Soy amigo de Roger Jiménez, estoy montando una revista cultural y quiero entrevistar a José María Armero para que me hable del mundo del circo, pues sé que sabe mucho y es fan.
Armero era un aficionado y sí, me invitó a comer en un restaurante de Madrid. Era un hombre alto y sonrosado, con la frente despejada y el poco pelo peinado hacia un lado. En algún momento de la conversación me dijo que se sentía escritor, aunque tenía pinta de banquero. Sí era culto y un agradable conversador. En aquella época, yo estaba acostumbrado a tratar a personas de edad muy diversa y mi labia fascinaba a la gente mayor. A Armero le caí bien e hizo gestiones en favor de Ajoblanco.
Tras superar el último escollo en septiembre de 1974 (un segundo carnet de periodista por considerarse que Ajoblanco era una revista de información general) obtuve el permiso definitivo. El nuevo periodista fue Fernando Mir. Un personaje clave en la historia de Ajoblanco en todas sus épocas. Y ese permiso legal que tanto escaseaba en manos de unos jovenzuelos fue codiciado por distintas organizaciones políticas antifranquistas. Algunos intentaron infiltrarse en el equipo, otros pretendieron echarme para llevarlo a su molino, transformándola en una revista escrita solo en catalán, cosa que habría limitado el área geográfica, impidiendo que pudiéramos contribuir a despertar de forma masiva la contracultura o nueva cultura antiautoritaria en España, que era mi objetivo al fundar la revista.
Los constantes viajes por España fueron decisivos para descubrir mundos, despertar el interés en los diferentes contextos territoriales y entrelazar culturas peninsulares. Los seis primeros números reunieron textos escritos en los cuatro idiomas del Estado, por eso, y por la mezcla iconoclasta de las distintas sensibilidades, fuimos polémicos desde el primer día. El batiburrillo de inquietudes iba desde el activismo contracultural, la poesía, el underground, la abolición de la censura, la libertad sexual, el arte pop, el arte povera y el arte conceptual hasta el antifranquismo y el catalanismo radical. Las diferentes opciones defendidas por unos y otros se superponían, se fundían y dialogaban entre ellas. En ningún momento nos apartamos de la búsqueda de esa nueva generación heterodoxa que se estaba inventado a sí misma. Habíamos escuchado: «¡Despertad, jóvenes de la nueva era! ¡Desplegad vuestras inteligencias contra los mercenarios ignorantes! Pues llenos están los campamentos, los tribunales y las universidades de mercenarios que si pudieran prolongarían para siempre la guerra de los cuerpos y arruinarían la lucha de la inteligencia».
Como tantos otros, nos fuimos abriendo camino mediante llamadas, manifiestos, viajes a pueblos y ciudades en coches destartalados, encuentros casuales en conciertos, en teatros, en tugurios y a través de las cartas que llegaban y de las colaboraciones espontáneas.
AJOBLANCO, JULIO-DICIEMBRE 1975
Durante los meses en que Ajoblanco estuvo parada, de julio del 75 a diciembre, pasé muchas noches en mi habitación escribiendo poemas y sueños surrealistas, escribiendo una novela y leyendo libros de economía, filosofía, ciencia y sexualidad. Mi padre tenía más de setenta años y en la madrugada, al ver luz en mi habitación a través de la rendija de la puerta, solía visitarme en batín. Desde hacía tiempo observaba en silencio el malestar que me causaba la crisis de la universidad. De forma discreta, leía las tapas de los libros editados en Sudamérica y los de la editorial Kairós que estaban sobre la mesa. En ocasiones me decía: «Tienes labia e inteligencia y necesitas vivir lo que crees, pero piensa que por atrevido que seas, en la vida casi nunca haces lo que quieres sino lo que puedes».
Pasé el verano visitando varios lugares en compañía de amigos de distintos mundos. El primer destino fue la rectoría ampurdanesa de Fontclara, tomada por los Vázquez Montalbán y sus alegres muchachos de Atzavara. Se había transformado en un apéndice de los gauchistes barceloneses que tenían casa en Pals y practicaban una especie de esnobismo progresista a la italiana. Me aburrió bastante la sofisticación y cambié de mundo.
Me reencontré con mi grupo de amigos y amigas de Camprodon, un grupo mixto, numeroso y creativo con el que había compartido los felices veranos de mi infancia y adolescencia. Desde los diez años representábamos, chicos y chicas, obras de teatro, comedias musicales, cabalgatas de disfraces por las calles del pueblo y hasta rodamos en el invierno de 1966 en Barcelona una película en super-8 cuando aún no habíamos cumplido los dieciocho. Fue en este pueblo donde aprendí a vivir en grupo y a crear en colectivo.
El verano me dio el empujón definitivo para emprender una nueva etapa, clara y viable. El punto de partida era no encajonar la revista en las vanguardias, tal como pretendió el sector más ideologizado y menos contracultural, ni quedarse entre las cuatro paredes del divino progresismo barcelonés que tanto nos emocionó a los del grupo Nabucco en el embrión del proyecto. Existían corrientes más subterráneas en la ciudad y en otros lugares. Ya sabía que parte del equipo de los seis primeros números no iba a volver: los jóvenes catalanistas como Quim Monzó y Claudi Montañá veían la contracultura como una opción comercializada y superada. Para ellos, la contracultura norteamericana se había transformado en un negocio. Su revolución tenía más que ver con la toma del Palacio de Invierno de San Petersburgo. Su universo lo regía un izquierdismo heterodoxo y extremo, y pensaron en la imposibilidad definitiva del proyecto y lo olvidaron. Otros tuvieron que ir a la mili. Claudi Montañá, el cofundador de la revista Vibraciones y más tarde de El Viejo Topo, sostenía que las flores de los hippies habían ido a parar a un estercolero.
Si alguien podía amasar la revista con contenidos más participativos era la facción contracultural. Mi obsesión había sido y seguía siendo localizar y compartir inquietudes concretas con los jóvenes rebeldes que pululaban perdidos, escondidos o aislados, en busca de un futuro libre.
Las cartas desde los distintos lugares de España pedían contactos para escapar de los domicilios paternos. Muchos querían emprender una nueva vida en las antípodas de los principios de los hermanos mayores que militaban en los partidos de izquierda y que no paraban de dar órdenes y exigir disciplina. A las chicas, los revolucionarios de los grupos clandestinos las amaban, pero también las utilizaban para picar a máquina los textos de los panfletos y de las octavillas.
Una tarde de domingo, en la plaza de Sant Martí d’Empúries, el pueblecito junto al mar donde tenía una casa alquilada, Luis me dijo:
—Tras el número de Andy Warhol y del ¡Escucha, marxista! de Murray Bookchin, Ajoblanco debe continuar. No podemos tirar la toalla cuando el tiempo corre a nuestro favor.
En el otoño de 1975, el dinero me preocupaba más que la ruptura del equipo anterior en dos mitades. La grave crisis económica perforaba los bolsillos y hundía el tejido productivo. Los que militaban en el nacionalismo de izquierda pretendían que la revista fuese en catalán, siguiendo las pautas de la vanguardia de la ultraizquierda y las consignas del Front Nacional de Catalunya. Durante el año de preparación y el primero de edición habíamos planteado el arte y el cine experimental desde un culturalismo antifranquista con algunas aportaciones contraculturales. Algunos de nosotros apostábamos por transformar nuestras vidas de forma inmediata. Necesitábamos dinero para la revista y necesitábamos claridad. Luis era el único que tenía un buen trabajo, un buen sueldo de urbanista y una casa en Vallvidrera, rodeada de bosque, que había comprado a una tía de Joan Brossa, el poeta del grupo Dau al Set, amante de la magia.
Yo vivía en un extremo de la casa de mis padres, junto al recibidor de las grandes vidrieras novecentistas creadas por mi padre en su juventud. El piso era una especie de museo decorado por mi abuela en los años veinte del siglo pasado, donde el espacio se había comido el tiempo por voluntad paterna, que lo conservaba intacto. A mi padre le interesaba poco el mundo presente y vivía plácido la viva historia de amor con mi madre en la comunidad que mi hermana Rosa y yo habíamos creado con ellos. Tuve suerte, nací en una familia cuando ya no era un clan de poder. A mi padre y a mi madre les divertía la aventura y siempre me estimularon.
La vivienda estaba próxima al despacho de la revista y solía comer con mis padres, ya mayores, casi todos los mediodías. Por la noche, cuando me quedaba en casa, mi hermana Rosa y yo conversábamos con ellos de forma distendida en un salón lleno de cuadros y muebles de la familia. Los cuatro formamos un mundo especial, regido por la filosofía humanista de mi padre y el buen vivir de mamá: respeto, cariño, cultura y debate plural. Resultaba evidente que mis padres se habían educado en la libertad de los años veinte.
Mi padre tuvo una vida anterior a la guerra civil, intensa en círculos artísticos, artesanos y bohemios. Él también colgó parte de los estudios de ebanistería y decoración en la Escola Superior dels Bells Oficis, cuando la dictadura de Primo de Rivera acabó con la Mancomunidad de Catalunya en 1924 y con todas las instituciones que de ella dependían. Tuvo que seguir los estudios en la Escuela Industrial. Años después, ya ebanista, gestionó el taller de muebles y metalistería creado por mi bisabuelo en 1850.
En enero de 1933, la gimnasia revolucionaria de la FAI destruyó la maquinaria y las herramientas del taller en su lucha contra los trabajadores que querían volver al trabajo tras aceptar las negociaciones de los jurados mixtos impuestos por el ministro Largo Caballero y contra los esquiroles que trabajaban a escondidas. Y, en el desespero, se apuntó a la Falange a través del abogado que defendió a mi abuela en los años treinta.
Después de la guerra, mi padre no quiso rehacer el taller fábrica porque no quería tener cientos de empleados tras los desastres vividos desde 1909, cuando, con seis años, se quedó sin padre y mi abuela tuvo que improvisar el oficio. Sí mantuvo la tienda y diseñó los muebles hasta 1970. Los fabricó en el taller de carpintería del señor Torras, en Sants, donde lo acompañé en multitud de ocasiones, siendo un crío a final de los años cincuenta y en la década de los sesenta.
En verdad, crecí muy a mi aire a partir de los quince años gracias a las amigas y amigos con los que me había criado en los veranos de Camprodon. Pero fueron mi padre y mi madre, cultos y ya mayores, los que cimentaron los caminos que despejé hacia la libertad y la diferencia.
Mi padre una de aquellas noches me regaló los Ensayos de Montaigne, una biografía de Gandhi y La decadencia de Occidente de Spengler. Libros que leí y conservo como tesoros de vida.
Mi padre contaba en ocasiones hechos sorprendentes de antes de la guerra, cuando dirigía el taller de muebles, metal y decoración de la Viuda de José Ribas: su participación junto a su hermano Ricardo en el GATEPAC y en ADLAN (amigos del arte nuevo), sus viajes a las ferias de diseño en Copenhague con Joan Rigol, los encuentros con el arquitecto Sert en Barcelona y Berlín, su viaje a Odesa con artistas del Centre Excursionista. En 1975 ya no contaba el incidente que le cambió la vida a principios de 1933 y que un día me había explicado en las cumbres pirenaicas próximas a Camprodon.
Otras veces comentábamos las huelgas y altercados en la universidad de los setenta y yo me mofaba del final siniestro del Caudillo. Mi hermana Rosa soltaba el trajín con los artistas jóvenes a los que hacía de marchand, mientras mi madre, una mujer culta y equilibrada, también intervenía con historias de su tío Santiago y la mujer secreta a la que mantenía, de cómo ayudó a su padre en el taller de artes gráficas durante la colectivización del 36 y de cómo consiguió comida en plena guerra, cuando mi tío Antonio estuvo preso en Montjuïc y ella, soltera, tenía que alimentar a los sobrinitos.
Desde que murió mi abuela, la viuda Ribas, un año antes de mi nacimiento, la austeridad fue la norma de la casa y mi padre vivió de espaldas a acaparar dinero. Mi madre mantuvo una economía independiente y propia y cubría los imprevistos cuando mi padre no alcanzaba.
Durante una época intenté vender enciclopedias de una gran firma editorial a familias con hijos de clase trabajadora para sacarme algo de dinero e independizarme. Ibas a un domicilio de extrarradio y entrabas en una casa pequeña que olía a butano y humedad. Tratabas de vender una enciclopedia por capítulos a un padre humilde, emigrante, obrero, obsesionado con que los hijos accedieran a la cultura como trampolín a una posible escalada social. Seguías las instrucciones marcadas por la editorial de fascículos, sin creértelas demasiado. La madre, sentada también en el comedor, miraba el producto y decía que era caro, que la cuota duraba años y que tantos tomos no cabían en la habitación de los chicos. Finalmente reconocías que la enciclopedia no era lo imprescindible que anunciaba el folleto. Y te ibas de la casa satisfecho. Sin dinero no te quedaba más remedio que pedirle algo a tu madre y olvidar el trabajo de vendedor de enciclopedias a domicilio.